El liberalismo supuso la novedad de poder expresar y defender ideas, incluso, opuestas. Así, según las conveniencias y expectativas de cada situación, aquellos liberales de principios del siglo XIX, hijos de la Ilustración, bascularon políticamente entre los que defendían la libertad a ultranza y los que priorizaban el orden frente a cada cambio.
El adversario ya no eran solos los absolutistas, sino que surgieron distintas interpretaciones del programa liberal. Todos intentaban, sin embargo, responder mediante la simbiosis de ambas actitudes a la complicada realidad española, zarandeada por la Guerra de Independencia y la abdicación de los titulares de la Corona ante el avance de la invasión francesa, por un lado, y la convocatoria de las Cortes de Cádiz por parte de una Junta central que intentaba hacer frente al vacío de poder, por otro lado.
De este modo, ilustrados y liberales se enfrentaban contra reaccionarios y absolutistas. Se trataba de actitudes claras que, ya desde los tiempos de Carlos III, habían generado unas tradiciones y realizaciones específicas que estaban representadas más por elementos individuales de aquellas élites letradas, muy activos, que por grupos orgánicos homogéneos, pues sus componentes variaban habitualmente en función de las cuestiones abordadas.
Durante la Guerra de Independencia, las élites se dividían en dos grupos entre liberales y absolutistas: el “afrancesado”, que aglutinaba a los que aceptaban las reformas y la causa de Napoleón, y el “patriota”, que reunía a los partidarios del reconocimiento de Fernando VII como legítimo rey, tachados despectivamente como “serviles” por los contrarios al absolutismo del monarca.
La mayor división existente en la sociedad correspondía a la actitud frente a los franceses, de apoyo o rechazo. Estos grupos rehuían considerarse partidos, ya que estos no les parecían compatibles con su idea de libertad, de Constitución y forma de Gobierno. Percibían al partido como “facción” y, por tanto, debía rechazarse.
Tanto liberales como absolutistas coincidían en ese rechazo a los partidos. Además, la idea de partido se vio dificultada no solo por su inicial identificación con facción, sino también por la inexistencia del derecho de asociación, lo que impedía su implantación social.
Tras la abdicación de Fernando VII, es el pueblo y los notables locales quienes se hacen cargo de luchar contra el invasor Así, en ausencia del rey y ante el vacío de poder, se crean de modo revolucionario unas juntas provinciales, que se declararon soberanas, para hacer frente a la invasión y sustituir a las autoridades oficiales. En ellas trabajan representantes del Antiguo Régimen opuestos a Bonaparte junto a herederos del pensamiento liberal de la Ilustración, deseosos de dar un giro enérgico a la política del país.
Integradas esas juntas provinciales en una Junta Central, esta convoca en 1810, en nombre de una Regencia que ejercía de titular de la soberanía en ausencia del rey, las Cortes generales en Cádiz, ciudad alejada de las bayonetas francesas y protegida por una escuadra anglosajona.
Y lo que en principio parecía una reunión estamental más, a la vieja usanza, se convierte rápidamente en una revolución liberal que desmonta la arquitectura del Viejo Régimen, aprueba la libertad de expresión, la Inquisición es abolida, se suprimen los diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y los mayorazgos. Y reconoce, por primera vez, la “libertad de imprenta, pensamiento e ideas”, con lo que emerge una prensa como fenómeno social y político, necesariamente plural.
Esas Cortes de Cádiz, reunidas a razón de un diputado por cada 50.000 “almas”, proclaman en 1812 una Constitución que establece algunas bases a partir de las cuales surgirían posteriormente los partidos políticos porque, aparte de la separación de poderes, reconocían la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Ello posibilitaría la formación de partidos para defender sus intereses en un sistema político parlamentario que acabaría con el poder absoluto del rey. Se trataba, pues, de una revolución en toda regla.
Aparte de los citados anteriormente, en las Cortes se crearía otro grupo integrado por los diputados americanos, cuyos planteamientos solían estar próximos a los liberales. Y aunque cada uno de estos grupos (afrancesados, liberales, absolutistas, realistas y americanos) contaba con un ideario bastante definido, no se sentían identificados todavía como partidos políticos.
Pero ello no fue impedimento para que el ideario catalogado como liberal se fuera expandiendo gracias a la prensa, panfletos y manifiestos que, desde 1808, dieron origen a lo que se denominó “opinión pública”, la cual empezaba a considerarse expresión del sentir popular y, por ende, referente de legitimación política.
Y es que, a pesar de no considerarse “partidarios”, estos grupos se expresaron a través de la prensa para difundir sus respectivas tendencias. Así, el liberalismo moderado defendía el ideario ilustrado con fórmulas de representación parecidas a las existentes en el Reino Unido (cámara legislativa y sufragio censitario), que coincidía con los afrancesados; el grupo de los “doceañistas” propugnaba la aplicación sin retrocesos ni componendas de las reformas liberales; y, por último, los exaltados, que eran partidarios no solo de aplicar las reformas sino de avanzar en sus contenidos democratizadores.
Estas tres opciones liberales coincidieron en buscar la unidad contra los absolutistas y en darle voz a la nación a través de unas elecciones. En 1813 se practicó por primera vez el sufragio universal masculino, aunque con método indirecto, y en las Cortes elegidas se reprodujo la nítida división política entre liberales y absolutistas.
Sin embargo, la Constitución de 1812 duró poco, porque en 1814 tuvo lugar un pronunciamiento, protagonizado por militares absolutistas, que restableció el poder absoluto de Fernando VII, quien de inmediato suprimió toda la legislación revolucionaria elaborada por esas Cortes y desencadenó una furibunda persecución tanto de los liberales como de los españoles que hubieran apoyado al rey Bonaparte.
Después de un período de lucha política de violencia y pronunciamientos entre absolutistas y liberales, con exilios, gobiernos y una trágica guerra civil de siete años, finalmente se celebraron, en 1821, tras el pronunciamiento de Riego, unas segundas elecciones a Cortes con las normas establecidas en la Constitución gaditana.
El grupo afrancesado, que en parte regresó del exilio durante el Trienio Constitucional de 1820-1823, se aglutinó en el ala más conservadora del nuevo régimen, tratando de reforzar un liberalismo moderado que apoyó la monarquía absoluta de Fernando VII en su última etapa reformista y la constitucional de Isabel II, a cuyo servicio se adscribieron, constituyó lo que sería el Partido Moderado.
La prensa animaba durante esas elecciones a la participación, como también hacían lo propio una proliferación de sociedades patrióticas y otras organizaciones constituidas al amparo de la libertad de expresión. Tal debate público hizo de la prensa un “cuarto poder”. Se inauguraba, así, una nueva cultura política que tendría un amplio alcance, con la reclamación del derecho al voto que más tarde sería característica de otras culturas políticas catalogadas como de izquierdas.
La Constitución de Cádiz de 1812 tuvo, desgraciadamente, una vigencia fugaz de dos años, pues fue abolida por el golpe de Estado absolutista protagonizado por el propio Fernando VII. Pero luego tuvo otros periodos de vigencia, aunque igualmente efímeros: tres años y medio en 1820-1823 y menos de uno en 1836-1837.
Se trata de un largo período de confusión, alternancias y vacío de poder que acabaría por derribar definitivamente al Antiguo Régimen y que condicionaría el proceso de construcción de un Estado nacional moderno. Fue entonces, durante esos vaivenes de luchas y enfrentamientos con avances y retrocesos, cuando sectores que, desde el liberalismo monárquico y conservador hasta el liberalismo progresista, acabarían cuajando en el Partido Moderado. Mientras que movimientos revolucionarios populares, donde el alineamiento con los militares y políticos progresistas convivía con tendencias democráticas o abiertamente republicanas, confluirían en la formación del Partido Progresista.
Y es que, desde el inicio del liberalismo, se evidenciaron las diversas opiniones existentes entre ellos respecto a las principales cuestiones políticas, económicas y sociales. Incluso en las Cortes de Cádiz y, sobre todo, durante el Trienio Constitucional, estaban claras las diferencias existentes entre los liberales españoles. Unas diferencias que apuntaban a la existencia de dos tendencias que acabarían dando lugar a estos partidos políticos: uno gubernamental, partidario de un ritmo lento en las reformas, que daría origen al Partido Moderado. Y otro grupo de oposición, que pretendía cambios más profundos y rápidos, anunciaba al Partido Progresista.
Con el acceso al trono de Isabel II, y ante las pretensiones de los que querrían que gobernara el hermano de Fernando VII, Carlos María de Isidro, que desataron lo que se conoce como guerras carlistas, los defensores de la reina buscaron el apoyo de los liberales, situando al liberalismo como ideológica principal.
Es en este periodo cuando pueden datarse los partidos políticos en España que canalizan las tendencias ideológicas existentes de periodos anteriores. Así, en un primer momento, surgieron el Partido Moderado y el Partido Progresista. De una separación del Partido Progresista surgió un nuevo partido, el Partido Demócrata. Y también la Unión Liberal, formado por quienes se declaraban como de centro o indecisos.
Y aunque no había una cobertura teórica para que los partidos pudieran percibirse como organización social, desde mediados de 1821 comenzaron al menos a considerarse como organizaciones intraparlamentarias, es decir, como grupos parlamentarios que reunían a diputados con ideología afín.
De esta forma, la idea de partido como facción comenzó a superarse, aunque hasta mediados de 1837 aun no se habían establecido como tales. El desconocimiento del partido en el ámbito social era comprensible puesto que durante este período tanto liberales como progresistas seguían negando el derecho de asociación.
De ahí que la existencia del partido viniera favorecida esencialmente por dos causas: por el nuevo origen y contenido de las Constituciones isabelinas y por el incipiente surgimiento del sistema parlamentario de gobierno. Es decir, por las Constituciones de 1834, 1837 y 1845 que contenían las bases que posibilitaron la división ideológica dentro del sistema.
Y por el paulatino desarrollo de convenciones constitucionales que supusieron una parlamentarización de la Monarquía. Es así como, desde el liberalismo, se evoluciona hacia los partidos políticos en España. Un camino nada fácil ni libre de sobresaltos.
El adversario ya no eran solos los absolutistas, sino que surgieron distintas interpretaciones del programa liberal. Todos intentaban, sin embargo, responder mediante la simbiosis de ambas actitudes a la complicada realidad española, zarandeada por la Guerra de Independencia y la abdicación de los titulares de la Corona ante el avance de la invasión francesa, por un lado, y la convocatoria de las Cortes de Cádiz por parte de una Junta central que intentaba hacer frente al vacío de poder, por otro lado.
De este modo, ilustrados y liberales se enfrentaban contra reaccionarios y absolutistas. Se trataba de actitudes claras que, ya desde los tiempos de Carlos III, habían generado unas tradiciones y realizaciones específicas que estaban representadas más por elementos individuales de aquellas élites letradas, muy activos, que por grupos orgánicos homogéneos, pues sus componentes variaban habitualmente en función de las cuestiones abordadas.
Durante la Guerra de Independencia, las élites se dividían en dos grupos entre liberales y absolutistas: el “afrancesado”, que aglutinaba a los que aceptaban las reformas y la causa de Napoleón, y el “patriota”, que reunía a los partidarios del reconocimiento de Fernando VII como legítimo rey, tachados despectivamente como “serviles” por los contrarios al absolutismo del monarca.

La mayor división existente en la sociedad correspondía a la actitud frente a los franceses, de apoyo o rechazo. Estos grupos rehuían considerarse partidos, ya que estos no les parecían compatibles con su idea de libertad, de Constitución y forma de Gobierno. Percibían al partido como “facción” y, por tanto, debía rechazarse.
Tanto liberales como absolutistas coincidían en ese rechazo a los partidos. Además, la idea de partido se vio dificultada no solo por su inicial identificación con facción, sino también por la inexistencia del derecho de asociación, lo que impedía su implantación social.
Tras la abdicación de Fernando VII, es el pueblo y los notables locales quienes se hacen cargo de luchar contra el invasor Así, en ausencia del rey y ante el vacío de poder, se crean de modo revolucionario unas juntas provinciales, que se declararon soberanas, para hacer frente a la invasión y sustituir a las autoridades oficiales. En ellas trabajan representantes del Antiguo Régimen opuestos a Bonaparte junto a herederos del pensamiento liberal de la Ilustración, deseosos de dar un giro enérgico a la política del país.
Integradas esas juntas provinciales en una Junta Central, esta convoca en 1810, en nombre de una Regencia que ejercía de titular de la soberanía en ausencia del rey, las Cortes generales en Cádiz, ciudad alejada de las bayonetas francesas y protegida por una escuadra anglosajona.

Y lo que en principio parecía una reunión estamental más, a la vieja usanza, se convierte rápidamente en una revolución liberal que desmonta la arquitectura del Viejo Régimen, aprueba la libertad de expresión, la Inquisición es abolida, se suprimen los diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y los mayorazgos. Y reconoce, por primera vez, la “libertad de imprenta, pensamiento e ideas”, con lo que emerge una prensa como fenómeno social y político, necesariamente plural.
Esas Cortes de Cádiz, reunidas a razón de un diputado por cada 50.000 “almas”, proclaman en 1812 una Constitución que establece algunas bases a partir de las cuales surgirían posteriormente los partidos políticos porque, aparte de la separación de poderes, reconocían la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Ello posibilitaría la formación de partidos para defender sus intereses en un sistema político parlamentario que acabaría con el poder absoluto del rey. Se trataba, pues, de una revolución en toda regla.
Aparte de los citados anteriormente, en las Cortes se crearía otro grupo integrado por los diputados americanos, cuyos planteamientos solían estar próximos a los liberales. Y aunque cada uno de estos grupos (afrancesados, liberales, absolutistas, realistas y americanos) contaba con un ideario bastante definido, no se sentían identificados todavía como partidos políticos.
Pero ello no fue impedimento para que el ideario catalogado como liberal se fuera expandiendo gracias a la prensa, panfletos y manifiestos que, desde 1808, dieron origen a lo que se denominó “opinión pública”, la cual empezaba a considerarse expresión del sentir popular y, por ende, referente de legitimación política.

Y es que, a pesar de no considerarse “partidarios”, estos grupos se expresaron a través de la prensa para difundir sus respectivas tendencias. Así, el liberalismo moderado defendía el ideario ilustrado con fórmulas de representación parecidas a las existentes en el Reino Unido (cámara legislativa y sufragio censitario), que coincidía con los afrancesados; el grupo de los “doceañistas” propugnaba la aplicación sin retrocesos ni componendas de las reformas liberales; y, por último, los exaltados, que eran partidarios no solo de aplicar las reformas sino de avanzar en sus contenidos democratizadores.
Estas tres opciones liberales coincidieron en buscar la unidad contra los absolutistas y en darle voz a la nación a través de unas elecciones. En 1813 se practicó por primera vez el sufragio universal masculino, aunque con método indirecto, y en las Cortes elegidas se reprodujo la nítida división política entre liberales y absolutistas.
Sin embargo, la Constitución de 1812 duró poco, porque en 1814 tuvo lugar un pronunciamiento, protagonizado por militares absolutistas, que restableció el poder absoluto de Fernando VII, quien de inmediato suprimió toda la legislación revolucionaria elaborada por esas Cortes y desencadenó una furibunda persecución tanto de los liberales como de los españoles que hubieran apoyado al rey Bonaparte.
Después de un período de lucha política de violencia y pronunciamientos entre absolutistas y liberales, con exilios, gobiernos y una trágica guerra civil de siete años, finalmente se celebraron, en 1821, tras el pronunciamiento de Riego, unas segundas elecciones a Cortes con las normas establecidas en la Constitución gaditana.

El grupo afrancesado, que en parte regresó del exilio durante el Trienio Constitucional de 1820-1823, se aglutinó en el ala más conservadora del nuevo régimen, tratando de reforzar un liberalismo moderado que apoyó la monarquía absoluta de Fernando VII en su última etapa reformista y la constitucional de Isabel II, a cuyo servicio se adscribieron, constituyó lo que sería el Partido Moderado.
La prensa animaba durante esas elecciones a la participación, como también hacían lo propio una proliferación de sociedades patrióticas y otras organizaciones constituidas al amparo de la libertad de expresión. Tal debate público hizo de la prensa un “cuarto poder”. Se inauguraba, así, una nueva cultura política que tendría un amplio alcance, con la reclamación del derecho al voto que más tarde sería característica de otras culturas políticas catalogadas como de izquierdas.
La Constitución de Cádiz de 1812 tuvo, desgraciadamente, una vigencia fugaz de dos años, pues fue abolida por el golpe de Estado absolutista protagonizado por el propio Fernando VII. Pero luego tuvo otros periodos de vigencia, aunque igualmente efímeros: tres años y medio en 1820-1823 y menos de uno en 1836-1837.
Se trata de un largo período de confusión, alternancias y vacío de poder que acabaría por derribar definitivamente al Antiguo Régimen y que condicionaría el proceso de construcción de un Estado nacional moderno. Fue entonces, durante esos vaivenes de luchas y enfrentamientos con avances y retrocesos, cuando sectores que, desde el liberalismo monárquico y conservador hasta el liberalismo progresista, acabarían cuajando en el Partido Moderado. Mientras que movimientos revolucionarios populares, donde el alineamiento con los militares y políticos progresistas convivía con tendencias democráticas o abiertamente republicanas, confluirían en la formación del Partido Progresista.

Y es que, desde el inicio del liberalismo, se evidenciaron las diversas opiniones existentes entre ellos respecto a las principales cuestiones políticas, económicas y sociales. Incluso en las Cortes de Cádiz y, sobre todo, durante el Trienio Constitucional, estaban claras las diferencias existentes entre los liberales españoles. Unas diferencias que apuntaban a la existencia de dos tendencias que acabarían dando lugar a estos partidos políticos: uno gubernamental, partidario de un ritmo lento en las reformas, que daría origen al Partido Moderado. Y otro grupo de oposición, que pretendía cambios más profundos y rápidos, anunciaba al Partido Progresista.
Con el acceso al trono de Isabel II, y ante las pretensiones de los que querrían que gobernara el hermano de Fernando VII, Carlos María de Isidro, que desataron lo que se conoce como guerras carlistas, los defensores de la reina buscaron el apoyo de los liberales, situando al liberalismo como ideológica principal.
Es en este periodo cuando pueden datarse los partidos políticos en España que canalizan las tendencias ideológicas existentes de periodos anteriores. Así, en un primer momento, surgieron el Partido Moderado y el Partido Progresista. De una separación del Partido Progresista surgió un nuevo partido, el Partido Demócrata. Y también la Unión Liberal, formado por quienes se declaraban como de centro o indecisos.
Y aunque no había una cobertura teórica para que los partidos pudieran percibirse como organización social, desde mediados de 1821 comenzaron al menos a considerarse como organizaciones intraparlamentarias, es decir, como grupos parlamentarios que reunían a diputados con ideología afín.

De esta forma, la idea de partido como facción comenzó a superarse, aunque hasta mediados de 1837 aun no se habían establecido como tales. El desconocimiento del partido en el ámbito social era comprensible puesto que durante este período tanto liberales como progresistas seguían negando el derecho de asociación.
De ahí que la existencia del partido viniera favorecida esencialmente por dos causas: por el nuevo origen y contenido de las Constituciones isabelinas y por el incipiente surgimiento del sistema parlamentario de gobierno. Es decir, por las Constituciones de 1834, 1837 y 1845 que contenían las bases que posibilitaron la división ideológica dentro del sistema.
Y por el paulatino desarrollo de convenciones constitucionales que supusieron una parlamentarización de la Monarquía. Es así como, desde el liberalismo, se evoluciona hacia los partidos políticos en España. Un camino nada fácil ni libre de sobresaltos.
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FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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