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Clementina Zafra, telas y entradas de cine

En la Residencia de ancianos “Virgen de Alharilla” de Porcuna- donde en tiempos atrás se conocieran dos acontecimientos ya prestados al desánimo del olvido, pero que aún se conservan en la vida de las fotografías, el uno hablando de la ermita de San Cristóbal, con sus santos, sus rezos y aquel torno girador por donde se vendían las magdalenas y los roscos de anís, y se recibían las limosnas y los niños expósitos que eran abandonados al amor de las manos pías y alimentadoras, y donde años después se construyó aquel amarillo depósito del agua con su Redonda mirador a donde iban las parejas de novios a contemplar la luna de los besos que depositaban en los pañuelos blancos, por cuyas paredes los niños jugábamos al salto de pértiga de las escaladas de montaña, subiendo en carrerilla por sus paredes sin poder nunca llegar a su cima donde plantar la bandera de los desollones, y por cuya cuesta de greda, en los inviernos de lluvias y de barros, con las botas de goma hasta la rodillas, hacíamos los niños toboganes naturales, y resbalándonos por ellos llegábamos al chorro de su estanque de agua antes de , mañaneros o en tarde, enfilar alguno de los caminos de las aulas de Los Grupos donde ya nos aguardaban los maestros, para poniéndonos en fila, contarnos uno a uno, y siempre faltando alguien- Clementina Zafra González, la “Nina Peña” de esta historia que como cuplé nos llega en sus esfuerzos de cuidadora familiar, en sus telas de corte y sus ropas de confección por la afamada tienda de Manuel Peña, por la calle Colón, y en sus entradas de cine en sus siete colores, con un color para cada día de la semana, de los que Nina vendía por aquel cine Rialto de la Señorita Gracia, por la calle Matadero, escribe sus memorias en octosílabos versos que vienen a dar en el romancero de sus días, y a los que sólo faltan juglar y guitarra, o un ciego con laúd o mandolina o con batuta de fresno señalando los acontecimientos versados, sobre las hojas en blanco y rayadas divagadamente de su cuaderno amarillo de anillas, o de aquel otro su cuaderno blanco de sus inicios líricos, como si aún se sintiera escolar por aquella escuela de doña Custodia del primer cuarto del siglo XX, y por donde corre su tinta azul dibujando hermosas letras antiguas, como si se tratara también de una adolescente eterna que comienza a escribir, en el secreto y barrunto y embaidor de sus días, su diario secreto guardado bajo llave en el primer cajón de su mesita de noche en esa habitación de la Residencia donde duerme acompañada por otra anciana más de su edad a la que siempre dice que la tenga sobre aviso de sus quejas, de sus males y de sus necesidades, mientras espera al poeta que le llega vestido de invierno y tan loco como el mes de febrero en que planta su planta en esta Residencia de ancianos, por donde, mientras espera, se le abre el desfile de los vetustos abuelos mojarrillos y cantautores saliendo del comedor donde acaban de dar de mano al almuerzo porfiado y sopón de esa soledad tan acompañada, tan necesaria y tan requerida.

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Aunque, la verdad es que Nina lleva ya muchos años escribiendo los versos de sus memorias como poetisa salida de un nido de gorriones piando sus rimas, en los ratos libres y en las rotas liebres de las noches tan largas, bien sean en sus hojas rayadas o en la mayúscula y exorbitante libreta del cuaderno de su memoria, a la que sólo hay que darle la cuerda o la luz del instante inspirado, sabueso e indagador para que toda la memoria de Nina se abra como un rayo de luz repentino tras una nube de tormenta, se le baje de su cabeza a su boca, para que de sus labios aflore y crezca un torrente de palabras que abruman al poeta hasta volverlo de todos los instantes menos de los instantes actuales, y que va tomando notas oscuras y al corrido, en la oscuridad y el corrido de no mirar las palabras que va a notando, porque no puede apartar sus ojos mínimos aunque tan alumbradores, de los bellísimos ojos azules de Nina, que se van desbordando en sus aguas profundísimas como saliendo de un mar retenido en su lagrimal , y tan claras, y tan esclarecedoras hasta dibujarle una sonrisa eterna, que es la sonrisa de su memoria, llena de cielos azules, clavelistas azulejos y blancos algodones porque Nina, también tiene, guarda, abre y ofrece en si la memoria de un pueblo, las ascuas y escenas que iba dibujando con amor, garla y erronía, y que la iban pintando y perfilando su presencia por las calles de Porcuna, las crónicas de otros años en que Nina ejercía de cartero sin cartas del señor Manuel Peña, con su bolso de cuero, sus cartoncitos de adeudos con sus meses dibujados en sus débitos y el taladro tirabocaos de hierro con el que Nina, entre sonrisa y apremio iba agujereando los cartones de los pagos mensuales y guardando sus ganancias en el cepillo de su bolso de cuero para luego vaciarlos en el cofre de las ganancias de don Manuel Peña por aquella calle Colón tan del igual y tan del ayer también.

Por la Residencia de ancianos de Porcuna, las edades ya tan avanzadas parecieran edades que ya no tienen años, como si todo fuera el sambenito de aguardar siempre en la espera, y mientras tanto los años se agarran a la vida dándoles sus nuevas alegrías y sus entusiasmos chiquititos y tan agradecidos, y sus ganas de estancias, de palabras, de músicas y de acompañamientos. Y los ancianos ahí, junticos y sentados a la intemperie de los muchos años tras el condumio del mediodía, parecen un abolorio de gentes que se conocieron en todos los tiempos y en todas las vivencias, compartiendo todos un solo carné de identidad que ya no necesita ser renovado, conservando aún una fotografía dibujada en lo eterno, y donde todos son hijos de todos, padres de todos, madres de todos y novios y novias en las ociosidades, en tanto que todos firman con el dedo de las parentelas familiares desarrebujando una misma huella en la hermosa y vivida, y sentida y sufrida también huella porcunera, en los años en que todo se recuerda con cariño, o cuanto menos con una mínima de estima y hasta de gratificación, huella que los vieran en otras zalamerías y en otras ponderaciones, y otros trabajos, y otras porfías crediticias e ingreídas, que a la fin, forman un hermoso canto lleno de arrugas y de agradecimientos.

A sus noventa y cinco años (“escríbelo con letra que así parece que se nota menos” ¡Ay Nina, Nina, presumida y eterna!), y para octubre noventa y seis, y para dentro de la chispica y la zancadilla y hasta el resbalón de unos cuantos octubres más: “de los que me aguante el cuerpo y me sostengan las ganas”, un siglo con cien velitas: “que no va a haber tarta para tanta cera, y no sé si yo tendré soplo en los pulmones para tanto viento…”, Nina avanza abriéndose camino con su andador de ruedas, y que viéndola yo, más parece que Nina lleva un carro de la compra rebosante de verduras, o el carro de paseo llevando a su sobrina Isabela, por aquellos años en que la Nina de la Residencia era la Nina de las calles paseando sus zapatos de medio tacón, casi cuña, su falda plisada y su blusa con muchos colores y con muchos volantes que la aflamencaban, y a la que hacían palmas los solteros del lugar para que Nina les guiñara un ojo o un rubor de calor saliendo de su carnosidad que era su signo de identidad que la vestían por Porcuna como una Nina venida de la India a la que sólo le hacía falta una puesta de largo en sari y el rezo a una diosa pagana de los templos hindúes para hacerla sacerdotisa de Kali o de Vishnu.

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A sus noventa y cinco años, para octubre noventa y seis, Nina me viene arreglada como para acudir a una fiesta de puesta de largo o a una pedida de mano de una novia antigua y sonrojada, y es un esplendor de azules cobalto poniendo su toque de cielo y de cancelas moras, y su toque de luz también a las horas que tanto tardan en los tan largos días, en que Nina ya no hace solitarios de cartas, de los que sabía resolver hasta veintiuno, aunque, de vez en cuando, le pega la pita al palo de la memoria y el entretenimiento en solitude, le llega la inspiración y el coraje y ordena sobre la mesa del juego la baraja española para el juego más solo y el azar más memorístico.

A Nina la ha visitado esta mañana el peluquero y la ha tersado sus cabellos como en el ayer de las fotografías que se conservan impolutas y dignificantes en el ya antiguamente, como en el antiguamente lucido y pasmarote, en que por el pelo se la iban a Nina sus embelecos tornadizos de las caminatas y de los ojos. Y como cada mañana, cuando canta el gallo en el corral de la Residencia y se remueven las camas como en urgencias y en gracias de una nueva amanecida, Nina se ha lavado su cara con agua fría que tersa las arrugas que no tiene, y estimulan el ánimo, se ha pintado sus ojos decorosamente y en su línea oscura nefertítica para recrear el azul de sus ojos, inmenso y embrujador, en el azul del universo mundo, le ha dado rouge a sus labios, no más un rouge decente y sin mucho aviso, como una adolescente tímida que se pone a pasear por el Paseo de Jesús sin querer llamar excesivamente la atención, no más de las hojas de morera y de un Venus alumbrando primerizo, y le ha dado laca a las uñas de sus manos, unas manos que aún sorprenden como si estuviera desenvolviendo telas por la tienda de Manuel Peña, y se ha puesto por la cara la loción femenina, el afeite de la luz decidora de sus polvos de madera de Oriente número ocho de la marca Cordobán, como siempre hizo desde que su mundo fue su mundo, y también el mundo de Porcuna, para presentarse al poeta con la misma coquetería sutil y ajardinada que prestaba en sus buenos años anteriores, y sin por eso dejar de ser, y aunque tan habladora y tan bien corregida y pespicaz, aquella mujer tímida, exuberantemente educada, respetuosa y con un saber estar siempre en los momentos, y en todos los momentos de los momentos, de los que crearon época y criaron acontecimientos e inquietudes de andar en sus guisados:

-Me han dicho que, ante el poeta, puedo ser abierta, dicha y sincera, y que puedo confiar perfectamente en usted para desgranarle algunas de mis vivencias, que de esas vivencias, usted sabrá escoger lo que verdaderamente sea necesario, y a lo demás, paja y fuego…

-A mí, Nina, sin embargo, me han dicho lo contrario, que confíe poco, que igual es la niña presumida y santarina de la escuela de doña Custodia, que me quiera dar gato por liebre como niña fantasiosa…

-Eso será broma, no verdad…

-Broma y rubor es la señorita Clementina Zafra González…

-Ya no se estila ni utiliza nada el nombre de Clementina, cuando siempre fue nombre elegante y con santa de calendario, mártir e incorrupta venerada por los lugares del Milazzo, que hoy se llevan los nombres extranjeros vertidos al castellano pero que nunca encuentran acomodo ni festejo en los números y las casillas de las onomásticas.

-Hoy está todo un poco como vuelto del revés, Nina.

-Tendrán que apañárselas como puedan, que una ya no es clamista ni chanflona, y mi cabeza ya sólo graba lo que me interesa y lo que me agrada, y como ya estoy pie con bolo con mi media panilla de aceite y cuatro rimas sueltas, me hago la vida en un bucle y en el otro bucle me pongo un clavel, aunque ya tenga los cabellos berrendos, pero para eso inventaron el tinte, y para recitarle a usted como se debe recitar a un poeta los versos que aquí le siguen, que habla de los viejos.

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La soledad de dos poetas solos, la Nina y el que esto escribe, da pie para las confidencialidades, el agarre, la loa, el catalicón y la girapliega de los entumecimientos líricos, por eso en la confidencialidad de los que andamos en el oficio u orificio artístico de las rimas asonantes, Nina se me pone a recitar con voz de poetisa que parece haber estado toda su vida recitando versos, los versos que ahora escribe sobre los que traza sus tiempos actuales aunque sean versos de treinta años atrás, como premonitorios y adivinadores, proféticos, y en donde más que la tristeza del tiempo estable y establecido aparece el sinremedio de los tantos años donde todo se vuelve melancolía, nostalgia y un poquito de protesta social bien llevada y mejor avenida:

“Qué triste es llegar a viejos
Y sin que nadie te quiera,
Si te dicen lo contario
Es de dientes para afuera.

El cariño hacia los viejos
Es lo que más ha subido,
Se paga a precio de oro
Y no puedes adquirirlo.

En llegando a cierta edad,
Si quieres medio vivir,
Tú lo que tienes que hacer,
No moverte de un sillón:

Oír: decir que no oyes.
Ver: decir que no ves.
Y con todo lo que hagas,
Nadie te quiere ni ver…”
La historia de Nina, de Clementina Zafra González, es también la historia de una historia de amor de la que ella fue fruto, o uno de sus frutos de ese árbol con dos manzanas femeninas, Isabel y Clementina, que colgaban a la intemperie y también al calor y al aroma de unos besos que se dieron antes. La manzana que estaba puesta ahí, al abrigo de las casualidades deparadoras y proféticas de la vida, esas suertes de inconscientes o de caprichos de la naturaleza del destino, esa alquimia que mezcla las contingencias, los azares y las chiripas en el cristal probeta del laboratorio de los imprevistos acontecimientos, que llegan al tuntún de la buena de Dios, donde de repente estalla la chispa del descubrimiento científico y a la vida le nacen sus fuegos artificiales vestidos de niña, o vestidos, más que de niña, de femenino, que en el fondo es la esencia, la sustancia y la conciencia de la vida, y su ternura también.

La historia de Nina es la historia de una historia de amor en que Nina aún no era su fruto, aunque lo sería, y ni estaba aún previsto en la biografía de su tiempo, ni en la memoria de inconsciente, ese albur y esa magia tan alejada y ajena de nuestras manos y de nuestros presagios, pero que en el éter lírico y la virtud erronia de los imprevistos se apunta al lado bienhechor de los supuestos presagios hasta crear la aurora.

La historia de Nina es la historia de una historia de amor entre un viudo de Frailes, el don Antonio Zafra Aceituno, y una joven porcunera de ropas largas, mejillas encendidas y pelo a la época de los cabellos en alto recogidos, misa de mañana y muchas tareas de bordado y de cosido en un patio con macetas y un pozo de agua al que siempre descendía una cubeta de lata para lavar las manos y enfriar las sienes, del calor de las horas de las tardes de verano, y muchos ojos vigilantes por aquello de la soltería de la niña Isabel González que es la otra parte de aquella historia de amor, y a la que nombraban en el apodo corriente de Isabel “la de Pistolica.

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Allá por el año de 1912, desde la localidad convecina o algo así en el algo así de la consanguinidad hermana y provinciana del común ronquido, del arriate de Frailes, pueblo con mucha mística bautismal, aunque no se sabe si con devoción tanta como para persignarse y presumirse tan monacal, un día llegó hasta Porcuna el mentado Antonio Zafra Aceituno, que fue el uno de los creadores de aquella historia de amor, que luego fuera ya historia tan porcunera que quedó grabada como en cosa de leyenda. Joven alto, delgado, aguerrido y garrampón, y ya con la tinta y el tinte de la viudedad tan temprana sonrojándosele en el andar confuso por las nuevas calles de su vida y por las nuevas escenas que se le iban abriendo tan forasteramente.

Antonio Zafra Aceituno llegó a Porcuna con la banda del luto de su juventud cosida a la manga de su americana, con la esposa primera recién enterrada, y con una hija, Aurora, de cuatro años, fruto de aquel primer amor, que quedó en Frailes acomodada en la casa de una su cuñada, hermana de su esposa difunta, por aquello de no distraerla mucho de su infancia, y aquello otro del dónde iba a estar mejor, y por aquello también de un hacer compañía a soledad tanta.

Antonio Zafra Aceituno llegó a Porcuna al llamado de don Pedro Funes Pineda- el garante de la fábrica-palacete de la Carretera Córdoba, con vivienda señorial, fábricas de harina y de aceite, con muchos trabajadores de a jornal, criadas con cofia y criados con librea, y desde ese año coche negro y americano y chófer con uniforme, y aquel famoso balcón cubierto conocido como “La Marquesina”,a donde se asomó la casa en pleno, ondeando banderitas monárquicas si hacemos caso al cuento de la historia popular o de prestigio, que dice que un día, a su paso por Porcuna, se paró su majestad Alfonso XIII ante ese cierre de hierro, como para estirar las piernas y echar un puro a volar y estrechar la mano del don Pedro Funes Pineda esperándolo al pie de fábrica y al pie de palacio- para que le sirviera como chófer de su flamante coche negro recién comprado y que fue el primer coche que se vio por Porcuna, y que luego sirviera también para aquel famoso traslado de los hermanos Nereo desde Porcuna hasta la justicia vecina.

Antonio Zafra Aceituno llegó a Porcuna con su “permiso de conducir”, aquella cosa de manejar un volante y unos cursillos básicos de mecánica para los arreglos vehiculares del coche negro de don Pedro Funes, el cual vistió a Antonio Zafra Aceituno con el impecable uniforme de chófer oficial, con sus zapatos acharolados y su pantalones de pliegues, y sus chaqueta condecorada de botones dorados que lo hacían presumir de general de un ejército de turbinas, y su gorra de plato con insignia horizontal de falso oro, como un galón de cabo primero, y lo puso ahí, a los pies de su coche para cuando el señor, la señora o los hijos del señor y de la señora precisaran del lacayo para transportarlos al mundo de las carreteras, los caminos o los paseos municipales que iban del Arco al cementerio y del cementerio al Arco, con sueldo fijo mensual más que escaso, y el dadivoso adorno en ofrenda, del pan para todo el año, del aceite para todo el año, garbanzos y harina, y en vísperas de aceituna un hermoso cochino al que hacerle la matanza.

El viudo y chófer Antonio Zafra Aceituno prendó porcunero de la timidez salerosa de la niña Isabel González, con la que compartía miradas y algunas palabras piropales que más parecían silencios y que se ofrecían en susurros tiernamente besados como se besan mejillas.

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El viudo y chófer Antonio Zafra Aceituno, cansados los embelesos y las miradas abanicas pasó directamente al ataque y solicitó a los padres de la niña Isabel González el propósito de llevarla al altar en sagrado matrimonio encontrándose el Zafra Aceituno las puertas cerradas ante tamaña imprudencia que se achacaba, en primer lugar a la viudedad del chófer de don Pedro Funes Pineda, que hacía imposible el juego del romper la teja, aunque se podrían disparar cohetes y otros artilugios con pólvora para celebrar y certificar la boda del viudo con la joven hermosa, y en segundo, a la diferencia de edad con la amada Isabel González que llegaba hasta los nueve años, convirtiéndose la cosa en una como así pretensión de emparejar sátiro con virgen niña, que sería pecado nefando y vicio derramado.

Antonio Zafra Aceituno, mientras tanto escribió carta a la ninfa Isabelita, la cuya carta fue pillada por la familia en un descuido de tarde y pozo, rajada en sus buenos pedazos y arrojada al olvido de los basureros. La niña Isabel, locuela y enamorada, en un descuido de los ojos que la vigilaban de noche y de día por aquello de saber en donde ponía la mirada cuando dejaba la aguja del bordado, Isabel González arreó con los rotos de la carta del amado Antonio Zafra Aceituno, y con aguja e hijo los fue cosiendo para crear el collage de las palabras amadas, y cada noche antes de dormirse, y a la luz de la cera encendida leía las palabras de amor del pretendiente hasta que todas se le quedaron grabadas en la mente y en el alma, y con todo, la carta cosida con hilo de bordar siempre estuvo en posesión de Isabel como el recuerdo de aquellos inicios amorosos, y carta que hoy está enmarcada como un tesoro de la antigüedad de los amores imposibles en una casa de un pueblo de la Mancha, haciendo de dulcinea escena a una pared blanca.

Historias del pasado que me recrea Nina mientras no deja de mirarme, embelesada en mi escucha, como andaba yo embelesado en las palabras que salían de su boca, como no apartar la vista podía de sus profundos ojos azules donde tantos amores quisieron pescar y tantos nones diera la Nina a bocas tantas pidiendo los socorros de sus besos.

Casaron la Isabela y el Antonio de donde nació Isabel y un veinte de octubre de mil novecientos veinte, así, en letra “que parece que se notan menos los años”, que me dice Nina, nació Clementina Zafra González por el número doce de la calle Ramón y Cajal donde el matrimonio, tras todas las desavenencias familiares, fijó su residencia, aunque los padres de la novia, no muy convencidos aún del buen hacer del mozo viudo de Frailes, les puso asistenta, más de ojos que de quehaceres, para tener a la familia política informada de cómo se manejaba el viudo con la niña de sus ojos. Dándose al final todo por bueno alumbrándose un mundo feliz que daría al hogar, al nombre y a los apellidos, sus nietos y sus bisnietos.

Desde los cinco a los ocho años asistió Clementina Zafra González a la escuela de doña Custodia, donde fue aprendiendo los misterios de las palabras, el trabalenguas de los números y el quehacer de las labores del hogar tan finamente explicados por la doña Custodia, para hacer de Nina, como de las otras niñas que asistían a la escuela de doña Custodia, una perfecta y amable ama de casa con las letras justas y los números no más que necesarios, para cuando le llegara la hora de matrimoniar y plantar un hogar, si no feliz ni comunicativo, si al menos esforzado y laborioso, que era todo lo que se pretendía hacer de toda niña, que, aunque con posibles vocaciones académicas, todo lo más quedara en ama de casa, con marido y carga de hijos, y donde también doña Custodia enseñaba a las niñas canciones de antaño como aquella que decía.

“Un rico mentecato
Ahorrador empedernido,
Por comprar jamón barato
Lo llevó medio podrido.

Le produjo indigestión
Y entre botica y galeno
Gastó doble que en jamón
Por no comprar jamón del bueno.

Y hoy afirma que fue un loco
Y dice que aprovechar
No es gastar mucho ni poco
Si no saberlo gastar.
(Nina me recuerda uno de los métodos que utilizaba doña Custodia por aquellos años veinte para celebrar los exámenes, y que fue método que cuarenta o cincuenta años más tardes llevó también a la práctica don Domingo Ballesteros, y que consistía, el examen de doña Custodia, en poner a las niñas en fila e irlas preguntando cosas, y así, quien respondiera mal, bien podría pasar del primero al último, como que, quien respondiera bien, podría pasar del muy deficiente al sobresaliente con matrícula de honor, que es más o menos lo que le ocurrió a Nina con la palabra “galeno”, que fue la única de la clase que sabía que su significado era el de “médico”, porque la víspera del examen se había preocupado de preguntárselo a un tío suyo, don Manuel Recuerda, que ejercía el oficio de mancebo de botica en la botica de don Alberto. Los tiempos, que a veces parece que cambian, y a veces parecen estar detenidos eternamente)

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Llegada a los ocho años y pasados los tres del aprendizaje básico que daba en unas cuantas oraciones gramaticales, otras cuantas oraciones de sacristía con velo negro y unas cuantas sumas y restas para no tener que acudir al siempre socorrido esfuerzo matemático de sumar garbanzos o habichuelas, se le acabó a Nina su estancia universitaria, pasando a ser ya niña como todas las niñas, dada a los juegos y a las costuras, sin más otros entretenimientos que ponerse a leer los cuentos de infancia, y más tarde las novelas de amor que le prestaran los allegados con biblioteca, y aquellos libros de versos del romancero que fuera su libro de cabecera, del cual bebía y vivía para con el tiempo trazar sus primeros romances asonantes y tiernos, y por otro lado aprendiendo por su cuenta donde fuera de aprender y preguntando mucho las cosas y el por qué de las cosas, formándose con las preguntas y con las respuestas su propia y personal enciclopedia por donde iba transcurriendo su mundo idealizado y sus acumulados saberes aprendidos entre vivencias y tropezones.

Historia de los tiempos de aquella historia de amor de la que nació Clementina Zafra González, con sus tres años de escuela y muchos años por delante que vinieron a dar en los años en que Clementina Zafra González, no sólo pasó a ser la “Nina Peña”, si no, la “Nina de Porcuna”, la tan visitada, la tan risueña, la tan amable, la tan educada, la que se cuenta por estas líneas que siguen, que son las líneas por donde aparece la Nina aquella que todos conocimos.

Clementina Zafra González: “Nina”, era la mujer de los múltiples quehaceres y los muchos miramientos desde que tomó casa en la calle Castillo número treinta y cinco haciendo fachada y frente a la Plaza de abastos que era como su muralla y su encierro, y su puesta de sol en alguna noche de vela con sillas de anea a la puerta de la casa, muralla que la rodeaba como alcazaba, con una Torre nueva detrás sobre la que izaba la bandera de sus buenos voluntos y sus laborales esfuerzos, que no eran triunfos si no una forma de ver y de sentir la vida de otra forma, de esa otra forma del trabajo y la compensación y bienestar con cariño, trabajos diarios como esfuerzos eran también las proclamas de ser salvaguarda de su hogar, de aquel hogar al cuidado de sus padres, el Antonio y la Isabel de aquella vieja y recordada historia de amor de la que ella fue uno de sus dos productos y recompensas, y también cuidando y criando a su sobrina Isabela, a la que a más de criar, dio carrera, junto ajuar y puso de novia en el altar de las alianzas eternas, como puso tienda a su sobrino Antoñín en aquella habitacioncilla de la hacienda de Peláez, por la calle Colón, vigilada siempre desde la tienda de Manuel Peña, por el siempre ojo controlador de Nina, tienda en la que durante tantos años Antoñín Castro Zafra tuvo en oficio sus mercería y otros cuantos quehaceres mientras su mujer ,Elvira , cosía y recosía desde su pequeño taller de hogar de la calle Niño Jesús, como también cuido de su sobrino Paco, y de otra sobrina más y de su tío el cura, y de…

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La mujer que no descansaba nunca, la Nina trabajadora y ofrecida, cuyo empeño no era sólo llevar para adelante su vida, si no, en ese tirar para adelante, tirar del carro del hogar como travestida en el hombre de la casa, a la que cada mañana a las ocho la despertaba el gallo del despertador para echarla a andar cargándole las pilas, si no es que la despertara antes el primer rayo de sol colándose por la ventana de su cuarto o aquella luz o voz invisible que siempre despierta a los trabajadores; su cuarto que era como su celda y esa luz posándose sobre su almohada como una mano amorosa que tocándola en su hombro la echaba a andar como en un vuelo templado, en aquel nuevo día que era como todos los días pasados, y como todos los días que habrían de venir, y siempre se los esperaba sin más sorpresa que la alegría de abrir los ojos y sentirse viva, y sentirse acompañada, y sentirse la voz de mando que descorriendo las sábanas ponía a cada uno en su sitio, y descorriendo las cortinas le abría la casa al día como en un toque de diana floreada.

La mujer de las tareas no era la mujer individual si no la mujer colectiva y la soltera con hijos, el botón de muestra de su caja de botones de colores, y en su soledad mujer tan acompañada y mujer tan inquieta y tan abierta, pura expansión de mujer tan adelantada a su tiempo, que recogida en sí misma alcanzaba a todo lo que la rodeaba o se le pusiera a mano para estar en comunión y en comunicación con todas las cosas y con todas las gentes, sin más obstáculos que el sentirse a veces cansada tras las tantas horas de los días, de aquellos sus días eternos, de la casa a la tienda de Manuel Peña, de la tienda al almuerzo de cuchara que ya le tenía preparado su madre Isabel, una pequeña siesta de ganchillo o de bordado, y de nuevo vuelta al mundo de las telas expuestas sobre los anaqueles y extendidas, desdobladas de sus orgullos o de sus timideces sobre los mostradores de madera, y cuando la tienda bajaba la carrasqueña sonante de su verja de hierro, unos pequeños toques de espejo para alegrar su compostura y pintar sus acuarelas, y caminito adelante hacía la estrecha taquilla del cine Rialto, el de la señorita Gracia, y cuando la pantalla de sábana o de cal daba su fin a la película del día, hacia la calle Castillo, sostenida por sus zapatos de media cuña, donde ya la esperaban sus otros quehaceres, si con aguja bordados, costuras o saquitos de lana, si en el aseo de sus horas templadas e iluminativas, escribir unos versos sobre las hojas rayadas de su poemario blanco, aquel por el que transcurrían y marchaban sus otras inquietudes y sus poses de mujer artista, y que la convirtió en poetisa cuando se fue quedando sola para poner flores en un nicho del cementerio por donde se abría y se cerraba la nueva escena de Antonio Zafra e Isabel González; la lectura de una novela o unos poemas de amor de la mano de un Bécquer romántico, suicida y simbolista, hasta que a Nina le llegaban sus tres o sus cuatro de la mañana, que eran las horas en que Nina descorría las cortinas de sus blancas sábanas de algodón para vestir sus camisones con encajes y dormirse silenciosa y entregada, porque Nina era también la mujer que del dormir, dormía sus justísimas horas, en tanto que por el patio de armas de lo que fuera castillo, los antiguos fantasmas moros o castellanos, o los fantasmas ateos de los represaliados por tantas matiasas manos, salían a la luna de Porcuna para vagar eternamente por el limbo de las oscuras sombras donde se reprochan los silencios, donde suenan las cadenas y donde la aurora estrábica de los poetas sin noche sueñan su Odisea, tocan su lira y componen sus duendes y sus quebrantos, que también sus sueños.

Por la tienda de tejidos de Manuel Peña se pasó Nina entre treinta y cinco y cuarenta años, que los números también tienen su olvido o su desmemoria, y hasta su cosa de misterio, como aquellos sus años que Nina siempre quiso ocultar, entre otras razones, y razones que van más allá del orgullo, el narcisismo y la coquetería, por aquello del miedo a perder el trabajo, y que fuera Nina sustituida por una rubia de bote de las que empezaban a aparecer por las aceras, con mucho rulo de cartón y mucha melena suelta, sustituida por un rostro más joven y por unas manos más tersas y con menos lunares.

La Nina cabaretera en el gran cabaret de la tienda de Manuel Peña gozando en sus lustros de grandes almacenes para las concurrencias porcuneras.

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Tras los abiertos escaparates modernistas y en madera y cristal, Nina subida a sus carros y a sus tronos ofreciendo el cuadro de las telas expuestas, vistiendo maniquíes con las últimas novedades de las modas capitalinas del pret à porter, decorando la exposición de los ofrecidos colores, las ofrecidas prendas y las reclamadas maravillas de la gula del vestir, que nunca escaparates en Porcuna lucieron tanto más que aquellos escaparates de la tienda de Manuel Peña, por la calle Colón, tanto era así, que cuando se veía a Nina subida a ellos, metida dentro de ellos como una muñeca ofrecida dentro de un cono o una pecera de cristal, parecía Nina un maniquí femenino más con los maniquíes: el maniquí articulado que movía las manos ofreciendo telas y confecciones y guiñaba los ojos a las gentes que subían y bajaban la calle el Potro para que le compraran algo.

Lustros aquellos los de Clementina Zafra González a la que todos llamábamos Nina, haciendo del oficio de dependienta una sentimentalidad y hasta una eucaristía, cuando montada sobre sus zapatitos de medio tacón, brillando a la luz artificial de los adentros de la tienda su lunar de oro, su insignia, su bendecida medallita de carne virada hacia el ojo izquierda sobre su frente hindú, su rosa de agua, su seña de identidad y señal de presencia, tan seña y señal, que su lunar parecía siempre llegar antes que ella a decir los buenos días o las buenas tardes a la clientela de los monederos cogidos bajo las axilas, lunar que la adelantaban a Nina viniendo ella siempre detrás, como si fuese su lunar la alfombra que daba la bienvenida, la cancela que se abría para encontrarnos con ella, la persiana que, como pestaña oscura, abría su gran ojo para invitarnos a pasar y gozar del espectáculo, para luego después, embrujar con sus ojos profundamente marítimos, ojos que fueran tan requeridos siempre para andar en las proposiciones del matrimonio eclesial, proposiciones a las que siempre Nina contestaba que no, que para Nina no existía mejor noviazgo, mejor romance, mejor poesía ni mejor maridaje que ser la Nina virginal e intocable de todo el mundo de su casa, de sus padres, de sus sobrinos, , de la gente que entraba y que salía de la tienda de Manuel Peña, de la gente que por una peseta compraba una entrada para ver la película de la noche por el cine Rialto, la Nina y la niña universal que siempre sería la novia del aire, la novia del carmín, la laca de uñas y la novia de los polvos de madera de Oriente número ocho, la intocable y sólo contemplada niña eterna que se mostraba como maniquí de plástico y que sentía como alma a la que nunca se le dejan caer las lágrimas, porque todas las lágrimas se quedaban en el mar profundísimo de sus dos ojos azules, y ese otro ojo o lunar hindú que las transportaba hacia el oriente de los saris para vestirla y devolvérnosla transformada en sacerdotisa desenvuelta en el ritual mágico de las telas estampadas.

Detrás de los mostradores de madera, Nina montada sobre las nubes etéreas de sus presencias, agarraba con los ganchos las escaleritas de los grandes fardos de las telas y las posaba sobre el uno o el otro mostrador para abrirlas cantarinas , aquellas telas que se desenvolvían, como para crear mantos, de aquellas escaleritas de madera y de cartón, y que, cuando las telas se acababan, Nina las guardaba siempre para ofrecerlas a los niños de las escuelas que siempre estábamos entrando a la tienda de Manuel Peña reclamando aquellas escaleritas de madera y de cartón que siempre nos guardaba Nina, como si fueran caramelos que Nina guardaba para ofrecer a sus niños de orfanato; escaleritas de madera y de cartón que Nina nos regalaba para jugar al juego de romperlas contras las esquinas, contra el buzón gris de Correos, contra las carteleras de los cines, las carteras de material o sobre las cabezas de los niños tímidos y reprimidos.

Desenrollando telas Nina siempre parecía que fuera a descubrir el secreto ente de los algodones teñidos y de las cosas envueltas a cada vuelta que sus manos y las lacadas uñas en colores alegres de sus manos daban a las escaleritas telares, y así, los comensales de las compras siempre esperaban que por el adentro de las telas abiertas y mostradas, aparecieran unas cartas de amor, unas flores secas y besadas o unas alas de pájaro para echarlas a volar y convertir la tienda de Peña en una nube de algodón por donde flotara Nina vestida de espumas o de angelito contemplativo.

A Nina no se le quedaba nunca cliente, o sobre todo, clienta- que era la mujer el alma de las compras de telas y confecciones, aunque llevaran siempre del brazo a su masculina pareja, aunque no más sirviera como maniquí para las probaturas- sin comprarle su algo, que a todas sabía engatusar con su verbo a la antigua usanza campechana y servil, y entre florido y alhajado, agasajador y comerciante, y cuando no conseguía colocar un corte de vestido o pantalón, vendía una manta o un juego de sábanas, o una toalla de tocador o una caja con dos pañuelos de vestir, con su pillacorbatas y sus dos gemelos dorados para los puños de las camisas:

-Nina- le decía el viejecillo de la marra que acababa de cobrar su paga de jubilado- aquí he apañao trescientas pesetas y quiero que con estas trescientas pesetas me vista usted de arriba abajo, tanto en lo de adentro como en lo de fuera, tanto y tan bien, que cuando salga por esas puertas no me conozca ni la santa madre que me parió, que para mí, con que me dejes de las trescientas pesetas no más un par de duros para beberme unas cuantas copichuelas de aguardiente, todo lo demás lo puedes bien invertir en el vestuario.

-Con esas trescientas pesetas, y salvados los dos duros para sus aguardientes, lo visto a usted como para asistir a una boda garrampona y de cuchara, a una feria con señora, o a un entierro sonado donde la indumentaria vista más que el muerto.

-Pues ea, a ver lo que averiguamos que quiero salir de aquí con los treinta duros bien invertidos y con más ganas aún de lucirme que los señoritos que se pasean por las aceras de la Carrera.

Y Nina vistió al jubilado vetusto como un pirulí chulapo madrileño caído en Porcuna por la gracia de Nina, y que tanto y tan bien lo vistió que sucedió la escena de la risa:

-Venga, pase usted para adentro y se mira en el espejo probador.

Y así, el vejete entró dentro y ante la puerta-espejo del probador se quedó mirando, pensante y esperando…

-¡Qué! ¿Qué le ha parecido el cambio?

-Pues no lo sé aún, que estoy esperando a ver si se quita ese que tengo enfrente para mirarme yo.

Siendo el galán que veía enfrente y tan arreglado, apuesto, conquistador y conqueridor, el mismo vejete que entrara con el pantalón de pana y el blusón abrochado a la nuez del cuello, que no se reconociera en el espejo, y que saliera de la tienda de Manuel Peña tan vestido de gala que todo el mundo le paraba y le preguntaba si iba de boda, a alguna fiesta con pasodoble o a algún entierro donde luciera más él que el muerto.

La dependienta pulcra, tan acicalada siempre y tan presentable y elegante, tan educada y atenta y tan en sus negocios, y tan simpática y agradecida, y tan refinadamente bien hablada que a una “Maraña” llamaba “Señora Enredos”, a una “Pelusa” “la Mota de polvo”, a un “Gorrozucio” “Señor con tocado”, y a una “Reina de las manchas” “Señora con el vestido de lunares”, y a mal tiempo buena cara, y al viento que sopla contrario, brisa de mar ondulando las velas de las puertas de la tienda de Manuel Peña, que se abrían y que se cerraban bajo el encantamiento de las buenas maneras de la siempre exclusiva , oriental, obligada, amable y admirable Clementina Zafra González, la Nina del saber estar y el comportamiento exquisito, y del mejor ofrecer también, la tímida niña que cuando salía de su mundo y de sus asombros y adentros se abría como granada derramándose en granos encarnados sobre las clientelas, la responsable mujer de todas las obligaciones, no la impuesta y disciplinante, si no la trabajadora y bienquietante.

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Todos los lunes del año y de todos los trienios en la tienda de Manuel Peña, con sus diez primeros años sin papales, y los lustros siguientes con contrato laboral , vacaciones y pagas extraordinarias en nómina, de la que a veces recibía cincuenta pesetas y las otras veces doscientas o trescientas pesetas, y si un hoy no te pago mañana te daré el doble, hasta que la decadencia del negocio trocó los billetes del salario en salario en especies, y en lugar de dineros cobraba Nina en sábanas, toallas, estuches con pañuelos, mantelerías y juegos de sábanas para juntarle los ajuares del ajuar a su sobrina Isabela, salía Nina de la tienda de la calle el Potro con su bolso de cobradora a domicilio lleno de cartulinas de adeudos con nombres, apellidos y relación postal, y su sacabocaos taladrador de hierro para agujerear los meses cobrados en aquello que fue famoso en Porcuna y que se denominaba salir a “cobrar la perra”.

En sus mejores galas, la Nina callejera de Manuel Peña, yendo para los barrios pobres de Porcuna que eran los barrios sobre los que más se alzaban las compras a largo plazo en su pago fijo mensual cuando se podía pagar, y cuando no, un vuelva usted mañana, o el lunes siguiente a ver si se ha ahorrado algo, y si no, pues Dios dirá:

-Anda, déme usted algo, Dolores y le taladro el cartoncito del mes de mayo, y así hasta junio, un mesecillo para ahorrar.

-Es que, mira, Nina, que lo justo hoy para comer, y si te entrego las pesetas para pagar el cuarto de la manga de camisa nos quedamos sin nada que llevarnos a las bocas; así que, vuelva usted otro día que ya le junto yo las cincuenta pesetas y cumplo con ese mes y con el mes de atraso.

Recorriendo las calles de Porcuna en todos los lunes de sus cuatro decenios por la tienda de las telas y las confecciones, Nina le daba los buenos días a las gentes que iban y que venían, muchas veces por el sólo echo de ir y de venir, por tal de no estarse quietas, y que se cruzaban con Nina, y a veces, hasta cruzaban los dedos y encendían velas imaginarias para que no les tocara su visita:

-Buenos días Nina.

-Buenos días tenga usted, señor “Paulico Sobaca.”

Y para la Plaza se iba el “Paulico Sobaca”, aquel vejete de las infancias aquellas, el que casi vivía de la caridad, y que era el mandadero de las cuatro casas licenciosas de Porcuna, como la de la Isabelita, la del “Talento”, o la meretriz regidora de “La Levaura”.

-Buenos días tenga usted “la Nina Peña”, que ya la veo con el sacabocaos en la mano preparado para taladrar los cartoncillos de “la Perra”

-Buenos días, señor Ricarte.

Y calle abajo se iba “El cojo Ricarte” volviendo la vista atrás para ver los contoneos de caderas de Nina envueltos en su falda de tubo, aquel “Cojo Ricarte” caminando con sus toscas muletas yendo de calle en calle y llamando de casa en casa por si alguna casa precisaba de sus servicios, que no eran otros que limpiar los pozos de los corrales.

-Buenas tardes, Nina.

-Buenas tardes tenga usted señor “La Chanca Victoriano”

Aquel “Chanca Victoriano” que iba con su carro y con su burro recorriendo una calle tras otra calle en el oficio limpiador de sacar todas las porquerías de las casas por unas perras gordas y llevarlas por el allende de los lejíos extrarradios de Porcuna, y que, limpiando un día un pozo por el Pozuelo, se encontró la celebre escultura del Baco romano de Obulco, aquel Baco que cayera en descuidadas y aprovechadas manos, salió de Porcuna y nunca más volvió, ni tan si quiera como visita forastera de los meses de verano.

-Buenos mañanas Nina.

-Buenas mañanas señor “Tuerto Cova”, muy temprano empieza usted la labor de sus apaños descuideros de agenciarse del trigo sin pasar por los impuestos.

Le encomiaba Nina a aquel amanuense de los más humildes del lugar y que ideó el mejor sistema de lucro del mundo por la iglesia de las Dominicas que, tras la guerra sirviera de silo. El Tuerto Cova” que horadó la pared con una caña y la cerró con un trapo, y así, todos los días se dirigía a la fuente a por el agua, pero nunca a la fuente llegaba porque se paraba a descansar en la pared de la iglesia, y desde allí se volvía a su casa con las aguaderas llenas de trigo. Cuando el cono invertido en el trigo se hizo visible, descubrieron al culpable, el cual no lo negó y se ofreció a pagar el trigo que faltase una vez que lo pesaran el existente, con el conocimiento de que si lo hubieran pesado, resultarían las existencias mucho mayores que las entradas.

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Personas y personajes de Porcuna con los que Nina se cruzaba por las calles yendo ella al “cobro de la perra”, de calle en calle y de casa en casa, donde bien, bien recibida y pagada, y donde no, buenas palabras y al lunes siguiente más suerte, pero siempre con aceptables palabras, y si acompañada iba por su sobrina Isabela, siendo obsequiadas con unos polos de hielo con sabor a Cola Cao o a leche con canela y con limón. De calle en calle y de casa en casa como cada lunes con los cartoncillos de las trampas de la “perra” y el sacabocaos de los cobros debidos y de las mesadas cumplidas y acoquinadas, ante puertas que se le abrían a Nina u otras puertas que se le cerraban nada más verla o presentirla u oler aquel su olor de dama fantasmal, mágica y trajeada subiendo o bajando una calle, y asistiendo incluso al decir de la coplilla que se le cantara en dedicación a su presencia por el Pozo Piojo y que decía:

“Comamos y bebamos
Y echemos buche,
Y aquel que esté en la puerta
Que se joda y escuche”
Y era Nina, la que como aparición estaba ante la puerta tocando con los nudillos la melodía del cobro de los impagos, con el cartón y el agujereador diciendo aquello del “déme usted algo”, y escuchando el eco cantinela del vuelva usted mañana a ver si tiene usted más suerte y se encuentra la economía un pelín más holgada.

La inquieta Nina, la de la tienda de tejidos de Manuel Peña por la calle el Potro, aquella que viera pasar por aquella tienda tan bien surtida y mejor atendida, tan hermosa, tan romántica y tan sentimental a dieciocho dependientes: el Joaquín, el Eusebio, el Manolo, la Meli… La que se ganó al público y al pueblo de Porcuna por su forma de ser, tan atenta, tan amable, tan desprendida y conquistadora tanto del rico como del pobre, que nunca subo distinguir entre atenciones diferentes, y tanto le daban a ella los que pagaban los ajuares al contado como los que los ajuares los pagaban a plazos y que a veces se hacían tan eternos y tan difíciles de pagar, y que cuando a las ocho o las nueve de la noche, ya fuera en invierno o en verano, bajaba la persiana de metal de la tienda de Manuel Peña, se daba unos enjuagues de agua, corregía los colores de su cara, se perfumaba con su agua de colonia oliendo a jazmines y se encaminaba Carrera adelante hacía la calle Matadero donde ya la esperaba, aristocrática y piconera, la Señorita Gracia para abrirle las puertas a su Cinema Paraiso en sus dos cines con sus dos escenarios; si el cine de invierno, amplio y coqueto local con sus asientos de madera clavados al suelo y un palco de honor donde siempre estaba la señorita Gracia arropada por su brasero de picón presidiendo el acto de las películas proyectadas sobre la sábana blanca, y si era el cine de verano, con sus sillas de anea y de chinches draculinos mordiendo las piernas atravesando los pantalones, y las películas proyectadas sobre la cal de la pared, mientras las parejas de novios por los gallineros, en lugar de darse besos comían las pipas de leche de las tortas de girasol o las pipas de melón puestas al sol a secar cubiertas con sal, para la luego sed de las salivas si fuera menester y no hubiera muchos ojos mirando.

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Quince inviernos y quince veranos estuvo Nina ofreciendo su dependencia de taquillera por aquella taquilla del cine Rialto, el de la calle Matadero de la señorita Gracia. Quince años encerradita entre los cuatro yesos de la taquilla, si en verano con el aire acondicionado de su abanico de flores y de bordados con su media luna de encaje o abanicos de lunares si la cosa daba en fechas de Romería de Alharilla o de Feria real a cuyo aire o ventolera le añadía Nina su clavel rojo prendido con horquilla a su melena ondulada, abanicando y removiendo aires viciados y espantando moscas negras y moscardones con ojos, o sacando su cabeza por la abertura del ventanuco de su garita de guardia, por donde andaba encerrada como una muñeca de tómbola metida en su envoltorio de plástico para que los malos aires no la descompusieran mucho , y así, asomada como para dar un beso de mejilla. Y si en invierno con su lata ancha y redonda llena de ascuas del salonero y señorial fuego de la casa de doña Gracia traido en paletadas de recogedor, y constantemente lleno y vuelto a llenar para que no se quedara Nina aterida y se fuera a equivocar en las cuentas, o se le quedaran las manos heladas y no pudiera cortar Nina las entradas del cine por su sendero de agujeritos y cosidos a grapa.

Los quince años de Nina como taquillera de los cines Rialto, sustituyendo a “Ramicos ”, que había sido el taquillero hasta que le llegó su jubilación, fueron los años de sus diversiones nocturnas, de sus concurridas verbenas sin más bailes que las músicas de las bandas sonoras de las películas, como cajera quieta que de vez en cuando acudía a la pantalla para mirar las escenas que se proyectaban en las películas, y cuando no, que tampoco podía descuidar la taquilla ante los cinéfilos entretenidos que siempre llegaban tarde, escuchar los diálogos de las películas como si estuviera escuchando los diálogos de una radionovela siempre escrita por Guillermo Sautier Casaseca en sus personajes desdichados y en el desgarro de aquellos amoríos invisibles sonando tan verdaderos.

Aquellos años de los cines Rialto de la señorita Gracia, el de invierno, imponente y el de verano embutido como en un corral de comedias, con Manolillo proyectando las películas con sus cortes de censura, en sustitución del proyeccionista de plantilla que fuera Lucio Alonso Peláez, pero que siempre andaba en sus otros menesteres, siendo portero de los cines, Luis Ruiz, y ejerciendo de vendedora de chuches y otras pipas con música de dientes, la señora Librada, o cuando no, sustituida por Antonio, su marido cojo.
Y en la taquilla Nina, pajarillo en su jaula cambiando pesetas por entradas de colores y sueños de pantalla que ofrecían las fantasías nunca vistas y los reclamos del cine de su época, con las películas toleradas y las que no admitían tolerancia alguna para los menores de edad, aquellas tan llenas de imaginarios rombos y que eran parados a la entrada del cine por el portero, Luis Ruiz no fuera a ser que por algún descuido, o alguna mano blanda se le colaran en el cine y en eso se presentara el Inspector de menores montando el cirio en la platea o en el gallinero haciendo montar en cólera a la señorita Gracia repartiendo y repitiendo palabras para todas las orejas del mundo, y enseñando los papeles de su sangre, sus decencias y sus altísimos escudos nobiliarios.

Pajarillo encerrado en su jaula la Nina taquillera de los cines Rialto de la señorita Gracia, despachando entradas para los entretenidos argumentos iguales de la gran pantalla: los “Cuentos de la Alhambra” con Carmen Sevilla, “Río de plata” con Errol Flynn, “Destino Tokio” con Cary Grant, “Sansón y Dalila” en el technicolor de Cecil B. de Mille, o las “Goyescas”, interpretada por Imperio Argentina y dirigida por Benito Perojo, aquel gran invento que doña Gracia Dacosta se trajo para Porcuna y aumentar así su amplísimo patrimonio de posesiones, títulos, maestrazgos, capillas y funciones: fábrica de aceite, olivares repartidos y tierras calmas con labriegos, patrimonio con billetes y títulos con escudos y rancios abolengos de las más altas alcurnias, a los que se unía también su misión de ventera del picón, que a todo se prestaba la señorita Gracia por aquello de entretener mejor su solteria, ventera del picón que le quemaban sus jornaleros por sus posesiones y que ella se ponía a comerciar como si en el fondo creyera estar vendiendo oro, y que vino a dar en que, en Porcuna se la llamara “la Chiquita piconera”, y para más entretenimientos de sus afanes celibatos, su cine cubierto para el invierno y su cine al aire libre para el verano: en el del verano al aire libre de los mundos y de los planetas, y si en el de invierno, desde la tribuna del patio de butacas, al lado de la escalera que subía al gallinero, y que subían, más que los que iban a ver películas, los que iban a cogerse de las manos mientras el ojo escrutador de doña Gracia Dacosta se tragaba todas las películas, las buenas, las malas y las regulares, en tanto que su tercer ojo velaba por las buenas maneras, las altas costumbres y los mejores comportamientos, en aquellos años tan de llevar la santidad como emblema y la castidad como mando, y las buenas virtudes como propósito de enmienda.

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Películas con dos descansos para el estiramiento de las piernas y las descongestiones musculares de los traseros en asiento de anea o de madera. En el segundo descanso, Nina contaba el taquillo con las entradas vendidas en el color del día que tocara, que cada día de la semana pintaba la entrada su color especial y distinto, siempre cayendo en rojo el que tocaba en domingo o en día festivo, que es cuando más tacos se agotaban, hacía Nina la cuenta de las entradas vendidas con las pesetas recaudadas, y si estaban los ajustes en paz, y no había menguas ni fallos de pesetas ni de gordas, lo que la haría, aunque nunca lo hubo, abonar a la taquillera las monedas de su bolsillo o descontadas de su soldada, como bien se señalaba y se firmaba en el contrato oral de su oficio y de su entretenimiento; Nina atravesaba el cine, y por una puerta entraba a la gran casona de soltera de la señorita Gracia, oliendo todo a cosa antigua y a orines viejos como huelen las estancias del Palacio de Versalles, donde ya la estaba esperando la señorita Gracia apoltronada, señorona e inquisitorial, con sus gafas caladas colgando en cadena de oro y su peinado más alto que nunca, y con el bolígrafo en una mano y el papel en la otra para hacer las cuentas de los números y comprobar que las entradas vendidas se correspondían hasta el último céntimo con las pesetas entregadas de la recaudación. Y ahí estaba Nina vaciando sobre la mesa el montante de pesetas y de otras calderillas, y la señorita Gracia haciendo montoncitos de pesetas, reales, gordas y perrillas, mientras de reojo miraba hacia la pared donde la caja fuerte estaba deseosa de abrir su boca para tragar más dineros y más soberanías.

La Nina taquillera de las diversiones nocturnas y las atenciones clientelares, siempre poniendo su mano bajo el fuego de las mejores atenciones y las más abiertas sonrisas, a la vez que la luz de su rosa lanzaba destellos llamándola en faro y sus ojos tan azules y tan hipnotizadores abrían la boca de los mirones como pidiendo algo. Y así, hasta que acabada la película, el cine Rialto cerraba sus puertas y Nina emprendía la vuelta a casa del número 35 de la calle Castillo, en aquellas horas de las once o las doce de la noche, según fuera el viento de invierno o la calina de verano, avanzando la mujer avanzada y aventajada de su tiempo, en la noche sola, de la calle Matadero hasta la calle Castillo, saludando a las esquinas y a la farola sin municipal, y a los ronquidos que salían por los balcones, y a los suspiros que se salían de las almas, mirando hacia los altos altares de la Torre el sueño inquieto siempre de las piedras, los desvelos de las princesas presas, o los alambres por donde caminaban los príncipes embrujados, siendo toda la noche no más que silencios y recuerdos del día vivido, del otro día más pasado y vivido, y pensamientos que se pensaban en la inquieta quietud de la noche sola y desdibujada.

En la noche en que todos dormían y dormía todo, eran las horas en que Nina se quedaba consigo misma para ser de ella misma su solo destino y su sola presencia. La Nina nocturna que amaba de la madrugada su quietud, su oscuridad, su poesía y su cera de vela, como monja en clausura que a la sola luz de una lamparilla medita el día, lee las palabras sagradas, borda los pañuelos de los ajuares o escribe sus sueños y sus otras inquietudes. Nina le encendía a la noche todo su misterio y le contaba al día pasado el cuento de la niña con rosa que un día salió al balcón de la vida para lanzarle al mundo su lluvia de claveles.

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Desde su rosa de luna, Nina le canta a su cuna la nana de su cigarra mientras el tiempo la agarra no dejándola marchar hacia los sitios del mar donde no brillen sus ojos, ni se visten los antojos con prendas de trapería. A la buena luz del día Nina se viste de azules cuando los niños acuden al hogar de los ensueños donde Nina cuenta sueños del ayer de sus palabras donde Porcuna se baña de su luz en blanco y negro. Nina de los locos cuerdos de su Porcuna de calle, agarrada por el talle para sacarla a bailar o al Paseo a pasear sus caminatas de pipas deshojando margaritas sin querer afirmaciones, y sí las aclamaciones de ser Nina de su tiempo, escenas de un canto viejo en guitarra trovadora escribiéndole a las horas la memoria de sus versos como si fueran los besos más dignos para su boca, y más llenas las alforjas y más amplios los senderos de una Nina en aguacero derramándose en los campos. La Nina que canta el canto de las manos ofrecidas. La Nina comprometida con los suyos sentimientos donde el amor era un cuento de padres y de sobrinos, una cortina de lino transparentando un misterio, un juego de cautiverio jugado de madrugada, una sentencia de nada y una presencia de todo, maravilloso acomodo de precisar lo preciso, lo esencial, el compromiso de una vida de atenciones vivida en las emociones de ser mujer sonriente que del agua de la fuente llenó su cántaro mocho como agua bendecida, agua de la que bebía la cantarina presencia de ser Nina con conciencia en lugar de ser amor, égloga del pundonor, elegía de sus vidas, romance de valentía en el ruedo de su sangre y de su signo de greda, nocturno de luna llena, lectora de los poemas y las prosa de las calles, andarina por los valles de su presencia graciosa, alumbrada por su rosa y por sus ojos azules abriendo las inquietudes de ser mujer sin descanso. Nina del nublo y del raso y de los muchos acasos que la encendieron hermosa volando cual mariposa por los capullos de seda, mujer, señora, doncella, alma y cuerpo compartidos para sentir con los vivos y recordar con los muertos en este mundo de espejos donde los misterios son, el juego del quita y pon bordado en tres iniciales por donde vuelan las aves y caminan los durmientes sabiendo que son ausentes, y sintiendo que el haber sido fue un capricho del destino alumbrándose en un parto.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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