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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta In Memoriam [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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28 ene 2023

  • 28.1.23
Un buen día, hace ya tanto tiempo, le dije a mi padre que quería ser periodista y que para adquirir dicha formación me tendría que ir a Madrid. Mi padre se sorprendió, porque ignoraba que para ser periodista tuviera uno que estudiar nada. Mi madre fue más práctica, y me recordó que los poetas siempre se han muerto de hambre, igual que los periodistas. No hubo más debate, y ambos aceptaron de buen grado que mi vocación no escondía brecha alguna. Así que pocos meses después mi padre me alargó a Madrid en su Seat 124 blanco para alardear de algo que siempre llevó con orgullo: que sus hijos hubieran podido estudiar.


Cuando estalló la guerra, había cumplido 11 años y este verano, cuando alcanzó los 86 y la vida se le iba por los bolsillos de su cuerpo extenuado como una lluvia sinuosa de otoño, solo recordaba el ruido de los tiros en el cementerio de una guerra que le atrapó tan joven para robarle por siempre la juventud.

Nunca quiso hablar de aquel conflicto, porque el miedo se incrusta en los huesos y no hay escáner que adivine sus intenciones camufladas, pero allí tendido en una cama de hospital recordaba el fragor de la batalla y recordaba a la pareja de la Guardia Civil preguntar a una mujer en la puerta de su casa por su marido y después por sus dos hijos, y los recordaba marchar en dirección al cuartel para no volver nunca más. Y él asociaba a los dos chavales salir con el padre escoltados por la Guardia Civil con los tiros del cementerio que de vez en cuando rompían el silencio intacto de la noche.

En sus últimas semanas derrochó una ternura incontenible y una ironía propia de una inteligencia que se extingue y lo da ya todo. Con su carácter férreo de hombre educado en una dictadura militar, resultaba a veces difícil delimitar sus momentos broncos de sus abrazos tiernos pero, más allá de todo, sabía que se moría con el deber cumplido, como si los errores y los aciertos de la vida se mezclaran indisolublemente en un cóctel único.

Después siempre queda un recuerdo difuminado por los espejismos del presente y un olvido tenaz dispuesto a desenmarañar los últimos rescoldos de la memoria. El verano es lo que tiene: deja a cualquiera exhausto antes de romper el otoño, con los viajes truncados y la sensación certera de que tenías que haber estado allí donde la vida no tiene retorno posible.

En aquel viaje a Madrid, mi padre vio de primera mano que el Régimen estaba agotado y que la vida convulsa de la ciudad no tenía marcha atrás. Eran inevitables los cambios. Él no sabía si dejarme allí en medio del peligro acechante.

Viendo la serie Cuéntame, que él también calificaba de edulcorada, recordaba la primera vez que me invitó a comer ostras en Sol, o cuando fuimos al cine a ver Terremoto –un film protagonizado por Charlton Heston y Ava Gardner que fue galardonado con el primer Oscar 1975 al mejor sonido y recibió un Oscar Especial de reconocimiento a los efectos visuales– y comprobó in situ cómo las butacas respondían a los efectos sísmicos de la pantalla, y juró y perjuró que nunca más iría al cine conmigo a no ser que las butacas estuvieran bien amarradas al suelo para neutralizar su movilidad.

Pero no cumplió su palabra, así que sentado en otra butaca expectante por ver El exorcista, basada en la novela de William Peter Blatty y dirigida por William Friedkin, cuando contempló a la niña de doce años vomitar bilis verde por todos los costados de la sala, renunció para siempre a compartir la estética del Séptimo Arte.

Le costó compatibilizar su carácter discreto en la calle con mis despropósitos profesionales. Su consejo obsesivo siempre fue que no destacara sobre los demás, porque el ser humano está hecho de una pasta difícil de modelar. Lo había aprendido en los tristes años de la posguerra, pero logró rumiar y aceptar con el paso del tiempo que el periodismo no se define precisamente por su anonimato.

Pasaron aquellos días en los que los procesamientos y los teléfonos intervenidos a los periodistas que investigamos el caso del sindicato clandestino de la Guardia Civil eran caldo de cultivo común. Pero después vendrían otros temas que desembocarían en otras problemáticas. Al final, logró comprender como nadie que el hombre debe luchar por aquello que considera justo, aunque después acabe en boca de los demás e incluso se equivoque en el empeño.

Algún fin de semana –fueron muchos fines de semana–, cuando le visitaba, le gustaba compartir conmigo una caña de cerveza en el Mayga, siempre a las 13.00 horas y solo durante quince minutos. Sabía que los amigos esperaban.

Sus últimos encuentros eran ya una despedida dosificada. Se sorprendía del abismo de su edad, de las experiencias vividas y tal vez ya entonces, con los deberes hechos, fue aceptando que la vida no es eterna y que la propia muerte es parte adherida e inseparable de la vida.

Los últimos días le visitó Antonio Gálvez, uno de los pocos amigos de una pandilla esquilmada que había sobrevivido al tiempo. Ambos se dijeron que se querían, recordaron anécdotas que solo vivían ya en sus memorias deterioradas, y recordando posiblemente los dos admitieron que un tiempo de abstinencia y de sueños humildes se estaba acabando.

Tal vez sea cierto que nadie muere mientras le recuerdan aquellos quienes le quisieron, que el tiempo es un falso invento que nos juega a la contra y que lo mejor de la vida es saborearla como se degusta un buen vino. De vez en cuando, miramos un paisaje que nos parece otro, pero es el mismo. Hay otra mirada o tal vez estemos mirando con los ojos de aquellos que ya no pueden ver. Es imposible saberlo.

Caminas ahora con la certidumbre de que los pasos no fueron errados, de que los equívocos no son fortuitos, de que la discreción es compatible con el empeño de salir adelante y de enmendar aquellos pequeños detalles que nos hacen a todos nosotros mejores personas. Después queda una paz interior fácil de domeñar y una duda nunca resuelta que nos ayuda a seguir cuestionando los pilares sobre los que asentamos nuestra propia existencia.

Ahora solo recuerdo una despedida larga y convencida, la de un hombre que se atrevió a irse de este mundo porque era prescindible su presencia y porque aquello por lo que había luchado entre bastidores bien podría algún día salir a escena. Su pudor ni su discreción serán ya obstáculo alguno. Me dio su último abrazo y me lo dijo: “No se te ocurra cambiar”. Por eso le escribo ahora estas palabras.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 26 de septiembre de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

23 ene 2023

  • 23.1.23
Hace poco tiempo leí en la prensa que algunas pertenencias del líder espiritual Mahatma Gandhi iban a salir a subasta. Entre ellas, sus míticas gafas redondas metálicas y las sandalias que llevó cuando predicaba la paz y la desobediencia civil por los caminos de la India. El lote lo complementaban un plato, un cuenco con una inscripción grabada y un reloj de bolsillo. Prácticamente éstas eran todas sus pertenencias.


No supe quién había adquirido este patrimonio tan singular del líder hindú que ofertaba la firma helvética Antiquorum en Nueva York. Al fin pude saber que, aunque inicialmente el conjunto había sido valorado entre 20.000 y 30.000 dólares, finalmente el comprador, un hombre de negocios indio llamado V. J. Mallya, pudo adquirirlo por la astronómica cifra de 1,8 millones de dólares.

Como es lógico, la familia de Gandhi estaba indignada. Un biznieto, Tushar Gandhi, hizo lo imposible por evitar la venta. También el Ministerio de Cultura de India mantuvo reuniones con abogados para estudiar si era posible detener la subasta por la vía judicial.

Ya en 1996, un tribunal dictó una orden con la que logró detener la subasta de unos manuscritos de Gandhi en Londres. Aunque entiendo la actitud de la familia del líder indio y las acciones del Gobierno de India por recuperar un material tan simbólico para el país, más me atrae la figura del dueño de los objetos que los envió a subasta.

Se trata de un coleccionista estadounidense llamado James Otis quien anunció que emplearía los beneficios para financiar programas contra la violencia, pero que también propuso donar esos objetos a India si el Gobierno adoptaba medidas políticas que “hagan a Gandhi sentirse orgulloso”.

Cuesta entender cómo este coleccionista dedicó años de su corta vida a localizar y coleccionar objetos inservibles de un ser a quien tanto admiraba y que nunca lo hizo con fines comerciales. Puedo entender la actitud de la familia y del Gobierno indio, pero me fascina esta otra vocación por recuperar en silencio un patrimonio que es un icono universal de rebeldía.

En efecto, las gafas redondas, metálicas o de pasta, siempre fueron un símbolo contra el poder impuesto. James Joyce usaba gafas redondas de pasta, pero John Lennon, Ozzy Osbourne y Janis Joplin, por ejemplo, escondían su mirada en gafas redondas metálicas.

Las gafas metálicas con forma redonda y sin cristal también se pueden utilizar para el disfraz de época en cualquier Carnaval de ocasión, a fin de imitar al científico o al jipi, como de vez en cuando también podemos detectar en algún que otro profesional del humor.

Mi generación, secuela de la cultura beat y del movimiento hippy, adoraba las gafas redondas, icono de inconformismo y compromiso con una revolución que entonces soñábamos posible. Yo aún conservo mis gafas redondas de oro que mis padres me compraron cuando me fui a estudiar Periodismo a Madrid y que conforman ese patrimonio deshecho de un pasado que se nos escapó apenas sin darnos cuenta.

Hoy se subasta todo. En la misma subasta en la que India perdió las gafas de Gandhi, se subastaba un reloj de pulsera Nastrix de oro, que perteneció al presidente John F. Kennedy, y que su viuda Jacqueline regaló después a su también marido Arsitóteles Onassis.

En junio de 2007 también se subastaron las gafas de John Lennon. Pertenecían a Junishi Yore, un productor japonés de televisión que fue traductor de los Beatles en 1966. Las gafas se subastaron con una nota manuscrita de Yore donde cuenta cómo se hizo amigo de Lennon y que antes de separarse John le dio sus gafas y éste unas tazas de cobre.

Las gafas redondas metálicas son icono de rebeldía, pero además cada par de lentes carga con su propia leyenda intransferible. Se dice que Gandhi regaló un mismo par de gafas redondas a un oficial del Ejército en los años treinta, y le dijo que a través de ellas había visto “una India independiente”.

Cuando Lennon fue asesinado en 1980 en Nueva York, Yore extrajo los vidrios de las lentes de acuerdo con una tradición japonesa que llama a que los vidrios sean removidos para que el alma pueda ver la vida después de la muerte.

Las gafas de oro que yo conservo de aquellos años en que creíamos que la revolución era posible también tienen su leyenda pero yo no he sabido deletrearla todavía, porque dicen los sabios que mientras su propietario viva las lentes no permiten que otros ojos alcancen a ver el pasado y el futuro que esconden.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 11 de julio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 ene 2023

  • 17.1.23
Anoche preparó el equipaje. Libros, camisas, el bolso de aseo, algunas mudas. Ahora cierra la maleta. Siempre que lo hace mira en derredor por si olvida algo. Siempre olvida algo. Eso sí, pequeños detalles. Un bolígrafo, el desodorante, algún papel con anotaciones dispersas. Apaga el aire acondicionado, baja las persianas, observa hasta el último detalle. En la mesa deja una nota manuscrita. Está escrita con letra clara, grande, intencionada, con firma y fecha.


En un instante se le agolpan los recuerdos, oye voces, siente otros abrazos. Ahora tiene que partir. No sabe adónde. Solo es consciente de que esta etapa de su vida ha tocado a su fin. Acepta este hecho convencido, como quien cumple años o se levanta con premura y sin dudas para ir al trabajo. A nadie ha dicho a nada. A quién le podría importar su partida.

Desde luego, no es una decisión precipitada. Todo lo contrario. Lo lleva pensando desde hace años. Por las noches le costaba consumar el sueño. Se asomaba a la ventana y veía con precisión todo aquel mundo que desconocía y anhelaba. Vivía solo. Así lo había decidido desde que se divorció.

Desde entonces vivió una vida vulgar, con fiestas y amigos, con mujeres fáciles, con dinero sobrado. Pero a veces le faltaba el aliento, porque muchos años atrás había decidido postergar sus sueños para otra vida que nunca tendría.

Ahora, por el contrario, le sobraban todas las comodidades alcanzadas, todos los privilegios reconocidos, todos los éxitos en el trabajo. Poco a poco su vida se fue reduciendo al encuentro con él mismo y a encontrar una solución a su desasosiego: la huida.

No había otra salida. Lo había pensado tantas veces que no cabía lugar a la duda. Tenía que alejarse de la ciudad, de los demás, de él mismo. Hay huidas definitivas, sin retorno posible. No es su voluntad la que lo empuja, ni las frustraciones acumuladas en los huesos las que lo llevan a adoptar esta decisión irreversible.

Es la salud. Una enfermedad que lo consume y lo mata poco a poco, que muerde incansablemente como una hormiga sus órganos vitales. Cuenta los días que le restan por vivir, pero no le duele esa suma de los días por venir, sino aquella otra de los días ya tachados que no vivió cuando aún la salud no era tema prioritario en su calendario.

De golpe se puso a anotar todos los sueños truncados, los viajes nunca realizados, las tardes vacías de cualquier invierno indigesto, las mujeres que lo abandonaron o que él no amó lo suficiente para retenerlas durante más tiempo.

Se miró las palmas de sus manos intentando descifrar las incógnitas de su destino indeclinable, pero no halló más respuesta que un vacío inmenso que no le gustaba. Nunca lloró y tampoco lo haría ahora. Nunca buscó la tristeza o la melancolía y tampoco ahora caería en esos agujeros inevitables del corazón.

Ahora no sabía qué sueño elegir porque nunca tuvo más sueño que consumir un día detrás de otro, y le horrorizaba al final de su vida diseñar un itinerario atractivo que no compartiría con nadie.

Buscó un pasaje en Internet sin prestar atención al destino. Daba igual uno u otro país. Sentado en el asiento del avión, ojeó el periódico y percibió que la vida fluye sin nuestra autorización, se derrama por todos los costados del mundo como una lluvia clara e intensa.

Escuchaba los murmullos de los otros pasajeros, las conversaciones entrecortadas, las risas, el bullicio de la vida a su alrededor. Supo de su enfermedad cuando los resultados de la revisión médica que ofrecía la empresa no fueron los de todos los años. Se trataba de una rutina, desde luego, no de una confirmación, pero los análisis anunciaban malos presagios.

Ahora no recuerda los pormenores. Nunca sufrió dolor, ningún síntoma anunciaba que su vida se extinguiera a pasos tan agigantados. Esta vez la flecha del azar le apuntaba de frente, no le dejaba un tiempo de reflexión o de dudas para preparar este último viaje.

En ese momento los motores del avión comenzaron a perder potencia. El aparato se había elevado sobre la pista casi medio kilómetro después de lo habitual. Por cualquier circunstancia, se activó el sistema de reserva en el motor derecho, hacia el que se escoró el avión instantes después de elevarse y antes de desplomarse al suelo. Cuando el avión se estrelló y estalló en llamas, él todavía contaba los días que su enfermedad le dejaría con vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 4 de julio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 ene 2023

  • 12.1.23
Escribimos nuestros nombres en el libro de registro, ocupamos habitaciones sin otra compañía que el perezoso girar de los ventiladores, bebimos ron y cachaza, ordenamos las pasiones, aclaramos las ideas arrullados por la lluvia, y decidimos qué hacer con la jodida costumbre de vivir”.

Luis Sepúlveda



Fueron llegando a mi vida sin orden y con concierto. Cada una traía su propia música y al marcharse dejaban el estribillo de su canción grabado para siempre en mi memoria. Algunas cantaban éxitos vulgares de cualquier verano. Otras se vestían de profundidad y conocimiento y hacían de las noches frías de diciembre un conservatorio de horario estricto y nivel sobresaliente.

Alguna otra interpretaba la melodía como Dios le daba a entender, volteaba las letras sin ton ni son con el objetivo intransferible de confesar su propia vida, deceleraba los ritmos impuestos por la melancolía y acababa imponiendo un popurrí indigesto que no se curaba con ninguna agua tónica. Se metían en mi vida sin previo aviso.

Cuando me quise dar cuenta, habían llenado los armarios con sus ropas y sus sombreros y sus paraguas, y los muebles del cuarto de baño estaban atestados de secadores de pelo y braguitas minúsculas, de botecitos de cremas hidratantes y cepillos de dientes de distintos colores y tamaños.

Llenaban el frigorífico de verduras frescas y frutas de olores vivos, y nunca sucumbieron a la tentación de compartir mis latas de conservas, mis botellas de bebidas espirituosas ni mis libros de mesita de noche. Al contrario, me invitaban a compartir sus lecturas y sus bebidas sin gas y sin alcohol y el gimnasio de un horario nada sugerente.

Se quedaban poco tiempo en mi vida porque me cansaba de ingerir ensaladas de quesos varios y leer libros absurdos y manuales de autoayuda que no tenían nada en común con la literatura de mis desvaríos.

Al principio me querían como era, me admiraban por lo que representaba, y morían por mis ocurrencias inoportunas en el momento y lugar oportunos. Pero al cabo de varias semanas intentaban sin éxito reducir el tamaño indecente de mi estómago, cambiaban los muebles de lugar sin tener en cuenta mi opinión ni mi concepto estético del lugar ni ningún otro concepto estético que no mancillara la mirada con tan solo mirar de soslayo, reducían mi biblioteca a una docena de libros ya leídos de autores conocidos, alteraban mis horarios desordenados, reducían mis visitas a los bares, buscaban en la rebajas camisas alegres y de diseño más acorde con mi nuevo estado anímico, elegían los vinos que bebía –más económicos de precio, por supuesto-, respondían a mis llamadas telefónicas, concertaban mis citas con el exterior como si el mundo fuese un océano insondable cuyo organigrama solo ellas alteraban a su antojo.

Uno se acostumbra a todo. Qué duda cabe. Pero un día entras en tu casa con dos copas de más y no reconoces las paredes ni los muebles ni la cama, ni los cedés amontonados en cualquier rincón y hueles un perfume que ya no te parece nuevo. No dices nada, porque no puedes decir nada.

Ella, sin embargo, te ve ya una cicatriz en la mirada, pero solo acierta a decir: “Siempre bebiendo con los amigos”. No has bebido con los amigos. Has bebido solo en el bar de abajo, esperando que ella regrese de los grandes almacenes, de la consulta del ginecólogo, de tomar café con alguno de sus ex novios o de contar con detalles minuciosos tu vida a las amigas. Qué más da.

Cualquiera de estos días ya no te pregunta si eres feliz, porque consideran que el esfuerzo realizado hasta el momento es patrimonio más que suficiente para amortizar cualquier duda o deuda al respecto. Cuando vuelves del trabajo ya no te besa, porque anda enmarañada con menesteres de más clara urgencia.

Sin abandonar sus tareas, te describe tu futuro más inmediato. Ella no te obliga a que la acompañes, aunque le gustaría que tú también la ayudaras a elegir el traje para la boda de su prima. No obstante, te entiende y te perdona, incluso te incita a que la esperes en la cafetería más próxima mientras ves el partido de fútbol, aunque ella sabe que a ti el fútbol no te va. No importa, tú te vas a ver el fútbol.

Llega otro día en que ya te has acostumbrado a ver el fútbol, ese exilio obligado al que ningún hombre emparentado con sentido común renuncia. Y entonces descubres el encanto de la soledad obligada que siempre anhelaste pero también la paz reconfortante que cada vez más necesitas para sobrevivir a los estragos de la vida diaria.

Ya no te importa que regrese más tarde, porque no la esperas. Acaso ella tampoco tiene prisa por volver. No importa, porque ambos ya viven una vida que se bifurca en múltiples senderos. ¿Cuándo llega el último día? ¿Quién pone punto final a ese libro cerrado? ¿Quién dice la última palabra cuando ya el diálogo se ha roto mucho tiempo atrás? Poco importa, porque afuera la primavera amenaza con días luminosos y con la sospecha creciente de que la vida todavía no toca a su fin.

Un día desaparecen de tu vida como el rocío cuando calienta el sol. Dicen adiós por propia voluntad, después de haberlo meditado mucho tiempo. Buscan el momento oportuno, pero ellas no saben que tú se lo ofreces sin recato. Se despiden sin nostalgia y con una expresión de falsa tristeza que han aprendido a dibujar durante muchas noches.

Se van para olvidarte sin saber que nunca lo lograrán, porque afuera les espera una vida fácil que buscan y que en el fondo también desprecian, como desprecian sus propias vidas inválidas y recurrentes. Tú las besas por educación, por respeto, también con amor, y les prometes que no las olvidarás, aún cuando ellas sospechan que ya las has olvidado.

Se metieron en tu vida por cualquier razón ajena al entendimiento y a la pasión. Ellas saben que todo acabó y que nunca más nos tropezaremos con los zapatos en el asfalto. No son finales tristes, sino definitivos. No hay palabras, porque nunca las hubo entonces. Tampoco hay reproches, porque el aire estancado ahoga cualquier mirada. Ese día se van para nunca más volver, con la sensación insalubre de los días equivocados.

Otras mujeres van de paso por tu vida. Vuelven y se van sin anuncio previo. Un día te llaman y gastan contigo todas las horas de ese fin de semana. Y después desaparecen. Sabes que otro día te llamarán y te inundarán la cabeza de recuerdos portentosos.

Nunca prometen nada que no puedan cumplir ni sabes, cuando despiertes, si tendrás una carta de despedida sobre la cama. La letra tiene trazo seguro. Es decir, la habían escrito y pensado con antelación y ahora te la dejan sobre la sábana húmeda en la que su olor todavía está caliente.

Tú sonríes porque sabes que es así y siempre será así. Son historias eternas pero con intermitencias ineludibles y ausencias graves. Ellas siempre vienen cargadas de regalos y de libros, de botellas de vino, con pedazos de su vida deshecha y a veces rota. Vienen dispuestas a que las reconfortes y de paso también te reconfortan. Cómo no.

Traen las ganas de vivir a flor de piel, pero en la mirada ya se les adivina unas leves arrugas que no logras identificar con los años, sino con la tristeza. Portan cada vez más una melancolía liviana que las hace atractivas y seductoras. No hablan con palabras de doble filo, pero lo hacen con palabras que hieren, con palabras que no esconden aristas, más bien vivencias, fracasos, amores descarriados y siempre, eso sí, esa infinita inclinación que las empuja sin titubeos a la búsqueda furtiva de la felicidad.

Algunas de ellas están casadas o felizmente casadas, o viven con algún hombre que les hace la existencia más llevadera y conciliadora. Atesoran una vida ordenada, un equilibrio interior envidiable e ineludible. Utilizan el sentido común con la misma destreza con que el matarife agarra el cuchillo del sacrificio.

De vez en cuando, sin embargo, miran por la ventana y ven pasar simétricamente los días que anhelan y se les escapan, atropellados como si fueran una tira cómica, con la confianza apagada de que no los pueden agarrar ni detener, y entonces les inunda la sensación profunda de haber equivocado sus vidas y se van del hogar buscando las sensaciones perdidas y es ahí cuando te buscan, cuando vienen a compartir el tiempo que dejaron quemar sin esperanza, vienen decididas a no formular preguntas sin respuestas sino a resolverlas mientras beben con silencios densos y esquivos que dicen más de ellas que sus inevitables confesiones cuando la madrugada te las pone entre los brazos como si ahí hubiesen deseado estar desde el mismo día en que las conociste.

Traen la ternura aprendida como una herramienta imprescindible en ese exilio interior del que huyen sin éxito pero cuyo éxodo fuerzan ya sin aliento. Mientras tanto, te buscan, sabes que tú no eres el hombre definitivo sino una parada de postas en un camino sin destino, posiblemente sin dirección alguna.

Tú vives sin esperar nada a cambio porque sabes que la vida deja muchos heridos a su paso, intentando ser feliz a tu manera. A veces, cierras la puerta de la casa y también tú huyes a cualquier lugar del mundo donde alguien te espera para compartir esta existencia fugaz. Ella tiene allí una habitación reconfortante y cerrada al ruido exterior.

Te ha esperado durante meses o años, porque en su interior sabe que volverías y porque, de alguna manera, vuelvas o no, no encuentra otra fórmula para hacer viables los días de invierno y las noches de verano. Sabe que un día te irás, y siempre queda la duda de un regreso posible, pero en esa espera hay mucha más felicidad condensada que en otras muchas vidas movidas por la monotonía y el desprecio a la persona a la que ya no aman o tal vez nunca amaron y con la que viven una vida deshecha.

Cuando vuelves, coges el teléfono, alguien te ha echado de menos estos días y tú ahí reconoces el abrazo que todavía no has recibido y eres feliz de esa manera fugaz y perversa que es tratar de robar minutos a cada hora, porque cada hora es definitiva y efímera como el fuego que ofrece un fósforo o como la existencia imposible de esa piedra de hielo que tiras a la acera cualquier tarde de estío.

Vuelves a tu casa porque aquí escondes un lugar acogedor donde desprenderte de la tristeza que ellas te inoculan en las venas cuando están a tu lado, porque vienen no a romper o saltar las alambradas del hastío, sino a hacerte cómplice de una tristeza compacta que se les ha adherido a la piel, como si fuese otra piel sobre su propia piel, como si para reconocerlas tuvieras que romperla o atravesarla como si fuera una máscara y desposeerlas de un pasado escurridizo que les volatiliza la belleza natural de sus gestos y las convierte en criaturas siamesas de ellas mismas.

Son como sombras, van adonde ellas van y se nutren de sus propias vivencias y las agarran y zarandean como si pretendieran transmutarles los deseos y la desdicha de sentirse vacías y viscosas como huevos de serpiente. Y es ahí cuando arrancan a llorar con un llanto sordo y eficaz, porque saben que tú las escuchas y las comprendes, aunque también adivinan que no te interesa su angustia, porque es antigua y oscura, y no ayuda a recomponer las oportunidades huecas ni los desafíos desatinados.

Te abrazan y te besan, por supuesto, y duermen a tu lado con una serenidad que compadeces y un cansancio remoto de pensar que tú ya estás al otro lado de la mampara componiendo el protocolo de otra aventura furtiva donde la tristeza no ocupe toda la superficie de la mesa y donde las posibilidades de mirar de frente al destino no necesiten de ningún manual de autoayuda ni de otros versos que no escapen a sus ojos y a sus ambiciones.

Siempre quedan, claro está, los amores de una sola noche, aquellas mujeres que te buscaron para volcar sobre ti todas las frustraciones acumuladas en toda una vida, pero que también encontraron en ti el colchón donde no les hubiera importado acomodarse para siempre, aun sabiendo que ese sueño era una ecuación irresoluble, porque no había nada en común entre esos dos seres descarriados que se buscan para apagar con aliento recíproco, en las últimas horas de la noche, las obligadas ensoñaciones que ofrecen como recaudo los excesos etílicos.

Queda más tarde una sensación agridulce de no haber resuelto nada, sino simplemente la conciencia de una soledad encubierta que ambos alimentamos con mimo y desvergüenza en la resaca posterior a toda fiebre siniestra.

Después vienen, eso sí, los días monótonos, los días hieráticos, la ambición soterrada de que será el último intento fallido por esconder las armas en cualquier batalla que no es la que buscamos. Pero la historia siempre se repite con ese mecanismo perfecto de reloj cuya aguja gira inexorablemente sobre el mismo eje a fin de repetir las mismas horas y andar el mismo itinerario, aunque, ya lo sabes, el tiempo no es el mismo, si bien es la misma aguja que gira sobre la misma superficie y señala la misma hora.

Pero el tiempo es otro, y la mujer es otra, pero trae la misma tristeza incólume como si fuera una prenda recién planchada que te ofrece como si fueses el primer amante a quien se la ofrece. Y tal vez sea así, porque en cada entrega hay un principio y unos nuevos propósitos.

Incluso su tristeza parece nueva, pero no lo es. La has reconocido en ella y también en otras mujeres que miran con la misma ternura de yeguas olvidadas y dan con su piel un paraíso ya descubierto pero deshabitado y frío, que necesita calor y dedicación, que necesita aislarlo de otras humedades y de otras dudas atrincheradas en el software de su conciencia.

Tienen estas mujeres la necesidad consolidada y la responsabilidad íntima de pedirte otra noche a tu lado, aun cuando saben que ésta o la otra serán la última, porque somos ambos dos criaturas solitarias que vagan por la ciudad sin rumbo y que se esconden en la noche acechando otra alma gemela que las distraiga de los trasiegos de la existencia y de los pormenores de sus obligaciones mínimas.

Tienen estas mujeres una mirada profunda pero también lejana, difícil de encontrar si las buscas con ahínco, porque tampoco ellas se ven si se miran al espejo. Eso sí, perciben un vacío en el globo ocular que no saben si es producto de la vista cansada, o de la vida cansada, o del cansancio de vivir sin encontrarse en el espejo cuando se miran o después cuando cierran los ojos e intentan huir de los sueños advenedizos que les dicen quiénes son y que después olvidan con la primera ducha torrencial que cae sobre su piel como el linimento del olvido que las cubre por otra jornada en la que apagan de nuevo su vida.

Te abrazan con violencia descontrolada que pretenden emular con la pasión pero que más se parece a la melancolía propia de una hembra destrozada. Y su dulzura tiene brumos acumulados en la piel con los que tus dedos tropiezan e impiden que las retengas por más tiempo, como si hubiesen nacido para ser libres pero quisieran quedarse asimismo adormecidas sobre tu pecho, acurrucadas al calor que no tienen y buscan cada noche en cualquier cama, como si no les importara llenar esta u otra habitación, o posiblemente saben a ciencia cierta qué habitación abandonaron un día contra sus propios pronósticos pensando que todas las habitaciones son iguales y todas las camas tienen el mismo calor soñado de aquellos días en que fueron felices.

No les importa engañarse y engañarte, porque saben sobre todo que la vida cabe en una película de Hollywood o en una novela romántica o en un viaje que se consumió con la misma premura con la que se toma un desayuno. Y de esa brevedad malinterpretada e indigesta se nutren a diario para no morir del todo cada noche cuando te encuentran bebiendo en los bares, buscando los ojos que ahora te miran y que sabes que pronto o tarde te mirarían con el objeto primero de arrebatarte una sola noche en mitad de este inmenso y desordenado almacén que es la pura y puñetera existencia.

Hoy esta mujer trae la belleza nueva del último intento, la necesidad de robarle al desengaño todas las migajas de desprecio que conserva desde entonces, desde aquel día gris en que se desdobló su vida por senderos irreconciliables.

Te aman con ese amor volátil de quien no cree en el amor, ni falta que les hace, porque ya han aprendido de los efectos narcóticos de los sentimientos y de los intentos múltiples que abocan en el desengaño.

En fin, no es ahora el lugar ni el momento de transgredir esta felicidad esporádica que ofrece el encuentro, porque sobre todo saben que de estos momentos está construido el puzle de su felicidad.

En cualquier caso, siempre quedan los amores verdaderos y las mujeres auténticas. No siempre te acompañan cuando la vida se hace difícil o te extravías entre sueños ajenos que no buscas, pero tú sabes que están ahí, presentes como el aire, aunque no las ves, pero las sientes como si fueran tu propia sombra.

Un día se acomodaron en tu corazón con la pretensión de no huir jamás, porque hay destinos ineludibles y obligados. Se sentaron a un lado de tu vida, siempre esperando, vigías de sueños ensordecedores que te arrastraban a un vacío inescrutable.

Siempre estaban allí donde no las buscabas y donde nunca sospechaste que te pudieran esperar, dotadas de una paciencia sin brechas, con media sonrisa de complicidad que siempre aceptabas, con una serenidad que a veces extraviabas en los bolsillos del pantalón entre clínex y monedas sueltas y papeles con anotaciones y llaves que no abrían ninguna puerta.

Fueras adonde fueras te seguían sin preguntas, porque solo les interesaba estar a tu lado, en cualquier rincón del mundo porque tú eras su mundo y, a fin de cuentas, el entorno lo transformaban ellas a su antojo, y tú las dejabas, pintaban los paisajes con colores cálidos y alargaban los días como si soplaran un globo de chicle en el que cabe la vida condensada.

Después te llenaban el vaso de vino y te lo daban a beber en sus labios, y te susurraban palabras que no debes repetir por pudor y que nunca se borran de la memoria. Y nunca se cansaban de ir contigo a la ducha o a la cama, de sentarse contigo a la barra de cualquier bar y de leer contigo los mismos libros cuando las noches se prolongan con éxito más allá de toda especulación.

Te aman sin advertencias y sin compromisos, sin tarjetas de crédito y sin horarios, sin números clave y sin números de la suerte, porque cuando te abrazan a cualquier hora se lo juegan todo, porque no pretenden ganar ni perder, sino jugar, nada más que compartir contigo la mirada del mundo.

No saben cómo te encontraron. Generalmente, hay un momento fugaz que transforma e ilumina sus vidas para siempre. Te dicen que te aman con palabras que no esconden aristas, generosas en adjetivos y en noches que nunca olvidan y que tú tampoco alcanzas a olvidar, ni pretendes hacerlo, por supuesto. Te ofrecen una complicidad compacta como una olla de acero, como un contrato blindado, como un río cuyos límites los ojos no alcanzan a definir.

Más allá, en el horizonte, siempre te esperan, sentadas a la sombra de un árbol que sobrevive al cambio climático, a las tertulias radiofónicas, a los vendavales falsos de la actualidad. Traen un silencio frágil en sus manos que necesitas y que te ofrecen sin nada a cambio, no como si fuera una mercancía, sino como un regalo desinteresado que ya esperabas.

Te ofrecen su vida sin aditivos, sin especias, sin especulaciones, sin alfombras, sin protocolos, sin intereses bancarios, sin crisis financieras, sin dudas, sin teatro, sin fechas, porque traen todo el tiempo del mundo para que te lo bebas de un solo trago.

Y tú, sin lugar a dudas, bebes con ellas hasta que la madrugada se rompe como un vaso cuando estalla a tus pies, y es ahí ya cuando las palabras han cumplido su función primera y ahora abren paso a dos cuerpos que se buscaron desde mucho tiempo atrás y que siempre que se encuentran se reconocen con una necesidad que alivia nuestra existencia y reconforta como el chocolate caliente o como la luz del sol después de una prolongada tempestad.

Es aquí donde descubres todas las posibilidades de la tristeza, donde quisieras estar cuando ya se han ido, donde siempre vuelves para no vagar sin rumbo por las aceras de cualquier ciudad que desconoces. Es aquí y ahora donde te quieres quedar, lejos del ruido de las calles que ignoras y de otros ojos que te buscan y que rehúyes.

Quieres quedarte para siempre mirando sus ojos y oliendo su piel, tendido mientras ella te inventa y te descubre con sus dedos, sin prisas y convencida de que no quiere otro paisaje que esta habitación donde no tienen cabida la tristeza ni la sospecha remota de que el tiempo pueda tener bordes como las mesas, cerraduras como las puertas, orillas como los ríos, olvido como los hombres.

Sabes que ella conoce todas las posibilidades que ofrece la tristeza, por eso la tritura como si fuese una fruta y la tira al aire para que se esparza por la tierra y la tierra la engulla y se pierda para siempre. Y así lo hace, sin palabras, midiendo un momento eterno que la memoria nunca logrará doblegar ni confundir.

Estas mujeres son bellas como los sueños que buscas y se volatilizan cuando nace el día, pero solo tú sabes que algunos sueños se pueden atrapar con las manos y degustar con el paladar y recordar para olvidar a aquellas otras mujeres advenedizas que un día se metieron en tu vida por cualquier razón que desconoces y que ahora ríen y aman con tristeza.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 27 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

26 dic 2022

  • 26.12.22
Soy un amante de las estadísticas, de las cantidades, de los porcentajes. Embellecen el idioma y dotan al lenguaje de una precisión inaudita y necesaria. A diferencia de la metáfora, que oscurece la lengua si bien es cierto que la dota de belleza, los números certifican y convencen, desechan toda duda y son herramientas útiles en los pronósticos, en las aseveraciones, incluso en las dudas.


El número es una entidad abstracta que representa una cantidad. Lo sabemos, pero en ocasiones lo olvidamos. Los números sirven de contraseñas, de códigos, de indicadores de orden. A veces leo el periódico, y me gusta encontrar números, porque las declaraciones las encuentro imprecisas y sospechosas, proclives al engaño, fáciles de manipular y de elaborar.

Los números, por el contrario, siempre se muestran más tercos a la hora de elaborar resultados tendenciosos de uno u otro tipo. La naturaleza del número es exacta, a diferencia de los sentimientos, que son volubles y caprichosos.

Una cabeza fría vale más que un corazón atenazado. La inteligencia encuentra su materia seductora en los números; el corazón, sin embargo, huye de las planificaciones y las demoras. No obstante, busca la estabilidad de los sentimientos y se asienta sobre tierra firme antes que dejarse llevar por los azotes de cualquier huracán.

Soy un fiel amante del equilibrio, de la coherencia en las narraciones, de los párrafos medidos, de los finales imprevisibles pero lógicos. No me asustan las sorpresas, pero detesto la improvisación, los poemas sin rima, la música recurrente y repetitiva con que nos castiga buena parte de las emisoras de radio.

El desconocimiento de la norma no es óbice para caer reo de la justicia. Los accidentes de tráfico, por ejemplo, muestran unas estadísticas a todas luces escalofriantes e incomprensibles, prueba evidente de una falta de respeto a los demás ciudadanos. Llámese exceso de velocidad, dos copas de más o adelantamiento imprudente.

Las excusas no restan cadáveres en las cunetas ni devuelve la felicidad a la viuda o a los familiares de la víctima. La vida se torna absurda cuando estas negras estadísticas las alimentan los errores o los descuidos, la felicidad efímera de un trago innecesario, el abrazo inoportuno en el mismo instante en que la curva se nos muestra áspera y resbaladiza.

Me gustan los números porque gracias a ellos cuantifico la amargura de los proyectos frustrados, la tristeza de los sueños intangibles, del tiempo venidero que se nos va sin poder atraparlo un solo instante.

Gracias a los números detesto los sentimientos indomables, los hábitos subterráneos, las inclinaciones tendentes a la melancolía. Gracias a los números modulo los sentimientos a mi antojo, los conduzco como si fuesen un turismo o una bicicleta. Los sentimientos son artefactos controlables, herramientas útiles si se las domina con probabilidades, si se las seduce con altos porcentajes.

La vida no es vida solo con números, pero gracias a ellos construimos edificios sólidos, abrazamos cuerpos ciertos, identificamos las imprecisiones y las traiciones. Los números delatan las conspiraciones, expían las dobleces, condenan los malos augurios.

El amor no es una cifra, sino un sentimiento cuantificable. Ésa es la ventaja, en todo caso. Es cuestión de medir sus posibilidades, de atesorar sus cualidades no en abstracto sino en datos concretos, descuartizado en estadísticas, abierto en canal como un cerdo aún humeante de vida. Limpio de toda la sangre, el amor, como cualquier otro sentimiento, está preparado para el consumo. Más pasado o menos pasado. El fuego, como es lógico, también se puede cuantificar para doblegar. Quién lo diría en estos tiempos.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

19 dic 2022

  • 19.12.22
Cierro la puerta entreabierta para que el aire no monte huracanes, navego por las orillas del mar por miedo a las profundidades desconocidas, me bebo la botella medio llena por miedo a la duda, no miento aunque siempre cuento la mitad de la verdad, invento mis propias ficciones porque la gente cree cuanto estima necesario y no todo lo que es cierto, oigo y archivo el dato, me gustan las primaveras indeseadas y los otoños anticipados, observo al perro como el peor amigo del hombre, sobre todo si el perro no es mío, y ladra y es agresivo y además lo protege la ley.


Leo novelas que no se venden, autores que no entiendo pero cuya musicalidad me apaga la animadversión a los poetas inútiles, busco la noche como el héroe se apega al peligro, camino con prisas para que nadie se apresure a delatarme, esquivo las miradas para no sentirme seducido, miro al cielo en los semáforos en rojo mientras los vehículos trepan por las avenidas con la prisa de una parturienta, evito las colas en los cajeros de las grandes superficies, busco los taxis donde sé que nadie se parará si alzo el brazo en gesto de socorro, miro los escaparates cuando no tengo un euro para adquirir ni un caramelo, huyo de las fiestas de Navidad y de Fin de Año, detesto los homenajes y los agasajos, los cumpleaños felices y las jubilaciones, las celebraciones con confeti y la Coca-Cola sin gas o sin ron, lo mismo da.

El solomillo, ni pasado ni mitad y mitad; el gin tonic, cargado, por favor, como la vida, por favor; el café, caliente que pela; algunas señoras, como el café, con perdón; los catecismos, todos cerrados; las botellas, abiertas, para que el vino se vaya oxigenando; la puerta cerrada, como la boca, para que no entren moscas, ni moscardones que, por cierto, abundan; la casa propia, con luz, con libros y con vino, por si ella llega tarde o no llega; los veranos, como tienen que ser, con calor; los inviernos, como tienen que ser, breves; tu rostro, siempre cerca, por si no encuentro un espejo cuando me despierte por las noches; el día, sin demasiadas sorpresas y con dinero, y, como es lógico, uno detrás de otro. No me gustan las cosas amontonadas y en desorden.

No asumo otra responsabilidad que la de estar vivo e inventar la vida a cada instante, subirme a los árboles sin el permiso del público, husmear en los nidos de los gorriones por si el avaro hubiese escondido allí su tesoro, no buscar otra fortuna que vulnere el derecho a sentirme feliz en mi propio pellejo, el único traje que nunca me cambio ni repongo, que asumo como un rasgo de identidad al igual que mi sombra y mi hipoteca. No asumo otra sospecha sino la de agotar cada hora como si fuese la última loncha de jamón de este plato colectivo que es este planeta, verde y azul, intoxicado y bello, diverso y disperso como mis sueños, acogedor e insólito como una muchacha enamorada o no enamorada, da igual.

Cruzar la frontera sin pasaporte, callar cuando los otros hablan, escuchar aunque no te interese lo que se dice, escuchar hasta que acaban con tu paciencia, y sales, evitas un portazo, pero dejas la puerta a su antojo, el portazo como consecuencia se hace inevitable, todos despiertan con el portazo porque todos dormían y nadie escuchaba, todas las conferencias y las homilías son aburridas, aunque nadie lo reconoce, todos callan y todos duermen, ése es el problema, que todos duermen, mientras otros cantan, recitan, sermonean, bailan en el escenario, se sacan conejos de la manga, una rosa sin olor del ojal, un mitin sin improvisación, una despedida sin excusa, un billete de avión sin avión y sin viaje.

Mientras escribo, se han derretido los cubitos de hielo en el vaso de whisky. Va a ser cierto esto del cambio climático. Pero si bebo y dejo de escribir, igual se me congelan las palabras. Y no se pueden hacer dos cosas a la vez. Desde luego, este mundo no hay quien lo entienda.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 13 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

12 dic 2022

  • 12.12.22
Arcadio Martínez había coronado a sus 50 años una vida de éxitos empresariales que en otro momento apenas podría haber catalogado de sueño posible. Ahora también podía sumar a este currículum espectacular la consumación de una relación estable y fructífera.


Conoció a Carmen D. G. en un crucero por las islas griegas. Ambos viajaban solos con la firme aspiración de descansar durante unos días y volver repuestos y con energía a sus responsabilidades laborales. Pero el amor se le cruzó en mitad del crucero. A él le llamó la atención su elegancia, su mirada discreta, sus largos dedos, su indiferencia ante el primer y segundo ataque de aquel seductor seducido. A la tercera, por supuesto, fue la vencida.

Aquello sucedió hace ya dos años. Desde entonces viven como una pareja estable y en armonía. Arcadio Martínez sigue enamorado como el primer día. Arcadio, en realidad, es un hombre sin encantos, un tipo vulgar, metódico en el trabajo, cicatero, sin gracia, pero honesto y leal, virtudes estas dos últimas, que, como sus defectos, heredó de la madre, mujer a la que nunca se le conoció ni un despiste sentimental pero tampoco ningún gesto de cariño hacia el esposo. Vivió dedicada por entero al hijo y el resultado, obviamente, no podía ser otro. Arcadio Martínez, en todo caso, era buena persona, listo para los negocios y degustador de sus éxitos empresariales.

Por esta razón última recibió con recelo la visita de dos encapuchados la noche del 28 de diciembre. Por la fecha pensó que se trataba de una broma de mal gusto, pero pronto se concienció que se trataba solo de mal gusto y que en el hecho citado no cabía broma de ningún tipo.

Un encapuchado se llevó a la mujer amenazada con una pistola. El segundo encapuchado, portando también pistola, dijo a Arcadio Martínez que se trataba de un secuestro y que no vería nunca más a su mujer si no pagaba 160.000 euros por su liberación.

Arcadio Martínez no dudó en descolgar el teléfono. Al otro lado del hilo telefónico, al empleado, tan metódico como su jefe, le sorprendió la orden de sacar una suma tan fuerte y de modo urgente. No dudó en llamar a la policía. En poco menos de una hora, los agentes montaron un dispositivo en las inmediaciones del domicilio en el que también participaron miembros del Grupo de Operaciones Especiales.

El resultado de la operación policial no fue del agrado de Arcadio Martínez. La policía logró detener a los dos encapuchados y a la mujer secuestrada, Carmen D. G., con quien Arcadio Martínez mantuvo dos años de felices relaciones, pero cuyo verdadero nombre era María y cuyo secuestro fue simulado para extorsionar a su pareja. María conocía a los dos encapuchados, con quienes había programado el falso secuestro, y los tres eran acreedores de numerosos antecedentes policiales por estafa y falsedad documental.

Aquella fue la noche más negra que Arcadio Martínez vivió como hombre despechado. No le hubiese importado haber pagado los 160.000 euros, haber sufrido la fatídica experiencia de un verdadero secuestro, a cambio de saber que su relación era tan auténtica como su fortuna.

Recordó los días de crucero, la sugestiva indiferencia de la mujer, las primeras noches de amor con la música del mar como fondo. Todo parecía irreal por perfecto, pero Arcadio Martínez podía comprobar con sus propias manos que se trataba de un sueño tangible. Tardaría dos años todavía en saber que aquel día nació la peor pesadilla de su vida.

Ahora sabe que en el amor como en los negocios siempre hay que estar alerta porque las mejores fortunas atraen a las peores hienas, y que la belleza es el señuelo más eficaz para enganchar a los peces más gordos.

Después de dos años de haber amado a esa mujer le costaba pensar que en realidad fuera otra, que fuera otro su nombre, otro su pasado, otras sus intenciones, que fuera falso todo en aquel rostro tan bello, que detrás de la belleza no hubiera nada, que la propia belleza pudiera dar luz sin un corazón que la alimentara de energía.

Supo que en ocasiones, como en las mejores películas, detrás de cada frase hay un guionista perverso capaz de engañar y de seducir al ser más avispado, que cualquier guionista es capaz de crear una historia en el cine y en la vida, y que todos somos propensos a caer en una emboscada, ya sea real o inventada, porque no siempre alcanzamos a saber, como le ocurrió a Arcadio Martínez, si en nuestra vida cabe un falso secuestro.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 6 de junio de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

5 dic 2022

  • 5.12.22
Me gustan sus ojos color uva, su forma de avellana, su mirada con la sensación de sentirse extraviada siempre. Me gustan sus manos sarmentosas, sus abrazos de enredadera, su sombra de parra estremecedora en septiembre. Me gusta cogerla por la cintura como si fuera una botella, desprenderle la etiqueta, el DNI, el ADN, cambiarle el color al trasluz como si fuera un vino nuevo.


Me gusta retrepar por su espalda buscando sospechas inventadas y después tenderla en la pasera y contarle al sol los grados de soledad que desamortizo a su lado, con solo mirarla del revés o con solo imaginar su estatura cuando no está.

Pero ahora no puedo, porque bebiendo con ella la veo tal como es, repetida en los sorbos de vino, absorbida sin esfuerzo, como quien bebe para olvidar, pero mientras más lo hago más presente está, como si fuera un sueño real del que no puedo huir. Para olvidarla bebo, pero más presentes se me hacen sus labios de vulvas silvestres, de sabores desconocidos.

Me gusta estar ebrio a su lado para inventarla a cada instante, para modelar su mirada y sus pasos, pero cuando camina pierdo sus pies entre las viñas que no hay, y la imagino perdida en las bodegas de mi niñez, saboteando las botas de roble, oliendo las maderas como quien busca el néctar aún no inventado.

Y allí la encuentro sin buscarla siempre, con la sed apagada del vino que nunca la embriaga y huyendo de la sobriedad que detesta en los demás. Es bella como un racimo todavía colgado de la cepa de la que no se quiere desprender, con la piel suave de los frutos perecederos.

Y ella lo sabe, por eso juega a quemar las maderas recientes y a vivir los minutos al por mayor, a huir de las subastas amañadas y a prolongar las vendimias que se vacían en otoño de esa felicidad fortuita que impone toda fiesta efímera.

Siempre se va sin decir adiós, pero yo sé dónde encontrarla. Sé que lucha constantemente contra las olas advenedizas del porvenir y que busca en el mar el color marchito que la juventud le ha desbaratado.

Cuando mira el mar lo ve del color del vino, como ya escribió Leonardo Sciascia, pero siempre nos espera con su calma de traición y su color de naufragio, aún en las mañanas claras de julio cuando ella se desnuda sin pudor frente al mar abierto donde solo hay pinos mediterráneos y eucaliptos centenarios y más allá también algún turista empeñado en rompernos el momento único, pero ella inventa la vida como el tiempo y la madera dotan al vino de aromas y olores y sabores, y yo en ella busco el elixir de la perpetua embriaguez que nunca me abandona.

No hay licor comparable a su cuerpo ni embriaguez más deslumbradora que sus manos dibujando mis ojos cuando el vino no me deja ver los sueños reales que ella me ofrece no como una excepción sino como una costumbre diaria a la que me someto sin restricciones.

La imagino, y entonces la veo salir del mar color del vino, sucia de ese color cárdeno de los vinos nocturnos que conocemos, y otras la veo con un fondo amarillo de oro viejo, como si el mar estuviera bañado de amontillado, y ahora ella recita, por asimilación, palabras de Edgar Allan Poe, al que lee en libro miniatura que sujeta con una mano mientras con la otra da pequeños sorbos al amontillado frío que degusta moviendo la lengua para increparme a compartir el mismo sabor de todas las noches.

Ahora el mar es azul, como si de repente la sobriedad la hubiera vestido de sensatez, una sensatez que no la embellece en absoluto, muy al contrario desdibuja el brillo de sus labios gruesos como un fin de semana o como una noche con luna llena, o sencillamente con luna, como ésta en que se me acerca insinuante como una gata en celo, borracha como una cuba, bañada de vino por todas partes, por dentro y por fuera, perfumada de vino reciente, y mientras me abraza oigo el ruido de las olas estrellarse contra la puerta del apartamento, pero no es el murmullo del mar, sino los vecinos que protestan porque les molesta el arrullo de esta mujer en celo que canta sin importarle la hora y dice palabras malsonantes a cualquiera que no conoce y se desnuda en mitad de estas paredes para asustar a estas personas de buena fe que solo quieren dormir.

Pero ella es así, sobre todo cuando está ebria como una cuba, como un mar color de vino que diría Sciascia, a quien lee antes de beber, antes de perder el conocimiento en mis brazos. Ahora su respiración es acelerada y profunda, y mientras duerme y deja dormir, yo alargo el vaso de vino y a través del vidrio empañado acierto a ver el mar de mis desvaríos y el mundo de un color ámbar que me recuerda la luz de una bodega a media tarde cuando está lejos y en calma, como esta mujer que duerme a mi lado en mitad de la noche y que nunca ha visto el mar.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 30 de mayo de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

28 nov 2022

  • 28.11.22
Me gusta viajar en coche, pero soy un conductor sereno y prudente, temeroso de las leyes y de la Guardia Civil. Amo la justicia y deploro la mala fortuna. La vida, después de todo, tiene un as y un envés, noches cerradas y días luminosos. La oscuridad, quién lo diría, sería mi fiel aliado en esta lucha sin cuartel en la que tanto mi abogado como yo lamentamos aquella fatalidad del destino.


Un eclipse de luna hacía imposible la visibilidad. Por esta razón precisamente reduje mi velocidad más allá del límite permitido. Ella caminaba por la autovía, un lugar por donde no podía hacerlo, y sin ropa reflectante. Antes de poder dar un viraje al vehículo le enganché la pierna y la arrastré, no sé, unos cuarenta metros.

Cuando bajé del coche, la encontré bañada en sangre, todavía con vida, bella y asustada, con los ojos muy abiertos, como si pidiera ayuda, la misma ayuda que no le podía ofrecer. Murió unos minutos después, auspiciada por otros conductores que detuvieron sus vehículos de manera violenta para no empotrarse unos en otros.

El padre de la chica, como es lógico, me acusó de imprudencia, pero fui absuelto. Ahora soy yo quien ha demandado al padre de la víctima. ¿Que para qué? Para reclamar 6.730 euros por los daños en el vehículo como consecuencia del accidente. No sabes cómo se quedó. Prácticamente siniestro total. Y lo necesito para ir al trabajo. Lamento lo que le ocurrió a la chica. No lo sabes bien. Pero no fue mi culpa. No tengo intención de retirar la demanda. Además, mi abogado me dijo que este tipo de reclamaciones se tramitan de forma habitual.

El padre confiesa que no tiene dinero, pero ése tampoco es mi problema. Tampoco yo lo tengo. Aún estoy pagando las últimas letras del vehículo. Compré el coche por necesidad, no por placer. Soy fiel cumplidor de la ley. Mi currículum da fe de ello.

Sé que el drama del padre no tiene solución. Es viudo, vive nada más de su propio sueldo, tiene una economía modesta y un vacío en el corazón que le ha dejado la vida deshecha por aquel maldito atropello. Yo soy inocente de estas putadas que a veces gasta la vida. Me duele su dolor, no lo niego. Pero yo necesito mi coche para ir al trabajo, o para lo que sea. Tampoco tengo que dar explicaciones que no vienen al caso.

Casi me muero cuando le enganché la pierna y la arrastré como si fuera un muñeco con vida. No duermo desde entonces. Y a mí quién me paga tantas noches de insomnio. No logro borrar su imagen de mi mente. La veo con sus ojos abiertos, bella, incluso sensual, sufriendo un destino que con toda probabilidad no era el suyo. Dios dispone, como advierte el refrán.

Yo solo sé que venía conduciendo mi coche en una noche cerrada, midiendo la velocidad y las distancias, porque sé que el ser humano se pierde en la oscuridad y que por esa razón muchas criaturas se pierden para siempre en sus propios sueños.

Yo me he perdido en la peor de las pesadillas, una pesadilla recurrente que no se borra, aunque el padre de la chica me pague los daños del coche, que me los pagará, porque yo no soy culpable de que el azar muestre todo su infortunio de modo tan trágico. Yo también soy víctima, una víctima que desde el día del atropello viaja en autobús. Y eso tampoco es.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 23 de mayo de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

21 nov 2022

  • 21.11.22
Octavio Ramírez, a sus 62 años, no había logrado vencer el miedo a viajar en vehículos a motor. Nunca pudo entender cómo un avión se podía mantener en el aire sin que la gravedad de la tierra o la inmensidad del cielo engulleran de un solo trago ese artefacto que se atrevía a calificar como un insolente desafío a Dios. Por esa razón, quizás, no entendía la publicidad de algunas agencias de viajes: “Vuelos sin sorpresas”. Por mucho que le explicamos que la frase solo hacía referencia a los gastos de gestión y que los vuelos aéreos eran muy seguros, él consideraba que bastante sorpresa era ya estar vivo a su edad con tanto adelanto tecnológico.


El mar tampoco era su fuerte. No entendía cómo un barco se podía mantener a flote sin volcar, pero aún más respeto le merecía la inmensidad del mar, un espectáculo que siempre admiró desde la seguridad que le proporcionaba la orilla, la playa, el acantilado.

Observar el mar, en calma o embravecido, era una escena que amaba como ninguna otra, pero que, como los toros, prefería ver desde la barrera. Sí sentía un cierto apego por las vías férreas del tren, que le proporcionaban cierta credibilidad que en modo alguno conseguía con el avión o el barco. Pero Octavio amaba los trenes del siglo XIX, aquellos artefactos empujados a trancas y barrancas a base de carbón y no estos trenes de alta velocidad que le delataban el vértigo que sentía con solo verlos desde el horizonte.

De la carretera, mejor ni hablar. Solamente las estadísticas anuales de accidentes mortales le provocaban incontenibles náuseas. Despreciaba su estética, esos modelos aerodinámicos que rompían todo pronóstico cuando alcanzaban la velocidad del rayo, que envenenaban el aire, que abarrotaban las calles de cada ciudad y que invadían los pasos de cebra y las aceras y los parques como si se tratara de un parking propio y colectivo. Esos armatostes que hacían de las ciudades rincones infectados, incómodos y ruidosos.

En el mismo pedestal colocaba vespas, motos y ciclomotores, una copia infundada y posmoderna de la bicicleta, el único vehículo de montar que Octavio Ramírez consideraba a la altura del caballo, del burro o del camello. De hecho, le gustaba llamarlo caballo de ruedas, como el “celerífero”, un antepasado de la bicicleta que inventó el conde francés Mede de Sivrac en 1790, al que también se llama caballo de ruedas. Consistía en un listón de madera, terminado en una cabeza de león, de dragón o de ciervo, y montado sobre dos ruedas.

Para Octavio, la bicicleta, a diferencia de los otros vehículos a motor ya mencionados, era un medio de transporte gratuito y sano, ligero y ecológico. Admiraba de la bicicleta tanto el tamaño como la estética. Sabía que otros antepasados de la bicicleta se remontaban al Antiguo Egipto, aunque solo se trataba de dos ruedas unidas por una barra; a China, aunque con ruedas de bambú; o a la cultura azteca, donde un vehículo con dos ruedas era impulsado por un velamen. Aunque con más precisión, las primeras noticias sobre un primer boceto de la bicicleta datan de 1490 y pueden verse en la obra de Leonardo da Vinci Codex Atlanticus.

Desde muy joven, Octavio Ramírez aprendió a montar en bicicleta. Las coleccionaba plegables e híbridas, de paseo y de montaña, estáticas y de carrera. Su casa era un museo y un homenaje personal a este invento de dos ruedas. Siempre presumió de no haber subido jamás a un vehículo con motor.

A pie o en bicicleta anduvo toda la vida hasta que aquel día crucial el tren de la vida se le puso enfrente. Las noticias decían, mezclando detalles innecesarios y de mal gusto, que el accidente fue una mezcla de imprudencia y mala suerte.

Eran las 15.30 horas cuando el paso a nivel de la barriada periférica de la ciudad donde vivía estaba cerrado. La policía indicó que un tren se aproximaba cuando la barrera estaba bajada, insistía, y además el semáforo estaba en rojo. Un autobús, continuó diciendo el policía, gesticulando e indicando así las dimensiones y la posición del vehículo, estaba detenido tras la barrera, de modo que anulaba la visión de Octavio Ramírez, que, como era preceptivo, viajaba montado en su bicicleta.

Decidió cruzar en aquel momento. Cuando vio el tren, la bicicleta ya volaba por los aires, y él también, pero sin paracaídas, otro invento que no amaba en absoluto, aunque éste, como la bicicleta, no necesitaba motor en sus descensos al paraíso del cual el tren lo había expulsado para siempre.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 16 de mayo de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

14 nov 2022

  • 14.11.22
Desde mucho antes que sus padres sospecharan seriamente en ser padres, Graciela Urbano ya tenía nombre. La madre eligió el nombre de pila, después concibió a la hija y en último lugar definió su perfil y estructuró su vida con el solo aliento del padre, que a duras penas soportaba la inflación de vocación maternal de la esposa.


Eran un matrimonio al uso. Vivían sin amor y sin problemas aparentemente, apenas viajaban, eran correctos con el vecindario y con la Iglesia, pagaban sus impuestos religiosamente y no tenían otra aspiración que educar a la hija como si fuera una princesa.

Cuando nació, la madre imaginó otro rostro más agraciado, pero bastó tomarla en sus brazos para verla como la niña más bella del mundo. A partir de ese momento comenzó a construir el castillo de naipes que bailaba en su cabeza desde antes de conocer a su marido.

La niña tampoco era graciosa. Baste decir con esto que era fiel reflejo de su madre. Del padre heredó más bien poco. Ni su capacidad de trabajo, ni su discreción, ni su impersonalidad acomodaticia a cualquier vendaval. Sabía que con su matrimonio había firmado la hipoteca de mayor costo de su vida. Pero él era feliz en los ratos libres que ella le dejaba, y así se acostumbró a llevar una doble vida tan bien aprendida como si fuese la de un espía doble.

La niña tampoco era simpática ni inteligente. Tenía mal oído para la música y mal carácter para el teatro. No entendía de números ni de letras. Era más o menos como su madre, pero en tamaño pequeño. Y con una gran diferencia: la avaricia de la madre desbordaba cualquier cálculo posible. En eso, la hija, pobrecita, se parecía al padre.

La niña era, como se suele decir, un ángel. No porque fuera encantadora o tuviera alas, sino porque era medio boba y siempre andaba por el suelo. Tropezaba más que un borracho en retirada.

Pese a sus contados encantos, la madre le diseñó una vida de princesa. Sería modelo y después actriz. Buscó en los reinos occidentales y orientales un principado vacante donde ubicar a su polluela. Pero antes debía aprender varios idiomas y adquirir algunos conocimientos de protocolo.

Cuando Graciela Urbano cumplió cinco años tenía una agenda más apretada que la de un alcalde. Entre el colegio y las clases de danza, inglés, flauta y natación, la niña empezó a olvidar que existían las meriendas y los dibujos de animación.

La verdad es que realizar los sueños de la madre era una empresa más que imposible, pero uno nunca desea mal a nadie. Aquel día, desde luego, el castillo de naipes se le cayó cascote a cascote. Eran sobre las nueve de la mañana. La madre conducía a Graciela Urbano al colegio. Iban a cruzar ya la calle para entrar en el centro educativo cuando en ese instante pasó un coche, lo que las obligó a acercarse a la acera.

Fue entonces cuando una esquirla procedente de la parte superior del edificio contiguo se precipitó sobre la menor. Antes de que la madre fuera consciente de lo que había ocurrido, encontró a la hija enterrada entre cascotes y polvo procedentes del derrumbe controlado de un edificio. El Servicio de Emergencia 112 trasladó a la niña al hospital, donde ingresó cadáver.

Graciela, desgraciadamente, pasó a mejor vida. La madre, por el contrario, vivió enterrada entre los cascotes de su castillo de naipes. Poco a poco se volvió más silenciosa y solitaria, pero sobre todo maldijo cada día la vida que había ideado para una hija que perdió tan joven.

El padre, por el contrario, lloró a la hija ese día y todos los demás días. Ahora ya no necesitaba una segunda vida. Se sentaba en el sofá del salón con la televisión encendida y su botella de coñac. Parecía que miraba la pantalla, pero no, tenía la mirada vacía. Solo alcanzaba a ver su vida apagada, sus días perdidos en aquella casa asfixiante.

De vez en cuando se le escapaba una lágrima y alguna que otra vez pronunciaba su nombre: ¡Graciela! La llamaba, no para que volviera, sino para no sentirse tan solo. Ahora sabía que la soledad era eso. Estar tendido esperando que llegara la muerte.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 9 de mayo de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

7 nov 2022

  • 7.11.22
El miércoles, mientras hojeaba el periódico, se tropezó con una noticia que le desconcertó. Se trataba, según el diario, de un hecho excepcional. El lunes anterior nadie había perdido la vida en las carreteras españolas. ¿Y dónde radicaba concretamente la excepcionalidad de aquella noticia? Precisamente en que desde el 30 de enero de 2006 no se producía otro hecho igual. Es decir, durante 22 meses, todos los días se había producido algún accidente de tráfico mortal. Las estadísticas todavía ofrecían algunos datos más desalentadores. En los últimos doce años solo se habían contabilizado cuatro jornadas sin víctimas mortales en accidentes de tráfico.


Ese mismo lunes, F. C. C. se había despertado huyendo de un mal sueño. Había llamado a la agencia para decir que esa mañana no iría al trabajo, que tenía la salud resquebrajada por alguna razón que desconocía y que intentaría, si se recuperaba, ir por la tarde.

Aquél fue un fin de semana negro, porque las relaciones con su mujer se acercaban a la curva final a una velocidad de vértigo. También fue un fin de semana gris, porque la lluvia y un cielo encapotado no permitieron ver la luz del sol, ni siquiera dejaron ver la luz.

Así que el domingo se acostó con la sensación equivocada de que allí se acababa el mundo. Pero el Apocalipsis nunca da los buenos días con tarjeta de visita. En algún lugar, desde luego, está escrita o grabada la fecha del último día, pero nadie sabe quién la custodia.

Hasta los últimos meses había mantenido unas relaciones maritales bastante aceptables. Había dejado de beber con los amigos hasta las tantas al salir del trabajo. Nunca pisó un burdel, excepto en una ocasión en que se había ligado a una puta en un pub en pleno centro de la ciudad. La experiencia le alivió la soledad que anidaba en su corazón, pero desde entonces nunca logró reconfortar su alma con otros amores de saldo.

Alejandra María del Mar, su mujer, no era ajena a esa vida descontrolada en la que vivía sumido su esposo, porque por las noches, mientras dormía, hablaba a voces del destino incierto por donde transitaba su vida.

Alejandra amaba a F. C. C. como el primer día. Nadie lo entendía porque tenía un cuerpo que obligaba a beber sin pausa y a espurrear el alcohol sin razón alguna. El líquido se atascaba en la garganta y no te dejaba respirar. Todos la miraban sin pestañear con esa inocencia desbocada que provocan los acontecimientos inusitados.

Era valiente en el vestir y dinamitera en el andar. Era la guerra personalizada encaramada a unos zapatos de tacón excesivamente altos. Alejandra María del Mar empezó a dejar de amarlo un buen día en que se dio cuenta de que la vida no cerraba sus fronteras al otro lado del barrio, sino que ése era en todo caso el comienzo del camino.

Aquella mañana de lunes pensó que no valía la pena vivir y que ya no podría ser feliz sin esa mujer a su lado. Llamó al trabajo para decir que se sentía mal. Después se vistió con una calma moderada. Escribió una carta de despedida, breve y con letra clara, que no dejara lugar a dudas.

Cualquier curva a esa velocidad, pensó, era un obstáculo insalvable. Pero fue en ese momento en que oyó que alguien metía la llave en la cerradura e intentaba abrir la puerta. Era Alejandra, le dijo que no había vuelto porque nunca se había ido, que nunca se iría de su lado porque el mundo era muy frío lejos de aquella casa en la que habían vivido cerca de treinta años.

La alegría lo había debilitado aún más. Se encamó con la vocación de un enfermo en fase terminal, pero el martes por la tarde se sentía mucho más aliviado hasta el punto que le dijo a Alejandra que la vida valía la pena y que después de tantos años la amaba como el primer día.

El miércoles, mientras esperaba el autobús leyó en la prensa que aquel lunes había sido el primer día, en casi dos años, sin muertos en la carretera. Agradeció con una sonrisa el buen sino de aquella noticia. Después sonrió sin que nadie le viera, porque solo él sabía que el muerto de ese lunes ingrato tenía que haber sido él. Tiró el periódico a la papelera y subió al autobús. Mientras se dirigía al trabajo, le sonó el móvil. Era Alejandra.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 2 de mayo de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

31 oct 2022

  • 31.10.22
El tiempo no ayudó a que pudiera olvidarla. También es verdad que no hizo demasiados esfuerzos por conseguirlo. Era consciente de que los amores enconados eran los más difíciles de resolver. Se quedan metidos en el estómago o en el hígado, o en el corazón, como un tumor que invade cada célula del cuerpo y del pensamiento.


Al principio, como cualquiera hubiera hecho, no prestó demasiada importancia. “Mancha de mora con mora se quita”, se decía cada noche después de haber clausurado con éxito otra nueva aventura. Sin embargo, no era así. Aquella mujer se le había atravesado en la vida como un obstáculo insalvable. Un obstáculo que le impedía el acceso libre a cualquier carretera secundaria.

Como el paso del tiempo no favorecía un olvido apacible, pensó que el mejor antídoto contra esa enfermedad serían unos vasos de whisky a partir de las seis de la tarde, esa hora en que el ritmo del trabajo aminora y las tardes grises y lluviosas de invierno se prestan de maravilla para absorber las soledades más sospechosas.

Pero no hay ungüento posible para una mirada extraviada que se cure con cualquier mirada. En ocasiones, la única vacuna posible es una mirada única y diferente. Él sabe que se trata de esa mujer, la que lo atenaza en cada esquina de la vida, apenas se quita la chaqueta y se desabrocha el botón del cuello de la camisa y se afloja el nudo de la corbata, se le viene un solo rostro a la memoria, como si ese rostro hubiese estado esperando todo el día para hacerse visible en el primer descuido, en la oportunidad menos buscada, en el deseo constante de que así sea.

Ni el tiempo, ni el alcohol, ni otras mujeres lograban rebajar unos grados la temperatura de su desaliento. Su rostro comenzó a teñirse de una melancolía indescifrable que ni él mismo lograba ocultar con gafas oscuras y una sonrisa cómplice de amante atrincherado.

Buscaba con unos gestos medidos un aire desinteresado que no lograba convencer del todo a sus seres más cercanos. Vestía con un desenfado que no le era propio y sonreía con unas ocurrencias a las ocurrencias de los demás que los demás no lograban entender en su totalidad.

Poco a poco no fue cambiando solo su carácter y su aspecto exterior, sino también su actitud desolada frente al futuro. Adoptó un aspecto encorvado de criatura deshecha que anticipaba las secuelas de un cataclismo, bebía sin desmayo en la barra de cualquier bar a esa hora en que el día se pierde en una hora indefinida y a partir de ahí completaba la jornada con obligaciones vulgares que le hacían olvidar un perfume que le asfixiaba.

Un día vino ella a buscarle. Fue a esa hora y en ese mismo bar. No sabemos si lo buscó o casualmente ella cruzaba por el lugar y adivinó su perfil maltrecho al otro lado de los cristales del local. Estaba sentado como siempre a la barra, apagando un cigarro que olvidó en el cenicero y apurando los últimos sorbos de un whisky en el que el hielo se había derretido bastante tiempo atrás.

La miró con la certidumbre de que se trataba de una aparición. Pero también esto era bastante improbable. Lo besó despacio y sin palabras, como él siempre soñó que podía haber ocurrido. Pagó todos sus whiskies y se lo llevó de la mano a pasear por una noche prematura que anunciaba un final feliz. “Hoy no digas nada”, le dijo ella. “Mañana me contarás”, le dijo con la mirada fija mientras lo besaba de nuevo.

A la mañana siguiente, cuando despertó, las sábanas todavía olían a ella, y la habitación y el cuarto de baño estaban impregnados del olor de la misma mujer, pero ella no estaba, así que no le pudo decir cuánto le había gustado haber repetido con ella una noche como aquella.

Más tarde la llamó, pero nunca contestó. Había pedido un traslado en el trabajo y se lo habían concedido. Ella no quiso despedirse de cualquier manera, ni quería marcharse para siempre sin decirle cuánto lo quería y tampoco quiso decirle que era una mujer casada y enamorada de otro hombre que no era él. No le dejó ninguna nota manuscrita ni el menor rastro posible para que pudiera entender que algunos encuentros son tan fugaces y eternos como el último sorbo de un whisky que nunca más probaría.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 25 de abril de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

24 oct 2022

  • 24.10.22
Ella mira por la ventana cómo se van las últimas nubes, cómo la tormenta amaina, y cómo con esas nubes se va todo un tiempo de ayer que, ahora que lo piensa, apenas le dio tiempo de degustar. Ella lo amaba. Posiblemente todavía piense en él cuando abre el armario y otea de soslayo sus camisas planchadas, sus corbatas, sus libros amontonados por doquier.


Tendría que comenzar a ordenar de nuevo el espacio, piensa, a tirar sus libros y sus camisas, a comprar otro ambientador, incluso a cambiar de apartamento. No lo quiere pensar, pero estas habitaciones le huelen a él. Por la noche, cuando se acuesta, lo siente de espaldas, profundamente dormido, apresurando el sueño antes de que el despertador le rompa las últimas esperanzas.

Se lo dijo tantas veces que él empezó por respetar sus principios desde el primer día y acabó por creerse hasta las últimas torpezas. Ella no quería anillos de compromiso, ni papeles firmados, ni ceremonias de traje largo, incluso le advirtió de posibles infidelidades y él aceptó solo por estar con ella.

Cuando estaban juntos, él se sentía completo, no necesitaba a nadie más. Vivían con el televisor apagado, con la música encendida, discos de unos años felices que ambos vivieron por separado. Así que, por las noches, antes de cenar, mientras él hacía la tortilla de gambas y ella descorchaba una botella de rioja que compraban sin etiqueta, ambos escuchaban canciones de mundos diferentes.

Ella se acordaba con nostalgia de aquel que la amó cuando no había cumplido los veinte años. Era alto, delgado, con un pelo algo rizado que le caía por los hombros, como la moda imponía, con una sonrisa medida que le erizaba la piel.

Un día dejaron de verse, se fue a trabajar a Burgos, allí abrió un comercio, vive con otra mujer algo mayor que él, le dijo una amiga. Cuando escuchaban la canción, la nostalgia le mordía los tentáculos más firmes, y entonces no quería tortilla de gambas, bebía vino y volvía a poner la canción hasta que las lágrimas le inundaban los ojos, y entonces salía a la terraza a contar las nubes que no había.

Él había aceptado de buena manera todas sus condiciones, sus horarios libres, las amigas con las que compartía una complicidad difícil, los veranos sentados en una hamaca pasando calor y leyendo novelas interminables que detestaba.

Allí también, mientras miraba la playa plagada de turistas y niños desagradables a los que seguro debían de odiar también los ecologistas, ella escuchaba por los auriculares la misma canción de todos los días. Era una canción triste como su vida, real como la vida misma, edulcorada, sin pasión alguna, que hablaba como todas de amores descarriados.

Al principio él le perdonó su manera cómoda de no pensar en nadie más que en ella misma, amaba incluso su rebeldía relativa y el ímpetu con que reivindicaba cuanto él ya le había ofrecido y aceptaba de buen grado.

Un buen día comenzó a cansarse de escuchar siempre la misma canción. La canción reivindicativa de sus principios alcanzados e inamovibles, pero también la canción que soltaba su monotonía de pasado estancando lejos incluso de los auriculares.

Ella vivía tan metida en su mundo, tan absorta de verdades maduras, que no se dio cuenta de que él ya no la molestaba, de que la dejaba a sus anchas ir y venir, salir con las amigas, volver a deshoras con cuatro copas de más. Él estaba ya allí, durmiendo de espaldas a ella, con un sueño sosegado de felicidad reconfortante.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que él ya no la quería, y fue entonces cuando percibió que la vida se le desmoronaba como si fuera una montaña de barro roto y seco. Empezó por decirle que tenían que cambiar, comprometerse, que no le importaría que le regalara un anillo con diamante, que no le parecía nada cursi que la besara al amanecer, antes de que se metiera en la cocina a estrujar naranjas frescas, que este verano podrían viajar a La Habana, una ciudad mítica para él, pasear por el malecón escuchando un son improvisado, beber ron, no sé, decía, todo aquello que tanto te gusta. Luego lo hablamos, decía él, pero nunca lo hablaban.

Una de aquellas tardes en que él se sentía solo, sentado a la mesa del mismo bar que frecuentaba todas las tardes, siempre con un vaso de ron y Coca-Cola en las manos, encontró a la otra.

También ella miraba a ninguna parte. Le pidió fuego, pero no tenía. Ella tampoco fumaba, le dijo, será por olvidar, por no aburrirme, no sé, tampoco sabía qué hacía allí. Él tampoco lo sabía, iba por costumbre, por matar cada tarde igual a otra.

Ella le preguntó si no se le ocurría nada para cambiar la vida. Él le dijo que sí, pero que estaba cansado de ir solo, y que ahora esperaba, no sabía, a alguien que llegue, alguien llegará algún día, le dijo. Claro, le dijo ella.

La miró y la vio distinta. Como si hubiese aparecido de pronto. Le dijo si quería beber con él otra copa en otro lugar, en qué lugar le dijo ella, no importa, no lo sé, acaso nunca lo sabré, pero quiero beber contigo. Sí, le dijo, pero no iré sólo para una copa. No importa cuántas sean, le dijo. Pagaron y salieron a una tarde que se había quedado sin nubes.

Ella, la primera mujer, lo esperó todas las noches, pero no volvió. Ya no salía, preparaba la cena, descorchaba la botella de vino, encendía unas velas, apagaba la música para escuchar la llave en la cerradura cuando entrara. Por las noches, creía verlo dormir, de espaldas a ella, sumido en un sueño profundo y feliz.

Un día despertó. Comprobó que no se había llevado las camisas ni los libros, ni la cartera del trabajo ni su agenda. Por primera vez sospechó con fundamento que nunca más volvería. Y lo peor: no sabía qué hacer con sus camisas y con la canción de otro tiempo que también se fue, pero mucho antes que él. Miró por la ventana, no llovía, y afuera la vida parecía más agitada que nunca.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 18 de abril de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

17 oct 2022

  • 17.10.22
Me llamo Eugenio Flores. Yo soy quien mató los dos tigres en una finca de Badajoz. Por eso estoy entre rejas. Me acusaron de tres delitos: tráfico de especies protegidas, la muerte de los tigres y la liberación de especies de fauna no autóctona. Todo eso es cierto. No lo negaré. Pero debo decir en mi favor que la vocación por la caza supera con creces mi respeto a las leyes.


Desde pequeño soñaba con África. Recorría en sueños sus ríos: el Senegal, el Volta, el Zambebe, el Congo, el segundo más caudaloso del mundo, o el Nilo, el segundo más largo del mundo. Mi mundo naufragaba en esos ríos, en los Grandes Lagos, en el desierto de Kalahari, en el delta del Okavango.

Sueño con África desde niño, con la inmensidad de sus tierras, con la luz de sus noches, con sus animales salvajes y libres. No lo niego. Me gustan los safaris. Pero mis negocios no me dejan el tiempo libre que necesito para viajar a esas tierras doradas y calientes. Ésa es la razón que me llevó a montar mi propio safari.

Solo veníamos los amigos. En fin, no hacíamos daño a nadie. Nos reuníamos allí en la finca Luna Llena para organizar batidas contra tigres o leones o lobos, según. Ésa era nuestra diversión. No hacíamos mal a nadie. Todo ser humano, a su manera, consume los fines de semana, o los puentes, o las vacaciones. Para nosotros, ese rincón de 70 hectáreas era nuestro paraíso. Un paraíso prohibido para los intrusos, cercado para los animales y vallado con una verja electrificada de más de dos metros de altura.

Solo algunos agentes del Servicio de Protección a la Naturaleza (Seprona) de la Guardia Civil lograron entrar en la finca e interrumpir una de las cacerías. Fue el día que matamos a aquel tigre, el que salió fotografiado sin vida en la prensa. Puede resultar cruel, lo sé. A veces lo pienso y sé que el juez lleva razón, pero la sangre me puede más que la razón.

Ése fue el día en que también encontraron corriendo a sus anchas por la Luna Llena a otro tigre, enjaulado a un león y cinco cadáveres de lobos. No se trataba de una matanza. Era el fruto de una batida. Eso sí, mucho más rudimentaria que aquellas otras de Kenia en las que a poco dejo mi vida. El safari es como los toros. El animal muere, pero el cazador también expone su vida hasta cobrar su trofeo.

Estos meses que he estado aquí enjaulado me he parado a pensar sobre la maldad que hay en esta tendencia mía a matar animales salvajes. Es un delito y con toda probabilidad sea un error por mi parte. Lo sé. Pero por las noches sueño con África, veo su luna enorme encima de mi cabeza, piso las huellas del león o del rinoceronte, huelo su presencia cuando mis ojos todavía no han alcanzado a definir su edad o su peso.

Antes de matarlos, te miran, como si adivinaran tu intención. Te miran dibujando en su mirada la imposibilidad de estar a la altura del rifle que atrapas entre sus manos. Es cuestión de segundos. La adrenalina se derrama a borbotones. No puedes hacer otra cosa sino apretar el gatillo.

Aquí, tendido boca arriba, entre estas estrechas paredes sueño con la inmensidad de África. Yo he construido en mi finca Luna Llena un pedazo de aquel continente. En aquellas hectáreas de tierra yerma he materializado mis sueños. Allí fui feliz hasta aquel inhóspito día en que un vecino se chivó a la Guardia Civil.

Sé quién es, lo buscaré y pagará por ello, porque los sueños son, como dicen ellos, como los animales. No se les debe tocar. Y él lo hizo. Él precisamente, él que cría toros bravos, negros, hermosos, y los condena a ser víctimas legales de la fiesta. Él que los vio nacer y los crio.

Yo, al menos, a los tigres, a los leones, los compro en Holanda, en Alemania, depende, los traigo, los suelto y les disparo. No les doy cariño, como él. Yo no los traiciono. Yo los dejo en libertad y los persigo hasta matarlos. Solo es un juego. Por eso estoy aquí encerrado, y no me importa. Ya me he arrepentido, pero nunca lo negaré.

Fui feliz mientras disparaba. Son solo unos segundos que llenas de vida y de muerte, de peligro y de tensión. Después de todo, eso es la vida. ¿Pero quién se lo dice al juez? Él hace su trabajo y puede que después se acueste soñando con África. Es imposible que nadie nunca no haya soñado con África.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 11 de abril de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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