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Modesto Ruiz de Quero, el Caballero y la Torre

Cuando Modesto Ruiz de Quero, el Caballero de la Torre Nueva presintió su muerte, salió de su casa de la calle Salas en donde estaba su patio con su fuente cuadrada, revestida con los azulejos de las escenas del Quijote, aquellas escenas que enseñaba a sus sobrinos, señalándolas con el lapicero de su dedo índice mientras los hacía leer en el libro de Cervantes las mismas escenas de los azulejos mientras los chorrillos del agua buscaban cántaros que llenar o bocas a las que apagarles la sed.

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Salió de sus agrimensiones desperdigadas por los mapas rectilíneos de los planos, acuarelas sin colores por donde andaba Porcuna metida en sus secuencias milimétricas y en sus números chiquitillos y en sus dibujos escolares, y a su lado un violín Stradivarius que sólo tocaba el viento en las horas de la siesta con su melodía de adagio de Albinoni o su sonata de Paganini, en que todo parece tan quieto, en donde nada se improvisa, y en donde los ecos de los antiguos ayeres susurran como en un rumor de aguas las historias que nunca se cuentan, porque sólo pueden ser historias vividas, cuando no, historias soñadas: encajó la puerta sin echar la llave para que no se cerrara del todo, acarició sus maderas oscuras y las huellas dejadas, y las grasas del tiempo de los siglos, y el rumor callejero de los pasos que lo saludaban como extrañados, y se fue para la Torre Nueva para despedirse de su novia de toda la vida, de su novia eterna, que allá la estaba esperando en su inquietante siempre quietud de piedra, fuerte, alta, delicada y elegante como una novia de altar dispuesta siempre para los anillos, adolescente siempre y enternecida cada vez que hacia ella subía Modesto Ruiz de Quero, su defensor a ultranza, su salvador sin medida, su predicador en el verbo, en los hechos y en las protestas de las cartas, su adorado amante ya viejecillo, por la que ella vivía a través de los ojos del agrimensor menudo, encorvado, caballero sin caballería aunque en su defensa había utilizado todos los caballos y todas las correspondencias, su aristócrata casquivano y misericorde que un día le abrió las ropas de sus puertas para estarse dentro de ella como si fuera una novia madre, una novia vientre acogiendo dentro a su sumo caballero defensor, al que la rescató de las malas manos para entregarla a Porcuna y salvarla para siempre.

Como en el realismo mágico o maravilloso de las escenas literarias sudamericanas, donde los espíritus ancestrales de los augurios danzan sus invisibles, metafóricas, elegíacas, idílicas, épicas y bucólicas danzas, despiertan las premoniciones, los embrujos y los hechizos de las tribus selváticas no contaminadas por los conquistadores, y van andando entre todos los presentimientos que traen la lluvias, los milagros y los adioses, cuando Modesto Ruiz de Quero presintió la sublime voz de la despedida perpetua, caminó hasta la Torre Nueva para decirla adiós, para despedirla, y no sólo a la Torre que fuera su novia eterna, su compromiso marital, genial y sublime, sino para acariciarla en sus piedras que sólo para sus manos, que sólo para las manos de Modesto Ruiz de Quero eran piedras cálidas, piedras sexuales y sensuales, y piedras comprometidas, y su compromiso más legal y más elegante, más luchado y más genial de las luchas con Porcuna, de Porcuna, y desde Porcuna, y sus batallas más contra todo aquel o aquello que se le pusiera por delante y no tuviera como misión la defensa del Patrimonio de Porcuna, ese mapa amplio que nos identifica como pueblo, nos ayuda como protección y nos expande como historia o como mundo: ese grito magnánimo que sale de nuestro ayer y de nuestra presencia en nuestro ayer para dibujarnos más armoniosamente comprendidos, y absolutamente biografiados.

Con el paso lento de la vejez a cuestas, presintiendo y hasta presumiendo de sus adioses en cada paso andado, como aquel que quiere morir muriéndose consciente, agradecido y hasta descansado ya, subió Modesto Ruiz de Quero las estrechas escalinatas del Torreón de Boabdil, su siempre Torre Nueva y femenina, y grácil, y abandonada hasta que él se decidió a hacerle y serle su compañía, a ser siempre su acompañamiento, su voz, sus manos y su mirada, su defensora defensa, su gran hallazgo humanitario, cultural y patrimonial.

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Soportando el miedo al vértigo que siempre hacía mella en los ojos de Modesto, que son los vehículos por donde entran los vértigos y se acongojan las almas temerosas y espantadas, alcanzó Modesto Ruiz de Quero la cima de la Torre, de su Torre, y era así Modesto como la bandera de la posteridad ondulando de viento y de magnificencia, que ya dejó de ser bandera pirata para ser bandera con firmas, y el faro desde el que se podía ver el horizonte tan alcanzado, el largavistas de su sola almena, ese alcor y esa águila femenina mirando todas las posibilidades de las perspectivas, y andaba Modesto como despidiéndose de todas las batallas emprendidas que tantas sangres le hicieron, y que al final fueron batallas de las que salió Modesto victorioso, aunque con tantas heridas que finalmente cicatrizaron bien, pareciendo siempre que serían heridas vivas; luchando contra Tirios y Troyanos , y siendo siempre general en el campo de batalla de los hechos, las obligaciones y las responsabilidades, cuando ni hechos había, ni obligación alguna ni mínima responsabilidad que le respaldaran, pero ahí siempre él, engreído, machacón, poseído por el espíritu sutil y magistral del que nunca supo entender los silencios, aun habiendo silencios tantos. General siempre en la batalla de los hechos porcuneros, del Patrimonio patrio porcunero contra los hechos malvados, contra los hombres sedientos de piedras, de hierros y de bronces para los tesorillos de alacenas, contra los mandamientos que le exigían silencio y unos ojos cerrados y cegados, y un alma compungida, oponiendo siempre Modesto Ruiz de Quero su palabra cadenciosa, su palabra defensora, su palabra comprometida y a la vez, palabra susurrante que abría las orejas como si estuviera predicando una clase magistral ante un auditorio sordo y borracho.

Sobre la rizada cabeza rubia de su Torre Nueva, la tan defendida, Modesto Ruiz de Quero iba dando la vuelta al ruedo de las piedras, mirando los horizontes verdes sobre sus ojos abismales, medidores, cumplidores, y mirando las casas blancas desde la gran altura bajo sus ojos elegantes, perforadores, suplicantes, las calles recorridas, los yacimientos visitados, la fe de su Soledad rescatada del olvido y del oprobio, y la entregada al pueblo como quien dona una ofrenda floral a la santísima de San Benito.

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Quitándose el capote imaginario de piedra y Torre de la cabeza de sus hombros, la gorra campechana del campesino de las piedras altas y de las mediciones oculares y agricultoras, despojándose de su capa protectora y tendiéndola a los pies de su pueblo, Modesto Ruiz de Quero, en esa hora en que la magia de lo maravilloso sudamericano le hacía presentir la llamada del Padre, del Padre Voz, del Padre Nube, del Padre Lluvia, del Padre Sol, del Padre Otoño y del Padre Primavera, sacudió de su menudo cuerpo encorvado pero tan erecto, tan firme, tan seguro, las últimas esquirlas de los daños, y le dijo adiós a Porcuna desde el beso de luna pareada de su Torre Nueva, su novia inmortal e imperecedera, su enamorada silenciosa y tan complaciente, a la que sacó de la pobreza, la deconstrucción y el abandono, para vestirla de fiesta restaurándole sus arrugas, sus arroyos y sus cuevas, el velo de desposada que la Torre se quitó ante el altar de la súplica dejando al aire los ojos de sus ventanas, guiñándole a Modesto Ruiz de Quero las pestañas de sus ya tan abiertas ventanas tras tantos años de oxidados hierros y tan oxidados yerros.

Saludó al mundo de Porcuna desde tan altas alturas, desde su altura más alta: bandera, faro, largavistas, como sólo un porcunero ejemplar sabe, puede y debe hacerlo, y quitándose todos los vértigos del mundo derramó su última lágrima, siendo ya más lágrima poética, lágrima metafórica que lágrima dolida.

Modesto Ruiz de Quero era el hombre de las ausencias siendo su presencia tan constante, su voz tan rebelde, sus manos tan ofrecidas; el hombre de las ausencias y de los presentimientos magnánimos y tan guardados, y tan enquistados también, el que, cuando salía de sus agrimensuras y sus peritajes a la calle Salas después de haberle medido a Porcuna todas sus cuadraturas, todas sus calles, todas sus callejuelas y todas sus casitas, se iba a los horizontes más altivos, colocaba a su lado el medidor clásico de su “Teodorito”, y comenzaba a componer las cuentas magnéticas de las melodías de Obulco, las melodías históricas porcuneras, los antepasados números y las antepasadas composiciones teniendo al fondo aquella altura de piedra del centro de Porcuna llamándolo siempre como sólo saben llamarse los enamorados más sublimes.

Modesto Ruiz de Quero era el hombre de las ausencias y la paradoja del no estar aún estando siempre, el siempre presente, del compañero del alma puesto allí en el mundo del hecho porcunés para pregonar lo que siempre callar parecía. El hombre de las ausencias y el hombre de los silencios que sabía hablar con los ojos y con una sola mirada ponía firmes a todo el mundo para cumplir con sus deberes.

El hombre de las ausencias y el visitador de los silencios escondidos entre sus siglos adormilados. La Torre como una bella durmiente a la que sólo podían despertar los labios amados, los juglares susurros del hombre que la contemplaba desde lejos y la veía ahí, tan cercana, tan silente, y tan sola, tan abandonada soportando aún el peso cruel de cuando fuera cárcel y los presos se suicidaban, y los vergajos lanzaban sus silbidos al aire como látigos endemoniados.

Modesto Ruiz de Quero visitador de los silencios de la gran cueva, cuando la Torre era una colección de piedra erguida tan ascendente, tan abandonada y tan desconocida, la parte del castillo que quedo como torre del homenaje, como testimonio, pero tan callada. Y ahí estaba el novio del alba de piedra mirando siempre aquella soledad de Torre quieta, tan cerrada, de la que un día se propuso hacerla torre porcunera, monumento del terruño patrio porcunero, moviendo para ello todos los hilos, tensando todas las cuerdas, escribiendo todos los escritos, reclamando todas las verdades que hubiera que reclamar, sin más papeles que la razón, el enclave y la historia, enfrentándose al todo de la indiferencia y al todo de los papeles, y al todo conglomerador del Estado al que se ganaron todas las partidas cuando el Estado intentó vender la Torre a los mejores dineros y a las más caducas contribuciones de los sueños aristocráticos que pretendían hacer de la Torre la morada feudal de una propiedad con escudos y leyendas de caballería, y con todo, cuánta Torre perdida y cuantos terrenos usurpados…

Entonces surgió el visitador de los silencios, el contemplador de la esbeltura egregia de la soberanía porcunera, su gran presencia, su gran símbolo, su gran monumento, y haciendo del todo lo posible por conseguir para Porcuna no sólo una propiedad, sino un cielo abierto y un hogar vivido, Modesto Ruiz de Quero armado ya como el caballero defensor de su dama, la femenina, la pétrea, la duende, la deseada, la confesora, y así, un día consigue al fin que la Torre solitaria, la que no tenía nombre ni tenía lugar en los papeles de propiedad pasara a ser patrimonio de Porcuna como habitante empadronada que era, y así, la esquiva, la solitaria, la soñada, pasó a convertirse en el emblema más estimado de Porcuna, su escudo de armas, su bandera extendida, su patrón y su patronazgo monumental, el don de la piedra siendo ya don tenido y don compartido.

Con los papeles en la mano, subió Modesto Ruiz de Quero para la Torre Nueva y le abrió su puerta para declararla ya la Torre del pueblo de Porcuna; sellados los pliegos, abiertas las palabras, Modesto Ruiz de Quero abrió la puerta de la Torre para dar paso y entrada a la arqueología de los bolsillos, las escondidas piezas de oro de los subterráneos de Porcuna desde aquel diente de tiburón que un día el cantero “Canuto” descubrió en una cantera, se lo puso a Modesto en las palmas de sus manos y a Modesto se le abrió como un enigma y como un cosquilleo de estómago la Porcuna ancestral, la que le iluminó los ojos para crearle a Porcuna la maravilla de sus escondrijos bajo tierra.
Aquel diente de tiburón entrando por la puerta de la Torre ya escrita y descrita como Monumento Histórico Artístico, que le puso a la Torre la cimbra y la música dorada para ser ya la gran dama reconocida, la que, presumía, no sólo de ser la sola imagen de Porcuna sino la que salía en las tarjetas postales para enseñarla al mundo.

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Con la creación del Museo arqueológico de Porcuna, ese gran invento y esa gran vitrina, Modesto Ruiz de Quero y la Asociación de Amigos de Obulco, iluminaron Porcuna para mostrarla, enseñarla y explicarla a los porcuneros la cosa mágica de la arqueología, el carácter magistral de los antiguos pobladores de Porcuna cuando Porcuna tenía otros nombres, tenía otras vivencias y contaba otras historias.

Abriendo Modesto de las casas de Porcuna los secretos de los baúles y de los escondrijos donde se ocultaban las señas de identidad de este pueblo milenario, por el Torreón de Boabdil, su Torre Nueva reintegrada a su pueblo, restaurada en su pulcritud, y abierta a la luz donde antes todo era oscuridad, al interior de la Torre le iba llegando y entrando nuestra historia contada en el libro donde no se escriben las palabras, las enseñas de cuando Porcuna no tenía nombre ni era tierra y sólo mar, las huellas de Ipolca rescatadas, las que nos permitieron exhibir, las que no se llevaron para ser joyas capitalinas dejándonos a nosotros las mínimas pero maravillosas piedras, la huella romana de Obulco conquistando el interior de la Torre con su estela, con su columna, con su capitel, con su escultura, con su moneda, con su labradura, la árabe Porcuna hablando de un Islam tan poco sabido; tesorillos de los descubrimientos increíbles y de las manos dadivosas; tesoros que Modesto Ruiz de Quero iba reclamando por las casas de las calles para pasar de lo secreto y particular a lo amplio, a lo hablado, a lo compartido, a los restituido y exhibido para mirarnos a nosotros mismos en nuestros ancestros.
El hombre troglodita que iba buscando a todas las Porcunas anteriores allá donde se encontraran sus huellas: en los rincones escondidas, en los baúles encerradas, en los mechinales abandonadas, en los expolios vendidas, en los oprobios alimentadas.

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El visitador de los silencios y de los robos y de los siglos escondidos, y el primer cuidador de los misterios y de los tesoros; aquel hombre poliédrico, ensimismado, casquivano, demandador, eufemístico y entrañable, al que las centenarias y milenarias piedras esculpidas, los yerros, los bronces y las monedas se le dormían en sus manos, y entre sus manos las acariciaba para que le hablaran en sus sueños y en sus noches en vela, como sólo saben hablar las piedras a los que las miran con amor en sus sueños de piedras con mensajes, con misterios, con historias, con murmuraciones dentro de la gran roca madre, dentro de la gran piedra madre, dentro del vientre majestuoso, del vientre aclamador de la Torre Nueva, de su Torre Nueva, la rescatada, de la que él , amén de amante, era el compositor musical de su vientre de piedra, el que la removía las tripas para crear sus movimientos, el director de orquesta de esas músicas tan ancestrales y tan sonoras, el abridor del gran libro de la memoria porcunera, el prestidigitador que hacía hablar a las piedras cuando las piedras eran mostradas, el que comparaba las huellas dactilares de Porcuna con sus huellas antepasadas hasta encontrar los lazos familiares, y todo le daba en el resultado de un adn propio, mostrado, vivido y compartido, por el que vivían los nombres y los apellidos allí reunidos ahora en el ocre vientre de las piedras reencontradas y acogedoras: el gran vientre materno de los hechos porcuneros.

Por la casona de la calle Salas, aquellas balconadas, aquellos hierros y aquellas maderas, a la vera de la fuente del patio con las escenas del Quijote, Modesto, en los descansos agrimensores, mientras su hermano Antonio, aquel otro gran luchador, defensor y admirador de los hechos porcuneros de la arqueología, aquel otro medidor de las líneas de Porcuna, contempla el Stradivarius dando sus notas de viento, lee la “Historia” de Heródoto para contemplarse en las palabras viejas que hablan de la construcción del mundo mítico, mientras extrae de esa historia los paralelismos de las palabras necesarias para extrapolarlos a Porcuna y crearle a Porcuna su propia historia tan paralela y tan milenaria, mientras del limonero le llegan los aromas de los azahares amargos, y de los geranios los inciensos ácidos, y le trae el aire la voz amada de la Torre Nueva, de la que es caballero amante y contemplativo, reclamándolo para atraerlo a su clausura y hacerlo penitente de sus confesiones.

Dentro de los muros de piedra de la Torre Nueva, solitario en la acompañada soledad compartida de la Torre, la Torre le cuenta a Modesto Ruiz de Quero sus secretos y sus siglos, y Modesto le habla y le cuenta a la Torre la vida de sus años tan pasados y tan vividos, como estando alrededor de una mesa camilla, cogidos de la mano como dos enamorados que se quieren mucho y se cuentan o confiesan sus biografías.

Por el allá de los tiempos, las presentidas palabras:

***

“A ti te cuento, la escuchadora, que han sido ochenta y tres mis años porcuneros, con sus idas y con sus venidas, saboreando dichas, las suficientes que van a mi conciencia, y no reprochando los sinsabores padecidos, aún habiendo habido tantos en el diario quehacer de hacer de ti, y de lo tuyo, Torre Nueva, la diaria proclama de mis cuitas, mis desvelos y mis desvaríos.

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Que desde aquel ya tan ausente año de mil novecientos catorce, con su Guerra mundial asomando sus garras, hasta este hoy de mil novecientos noventa y siete, en que ya lo contemplo todo como nublo y todo rememorativo, y como diario que se cierra y en su última línea no cabe más que poner los puntos suspensivos del mañana, ochenta y tres años me contemplan cobijados entre estas piedras tan luchadas, el palmo a palmo de esta casa y de esta buenaventura que me hizo caminar los pasos más largos, y soportar las más pesadas zancadillas que eran como cadenas, y si hoy me llaman avanzado de la cultura patrimonial de Porcuna, ya sólo soy un vejete sin fuerzas, pero que un día tuvo tantas para que de ti no huyeran los tesoros, todo lo contrario, para que a ti vinieran los tesoros, todas esas pequeñas pedrerías que se engarzan en tu nombre grande para que hoy todo el mundo pueda contemplarlas, y porque, contemplándolas a ellas, te contemplamos a ti, la siempre altiva y siempre tímida Torre Nueva: la boquiabierta, la tan hablante, la que, ahí aposentada y erecta como un triunfo, como copa ganada y como copa bebida, bendices los ajetreos de Porcuna, pues es tu mano la mano que se posa sobre la cabeza porcunera, la que haces que hacia ti se eleven los ojos para mirarte, y se abran los labios para besarte.

Aquí, tu Modesto Ruiz de Quero, el que te elevó de la nada hasta este todo de hoy en que eres la soberana de Porcuna, el hijo de Manuel de la Cruz Ruiz de Quero, aquel alcalde republicano del treinta y uno, y de Manuela Ruiz de Quero- familiares amándose- la que aún conservaba en su segundo apellido la huella noble de los Ruibérriz de Torres, esa estirpe ya tan asilvestrada, tan fuera de aquí, tan lejanos ya los ecos de cuando su apellido abría todos los salones y daba un no sé qué de rancio abolengo pronunciar esas tres palabras: Ruibérriz de Torres, sonando ya como leyenda y también sonando como una música de olvido.

El liberal este que ante ti posa, Torre Nueva, amante de la cultura y de la historia y de los hechos republicanos como sentimiento y como educación, aquel que de héroe sólo tuvo ser ciudadano del mundo y que luchó por los soleados de la cultura, la intelectualidad y la enseñanza. Sí, republicano porque aquella gran manifestación del Treinta y uno fue la fecha que se alzó sobre lo medievo para crear el progreso y crear la otra distinta España, la que, forzada del vilipendio, el retraso, la afrenta y la injuria, se alzaba creativa para cumplir el mandamiento de la honestidad y el buen reparto con sus mejores virtudes de dar mucho y quitar nada. Pero tan fallada idea, cuando ante mis ojos, a la República se le fue nublando todo, y de la idea primaria y genial que lanzó las banderas a las calles y llenó las escuelas de aprendedores, germinó el anarquismo de las masas confundiendo la libertad con el libertinaje, la mano extendida con la enemiga mano, pero aún con fe los que creímos en esos sus nacimientos de libertad y de compromiso para los nuevos tiempos modernizadores y humanistas, los que creímos en esos años de libertad y ejemplo empujando a la República por los caminos rectos, por los pensamientos éticos, pregonando la razón como el mejor entendimiento y el más eficaz entretenimiento del hombre, hasta que vino lo que tuvo que venir, lo que se mascaba cada día, lo incomprensible, la mano generala y jerifalta que blandió su espada para derramar por los suelos de España la terrible puesta en escena de los miembros desmembrados , de las cabezas carcomidas, de tanta sangre puesta ahí sobre la tierra como un salmo doloroso por donde se abrían todas las cicatrices y la siempre y eterna y patria enemistad de España con sus españoles.

Y yo ahí, el hombre sencillo, el amante de la historia, el cautivado por la cultura y por los libros, el hombre cristiano desde el cristianismo franciscano y humanista, el que le hablaba a los pájaros para nunca dejar de creer en sus alas y de crecer por sus vuelos.
El muchacho aquel sin fotografías que con veinte años ingresó en el Ejército del Gobierno de la República porque era mi sino, mi destino y mi creencia, y porque era mi libertad y mi transparencia.

Y sufriendo, como todos sufrimos tres años de guerra, esos tres años de guerra que se quedaron para siempre en mí como otra piel que de vez en cuando se me abría teniendo yo que cerrar los ojos para no ser más víctima todavía.

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Y cuento que me nombraron teniente del ejército, y que mi tenientazgo sólo fue hacer pan con unos horneros para mitigar las hambres de los combatientes y de las poblaciones. Teniente mandando harinas, sales, aguas y levaduras: grado de tahona bajo las vigas de caña. Galones con dos estrellas para llenarme las manos de blancos y la cara de lienzos blancos, mientras de fuera nos llegaban los truenos de las batallas y todo se hacía tan largo, y todo se vivía tan sangriento, y yo era poeta que componía rimas hasta crear tan doloridos y silenciosos versos, que luego serían otros más silencios, y otros más oscuros.

Que el enemigo avanzaba y que ya estaban las manos muy cansadas, y los cuerpos muertos esperando la bala definitiva: esa bala que hablaba de descanso y hablaba de resignación.

Que se perdió la guerra y se ganó una paz extraña, excepcional, ajena, Torre Nueva, hasta que fuiste tú mi siguiente guerra durante todos mis más años venideros, y esa sí, una guerra ganada cuando todo en ti se hacía imposible, tú, la que estabas ahí diseñándole a Porcuna su fotografía y su lugar más elevado, y sin embargo, no eras de Porcuna, sino la forastera siempre, la que llegó hacía cinco siglos y sin embargo, parecía seguir siendo la extraña, la contemplada pero la ajena: un algo invisible que pretendían vender para volver a crear el feudalismo: la sola cosa sin nombre, pero que al nombrarla, abría las carnes y los libros de Historia.

Que acabada y perdida la guerra, anduve por Francia cruzando aquella frontera por la que huían los vencidos, por el Campo de Refugiados españoles de Neubourg, que no era otra cosa que un campo de concentración más que un campo de trabajos forzados, por donde andaba la otra República, la de los olvidados, tirada por los suelos y alimentada por el hambre, los inviernos y los escombros, mientras nos vigilaban todos los ojos enemigos del universo y ni Dios nos proporcionaba clemencia. Por ahí los esfuerzos derramados, la libertad perdida o volada, la cultura de nuevo en pandereta, y el mañana ahí aún sintiéndolo tan lejano, a sólo dos pasos de la frontera, pero tan ausente, y sin saber qué podía dar de sí esa utopía llamada el día de mañana.

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Que volví a España en mil novecientos cuarenta. Que me dejaron volver a España como si fuera yo el clemente, el perdonado, pero aún por el campo de concentración de Miranda de Ebro compartiendo exilio con los exiliados de interior, hasta que ya, en el año de mil novecientos cuarenta y uno se me ofrece el pasaporte, el salvoconducto y el certificado de buena conducta para volver a Porcuna; y desde aquel día ya también pura arqueología y álbum sin fotografías, hasta hoy, todos los días ante tu presencia, cuando acabados los trabajos de las topografías era tu estatura la que me llamaba como si me hubiera llamado desde el antes de mí y desde el antes de la Historia, como si fueras tú la gran dama a la que había que desposar y que me entregaba sus camelias para que yo se las volviera a ofrecer perfumadas con un nombre…”

***

El hombre preocupado siempre por Porcuna, Modesto Ruiz de Quero, ese sentimentalismo porcunero con siglos de historia y siglos de orígenes que asentaba a Modesto Ruiz de Quero sobre Porcuna para convertirlo en el caballero entregado al linaje de los ayeres salvados, el hombre al que todo se le volvía Porcuna, porque Porcuna era su esencia, como Porcuna era también su conciencia y su ley universal, y era su trabajo y sus luchas sin espadas. El hombre sin ideología, salvo que su ideología fuera Porcuna y su partido político la Torre Nueva. El hombre que no presumía de dineros, ni de genealogías, ni de alcurnias ilustres grabadas en los libros de caballería, salvo que fuera el Quijote su más rancio antepasado, siendo unas veces Quijote para soñar con fantasmas y otras veces Sancho para tirar de la burra y poner el sentido común, pero sí presumía de cultura como si más que cultura estudiada fuera su cultura, cultura autodidacta, esa cultura que no se sabe de donde viene ni por qué te toca con su varita mágica, pero que cuando llega es una fuente clara dando aguas a todas horas como si fueran luces.

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El hombre preocupado tanto por la Cultura de Porcuna, por ese acierto de abrirle a Porcuna los escenarios, como se le recuerda a Modesto Ruiz de Quero creando su aquella Compañía de teatro popular, como una forma de acercar a sus pobladores el entretenimiento con palabras a la antigua usanza y clásica usanza de las corralas con comedias.

El Modesto Ruiz de Quero que le diseñó a Porcuna sus líneas topográficas, y a los campos sus limitaciones, y a la Ciudad de Obulco su justo lugar en el lugar de Porcuna, viviendo de Obulco el silencio de sus siglos hasta hacerlo música de geometrías.

El cristiano humanista que entregó el Viernes Santo al pueblo desvinculándolo de las sangres altivas, en unos tiempos, a pesar de tan católicos tiempos, donde la Semana Santa era un abandono, y un ir las procesiones solas por las calles, con miradas tantas, pero con escasos acompañamientos.

El hombre de la Virgen de la Soledad, Modesto Ruiz de Quero, su otra compañía, su novia santa y mística, la de las cuatro lágrimas y la mirada baja, la del rostro antiguo y las telas negras, y las manos enlazadas como pidiendo clemencia más que oración. La Soledad de la capilla oscura y tan sola en soledad eterna, a la que Modesto Ruiz de Quero puso en sus andas y la entregó al pueblo para que fuera la Soledad de Porcuna, la del barrio de San Benito que es Porcuna toda: la clamorosa cerrando siempre sola la procesión del Viernes Santo, sin nada más por detrás que el silencio de sus lágrimas de cristal dándose la vuelta.

Modesto Ruiz de Quero enseñaba a las excursiones de las gentes niñas y adolescentes los hechos de la aparecida Ciudad de Obulco, su también otro corazón- cuántos corazones y cuantos amores en un solo cuerpo- el que le dio la razón para crear el Museo arqueológico de la Torre Nueva, esas apariciones milagrosas por donde Porcuna se buscaba en sus palabras más viejas y en sus piedras más sagradas, y mientras Modesto Ruiz de Quero explicaba a las juventudes el milagro de Obulco, se las iba atrayendo hacía él para hacerlas también juventudes del Viernes Santo, las juventudes que andearan a la Soledad en lugar de ir la Soledad caminando a manivela, empujada por media docena de jóvenes con melenas, a los que, tras acabar la siempre tardía acabada de la procesión del Viernes Santo nocturno, había que pagarles sus dineros como costaleros asalariados, él, que nunca cobraba nada por descubrirle a Porcuna su pasado y su cultura.

Modesto Ruiz de Quero casó las ruinas de Obulco con la quietud del Viernes Santo para crear una hermandad comunicante, fervorosa y entregada, que iba de la piedra a las Imágenes para ser contemplativos y participantes también.

El hombre que lo quería dejar todo atado y bien atado antes de subir a la Torre Nueva por última vez para despedirse de su novia de toda la vida: la Torre salvada, la arqueología excavada o recuperada, y expuesta, aunque siempre lamentándose de que no fuera expuesta en Porcuna toda la arqueología descubierta, la Torre de Porcuna y para Porcuna, la Virgen de la Soledad salvada de su silencio y entregada al pueblo, y la Semana Santa emergiendo de sus antiguayas y de sus viejas vestiduras para crear un decorado fervoroso y humanizado.

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Modesto Ruiz de Quero por los cuatro puntos cardinales de Porcuna, y en cada punto cardinal sintiéndose su presencia, la bien recibida, o la hurañamente permitida. El reclamador de los tesoros, el denunciador de los expolios, el que se creaba enemigos con placer, porque no había otra forma de rescatar el ayer de Porcuna que crearse enemigos. El que echaba en cara monedas, estelas, esculturas, cerámicas, exvotos, con tal de que no se perdieran para siempre. El que clamaba para que el único coleccionismo razonable fuera el coleccionismo compartido. El que no se achantaba ante nadie y decía las cosas claras y a viva voz con tal de ser todo Porcuna.

Modesto Ruiz de Quero en las obras sociales creando junto a Manolita Garrido, Manuel Salas y Pablo Millán la “Asociación Asistencial San Benito”, aquella primera Residencia de ancianos de la calle Salas, primer eslabón para crear la dignidad de la vejez atendida en buenas manos.

Y todo desde esa cosa tan difícil del altruismo, la voluntad, el humanismo y la cultura, para la cultura y el humanismo. Modesto Ruiz de Quero aporreando su negra máquina de escribir mandando cartas a quien hubiera que mandar cartas por tal de poner a su pueblo en su verdad y en su historia, ya fuera carta a un ministro o carta a un obispo.

Referencia cultural y social de la ciudad de Porcuna del siglo XX, el no héroe bélico, sino el héroe benefactor y trasgresor , y el señor educadísimo que cuando montaba en cólera seguía utilizando las palabras adecuadas y el gesto filantrópico y solidario. El charlador de los silencios más que de las tertulias, el caminador solo por el Paseo de Jesús contemplando los bosques de las rosas y los horizontes de la Creación, el que junto a su hermano Antonio y el arqueólogo Oswaldo movió la arqueología en Porcuna: esa triple alianza que consiguió que por primera vez se pudiera excavar científicamente en Porcuna, fuera del ostracismo de los encuentros casuales que siempre pasaban a las manos monetarias de los usurpadores. Aunque ya antes, Modesto Ruiz de Quero tuvo sus contactos con Rodolfo, aquel arqueólogo holandés que en sus visitas a Porcuna paraba por el Hotel Videla, y que había oído hablar de la riqueza arqueológica de Porcuna antes de que la Porcuna arqueológica asomara a la luz.

Referente cultural y patrimonial de Porcuna, su hombre orquesta, el cariñoso, el bromista, el chistoso en las largas tardes familiares alrededor de la fuente cuadrada en su casa compartida y siempre abierta de la calle Salas, la tan antigua, la tan hermosa, la tan invisible e imposible ya.

Y con todo, Modesto Ruiz de Quero, el hombre que no era muy sociable, el que estaba siempre como en silencio y alejado de los bullicios pachangueros, a pesar de lo tanto hablado, pero el que se recogía sobre sí mismo, creando o meditando una intimidad para luego lanzarla y hacerla de todos, y a través de ese recogimiento monacal crear la expansión, la expansión que no era su expansión, sino la expansión de Porcuna.

El hombre vital, Modesto Ruiz de Quero, incluso cuando ya sus años lo hacían caminar tan cansado. El que escribía cartas al obispado para exponer sus quejas sobre la liturgia y su punto de vista de cómo cantar las misas y cómo colocar los símbolos eclesiásticos. La persona amplia y multiplicada, poliédrica, y el hombre complejo, cultural y personalmente, el que se cubría con una capa, como hombre tímido, para no dejar salir todos sus misterios con todas sus intimidades. El hombre que daba de sí a los demás la virtud de su ilustración y luego se echaba la capa sobre sus hombros y se recogía en sí mismo para pasar desapercibido, o como si fuera un libro que se cierra, y a pesar de ser cerrado, se sigue contando cosas. El hombre con ideales aunque hubiera que callar los ideales. El que cargado de su topografía, junto a su hermano Antonio, le diseño su mapa y su catastro a Porcuna, a Lopera, a Arjona y a Higuera de Calatrava, contándonos el cuento de las geometrías, la poesía de las líneas, la metáfora de los asentamientos.

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Y con todo, la gente seguía sin entender a este hombre menudo que se enamoró de la Torre Nueva hasta hacerla su vida y su matrimonio, y hasta crearle su literatura, y que siempre soñó devolverle a la Torre toda su vieja amplitud ajardinada para enseñarla al pueblo de Porcuna como lo que ese espacio fue hasta el siglo XIX: el Paseo público de Porcuna.

Cuando el diecisiete de abril de mil novecientos noventa y siete, por delante de la Torre Nueva pasó el ataúd con el cuerpo ya sin vida de Modesto Ruiz de Quero, un lienzo pintado de negro por la Memoria de Obulco colgaba de sus piedras, al que el viento movía como diciendo adiós con la mano a ese hombre ejemplar que puso todos sus años, todos sus esfuerzos y muchos de sus saberes al servicio de la Historia y de la Memoria de Porcuna, todos comprendimos que se decía adiós al espíritu de la Eternidad.

La Torre tendió su lienzo pintado de negro luto, cuando la Sombra de Obulco ya era luz de campo santo, y la Torre gritó un llanto de novia con viudedad, como si fuera orfandad y una traición de Modesto dejarla tan en silencio aquel que tanto la hablara: la compañía sagrada que abriera su puerta un día para escribir la elegía de la batalla ganada.

Caballero de las hadas y de la triste figura, que abriste las cerraduras de las cavernas cerradas para sacar de la nada el viejo pleito medievo de una Torre, caballero, que fue tu Torre soñada, y de Porcuna su espada tendida al sol de la noche. Alfombra llena de voces, saco lleno de esperanzas. Templario por la Cruzada de los hechos porcuneros, te hicieron los alfareros la vasija a tu medida para dejar tus cenizas llenas de glorias y esfuerzos, y un nombre para los tiempos grabado en letras doradas.

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Señor de las algaradas, grito que grita en silencio, pero sin que pueda el viento borrar tu voz demandante. Le pusiste un diamante a la Porcuna de alpaca, y le clavaste una estaca al Drácula jerifalte sin dejar de abanicarte al aire de la Redonda. Fuiste presencia y fue sombra tu cuerpo multiplicado. Modesto por los cerrados y por los campos abiertos; mendicante soñoliento de los cuentos subterráneos, la Historia te dio un encargo, y cumpliste, caballero, y la Soledad del pueblo te abrió su mano de llanto para hacerla Viernes Santo y Día de Resurrección. Por la era de tu voz labra Porcuna sus años, y el azahar del naranjo te perfuma y te bendice. La Torre es tu dedo índice señalando a las estrellas; la Soledad de tus huellas te tiende su manto negro, para que tú, nazareno, te cubras como una sombra y en el canto de la alondra suene en la alondra tu voz hablándonos del amor entre una Torre de piedra y un topógrafo de niebla abrazado a una quimera: el sueño de un peregrino que saliéndose al camino donde no pasaba nadie, le abrió a Porcuna su sangre y su lugar en el Tiempo.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

FOTOGRAFÍAS: ROSA RUIZ DE QUERO Y LUIS EMILIO VALLEJO
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