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La magia de los cuentos

No hace mucho leía en una revista de esas que hay en las salas de espera la siguiente frase: “Recuerdo cómo mi padre me contaba cuentos que inventaba para mí”. Un negro nubarrón de tristeza encapotó el cielo de mis recuerdos ya casi marchitos por la aridez del tiempo. Me invadió un sinsabor agrio y, poco a poco, me sumergí en los años de mi lejana infancia. Lo que aparece aquí es un breve extracto de un material más amplio.

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¿Cuentos…? A mí, jamás, nadie me leyó cuentos, nadie me contó historietas fantásticas para alimentar el mundo de la utopía que poco a poco, supongo, florecería en la fresca campiña de mi imaginación o tranquilizaría a mis inquietos ojos que se enfrentaban a la soledad de la noche con la esperanza de despertarse a la luz de un nuevo amanecer. Esa carencia de cuentos marchitó las frágiles amapolas de la fantasía que crecen libres en el prado de las ilusiones infantiles.

Las únicas patrañas que, de vez en cuando, me contaban eran para atemorizarme con “el sacamentecas” o con “el hombre del saco” que se llevaba a los niños y se los merendaba crudos. Era la forma sibilina de sembrar miedo en una mente tierna, abierta a suspiros, manzanas robadas al tiempo, que se regaba sin grandes represiones. La pueril inocencia no recela jamás.

¿Cuentos? Fue la naturaleza la que convidó a mi curiosidad a todas sus riquezas y a sus multicolores melodías, encantos escondidos entre las yerbas de los bardales o a despojar unos indefensos gurripatos (gurriato) del calor de su nido y a los que atiborraba con pan y, por supuesto, protegía hasta hacerlos amigos inseparables. Magníficos acompañantes que desgranaban al oído su confiado pio-pio para rasgar mi campesina soledad.

¿Cuentos? Eran las alegres jácaras que recitaba el campo cuando las impúdicas cepas verdecían empujadas por la primavera o cuando, ya glotonas, me invitaban a su rústica mesa que reventaba de eróticos racimos. Cada perla nacarina se abría, prieta de dulzura, entre mis labios sedientos de nuevas experiencias.

¿Cuentos? Eran las nerviosas espigas que al acariciarlas cosquilleaban en mis inquietos dedos; ellas acunaban entre susurros mis infantiles sueños rebosantes de imaginación y la suave brisa, de atardeceres escondidos entre cenicientos olivos, incitaba a sobrevolar horizontes sugerentes y perdidos en lontananza.

Espigas que, con habilidad felina y famélica avidez, desgranabas con los tiernos y sensuales labios para robar los inmaduros granos que escondían con avaricia, a riesgo de herir el rojo brocal, que como profundo pozo, perfilaba una boca ávida de hambres atrasadas.

Pasó el tiempo y sin darme cuenta me hice mayor y dejé de jugar con gorriones, grillos o a importunar a la luna lunera cascabelera. El vademécum de la naturaleza lo cambié por libros de papel. La fortuna desplegó ante mí, horizontes de extensas praderas en las que el arcoíris jugueteaba al escondite con las tímidas amapolas. O tal vez fue el terco destino… ¡Qué más da!

Y a partir de entonces devoré todos los libros que unas míseras circunstancias sociales me robaron. ¿Rencor? No, solo la nostalgia vestida de tristeza acude a mi alma cuando me invaden esos momentos de libertad vividos y, entre neblinas del más allá, aparece la cara del abuelo, curtida por los vientos gélidos del crudo invierno y soles sofocantes del tórrido verano andaluz.

¿Cuentos? Jamás fui capaz de inventarlos para mis hijos, no por falta de afecto sino por pudor y vergüenza reprimida en los pliegues del alma. En su habitación, decorada con tres carteles, se dormían deseándole buenas noches a Manuel, a Federico y a Pablo. Tres poetas de su infancia que, desde el infinito, velaban sus sueños cazando las pesadillas que les acechaban y, de paso, los abanicaban con versos que musitaban atropellándose unos a otros, como el vientecillo de mi infancia removía espigas preñadas.

El reloj de la vida ha envejecido de tanto velar al tiempo que se escurre en la noche y yo un poco más cascarrabias, como dice Sara y David calla y asiente. Ellos tampoco se durmieron con mis cuentos porque su padre, con la imaginación podada, era incapaz de inventar flores o sacar de la chistera un conejito juguetón. Pero algo sí que aprendieron.

Saciados de vernos, a su madre y a mí, con libros enredados entre las manos, pronto se hicieron con ellos hasta devorarlos. Ese fue nuestro gran regalo sin pretenderlo. Han tenido que derramarse muchas horas de los cangilones del tiempo para alegrarnos al verlos anclados, prisioneros en las páginas de cualquier libro.

Incluso para poder gozar, furtivamente, de algunos folios escritos por sus mentes atrevidas y por su imaginación preñada de palabras nuevas que se escapan del nido para volar por horizontes ignotos, como rayos centelleantes que rompen la oscuridad aprisionadora de la noche. Son sus gorriones amaestrados que pían mimosos en sus momentos de ocio.

¿Cuentos? La vida fue tejiendo historias en relatos breves, unos alegres y pletóricos de felicidad, otros tristes y cargados de presagios asaeteados por la aflicción de un sinvivir diario. Cuentos que se perdieron en los pliegues de mi memoria resbaladiza pero que, de alguna manera, colonizaron otras mentes sedientas de leyendas cargadas de esperanza.

Cuentos para mentes infantiles, aventuras para fantasías juveniles, ensayos o novelas para personas adultas… Lo importante es leer o que te lean cuando eres pequeño; que te vean leer y al runrún de páginas llenas de misterio o empedradas de pensamiento duro, se despierte el deseo de zambullirse en ese mar de fluctuantes palabras que van y vienen enredadas en el vaivén de ideas que mansamente acarician las playas vírgenes del lector. Algo importante para todo lector es que conforme devoramos las páginas de un libro, éste toma vida, vibra con el calor que le transmitimos.

Cierro estas líneas con unas sugerencias que sólo pretenden abrir ventanas para pensar. ¿Cómo fomentar hábitos lectores, sobre todo, en los más pequeños? Parto de la premisa que el lector no nace, se hace. Se proyecta en el ejemplo que podamos transmitirle. La lectura, como otras tantas actitudes y actividades, se contagia en el calor del hogar, de los amigos, en la escuela. Se estimula desde pequeños gestos que insinuamos, pistas que ofrecemos alabando o explicando detalles de un libro que tenemos entre manos.

Regalar libros, incluso intercambiarlos con otros amigos o familiares puede aportar un plus de interés por el vicio de leer. Por supuesto los libros se proponen, se sugieren pero jamás se imponen. Leer debe ser un deleite, nunca una obligación. La lista de sugerencias podría ser más amplia y mejor que la ofrecida en estas líneas. ¡Toda piedra hace pared!

La lectura antes que una forma de conocimiento es una experiencia. Iniciarse en el arte de leer es todo un proceso que puede culminar como regalo, en la afición y facilidad por escribir. Los libros hablan, necesitan de la complicidad del lector. Son un diálogo, una conversación para la que hay que estar como mínimo predispuestos.

PEPE CANTILLO
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