Nunca hasta ahora el Estado de las Autonomías, forma jurídica que configura la organización territorial española y que fue establecida por la Constitución de 1978, había dado muestras de tal grado de agotamiento y de causar el rechazo, por superarlo, de parte de algunas regiones para las que se constituyó como marco de convivencia y encaje legal de la pluralidad de sentimientos nacionalistas existentes en España.
Gracias al consenso alcanzado con la Carta Magna, se procedió a descentralizar el Estado con la creación de 17 Comunidades Autónomas, además de Ceuta y Melilla, cuatro de ellas a través de la vía rápida del artículo 151, que facilitaba el acceso inmediato y la transferencia de competencias, reservado a las consideradas “históricas”, esto es, a Cataluña, País Vasco y Galicia, a las que se unió Andalucía. El resto lo haría de forma paulatina, según lo estipulado en el artículo 143.
Se respondía así a las aspiraciones históricas de autogobierno de vascos y catalanes y se definía un Estado no centralizado, cuyo precedente figuraba ya en la Constitución de 1931 de la Segunda República, pero garantizando, por medio del mismo artículo 2 que reconoce las autonomías, “la indisoluble unidad de la Nación española” y la “solidaridad” entre todas las comunidades y regiones españolas.
Tras 33 años de desarrollo autonómico, pacífico y democrático, Cataluña pretende forzar en la actualidad la convocatoria de una consulta en su territorio para cuantificar el apoyo popular de los catalanes a la propuesta de convertirse en un Estado propio e, incluso, si ese sentimiento fuese mayoritario, a independizarse de España. Es lo que ellos denominan el “derecho a decidir”, por el que reclaman que el Gobierno de la Nación les faculte para convocar un referéndum soberanista.
El Congreso de los Diputados ha rechazado esta posibilidad por abrumadora mayoría durante la sesión del pasado día 8 en la que se debatió la propuesta. Una propuesta y un resultado similares a los conseguidos en febrero de 2005, cuando se sometió a discusión en sede parlamentaria el conocido como plan Ibarretxe, un proyecto que el País Vasco propugnaba para decidir nuevas formas de encaje de Euskadi en el conjunto del Estado, basado en el modelo del Estado Libre Asociado que vincula Puerto Rico a Estados Unidos.
Pero hay una particularidad entre ambas pretensiones: la iniciativa catalana no da por acabado su recorrido con el “portazo” del Congreso, sino que insiste en continuar explorando mecanismos que le posibiliten ejercer ese “derecho a decidir” al que se ha comprometido el presidente de la Generalitat, Artur Mas con fecha ya cerrada.
El referéndum está previsto para el próximo 9 de noviembre. A tal efecto, el Honorable President ha anunciado que piensa elaborar una ley de consultas catalana que dé cobertura legal a una votación de cuyo resultado derivaría, en caso de ser mayoritariamente favorable, el inicio de un proceso segregacionista en pos de la independencia de la región.
Dice Félix Ovejero que “nación es un enigma y el nacionalismo un enigma levantado sobre otro enigma”, para asegurar que, según numerosos estudios, “el nacionalismo no es el resultado de una nación, sino que, al revés, el nacionalismo se inventa la nación en nombre de la cual habla”.
Algo semejante es lo que sucede en el enfrentamiento político actual entre Cataluña y España, en el que ambos nacionalismos apelan a la “nación” como imperativo categórico que les impulsa a la actuación y adecuación de la realidad a los deseos de quienes evocan tal concepto.
Es decir, para los dirigentes catalanes es prioritario que España reconozca que Cataluña es una realidad nacional y que, por ende, puede aspirar a construir su propio estado y a enarbolar el derecho a la independencia, a pesar de que la legalidad en la que se halla inserta no contemple tales extremos.
Los antecedentes históricos en los que se funda esta reivindicación son tan ambiguos como las diversas interpretaciones que dan lugar. Claro que la historia es un proceso abierto que no se atiene a una evolución lineal ni predeterminada, sino que es fruto de contingencias de cada momento o período concreto.
Así ha sido siempre la secuencia cronológica de hechos y culturas que han dado forma a lo que conocemos como España, desde los primeros grupos indoeuropeos, fenicios, griegos o tartésicos hasta las invasiones árabes, romanas, visigodas o cristianas que, ya en la Edad Media, sirvieron para constituir la España que ha llegado a nuestros días, convertida en un estado unificado bajo la monarquía de los Reyes Católicos, no sin tensiones entre las partes que la constituyen.
Es en ese devenir histórico cuando surge Cataluña a partir de los condados hispánicos del Imperio carolingio que se integran en el Reino de Aragón, creado en 1137 por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón y el conde de Barcelona.
En esa época, España aun no existía, sino que estaba formada por una pluralidad de reinos (Reino de León, Reino de Portugal, reino de Castilla, reino de Navarra y Corona de Aragón) enfrentados entre sí y defensivos contra los musulmanes de Al-Ándalus, a los que combatieron durante ocho siglos sin ningún proyecto en común, sino respondiendo, como describe Juan Pablo Fusi en su Historia mínima de España, a “necesidades estratégicas, aspiraciones territoriales, razones de seguridad y defensa, intereses dinásticos y proyectos estatales e institucionales separados de los distintos reinos peninsulares”.
Esta es la realidad que nos conduce a un presente en el que se reproducen las disputas territoriales y las reclamaciones identitarias que debían haber quedado resueltas con la constitución del Estado de las Autonomías.
Después del largo período de la dictadura franquista, que pisoteó derechos individuales y colectivos, había que superar el asfixiante centralismo obligatorio que impuso con una democracia que calmara, en cualquier caso, las tendencias segregacionistas.
La Constitución de 1978, en su Título VIII, desarrolla el actual modelo autonómico que evita el federalismo. Y lo evita para no reconocer las distintas naciones que pueden confluir en España. Una vez más, nación es la “china” que nos molesta en el zapato estatal y nos impide andar cómodamente juntos.
Cataluña, como antes el País Vasco, y pendientes de ellas Canarias, Galicia y el resto de Comunidades Autónomas, pretendía modificar la Constitución para que recogiera su identidad nacional. Cataluña como “nación”, palabra tabú que fue agriamente descartada por el Tribunal Constitucional, a instancias del Partido Popular, por considerar que la única nación existente es España, la que configura el conjunto del Estado.
Lo demás son nacionalidades, que el Constitucional no equipara a “nación”. Desde entonces, han ido tensándose las relaciones entre aquella Comunidad y el Estado hasta desembocar en ese plebiscito soberanista que están dispuestos convocar, con o sin autorización de las Cortes españolas.
Si ese hecho se produce, significaría el agotamiento del Estado de las Autonomías, un modelo poco definido en la propia Constitución y que ha ido completándose a través de modificaciones estatutarias y negociaciones periódicas para ampliar el número de competencias y capacidad de financiación.
Y quedarse sin modelo nos abocaría a optar por una de estas dos alternativas: retornar al viejo Estado unitario centralista o convertirnos en un Estado Federal sin ningún complejo. El primer modelo es Francia, y el segundo Estados Unidos, por citar algunos ejemplos.
Y la verdad es que para la segunda opción nos resta muy poco, tan poco como modificar la Constitución y desarrollar realmente el Senado como cámara de representación territorial o federal. Pero lo más dificultoso de todo ello sería reconocer la existencia de “naciones” iguales que se integran en un Estado federal, simétrico o asimétrico, articulado en unidades territoriales que poseen una autonomía considerable. Algo parecido a lo que ya tenemos.
Pero lo impide la Constitución, aunque ninguna constitución es inmodificable ni intocable. De hecho, la Carta Magna sufrió modificaciones para introducir la llamada “regla de oro” que ponía límites al déficit público.
La propia Constitución establece las normas, bastante rígidas, para ello. Se requiere consenso y estar abiertos al diálogo franco y sincero, sin apriorismos ni actitudes intransigentes. Es lo que reclaman a través de los medios de comunicación Artur Mas y Mariano Rajoy, pero ninguno se sienta a dialogar con el otro, resguardándose tras sus particulares parapetos maximalistas.
Vivir juntos es ceder en máximos para alcanzar puntos de encuentros que posibiliten el desarrollo de cada cual. Un desarrollo que siempre será más fácil en conjunto que por separado. A partir de esta premisa, no debería haber obstáculos para conseguir un nuevo modelo de convivencia entre los pueblos y naciones de España que nos siga ofreciendo paz, prosperidad y libertad a todos. Lo de menos sería el nombre que le demos a esa utopía visionaria, sea Estado Autonómico, Federal o Español.
Gracias al consenso alcanzado con la Carta Magna, se procedió a descentralizar el Estado con la creación de 17 Comunidades Autónomas, además de Ceuta y Melilla, cuatro de ellas a través de la vía rápida del artículo 151, que facilitaba el acceso inmediato y la transferencia de competencias, reservado a las consideradas “históricas”, esto es, a Cataluña, País Vasco y Galicia, a las que se unió Andalucía. El resto lo haría de forma paulatina, según lo estipulado en el artículo 143.
Se respondía así a las aspiraciones históricas de autogobierno de vascos y catalanes y se definía un Estado no centralizado, cuyo precedente figuraba ya en la Constitución de 1931 de la Segunda República, pero garantizando, por medio del mismo artículo 2 que reconoce las autonomías, “la indisoluble unidad de la Nación española” y la “solidaridad” entre todas las comunidades y regiones españolas.
Tras 33 años de desarrollo autonómico, pacífico y democrático, Cataluña pretende forzar en la actualidad la convocatoria de una consulta en su territorio para cuantificar el apoyo popular de los catalanes a la propuesta de convertirse en un Estado propio e, incluso, si ese sentimiento fuese mayoritario, a independizarse de España. Es lo que ellos denominan el “derecho a decidir”, por el que reclaman que el Gobierno de la Nación les faculte para convocar un referéndum soberanista.
El Congreso de los Diputados ha rechazado esta posibilidad por abrumadora mayoría durante la sesión del pasado día 8 en la que se debatió la propuesta. Una propuesta y un resultado similares a los conseguidos en febrero de 2005, cuando se sometió a discusión en sede parlamentaria el conocido como plan Ibarretxe, un proyecto que el País Vasco propugnaba para decidir nuevas formas de encaje de Euskadi en el conjunto del Estado, basado en el modelo del Estado Libre Asociado que vincula Puerto Rico a Estados Unidos.
Pero hay una particularidad entre ambas pretensiones: la iniciativa catalana no da por acabado su recorrido con el “portazo” del Congreso, sino que insiste en continuar explorando mecanismos que le posibiliten ejercer ese “derecho a decidir” al que se ha comprometido el presidente de la Generalitat, Artur Mas con fecha ya cerrada.
El referéndum está previsto para el próximo 9 de noviembre. A tal efecto, el Honorable President ha anunciado que piensa elaborar una ley de consultas catalana que dé cobertura legal a una votación de cuyo resultado derivaría, en caso de ser mayoritariamente favorable, el inicio de un proceso segregacionista en pos de la independencia de la región.
Dice Félix Ovejero que “nación es un enigma y el nacionalismo un enigma levantado sobre otro enigma”, para asegurar que, según numerosos estudios, “el nacionalismo no es el resultado de una nación, sino que, al revés, el nacionalismo se inventa la nación en nombre de la cual habla”.
Algo semejante es lo que sucede en el enfrentamiento político actual entre Cataluña y España, en el que ambos nacionalismos apelan a la “nación” como imperativo categórico que les impulsa a la actuación y adecuación de la realidad a los deseos de quienes evocan tal concepto.
Es decir, para los dirigentes catalanes es prioritario que España reconozca que Cataluña es una realidad nacional y que, por ende, puede aspirar a construir su propio estado y a enarbolar el derecho a la independencia, a pesar de que la legalidad en la que se halla inserta no contemple tales extremos.
Los antecedentes históricos en los que se funda esta reivindicación son tan ambiguos como las diversas interpretaciones que dan lugar. Claro que la historia es un proceso abierto que no se atiene a una evolución lineal ni predeterminada, sino que es fruto de contingencias de cada momento o período concreto.
Así ha sido siempre la secuencia cronológica de hechos y culturas que han dado forma a lo que conocemos como España, desde los primeros grupos indoeuropeos, fenicios, griegos o tartésicos hasta las invasiones árabes, romanas, visigodas o cristianas que, ya en la Edad Media, sirvieron para constituir la España que ha llegado a nuestros días, convertida en un estado unificado bajo la monarquía de los Reyes Católicos, no sin tensiones entre las partes que la constituyen.
Es en ese devenir histórico cuando surge Cataluña a partir de los condados hispánicos del Imperio carolingio que se integran en el Reino de Aragón, creado en 1137 por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón y el conde de Barcelona.
En esa época, España aun no existía, sino que estaba formada por una pluralidad de reinos (Reino de León, Reino de Portugal, reino de Castilla, reino de Navarra y Corona de Aragón) enfrentados entre sí y defensivos contra los musulmanes de Al-Ándalus, a los que combatieron durante ocho siglos sin ningún proyecto en común, sino respondiendo, como describe Juan Pablo Fusi en su Historia mínima de España, a “necesidades estratégicas, aspiraciones territoriales, razones de seguridad y defensa, intereses dinásticos y proyectos estatales e institucionales separados de los distintos reinos peninsulares”.
Esta es la realidad que nos conduce a un presente en el que se reproducen las disputas territoriales y las reclamaciones identitarias que debían haber quedado resueltas con la constitución del Estado de las Autonomías.
Después del largo período de la dictadura franquista, que pisoteó derechos individuales y colectivos, había que superar el asfixiante centralismo obligatorio que impuso con una democracia que calmara, en cualquier caso, las tendencias segregacionistas.
La Constitución de 1978, en su Título VIII, desarrolla el actual modelo autonómico que evita el federalismo. Y lo evita para no reconocer las distintas naciones que pueden confluir en España. Una vez más, nación es la “china” que nos molesta en el zapato estatal y nos impide andar cómodamente juntos.
Cataluña, como antes el País Vasco, y pendientes de ellas Canarias, Galicia y el resto de Comunidades Autónomas, pretendía modificar la Constitución para que recogiera su identidad nacional. Cataluña como “nación”, palabra tabú que fue agriamente descartada por el Tribunal Constitucional, a instancias del Partido Popular, por considerar que la única nación existente es España, la que configura el conjunto del Estado.
Lo demás son nacionalidades, que el Constitucional no equipara a “nación”. Desde entonces, han ido tensándose las relaciones entre aquella Comunidad y el Estado hasta desembocar en ese plebiscito soberanista que están dispuestos convocar, con o sin autorización de las Cortes españolas.
Si ese hecho se produce, significaría el agotamiento del Estado de las Autonomías, un modelo poco definido en la propia Constitución y que ha ido completándose a través de modificaciones estatutarias y negociaciones periódicas para ampliar el número de competencias y capacidad de financiación.
Y quedarse sin modelo nos abocaría a optar por una de estas dos alternativas: retornar al viejo Estado unitario centralista o convertirnos en un Estado Federal sin ningún complejo. El primer modelo es Francia, y el segundo Estados Unidos, por citar algunos ejemplos.
Y la verdad es que para la segunda opción nos resta muy poco, tan poco como modificar la Constitución y desarrollar realmente el Senado como cámara de representación territorial o federal. Pero lo más dificultoso de todo ello sería reconocer la existencia de “naciones” iguales que se integran en un Estado federal, simétrico o asimétrico, articulado en unidades territoriales que poseen una autonomía considerable. Algo parecido a lo que ya tenemos.
Pero lo impide la Constitución, aunque ninguna constitución es inmodificable ni intocable. De hecho, la Carta Magna sufrió modificaciones para introducir la llamada “regla de oro” que ponía límites al déficit público.
La propia Constitución establece las normas, bastante rígidas, para ello. Se requiere consenso y estar abiertos al diálogo franco y sincero, sin apriorismos ni actitudes intransigentes. Es lo que reclaman a través de los medios de comunicación Artur Mas y Mariano Rajoy, pero ninguno se sienta a dialogar con el otro, resguardándose tras sus particulares parapetos maximalistas.
Vivir juntos es ceder en máximos para alcanzar puntos de encuentros que posibiliten el desarrollo de cada cual. Un desarrollo que siempre será más fácil en conjunto que por separado. A partir de esta premisa, no debería haber obstáculos para conseguir un nuevo modelo de convivencia entre los pueblos y naciones de España que nos siga ofreciendo paz, prosperidad y libertad a todos. Lo de menos sería el nombre que le demos a esa utopía visionaria, sea Estado Autonómico, Federal o Español.
DANIEL GUERRERO