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Antonio López Hidalgo | Portugal, tan lejos y tan cerca

La socióloga y pensadora portuguesa Maria Filomena Mónica piensa que la Unión Europea debería reforzar la unión cultural entre los pueblos. Sobre todo, se entiende, entre los pueblos fronterizos, vecinos y hermanos. La periodista Tereixa Constenla le pregunta cómo está, y ella responde que no esta bien, que tiene un cáncer en la sangre no operable y difícil de tratar.


¿Y cómo está Portugal?, le pregunta. ¿También está enfermo? Y ella responde: “Portugal nunca ha estado bien. Nuestro principal rasgo, aunque no es negativo, es la melancolía. Somos un pueblo relativamente triste. La parte mala es nuestra resignación, no hay grandes impulsos para mejorar la sociedad. La libertad nos fue dada por arriba y no nos sentimos empujados a conquistar más libertades. Esta especie de carencia de indignación viene de la miseria. La primera preocupación de un pueblo con un 80 por ciento de analfabetos en el siglo XX era sobrevivir, no luchar por sus derechos”.

En ese dolor que siente por su país, yo me identifico con el dolor que siento por España. Otro país que tampoco luchó en su día cuanto debiera y que le regalaron una libertad devaluada. De ahí que ahora algunas voces se alcen contra una Transición que, a años vista, contiene sus imperfecciones, pero que, en su día, la mayor parte de la población deseaba.

Éste también era un país pobre y viejo, también triste, sin perspectivas de futuro, arrodillado en una confusa identidad de ciudadanos libres, pero también analfabetos en su mayoría al iniciarse el siglo XX. La memoria es muy escurridiza y nos devuelve una imagen imprecisa del tiempo pretérito.

Mónica dice también: “Los portugueses sufrieron tanto durante siglos que les falta nervio para decir no a los poderosos”. Al igual, en España, la política de salón queda demasiado equidistante de una desigualdad social que se acrecienta día a día sin posibilidades de que su menoscabo se transforme en una realidad palpable.

Claro que es necesaria la unión cultural entre los pueblos europeos, sobre todo de aquellos que viven tan cerca, pese a su mutuo desconocimiento. Nunca he entendido por qué España es capaz de vivir de espaldas a Portugal, cómo en nuestro país apenas hablamos del país vecino –como si no existiera– y cómo uno y otro ignoramos nuestras respectivas culturas.

Yo amo Portugal. Todos los años lo visito varias veces para comer pescado al carbón en La Tasquinha da Muralha, en Vila Real de Santo António, y beber vinho verde al grifo –o en caña, como prefiera– y comprar botellas de vinho verde y vinho verde rosado, afrutado, refrescante, para beber muy frío, sin prisas, mirando la desembocadura del Guadiana. Ese río, como escribió José Saramago, que divide dos países que hablan idiomas diferentes y donde viven peces que se entienden en el mismo lenguaje.

Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998, aseguró varias veces que Portugal terminaría integrándose en España y se convertiría en una provincia o región autónoma más, pero también advirtió que esta integración no tendría lugar en el campo cultural.

Los portugueses no serían españoles ni dejarían de hablar portugués, porque, según el escritor, la Península Ibérica está compuesta de distintas nacionalidades y en algunos casos con lenguas diferentes. Ese futuro país, que sumaría con Portugal diez millones de habitantes más, imprescindibles para un desarrollo común más próspero, probablemente tendría que cambiar de nombre y asumir uno que involucrara a todas las identidades que lo integraran: Iberia.

Muchos días al año cruzo el puente que une España y Portugal y me voy al país vecino a cambiar de aires. A veces, alcanzo el cabo de San Vicente, y me tiendo en las arenas frente a los acantilados verticales y firmes de Sagres y las aguas frías y traslúcidas de sus calas.

Y más comúnmente me quedo en Vila Real de Santo António, donde ya conozco a algunos vecinos, que me hablan en español porque nunca he logrado descifrar su portugués de comerciantes, navegantes y conquistadores. En cambio, me sorprendió mucho la primera vez que viajé a Brasil a impartir un curso de doctorado. Los alumnos me preguntaban en portugués, y yo podía responderles en español porque entendía su portugués a la perfección.

Nunca supe si, al ser un país de la extensión de Europa, pero rodeado de naciones que hablan español, el acento se hace más nuestro, más próximo y entendible. Un día, un profesor brasileiro me tranquilizó con esta frase: “No te preocupes. Nosotros tampoco entendemos el portugués de los portugueses”.

Vila Real de Santo António nació de la nada y se creó en solo dos años por orden del marqués de Pombal, con el objetivo de reconstruir el país después del terremoto de Lisboa de 1755. Se levantó sobre el lugar donde en un pasado extinto estaba ubicado el pueblo Santo António de Arenilha y la nueva villa se fundó el 13 de mayo de 1776.

Inspirado su diseño geométrico en la disposición de las calles del centro de Lisboa, la nueva villa estaba llamada a ser la ciudad ideal de la Ilustración. En la desembocadura del río Guadiana y frente al océano Atlántico, era el lugar idóneo para controlar el comercio con España y las relaciones políticas con el país vecino.

Vila Real está localizada en el Distrito de Faro, en la región del Algarve, y hoy acoge a 20.000 almas con sus respectivos cuerpos y documentos de identidad. Sentado en una terraza de la praça Marqués de Pombal, dibujada con sus adoquines lusos tan característicos, observo el obelisco ubicado en el centro desde donde José I mira incauto el devenir de un país del que nunca imaginó su futuro.

Observo la Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Encarnación, los tenderetes que venden quesos y frutos secos, cerámicas y joyas de quincalla. Si miro a la izquierda, a la Rua Dr. Teofilo Braga, las tiendas aún ofrecen colchas, sábanas, toallas, camisetas y gorras, reliquias de un tiempo que tal vez fue más próspero y mejor que este.

Observo muchas tardes, con un gintónic en la mesa, el carácter sereno de sus vecinos, el silencio vespertino de la ciudad, el contraste con el bullicio inmisericorde de los chiringuitos de nuestras costas y el exceso de fiesta de una cultura, como la nuestra, que se nos escapa por los descosidos de una felicidad impostada que no reconocemos y que nos viene de más.

Prefiero la paz de estas calles, la cadencia antigua y bella de un idioma que no entiendo. Amo sus fados tan tristes y a sus escritores: Eça de Queiroz, Fernando Pessoa, José Saramago, entre tantos otros. Y sus vinos fríos y alegres, sus mañanas frescas sentado frente al puerto deportivo mirando un mar que nunca se extingue.

Maria Filomena Mónica dice que los portugueses tienen complejos de inferioridad como nación: “Estamos al lado de los españoles, más poderosos”. En otro momento, añade: “En trivialidades puede haber un sentimiento antiespañol, pero no creo que sea relevante”.

Esta socióloga no entiende cómo no hay acuerdos e intercambios, o más acuerdos y más intercambios, entre las universidades de estos dos países vecinos, a fin de que nos conozcamos mejor y vivamos más de cerca y, sobre todo, más de frente, cara a cara. Para conocer nuestras literaturas y, de paso, también –o en primer lugar– para conocernos nosotros.

El futuro nunca anda a su aire por nuestras venas. A veces, es necesario achicarlo, morderlo, empujarlo hacia donde nosotros vamos y queremos que vaya. Estamos tan cerca que cualquiera podría pensar que una línea divisoria e invisible nos ha separado, por razones que desconocemos, durante tantos años. Miramos a la frontera y solo vemos unos montes dispersos que nos separan del océano Atlántico. Qué nos estaremos perdiendo que nadie alcanza a ver.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO