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Daniel Guerrero | Corrupción que mata

La corrupción es inaceptable, la cometa quien la cometa, porque es un cáncer que destruye la democracia. Practica corrupción gente avariciosa y sin escrúpulos que no duda en enriquecerse traicionando la confianza que depositaron en ellos, en primer lugar, los votantes y, después, quienes los escogieron para ocupar puestos y desempeñar ocupaciones en la esfera pública.


Con su obrar delictivo socaban el principio que hace fuerte a toda democracia: la confianza de los electores en sus representantes elegidos, sin la cual aquellos acaban distanciándose de estos y desinteresándose del mejor sistema posible de configurar la voluntad popular en que se basa todo gobierno democrático.

La corrupción erosiona esa confianza y, a la postre, causa desafección política en los ciudadanos, favoreciendo que unos pocos decidan por todos, lo que abre las puertas a quienes están interesados, precisamente, en destruir desde dentro la propia democracia.

Por ello, la corrupción es un cáncer para la democracia al que hay que combatir con determinación y presteza, de manera contundente y sin demora, caiga quien caiga, sean afines o adversarios. Sin miramientos porque el corrupto no tiene amigos ni ideología, sino egoísmo y deslealtad bajo cualquier máscara con la que se disfrace.

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Pero no solo hay que evitar la rapiña de esos avariciosos que meten mano en el dinero de todos para su lucro personal o partidario, sino también la mediocridad, estulticia, negligencia e ineptitud de quienes, por su irresponsabilidad, se derivan consecuencias letales para los administrados, para la gente que confió en su solvencia y capacitación. Porque esa deplorable gestión de lo público también alimenta el cáncer que corrompe las instituciones y los gobiernos. Es una corrupción que mata.

Caso paradigmático es el de Carlos Mazón, presidente de la Comunidad de Valencia, cuya poco aclarada conducta y su total desvergüenza contribuyeron a agravar la tragedia de la DANA, aquellas tormentas e inundaciones que provocaron más de 200 muertos en una población a la que no se le avisó a tiempo del peligro que corría, además de ingentes daños materiales en viviendas e infraestructuras.

El president estuvo ilocalizable durante lo peor de la tragedia, cuando los muertos ya se acumulaban en los barrancos, sin asumir personalmente las competencias de su cargo para la gestión de la crisis. Nadie sabe todavía lo que hizo durante ese tiempo ausente. Le llueven los indicios penales que esquiva por su condición de aforado mientras reparte culpas a doquier, aun a costa de desprestigiar la democracia. Si la tuviera, en su conciencia carga con las víctimas evitables de la DANA.

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Sin embargo, su proceder cuenta con antecedentes en otro gobierno del mismo partido, también en Valencia. Se trata de la catástrofe producida por el descarrilamiento del Metro de Valencia, en julio de 2006, que dejó 43 muertos y 47 heridos.

Enfrascados en la organización de la visita del papa Benedicto XVI a Valencia, que se produciría cinco días más tarde, los responsables de la Generalitat y del Ayuntamiento trataron de pasar de puntillas sobre la tragedia, descargando toda la culpa a un error humano, al del maquinista que murió en el accidente. Y, como con la DANA, aquellos responsables políticos no asumieron su responsabilidad ni recibieron a los familiares de las víctimas.

Se limitaron a echar las culpas a otros. Catorce años más tarde, cuatro directivos de Ferrocarrils de la Generalitat (FGV) fueron condenados a 22 meses de cárcel y tres años de inhabilitación. Una sentencia que, por supuesto, llegó demasiado tarde y tras movilizaciones convocadas por la Asociación de Víctimas del Metro 3 de julio, que acudió incluso al Parlamento Europeo en busca de respaldo, como han vuelto a hacer los afectados por la DANA.

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La negligencia de los responsables de que los servicios públicos sean seguros y funcionen correctamente ha causado daños letales entre los usuarios. No es casualidad que Francisco Camps y Rita Barberá estuvieran involucrados, además, en diversos casos de corrupción. Ni ellos ni nadie se han dignado a pedir perdón a la ciudadanía por una tragedia, otra más, evitable.

Un descarrilamiento por falta de seguridad adecuada, unido al despiste de un maquinista, se repetiría en otro accidente, el del tren Alvia, en Galicia, causando 80 muertos y 144 heridos, otro julio fatídico de 2013. Sólo después de 11 años de investigación judicial, una sentencia hallaba culpables al maquinista del tren y a un exdirector de Seguridad en la Circulación de Adif (la empresa estatal que administra las infraestructuras ferroviarias), condenados por negligencia y por la ausencia de medidas que mitiguen el riesgo que ¡mira por dónde! figuraban en el proyecto del trazado.

Y es que aquellos kilómetros finales de la línea carecían del sistema automático de frenado con el que cuenta el resto del trayecto, lo que dejaba sin protección al tren en caso de que, por cualquier circunstancia, el maquinista no atendiese las obligaciones de velocidad máxima del cuadro de mandos. Y todo por “ahorrar” en una inversión que era prioritario inaugurar cuanto antes. Otra decisión política negligente con resultado de muerte.

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Como en Madrid, donde se dejó morir a 7.291 ancianos sin asistencia médica en sus residencias por un Protocolo elaborado por el gobierno de la Comunidad, durante la pasada pandemia, que por razones de edad les negaba el traslado a hospitales públicos.

Es así como Madrid tiene el triste honor de contar con el índice más alto de mortalidad por la pandemia de España. Y su presidenta, también del mismo partido que los casos citados anteriormente, culpabiliza de ello a las autoridades nacionales por coartar libertades al imponer medidas de confinamiento sanitario a la población, como hizo el resto de países que siguieron las recomendaciones de la Organización Mundial de Salud.

La desvergüenza ideológica (los ancianos que tenían seguros privados podían acudir a sus hospitales privados), unida a la mediocridad intelectual, derivó en consecuencias funestas para la gente. Aun así, la irresponsable política permanece en el cargo sin que se le caiga la cara de vergüenza y sin que le moleste el ruido de la corrupción que emite su entorno de allegados.

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Negligencias e intereses opacos que acaban desembocando en tragedia, como la sucedida con el avión Yakovlev 42, fletado a través de una cadena de subcontratas por el Ministerio de Defensa de Federico Trillo, casualmente del mismo partido que los anteriores, y que se estrelló en la costa norte de Turquía de regreso de Kabul, con 75 personas muertas, 62 de las cuales eran militares españoles.

Fue la mayor tragedia de las Fuerzas Armadas de nuestro país en tiempos de paz, producida un nefasto día de mayo de 2003. Pero lo vomitivo vendría después, cuando se quiso parecer diligente con los familiares de las víctimas y se les entregaron cuerpos sin identificar o confundidos por las prisas. Sólo tres militares fueron condenados en 2009, de los cuales uno se libró de la cárcel por enfermedad y dos acabaron indultados por el Gobierno de Rajoy, ante el estupor de los afectados. Una vez más, una corrupción que mata.

Corrupción que obedece a cuestionables decisiones políticas asumidas a espaldas del interés general por la debilidad moral e intelectual de algunos responsables políticos, como la que nos embarcó, basándose en mentiras, en una guerra ilegal en Irak, en 2003, y que causaría miles de muertos en aquel país.

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Es una forma de corromper la democracia que condena a muerte a ciudadanos indefensos e inocentes, en este caso iraquíes, pero también del contingente español enviado al país. Y a los que se les ha hurtado toda explicación y disculpas. Peor aun, se les ha tratado de manipular electoralmente con trágicas alusiones y mentiras, como pretendió el mismo político que decidió ir a la guerra cuando intentó atribuir los atentados yihadistas del 11-M a ETA, lo que beneficiaba electoralmente a su partido en el Gobierno. En aquellos atentados, provocados por terroristas islámicos por nuestra participación en la guerra de Irak, fallecieron 192 personas y alrededor de dos mil resultaron heridas.

Jamás el dirigente que nos involucró en una guerra ilegal se ha dignado a pedir perdón a los españoles, como hicieron otros mandatarios de la tristemente foto de las Azores, a pesar de conocer el resultado del Informe Chilcot –una investigación oficial del Reino Unido– que concluyó que “Blair y Aznar acordaron la necesidad de desarrollar una estrategia de comunicación que mostrara que habían hecho todo lo posible para evitar la guerra”.

Es más, Aznar llegó incluso a negar que España mandase soldados a aquella guerra, cuando alrededor de 2.600 soldados españoles fueron desplegados en Irak entre 2003 y 2004, de los que 11 perdieron la vida, junto a dos periodistas (Julio Anguita Parrado y José Couso) de cuyos asesinatos no se ha podido hacer justicia. Otro tipo de corrupción política que manipula la verdad y vuelve a ocasionar muertes.

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Ninguna corrupción es tolerable, pero la que atenta contra la vida de las personas es aun más deleznable, aunque aparentemente no afecte al dinero público. Compañeros o colaboradores de los que protagonizaron corrupción letal se han visto envueltos posteriormente en cambalaches de corrupción económica, como Jaume Matas, Eduardo Zaplana, Rodrigo Rato, Luis Bárcenas y otros, pagando incluso penas de cárcel.

Otros, sin embargo, han tenido más suerte, como Ana Botella, la mujer de Aznar, que vendió como alcaldesa de Madrid viviendas sociales a un fondo buitre donde trabajaba su hijo, sin sufrir ningún reproche por ello. Y es que hay corrupción y corrupción, depende del cristal con que se mire. Pero todas son igual de repudiables. Máxime si matan.

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: MINISTERIO DE DEFENSA

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