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José Antonio Hernández | Disfrutar con el cuerpo y con el espíritu

El verano constituye una oportunidad para disfrutar, esa aspiración universalmente ansiada y, a veces, difícil de satisfacer. En este tiempo podemos practicar con mayor libertad el disfrute de esas actividades que son necesarias para seguir vivos, como, por ejemplo, alimentarnos, hacer deporte y descansar.


En mi opinión también deberíamos aprovechar este tiempo para entrenar las sensaciones que nos proporcionan placer. Es posible que los prejuicios contra el disfrute sensorial estén determinados por aquella interpretación errónea de la ascética, ampliamente predicada durante los tres últimos siglos o, quizás, por una reacción generalizada provocada por la ubicua y agresiva publicidad consumista actual, pero el hecho cierto es que, en algunos ambientes, existe una seria resistencia a valorar positivamente el disfrute de los sentidos. Quizás por eso, cuando nos referimos a la sensibilidad, solemos definirla como una facultad despojada de sus sustanciales dimensiones corporales.

El verano es el tiempo propicio, además, para cultivar la amistad, esa relación afectiva que ha de estar presente en las diferentes etapas de la vida, es una necesidad y una fuente de beneficios de elevados valores terapéuticos y cuya importancia es vital, sobre todo, en la ancianidad. Los amigos son los que, por su proximidad y por su semejanza, mejor nos comprenden, aunque no tengamos que darles muchas explicaciones.

El verano nos proporciona nuevas oportunidades para disfrutar. Sí –queridas amigas y amigos– necesitamos no solo descansar sino, también, disfrutar para seguir caminando, para superar el conformismo y para progresar.

Todos, con independencia de la edad, de las creencias, de las posibilidades económicas e, incluso, del estado de salud, necesitamos disfrutar, gozar y deleitarnos para no desfallecer y para vencer el aburrimiento, esa desagradable sensación de desgana, de cansancio y de fastidio que nos produce la rutina.

Recordemos que la palabra “aburrir” procede del verbo latino “abhorrere” que significa tener aversión a algo, y que éste deriva de “horrere” que quiere decir “erizarse”, “ponerse los pelos de punta” a consecuencia del malestar corporal que producen las ideas, las palabras y las conductas desagradables. El aburrimiento –cuya expresión externa es el bostezo– tiene, efectivamente, algo o mucho de disgusto, de fastidio, de molestia y de hastío. Descansemos y disfrutemos para, por favor, no aburrirnos.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ