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Melodía de Obvlco (I)

Porcuna Digital lanza la primera entrega de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. Tres capítulos formarán parte de esta entrega donde el inspector Brown viajará a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Escucha aquí al autor leyendo el comienzo de de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Capítulo 1

El inspector Brown pareció intuir su muerte, pero no dijo nada. Minutos después, mientras giraba la llave de encendido de su coche, un estremecimiento superior que le arrancaba las vísceras, le haría sentirse, como en otro tiempo, víctima de un destino fatal.

Como cuando en los tiempos, aquellos tiempos oscuros, en la Brigada Antiterrorista, vapuleado primero por los destinos inciertos, bajo las órdenes enlatadas tras el escandaloso timbrazo de aquellos teléfonos colgados de largo cable en la oficina, o años después con los pitidos insufribles de los busca, acariciando en el bolsillo, con la mano nerviosa, aquel artefacto diminuto; resbalado junto a los límites de su bragueta, mientras sentía aquella herida antigua en su costado izquierdo, la presencia agazapada de su revólver, su Colt del 38, contra la caja torácica, los golpes de sus cachas descomunales engastadas en caoba.

Reconoció el dolor de la muerte porque ya en otras ocasiones sintió algo parecido mientras su cuerpo rodaba por el suelo. Pero esta vez no fue el orificio de entrada y salida de una bala de pequeño calibre. Más bien su cuerpo, al revolverse desde las entrañas, le recordó aquel día cercano cuando entró en la cafetería Olimpia de Madrid, entre la nube densa de una extraña niebla ficticia, desde primeras horas de la mañana, en la céntrica calle Arlabán. Las luces difuminadas de las ambulancias alargadas como coches fúnebres. La urgencia en aquella mañana de finales de los años 80, su jefe, el comisario Emilio Salgado, como pez rémora, contándole, poniéndole al corriente de lo que parecía un ajuste de cuentas o un asesinato en cadena en el cual, el asesino que asesina, es asesinado a su vez por un hipotético asesino, que esperaba agazapado, y que había salido huyendo, aprovechando el pánico provocado por el personal y clientes de la cafetería, a esa primera hora del día, abarrotada.

Al inspector Brown le dolían las costillas flotantes. Dos días antes, mientras escalaba un muro, le habían fallado las fuerzas. Se golpeó la base del esternón, se quedó aperchado sobre sus costillas. Su caja torácica, robusta, soportó el peso de su cuerpo largo, metro noventa, sus pies parecieron avanzar en la pecera de aquel día, dibujando en el aire círculos concéntricos, casi como en un perfecto ejercicio de natación al estilo de las ranas. Mientras, su ayudante, el agente Puentes, del otro lado del muro, corría tras los dos encapuchados.

Madrid, en aquellos años, era una fiesta de sangre, toros y Real Madrid; o lo que es lo mismo: una sangría permanente de explosiones, muerte y atentados. Parece como si las semanas se iniciaran en la comisaría los jueves: explosión de coche bomba. Seguía, tras los funerales, los domingos: tiro en la nuca con fuga y persecución por las calles. Lunes y martes: controles de carretera, vías, clubes, pisos francos. Miércoles: interrogatorios, pases de reconocimiento, informes y más informes y visitas a los lugares escenario de los hechos, lecturas de los titulares ridículos de la prensa, reuniones de coordinación con otros cuerpos de seguridad del Estado. Y aquellas pantallas televisivas, a ciertas horas, con las versiones periodísticas de los hechos que en nada se parecían a esa verdad de la que él y los suyos conocían tan bien.

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Por eso aquel día, cuando llegó a la cafetería Olimpia y entró y todo estuvo despejado y el resto de sus compañeros ya habían acordonado la zona, se miró sobre el fondo del espejo corrido de la cafetería, e ingresó después en un mundo boca arriba, las mesas repartidas caprichosamente, las sillas dormidas de lado sobre el suelo, los bolsos arrojados, los cafés y las tostadas, los platos rotos. Lo inundó un sueño recurrente o una pesadilla o un presentimiento, pero no dijo nada porque entonces su mente anuló sus pensamientos fúnebres: le hizo daño de nuevo, al respirar profundamente, el chasquido del esternón dolorido.

Respiró ahora más despacio, mientras entraba y elevaba la mirada buscando los perfectos impactos de bala en el techo, demarcando un triángulo equilátero, junto a la máquina tragaperras. Y ese sonido mudo, esas frases hechas de lentas letanías murmuradas de Emilio Salgado, su comisario, seminarista abortado, educado en el seminario de Burgos. Y aquellos dos cuerpos, derramados, asesinados y solitarios. La cabeza destrozada por el impacto de bala, de uno, el del fondo; y la barriga cosida a quemarropa del otro, ahí mismo, bajo sus mismos zapatos de piel del 48.

2 de enero 1989. Frente al pequeño oso con madroño sobre su podio: dos alas, ¿de paloma? No, solo su cuerpo, echado, reclinado cómodamente, mirando, dejándose llevar por el río de la Plaza del Sol: hormigas encadenadas con sus bolsas oscilantes de las compras imprevistas, deseosas de más compras. Unas alas que se baten enfurruñadas, que rajan el viento de enero, el aire congelado, el tortuoso halo cálido de la boca. La botella de Tío Pepe a punto de helarse en su interior de chapa, repeler la capa de pintura, desprender sus letras, oxidar aún más el quilómetro cero que han pisado otra vez unos turistas, el ojo cíclico del reloj de los unos de enero, los restos por las esquinas de los recientes vómitos de la fiesta, los últimos sodomizados transeúntes que no se han dado cuenta que deben desaparecer de una vez, que su sueño de destilaciones etílicas ya ha concluido, que ya, tristes, deben de buscar su hogar.

El inspector Brown aleteando, con el periódico en las manos, con su gabardina de funcionario, de poli de película, un Bogart estropeado por su vida y la de los demás, que a veces le pasa volando por el estómago. El periódico EL PAÍS con sus alas de paloma, desplegadas. Un titular que le hace daño: “Policías recuperados". Murmura y traga, lee y vuelve a mirar la hora como para buscar un acertijo, o la sección de crucigramas o necrológicas antes de iniciar el artículo y hacerse daño. Buscar para constatar con urgencia que en una necrológica se encuentra inscrita la insignia oficial de un perdido por la patria, un poli, un soldado ametrallado por solo una bandera, vilmente, unos apellidos, un nombre. Saber con alivio que no conoces a nadie por este día. Volver a aquella paloma cazada de quiosco con las alas batidas por el viento frio, al estertor ardiente del estómago confundido, saciado, sin digestión, el sabor amargo de los eructos, aquellas páginas que se quieren escapar volando. Alguien debería de grapar este periódico como dios manda, como el ABC. Son trotskistas hasta en el modo de doblar y sabanear un periódico.

“LA RECUPERACIÓN para puestos operativos de responsabilidad del histórico dirigente del sindicalismo policial.” Elevas la mirada y no ves, subes los postigos de la gabardina y descubres que no hay botón, tragas aire y empujas la saliva hacia dentro, ¿hacia dónde?, jodido, jodido este asunto: Miras y se van los ojos. El sol recupera el espacio, sientes el sol por unos instantes y miras otra vez. Buscas un orden: “…persona públicamente comprometida desde antiguo en la lucha por la democracia, y de otros policías progresistas que habían sido marginados…” Dentro de ti renace una sospecha como la ilusión de un truco de magia que como tal no es más que truco: “…durante la etapa de José Barrionuevo al frente del Ministerio del Interior…”, te llevas la chica fea y luego descubres que te envidian, después de todo te llaman, te aconsejan, te restablecen las funciones, truco de la estampita:”… no es sólo un acto de justicia histórica…” La historia la escriben los imbéciles, te dijiste, mientras armaba de nuevo aquel artilugio estúpido del periódico rojillo este: “…No era lógico, y desde luego tenía muy difícil justificación…”, el aire sale expulsado por los bronquios, el aire que cala y duele, el humo del cigarro inhalado hincha los alveolos, llena la sangre de nicotina, chimenea negra, hollín: “…policías que desde las postrimerías del franquismo venían luchando en el arriesgado medio policial por el advenimiento de un régimen de libertades en España fueran postergados en su promoción profesional e incluso perseguidos…” Se pasan o no llegan, llegan o se pasan tres pueblos. Sobre su mente estrellados los años difíciles de aprendiz, sabiendo hacer cantar a los gallos más gallos, eso era todo, todo y un jefe hijoputa, eso y el horror de los cuerpos empalizados, el horror y aquellos niños bien apaleados, el aullido del cuerpo humano mientras experimenta el terror de una maquinaria policial perfeccionada durante cuarenta años: “…un Gobierno que en su programa electoral defendía la adopción de una serie de medidas tendentes a la democratización y racionalización de las estructuras policiales…”, porque lo que más duele es el suspense, el no saber, el que no te informen, el tratar a aquellos cuerpos como si no existieran, como si no estuvieran frente a ti, dirigirse solo lo necesario, hablar o pegar, pegar y hablar y luego los compañeros, la ley del silencio, un nuevo mundo por donde los de siempre se resistían a cambiar, al menos sí en el mínimo tono de los informes, solo eso, tan siquiera en el leve suspiro de unas comas, cambiar la pintura de las comisarías, los retretes, la grifería, el gris de los uniformes por el marrón chocolate, un torpe (al menos) movimiento de aire. Joder el viento y la plaza barrida recién, el viento y el oso diminuto como un muñeco…, unos turistas japoneses que se acercan con la amenaza de su arma reglamentaria, su nikón enorme buscando al oso. Otro aleteo de palomas de papel, agarradas por las enormes manos de Brown, la libertad vigilada, agarrotada. Brown hacia el centro de la plaza, quizás buscando al rey caballista sin sombras a esa hora: “Aparte de enfrentamientos personales…”, su compañero el inspector Emilio Salgado mirándolo por última vez -aquella mirada sucia- antes de mudarse de despacho, con la sorna, risita entre dientes.: Co–mi–sa–rio: aquellas palabras silabeadas con retintín: que lo hubo y en abundancia, joder que me lo digan, que me lo cuenten, “…entre los integrantes de la cúpula de Interior de entonces…”, una bella historia saldría de aquí si este periodista supiera, lo que realmente se libraba en aquellos momentos, “…era una áspera batalla sobre el modelo policial –militar, civil o…”: pero no sabe, claro, no sabe y escribe, no sabe y todo el que lea esto no acabará sabiendo nada: pero mejor, mejor, mejor …

Saltó de la acera y buscó una cafetería, otro café, enrolló aquel pergamino mientras caminaba y lo apretaba como quien aprieta el cuello de una gallina y lo retuerce hasta el abandono. Pero ya en el interior, sentado sobre el velador de mármol, pudo comprobar la inutilidad de todos los actos violentos, la oposición a cualquier idea sin razonamiento. Porque de aquella virulencia tan solo había conseguido que las arrugas del periódico fueran tan profundas, que, al desplegar de nuevo aquella paloma, ésta no alzara el vuelo, ni tan siquiera podría ya aprovechar, con sus alas lánguidas, como antes a pleno sol, ese puro vientecillo fresco helado; peor aún, aquel animal muerto en sus manos solo expresaba ya, la tragedia de su tenedor más que el mensaje vencido del débil.

“Puede ser que este grupo de policías”, hijosputa, “…apartados…”, cabrones, “…sancionados y…”; ¡qué, ahora qué! “…felizmente recuperados de nuevo…”, de vuelta al paraíso artificial, “…no fueran humana y profesionalmente mejores ni peores…”, el café sin azúcar, quema los intestinos, “…que muchos de sus compañeros…”, una nebulosa sobre el estómago, el vaho tibio. “…Promocionados por el anterior ministro del interior…”, todos los muertos por sus entrañas, respirando, aguantando el colapso del colon, el tránsito intestinal, aprisionado, cada vez más abajo, abajo, “…respetuosos con la legalidad constitucional…”, aquellos años indecisos, angustiosos, el comisario Emilio Salgado desde el fondo del pasillo, llamándolo urgente como un dictador, vencedor aupado en el último momento, todos esos teléfonos dispuestos alrededor de su mesa, clasificados por colores, ese retortijón final urgente, necesario, mezclado con las imágenes, esa secuencia destructible y posiblemente olvidada en las manos de un nuevo año muerto, iniciado, apenas presagiado en los titulares, en la tinta indiferente del periódico, rumbo al servicio donde evacuar con gozo y concentrar todas las sílabas de la últimas horas, cerrando los ojos, acariciando sin control, con alivio, aquel periódico sodomizado por sus manos, amansado, arrugado, hecho papel apto para limpiarse todas las excrecencias que desde el paladar, desde el primer sorbo de café, se han venido gestando, esa última mirada al borde del periódico antes de ser sellado con la tinta universal de todos los gozos íntimos, la mirada de Brown a esa última frase del artículo: “…se rescata un capital humano y profesional que estaba siendo injusta y absurdamente dilapidado.”

Capítulo 2

Julio de 1989. Habían dado con todos los testigos que no huyeron; es decir, los que se quedaron después de la gran estampida, los que lograron salir de la cafetería Olimpia y no se movieron de la calle hasta después, bien después de que se acordonara y la zona se despejara de curiosos para que los grupos de especialistas pudieran documentar fotográficamente, visualizar el escenario, tratar de identificar a los dos individuos asesinados, esos dos cuerpos derramados, uno al fondo, y otro casi a la entrada, como si, en última instancia, hubiera intentado huir. Pero fue alcanzado, de algún modo, alcanzado y agujereadas sus vísceras.

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Se localizaron todos los testigos, más bien todos los que estaban dentro a esa hora bullente de las ocho y pico de la mañana. La cafetería es larga, estrechada por la barra lateral que se desarrolla hacia la izquierda del que entra y luego gira en L invertida y acaba en los servicios. Espejos a uno y otro lado de las paredes longitudinales.

Cristaleras–ventanales a la calle con dos mesas de tres asientos cada una, dos ventiladores de aspa amarillos, mesas adosadas a la pared a la derecha y hacia el fondo, pasillo central interrumpido cada dos metros veinte con pilares de cemento armado cuadrangulares, hilera de banquetas altas, pegadas a la barra, baranda de hierro para poner los pies, el suelo inundado de una lluvia de servilletas arrugadas, casi todas perfectas bolitas enrolladas con fuerza, sucias pero liadas con cuidado antes de ser lanzadas al suelo inconscientemente: “typical hispanish.”

Habían sido todos interrogados por los agentes que habían implantado su despacho de campaña en la entrada de la sucursal de Banesto, pegada a la cafetería, donde un gran retrato acristalado de Mario Conde aún los miraba sonriente y en la cima de su poder. Ocuparon varias mesillas o despachos de los trabajadores, alguno de los cuales habían estado en el momento del doble crimen, tomando en la cafetería ya el primer café. Ellos no habían visto nada, solo por inercia formaron parte de la estampida final. Sin embargo sus compañeros que estaban trabajando en la sucursal, sí escucharon las detonaciones, “aquellos petardos”, y luego los otros petardos y la soledad de la mañana, el silencio impuesto al que sobrevendría la estampida y el horror y luego lo que todo el mundo pudo ver; es decir: la cafetería sola, contemplada desde fuera por todos, camareros incluidos, esa luz cenicienta, amarillenta, cobriza, y casi a la par los primeros resplandores de los motoristas de la policía, los coches con el pirulo de la secreta, el rumor lejano y aplastante luego de las ambulancias, la asepsia del acordonado, las primeras cámaras con sus flash, la noche abierta al día incipiente, la madrugada olvidada en el presente de todos: la presencia del comisario Emilio Salgado y del inspector Brown tras el ventanal de la cafetería.

Emilio miró a uno y otro lado, no dijo nada. Palmeó el hombro de Brown mientras se giraba hacia la puerta:

—Todo tuyo Brown, ya he visto todo lo que tenía que ver. Te mando a Puentes “pá” tus recados –jocoso Emilio, desapareciendo.
Se elaboraron listas de testigos y listas de pertenencias personales abandonadas en el interior, la lista también de los testigos que no se habían presentado, pero que según los camareros o conocidos estaban, es decir los aterrorizados, los huidos, los no ubicados, los que tardarían unas horas antes de volver al lugar y ser requeridos, o presentados voluntariamente, o los llamados a sus trabajos próximos para que volvieran, contaran algo aunque solo fuera lo más mínimo, al objeto de recomponer el ambiente, la situación. Cualquier dato podría ser fundamental para entender la naturaleza de los asesinatos.

Acordonaron la entrada del Olimpia otra vez, porque hubo que abrir el cerco más allá de la entrada del local. Tuvieron que delimitar toda la calle Arlabán para que los inspectores pudieran orientarse adecuadamente, ver con cierta perspectiva, desde fuera y desde dentro, la naturaleza toponímica del local, las vías de acceso y huida.

El inspector Brown miró la hora. Las nueve y diez. Había llegado a la comisaría a las siete y media. Había salido del piso a las seis y veinte, se había levantado a las cinco y media, había defecado a la seis menos cuarto, se despertó a las cuatro y trece con aquella pesadilla itinerante; semana si, semana no; aquellas balas alojadas en su costado; ese escozor horrible, y la cara de su mujer, su exmujer, aquellos ojos recitándole letanías mientras él oía las detonaciones y le escocía el lado, ese espacio de su alma alojada en el costado. Hasta las doce y media estuvo en el sofá comentando las jugadas del partido con Antonio Salas y Juan Ordóñez, sus compañeros de piso, agentes en prácticas. A las nueve habían iniciado contentos aquel partido del año: Real Madrid contra Barcelona, pero a medida que se fue alargando, prórroga incluida, se quedaron un poco chafados, habida cuenta del resultado.

Brown entró de nuevo en el Olimpia, seguido ahora de Félix Antonio, inspector de primera de estupefacientes, que había acudido por expreso deseo de su comisario, Gutiérrez. Los fotógrafos salían justo entonces, de puntillas, intentando no pisar ningún charco de sangre, manchar sus suelas con restos de cráneo repartidos, pegados, proyectados sobre las columnas de cemento y aquel olor a gambas podridas –joder–. El primer cadáver a un metro de la entrada boca arriba con los brazos extrañamente rígidos, flexionados pero rígidos y erectos sobre sus codos, aquella expresión de horror de la víctima, los ojos abiertos, la boca desencajada, los restos del vómito sanguinolento escurriéndose por ambas mejillas. Y luego las vísceras derramadas, quemada la barriga, desollada a balazos, abierta en canal longitudinal, horizontalmente por la ráfaga de un arma automática.

—Este tipo se agarró a su agresor con fuerza –Brown reclinado, leyendo directamente de aquel cuerpo, asomado al brocal vacío de aquellos ojos inmóviles.

—Sí, hubo forcejeo… ¿lucharon por el arma acaso? –Félix en jarras, con la chaqueta retrepada hacia atrás.

Aquel olor a gambas podridas, a chocolate con chorizo, las carteras, las carpetas tiradas, algunos bastones y muletas como lanzas tirados por el suelo, las chaquetas sobre sus respaldos en las mesas, los sombreros, todo un bosque talado de sillas en diversas posiciones inverosímiles.

—Este quiso parar al asesino y pilló la peor parte. –Félix lento, buscando un cuaderno del lateral del abrigo.

—Sí, no quería que el asesino se escapara impunemente, –Brown quieto–o eso parece así de pronto mirado.

Avanzaron trasvasando, rodeando aquel cuerpo, hacia el fondo. Contornearon de uno al otro lado; y del otro al otro, el primer pilar de cemento. Luego, como sabuesos, girando uno junto al otro, equidistantes: el segundo, el otro cadáver, boca abajo, con la cabeza magullada, vaciada de uno, …dos, un disparo limpio desde la sien derecha que hizo estallar, como sandia madura la cabeza, la esquina del pilar fumigada de sangre y masa encefálica.

—Estaba de pie en la barra tomando el café cuando le pegaron el tiro –Brown moviendo la cabeza lenta–en trayectoria, de uno a otro lado…

—Sí, éste ni se enteró…

—Lo contrario de los demás…, a los que jodieron para siempre su café de esta mañana… –Brown mirando de frente a Félix.

Fue entonces cuando entró el agente José Antonio, alias “Puentes” con su libreta abierta, con cuidado, dando saltitos infantiles, con su amplia barriga, erecta como un “puente” colgante, bajo su gabardina de poli de película. Los alcanzó por detrás, mientras se giraban para recibirlo, detrás del pilar cuadrado:

—Desiderio Ordoñez, concejal de Fuenlabrada, treinta y un años –sin mirar, sin saludar Puentes.

— ¿Cómo es que estás tú aquí? –Brown extrañado.

—Me ha pillado cerca mientras me iba a mi casa. Menuda noche de follones con el partidito…

— ¿Y el otro? ¿Es su guardaespaldas?, seguro que estaba echando a la máquina tragaperras esa de la entrada cuando el asunto. –Félix apostillando.

—…Y no tuvo más remedio que acoquinar con el que salía corriendo –Brown pensativo–,…a veces se encuentra uno cada papeleta…

—Sí, podría haber estado al final de la barra o meando como a otros con más suerte les ha pasado…–Félix Antonio.

—Sí claro y luego los han sancionado. El guardaespaldas debe estar donde ese, a la entrada para ver y controlar quién entra o sale –Brown entre dientes.

—Sí, pero no con un pilar de hormigón armado por delante de su objetivo, y menos liado con la tragaperras. Vamos ni para despistar… –Félix con el cansancio y las ojeras del turno de tarde y el de noche acumulados.

Desde el fondo de la cafetería, la tele sobre la máquina tragaperras, sostenida por un mueble de hierro, transmitía imágenes del atentado, ¡¡En directo!! Se vieron a ellos mismos, cazados, captados por el objetivo de la cámara, al otro lado del cristal del ventanal.

— ¡Joder! que digan a esos payasos que echen la persiana metálica a medias, que esto no es un circo –Félix mientras José Antonio salía disparado, a saltitos, con cuidado de no dañar ninguna prueba, ni resbalar y menos caer sobre la sangre “en riguroso directo para el resto de España”…

—Mierda, cabrones, ya han llegado los periodistas… –Brown jodido, dando la espalda, murmurando…

—Lo peor es que ya mismo nos llaman nuestros comisarios respectivos encabronaos y molestos –Félix también girándose…

—Y nosotros ¡qué culpa tenemos! Deberíamos de estar más protegidos con eso de las cámaras. A mí me tienen más “fichao” de la cuenta –Puentes, de vuelta, otra vez saltando blandamente, con los brazos levantados, en equilibrio, tras bajar a medias las persianas metálicas.

—A ti te da igual. Todos tus vecinos saben que eres poli. Como vives en un barrio de ricos…–Brown sarcástico–Pero yo vivo en el piso de los ocupas esos, los en prácticas, los pollos mareaos esos. Me tuvieron jodido toda la noche con el partido, hasta filosofan con el fútbol…

—Tienen la teoría metida en los cojones de tantos meses de oposiciones. –Félix.

—Ya verás cuando huelan fiambres como estos lo que se van a arrepentir de no haber estudiado para policía local…–Puentes, serio, pensando en otra cosa.

—Bueno, eso no es más que las dos primeras potas. Como después del primer tiro, que te cagas en los calzoncillos, mientras buscas si has dado o no en el blanco;…y rezas para que no hayas dado donde apuntaste.

Las persianas chirrían, otra vez, los flashes dejan de dar contra los cristales con sus truenos jodidos, Puentes ha bajado aún más la persiana, vuelve, otra vez, cansino, dando saltitos, su barriga baila dentro de su cuerpo, descompuesta, sin orden, blanda:

—Ya está, ya no salimos en la tele ni aun agachándose los de las cámaras.

—Sí pero el telediario de las tres no nos lo quita ya nadie, así que habla con el cámara y que borren la parte esa del directo, que no la vuelvan a difundir más. –Brown de nuevo mandando a su agente.

—Entendido jefe –Puentes anota algo, tacha algo… piensa algo…

— ¿Y ese otro cómo se llama? …sí aquel, el guardaespaldas… ¿han conseguido identificarlo?

—Ese no es guardaespaldas y no lleva documentación, vamos que está limpio de todo menos…

—Menos ¿qué…? –Brown bronco.

—Bueno lo que ya podemos ver… la barriga que le ha quedado…–Félix.

—Ya ves, anota eso,…–Brown. — ¿El qué…? –Puentes despistado, sin entender…

—Pues que debes de hacer más abdominales tú,… para lo de tu tripa –Brown mirando, riendo, guiñando al hablar a Félix, dirigiéndose, agachándose, hurgando en el interior de la chaqueta, palpando con una cucharilla de café el fondo sanguinolento de los bolsillos de los pantalones del muerto–. Ya ves cómo se le ha quedado la barriga a éste…

—No tiene nada, solo cinco mil pesetas que le hemos sacado del bolsillo de atrás –Puentes más cerca, con una mueca desagradable, haciendo oídos sordos…

—Félix, ¡sabrás que te puedes ir! –Brown sin mirarlo, abstraído.

— ¿Por qué me voy a ir? —Porque me han asignado el caso a mí…–Desde abajo, agachado, la mirada en contrapicado de Brown… — ¿Se puede saber por qué? Todavía no conocemos la naturaleza del crimen; aún no se han podido delimitar las competencias…–Félix protocolario…

—Márchate, Félix, a tu casa, te toca, yo me quedo. Estamos en contacto. Duerme que ésta es tu semana más pesada. Ya te buscaremos si te tocara la china…

—Yo no me muevo de aquí hasta que no vaya al coche patrulla y hable con mi comisario.

—Emilio Salgado me ha dicho por radio “fuera todos. Brown y tú, allí, y nadie más.” Ya sabes como se las gasta el comisario Emilio… –Puentes metiéndose en medio con sonrisa canina.

—Además es un concejal al que se han cargado; es decir, aquí huele a…–Puentes olfateando, gesticulando, como perro de presa…

—Déjalo ya Puentes. Lo hemos entendido todo los que estamos aquí de sobra… –Félix con garbo cansado.

—Joder, hablas como si estuviéramos en un campo de fútbol…, y el árbitro acabara de sacar la cartulina roja…

—Campo de fútbol…, calla que te voy a dar…, a ti campo de fútbol, Puentes. –El inspector de primera Félix Antonio, desaparece sin girarse, ondea la mano en espiral, la izquierda. Antes de agacharse y desaparecer. Su culo en pompa parece cantar: “Arrivedechi Brown: todo tuyo lo tuyo.”

Capítulo 3

Recortaba…, en aquel cuarto infecto de su despacho, sus tijeras recortaban a grandes tajos, rajaban el papel endeble del periódico como la modista corta el patrón, con determinación y fijeza, con la precisión del cirujano al extirpar el tumor y luego con la pinza dejarlo caer sobre el pequeño barreño de acero inoxidable, aquel tumor dispuesto sobre el líquido conservante para después hacerlo lonchas y pigmentarlo, someterlo a ciertos procesos para poder ver si es dañino o inicuo. De la misma forma Brown disponía, diseccionaba los hechos, los recortaba, los tachaba, los pegaba sobre aquellos vapores de infancia con el pegamento Imedio, inhalando a conciencia, fumando a la vez, notando aquel eucalipto fluir por sus pulmones, la fragancia de la muerte, la doble concentración etílica sobre aquella mesa desconchada y sucia, donde se apilaban columnas cuadradas de informes, libros y desangelados folios sobresalientes de una línea oblicua e imaginaria de su construcción turriforme.

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Sólo días después, o desgraciadamente años después, vendría la clarividencia, aquella suerte de presagios que sobre los ahora recortados papelitos, convertidos en pasquines, más que en recortes de prensa, construirían su verdad absoluta, aquella por la cual si aún estaba vivo, se lo debía a sus anotaciones, nunca de su puño y letra, siempre en la grafía uniforme de los caracteres, en las torsiones gramaticales del lenguaje periodístico, porque el mundo de la comunicación, sin saberlo, construía y recomponía el mundo que deja de ser toda vez que sale a diario un periódico. Por eso la madrugada, a las cinco, cuando salen las primeras rotativas de los periódicos y llegan éstos, empaquetados, a los primeros quioscos, sobre la ciudad apenas acabada de regar y repuesta de sus inmundicias, era para él, náufrago de saber, el momento donde arrancaba o dejaban de tener razón sus sospechas, todos sus torbellinos, y sus miedos.

No es necesario; pero uno a veces cumple con su obligación. Recortar es necesario si se tiene en cuenta que el olvido vive entre las sábanas, que a penas en un ayer no muy lejano olvidamos caras, hechos que no son anotados o recuperados y todo se hace de noche y nublado, todo incierto lo no aprehendido sin una imagen, una anotación oportuna de fechas, hechos y nombres. Esa es la función quizás de los álbumes de fotos familiares. Recordar. Saber recordar.

Recortar es, entonces, recordar. Una libreta cumple las funciones necesarias para el que está siempre avizor. Una buena colección de libretas te la pueden sisar (pero aquello al otro no le dirá nada); jamás si son recortes aparentemente de todo, sin un concepto definido. Así no se indican direcciones certeras, tan solo ciertas fijaciones que no tienen por qué corresponderse con la realidad.

“Los policías Imedio y Mínguez, procesados por primera vez por un asesinato consumado…” Esa realidad tan cercana, esa mancha, esos coches, aquellas noches rebasadas, desbordadas en sí mismas, los coches lanzando estelas de humo por las carreteras nacionales, los túneles, el túnel de Bielsa, la correspondencia podrida entre un territorio y otro, los Pirineos sobre ti, sobre la arcatura artificial de los mascarones de proa de los mercedes como un indalo destripado y geométricamente perfecto, equidistancias entre puntos, correspondencias, enormes inexactitudes que llevan a la ruina de los ideales.

Yo no he estado allí señor, ni yo ni Emilio Salgado. “…El tribunal señala que el crimen fue perpetrado por los GAL y que Imedio y Mínguez actuaron "con ocasión del ejercicio de sus funciones"…”

Otra llamada del, ahora, Comisario Emilio. Brown dejó su despacho. Las hojas descoyuntadas del periódico, aleteando como palomas heridas, fueron a parar al suelo; otras se quedaron colgando por los bordes de la mesa. El bloc dio un quejido de fuelle al ser cerrado, seco, hinchado por las hojas ya pegadas hasta su mitad, lindo y aséptico por la otra mitad no trasvasada por el bocadillo esquizofrénico de las futuras palabras pegadas, superpuestas; como hamburguesa grasienta en las manos de un mendigo. Brown cerró la puerta, cruzó el pasillo repleto de agentes; dejó pasar, piruetas de cuerpos, lo dejaron pasar; fue hasta el final, torció a la derecha, hizo la L de la planta y se metió en el despacho del jefe (…) (…) (…) Salió. Recorrió en sentido inverso el pasillo, piruetas de su cuerpo en zig-zag; abrió la puerta de su despacho con la puntera del zapato, cerró, pateó los restos del periódico en el suelo; se volvió a sentar, sacó su cartera de escolar retorcida, de cuero blanquecino acuchillada por mil roces y desagravios, pidiendo grasa de caballo; restaurar sus delicadas fisuras, buscar enseguida un limpiabotas que la dejara como nueva otra vez; su cutis de mujer caprichosa chirriando. Metió el bloc de espiral infantil, las tijeras, el pegamento balsámico y salió a toda leche de comisaría.

“…El tribunal no se ha pronunciado sobre los procesamientos los superiores jerárquicos de los acusados…” En el coche no se lo podía creer, releía aquel trozo de papel. ¡Los hay con suerte! Ahora solo esperar un movimiento en falso y… Entonces es cuando todo ocurrirá y las coartadas funcionarán con una matemática perfecta. Entonces sabrán quien tiene los cálculos mejor puestos al día. “…En el auto de procesamiento de los policías se ha decretado nuevamente su prisión incondicional… en Guadalajara.”

Giró la llave,…y ese estremecimiento de siempre, el dolor abajo, el dolor del costado, el miedo, la alegría de otra vez volar por las calles de Madrid, lejos de la comisaría. Aquella canción mexicana como una ranchera sobre su cabeza: Guadalajaraáa, Guadalajaaaraa, Guadalajaaraaáa… crescendo, los mariachis con sus guitarras y guitarrones. Brown tarareando. En la fuente de Neptuno cantando circular, como en la ducha, perdiendo la retentiva, los cláxones, otra vuelta, otro giro y saldría definitivamente, joder qué cabreo tienen estos taxistas, hay que dar la vuelta a Neptuno varias veces para saberse dominador del mundo, mientras ves lanzarse como camicaces las filas de taxis y autobuses.”Atlétic, atléetic, atleéticoodemádridddiddd.”

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Y ahora la radio. La voz celestial de una periodista locutora: “…Los delitos por los que han sido procesados los dos policías son: asesinato consumado, estragos, dos falsificaciones de documentos de identidad y dos delitos de uso público de nombre supuesto…” Joder y aquellos trajes estiraos, aquella prestancia, aquel porte, acojonaban, el retrovisor, cuidado, mi exmujer, las niñas aún no han llegado. Cabrones quieren llevarse por delante a todo el que pillen.

“…las amantes de ambos han declarado ante el juez que les vieron confeccionar el artefacto en el domicilio de una de ellas…”, digno de una película de amor en los tiempos de la podredumbre policial. Un cigarro puede salvar el mundo pero no a un bosque seco… la luz ámbar de todos los semáforos…Los cristales, siempre los cristales. Al día siguiente, siempre otro día y otro mi informe de aquel día sobre el cenicero de zinzano de Emilio, ardiendo" …con el fin de entregarlo a personas desconocidas…” “…para que lo colocasen en el automóvil de un ciudadano vasco residente en territorio francés…”“… para causarle la muerte…”, pero si no hay informe los de asuntos internos no me llamarán y en el ascua la sardina, tralará…, y en el monte la sardina, tralará… ¡Hostia, las niñas! Yo las recojo, me tocaba hoy. El pirulo, pondré el pirulo ¿Usará sostén esta periodista? …Seguro que está buenísima. Quién la pillara…

LUIS EMILIO VALLEJO

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