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Manuel Santiago Estévez: el médico de familia

Al Llanete San Juan no se lo concibe, al menos literariamente, si no es, en esa su cosa de ser recoleta acogida, que como todo lo recoleto, y todo lo recogido, pinta su estampa en otoño o en invierno, quizá con su algo de primavera temprana, esa primavera temprana sin calendario que se contempla cuando, a febrerillo el loco, le da por lanzar soles iniciales, y abre arcas y baúles para sacar del alcanfor las ropas de entretiempo, esas que están siempre en un sí o en un no, esas que se asoman a la mañana del despertar por ver o por sentir si pueden ser vestidas, o por el contrario, deberán ser colgadas de las alcayatas de la pared, aquellas perchas de los pobres, junto a una estampa andaluza enmarcada en un marco de madera carcomido por lunarillos de moscas.

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Fotografía: Borja Ruíz de Adana

Al Llanete San Juan, aquel del que habla esta historia, hay que adornarlo de otoño o adornarlo de invierno, para que despierte ofreciéndosenos con la extraña calidez del frío, como si al Llanete San Juan, se le pudiera poner en su centro, con sus tres naranjos, verdes y amargos, y sus pinos de cemento, un brasero de picón, para dar un poco de calor al llanete, o un sitio de arrimo y amarre y acogida a los visitantes de ese llanete tan visitado tanto, en los años aquellos por donde trascurría la vida de don Manuel Santiago Estévez, el médico de familia, aquel médico de familia genial, arisco, aristotélico, incongruente, espléndido, locuaz o mudo, culto, suficiente y autosuficiente, greñudo y lírico, hosco o cordial, según se le viniera en gana, o displicente y frío como el mármol, cuando se levantaba con el otro pie de su cojera, el que no tendía a lo humorístico sino a lo regañador, según hubiera sido el despertar del médico de cabecera, casi revertido en médico rural por una metamorfosis kafkiana.

A esta estampa de don Manuel Santiago, por lo tanto, le viene bien ser escrita como estampa de otoño, o estampa de invierno. Si es otoño, pongámosla con rebequita y medias finas; si es en invierno, con su bata de boatiné, medias recias y alpargatas de felpa; quizá con un velo blanco de escarcha nevando sobre las hojas verdes de los tres naranjos, cada uno en la esquina del triángulo irregular aquel de San Juan, sin fuente socialista y sin bailenera escultura popular, sino como un espacio abierto para el jugar de los niños, o para pegar saltos y quitarse el frío; o también con su cosa de rocío llorando como una lágrima de virgen dolorosa, resbaladiza hasta el arroyillo de las losas de piedra.

Por el número trece del Llanete San Juan, abierto a plena calle, palaciego y señorial, burgués y nacional, se abría a la calle y a las gentes de todas las calles de Porcuna, el cándido hospitalillo sin residencias de cama de don Manuel Santiago: el médico de familia. Un espacio de invierno con témpanos, o un espacio de otoño con uñas de gato resbalando colgantes y ya de sequía, por la media luna de las tejas árabes hasta formar un adorno de zarcillos dorados acabados, mustios, en un rebrillar de perlas blancas, ya semillas, u hojas con legañas, coaguladas a un todo de mejillas como eternos besos de amor.

El número trece del Llanete San Juan, donde don Manuel Santiago tenía su hogar y su consulta médica, antes de que a Porcuna llegara la modernidad democrática y europea de los Consultorios Médicos, de los Centros de Salud, bien por aquel obsoleto del depósito del agua, que fuera escuela, o el de San Francisco, que también fuera escuela, era, en sí, y sobre todo, un palacio de invierno adonde íbamos los porcuneros con nuestras enfermedades o con nuestros cartoncitos de las medicinas para el rellene de las recetas médicas, donde en cualquier momento uno esperaba escuchar una proclama popular, nacional, y muy carmenpolodefranco, asomando al balcón principal, derramando líricas perlas de palabrerías exhortadoras o utópicas, hasta crear un todo de unidad, un adorno de banderas nacionales, bicolor con aguiluchos hasta dibujar una secuencia, más del tiempo de mister Marshall , que de elocuente grandiosidad oratoria, franquista, floral y elegantísima, como versos cursis escritos por un poeta excesivamente sentimental y patrio, muy dieciocho de julio, muy doce de octubre, y muy imperial.

Al palacio de invierno de don Manuel Santiago Estévez, acudíamos mañaneramente las gentes de Porcuna para el diario transcurrir de las cartillas médicas, en sus consultas o en sus recetas, y uno piensa- pasado el tiempo, idas las nieblas, aclarados los espejismos- que, a veces, también, en sus distracciones, en un pasar el rato hasta la hora del almuerzo con cocido y en mesa de hule. Una especie de tertulia popular, barrial y obrera, que era como una ocupación, casi dada en revolución con otras banderas, por donde desfilaban las abuelas con moño y con velo y con delantal, con medias y con bata, con negros y con más negros; las mujeronas con carnes y varices , con soplos o con mareos, con anginas de pecho, o pechos sin canalillos; los viejos con las boinas y las barbas blancas, pantalones remendados y unas cintas de luto adornando los nortes de los codos, y con muchas toses y muchos pañuelos en las bocas para los esputos, y niños con moquillos, resfriados de garganta, sarampión o pinchos, o un todo revuelto para pasarlo todo de una vez y quedarse tranquilos; o algún bebé escocido sin los polvos de azol, sin los polvos de talco o sin la harina del bacalaillo.

Al palacio de invierno de la consulta médica de don Manuel Santiago, se le amanecía un corro de gentes con las cartillas médicas en las manos, muchos ruidos en las bocas, muchas toses, muchos resfríos o muchos cartoncitos con palabras raras o muchas preguntas de barriadas o de visitas o de coincidencias vecinales, en el cómo estás tú o el cómo estoy yo, y la de tiempo sin vernos, y la del tiempo sin vuelta…

Mientras las gentes aguardaban la hora del abrir la cancela de hierro de la casa, para hacer de la casa familiar de “Los Corazones”, la casa ocupada, la muy habitada, la coral, don Manuel entreabría los visillos blancos de su consulta, más que por ver las gentes que había esperando la entrada libre a palacio, cuanto por ver cómo se había amanecido el día, y así, poder y saber dibujar, a ciencia cierta, y sobre su rostro con bigotito entrecano, galandoso y nacional, la actitud de una naranja de los naranjos del llanete, el diente largo de una ironía, o una leve sonrisa por favor, de esas que apenas se dibujaban en la boca.

En el zaguán del palacete de invierno de don Manuel Santiago, las iletradas viejas del moño y el velo, que siempre estaban en primera fila para ser las primeras en ser atendidas, a sabiendas del baraje de cartas que don Manuel Santiago hacía luego con las cartillas, que trucaba los turnos cuanto turnaba las esperas, miraban hacia arriba el azulejo con la bandera de España, que decía un no se qué de “Aquí vive un español”, enfrentado al sentimiento de las otras banderas, las derrotadas, las que ya sólo eran conciencia, en tanto apremiaban a los niños de párvulos a que les deletrearan el sonsonete nacional del mensaje grabado como una bordadura, la proclama vencedora o noble, diciendo finalmente un “ah” salido de una incomprensión o una indiferencia sin dientes, y muchas arrugas canas, y mucho frío en las manos.

Cuando, por el corto pasillo se escuchaba y se divisaba el renqueante arrastrar su pierna coja de don Manuel, las gentes se recogían en sí mismas, mudaban el eco guerrero de los murmullos en silencios con agradecidas aperturas, sintiendo el chirriar sonoro y apartamental de la blanca puerta de hierro, encristalada con transparentes esmerilados, como quien escucha ir muy aprisa el ritmo de su corazón.

Don Manuel Santiago pronunciaba un buenos días fino, elegante, señorial, madrileño, castellano viejo de la vieja Castilla, lepantero y providencial, con muchos flandes y muchos despeñaperros, y otras leyes que despeñar, y con muchas eses y muchas universidades, y todos nos quedábamos sorprendidos de lo bien que sonaban en sus labios las eses finales de los buenos días, a nosotros, que tanto se nos atragantaban todas las consonantes finales, fueran en eses, en erres, en enes o en eles, que era lo nuestro un hablar pronunciador final de vocales, y muy a menudo hasta vocales nos sobraban, o cuando no medias palabras, o cuando no, convertíamos la palabra más larga y más impronunciable en un ea categórico o un miaque sin molinillos y sin manierismos, casto y seglar como una hoja de penca o un rebrote de azucenas.

A la puerta de su castillo, señor feudal de sus posesiones, guardián de armadura de acero, más dorado que plata, a las que el pueblo entraba como conquistando una posición desguarnecida, sin más banderas que las cartillas médicas y muchos pañuelos en las narices, don Manuel Santiago estiraba sus manos e iba recogiendo de los visitadores las cartillas, como amontonando cartas de una baraja española, y cuando no era él el que las recogía, tratábase de don Juan López “Esparraguito” el que amontonaba el volumen de cartillas y hasta las voluntades de enfermería. En tanto, las gentes íbamos entrando al palacete de invierno, huyendo del frío para entrar en el calor de sus salas de espera, ya fuera en el calor del amontonamiento, pillando sitios, sillas, rincones, escaleras, escaleras, pasillos y descansillos, o por los suelos baldosas, aposentando traseros o acomodando espaldas y cabezas, mientras las estancias jugaban al despiste señorial de los corrales, haciendo comparaciones entre palacete y casa, entre casa y chavola, entre chavola y cielo abierto, entre rellano y habitación, entre cámara, dormitorio y otras presunciones.

Por la casa de don Manuel Santiago, las decoraciones antiguas y señoriales de realengo, donde gobernaba como guardia o como duende, el perchero con su espejo, donde uno presentía sombreros de copa, pamelas de boda, abrigos, gabardinas, mucho bastón con empuñaduras, y hasta un aguamanil con agua de Marmolejo y jaboncillos de olor, y una docena de rosas cortadas de los rosales del patio, y muchas visitas de copete haciendo la hora del té y los juegos de tresillo.

Por la consulta donde don Manuel Santiago atendía a la clientela popular, dos puertas entrecerradas para sentir de escuchar los pronunciados nombres de las cartillas, que, unas veces se escuchaban y otras veces no, dependiendo todo de los murmullos de las gentes, que empezaban quedas, cortadas y atemorizadas y acababan con la confianza ya tomada de hacer de lo ajeno lo propio, en auténtico jolgorio de voces de vecindario, de corrala de vecinos, o pregones de mercancías con borrico y con serón. En la estancia principal de la espera, su arca de madera olorosa a barniz y a antigüedad, con su tapillete blanco de encaje de calidad, candelabros de bronce y velas sin encender:

-“¡Carmen Garrido de Dios!” – llamaba don Manuel; y la Carmen Garrido de Dios abandonaba su asiento y entraba en la consulta con los cartones de las medicinas, recortados con primor, en las arrugas de sus manos.

Sobre una pared, la cosa guerrera de los castillos medievales. Agarradas con alcayatas, sobre barnizadas maderas y fondos de terciopelo negro, los souvenirs matanceros de la guerra civil, exhibidos en aquella estancia como símbolos de victoria, o recuerdos murmuradores: pistolas sin balas y balas sin pólvora, sables sin cabeza y granadas sin manos, cuchillos sin sajo y fusiles sin miras; armas desactivadas que sólo daban ya en adorno y en cosa de exposición, y sin más guerra que una remembranza de libro de texto y un pundonor de fotografía de aquella guerra de nuestros antepasados.

-“¡Antonio Quero Casado!”- Y el Antonio Quero Casado, retiraba el pie izquierdo de la pared, con el pie derecho apagaba el cigarrillo recién escupido de los labios, y entre la niebla del humo, entraba a la consulta de don Manuel para que don Manuel le solucionara el problema de la tos, o los retortijones del cólico, o los efluvios del anís.

Haciéndole escolta a la puerta de madera, los retratos patriotas, los movimientos nacionales, el arriba España de las fotos de Franco en su juventud mora y la de José Antonio en su hierática y señorial apostura de poeta con flor natural ganada en un certamen de poesía lírica de un pueblo de montaña.

Por el aire de las estancias una niebla de humos de cigarrillos, un alguien que entornaba la puerta de la cancela para que salieran los humos que nunca salían y un arrejunte de colillas en sus tonos blancos de cigarrillos negros, y una sonora regañina de don Manuel Santiago con todas las eses del mundo sonando en su boca, atravesando las paredes como fantasma blanco que abandona una estancia de castillo para asustar a las gentes:

-“¡Hagan ustedes el favor de callarse de una vez!”, mientras las orejas sordas de los resfriados se pegaban a las puertas para no perderse sus nombres murmurados, sabiendo que, de no ser escuchados, tendrían el padecer de cerrar la consulta y salir los últimos a la calle, y encontrarse cerrados los puestos de la Plaza de abastos.

Y el silencio duraba lo que duraba en la boca una calada de cigarrillo. Las nieblas por las estancias perfilando un paisaje de montañas con espesuras donde hacían de alturas los altos bordes de los cuadros colgados por las paredes, y por los suelos, un desperdicio de colillas apagadas, desvergonzadas, exhibidoras, pulmonares, negras de nicotina e insurrectas de limpieza. Por las paredes y por lo aires cálidos de las estancias, muchas toses y muchas ronqueras, muchos mocos y muchos pinchos, y muchos dolores de reuma, y mucho dolor de barriga, y barrigas de siete meses y niños de siete días, y un si o un no de peregrinos para los milagros, y un sin saber de sentidos deshojando una armonía de enfermedades confrontadas y conformistas, en un sea lo que Dios quiera, y amén.

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Fotografía: Borja Ruíz de Adana

Al lado de la escalera que daba al corredor de los dormitorios, las juventudes sentadas esperando el nombre, y en la pared la pecera del agua con los peces de colores, los peces del agua fría, los anaranjados peces en su ir y venir nadando las aguas como si de aguas marinas se trataran, donde nos poníamos de puntillas los niños, con los ojos impresionados, viendo ese ir y venir de los peces por los mares, con sus verdes flores de plástico y sus corales artificiales, con una ánfora sin tesoros, con algún barquito hundido, un marinero blanco y una sirena cantando la canción de los enamoramientos; el tubito con las burbujas del oxígeno dibujando círculos de pompas de jabón y la luz de la lámpara iluminándolo todo hasta presentir que más que pecera, era una película en vivo de dibujos animados.

A eso de la hora en que se presentían los desayunos, por las escaleras, ocupadas como asientos de tribunas en un campo de futbol, comenzaba el desfile bajante de los habitantes de la casa: la señora Rosario con su acento madrileño, su permanente en ondas, su armoniosa elegancia de señora de la casa pronunciando un buenos días educado y de diccionario mientras despejaba con un soplo el humo de los fumadores, y los seis hijos del matrimonio desfilando elegantes, principescos, dueños y señores, amables y educados: la Mercedes y el Julio, el Antonio, el Manuel y el Joaquín, y cerrando el desfile descendiente de pasarela con escalones, la Julia, la que levantaba los murmullos y los comentarios, la que hablaba en silencio y miraba apesadumbrada, la elegante viuda juvenil, la viuda de altar, espacios sonoros y especias de incienso:

-“La viuda” –murmuraban los contertulios de las enfermedades benignas. Y había como una especie de lástima y de comprensión hacia esa melena lánguida que descendía por su cabeza como velo que intentaba ocultar una lágrima o un sentir muy de antaño, como una rosa negra sacada de un libro de amores desventurados con lutos tan tempranos.

El ronroneo de los buenos días bajaba las escaleras, se adentraba por los oídos, empapelaba las paredes, ahuyentaba las pobrerías, vestía de tules y de armonía las ropas negras y los calcetines rotos, hacía olvidar las toses y los suspiros, y había por el ambiente un quitarse el sombrero repentinamente en boina. Los buenos días de la familia de la casa se asombraba en los pececillos anaranjados y abría las bocas para adecentar el mundo de las consonantes bien pronunciadas.

Y cuando la señora Rosario abría la puerta corredera que daba al comedor, parecía que la señora de la casa invitaba a los impresionados enfermos de las estancias a tomar un café con leche con galletas napolitanas, brillando sobre una mesa, un florido frutero de cristal lleno de manzanas rojas que ofrecían a don Manuel los emigrantes franceses de la cuadrilla de Manolo el Carrero cuando volvían de Francia, olorosas y brillantes como frutillas de cera.

Mientras tanto, en la consulta, don Manuel auscultaba a los enfermos, abría las bocas y las pecheras, sacaba lenguas y palpaba vientres, removía miembros, tentaba calambres y tocaba frentes y miraba campanillas como si buscara flautas sonoras sonando en espasmos y quejidos; tomaba manos y pulsos, buscaba los corazones, los hígados y los riñones y las tripitas de leche, abría ojos y cerraba entrecejos, advertía voces y roncaba gargantas con verdes; palpaba pecas, pinchos y eccemas de sarampión, miraba dientes como a caballos de copas, mientras lanzaba su castellano perfecto, ilustrado y elegante, con la misma euforia o el mismo sarcasmo o la misma crítica con que escribía sus artículos, sus proclamas, sus latigazos o sus floripondios, sus paranoias y sus peroratas porcuneras en el Diario JAÉN, nacional y falangista, mientras César Cruz le fotografiaba las noticias con el blanco y negro de su retina sonora, lírica y elegante.

Y mientras don Manuel Santiago revisaba los cuerpos para la salud y el alma para las sepulturas, bendiciendo a los enfermos como un cura de cortijada, Don Juan López iba anotando en el cuaderno de las recetas los medicamentos que don Manuel pronunciaba, que si los cuatro botes de penicilina, que si las tres cucharas de jarabe, que si los dos untes de pomada, que si las tres refriegas con alcohol alcanforado o alcohol de romero, que si la aspirina de la tarde, que si el azol de los culetes o los vapores con hojas de eucalipto, unas pastillas Juanola para el ronquido del alma, y quizá un porrón con agua de Cantarero o un caminar mucho por los llanos de Pezcolar, a la sombra de un olivo y un riachuelo con su agua salada.

Y cuando las enfermedades abandonaban el palacio de invierno de don Manuel Santiago, del número trece del Llanete de San Juan, y el último sordo o el más despistado cerraba del palacio su cancela de hierro, don Manuel Santiago recogía en la serenidad de su paso lento, su pierna cojitranca, señorial, y elegante, empuñaba bastón, cansancio, tranquilidad o zozobra, y en el sanbenito de sus dolores y como en cosa de caridad, se pateaba media Porcuna para las visitas a domicilio, donde aguardaban los enfermos más difíciles de tratar, los de cama y sopa y un cura en la perspectiva, los del cólico nefrítico con el suero inyectado en el brazo, aquel que pendía de una mizo atado a una punta de la viga de un techo, o los de las fiebres altas y las convalecencias largas, que apenas daban de sí una lagrimita de compasión y un ponerse malos muy malos para que don Manuel no les dijera:

-“Peor estoy yo, y me he recorrido medio pueblo…”

Estadista del mal terrible que rima con letra. Pulsor de la anacoreta sensación de las bacterias. Amante de las secuencias de los virus infantiles. Roncero de los abriles, reuma de los otoños. En los partos seis retoños y un recreo de escaleras. A las horas de los buenas un ceño con bigotillo. Manuel de los baratillos de granadas y escopetas. Nacional de las estetas florituras de las rimas. Por las mañanas cortinas y cartillas del seguro. Viejas con los cuatro duros de la consulta privada. Don Manuel en la algarada de las toses ocupantes. Manuel de las caminantes callejuelas de las penas. Cojitranco con cadenas, yugos, flechas y bigotes. Amigo de los azotes, enemigo del buen tiempo. Salvador de los enebros y la magia de los magos. Peregrino en el Santiago de San Juan hasta Alharilla. Reportero de las trillas y las obispas visitas. Por las tardes margaritas, por las noches lunas llenas. Doctor de las azucenas dibujadas en las caras. Si de sangres, coloradas, si de fiebre blancos rostros. Sacristán de los enojos y los buenos días con eses. Del ayer de los ayeses lector del verso aguerrido. Culta escena del membrillo y el catecismo con hablas. Manuel Santiago del alba del amanecer mariana. Penicilina con alma, jarabe con tos ferina, a la borla de mi rima le están naciendo cosquillas, como una fiebre amarilla de unas justas literarias. En las aldeas idearias una bandera española, un mar sin cuerpo y sin ola, y un azul divisionario. Agradece el obituario, tras muchos años atendiendo, a una legión de sedientos, amadores de la salud, tu nombre en la contraluz de los valiosos galenos. La medicina en tu seno se hizo calma y serenata, desde tu casa ocupada, con humos y risotadas, hasta el digno trabajar de tu mano sabedora. Manuel Santiago, en la hora de escribir estas palabras, te entrego el don de las almas, sin más luz de sentenciar, que en la leña de tu hogar dejé yo mi cuerpo niño junto a tres peces de armiño y unas paperas curadas.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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