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Fetichistas

A pesar de que casi todos lo consideraban un fetichista, entre la lista de las diez cosas que más le excitaban nunca se encontró que lo tomasen por tonto. Siempre había estado desprovisto de aquella capacidad humana para representar sus anhelos y esperanzas en figuritas de madera humanoides y, quizás por ello, no empatizaba al modo en que lo hacía el resto de sus semejantes con los líderes políticos y deportivos sientiéndose, en infinidad de ocasiones, un extraño, un apartado.

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Asistía perplejo cada día a la cita diaria con la mentira y la tergiversación en la que se habían convertido los informativos, y no lograba entender cómo desde su tribuna, sin ni siquiera ruborizarse, alguien podía decir que un banco era solvente cuando se le habían inyectado diez mil millones de dinero público, que tenía una gran liquidez cuando aún eran necesarios otros siete mil quinientos millones más o, lo que era peor, sin que una algarabía de oyentes rabiosos arrasase con la tribuna y su ocupante dejando tras de sí únicamente una estela de polvo.

Las éticas de pacotilla nunca fueron de su agrado, y se incendiaba cada vez que alguien consideraba que una acción concreta estaba bien solo porque la había hecho alguien de los suyos; así, el déficit en una comunidad autónoma se podía convertir, al modo de las prendas reversibles, en sinónimo máximo de honesta transparencia o en alta traición a una patria que, por suerte para él, no tenía el placer de sentir como apéndice corporal.

Tampoco eran de su agrado aquellos que no hablaban claro y buscaban pretenciosa y sibilinamente el giro lingüístico excesivo e impertinente para decir algo sin mencionarlo. Lo que más le molestaba era que alguno de esos infames portavoces de la retórica vacua llegara a pensar que, por no haber pronunciado la palabra "IVA" al anunciar que iba a subir el IVA, no solo no se hubiese dado cuenta de la estafa, sino que, incauto tal vez, llegase a pensar que lo hacían por su bien.

Mientras intentaba asimilar cómo el escenario político se libraba a diario de la aplicación del delito de fraude, esperaba ansioso la próxima cita electoral para ahuyentar, estaca en mano, al mendigo político que se le acercaría por la esquina agitando su hucha de hojalata para seguir con el negocio.

PABLO POÓ
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