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Ginebra, 1553. Miguel Servet, humanista de reconocido prestigio, muere en la hoguera. ¿Motivos? Es declarado hereje por parte de Juan Calvino. A partir de ese dato, Stefan Zweig escribe, y publica en 1936, su magnífico libro Castellion contra Calvino, a veces subtitulado En torno a la hoguera de Servet o Conciencia contra violencia. Interesante libro que se puede encontrar en papel y en varios formatos electrónicos. Por cierto, los católicos tampoco aceptan a Servet.

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Sebastián Castellion, acérrimo defensor de la libertad de conciencia, se enfrenta a Juan Calvino virulento, maléfico defensor de sus ideas, desde el fanatismo más intransigente. Contra él escribirá Castellion y su pensamiento quedará palmario en la siguiente frase: “Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre”. Estaba en juego la libertad de conciencia.

La Europa del siglo XVI se mueve entre dos polos muy marcados: tolerancia, libertad de conciencia, humanismo, frente a intolerancia, violencia política y religiosa, abusos de poder, fanatismo. El escenario del momento es la llamada Reforma Protestante, cuyas figuras más señeras fueron Martín Lutero, Ulrico Zuinglio y Juan Calvino.

El fanatismo no es exclusivo de un determinado grupo humano ni de unas coyunturas históricas concretas. Es una lepra purulenta que pervive incrustada en determinados tipos de sujetos movidos o motivados por pretender llevar sus ideas o planteamientos más allá de lo razonable. Y si para ello hay que matar, valoran “la letra” (doctrinas o ideas), por aquello de que la letra con sangre entra, sobre “la música”, en este caso la libertad de pensamiento o de conciencia.

Según la RAE, el fanático es un individuo “que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas”. En menor proporción –estimo– y desde luego sin tener que llegar a matar por su apasionamiento, también lo define como a “alguien preocupado o entusiasmado ciegamente por algo” y como ejemplo nos propone el fanático por la música que bien podemos extender al cine, a un deporte o afición cualquiera. Afortunadamente esta variante de entusiasmo no suele terminar liquidando al otro, salvo en alguna situación especial.

Los frutos de esa intolerancia religiosa o política los hemos sufrido en el transcurso de los tiempos con mayor o menor virulencia. La muerte, la cárcel o la tortura son rasgos detestables de su macabro juego. Otros males menores, pero no por ello despreciables, posibilitan el despertar de una xenofobia latente en la que pagan justos por pecadores y que puede arrastrar funestas consecuencias.

Un efecto negativo es ir alimentando una predisposición a la desconfianza ante el otro que nos hace ser suspicaces o responder de forma inadecuada y desproporcionada ante palabras y comportamientos ajenos. En última instancia se debilita la frágil tolerancia y crece la intransigencia, la desconsideración.

Violencia y más violencia por doquier. Ahora proviene del integrismo islamista. En otros momentos brotaba, roja de sangre, en el entorno cristiano, como nos recuerda la obra anteriormente citada. Violencia a escala internacional que desde un feroz y ciego fanatismo, en este caso religioso, nos mantienen con el alma en un puño. La espada de Damocles está siempre en el aire buscando un pescuezo que tajar. ¡Ay del infiel!, sea del color que sea.

Desciendo de los tinglados internacionales, que parecen quedarnos muy lejanos, a los escenarios más próximos de nuestro entorno y que nos tocan muy de cerca. Me refiero a otra “fachenda” –como vanidad o jactancia, la define el diccionario– que clama al cielo.

Ha ocurrido hace unos días. El asunto se puede condensar en las siguientes preguntas: ¿Jugamos a ser violentos? ¿Hacemos daño por divertimento? ¡Guay! Y luego lo subimos a la Red, ¿vale? No estoy hablando de chiquilladas y, menos, bromeando con el tema.

La noticia con el correspondiente vídeo de un ataque en plancha a una persona, en este caso una mujer que espera para cruzar la calle, hace saltar las alarmas. Comentaristas bienintencionados alegan que la noticia hace ruido porque es una mujer. Sin palabras.

¿Colgar un vídeo de esas características, en el patio de vecinos, nos hace más machotes, máxime si dicho material es un gratuito ataque a otra persona? El sujeto en cuestión, un jaranero tenido por normal, parece ser que había jugado con anterioridad a este inocente y retorcido juego. El juez le acusa de vejaciones injustas (¿!?).



Similar hazaña hecha en Benidorm en 2013. ¿Para pasarlo bien hay que agredir juguetonamente a lo que se ponga a nuestro alcance? Puede que haya mucha cabra loca suelta por nuestras calles que va haciendo travesuras anómalas al paso del personal. ¿Dónde reside la malevolencia de estas acciones? Creo que si mal está atacar gratuitamente a los viandantes, mayor maldad contiene el hecho de colgarlo en Internet para que lo vea la “vasca”.

¿Hemos pasado a niñear haciendo daño y a darle publicidad, pues de lo contrario nadie se enteraría de mi hazaña? En este caso estamos ante un niñato de veinticuatro años, ya crecido físicamente aunque no psicológicamente. Por la información que he rastreado, en su entorno se le tiene por una persona educada, considerada... Vamos, muy normalita. ¿Cambiamos de personalidad al salir del ambiente en el que nos conocen? Es posible. En cualquier caso, el joven se enfrenta a cinco años de cárcel, tal y como se recoge en esta noticia.

En los últimos años hemos visto muchas hazañas de este tipo que después han subido a la Red. Varias agresiones racistas en el metro, mendigos quemados o maltratados en los recintos de cajeros bancarios. Recientemente, la Policía detuvo a un grupo de radicales de ultraizquierda en Pozuelo (Madrid). ¿Méritos? Atacar a todo aquel que considerasen “disidente y fascista”. Se les imputa por incitación al odio o la violencia, un delito de amenazas, un delito contra la integridad moral y una falta de lesiones.



Este tipo de noticias son lamentables, nauseabundas y condenables. Y aquí no sólo vale que la opinión pública proteste en el patio de vecinos, manifestando sensibilidad cívica. Hace falta que la autoridad competente, los jueces, machaquen este tipo de acciones y a los sujetos que las protagonizan, imponiendo castigos ejemplares, que duelan, para que no se vuelvan a repetir acciones de esta índole. Si jaleamos actos como éste flaco favor hacemos a la convivencia porque estaremos a tiro de cualquier grillado deseoso de un minuto de gloria por su malévola hazaña. ¿Tan difícil es respetar a los demás?

PEPE CANTILLO
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