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Juan Garrido Bellido, las últimas voluntades

De las verjas de hierro del cementerio hacía adentro, la profundidad sacramental de las últimas voluntades, las cumplidas o las incumplidas, el se acabó lo que se daba y tal día hizo un año escrito sobre una lápida de granito, una tumba de mármol o una losa de piedra, donde los nombres grabados son ya nombres perfilados todos como en un registro de nombres idos, como nombres de viento y que sin embargo, fueron nombres que hicieron sus días por Porcuna, en sus vivencias, en sus amores y en sus quehaceres o en su pasar el rato, salvo en el huerto sepulcral del cementerio viejo, por donde andaba la tumba comunitaria, el enterramiento compartido, la inhumanidad del enterrar a los muertos, a donde iban a parar los cuerpos de los muertos suicidas entrando por la puerta falsa del camposanto : los ahogados, los ahorcados, los del tiro en el cielo de la boca o en el infierno de la espalda, o los del cianuro de farmacia disuelto con agua de canales, que era huerta sepulcral sin más nombre que los silencios peores grabados, y donde las familias lanzaban hacía lo alto los ramos de flores que caían sobre las hierbas poniendo amapolas coloradas sobre tanto prado verde, sobre el prado verde de estercolero donde se pudrían los cuerpos que no pasaban por la iglesia, los apestados que habían osado enfrentarse a Dios sobre todas las cosas.

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Desde las verjas de hierro del cementerio, la cancela de hierro y forja de los últimos suspiros, el punto y final del clamoroso relato de la vida, tan vivido o tan soñado a veces, hacia adentro, el museo de los retratos pasando a ser retratos antiguos aunque fuesen retratos recién puestos, retratos recién muertos: es lo que tiene la muerte, que todo lo vuelve antiguo e intrascendental, que todo lo dibuja y lo perfila en lo anteriormente, como si nunca hubiera existido el presente, lo coetáneo y lo asistente, y da como una especie de pánico cuando uno pasea por el camposanto entre tantos retratos a los que el sol va invisibilizándolos, como se van haciendo invisibles sus recuerdos, mustiándolos aún más, y dan como escalofríos cuando uno ve la sonrisa del muerto de un retrato, la mirada de muerto de un retrato, la sonora serenidad sin tiempos de un muerto en un retrato, y siente que, tras los retratos no queda más que un vacío donde sólo caben los cuatro huesos y las calaveras anatómicas sobre los escritorios de los médicos junto a un esqueleto de plástico, y donde ya ni el recuerdo puede sentir ni carne, ni ojos, ni miradas; por eso, nos quedamos apesadumbrados, melancólicos y taciturnos mirando los rostros de los retratos de los muertos, a los que intentamos buscarles su pasado poniéndolos en los lugares de las calles y en las tareas de los acontecimientos, como si aún pudieran darnos algo, decirnos algo, confesarnos algo, como si se hubieran guardado algo que nunca nos dijeron ni contaron, o que no les dio tiempo a narrarnos, a referirnos, porque la muerte se los llevó tan repentinos, las últimas voluntades que nos miran a través de la luz mortecina y amoscada , polvorientamente bíblica, evanescente y devanescente de los retratos del cementerio, y hasta podemos sentir que hay un algo que nos toca el hombro, que nos posa su mano, que nos detiene y nos conmina, pero que, cuando volvemos la vista atrás, sólo sentimos que fue un golpe de viento, una hoja que cae de un árbol que no es ciprés si no , árbol de hoja caduca, o la mano de Juanito, el enterraor, diciéndonos que es la hora ya de echar el cerrojo a la cancela de la necrópolis, del osario, del recuerdo, pero que se puede volver mañana, porque los muertos nunca se irán de ahí, porque son muertos eternos, como la muerte es la eternidad absoluta, aunque nunca la desolada, si no la pacífica, la silenciosa, nunca la apresurada, si no la naturaleza del mundo de las plantas: plantar, germinar, nacer, crecer, echar flor y echar semilla para después mustiarse y poner un retrato en blanco y negro junto a unas letras que nombran un nombre, una fecha de nacimiento y un año de defunción, señalando años que ya no son años si no ausencias con añoranzas.

Por el cementerio de Porcuna, el Juan Garrido Bellido, Juanito el enterraor, el hombre que no tenía apellidos, y que para hacérnoslo más cercano, menos asustador y asustadadizo, y menos sepulturero también, le poníamos el cariñoso nombre de Juanito para convertirlo en el niño o en el alma que no nos diera miedo, y el apodo y el nombrajo de oficio de enterraor, que ni era apodo ni sobrenombre, si no signo del trabajo de las últimas voluntades de los muertos.

Juanito el enterraor era el hombre al que siempre le hacían caso los cipreses del cementerio en todas aquellas largas horas de los días de sus encierros entre difuntos, de todos los días, en que Juanito era el único habitante vivo del cementerio, el compañero, el camarada, el acompañador de los que ya no estaban, y en el fondo, tampoco precisaban de compañía, y cuando Juanito abría la cancela de los sepultados, el pórtico de la gloria sin campanas y sin inciensos, aunque con algunos peregrinos, los cipreses, tan verdes y tan altos, y tan inalcanzables, se inclinaban hasta juntarse en arco triunfal por donde Juanito el enterraor, pasaba alto, estilizado, mimetismo cipreste, napoleónico sin caballo, sin bandera y sin triunfo, aunque al final fuera el viento de un día con nublados el que inclinaba los cipreses para abrirle a Juanito el enterraor su arco triunfal , o su puente sin aguas, o su como un río armonioso sobre el que ya se deshelaron todas las nieves del invierno hasta crear la mansura de las aguas claras y serenadas.

Lo más cadencioso de Juanito el enterraor eran sus silencios y la armonía que se desprendía de sus silencios ante tanto silencio enclaustrado en la pequeñez de tanto nicho, de tanto nombre y de tantas fotografías. Los silencios, a Juan Garrido Bellido, al que nunca nombraban ni en el pareado de sus dos apellidos, ni en el evangélico o bautismal don de su nombre tan cristiano, si no con el diminutivo y minimizado de Juanito, para hacérnoslo más cercano y menos tétrico, sombrío y fúnebre, eran silencios que sólo entendían los muertos, los muertos esos que sólo saben hablarle a su sepultador, aquel como arquitecto que les diseña sus últimas moradas y los cobija adentro para ser ya historia, la historia definitiva de las últimas voluntades, sin más requiebros ni más querencias ya que, de vez en cuando convertirse en occisos de jardín a los que adornan las coronas redondas, los centros florales o las flores de los botes de cristal, algunos tarros aún con sus etiquetas pegadas con el nombre y la historia del café descafeinado que bebían y vivían los vivos antes de ser enterrados.

Lo más austero, rigorista y ascético de Juanito el enterraor, que ya de por sí era el hombre austero, mesurado , prudente y rigorista , eran sus silencios, silencios que quizá le vinieran por su anterior y primer oficio de tratante de bestias, donde muchas veces los silencios hablaban más que lo que hablaban las palabras, porque, Juan Garrido Bellido, antes de convertirse en Juanito el enterraor era tratante de bestias cuando vivía por aquella cuna o aquella barquichuela del Pozo Piojo, aquel barrio más que calle que daba a todos los horizontes y a todas las libertades, y aún pareciendo barrio extramuros y extratodo de la Porcuna de siempre, con unos cuantos brincos y agilidades, o una ascensión de cuestas, era ya el barrio céntrico y hasta calle principal aunque las gentes lo miráramos desde algunas de las Redondas, como quien mira desde las últimas filas de una plaza de toros, pero sin querer bajar nunca al fondo del ruedo, no fuera a ser que nos cogiera el toro y nos descubriera todas nuestras desvergüenzas y hasta todos nuestros interiores, y hasta unas almas distintas guardadas en los almarios donde se hacen ciegas las vivencias y los olvidos de los desvaríos y de las hipocresías.

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Barrio de trabajadores el Pozo Piojo, allí debajo de los alcores, alcázares y miradores de Porcuna, como si todo fuera valle o arroyo de casas en lugar de arroyo de aguas, perfectamente alineadas en su verticalidad ascendente o descendente, y todicas iguales y blancas, hacendosas de los menudeos y trabajadoras del campo, de los oficios del trapicheo y de las bestias del rebuzno y los ganados de lana, y de las gentes sencillas que vivían como en una independencia de Porcuna, territorio vikingo, territorio comanche, lugar de juglares y de impetuosos y lugar de canciones antiguas cantadas en las noches de las sillas tendidas bajo la luna, y tan lleno de huertos escalonados y cantones con higueras chumbas y muchos niños jugando por los cantones y comiendo los higos chumbos de las chumberas.

Por allí, por aquellos sitios tan céntricos y tan extrarradios del Pozo Piojo salió en la procesión de su boda el Juan Garrido Bellido con su Ángela Moreno Valdivia del brazo, en los tiempos aquellos, pobres y meritorios donde los novios eran los reyes de la fiesta y las gentes iban a las bodas con boinas caladas, delantales y con los trapos más limpios y más vistosos oliendo a cómoda y a membrillo verde, y las bodas se hacían y regalaban con cuchara, y la tarta nupcial era más merengue de huevo que pastel de harina, y los novios se iban de luna de miel a la luna de miel de la noche estrenando el lecho del desposorio; las bodas aquellas de antaño, del antaño de los años cuarenta y cincuenta donde las bodas iban en comitivas por las calles en parejas de a dos y cogidas del brazo como enraizando: primero el novio y la madrina con su acompañamiento de vítores y de ropas decentes se dirigían a la casa de la novia, mientras los niños que aguardaban a la puerta de la por desposar gritaban: “¡la parte del novio, la parte del novio!”, y en llegando la aclamada parte del novio, y una vez allí se formaba y organizaba la comitiva que enfilaba sus pasos y sus alegrías hacia la iglesia: primeramente la novia y el compadre, y detrás el novio con la comadre, en tanto se llenaban las aceras de gentes viendo la boda pasar en sus festejos, y a continuación los invitados, bien en parejas de a dos o bien en parejas de a tres, según viniera la cosa, pues, cuando se iba a una boda de la de aquellos tiempos, como la del Juan Garrido Bellido y la Ángela Moreno Valdivia, el problema principal tanto para las solteras como para los solteros era la de buscar la pareja del acompañamiento en la comitiva, si no, los invitados sin pareja se tenían que ir al final que cerraba la comitiva del cortejo donde se ponían los hombres de más edad, solos y terminados. Como igual, antes de que saliera la comitiva nupcial tenían que acudir los hombres, sobre todo los jóvenes con novias o desnoviados a las casas de las mujeres que iban a ir solas, para recogerlas y llevarlas a la casa del novio o a la casa de la novia, e igualmente, acabada la comida o tras el baile postrero, de nuevo los muchachos acompañando a las muchachas de vuelta a sus casas, quizá con algún beso dado en alguna esquina o en alguna callejuela con la bombilla muy tenue y muy silenciosa.

Bodas de aquel ayer como fuera la boda de Juan Garrido y Ángela Moreno, boda con caldo y pepitoria, por donde los hombres se quitaban las chaquetas y se ponían los delantares de las mujeres para no mancharse ni las camisas ni los pantalones. Bodas aquellas, caseras, que se hacían en los locales alquilados para la ocasión de Acción Católica, del Sindicato o de Paquito Ruiz, para luego después, tras acabar con el mundo de los alimentos, y los estómagos plenos y las cabezas alegres por las ingestas de vinos y de cervezas, pasar los invitados a los locales de los bailes por la Carrera, bien en la Casa de Porrillo, o bien en los altos del Bar América, por donde se bailaban todos los pasodobles del mundo y por donde nunca podía faltar la presencia de Arturé en el nocturno quehacer de servir de portero para que no se le colara nadie ajeno a la celebración.

Bodas aquellas de sopas y pepitorias, antes de que en la década de los sesenta se pusiera de moda la revolución de los llamados medios pollos, que era el postín y la aclamación de las celebraciones maritales con más sustancias: “¡han puesto medio pollo, han puesto medio pollo!”, tan célebres eran los vítores a los medios pollos, que los invitados, días antes de la bendición eclesiástica ya se estaban relamiendo las lenguas pensando en el medio pollo que se habrían de comer el día de los enlaces y el intercambio de los anillos, como años más tardes le llegarían sus aclamaciones a las bodas con gambas y langostinos. Tiempos aquellos…

El Juan Garrido Bellido, de la estirpe de los otros Garridos, por el Pozo Piojo, antes de ser llamado Juanito el enterraor, en el trato de las bestias con los beneficios del tanto por ciento de los trucos, las buenas labias y los mejores y más guardados silencios, y de sus manos cogidas las reatas y las guitas de los mulos híbridos y de las borricas con poema, con luceros y con calenturas de dichos populares y parleros, y ovejas con lana y cabras con leche de cabra y chotillos que no se mataban nunca, pues fuera injusto y pecado de gula desperdiciarlos en tan pocas carnes, aunque carnes exquisitas , pudiendo dar tantas para alimentar tres hogares con el paso de los días, y sabiendo tanto a carne de caza aún siendo carne de corral y de cantones con majoletos.

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Juan Garrido Bellido en el trato de las bestias. De ahí quizá aprendió Juan Garrido a estirarse tanto y a ser tan elegante en sus caminatas, sus poses y sus aposturas , pasando a ser el hombre que nunca criaría joroba, porque su oficio era alcanzar las alturas como si siempre estuviera mirando, desde aquellos bajíos del Pozo Piojo, los altos verdores y veladores del Paseo de Jesús, con sus cuestas ascendentes por las que se resbalaban los niños que acudían o hacían rabona de la catequesis de Primera comunión que explicaba el cura don Martín por la vivienda de la iglesia de Jesús, cuando el tiempo era de lluvias, y sin lluvias, sacándose las churrinas, los pitos pitos gorgoritos de las lluvias interiores, para echarlas a mear y sentir la sensación de los toboganes de los parques públicos, y de los resbalones dejando de vez en cuando algún herido con su chichón en la frente, algunos desollones en codos y rodillas, que fueran las señas de identidad esenciales de los niños de antes, o el caer en un huertecillo de una casa y de paso, comerse unos tomates o unas habas verdes mientras las marías encontraban las escobas y se ponían a defender a escobazos sus territorios y sus condumios con muchos afanes, mejores prudencias, y un mucho de palabras sonando en pillastres manditalmas.

Juan Garrido Bellido, el hombre pareado, agitanado, blanco y tratante en el trato de las bestias, mientras su Angelita preparaba la comida y paría hijos altos, morenos y garrampones por ese Pozo Piojo donde se vivían las otras alegrías, las otras penas, las otras necesidades y las otras sensaciones y emociones de Porcuna, aquellos hechos que nunca pasarían a la historia si no era la historia de una mesa camilla y unos porrones de agua puestos a secar al sol de las aceras.

El Juan Garrido Bellido en los tratos, los tratados, los apaños y las negociaciones sin firma de las bestias, aquellos vehículos de la antigüedad de Porcuna cuando todo se hacía más silenciosamente y se decía como con menos prontitudes. Arrimadillo a sus bestias como luego estaría arrimadillo a sus muertos, aquellos fieles amigos que también eran silencios, aunque a Juanito el enterrador siempre le hablaban en el silencio aquel fantasmal, fantástico y reposado con que los muertos sólo saben hablarle a los enterradores.

Y cuando no había bestias de por medio que tratar, estaban todas tratadas, o estaban todas acordadas y vendidas, el Juan Garrido Bellido hecho a lo que saliera, con su Angelita del brazo correteando los campos de Porcuna en lo que fuera menester, o en lo que quisiera y deseara el señor don amo sentadito en el tejado de su poltrona de oro y luces tan relucientes que asombraban en dorados y en manojos de billetes. Si había que hacer la aceituna, la aceituna que se hacía, que del Pozo Piojo al campo, un simple, sencillo y solo salto de rana, y ya estaban todas las ranas en las charcas de las solás y de las aceitunas pasas, y si había que hacer algodones, los algodones que se hacían, y si no, la matalahúva tan olorosa y tan aguardiente, que Porcuna siempre fue tierra de olivos, algodones y matalahúvas, y por eso grasosa y resbaladiza, blanca y aromatizada, y si no, con la hoz en la ,mano segando las mieses de los trigos y de las cebadas, que, a brazos trabajadores nunca se le hacían duros las labores de los campos, después de todo, no había otra cosa que hacer para ganar los duros de metal, y había que alimentar y hacer crecer hijos a base de cuchara y muchos saltos y juegos por el despeñadero de los cantones.

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A Juan Garrido Bellido un día se le abrieron las puertas del Ayuntamiento, convirtiéndolo al Juan Garrido Bellido en Juanito el enterraor entregándole las llaves del sacramental para empezar su particular y peculiar diálogo con los sepultados de las sepulturas, con los silencios de los pacíficos, y como por ley no escrita a todo enterrador le pertenecía también su casa, y como la casa del cementerio, y tan aledaña del camposanto, se vino abajo nadas más ser construida, como si hubiera sido elevada sobre las arenas movedizas de los ataúdes viejos y las maderas apolilladas y putrefactas, a la familia le dieron en posesión de trabajo, la casa-depósito de la calle Padre Lara, donde Ángela Moreno Valdivia puso su mercado de agua en aquellos cuatro caños que bajaban del depósito de San Cristóbal hasta dejar siempre sus charcos de agua, y por la calle Padre Lara siempre estaban sus aguas bajando, como si siempre fuera río la calle, o siempre fuera invierno con lluvias bajando la calle de Padre Lara abajo hasta dar en las sepulturas del anfiteatro romano o en las sepulturas del cementerio, regando de paso huertecillos y malas hierbas, y alimentando los profundos subterráneos del Pozo ancho y otros pozos del lugar de los caminos agrícolas.

Por el sitio del depósito del agua, su lanzada reja de hierro y su escalón de piedra ahuecada como si fuera lugar por donde reposaran los cántaros sus fatigas, sus piedras blancas encaladas y gotosas de verdes por las que colgaban las hiedras formando melenas por donde se escondían las lagartijas diurnas y las nocturnas salamanquesas, y su gran árbol central tan alto, tan frondoso y tan majestuoso como árbol de bosque dando un todo de sombras llenas de pintores y cántaros de agua, y por el que corrían las ardillas de los sueños comiendo piñas imaginarias, sus muros de castillo sin castillo y la casilla de la familia de Juanito el enterraor, con sus dos habitaciones con sus camas y camastros, su portal con sus sillas y su mesa, y su cocina para los avíos del día para tantas bocas, por donde la Ángela Moreno Valdivia vistió de colores las estancias en los tonos alegres y pastel de sus verdes, sus azules y sus rosas. Poca casa para tanta gente, pero casa acogedora y muy rejuntada como para no pasar frío, como en el fondo, eran, en aquella Porcuna del ayer, las casas de los pobres, donde todo se amontonaba, o se lanzaban los camastros a los suelos para roncar con más frescura. Y por los corrales de alambre su ganadería de pavos, de gallos, de pollos y de gallinas, para que nunca le faltaran carnes a la despensa de la familia, si en fiesta con pavo, y sin fiesta, con pollo, con gallo o con gallina cuando dejaba de poner sus huevos ordinarios, y daba pena verla tan vieja y tan loca cuando podía hacer tan buen caldo aunque tan dura carne, pero a dureza, más cochura y más agua de los caños del depósito del agua, aquella sonora alegría saliendo de los torrentes y donde la gente de los alrededores, de Salas, San Cristóbal, Cabeza, Castelar, Trafalgar, y de todas las Casas nuevas de Porcuna se llegaban hasta el depósito con su desfile de cántaros a céntimo el cántaro lleno, y sin cobrarles la demasía del agua derramada que bajaba como río la cuestecilla siempre en verdín del depósito, donde había y habitaba ya una alegría de jardín con sus geranios, sus rosales y sus jazmineros y de hijos niños siendo ya los reyes del castillo del depósito del agua, hasta hacerse a la mar de los pozos bajos. Depósito del agua y vivienda de la familia del sepulturero municipal, por donde los niños nos parábamos a la ida o a la venida de las escuelas de los Grupos a beber el agua de los caños, antes o después de habernos resbalado por la cuesta de greda de San Cristóbal.

“Ya se ha muerto el burro
De la tía el vinagre,
Ya se lo lleva Dios
De este mundo miserable,
Que tuturururú,
Que tururururú”

Era la copla hereditaria y noviembrera que cantábamos los niños, que en el día de la celebración de los Difuntos bajábamos al cementerio con las mejores ropas de estreno para comer castañas y bellotas y mirar asombrados y tristes, de las tumbas y de los nichos, los retratos de los niños muertos, como el retrato del hijo de Francisco Palomo, el del estanco, que era siempre el primero en aparecérsenos con su carita de niño bueno y eterno, mientras todo era un jardín tan armonioso y tan florido en sus moñas blancas y amarillas puestas sobre los tarros de cristal, y tan bello y tan limpio y tan adornado todo que a los altos cipreses sólo le hubieran hecho falta serpentinas y una cucaña de papel vaciándose en papelillos de colores, que hasta la muerte se volvía hermosura y festejo, y no había nada mejor que morirse para pasar a ser alas o sábanas blancas tan visitadas, tan adornadas y tan concurridas, asustando en las noches, mientras mirábamos por la gran boca del Pozo ancho sus aguas estancadas y limpias donde todos éramos narcisos que nos enamorábamos de nosotros mismos como un poema griego sentimental viéndonos reflejados sobre el espejo de las aguas del Pozo ancho, a donde se tiraban las piedras para crear las ondas sin arco iris desde donde miraban los espíritus de las ahogadas , y a donde se lanzaban pétalos de flores muertas como una ofrenda floral de amor y de recuerdo hacia aquellas divinidades de las mujeres suicidas.

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Y luego se quedaba el cementerio solo; se desocupaban sus callejones con las posadas de los inhumados, los cipreses decían adiós con sus múltiples manos verdes, y Juanito el enterrador le echaba su gran llave a la cerradura de la cancela de hierro, mirando para adentro como dándoles el permiso del enterrador a los muertos para que echaran a volar sus espíritus y ponerse a danzar, a jugar, al baile y al juego que cada noche juegan los muertos cuando nadie los ve, cuando nadie los presiente o cuando se sienten tan solos.

Alguna que otra vez, Juanito el enterraor, al abrir al día los hierros del cementerio, al Juanito el enterraor lo saludaban los vagabundos y caminantes de los caminos que, pasando o vagando por el pueblo, se quedaban a dormir en los nichos vacíos, tan recogidos, tan calentitos y tan pacificados nichos, y daban los buenos días como ánimas en pena y en necesidades, en duelos y quebrantos y en vagancias, a Juanito, como si fueran apariciones del más allá que hubieran pasado extrañamente la noche, aunque tan acogedora:

-El señor enterrador nos despierta tan temprano que ni nos deja recordar los sueños soñados…

-A ver, buenas gentes, o buenas almas, a las horas que mandan los cánones del trabajo.

-¿No hay muerto para hoy, señor enterrador?

-Alguno habrá si tiene que caer, que nunca le faltan huéspedes a esta casa, y si no, con los que ya hay me conformo.

El oficio de Juanito el enterraor no tenía sus días de descanso, su día de ocio, ni su hora de siesta, y si siesta hubiera que hacer, se acostaba el enterraor sobre la mesa de mármol de las autopsias, que, al calor del verano lo hacían lugar y lecho fresquito y reposado.

El oficio de Juanito el enterraor no tenía su prudencia en el consuelo del descanso, que, cuando había que descansar, de pronto, le llegaba a Juanito el aviso con la visita del municipal de la porra y la gorra de plato anunciándole la desdicha de un entierro para aquella tarde, y si Juanito estaba en la taberna, en el Llano de Alharilla o de Feria real por el Paseo de Jesús con su Ángela del brazo en el abrazo del baile con pasodoble, dejaba Juanito los jolgorios del vino y la ociosidad festivalera de los bailoteos, y se bajaba para el cementerio a preparar el nicho o abrir la tumba, dejando a su Ángela como viuda temprana, imprevista, aunque con ya todo previsto, y tan asintiendo a los designios del oficio: “que nunca muerto avisaba con anticipación, aunque fueran muy largas y muy sonadas las agonías”

El hombre agradable al que le gustaba el vino como buen sepulturero que tendería echar la mente a volar para no ver realidades tantas; el hombre amable, el hombre ante el espectáculo de los lloros no podía ser de otra forma que el hombre amable, el acogedor, el que ofrecía todos los pésames del mundo dando la cabezá pero cabezá con oficio y el sentimiento guardado mientras abría los huecos de los huesos definitivos con un qué se le va a hacer siempre saliendo de su lenguaje parco y bienintencionado, y siempre hablado para expresar exponiendo su ley de vida, o su no había otro remedio, o su aquí vendremos todos a parar como van a la mar todas las aguas de un río; el hombre tratante de bestias y tratante de finados en sus últimas voluntades, en no más la última voluntad del reposo en hueco, él último que tocaba el ataúd antes de darle su merecido descanso, el solo hombre que se sabía el actor del espectáculo, aunque vestido siempre de actor secundario en su mala interpretación tan necesaria, donde se sentían y se vivían todas las igualdades, donde nadie era ya más que nadie sino conjunto de un todo, y que tanto e igual descanso era el nicho escueto como la gran tumba de mármol, como el único mausoleo y panteón faraónico de “La Viuda Alegre”, con todos sus dones y todos sus atributos no viniendo más que a dar siempre en lo mismo, el depósito de un cadáver donde tanto daba ir desnudo que ir joyado y bien expuesto; no más un hueco horizontal donde se criarían los huesos y donde todos los pésames y todos los pesares daban a un mismo dolor compartido, y a un mismo afán natural de desprendimientos.

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Y por la casa de todos, por el lugar del descanso eterno, por los aires del olvido Juan Garrido Bellido siempre con su pinta de tratante, intermediario entre el cuerpo y el devenir del cuerpo: puras carnes con tendencia a marfiles.

El hombre estirado hacia arriba guiándose por el dedo acusador de los cipreses perpetuamente señaladores, que si esperanza en el cielo más esperanzas eran las raíces donde acaba todo, y también donde empieza todo; donde todo se concentra y se estercola.

El hombre que nunca se equivocaba en la elegancia de los designios épicos y magistrales, ese de aquí a la eternidad dado en un retrato donde el rostro ya era una pura mentira que no retrataba el alma ni el quehacer constante de los infames helmintos devoradores, si no un algo atrapado en el tiempo, un ente que se lava las manos, pero que nada tenía que ver con la realidad, si no con las cosas intermediarias, igual que tampoco tenía nada que ver con la verdad tampoco, ni con la divina ni con la juzgada: una simple ilusión de retener aún la quietud de los caminantes.

Guardador de los antiguos habitantes de Porcuna, guardados ahí como reliquias sin dueño ya, expuestas y tibias, hospedados ahí, en la fonda sin cama y el figón sin comida, en los dos metros horizontales donde no entran las heredades ni los tenedores augurios si no el sólo reposo más sublime del reposo, la sola ausencia de lo que ya no se verá nunca más, y si se vuelve a ver, Juanito el enterraor convertido en el señor de las momias, en la cosa egipcia de la muerte, aquel que en los traslados de los sepultados antiguos bajaba la escalerilla de los nichos altos con las momias marrones alzadas entre sus dos manos, cuerpos ingrávidos y leves derramándose en cabellos mustios y descoloridos hasta tocar las sombras de los suelos.

Las antiguas virtudes descendidas en espartos, irreconocibles, inaugurales, augurales y embaidoras, descendiendo así, apenas peso, apenas nada, si no cabellos veleros ondulando al viento del cambio de hogar y el cambio de clima con Juanito el enterraor diseñando los nuevos horizontes.

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Como un enterrador de las antiguas religiones, el enterrador avanzando con la momia izada al aire de los cipreses mientras todo tiene una presencia de tiempo único, de tiempo universal y de tiempo ya vivido, sin más desuello que la terca y trujimana consecuencia del haber sido un día.

Subiendo y bajando del cementerio al depósito del agua de su hogar, y del depósito del agua de su hogar al cementerio, Juanito saludaba a las gentes y todo se le afantasmaba, y a veces, hasta le daba cosa dar y decir los buenos días a los vejetes que se sentaban a la acera de “la Píldora”, no fuera a ser que a la na, les tuviera que dar y que decir sus buenas noches, cerrarles los ojos y encenderles unas velas:

-A la salud de Juanito el enterraor, este vino de Montilla para brindar por él, el que sabe más de nosotros que nosotros mismos, y que un día se encargará de velar nuestros huesos.

-Se acepta el vino y si hay que brindar pues se brinda; después de todo, sólo estamos asistiendo a la función teatral de nuestros días, y después de más, si no yo, algún otro como yo será el que os tapie los nichos.

-¿El cementerio es cálido o es frío, Juanito el enterraor?

-El cementerio lo que tiene es lo que tiene el cementerio, que el que entra no sale, salvo yo, que entro y salgo siempre que quiero que para eso tengo las llaves de la casa y una nómina que me viste de centinela de sus huesos y guardián de sus muros, y hasta sacerdote que pronuncia las oraciones de las otras alegorías.

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La mayor y hasta mejor conciencia que le quedaba siempre al Juan Garrido Bellido, era que, Juanito el enterraor nunca podría enterrarse a sí mismo por mucho empeño que le pusiera y por mucho que echara a volar la fantasía de su cabeza. Que cuando el Juan Garrido Bellido pasara a ocupar un lugar entre sus velados, sería otro Juanito el enterraor el que le diera sepultura de nicho taponándole de resillas la entrada de su última morada y sus últimas voluntades también.

El enterrador que nunca podría enterrarse a sí mismo y que miraba los nichos vacíos como eligiendo o adivinando cual de los nichos vacíos sería el nicho de Juanito el enterraor, e iba señalando con la mirada los huecos de las sepulturas como escribiéndoles nombres y apellidos y echándose a las suertes la hora de su defunción; predicándole a las claras del día las oraciones gramaticales de un futuro sin sus manos y sin sus ojos guardadores.

Sonámbulo en la tarde quieta por entre los silencios del santoral, el hombre quieto que caminaba las callejuelas estrechas donde se amontonaban los nombres, va mirando de las lápidas todos sus signos de interrogación, y sentado después bajo la débil sombra y pálida sombra también de un ciprés con su cenefilla de cal se cala el sombrero de paja para que no lo molesten las moscas de los nichos ni las abejas de las flores viejas, y echa su mente a volar como quien no quiere la cosa mientras siente más que escucha el sonido invisible de las rejas del cementerio que se abren solas, o se abren sin él, y comprendiendo ya y tardío , que Juanito el enterraor ya no era aquel que enterraba a los muertos, si no un habitante más que todo lo contempla y que nadie ve.

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La vida es un ayer con unas letras grabadas, una presencia sin nada y una ausencia con claveles donde suenan cascabeles los huesos del santoral. Juanito que viene y va con sus manos de aguadera pregonando una escalera para subir al altar de muertos que van al mar y vivos que dan en tierra, mientras la vida se aferra con sus mermas inquietudes que darán en ataúdes y cuatro flores al año. Manijero del rebaño de los que ya nada dicen; picadero de perdices en las jaulas de los huesos persignándose al lamento el sin remedio del tiempo. Juanito en los dementados mentideros de la vida, abrevia la acometida de las aguas estancadas mientras le pega estocadas a la aurora de los besos, y a la hora en que los sesos ya dan en pensar bajito. Tartaleo chiquitito como un niño que se duerme y en sus sueños todo es duende moviéndose por sus dedos. Por el bajo cementerio el enterrador pasea contemplando la marea de los nombres y apellidos como pasando revista a una comedia de artistas, chanflones primitivistas durmiendo su sueño eterno. Alarife de los sueños, constructor de los detalles que da con las vanidades en hueros empeños falsos. Sabedor de los ocasos y de las noches sin luna, de la estirpe de las brumas con que se visten los muertos cuando pasa a campo incierto el campo sacramental donde reposa la edad de la vida en un instante. Pregonero del detalle del nunca te olvidaré, Juanito la sombra ve donde nosotros no vemos más que lo ajeno y lo nuestro dibujado en el incierto de seguir contando días, y hablando monotonías para no perder el pulso con que juegan los galanes de estas cuatro oscuridades vestidas de santoral. Las campanas repicar: ¡que vayan otros a ellas! Mientras contamos estrellas cruzando siempre los dedos, volviendo la vista atrás y agarrados al ramal de las puertas de la vida, mientras Juanito camina la senda de la verdad con una mano detrás agarrándonos las manos.

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ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO