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Melodía de Obvlco (II)

Porcuna Digital lanza la hoy la segunda entrega de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. El capítulo cuatro y cinco formarán parte de esta entrega donde el inspector Brown viajará a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Disfruta de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Capítulo 4: visitas al despacho del puto jefe: El comisario Emilio.

–Si me quieres otra vez hablar de los de Guadalajara me voy y no entro… –Brown calentito muy calentito frente a su comisario, Emilio Salgado–. Es la última vez que me haces la escenita del cenicero…

— ¡Pero qué dices, Brown, deja las chulerías! Aquí tienes Brown: el listado, los informes, las entrevistas de los agentes a todos y cada uno de los testigos del caso Olimpia –El comisario Emilio, desde el sillón de su despacho, la mesa gigantesca de las reuniones de coordinación, las columnas de papeles desordenados, girados, en carpetas azules y grises, la tele encendida y ruidosa, el programa mañanero de chismes, interrumpido secuencialmente por las noticias del atentado, las imágenes del atentado, el fondo del café Olimpia cazado por el objetivo de las cámaras, desde fuera de la plaza, el zoom acercándose, intentando penetrar los cristales, el obturador de la cámara transformando el borroso interior oscuro de la cafetería en iluminada y enfocada secuencia donde tres individuos conversan entre sí y miran a un lugar indeterminado hacia arriba y muestran sus rostros y de pronto discuten y señalan con sus dedos aquel lugar incierto que procede del ojo inmisericorde de una cámara que graba.

— ¡Jóder, os va a ver toda España! Han puesto la escenita ya más que lo de Tejero con la pistolita en la mano…

—Las putas cámaras. Les mandé a Puentes para que no editaran las imágenes…

—A partir de mañana te dejas la barba y te pones peluca, jua jua ajaua… –el comisario Emilio de coñas–Te llevas estos papelitos, y después del almuerzo nos vemos a ver qué es este lío. Para el telediario de las nueve tenemos que saber del hilo al pabilo qué coño hacía el otro o al menos quién es…

— ¿No hay comunicado de la banda?

—Pero qué te crees, que esto es América, Brown? Aquí la gente pega cuatro tiros pero no le gusta la mala propaganda. Aquí hay algo jodido encerrado ¿no lo ves?

—Bueno me voy –Brown de espaldas, accionando el picaporte.

—Sí, pero en cuanto tengas algo “pa–ácá”, que me están achicharrando por el teléfono gris, ya sabes…

El Sr. Brown con los informes sobre el pecho, en equilibrio, abriendo, forzando la puerta, buscando el pasillo, andándolo a grandes zancadas, su despacho cúbico como un ascensor, sin ventanas, dejando sobre la mesa deprisa los informes, contestando al teléfono urgente que ya había retumbado desde el inicio del pasillo, con prisa, traspasando las paredes, acartonadas, sin el brillo original del primer o segundo día tras ser pintadas, una vez cada diez años. Los pasillos de las cárceles seguro que los pintan cada seis meses, pensó… El teléfono urgente ahogándose en su propio rin rin rinnnn…

—Sí, diga…–manteniendo con el hombro el teléfono mientras deposita las carpetas sobre la mesa.

—Se me ha olvidado decirte algo. Te voy a mandar a una chica de prácticas, una tal Ángela…–Emilio gutural, lejano, con una sonrisa invisible.

—Sí claro y que me haga una mamada a estas horas –Brown directo–. Mira no tengo tiempo de dar el biberón, la mala leche se me quedó anoche con el partido…

—De todas formas, en cuanto te leas los informes y resolvamos en primera instancia, te mando a Ángela…

—Espero ya a los de las huellas dactilares, su informe. Joder mándame a los capullos esos con las huellecitas y la identificación, solo eso pido, un poco de más rapidez…

—Tú empieza por los papeles esos que te he dado, ve leyéndolos…

—Con esta mierda me limpio el culo. Son las huellas del otro fiambre lo que tenemos que saber. Primero quién coño es,… si no es el guardaespaldas del concejal–… un suspiro…–Y sobre todo dónde está el susodicho “guarda cráneos” a no ser que él sea el asesino, total uno de los nuestros… jodido… lo mismo le ponía los cuernos con la mujer del otro…. O el otro a su mujer y los celos…. Ya sabes… no es la primera vez que pasa…

—Brown…, no sigas, que vas a conseguir cabrearme con tu mente achaparrá…

Ojeó y ojeó, y hojeó, leyó y leyó “las payás” de las declaraciones de los elefantes, los testigos, aquellos bebedores de café, en estampida. Contusiones, codazos, ojos morados, caídas, empastes rotos, escenas de pánico, extracciones de cristales. “Escucharon la segunda oleada de disparos, solo la segunda, porque la primera y seca creyeron que era una copa en el suelo estrellada por un camarero manazas. Miraron al fondo rápidos, algunos, pero no vieron nada, así que siguieron tomando, chupando, sacando las lenguas, libando el café como moscas, royendo las tostadas, buscando los pinchos de tortilla, comida sagrada de los elefantes de barrigas saciadoras a primera hora.” Buscó alguna declaración diferente. Sólo el pánico llegó cuando vieron la ráfaga de la segunda fase de los disparos, aquellos dos individuos forzándose. No tuvieron el problema delante hasta que vieron que esos dos se encontraban a unos pasos de la puerta, del redil y pensaron al unísono que no podrían salir huyendo, que esa escena de daguerrotipia los iba a hacer eternos para siempre…

—Coño mira…. Ya vamos avanzando –Brown, con el cigarrillo descolgado, con el clavo ardiendo sobre sus rodillas, dando manotazos ciegos, mientras sus ojos oscilan sobre el folio levantado con la otra mano.

—¡Coño!, Con que el tipo ese llevaba camisa y chaqueta sin mangas “tipo explorador”, y salió con la pistola en la mano corriendo a la calle y todos luego pudieron salir, y pasar por encima del fiambre, derramándose, uno por uno, saltando, organizándose de cualquier modo para, al pasar, “dar el pésame” y salir pitando. Total: trágico–cómico, menuda escenita, joder, joder, joder,… –Se llevó las manos a la nuca, notó el dolor de un grano rebelde sobre la séptima vértebra cervical. El dolor tan grande que puede dar un simple grano que apenas se ve –pensó–y sin embargo una bala en la cabeza seguro que ni te das cuenta, aunque en la barriga tienen que escocer que te cagas. Bueno luego me figuro que uno se alivia, es decir se muere … –pensó a la vez que seguía– joder, joder, joder, no entiendo, los otros dicen que el que salía corriendo era el otro; es decir, el muerto sobre el que saltaron, pero al que alguien antes de salir le cortó el paso; es decir que el que salió huyendo con el arma estaba justo a la entrada, en el lado de la barra al principio, casi cerca de los veladores del antepecho y el otro venía del fondo, joder, joder, joder, es decir que el que huyó no ha matado al del fondo, solo a éste. No entiendo, tengo que volver, joder…

El teléfono, ahora más lento o eso le pareció. La voz del comisario Emilio:

—Ya tenemos las huellas dactilares.

—Pero qué coño hacen que no me las dan a mí directamente ¿Es que no saben dónde está la “ahijadera” de marrano en la que me meto todos los días? Cabrones…

—Te mando el papel, pero ya te digo que el muerto es Gorca Landavuru alias “cepillares.”

— ¡Coño si estaba en Francia desde el 82!

—Comando itinerante…. –Emilio, un respiro o una calada profunda al puro finito…–, la cosa está muy candente, me llaman, no paran. Coge a todos los que necesites y te vas de nuevo… ah, llévate a la chica esta que te he dicho… te la mando….
Unos golpes leves y persistentes sobre la puerta, alguien entra…

—No si la tengo ya aquí mismo, la tengo aquí a la susodicha, Express, con el papel en las manos de las huellas, total ya “pá” qué avisar…–Brown saliendo al pasillo, rozando el cuerpo de la becaria que inició, tras él, un trotecito infantil. En la esquina de la “T”, lo esperaba Puentes con las llaves del coche en la mano.

Se subieron los tres al car con el pirulo a todas leches por la Puerta de Alcalá, luego pasaron junto a la escalinata del Congreso de los Diputados con sus leones cuajados que alguna vez fueron cañones de bronce, trofeos de la guerra de Marruecos.

—Estos tienen calentita la mañana con lo del Gorca… –Los ojos de José “El Puentes o Puentes” a secas a través del retrovisor, el perfil de Ángela mirando, intentando preguntar sin conseguirlo.

—… pero nosotros estamos peor que ellos… porque ellos quieren saber… y nosotros no sabemos… –Brown retrepado con dos carpetas sobre las piernas.

— ¿Me puede pasar los informes para ponerme al corriente? –sonriente, educada, correcta, pueril, Ángela.

— ¿Qué informes…? Ah los informes,… bueno luego en tu casa te los llevas si quieres y la empapelas, mujer –Brown desenfadado, molesto por la explosión de la risa de burro de Puentes– ¡jooo Jua… Jauan juá…!

La calle Arlabán con el sol de la tarde, sobre los edificios, a nivel del tercer piso. Un sol mortecino, claro, de invierno aunque fuera verano (las 19:30 horas del 30 de Junio). Los cámaras están ya preparados, han oído la sirena que avisa de que algo se aproxima, de que algún hecho merece ser registrado por su ojo de cíclope idiota. Brown con su sombrero, protegiéndose al salir del coche, Puentes con las manos en alto, con la carpeta tapándose, dirigiéndose a los de las motos y a la policía local:

—Aparten a todos estos, vamos a entrar y no queremos moscas en el queso…

Y las siluetas primorosas pintadas de los cadáveres, el mismo suelo, las mismas paredes, la misma carnicería, pero sin cuerpos, sus presencias fantasmales, el halo impune que han dejado, aquel olor de la sangre coagulada, dulce, a morcilla de cebolla cruda, la sangre oscura; al fondo los fragmentos de materia gris cuajados y blandos y pegados sobre el espejo que forra del segundo pilar, la sangre salpicada, el blanco marfileño de la dentaduras de los pensamientos, los sesos manteniendo la turgencia sobre sus muros y soportes, todos ellos, como esta mañana. Brown miró directamente a Ángela:

—Parece no importarte el escenario.

—Me tengo que acostumbrar. –Con las carpetas de los informes sobre el pecho como una escolar.

—Si te sientes mal me lo dices y te sacamos. –Puentes serio mirando el techo, las balas del techo, los vértices de un triángulo equilátero perfecto. La geometría es así, ridícula.

—No se preocupen, soy hija de chacinero.

—Y eso ¿qué quiere decir? una cosa es un chorizo o un filetito y otra esto que ves…–José “Puentes” adelantándose, intimidatorio, su baja estatura, mirando fijamente, elevándose sobre las puntas de sus deportivos, subiendo los ojos hacia los azules de Ángela.

—Es que antes de ser chorizos mi padre mataba a las terneras y a los cochinos con el cuchillo jamonero y yo y mi madre le ayudábamos…

—Sí pero un cochino amarrao no es esto que ves –Puentes pesado, pesado.

—No se lo crea, a veces se nos escapaban con el corte en la yugular y no los podíamos pillar; al gorrino, me refiero: eso sí que era una carnicería…

—La chica viene preparada y es resuelta –Brown intercediendo–pero vamos a dejar las aventuritas de juventud ¿no lo cree, Ángela?

—Sí señor.

El Sr. Brown pareció quedarse mirando, intuyendo algo, pero no dijo nada. Se sentó en uno de los veladores, a mitad del pasillo, contra la pared, mirando a uno y otro lado, a izquierda y derecha, el escenario longitudinal.

—Estaban los de aquí sentados en sus mesas, todas ocupadas. Al otro lado en la barra la fila de los de a pie desayunando. Toda la barra ocupada. Al fondo igual. Es decir, que existía un pasillo muy angosto entre los de la barra y los de aquí. A ver, Puentes, se sentaron aquí de espaldas a la barra. Sí, no pasa nada, podemos mover, dentro de una hora entrarán los de la fumigación, mañana a partir de las siete y media estará todo listo para que puedan tomarse sus tostadas los valientes que quieran…

—Claro, el local estaba “abarrotao” –Puentes sentado como un muñeco, extra de película–y…

—Y el que quiso llegar hasta el concejal, tuvo que avanzar desde la entrada hasta el fondo…
—O ya estaba detrás. Recuerde inspector que recibió el disparo en la sien derecha, es decir que le vino desde atrás y no desde delante –Puentes.

—Sí, José, lo cual quiere decir –levantándose Brown con ímpetu–que o ya estaba sentado cuando llegó el concejal, o pasó al baño, aquí mismo atrás, preparó la pistola, salió sabiendo donde estaba justo el objetivo.

—Efectivamente pasó, localizó al concejal, entró al servicio, preparó el arma, salió y disparó a la sien.

—Seguro que se manchó… –ella, impulsiva, la mirada de los dos policías, ciega, sin oírla siquiera…

La cafetería Olimpia, muda, encriptada, con sus enormes espejos, repitiendo contrapuestos, hasta el infinito, en alguno de sus ángulos, las figuras de los tres policías ahora de pie, formando un triángulo equilátero perfecto, descompuesto ahora por Puentes, triángulo rectángulo. Ahora por Ángela al girarse, escaleno….

Se dirigieron de nuevo hacia la entrada de la cafetería, el cuerpo de Brown sobre el dibujo del muerto contorneado, aquel aura blanca mágica para ella, tan admirada por ella desde que vio la primera película americana, idolatrada, ahora de verdad, más verdad que la verdad de su presente, escuchándose el corazón por los tímpanos, aquel deseo tan enorme de llegar a ese justo momento donde se encontraba ella ahora.

—Este cabrón fue el que se cargó al concejal, y se iba de la madriguera…–Brown quieto, señalando el cerco.

—Pero tuvo su sorpresa, su ley del Talión –Ángela por primera vez segura, sus palabras a tiempo sin ser atropelladas por Puentes.

—Sí, pero ¿quién cojones, que no era poli ni guardaespaldas, pudo tener la sangre fría de quitarle el arma a un pistolero de las manos? Fíjate lo que os digo: –Puentes de un lado para otro, rascándose las sienes canosas y casposas, flotándose la calva aceitosa–A un tío que ha matado, que lleva en la mano una pistola ¿quién cojones en su sano juicio sería capaz de arrebatarle el arma y con ella misma cargárselo; es decir, pegarle cuatro tiros, es decir vaciar todas las balas que le quedaban al cargador, unas tras otra…?

—Joder la verdad es que “coserlo a tiros”, como se dice, es un buen rato: pón pon pooón… sin que se le escurra el jodido –Brown.

—Es decir, lo tuvo hasta que sujetar…–Ángela recordando sus correrías tras los cerdos a medio degollar por la granja de su padre–. En total son casi quince segundos entre detonaciones –Ella, matemática, aplicando la teoría de sus apuntes de armas de fuego y balística.

—Cincuenta y tres personas más los dos muertos, más éste, metidos en esta jaula, un total de casi treinta segundos, entre la primera detonación y las otras sucesivas –Brown cerrando los ojos, calculando aritméticamente.

—Una eternidad. –Ángela apostillando suavemente.

—Es casi perfecto; es decir, es una coreografía perfecta de movimientos y sonidos –Puentes con los brazos agitados dirigiendo con los índices direcciones y acciones en el aire.

—Sí, como si todos hubieran ensayado la escena una y otra vez. –Ángela también con sus brazos, de abajo hacia arriba como simulando una pirueta de bailarina o la cadencia lenta de un director de orquesta.

— ¡…Cabrones,….pero ahora sí que estamos jodidos del todo…! –Brown entendiendo sin querer decir más, girándose para mirar el fondo, girándose para mirar la entrada, la parte lateral izquierda, el ventanal, la tragaperras, otra vez el fondo, sin evitar mirarse en los putos espejos, sintiendo vértigo.

—Pero… ¿Por qué? –ella infantil e impulsiva.

—Porque hay que encontrar cuanto antes a quien sea ese que se ha escapado por el bien del cotarro éste, o la cosa nos explotará en las manos… –Brown en jarras, intentando que no se le note el dolor del esternón.

—Dices “por el bien del cotarro” ¿te refieres a España? –Satírico Puentes.

—No me jodas Puentes, no empieces, no me metas a la puta política en medio. Somos polis, no diputados…, ni patriotas…, solo polis.

El coche volvió a la central. El pasillo bullía a esas horas: cambio de turno. Mandó a Ángela a su casa, a Puentes por el informe exhaustivo sobre Gorka. Pidió la lista de objetos abandonados en la cafetería para que cotejaran cada uno con su propietario, lo antes posible. El despacho del comisario Emilio se abrió de golpe. Brown de espaldas antes de salir totalmente.

—Es decir, Emilio, necesito ese informe ya… –Mientras golpeaba el picaporte con estrépito al cerrar el despacho de su jefe sin despedirse.

Y ahí estaba de nuevo por el pasillo buscando su despacho, su “cucarachera”, para poder pensar o dejar de hacerlo; o más bien sentir el culo en su silla para hacerlo pensar mejor. Al culo, claro, porque su mente evaluaba las duras secuencias de aquel día, las indigestiones continuas desde que el partido quedó sentenciado, y también su sueño, y luego en comisaría, incluso ya desde antes, había intuido que aquel día iba a ser chungo, que su vida no se encontraba solo desplazada en lo personal, o se había parcialmente derrumbado, que su indefensión reciente no lo iba a salvar de un día de perros en ese otro lado de la balanza. Además se había ido a vivir a un piso de mala muerte con dos tontos de academia futuros polis, aquellos pueblerinos con el dinero justo para salir de la miseria, sus familias respectivas de obreros y agricultores.

Pensó en su mujer, exmujer ya, sus dos hijas, el abogado, los papeles lentos, su maleta vacía, y además ya sin calzoncillos de repuesto…

JULIO
Presionó el botón de la pequeña radio y enchufó el auricular. Se metió el aparato en el bolsillo de la chaqueta y colocó el audífono en su oreja derecha, con ansia buscando aquella voz aterciopelada, aún la sintonía del programa, un coro de voces con piano y sintetizadores. Aquella voz femenina, hipnótica, surgió de la nada, tras la nada de segundos en el aire confundido de aquel día: “El Gobierno quiere que los altos mandos de la policía tengan el mismo fuero que los ministros. (Ese movimiento de palabras equidistantes y precisas).

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El ministro del Interior anunció ayer que el Gobierno tiene la intención de ampliar a los altos mandos de la policía los privilegios de que gozan los ministros ante la administración de Justicia.” (Equilibradas palabras, suaves, precisas).

Asimismo, añadió que determinados cargos de su departamento no pueden estar de juzgado en juzgado continuamente.” (Su pabellón auricular siendo amado por una desconocida que le ronronea, que le cosquillea).

"Me propongo, (perfección melódica) afirmó el ministro, (sinfonía de grises hasta el blanco en una escala de diez valores) que las declaraciones de los altos mandos de la seguridad del Estado tengan la misma consideración ante la Justicia que el que les habla, (una respiración, sus pechos levemente elevándose para recoger en fuelle solo el aire necesario para terminar) en clara referencia al privilegio de contestar a la autoridad judicial por escrito y a través del Tribunal Supremo.” (Segundos temibles, cuando sabe que ahora va a cambiar de línea melódica, que ahora atacará…)
“No obstante, el ministro precisó que tal reforma legislativa será realizada siendo respetuosos con la Justicia…” (Aquí estaba…, entraba al quid de la cuestión)

Cruzó la calle y el ruido de los vehículos arremolinados, varados como peces muertos en el lodo, los transeúntes que aprovechaban y cruzaban con los semáforos en rojo, contribuían a hacer aún más lenta la circulación. Miró la esquina, la otra también, pero no vio a nadie, tenía que esperar a Puentes.

“Las ejecuciones sumarias de opositores chinos se cobraron ayer 24 nuevas vidas”, (había perdido el hilo de la anterior noticia. La mente registra todo, inconscientemente escucha la noticia, y, claro, Georgina había saltado a otra cosa en su avance informativo).

“Siete hombres fueron ejecutados en Pekín” (muy lenta) (Porque él la amaba, es decir amaba esa voz sin cuerpo)(Unas cuerdas vocales) (Más bien unos labios que sostienen una cara, unos ojos) (Ojos que se cierran con placer mientras leen el texto frente al micrófono) “El Parlamento español hizo pública ayer una declaración institucional de condena” (Labios que se proyectan y rozan el micrófono) (lo adoran como a un falo) (Sometiendo todo su cuerpo a él, vigoroso y potente, proyectador, útil necesario para ella “ser” en los demás, penetrar a todos, dejándolos sedientos como perros enloquecidos).

Llegó Puentes con el coche sin pirulo. Brown subió casi en marcha y el Renault se perdió en el horizonte turbado de la ciudad.

— ¿A dónde vamos jefe?… ¿a mojar la garganta? —Yo a ningún sitio. Es decir, a mi piso de estudiantes me llevas…

Capítulo cinco: Historia de dos polis, Brown y Emilio.

Recordaba aquella sonrisa juvenil de Emilio. Pero no la pantomima socarrona y deforme de este ahora comisario. Esta especie de ser, entre hipopótamo y cocodrilo, en el que se había convertido. Aquel ser infecto, transformado.
Recordaba su forma antigua de sonreír abiertamente, sus ganas continuas de gastar bromas en la academia de Madrid de finales de los años 60.

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El mayo francés se lo habían pasado estudiando para ser polis. Aquel mayo español, tan aguado pero con tanta tensión incluso en la academia, entre el profesorado, aquel tufo a fritanga infecta en el que aquel régimen ordenaba en sacerdocio a sus futuros polis, con aquellas consignas de águilas bicéfalas e himnos de arriba España, alzad los brazos hijos del pueblo español, que vuelve a resurgir… ¿qué? No sé. Mejor así. Calla Emilio, que nos la jugamos calla que este pasillo tiene orejas. Y orejones…, sí el ministro Marcelino “Oreja.” Calla ya Emilio…

Emilio había pedido a un préstamo para poder estar los meses necesarios en Madrid y aprobar los exámenes en la academia. Él y Brown se habían conocido en la Pensión de la señora Mutti, viuda por segunda vez en menos de diez años, que había tenido que convertir su piso alquilado en pensión encubierta para poder sobrevivir y alquilaba habitaciones a estudiantes. ¿Qué les habrá puesto de comer a los dos últimos maridos que sepamos, Brown? Ella sabrá…Calla Emilio no seas socarrón.

¡¡Menudo cabrón!! En lo que se había convertido. Él había ganado y Brown perdido. La llamada metamorfosis kafkiana era un sueño realizable. De hecho se había realizado. Emilio era actualmente un hipopótamo, pero sin la mansedumbre aparente del animal, un hipopótamo con fauces de cocodrilo, con piel de cocodrilo, con huevos de cocodrilo, con lágrimas de caimán.

¿Qué había sido de aquel Emilio, de aquel muchacho?

¿Y de él mismo, de Brown?

Aquel muchacho buscando un destino soñado de sheriff, aquellas películas y novelas del oeste en la mente de un niño febril: el sheriff solo frente a todos, escupiendo tabaco, respirando el polvo levantado, caminando a lo largo de la calle, aquel pistolero que lo intentaría liquidar, el sabor amargo que inhalaban todas esas películas de los años 60 en el patio de los cines de verano, el brillo opaco de su estrella, ahora placa, de sheriff sobre su pecho, clavada no sin dolor e incertidumbre.

Deseaban hacer el bien, pero jugar también a ser héroes; es decir, hacer el bien y ser considerados o condecorados sin necesariamente convertirse en seres malvados y vendidos a cualquier precio. Pero en eso era en lo que se había convertido Emilio. Y entonces le volvía a Brown el olor a orín de los retretes de los cines, el olor a madera mohosa, a silla de enea con chinches. De ahí mismo, ese era el ideal original, de donde les había surgido ese deseo de justicia o de ser justicieros, evitar todos los salpullidos de cualquier especie de chinche viviente y corrupto.

Habían salido del pueblo, con un sueño sobre las cejas, una necesidad de ganarse el futuro, la vida, lo que fuera necesario, ir más allá de la miseria y el hambre de aquellos pueblos atrasados de España.

Miraba el techo de su habitación alquilada, fijamente. Tumbado con los zapatos puestos sobre la cama mínima. Sobre el techo se proyectaban ciertas escenas de cine mudo, ciertas imágenes, fijas, pero con la magia de desarrollar recuerdos. Emilio y él con sus primeros uniformes, aquellos cursillos para ser poli ¿de la secreta? Aquel pozo de vértigos, viendo que su vida iba por donde ellos determinaban. Y aquellos primeros casos en los que fueron destinados. Los primeros contratiempos, ese mundo real contra el que se estrellaban los antiguos ideales, aquel mundo de moscardones estrellados contra el cristal, zumbones y abnegados, aquel mundo real e inhóspito que ellos no habían previsto: las injusticias de la justicia, los caminos rectos pero torcidos, la capacidad de dispararse de los revólveres, las balas perdidas que buscan desesperadamente un cuerpo caliente donde alojarse o trasvasar, que bien puede ser el tuyo, Brown, un orificio de salida y otro de entrada que tanto quema, la lente mortecina que gira de todas las ambulancias lentas hasta el hospital, aquel dolor del costado, ya para siempre y las flores del hospital sobre la mesita, regalo de los compañeros, horribles, porque indican la presencia ya obsesiva de la muerte por complicación en el postoperatorio y lo aún peor: esas otras flores de plástico que sustituyen finalmente a las coronas marchitas sobre las lápidas del cementerio, aquellas flores que no necesitarán agua, primer síntoma del olvido en que se sumergen los muertos para siempre.

Porque ellos habían muerto. Murieron en aquel asunto del piso de Vallecas. Bueno, Andrés fue el que murió realmente, su compañero Andrés, mientras Emilio y Brown saltaron desde el segundo piso para salvar la vida en medio de una lluvia de balas calientes y dispuestas. Andrés allí mismo, en el salón de aquel piso, con los ojos vidriosos. Habían llamado a aquel piso. Habían llamado con prevención, con las pistolas en la mano tras los glúteos. Buscaban droga, a cierto vendedor de Las Ventas, famoso empresario en alza del asunto. Las órdenes eran “localizar en piso, drogas y al menda, detener, documentar, fichar inquilinos.”

Pero llegaron y llamaron y les salió aquella mujer con su bata, con su hija pequeña en jarras y luego pasaron a una de las habitaciones y vieron a un quinceañero que estudiaba con un flexo y los metieron a todos en el salón y preguntaron entonces por un tal Echanove “mi marido pero no está” no había llegado todavía, pero llegaría, una luz que se les fue de los ojos o fue toda la casa y ese salón a oscuras y en silencio y un movimiento de pasos y un intercambio de disparos. Alguien había accionado los interruptores del cuadro eléctrico de la entrada de aquel piso y aquel salón se convirtió en la antesala de un infierno vacío, en una escena de luminarias que se apagaban y encendían y localizaban fugazmente un revólver del cual provenían o el estallido de una pistola centelleante y ese olor a incienso por el pasillo, el maldito dolor del costado, el cuerpo de Andrés contra la pared parapetado tieso sobre sus cuerpos, blando de pronto y descoyuntado, el pasillo, la luz final del flexo, la ventana, la claridad de las farolas de la calle, como moscardones, ellos, contra el cristal, el salto al vacío de Emilio y Brown. Dejaron que se muriera solo Andrés. Aquellos hijos de perra sabían cómo tratar a tres policías que solo buscaban a traficantes de droga venidos a más, no un piso franco con familia de acogida de un terrorista letal.

Pero claro, ellos eran jóvenes y no debían saber. Eran unos mandados al campo de batalla, solo para despejarlo, ofreciendo sus cuerpos impolutos y virginales al Estado pagador. Emilio y él por la muerte de Andrés ensalzados en prensa, en el despacho del comisario, la muerte sagrada en acto de servicio, el acostumbrado sacrificio ritual, una sarta de pantomimas sin sentido. Una sociedad nacida a la democracia tibiamente, defendida de la amenaza terrorista por bebés con pistola recién salidos de la academia, mandados a ser asesinados como borreguitos de Nórit con su lazo azul, del que pendía, eso sí, una chapa en forma de placa que los haría inmunes, todavía con el águila franquista y luego ese ataúd de Andrés, la bandera y otra medalla y esa mención especial sobre sus pechos. Emilio y él mismo, inspectores de primera con derecho a un despacho propio.

Ahí fue donde se inició aquella carrera invisible de obstáculos, los túneles que los separaron de aquel mismo salón de Vallecas, sí, cuando alguien apagó la luz de la casa, accionando el interruptor general de aquel piso, ahí mismo, frente a Andrés agonizando, Emilio y él mismo: Brown, con su bala alojada en el costado, se habían separado para siempre.

LUIS EMILIO VALLEJO
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