Ir al contenido principal

Moi Palmero | Delfina no tiene quien la quiera

Por sus habilidades, su inteligencia o, quizás, por la falsa sonrisa con la que se presentan, los delfines transmiten alegría, positividad y belleza. Nos gusta verlos jugar, saltar, disfrutar en la mar e, incluso, fantaseamos con nadar entre ellos, con acariciarlos o con darles de comer.


Entre las dos especies existe respeto, atracción y cariño –diría amor–. Tanto es así que, en algunos países, se consideran "personas no humanas". Pero cuando mueren, sus cadáveres quedan a merced de los depredadores y descomponedores –algo natural– o de las olas que los empujan a la orilla, donde se convierten en una patata caliente que nadie quiere sujetar.

Los delfines son animales sociales, con fuertes vínculos emocionales entre ellos y se enfrentan a la muerte de un ser querido como podemos hacerlo nosotros: con dolor, con tristeza y con llanto. También necesitan pasar su duelo.

Hay casos de cetáceos que han permanecido junto al cadáver de un compañero durante horas; o de delfines hembra que han empujado a su cría muerta durante días. Pero, al final, la realidad manda y hay que pasar página, seguir nadando.

El cadáver de una hembra de delfín común, a la que llamaremos Delfina, flotaba cerca de las costas de un municipio turístico del que no daré nombres para no levantar suspicacias, ya que tenemos la piel curtida para recibir medallas, pero muy fina para encajar las críticas.

Son los municipios los que deben hacerse cargo de estos animales cuando llegan a sus costas, bien incinerándolos (algo caro e inviable), enterrándolos o llevándolos al vertedero. Un marrón para los ayuntamientos por el peso de estos animales o porque muchos están troceados, ya que se les practica la necropsia para obtener muestras; o también por el estado de descomposición que presentan. Pero deben hacerlo: es su competencia.

En este caso, una embarcación encontró el cadáver de Delfina flotando y decidió llevarla a puerto para evitar un posible accidente con las motos de agua o que los niños de las escuelas de vela la vieran. También porque consideraron que era lo mejor para evitar males mayores, como algún problema de contagio de enfermedades.

Una vez en el barco, llamaron al 112 para informar de la situación y que la asociación que se hace cargo de estos varamientos hiciese su trabajo. En el puerto se improvisó la logística para sacar el animal del barco y transportarlo a un lugar del recinto portuario donde no oliese y pudiera representar un peligro para la ciudadanía. Una operación que puede parecer sencilla, pero que llevó su tiempo.

Cuando llegaron los voluntarios de la asociación –que, curiosamente, tiene la autorización del Ministerio de Transición Ecológica, pero no de su comunidad autónoma, algo que en el resto de las provincias no ocurre– tomaron los datos protocolizados, pero ninguna muestra porque el estado de descomposición no lo permitía.

Hasta ahí todo bien: ningún reproche que hacer, porque ya solo había que esperar a que el Ayuntamiento retirase el cadáver, algo que, sin embargo, no ocurrió. Primero, para evitar ir a recoger el cuerpo, se lo ofrecieron a la Universidad, que está preparando un museo. Pero, en agosto y un cadáver tan poco apetecible, debieron poner alguna excusa para no incluirla en la colección.

Tras el fallido intento por que otros hiciesen su trabajo, se negaron a recogerla alegando que estaba en las instalaciones portuarias. El puerto llamó entonces a la asociación para preguntarles qué hacían y el colectivo, ante un marrón que no les correspondía solucionar, culpó a la embarcación por haberla remolcado sin avisar previamente.

Según los responsables de la asociación, para cubrirse las espaldas ante ayuntamientos inoperantes, lo mejor hubiera sido dejarla salir a la playa, a pesar de los posibles peligros que se pudiesen derivar, porque allí el Consistorio la hubiese retirado al instante para no dañar su imagen y la posición en el mercado que tantos euros cuesta mantener.

El caso es que Delfina estuvo varios días tirada junto al faro rojo, bajo una tela, continuando su proceso de descomposición y generando malos olores. Nadie la quería, nadie se responsabilizaba de ella. Así que la picaresca española volvió aparecer y el problema se solucionó metiendo su cadáver a escondidas en un contenedor para que el Ayuntamiento lo echase al camión de la basura.

Si las autoridades municipales hubiesen asumido su responsabilidad desde el principio, nos hubiésemos ahorrado mucho tiempo y muchos quebraderos de cabeza. Con lo bonito y constructivo que habría resultado todo y la desagradable sensación que les ha quedado a los implicados de que, a partir de ahora, se llama al 112 y se quita uno de en medio para que no le salpiquen ni los cadáveres de especies protegidas ni los reproches de nadie.

MOI PALMERO