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Daniel Guerrero | Las izquierdas en España (V)

El 13 de septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella y capitán general de Cataluña, dio un golpe de Estado que dio al traste con el régimen de la Restauración, instaurando así una dictadura gracias, sobre todo, a la falta de acción del rey Alfonso XIII, que no solo no se opuso al golpe sino que, por si fuera poco, nombró al general sublevado como jefe del Gobierno al frente de un Directorio militar.


El régimen dictatorial que impuso Primo de Rivera duró hasta 1930, cuando se vio forzado a dimitir al no lograr el apoyo político para el partido con el que pensaba mantenerse en el poder. Con la dimisión del dictador, el rey siguió incumpliendo la Constitución al encomendar nuevo gobierno a otro general, Dámaso Berenguer, quien inició un período conocido como “dictablanda”, en que se intentó infructuosamente volver a la situación previa a 1923.

Desde el principio, PSOE y UGT condenaron el golpe, pero sin defender el Gobierno constitucional. De hecho, la Unión General de Trabajadores (UGT) participó en el funcionamiento de la Organización Corporativa Nacional instituida por la dictadura. Así, el sindicato socialista no solo se consolidó sino que se convirtió en protagonista político.

Mientras los sindicatos anarquista y socialista desarrollaban tácticas opuestas, los partidos republicanos y dinásticos se opusieron a la dictadura desde frentes dispares y sin apoyos sociales. Los republicanos lograron, no obstante, crear Alianza Republicana, coalición que aglutinó grupos radicales catalanes y reformistas del entorno de Azaña, de la que, sin embargo, un sector se separaría para formar el Partido Republicano Radical-Socialista.

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Al año siguiente, se constituyó la Derecha Liberal Republicana, liderada por Niceto Alcalá-Zamora con Miguel Maura, dos personalidades dinásticas que prefirieron la República como alternativa a una monarquía deslegitimada. Y es que solo aceptaban colaborar con Berenguer personalidades muy desprestigiadas, como el Conde de Romanones o Juan de la Cierva.

La idea de un “rey perjuro” había calado en sectores significativos de los conservadores. De modo que, cada día de 1930, fue un sucesivo desplome del régimen monárquico, con protestas estudiantiles, aluvión de huelgas, manifiestos de intelectuales, etcétera.

En agosto de 1930, republicanos, socialistas y otros grupos de oposición lograron un acuerdo de mínimos, que no tuvo formalidad escrita, sino la voluntad común de lograr unas Cortes constituyentes republicanas en las que se incluiría –fue la novedad crucial– un estatuto “redactado libremente por Cataluña para regular su vida regional y sus relaciones con el Estado español”. Desde ese momento, la cuestión nacionalista y territorial se situaba en la agenda estatal de las izquierdas.

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En ese ambiente de revueltas, conspiraciones e insurrecciones, el general Berenguer convoca elecciones a Cortes, pero al no darles carácter constituyente, no logró ningún apoyo. El rey tuvo que buscar otro jefe de Gobierno, esta vez el almirante Aznar que, con miembros de partidos dinásticos, convocó primero unas elecciones municipales y luego las constituyentes.

La Segunda República


Así, el 12 de abril de 1931, por primera vez en la historia de España, el voto ciudadano logró un cambio de régimen. En 40 de las 52 capitales de provincia ganó la coalición republicano-socialista, lo que se interpretó como un plebiscito sobre la Monarquía. Había participado el 64,8 por ciento de la población, cifra muy superior al 33,7 por ciento de media de décadas anteriores.

Con datos tan rotundos, el rey reconoció que “no tengo el amor de mi pueblo” y, tras consultar con varios generales, decidió exiliarse. Álvaro de Figueroa y Torres, más conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, por encargo del rey negoció con Alcalá-Zamora el cambio de régimen. Pactó el traspaso pacífico del poder, sin intervención militar, a cambio de garantizar la vida del monarca y de su familia. La proclamación de la Segunda República (1931-1936) fue una fiesta.

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Los partidos integrantes en la coalición republicano-socialista formaron Gobierno en alianza con la derecha republicana de Alcalá-Zamora y Maura. Los debates y conflictos surgieron enseguida en un Gobierno formado por un presidente y un ministro de Gobernación conservadores, tres ministros socialistas (Justicia, Hacienda y Trabajo), dos radicales-socialistas (Fomento e Instrucción Pública), dos radicales (de Estado o Asuntos Exteriores y Comunicaciones), un catalanista (Economía), un galleguista (Marina) y la personalidad del momento, Manuel Azaña, escritor, periodista, licenciado en Derecho, republicano, izquierdista y anticlerical, en la cartera de Guerra, y, durante 1936-1939, presidente de la República.

El Estado republicano inauguró una nueva etapa en la historia española, pues abrió las puertas al pluralismo, activó la participación ciudadana y albergó las más diversas esperanzas sociales. Se redactó una nueva Constitución que plasmó una concepción nueva del Estado, definido como “república democrática de trabajadores de toda clase”, y aportó tantas novedades que instauró un Estado de derecho democrático y social por primera vez en España. Esa Constitución fue de lo más avanzado en la Europa del momento y sus contenidos no serían recuperados, lógicamente actualizados, hasta la Constitución de 1978.

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Los ministros de la República se plantearon como reto una serie de reformas para modernizar España. Así, abordaron seis cuestiones amasadas desde el último tercio del siglo XIX consideradas inaplazables: la cuestión obrera o el papel del Estado para sentar las bases del bienestar y seguridad material de los trabajadores; la propiedad agraria; la secularización socioeducativa; la primacía del poder político sobre el militar; el catalanismo, convertido en “cuestión regional” por existir idénticas demandas en el País Vasco y Galicia; y la pugna de sindicatos con los partidos de izquierdas para precisar tácticas y estrategias.

Las clases dominantes y numerosos integrantes de clases medias y también de trabajadores, interpretaron estas reformas modernizadoras como ataques al corazón de un sistema de propiedad y de valores intocables de modo que las creencias religiosas, la identidad nacional o las convicciones conservadoras de muchas personas se vieron quebrantadas por ellas, apasionando los ánimos de toda la sociedad.

Por eso, ciertas medidas del Gobierno fueron recibidas por amplios sectores como el apocalipsis, como el matrimonio civil, la separación de la Iglesia del Estado, el Estatuto de Cataluña o, especialmente, la reforma agraria. El hecho es que la fiesta popular por la llegada de la República pronto se transformó en la suma de conflictos que, al ser violentos en muchos casos, obligó al Gobierno a declarar estados de alarma o incluso de guerra, como ocurrió ante ciertas huelgas, en especial en el campo.

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Por otra parte, tal y como sucedió en las luchas contra la dictadura de Primo de Rivera, las izquierdas catalanistas coincidieron en tácticas con el anarquismo. Esas izquierdas se habían fusionado, en 1931, como Esquerra Republicana, uniendo al Partit Republicá Catalá, de Lluís Companys, con Estat Catalá y otros grupos.

Ganaron las municipales y, el 14 de abril, declararon la “República Catalana”, lo que supuso una nueva división dentro del republicanismo español. El 17 de abril, tres ministros del Gobierno aterrizaron en Barcelona y lograron que la República Catalana fuese el Gobierno de la Generalitat de Cataluña y que se elaborase un Estatuto de Autonomía que se aprobaría en las Cortes en 1932. Ello convirtió la cuestión catalana en un laberinto, una colisión y una nueva materia para la fragmentación de las izquierdas.

El federalismo había sido siempre una alternativa de organización democrática del poder entre municipios, provincias y regiones dentro de una misma soberanía estatal. Pero, desde principios del siglo XX, los nacionalismos catalán y vasco se erigieron en rivales de la idea de España, fuese unitaria, descentralizada o federal. Alteraron la agenda estatal y, en consecuencia, la organización y programas de las izquierdas.

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Nacieron, además de los partidos republicanos catalanes citados, la Lliga Regionalista (1910) y, antes, el Partido Nacionalista Vasco (1895); también partidos galleguistas, como la Organización Republicana Gallega Autónoma (1929). El republicanismo también se manifestó como andalucista con Blas Infante; valencianista con diversos herederos de Blasco Ibáñez; autonomista balear desde Acción Republicana de Mallorca, etcétera.

El nacionalismo español reaccionó y divergió. Por un lado, se encerró en un numantinismo que valoró como propio lo español y se encaminó hacia el autoritarismo militar cuando la dictadura de Primo de Rivera inventó el delito de separatismo. Por otro, acogió propuestas federales, como la Acción Republicana de Azaña o el Partido Radical-Socialista que, junto a Acció Catalana, urdieron la fórmula del pluralismo autonómico.

Así, al aprobarse el Estatuto para Cataluña, se diseñó una fórmula autonómica para estructurar los poderes territoriales del Estado integral, con posibilidad de autogobierno para las regiones solicitantes. En definitiva, se desarrolló un modelo de “Estado integral”, consensuado entre republicanos de distinto signo, incluyendo los nacionalistas y socialistas, que compartieron este plan de estatutos de autonomía por regiones, si bien modulando su desarrollo.

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Tanto el Estatuto de Cataluña como la ley de reforma agraria desataron, en 1932, una conspiración golpista liderada por el general Sanjurjo, con la pretensión de revertir la orientación de la República. No por azar el general eligió Sevilla como epicentro: ahí estaba arropado por aristócratas terratenientes, impacientes por impedir la ley de reforma agraria. Fracasó la intentona, que logró todo lo contrario, acelerar ambas reformas, que se aprobaron por amplias mayorías.

Cabe resaltar que las conspiraciones para derribar el régimen republicano fueron constantes desde 1931 y se aceleraron a partir del triunfo de la coalición de izquierdas en 1936. En las tres elecciones generales que hubo entre 1931 y 1936, se constata el equilibrio numérico entre tres grandes bloques electorales: izquierdas, derechas y un centro político que se mostró más cambiante.

El tensionamiento de la vida política durante la República, y en concreto en la primavera de 1936, correspondió a minorías extremistas de signo opuesto que abocaron a la gente a tomar partido, cuando ni el mundo conservador ni en el de izquierdas sus respectivas mayorías compartían semejante radicalismo.

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Es decir, no había en julio de 1936 dos Españas, sino una clara heterogeneidad sociopolítica de actores en cuya agenda política Azaña trató de cumplir un papel centrista con Gobiernos republicanos. Pero los enfrentamientos y la crispación, aunque sean minoritarios, pueden amasar una espiral de odios como los que eclosionaron con la sublevación militar del 18 de julio. Otro golpe de Estado derrocaba otra República. Y otra dictadura se aprestaba a destruir las ansias de libertad de un pueblo que había festejado el advenimiento de la República.

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