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Melodía de Obvlco (XII)

Porcuna Digital lanza la hoy la duodécima entrega de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. El inspector Brown viaja a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Disfruta del capítulo veinticuatro de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Capítulo 24: El reencuentro con Georgina

Edificio de Radio Nacional de España. El hall de entrada de la emisora. Brown espera y mira fijamente la luz del ascensor, de sesgo, sentado frente al ventanal, en uno de los sillones de cuero natural, donde el ujier lo ha llevado para que espere. Aquellas letras en el enorme cristal, al revés, serigrafiadas al ácido: RNE. El ujier vuelve y se sienta a un lado, tras la barra del recibidor de entrada, ojeando su ABC, hojeando el periódico, mirándolo a él mismo sin interés. Mira el reloj de pulsera mientras una de las alas del periódico cuelga agónica, inicia un descenso de desprendimiento, de ave muerta, colgada del morral del cazador.

—Poco falta para que baje la señorita Georgina. Usted es el inspector que llamó, el que vino hace unas semanas –Precisión, sin mirar, concisión, desinterés, vigilancia, ojeo de la perdiz entre el matorral. Un ojo de cíclope lo mira, una cámara, el cartero llega con un carro cargado de paquetes y cartas en tochos como ladrillos con sus gomas varias veces entrecruzadas, Brown, un sentimiento, bomba, paquete bomba, carta bomba, el ujier ha salido, se ha levantado y mira a lo lejos, por el pasillo del fondo al cartero, todos piensan lo que piensan, hostia, cartero, el trabajo más penoso después de funcionario de prisiones, toma y poli, puto poli, o guardia civil, sin camuflaje como él, siendo vistos por todos, traje oficial, esperando un revólver, un disparo de gracia en la nuca; o peor una bomba amputatoria, mirarte las manos y no encontrarlas, no poder mear nunca más, no poder sacudírtela.

“Señorita”, le suena angelical esa palabra, “la señorita”, la luz verde, la luz roja, desde el 5º piso hacia él mismo, directa. La puerta automática del ascensor se abre, una multitud de caras, frente a él, como pelotón de fusilamiento, inexpresivas, con la plenitud de esperar ya solo la orden del sargento (“carguen, apunten, disparen”) que trasvase las balas sus cuerpos y se claven en el muro de atrás, la munición larga vomitada por todos los máuseres de la Guerra Civil, perviviendo mágicamente sobre los muros de tantas iglesias y cementerios, tantos cráteres de una memoria quebradiza.

Y en el halo invisible, mientras todos se disponen y esperan la apertura total de las dos puertas automáticas, la pasividad, el off de todas las máquinas humanas recicladas y formadas para servir de algo, para accionarse repetitivamente durante años con el mismo movimiento muscular, todas al unísono, ahora sí, avanzando, a paso marcial, rectos, en formación, abriéndose ahora en abanico perfecto hacia las grandes puertas giratorias de la emisora nacional. Un paso al frente, la siguiente fila de combatientes abatidos, en perfecta formación, al fondo el cuerpo, el pelo rizado y negro, los ojos azules enmarcados en unas gafas de pasta negra, las cejas arqueadas, de medio punto, como las bóvedas de medio cañón románicas, la perfección de unos labios que solo pueden decir como dicen esas palabras, moldearlas, modelarlas, imprimirlas en las mentes de quienes las escuchan con su imprenta de tipos especiales, “tipografía Georgina”, una mezcla de indefensión, dulzura y dureza en lo que dicen cuando dicen, un arrullo una pausa que a veces es eterna en el que escucha ansiosamente, que provoca que el flujo sanguíneo se incremente, descargas en las neuronas, ávidas por saber la siguiente sílaba, palabra, frase, que no acabe nunca ese ruido de fondo de sus labios chocando con la lengua que sale y ha sorbido un café, la lengua que ha conseguido seguir la fila de dientes perfecta, el cielo del paladar de esa “T dicha por ella tan especial, la “s” esa letra prohibida en determinados casos, tan apostillada y perfecta, otras veces sin embargo tan ajustada como una “s” aspirada andaluza, la línea melódica de Georgina como una obra musical con sus distintas estructuras musicales, sus códigos, sus segundas intenciones.

La miró al fondo del ascensor, relajada contra los espejos del fondo, pero no se movió, no se movieron, como estatuas de sal, espejismos sus múltiples siluetas deseables todas. El ascensor inicia entonces un movimiento, más bien una respiración o un crujido animal y se cierra con lentitud de segundos, dudando, esperando que alguien lo interrumpa, accione la palma de la mano, un pie, o pulse el mando de “abrir puerta.”

Brown, fascinado, confuso, no reacciona, se queda ahí, sin entender, “o bajas o subes”–parece indicar la mirada del ujier, o te sientas o te vas o te inventas algo o no te quedes quieto: “¿le sucede algo señor inspector?” Miró los círculos con los números de las plantas, pero el círculo del cero, planta cero, se mantuvo iluminado, inactivo, estaba dentro, encerrada, como una muerta, envuelta por el acero inoxidable, aquellos cristales rodeadores, merodeadores que la atrapaban, la consumían, violaban sus miradas de mujer, su perfil de profundidades y picos, su frente contorneada blandamente, su melena de rizos cortos y salientes, su traje de chaqueta, su falda con la raja trasera muy larga hacia arriba, sus medias invisibles, sus tacones marrones sobre un zapato negro, su muerte ahí mismo, con ella, estoy muerto, dentro, sus respiraciones, esos segundos a solas, ahora, puede que el único lugar donde encontrarse a solas en todo un día entero de trabajo y más trabajo, las puertas se cierran, esa dedicación de algunos solitarios que comparten su vida con su obsesivo trabajo.

De pronto el ascensor se abre de nuevo, lento más lento, muy lento y hace elástica la figura de Georgina, digamos que la va ensanchando, desde los leves centímetros de la apertura hasta sus medidas reales, hasta que la muestran simétrica, central, con la mirada puesta hacia el objetivo de unos ojos que la esperan, inquietos.

—Pase, no se quede ahí –las puertas guillotinan, frente a ellos, el torso del ujier, lo trituran–iremos a la planta diez, desde allí se respira mejor, y podremos hablar.

Sus figuras como soldaditos de plomo, firmes, quietos, buscando en el techo de espejo el escorzo imposible de sí mismos, posición de un punto con respecto a otro punto, posición relativa de un punto con respecto a una línea, posición de un plano perpendicular que es cortado por un segmento A–B. Llegaron a la terraza, oscura, mugrienta por el verdín muerto sobre el enlosado rojo, enormes antenas, iremos ahí, donde la ciudad se entiende, si es que se puede entender una ciudad vieja y contaminada por sus chimeneas, por el calor del verano, la carbonilla depositada todo el invierno por las calderas de sus calefacciones. El reflejo aún de los espejos devorándolos, contorneándolos riéndose de su ridícula estampa.

—Quería… he venido…

—Calle, aquí en el ascensor no –los dedos índice y pulgar sobre sus labios, agarrándolo, con fuerza y decisión, sobre sus labios resquebrajados y duros por el verano de Andalucía, aquellos días en aquel pueblo, en aquellos yacimientos sedientos, quebrados de los íberos, con su río de sal. Aquel cuerpo de verdad, el roce de aquella piel sobre sus labios, aquel dolor de su costado, ahora, las sienes zumbándole, su cuerpo paralizado por un sentimiento de irrealidad, la locura, su corazón estallando sobre la culata de su colt del 45, contra su caoba negra, árbol sagrado, barnizada por el uso continuo de su mano derecha y ahí Georgina de nuevo paralela a él, soldadito y bailarina de plomo, la puerta se abre, lenta obra vez, eterna, escapar, la consigna, escapar, salir de aquella caja de muerte, no hacer nada, salir con paso marcial, recordó las maniobras militares, no hacer nada hasta no oír la consigna, el sargento Salas gritando, “hasta que no lo diga, hasta que no lance la consigna aquí todos tirados en el barro. Cabo Brown ahora no, cabrón. No, arrestado, calabozo, sus oídos tamborileando, tan tanananantananana el ritmo de las tormentas, el de la semana santa “vamos Brown”…”pase, ahora”… “cuidado que se cierra”–Georgina cogiéndolo del brazo, presionando levemente. El ascensor se aleja, su mecanismo chirría en la azotea, pero hay un eructo, como de digestión pesada del monstruo, la acción de tragar en el vacío.

—Aquí podremos hablar. —He venido para hablar con usted… —Hay micrófonos, cámaras, la cafetería tampoco es segura –un estertor, una respiración, un terror encendido en su pecho, en la agitación de sus manos al aire–Verá la situación a veces es insoportable.

—Georgina, necesito saber más sobre el caso del café Olimpia… las informaciones que manejan ustedes,…ciertas pequeñas pistas que necesito….

—Lo que querrá es mi opinión como periodista, lo otro forma parte de la empresa y esas líneas de investigación no puedo compartirlas, supongo que usted las suyas tampoco,…comprenderá…

—Vengo,…acabo de llegar de seguir una pista sobre…

—Lo sé el caso Fuentes, el pajarito al que todo el mundo parece buscar…

—Necesito que me confirme ciertas hipótesis… —¿¿Hipótesis?? —Sí, sobre la banda… —¿Cuál de las dos bandas, la de los polis terroristas o los salva patrias terroristas? —…Dicho así suena extraño… —A Fuentes lo están buscando, todos, vosotros también, como perros. —Pero el caso es que nosotros sí tenemos una pista cierta ciento por ciento…

—Brown, no se fie, hay algo que sobrepasa todo, no se fie ni de su sombra. La información se compra y se vende o se cambia por otra, a veces increíblemente al mejor postor, mucho cuidado con su sombra –y lo agarró con sus manos, le asió los brazos, de frente.

Sintió entonces magia, como si los dos cuerpos levitaran en un solo bloque.

—También he venido a hablar de lo que dice por los micrófonos. Verá, su voz…

—Lo sé, lo sé…

—Usted dice las cosas de un modo, como si escondiera algo, he detectado…, verá,…he copiado –y sacó una libreta larga de tomar notas de su costado –verá ciertas frases…

—Es mi modo de redactar, retorcer las noticias…

—Sí, exacto, en sus palabras, copiadas luego, detecto ciertas cosas, ciertos mensajes… que en sí en directo nadie parece escuchar….

—Lo sé, lo sé –y fue bajando su cabeza y otra vez se cogió de sus brazos, como pinzas fuertes, sus manos arrugando la americana negra de Brown.

—Como si usted se los lanzara a alguien con un código secreto ¿con quién pretende ponerse en contacto? ¿Acaso es una espía?

La carcajada de Georgina: —Marlene Dietrich ¿no? Acaso ha visto usted demasiadas películas. Usted sí que es un Humphrey Bogar, Brown.

Pero su rictus había ido cambiando de nuevo, ensombrecido. De sus ojos brotaron como proyectiles dos lágrimas muy largas y rápidas que recorrieron en paralelo su rostro, sus mejillas, los surcos laterales de sus labios hasta unirse en la punta de su barbilla afilada y caer redonda y alargada, redonda y conteniendo dentro, encerradas sus dos figuras unidas por el agua de sal.

—No, Brown, al que he buscado todo este tiempo es a ti: a ti te buscaba y aquí estás.

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Y entre la decrépita y sucia terraza, rodeada de cables, de antenas parabólicas Georgina, se asió al cuerpo de Brown, como el náufrago a un trozo de plástico flotante, lo estrechó, buscándole los labios, ofreciéndole su lengua al aproximarse, abandonada a un beso mutuo sin contemplaciones, redondo, circular, enmarcando las comisuras alargadas de los labios, sin saliva; un beso sin lubricación, reseco, porque cuando la pasión se presenta a esa hora, los cuerpos no están preparados, no más que para funcionar como trámites del día, registradores de acciones y los cuerpos no saben, no han barajado la posibilidad, y por tanto no se entregan a la pasión; y, en el presente que los acucia, simulan un beso o una urgencia que más bien es parte de un pacto para más tarde, una representación en tiempo real de otro rito posterior, mucho más nocturno y premeditado.

Bajaron hasta el piso quinto. —Yo me bajo aquí. Ya estaremos en contacto.

—Pero, ¿cómo?

—Como siempre, a través de lo invisible… –se abrió el ascensor y Georgina desapareció.

LUIS EMILIO VALLEJO
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