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Francisco Palomo Rojas, el estanco de Palomo

Las fisonomías de los lugares del ayer van cambiando, y ahora, cuando se mira hacia atrás ya prácticamente no queda nada de las fisonomías aquellas que dibujaban los antaños en sus edificios y en sus estancias, aunque aun queden, nos queden, los rostros de aquellos habitantes que decoraban las calles, nuestras calles, con las sencillas parsimonias de las presencias y los saludos: evidentemente gentes que en otros tiempos fueron otras gentes, a los que esos mismos tiempos, que son vivencias, con el discurrir arenero de los años, con sus soles y sus lunas, en los transcursos de los climas y las estaciones han ido desdibujando en los rostros de hoy las enseñas vitales que nos los dibujaban en otras juventudes de aquellos otros días en que todo parecía más sencillo, quizá porque no estábamos acostumbrados a las virulencias de las prisas y los sonidos de los ruidos.

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La calle Colón de Porcuna conserva aún algunos de aquellos edificios del ayer, pongamos los años setenta, aunque prácticamente hayan desaparecido todas las estancias que hacían de esta calle el callejero comerciar de los ajetreos y los cenachos de mimbre, la Oficina de empleo de esa antigüedad no tan lejana donde se buscaban los trabajos y las tabernillas donde se interpretaban los churneos de las ligas entre vinos y partidas de julepes.

La calle Colón era la calle de las sombras, la calle de los invisibles, de los soñados, de los presentidos árboles y el olor de las mercaderías, desde la casilla aledaña ya a Niño Jesús donde Pelaez almacenaba lo que no podía almacenar en su tienda de Alférez Gallo, quizá donde iban a parar, entre las anaranjadas bombonas del gas, los artículos que ya habían decaído en el decaer de las cosas de moda, hasta las estampas amarillas de los almanaques del ayer donde las cuadraturas santoriles habían agotado ya todos sus días y todas sus festividades , hasta la tienducha de Rafael Izquierdo, esquinera, cálida , blanca, sola, como una mujer de farola apagada en un cigarrillo rubio mentolado que cantara la copla, o un hombre en rabo de lagartija y en hora del tambalear ensoñador del vinillo de las tabernas, la calle Colón opositaba en el arte callejero de los tenderetes, tenderetes que eran ensoñación de siglos atrás, con los antiguos mercados árabes y las covachas judías, que se tendían medievales y moscas bajo las escalinatas en piedra con jardines del templo parroquial.

En la calle Colón se abrían los ojos de las mercancías y las motosas efervescencias de los rancios olores de las tabernas que en abriendo la mañana sus persianas al botón de oro del sol acudían los hombres de los arrabales porcuneros, olvidados del tango pero egregios en las soleares, las seguidilla y las temporeras, a la busca del jornal de la siega, si estaba el tiempo para siegas, y las camisolas se recortaban en cortas, o a las arbóreas quemas de las ramas del olivo, o al aclare del algodón allá por las tierras húmedas de las hondonadas y el sombrear de los lindones, o al claro sol de los cuarenta grados junto al secarral de los rastrojos, las matalahúvas olorosas del aguardiente en flor, las tiernas espigaduras enguisantadas de los garbanzos adolescentes y verdes, esos garbanzos que traían los jornaleros a las casas de los techadillos en caña y cal y ventanitas en cruz de reja repintadas en negro con cortinillas de gasas ondulando en el aire de la tarde el sueño moro de una princesa cautiva; las espigas de cebada en leche que eran golosina mayor de la tierna infancia en calzoncillos blancos y siestero camastro de manta sarpullera y cojín de farfolla, y los melones cochos y verdes aclarados de los melonares de los abuelotes donde se dibujaban los infieles arabescos de las estrellas judías y las lunas moras para que a la oscuridad de las noches sin luna brillaran como farolicas de luz de velas en un desfile tenebroso de santas compañas por las empedradas, pálidas y blancas calles de Porcuna, esas calles antiguas del ayer que hacían sus santas oraciones en los amiedados huecos de las callejuelas, con sus pozos de agua, como por la calle Huesa.

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En la calle Colón abría Antoñín, mañanero y alto de espiga y señorío, su mercadería del todo un poco, desde el botón de camisa a la tira bordá para el adorno de las mantelerías o las manguitas de las muchachas en flor de la adolescencia; desde el carrete de hilo para el enhebro de las agujas de las costureras hasta las medias de seda o de cristal con las que cubrían las mujeres el pudor clerical de las blancas carnes donde aun las ceras de los despeles no habían abierto los ojos al tiempo de los ojeadores enseñes de las carnes donde se iluminaban todas las miras, o al menos, algunas de todas las miradas….
En la vitrina televisiva del escaparate de Antoñín los géneros chorreaban babas detrás de los cristales empañados por las bocas del quiero pero no puedo.

Manuel Peña abría al público sus nobles escaparates de madera donde se enseñaban los vestiditos de moda, de moda bajo la rodilla, las rebequitas de lana en primorosos colores, las camisas de cuello duro, los pantalones de tergal o los señoriales trajes de las ferias y los entierros. Ya dentro, Nina, “la Niña Peñas”, una niña india y sagrada como ensoñada de un cuento de las mil y una noches pasada por el tamiz creyente de las vacas sagradas expandía sobre los mostradores de lustrosas maderas las piezas de tela de colores a las que se les cortaban las exactas medidas para los vestidos estampados de las mozas casaderas y las sobrias camisas de los adolescentes sin modernuras.

La botica de doña Araceli olía al agrio olor de los medicamentos y las esperas y al complemento químico de las aguas de olor o al claro sin olor de las aguas de Marmolejo que se vendían como medicinas y que traía Aurelio desde la rebotica de las tertulias, las confidencias y las asonadas, o la hortera de turno- pongamos que Mariconchi Torres- vestida en bata blanca y pelo suelto de rulo y champú de huevo, que tenía la rara virtud de saber desenmascarar el arduo jeroglífico de la letra del médico de cabecera para llegar a la conclusión de que, donde se describía un trabalenguas, en el fondo ponía “Salvacolina” para las diarreas.

La calle Colón, con sus tiendas y sus trastiendas, sus escaparates para los ojos y sus precios para las alcancías, sus tabernas del vinillo y de las aceitunas machacás, y sus oficios liberales y cosmopolitas del arrechucho con bigote y tente tieso.

En la imprenta de Cobo se imprimían primorosos y manuales como artesanos primores, letra a letra, coma a coma y de acierto a gazapo, las festividades de la localidad, las participaciones de la lotería santoral que sólo tocaba en sus perrillas, las tarjetas de visita y las estampitas de Primera Comunión. En la imprenta de Cobo siempre había como un ruido de trenes que nunca parecían partir si no era en las vías muertas de los renglones de los escritos.Una letra por aquí y otra letra por acá y los hierros iban escribiendo las frases y los versos como en mordiscos de correctores dentales hasta componer las historias de nuestra Historia o los primores de las poesías tiernas como cartitas de amor escritas por encargo, esas que, por ejemplo, escribía Manolo Camuñas en las paradas de las recolectas de las majuletas. En la imprenta de Cobo se olía el perfume agrio de las tintas negras expandido por el trémulo revolotear del ventilador de mesa, ese ventilador que parecía estar ahí desde toda la vida y los ecos sonoros de una emisora de radio dedicando melodías de ayer y de hoy al engarce maniobrero de los acontecimientos, mientras por los suelos, desparramados como una lluvia plácida de arco iris, sesteaban a la espera del recogedor los desperdicios de los papeles, como papelillos que había que recoger tras su último día de feria.

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En la Centralita telefónica, la señorita Paquita impartía clases de orden, hogar, trabajo, pudor, maternidad y pasamanerías de ganchillo o agujas de tejer lana con su rosario de las cinco de la tarde a las alocadas niñas adolescentes que atendían los cuadros telefónicos donde se encendían las lucecitas anaranjadas por donde las voces de los teléfonos pedían conferencias a las capitales de los santos reinos de España mientras Manolo, “El niño Porcuna”, contrataba a los grandes del flamenco desde la cabina interior de la Central, para actuar en la Feria real, mientras alguna vejuca venida desde lo hondo del Comero le metía prisas para que se dejara de tonterías y pudiera charlar en paz y en orden con el hijo del Carmelo, mientras Manolo le decía: “señora, que hay tiempo pa to…..”

Manolito Navas y Matilde atendían su tienda de electrodomésticos y otros lujos de primeras marcas y mejores primores que asomaban como placeres de oro y gula por el claro cristal del gran escaparate: las lámparas de cristal que colgaban de los techos como para iluminar mil salones, los relojes de pared con su horas exactas y sus sonidos de campanario, sus máquinas de coser para alejar de las holgazanerías a las mozas casaderas en el quehacer cotidiano del confeccionar los ajuares de las arcas y los baúles, o las máquinas cantaoras de los radiocasés por donde salían las voces machas de los cantes flamencos o las aflautadas voces de las músicas yeyés, y en el reojo de estos lujos, apartado en el rincón siberiano del ventilador, Manolito en apuestos juveniles, componía de una y mil maneras las descomposturas de cuerda y maquinaria de los relojes de muñeca, el engarce del oro y el encolado de las piedrerías.

En la taberna de Enrique Hita se hacían los churneos alegres y dicharacheros de los mediodías de los veranos antes de ir al gazpacho, el salmorejo, las pipirranas, las caldosas ensaladas de agua, lechuga, sal, vinagre y aceite, o el aceitevinagre de patatas, habicholillas, huevos duros y gajos de naranjas. Enrique Hita guardaba para los inviernos las componendas estéticas del dandy sin catecismo de Canterville de su clara gabardina en su alzado cuello, su señorial sombrero de tan ancha ala como su figura de paseante londinense sin niebla, y la elegancia callejera y trotamunda de su espigado bastón de madera, sino parisino, sí porcunés de alcurnia, el que guiaba sus paseos de los atardeceres de otoño desde la calle Colón a la Redonda, sintiéndose el amo supremo de la decadencia aristocrática pasada por la criba ética y gremial de las transparentes urnas.

Y las mañanas eran para el “Bar Colón”, siempre conocida como la taberna de Benito “El Guiñolero” y que antes fuera de Antonio Toribio, su padre, donde se servían mañaneros y calentitos los cafés del desperezo, no sé si aún cocidos en descascarilladas ollas como en la vieja taberna de Aguilar, que tanto recordaba Eduardo Chiquero, los aguardientes secos o los dulces anisetes para los aparejadores del jornal en las eras y por donde acudían los hombres de barba sin afeitar y los mozuelos en sus primeros afeitados desde los barrios jornaleros de Porcuna dando ya el reloj de la Parroquia las cuatro de la mañana, para ser contratados por los contratistas de los campos; y era ese un bullir de gentes recién madrugadoras que hacían de ese bar, esa Plaza y esos lares de tenderetes, el mercadillo donde se alquilaban los brazos, los pañuelos en las cabezas con sus cuatro nudos cardinales y los sudores perlados y grises de las frentes hasta donde llegaban los manijeros de los señoritos o los capapardas de las pocas o de las muchas fanegas para acarrear a las tropas jornaleras hacia esos campos porcuneros del señor por siete u ocho pesetas la jornada , ocupando ya atardecido el día, en las talegas vacías, el lugar que ocupaba mañanero el pan, el bacalao y la media botella de vino.

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Y por debajo de la taberna de Benito y la muchedumbre de las eras, el Estanco de Palomo, que es a donde quería llegar y en donde me detengo por unos folios más por ver si ensarto el memorioso hilvanar de estos encuentros porcuneros, y un retrato que ya se va quedando retrato en sepia.

“El Estanco de Palomo”


A mí siempre me daba cosa llamar Palomo a Francisco y andaba con uno y con otro como mochuelo sin olivo, porque yo, no sé si en mi vergüenza o en mi educación, o más incluso, en mi ignoracia,estaba en la mentirijilla de que lo tal de Palomo, más que apellido era nombrajo, y ya se sabe que el mundo excepcional de los nombrajos, como el mundo de las irregularidades, estéticas, físicas o psíquicas, suelen crear susceptibilidades , o malas interpretaciones cuando no malos entendidos, a pesar de que los nombrajos sean gozosas perlas bautismales, que en la sabia habla popular y en el esculque de las identidades sutiles sustituyen a los nombres y a los apellidos, y sea yo defensor, si no a ultranza, sí defensor sentimentaloide del encuadre que el nombrajo deja en el catastro apócrifo y heterónimo de los nacimientos y llevo a toda honra , si es que lo de la honra se puede llevar ya sin agachar la cabeza, siendo circunstancia a tener en cuenta, estar en la línea nombrajera de de los Callaos de la Casa grande, y los Pelusos taberneros de San Benito, y afino en ser nieto de Carmen “La coja”, y Alfredo, el “bizco Callao” por parte materna , y de Manuel “Peluso” y María Francisca Coca Márquez “La Chiquita Pinanta”, que fue aderezo que le endiñó su suegra, en el paterno parentesco; pero esto son jolgorios y nombradías de las que ya estoy tratando a paso lento de tortuga poética e irónica, tal vez sarcástica, pero sin menosprecio al esfuerzo, en la Enciclopedia del Nombrajo porcunero, que, quiera el tiempo no me salga desviado ni díscolo, en la búsqueda ni en el planteamiento ni en la inventiva, y en no más de nueve o diez años todo este listo para el gozo y el regocijo la noble Porcuna nombrajera.

La cortina metálica del Estanco de Palomo era un artilugio con música de carrasqueña que se abría y cerraba, si en mañana como despertador que levantaba al vecindario o como primera luz que alumbraba los tempranos madrugones de los peoneros del jornal que ocupaban los llanos de los alrededores con sus tabernillas del aguardiente, que ya quedó dicho anteriormente, a la espera del solemne desfilar, campechano y asalariado fijo sin aseguranza del manijero de turno o el capaparda de pelliza y botas enterizas que acudían hasta ese sembrado de hombres para el ajetreo mañanero y laboral de los campos, en sus árboles o en sus cereales.Si en tarde o ya en noche, para acordar las horas de las cenas, y entre el despierte y la anochecida, la estancia del Estanco de Palomo, en sus antiguas componendas de cachivache escueto y acogedor, de los años en que escribo, que luego se modernizó para perder su sustancia y su aroma, era un desfilar continuo de gentes que iban del sello al sobre y del papel de liar al tabaco de picadura, de la revista de actualidad a la goma de borrar, del sobre para las misivas al papel con que Palomo envolvía los paquetes de los embutidos de matanza y la cuerdecillas con que se ataban, de la gorra a la boina y del libro de texto a las Poesías escogidas de Campoamor, de la figurica de plástico para el portal de Belén a la quiniela sin aciertos, o un me cachis en la pedrea de los doce, de la libreta de dos rayas de los pardillos al folio en blanco de los enterados, del lápiz al boli o los colores de las acuarelas, y del te pago ahora al fiado para mañana cuando andaban vacíos los monederos de plástico.

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Yo de niño era un niño que se acodaba en la puerta-tablón donde Palomo amontonaba las revistas y los periódicos. Un niño, más que lector de revistas , ojeador de titulares y mirador de fotografías que no tenía un duro para gastar en esos caprichos del corazón y Palomo me dejaba pasarme las horas hojeando titulares , diciéndome “Apártate a un lao pa que no estorbes a la gente” Y ahí me estaba yo, apartado y sabiondillo, leyendo las noticias por lo alto y envidiando, extasiado, las fotografías con las que las estrellas fotogénicas de aquellas épocas adornaban las noticias y los caprichos de las vedetes de primera o segunda calidad; incluso miraba y remiraba en un reojo de espías miradas, las revistas prohibidas que se guardaban en el fondo de los fondos del tumulto periodístico, hasta que Palomo se hartaba de mi presencia o del estorbe que mi presencia le hacía a la apresurada clientela que entraba y salía del estanco con las prisas del dámelo ya y me decía “Venga Callao, ya está bien por hoy: mañana un poquito más”; y el Callao salía del Estanco de Palomo con el gustoso y prometedor tacto de los dedos manchados de tinta, y una nube de fantasías en los ojos, bajando Colón abajo hasta el hogar de la calle Santa Ana, con la sensación de haber vivido por unas horas en el maravilloso mundo de las estrellas del corazón, los divos y divas de la música y los héroes y heroínas cotidianos de las fotonovelas de papel , de las radionovelas que daban por las radios o las telenovelas que salían en blanco y negro por la televisión. Francisco Palomo fue el primero que me llamaba “Callao”, en lugar de “Peluso”, que era el nombrajo sagrado y paternal de la calle Santa Ana, número 40- hoy 36-, quizá porque me veía muy poco machamente Peluso, o porque intuía que el Callao se iba a callar bien poco con los años, dando su poquita de guerra, y su poquita de poesía también, y hasta su sensación de memoria recuperada.

Cuando por los asuntos de los apaños o el birlibirloque del encuentro casual de monedas en mis manos- que yo era el chiquillo encaprichado que sisaba a la madre unas pesetas en las compras de la Plaza o en los mandados de las tiendas, o el que tomaba prestadas otras pesetillas del bolsillo del pantalón de mi hermano Eduardo, rápido me iba yo al estanco de Palomo y me compraba la revista “Pronto” para extasiarme, más que con los placeres de los famosos y famosas de turno, con el placer gramático de las palabras, con ese cabalgar de palabras formando frases y encumbrando textos, que con el tiempo harían de mí el fervoroso amante de las escrituras para el que hasta los prospectos de los medicamentos sabían a literatura, y con el cine extático de las fotografías a color donde los paisajes adornaban más y decían más que las tontainas poses de los elegidos. Luego, la revista “Pronto” se recorría media calle Santa Ana, e iba de casa en casa dejando en cada hogar las estelas maravillosas de los bien nacidos, como esas capillitas con virgen que se iban repartiendo por los hogares para traer la paz y la prosperidad a las familias con tal de dejar encendida la pequeña y tímida bombillita, y a ser posible, echando unas cuantas monedas de poco valor por la ranura de las limosnas.

Un lugar, como el estanco de Palomo, con medio siglo de vida, es lugar que bien merece el reconocimiento de la memoria como uno de esos lugares entrañables de Porcuna que da pena ver cerrado y que ya forma parte del escueto y dulce trasluz de la melancolía. Ese estanco de Palomo que durante cincuenta años ha estado subiendo y bajando el carrasqueñante musicar de su persiana metálica más merece aun que se le traiga a estas páginas de las Estatuas, para que el olvido no desdibuje la fisonomía del lugar idílico por el que han pasado todas las generaciones de porcuneros y porcuneras de las últimas cinco décadas, y que hoy ya no está, hoy, donde no es más que una ventana de modernos hierros y cortinas vistosas y corridas por donde se adivina el ayer de las secuencias de un estanco que era dispensario y era tertulia y era acogimiento y recogimiento, y era gasto y desgasto y entrañable hábito e historia de los paseantes que iban y venían, Carrera arriba o Carrera arriba, y que se llegaban hasta el Estanco de palomo, más que para comprar el sello, el sobre, el lápiz, el bolígrafo o echar la quiniela para dar los buenos días o las buenas tardes a Francisco, como si fuera ésta, tarea esencial, gestos de estancia y convivencia, como poner los vientres y las manos en los pasamanos de hierro de la Farola o las posaderas en las sillas de madera a la puerta de la Píldora. Una costumbre que, vista bien o mal vista, deviene en eternidad.

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Por eso hoy, cuando subo o bajo por la calle Colón, esa calle del comercio y hecho de menos tantos y tantos establecimientos que me adornaron los semblantes, ya en infancia, ya en adolescencia, me digo para mí: “Aquí la mercería de Antoñín, y ahí la farmacia de la acera de doña Araceli antes de la ceguera; por aquí andaba Matilde con su máquina de coser pespunteando camisas hasta la llegada de la clientela, como si más que tienda fuera casa, y aquí la señorita Paquita conectaba los cables de las conferencias, y en este lugar de esquina el dandismo galés y tabernero de Enrique Hita, y ahí el olor a vino amontillao de Benito “El Guiñolero”, y por allá la tienda de Manuel Peña y la trastienda de Peláez y en la otra esquina los seis metros cuadrados donde Rafael Izquierdo mostraba botones , hilos de colores y calcetines de ejecutivo, y acá, en su misma puerta el retumbar monótono y literario de la imprenta de Cobo”, echo de menos, sobre todo y sobre todos, la presencia antigua del pequeño estanco de Palomo, ese estanco del ayer más que del hoy por donde paseaba yo mi infancia hojeando y ojeando revistas y periódicos, comprando menesteres para la escuela, neceseres para la correspondencia o adornos de Navidad, y ya de mayor algunos libros y más de mayor aun, libros míos con mi nombre expuestos en el escueto escaparate, con sus gorras de paño colgadas de las alcayatas y las figuritas del Belén semienterradas en el serrín de las carpinterías.

Ahora, cuando bajo Colón abajo para visitar las maternales estancias de mi pasado o subo Colón arriba para coger el autocar de línea que me devuelve a mis ahoras, a esa parte de mi caminar ya ni sombra le queda de aquel santo y seña del Estanco de Palomo, aunque, supongo, que Francisco estará sentado en el sillón de su salón, ese salón que fuera antes el salón de todo el mundo, mirando a través de las transparencias de los visillos, y al trasluz de los opacos cristales ese ir y venir de gentes que ya no paran ante su puerta aunque sigan diciendo: “tras esa ventana estaba el Estanco de Francisco Palomo”, y Palomo esté como deseando de salirse por la ventana y ponerles unos sellos de Correos a las cartas: a las cartas que ya no se escriben. O quizá esté Francisco en el duermevelas de las ensoñaciones escuchando todas las voces del ayer que se quedaron grabadas entre las cuatro paredes de aquellas estancias que hoy son estancias otras, charlando con los fantasmas del ayer como queriendo rejuvenecer los tiempos para volver a abrir y cerrar el carrasqueño musiquear de la cortina metálica, mientras Ramón sigue y sigue tocando, con su caja de cartón y su vareta de olivo el tambor de las procesiones.

Es lo que decía al principio: que las nuevas fisonomías van cambiando los lugares del ayer y ya hay lugares que son prácticamente irreconocibles en el Porcuna de hoy, que se va desvistiendo de las esencias antiguas y postulando en el ahora de las urgencias sus nuevas creencias estéticas y sus nuevos pensamientos y sus nuevos rostros por las calles y sus nuevos nichos en el cementerio. Y todo queda postrado en el lecho-lugar de la memoria que da a la melancolía y a la imagen en sepia de los que ya tenemos más de medio pie en ese también estar convirtiéndonos en pasado; ese capricho fotográfico que tanto nos conmueve hoy porque nos trae y nos dibuja la Porcuna aquella que conocimos tanto, al igual que dentro de cincuenta o cien años los nuevos porcunenses se emocionarán hasta el extremo ante este Porcuna de hoy en el que los porcunenses del ayer apenas nos reconocemos.

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Tantos y tantos lugares que se nos fueron. Tantos y tantos lugares de los que se maquillaron sus imágenes y nos emociona rememorar porque fueron parte esencial de nuestras vidas, como el hoy, más que cerrado, inexistente Estanco de Palomo. El Estanco de Francisco Palomo Rojas del que me cuenta, del que nos dice la biografía de sus tiempos que Francisco Palomo Rojas era natural de Porcuna, de la antigua saga de los Palomos antiguos. Hijo de Manuel y de Braulia, nacido en la calle del Altozano y vecino de la calle Ancha, la de los nobles adoquines, las anchas losetas de piedra del lugar, por donde aparecían los dibujos de tiza y de carbón del pintor José María Recuerda, y de los nobles y vetustos y arracimados caserones de los dueños agricultores, siendo Francisco Palomo Rojas el cuarto hijo de Manuel y de Braulia, y habiendo de ser Francisco, el hijo de las inquietudes, el que siempre estaba pensando en las otras cosas que lo distanciaran de los trabajos esfuerzos de la casa, de la que su padre, Manuel, era panadero, y la madre, Braulia en sus labores de ama de su casa, y señora de sus encuentros, que ya bastante tenía con lo del llevar la casa y criar a esos cuatro hijos que comían como limas y trotaban como potros, dando más quehaceres que una manada de pavos sueltos por el corral.

Como tradición familiar, en sus años de adolescencia, y acabadas las escuelas de los maestros por aquellas aulas antiguas de las paredes blancas de San Francisco, con su Certificado de escolaridad bajo el brazo para exhibir en un cuadro colgado de la pared como si fuera título académico, Francisco Palomo Rojas se entregó al aprendizaje de ser oficial panadero, que buen maestro tenía en la figura de su padre, aunque, bien es decir, que la tentación de dedicar su vida al deber paterno de la fabricación de los panes y hasta de los peces, fue una tentación que cada día se le volvía menos regular, y andaba su cabeza de viajador y de negociante por aquellos otros mundos de Dios por los que se averiguaban las otras cosas de la vida: el mundo de las capitales y de los tranvías, el mundo de las calles largas y los espectáculos de las noches. Salir de Porcuna para entablar los recados con el otro mundo, aquel otro mundo que le trajera Porcuna como un recuerdo familiar dibujado en las cartas recibidas. Y así, no muy satisfecho de las aguas y las harinas, se marchó para Tarrasa, aunque ciertamente poco cambio iba a haber en su vida catalana donde tantos emigrantes porcuneros había, y ante las dificultades del encuentro de los trabajos que se le vinieran a dar como más apropiados, y dispuesto a tener que elegir entre la albañilería, la fábrica o las payesas costumbres de las huertas y los campos, y como a Tarrasa llegó con el bien aprendido oficio de panadero como para ser oficial de primera, y dispuesto a asentarse en los momentos del instante, de los varios trabajos ofrecidos eligió el de la panadería, con aquel bien sabido y tan aprendido del pueblo, de más vale malo conocido que bueno por aprender, y tal día haría un año, entró Francisco Palomo Rojas de trabajador asalariado en una panadería, aunque la fabricación de los panes, los panetes, las bobicas de agua y las rosas de golosina tan de su Porcuna, fueran cambiados por los panes payeses y las monas de Pascua, aunque cierto es que duró poco tiempo en la panadería, que había un algo así en su mente que para nada tenía que ver con el asentamiento de la tahona, y aún con menguas aspiraciones de entonces de encontrar oficios como más acomodados o con mejor brillico, que se decía mucho por este lugar de las aceitunas, a pesar de que, en las cosas aquellas de la educación académica, el jovencico Francisco Palomo Rojas, en plan de documentos de estudios, sólo contaba con el Certificado de Estudios primarios, obtenido de sus años de escolar por las escuelas de San Francisco, y algunos conocimientos más que en las clases particulares de las casas de los maestros le enseñara su recordado maestro don Francisco Peña, el que daba sus clases de sostenimientos, allá por los altos del Llanete Cerrajero.

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Así que, pensó Francisco, que puesto que todo vino a dar en el mismo oficio que ya tenía por casa, y que puesto a ganar más o menos prefería ganar el menos del pueblo que el mucho de las capitales, cogió la carretera y manta del tren correo, ese tren de madera que tardaba diecinueve horas en trotar los novecientos kilómetros que separaban Barcelona de Jaén , y se volvió para casa, olvidando el acento catalino tan tasamente cogido, pero, ya con la mente algo más despejada, sabiendo que, aquel viaje de ida y vuelta con sus tiempos de Tarrasa, le había servido para madurar, como hombre y como idea, y sólo había que esperar el tiempo venidero para ver a que oficio arrimarse y en que negocios poner sus improntas administrativas.

En el año de mil novecientos sesenta y uno casó Francisco en Porcuna con su novia de toda la vida, la Manuela Montilla Ruiz, guapa, morena, joven y llena de rizos, con la que cumplió sus bodas de plata y sus bodas de oro, y por el eco ejemplar de la hora de las tumbas, no le dio tiempo a Francisco Palomo a más celebraciones, siendo su boda, sino boda sonada, si boda garrampona, de esas de servir con cuchara metiendo mano a la pepitoria de gallina y el medio pollo frito con ajos, que era ágape contado como convite de categoría, con su tarta de flan como postre de primera, y tras la comilona, sus bailes de orquestina por el salón de los bailes. Matrimonio al que le nacieron tres hijos, dos hembras y un varón, pasando tempranamente el varón a ser lápida de cementerio con apenas seis años de edad, que fue el gran pesar de la casa, y cuyo retrato de niño en blanco y negro, puesto en su nicho de infancia mirábamos todos los niños del Primero de noviembre, como si fuera el niño que nunca veríamos a nuestro lado en las escuelas y dándonos tanta pena más.

Pocos meses después de casados, y apenas estrenada la casa y los nuevos enseres de la casa, y siguiendo sin hacerle mucho tilín el familiar oficio de la panadería, con su trabajo nocturno y el dormir durante el día, ese trastoque antinatural del oficio de las panaderías, Francisco Palomo decidió abandonarlo por completo, y sin más vuelta atrás que una cosa sentimental que sólo podía quedar en el alma de los sentimientos, las recordatorias y en el tal día hizo un año de las cosas olvidadas, y puesto que traspasaban el estanco antañoso de Antonio y Alberto Ruiz de Adana, por los altos de la calle Colón ya dando a las amplias aberturas de la Plazoleta y la Carrera de Jesús, que entonces, más que ahora era buena calle de comercio, y de más comercios aún subiendo sus más arriba, comercios variopintos y de todas las especialidades habidas y por haber, y como centro, bien transitado para mejor ejercer su comercio que, en el fondo, sería su comercio y su comerciar desde aquellos instantes de mil novecientos sesenta y dos hasta que su jubilación le hizo cerrar las puertas, y aún jubilidado, y como un acierto de sentimiento y de nostalgia, por ese estanco siguió, hasta que, definitivamente, decidió echarle el candado, y el adiós muy buenas de unos años de relajación y asuntos de charlas y de casino.

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Como la economía de su nuevo hogar maridado andaba manga por hombro, y como lo recaudado en su boda apenas daba para mirar unos cuantos días venideros, para hacer frente al traspaso del negocio del estanco, que ya era negocio abierto y por el que comenzaba a hacer sus pinitos de comerciante, Francisco Palomo Rojas hizo de nuevo la maleta, aquella vieja maleta de madera de cuando entró en quintas militares, y se fue para Alemania después de cambiar de trenes constantemente y sellar su pasaporte de una frontera a otra a otra frontera. En cuyo viaje de ida y también en su viaje de vuelta lo acompañó Manuel Benito González Coca, Manolo “Peluso”.

Durante sus seis meses alemanes por la ciudad de Bonn, Francisco Palomo Rojas estuvo trabajando en la fábrica de gaseosas Fanta, aquel invento alemán de 1940 de Herr Max Keith, e ideado el nombre por Joe Knipp, cuando, durante la Segunda guerra mundial se agotaron los ingredientes para producir Coca Cola en Alemania. Durante sus seis meses alemanes, la única idea de Francisco Palomo no era otra que ahorrar un marco tras otro marco hasta llenar la alcancía que le permitiera pagarles el traspaso a los hermanos Ruiz de Adana, mientras tras los horarios de las fábricas asistía a la casa de España de Bonn, para escuchar pasodobles, alguna actuación de Manolo Escobar y tener muchos encuentros, de aquellos desdichados de la emigración, con tantos recuerdos y añoranzas, con la colonia española de Bonn.

Durante los seis meses por Bonn de Francisco Palomo, el pequeño estanco con trastienda y sótano de la calle Colón, y con su escaparate mínimo ofreciendo las últimas novedades de gorras, belenes y marcas de puros habanos, del negocio del estanco se encargaría su mujer, Manuela Montilla Ruiz, con muchos apuros, pero con muchos empeños y un embarazo haciéndosele, que no sabía ni abrir el cajón de de los dineros, y difícilmente se aprendía los nombres de las cajetillas de tabaco, y cómo abrirlos estos para venderlos por suelto, pero se acostumbró- qué remedio- y salió para adelante con el apoyo, los ánimos y la ayuda de su cuñado, Amando Morente, siendo así que el negocio pudo mantenerse en pie, y en poco echó en falta la estancia de su Francisco, sino para la cosas sentimentales de la familia, y aquellas distancias tan amplias que acercaban las cartas escritas y las cartas recibidas, y algún “Aviso de conferencia” por la Centralita de las telefonistas, y que dicho también de paso, era igualmente Francisco, novato en aquel negocio nuevo del estanco.

Transcurridos los seis meses alemanes, y ganados y ahorrados los marcos de la República Federal, y sin más esperanzas alemanas que cerrarles sus fronteras y volver a la patria, Francisco Palomo y Manuel González se volvieron a liar la manta a la cabeza, pensaron que sus días germanos estaban más que agotados y hasta bien aprovechados, y volviendo a coger trenes y más trenes- qué difíciles comunicaciones las de antes- se volvieron a Porcuna, por donde, a falta de pan, siempre habría una torta que comer, ya fuera la torta del salmorejo y del buen aguado gazpacho tan avinagrado.

Una vez de regreso a Porcuna, y ya con su familia, y pagados los traspasos de abono en mano, redactadas las actas notariales, puestos los sellos y estampadas las firmas, y con el recuerdo alemán pendiendo aún de su cabeza para animar las tardes de las tranquilidades, cada mañana Francisco Palomo Rojas en su ya definitivo Estanco de Palomo, abría todos los días su pequeño negocio a las siete de la mañana, que por esas tempranas horas, y antes de esas tempranas horas también, los hombres del campo ya se ponían en el lugar de la Plaza, por las puertas de la taberna de Benito “El Guiñolero”, y antes de su padre, Antonio Toribio, hasta llegar a la esquina de la mercería de Rafalito Izquierdo, y ocupando todo el lugar de los escalones, los hombres del campo que se andaban mano con mano, y entre copa y copa de aguardiente y de coñac, esperando a los manijeros de los señoritos que venían cargados de jornales para el día presente por las tareas de los campos, con los cigarrillos pendiendo de los labios, y mirando el cielo para ver de designar cómo venía y se presentaba la mañana de los trabajos, que a veces bien, y a veces, de bien, lo justo para comer el cocido, y que ya de paso, o ya de sentada o encuentro, entraban en el Estanco de Palomo para comprar las boinas, las gorras y los sombreros de paja, macutos que sustituyeran a las alforjas y las talegas, alguna carta con su sello, y la variedad de tabacos de entonces que Francisco Palomo exhibía en sus estantes de madera, tan niquelados de brillantes, “Caldo de gallina”, “Peninsulares”, “Celtas cortos” y “Celtas largos”, “Ideales”, “Goya”, “Mencey” , “Fetén”, “Piper”, “Bisonte”,y para los más señoritos de los labradores del campo, como si de día de fiesta se tratara, una cajetilla de tabaco “Lola”, que amén de nombre tan patrio, andaba el gusto entre el rubio y el negro, sin llegar ni a lo uno, y andando más en lo otro, cajetillas de mixtos para el cigarrillo o para los chiscos de los campos, o yesca para los chisques con su piedra encendedora.

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Como todo no era andarse en esos solos asuntos, y como hombre inquieto y puesto al día de las novedades y de lo que hubiera de venir, Francisco Palomo llegó a acuerdos para traerse la prensa de la capital y ponerla a su venta para que las gentes lectoras de Porcuna tuvieran también su entretenimiento en las cosas capitalinas de los periódicos, que todos los días traía el coche de línea de Villa del Río y que hasta el Estanco de Palomo llevaba en su carrillo, Juan José, aquel hombre con tanto frío y con tan dispar lengua, aunque en Porcuna, la verdad fuera dicha, leer, leer, se leía bien poco, a pesar de que existían las bibliotecas de los casinos, cooperativas, médicos, y algunas más de los juntadotes de libros. Lo que también le venía bien a Francisco Palomo para su entretenimiento en aquellos momentos en que su estanco estaba vacío de parroquias, en unas cosas y en las otras, y le servía para estar al tanto de lo que se cocía por España y por el mundo, o de lo que cociéndose, dejaban los ministerios que se pudieran publicar en los periódicos, para así, en las tardes del café o en la noche del Casino Nuevo, poder entablar sus tertulias con los amigos de las chácharas, echándose un capote para ver quien era el guapo que salía ganador en el asunto del noticiero, que no fuera solamente, noticiero del Parte o noticiero del NODO: “Pueblo”, “Arriba”, el “ABC” de Madrid, o el “ABC” más costumbrista y torero de Sevilla, “Ya”, “Ruedo”, “Caso”, las revistas de las fotonovelas, y algunos otros escritos más que Francisco Palomo le traía a Porcuna para sus conocimientos, sus entretenimientos, y una vez leídos, para prender fuego a los chiscos de las chimeneas, o para envolver los productos de las droguerías, de las mercerías y de las tiendas de paños y otras cosas del vestir, sustituyendo a los papeles de estraza y quedando, evidentemente, como mucho más ilustrados, pues a la vez que alguien compraba el cuarto y mitad de los “Polvos americanos” de las coladas, o los “Polvos coloraos” para el tintado de los suelos de yeso, a la vez le regalaban su poquita de información, aunque a algunos sólo les tocara las páginas que daban en las necrológicas mejores establecidas con el Régimen, con muchas medallas y muchos vivas a la patria.

Aunque cierto es también, que tampoco Francisco Palomo podía mucho entretenerse en las lecturas de actualidad o del corazón, que al Estanco de Palomo nunca le faltaban gentes, y teniendo siempre su buena su clientela, entre las gentes que subían al centro, o las gentes que desde el centro bajaban, y era su estanco un bulle bulle de marías, manueles y chiquillos pidiendo y hasta exigiendo sus correspondientes atenciones, las del comprar para vender, y de las otras cuantas de las que se encargaba Francisco Palomo para siempre tener contenta a su parroquia, que así, y dentro de aquellos años con tanto analfabetismo bien avenido y mejor recomendado por el poder, hasta el mostrador del Estanco de Palomo le llegaban los sobres en blanco de las cartas, para que Francisco, a la vez de ponerle el sello con el dibujo del general, de camino le pusiera las señas del remitente y del destinatario, pasar luego la solapa, o bien por la lengua, o bien por la esponja del agua, cerrar la misiva y echarla a volar al palomar de las cartas del buzón de Correos tenido tan a mano; o ponerles sus papeles a los paquetes de las cajas de zapatos o las cajas de embalar, donde los parroquianos del Estanco de Palomo mandaban sus cosas, como si fueran recuerdos y nostalgias del pueblo para los lugares forasteros por donde se andaban los hijos del pueblo que un día tuvieron que hacer sus maletas ante la falta de pan y de las menguas perspectiva del lugar: Francia, Alemania, Suiza, Barcelona Ibi, Madrid, Mahón, Alcoy o Bilbao, que eran aquellos los tiempos de los paquetes hogareños, si en Navidad, mandando los kilos de mantecados de los hornos, los roscos y los torillos ibéricos, y si en anteriores tiempos de matanzas, sus ristras de chorizos y sus manojos de morcillas, bien metidos en bolsas de plástico, pero que algunos paquetes ya llegaban a sus destinos chorreando pringues como perfumes de pueblo. Paquetes que confeccionaba Francisco Palomo Rojas con el primor de embalar bien la caja con su papel de embalar y su guita bien anudada para que no se rompieran y liaran un desbarajuste de chorizos y mantecados por las estafetas de Correos. Arreglos de paquetes que Francisco Palomo a veces cobraba y la mar de las veces no, y a los paquetes gratuitos, la clientela, en agradecimiento, cuando del tiempo de la matanza le llevaban a Palomo sus chorizos y sus morcillas, y si en tiempos de melonar, sus melones y sus sandías, y sino, su pan de higo, o su botella de aceite…

Como en los demás establecimientos negocieros de Porcuna, los meses de verano eran los meses de las mejores ventas, cuando a Porcuna le llegaban sus exiliados de interior a los que todos nombrábamos como los forasteros, los que traían los dinerillos de las pagas extraordinarias para dejárselas en los establecimientos vendedores de Porcuna, como establecimiento negociero era también, y más y mejor por esas fechas, el Estanco de Palomo del final de la calle Colón, antiguamente llamada calle del Potro, y ya dando a la amplia alegría de la Carrera, y hasta el Estanco de Palomo se llegaban los forasteros para comprar sus recuerdos de Porcuna, dando en todo lo mejor, en las tarjetas postales de las fotos de César Cruz, los ceniceros pintados con la imagen de la Parroquia, de la Casa de la Piedra, de Nuestro padre Jesús, de San Benito o de la Virgen de Alharilla, cuadros para colgar llaves, llaveros, mecheros cuando dejaron de llamarse chisques, posavasos con escenas de Porcuna y alguna gorra chulapa para lucir en las verbenas de las capitales, amén de por esos veranos, quintuplicar la venta de periódicos, revistas del corazón y fotonovelas con los yeyés de las fotonovelas.

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Apunto de acabar las vacaciones de los niños escolares por las escuelas de los Grupos, las escuelas de San Francisco, las escuelas del Molinillo viejo y las escuelas de las Monjas, y a más tardar, las luego también escuelas del Instituto de Bachillerato, cuando fueron también ocupadas por los alumnos de Los Grupos y los estudiantes que iban para universitarios, había que empezar a traer y vender los libros y demás artículos y artimañas del nuevo curso escolar, salvo los alumnos cuyas familias no podían permitirse el lujo de comprar cada año los libros nuevos y andaban por las casas de los que sí podían permitírselo año tras año, llegando a acuerdos para comprarles los libros del curso pasado, que siendo de segunda mano, lo mismo servían para los pelones y las trencitas de las casas: Los libros de la EGB, y con el tiempo, también, los libros de BUP, COU, y FORMACIÓN PROFESIONAL, y de paso, sacarles punta a los lapiceros, el engorro o el entretenimiento bien avenido de tener que forrar los libros, con su papel de plástico o con su papel contínuo.

Un mesecillos atareado con el ir y venir de los padres y los alumnos, y todo el mundo con prisa y las solas manos de Francisco Palomo, aunque a veces tuviera la ayuda de Manuela Montilla, su mujer o de su hija Braulia, que en los momentos de las bullas, se venían hacia el Estanco familiar desde la callejuela de la calle Ancha para echar una mano, las dos, o las cuatro manos, que toda ayuda era bien recibida cuando el Estanco de Palomo se llenaba de gentes, de la clientela en sus compras o de las amistades de Francisco que se llegaban allí para echar unas charlas y de camino, leerse gratis los periódicos y las revistas del corazón, que entonces sólo se llamaban revistas a color.

En los meses de los libros escolares, con veinte millones de niños metiendo prisas, bullas, y tocando todo lo por tocar, se producía una unión entre los tres libreros de Porcuna, Manuel “Botines”, por su librería de la calle Ramón y Cajal, los hermanos Pepe y César Delgado, por la Carrera, bien en su Librería Nueva, o en su antigua librería del escaparate de madera, y el Estanco de Palomo, a los que, con el tiempo más avanzado, se le unirían la librería “Séneca” de Daniel, la imprenta y librería “Aries”, de Juan Antonio Puentes, por la calle Cervantes, “El Principito”, y la librería de Chiquero, pero en aquellas tres librerías de los primeros tiempos de la Estatua repartiéndose entre las tres, amigablemente, los cursos para que todos, más o menos, vendieran por igual, como en una sociedad gremial llena de Estatutos y hasta de puntos suspensivos. Y era todo como una gran lucha y un mejor esfuerzo que duraba un par de meses, los de agosto y septiembre, donde los más pudientes del lugar pagaban sus libros al contado, y los que no podían pagarlos al contado, libros que se dejaban al fiado, esa cosa tan de pueblo, y que poco a poco se iban quitando las pesetas de las libretas de cuentas y fiados de Francisco Palomo Rojas, incluso los libros que se quedaban siempre sin pagar, y había que dejarlos pasar como una cosa de cobro imposible, y aquella anécdota que dice de aquella madre que a los libros fiados nunca libros pagados fueron, y en lugar de pasar por la acera del Estanco de Palomo, pasaba por la acera de enfrente de las escalerillas, y que cuando acabó el curso se llegó hasta el Estanco de Palomo, diciéndole y diciéndose en la excusa:

-Palomo, que te traigo los libros que mi niño no los ha usao…

Que debería ser niño con muchos cates, muchas días o tardes de rabonas y juegos de calle.

El mundo-almacén del Estanco de Palomo al que siempre le llegaban cosas, y al que de vez en cuando se le presentaba alguna novedad para estar mejor puesto al día de las cosas. Así, en el año de mil novecientos sesenta y seis, Francisco Palomo Rojas solicitó ser receptos-expendedor de las Loterías y Apuestas del Estado, aunque ya existiera la de los hermanos Delgado, César y Pepe, por la Carrera, y la expendeduría de la taberna del “Motoso” por la calle Francisco Garrido. Y así le fueron llegando al Estanco de Palomo los recibos de lotería y los impresos de las quinielas del fútbol, aquellas a las que una vez rellenas, había que poner su sello timbrado y cortar por la mitad con las grandes tijeras de sastre del Estanco de palomo, y cada viernes por la mañana, cogiendo el coche de línea de Ureña a Jaén, tenía que llevar Francisco los resguardos de los boletos a la sede provincial de la capital , metidos en un paquete en donde tenía que hacer constar el número de receptor que cada uno tenía.

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Y a su vuelta capitalina cargado con el paquete de los boletos, de camino, Francisco se paraba en la tienda de Benito Montilla “Pitogordo”, por la esquinilla de la calle Alharilla, para de paso hacer la compra de las galletas de coco, los peros, los plátanos o las lonchas de jamón dulce.

Francisco Palomo desayunaba siempre en su casa de la calle Ancha su siempre mismo desayuno de leche con galletas, que le aguantaba las ganas de comer hasta bien entrado el mediodía, salvo en los principios de estar abierto el negocio, que era Braulia, su madre, la que desde el Altozano le subía todos los días a su hijo, en una lechera, la leche o el café con leche con su galletas “María”, para que tomara fuerzas y así abrir con muchas ganas la cremallera metálica y sonora de su negocio.

Negociero de los de antes, de los de estar siempre al pie del cañón y siempre dispuesto, y a más, las horas que fueran necesarias. Con fiebre, resfriado, con anginas, con sus siempre eternos dolores reumáticos, siempre Francisco Palomo con su estanco abierto de par en par sin faltar ningún día en su negocio, y si a mal cuerpo, buena cara, que ya habría tiempo para descansar. El Estanco de Palomo abierto todos los días desde las primeras horas de la mañana y de lunes a domingo, salvo los dos día del año sin prensa, el Viernes Santo y Día de Año Nuevo, y con todo, a veces, abriendo también, por si a alguien se le había olvidado de comprar el paquete de tabaco, el sello de Correos, la pandereta, la carrasqueña o el sobre de luto por la muerte del Señor.

Para ir por la carga de tabaco, había que desplazarse hasta la Tabacalera, que se encontraba situada en Cuesta de María la Santa, aquella María la Santa, maestra de párvulos que por allí tuviera su escuela con niños y que, tan popularmente, dejó bordado con su nombre aquella cuesta y aquella impronta, siendo el vehículo que se utilizaba para ese menester del alquitrán y la nicotina, el carillo de Juan José, aquel hombre que tiritaba siempre, tanto en invierno como en verano, que era el que, empujando su carrillo por las calles de Porcuna, amén de otros menesteres de transporte, como era llevar los paquetes que traían a Porcuna los coches de línea, y otros trabajillos más de transportar encargos de enseres, se encargaba también de abastecer a los estanqueros de Porcuna: José María “El Motoso”, Palomo, José Vallejos, Matilde o Victoriano.

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Y como por aquellos tiempos de los sesenta, y también su poquillo de los setenta, por el Estanco de Palomo aún no existía el hilo comunicador del teléfono, para pedir cualquier cosa o hacer cualquier encargo, de los de las urgencias por teléfono, tenía que bajar Palomo a la Central Telefónica donde atendía, siempre amable, la Señorita Paquita, y sus alegres niñas de la centralita, aguardando su turno como cualquier hijo de vecino, o si por consideración, o por las cosas aquellas de no dejar su negocio demasiado tiempo abandonado, pasando al interior de la centralita donde trajinaban las niñas, y establecer su conferencia por el teléfono principal y privado de la Central.

Siguiendo con sus inquietudes, Francisco Palomo Rojas, que nunca paraba mientes en nada de lo que bien se pudiera hacer y traer para Porcuna, habló con su gran amigo, el médico del caserón-consulta médica de la calle Torrubia, don Juan Zofío López-Mezquía, quien en su nombre, solicitó al Colegio de médicos, licencia para que en el Estanco de Palomo se despacharan Certificados médicos, ordinarios y de defunción, siendo el único estanco de Porcuna en obtener esa acreditación.

Hombre con su genio, Francisco Palomo Rojas, faltaría más, como cada cual y cada quién con su genio propio, y unas veces a las buenas, otras a las malas y otras a las regulares, con su simpatía a veces y son su menos simpatía también, que de todo habría de haber en la viña de don Francisco Palomo Rojas, como en cualquier otra casa de vecino, y más, siendo la casa suya, casa con tanta gente, y a la que tanta gente entraba cada día, en el fondo, como buen negociante, sabía darle a cada uno lo suyo, y si había que “hacer el papel”, papel que se hacía, sin el más mínimo inconveniente, y si había que rellenar una quiniela, pues también se rellenaba.

Por el Estanco de Palomo, por los buenos tiempos aquellos del Estanco de Francisco Palomo Rojas, se formaban sus muchas tertulias a diario, de los tertulianos propios, y de los tertulianos ajenos que se apuntaban al negocio de las palabras y de las opiniones, sin venir a cuento, aunque tuvieran todos los cuentos que contar, tiñéndose el Estanco de Palomo de un algo así como centro conspirativo, aunque fueran conspiraciones de andar por casa, y que al salir del estanco, quedara todo como si allí no hubiera pasado nada, y calladas todas las palabras dichas, y las por decir, siendo sólo palabras imaginadas. Y a tanto se alargaban a veces las tertulias, que a Francisco no le quedaba más remedio que cortar por la calle de en medio, decir un muy buenas con educación, sacar las llaves de abrir y cerrar el negocio, y mandarlos a cada uno a su casa, no se les fuera a enfriar el almuerzo del medio día o la escueta cena del anochecer.

Como si se tratara de una rebotica, por el Estanco de Palomo pasaban a celebrarse las tertulias de las de hablar quedo y bajito, por si las moscas de las orejas escuchadoras, de las pegadas a las paredes y al cristal de las ventanas, o hablar alto y con consonancia, cuando los asuntos a tratar eran asuntos sin requerimientos judiciales, quedando todo en un divagar por los asuntos cotidianos, dándoles sus queos y sus opiniones diferentes y diferenciadas. Cientos de personas las que un día sí y otro pasaban por el Estanco de Palomo, en compra, en tertulia, en cháchara, en hojear prensas y revistas, en entrar por ver lo que se comulgaba dentro, o por estarse al fresquito en los días de verano, o resguardarse de la lluvia por los días de los chubascos, convirtiendo el Estanco de Palomo en paraguas comunal; Manolo Camuñas, que siempre le llevaba a Palomo majuletas y arrezul para sus niños, o alcaparrones de las alcaparroneras salvajes para que su Manuela Montilla los rajara y los pusiera a calentar al sol tapados con sus hojas de parra, y al Manolo Camuñas, Palomo siempre le regalaba por Navidad, unas zapatillas de paño para que no se le helaran al majuletero demasiado los pies con los fríos del invierno, y que le compraba Palomo por la zapatería de Aurelio Morente, para que todo quedara como en familia, y como cesta de Navidad puesta en una caja de zapatos para el Manolo Camuñas, un pañete, una morcilla, unos cuantos chorizos, un litro de vino amontillao, y un cartón de tabaco “Celtas” emboquillao. También Paco Herrera por los sitios del Estanco de Palomo, quien le daba buenos consejos y de camino, entre la una cosa y la otra, y la que habría de venir por el medio, le enseñaba unos cuantos refranes para antes de que se le olvidaran. El médico, don Juan Zofío, que llegaba siempre a la hora misma de cerrar el estanco, por su paquete de “Paxto” y su periódico “ABC”, el médico y alcalde aquel que, a veces, cuando alguien se le ponía enfermo, le extendía y escribía las recetas de las farmacias, en las hojas de los boletos de las quinielas futbolísticas, y al que a veces le decía Palomo:

-O se da usted prisa, o cierro el estanco y se queda dentro.

-Bueno, amigo Palomo, al menos tabaco no me iba a faltar, y si no te llevas el cajón de los dineros, hasta ponerme a jugar un casinillo conmigo mismo.

Como se llegaba hasta el estanco el tertuliero, Antonio Gallego, aquel Antonio Gallego que siempre le decía a Francisco Palomo:

-Palomito: te tienes que comprar un buen sofá, de esos bien mullidos, para que estemos más cómodos y no se nos cansen tanto los pies.

O su primo Francisco Rojas, que se leía todas las revistas y todos los periódicos sin decir esta boca es mía, y sin que el gallo del despertar le levantara la vista de las letras impresas, y que, cuando acababa de leérselo todo, y sin decir ni pío, cogía la puerta y se iba para su casa sin ser apenas visto ni sentido, como si en lugar de haber estado persona, hubiera estado fantasma vestido de sábana blanca.

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Como por el estanco entraba su sobrino Francisco Chiachío, el que, para no molestar, se adentraba a la trastienda de las cosas ocultas y los secretos guardados, la que daba al sótano aún por descubrir, para leerse los tebeos del “Jabato” y del “Capitán Trueno”, para luego presumir de lecturas animadas entre la muchachadas de los billares de Bernardino, por la Carrera y la calle Torrubia.

Su Frasquito aquel, que llegaba a la hora del cierre, del mediodía o de la noche, para ver por los periódicos los números premiados de la Lotería, y que no fiándose de la verdad numérica de uno, se los leía todos, para que se le quedara como tranquila la conciencia, pero que, por muy tranquila que se le quedara, raramente acertaba con el número ganador, y a todo lo más, de tarde en tarde, ganaba alguna pedrea que se quedaba en la convidá de una copa de vino ya de Jerez, en lugar de Montilla.

Su gran amigo, Félix, el Félix López Casado, el de la taberna de enfrente de la parroquia, el hermano de María “la Úrsula” de la calle Sebastián de Porcuna, por enfrente de donde entran y salen los novios queriéndose mucho, donde dejaba las bolsas de las compras por la Plaza, y los manjares de los aperitivos, para recogerlos más tarde, cuando fuera a abrir la taberna, aquella taberna tan clásica y con tan olor a vino.

Antonio “El de las Iguales”, siempre pregonando su canción del “Dos iguales para hoy”, palpando con su ceguera las maderas de las paredes para no perderse nunca, dejando su bastón apoyado siempre en la misma esquina del mostrador, mientras le platicaba a Palomo sus cosas del ayer y sus pesares por el mañana.

Como se recibía en el Estanco de Palomo a Dolores, la mujer de todo de doña Leopoldina Vázquez Alonso, la boticaria de la botica de la que fuera Plaza de los Mártires, tan campechana siempre y la de tan andar en bromas y en quietudes, andándole a Francisco siempre con la misma cantinela del “Palomico, Palomico, cámbiame monedas, que en la botica de doña Leopoldina no hay más que billetes de veinte duros, y anda Manolo buscándose los cambios por sus bolsillos”

Recibidos en el Estanco de Palomo su tres entrañables amigos, los de durar toda la vida: Benito “Almendrica”, Aurelio Morente y Narciso Valverde, el de la Zapatería debajo la Torre, que se llegaban todas las noches al centro de reunión que era el Estanco de Palomo, esperando a que Palomo oscureciera su escaparate, le bajara la cremallera metálica al estanco, le pusiera su garrote, y cerrara el candado para visitar las nocturnas tabernas del Padre Tarín, Enrique Hita, Antonio o Benito “El Guiñolero”, Francisco “El Rano” por Cerrajero, la taberna de “Pacharca”, por la calle de los Garrotes, o por la taberna llamada de Las Cuevas; y así todas las noches durante todos los días del año, con frío o con calor, y si lluvia, bienvenidos los paraguas, si calor, con manga corta, y si con viento, agachando un poco la cabeza para que no se les metiera el polvo por los ojos, que así era la forma alegre y de camaradería de ponerle el punto y final a la jornada del estanco.

Tertulias y visitas del ayer por aquel lugar tan entrañable, y tan silencio hoy, del Estanco de Francisco Palomo Rojas, al que todos los sábados por la tarde, cuando cerraba, se le pintaba de verde el zócalo de su entrada, como se le lavaba su cortinón y se le pintaba su mostrador, y hasta se le cambiaban sus cosas de temporada para que todas las semanas pareciera estanco por estrenar. Y por donde llegando las vísperas de Navidad se vendían árboles navideños, de aquellos de plástico y de alambre, figuricas del Nacimiento, de las buenas y de las malas, para todos los bolsillos, belenes y Christmas de felicitación, que hoy son ya, felicitaciones tan perdidas que parece que nunca hubiera existido. Y cuando a Porcuna le llegaban las Primeras Comuniones, con sus niños de traje como hombrecillos, y sus niñas de vestidos largos como si fueran niñas que van al baile de las puestas de largo, por el escaparate del Estanco de Palomo, tras el cristal, expuestos como en una exposición de Museo, los libros de nácar con sus escenas religiosas, los rosarios de plástico o de concha, y sus estampitas donde imprimir los nombres por la Imprenta de Cobo.

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El mundo aquel del Estanco de Palomo, con todo su mundo interior desbordándose ante los ojos, y aún siendo tan escueto el Estanco de Palomo, con tantas cosas dentro, y con tanto mundo entre sus cuatro paredes, y con tantas exposiciones llamando y ofreciéndose, que hasta que, como por aquellos años, en Porcuna no había ópticas, a Francisco Palomo Rojas se le ocurrió traerse para su estanco las gafas graduadas de los almacenes de Madrid con sus distintas y variadas graduaciones para todas las debilidades de las vistas, y por el Estanco de Palomo andaban expuestas, detrás de las vitrinas de los cristales, junto a los tarros de tinta, las plumas estilográficas y los souvenires de Porcuna, y que las gentes se probaban mientras leían las revistas, haciéndoseles las letras gordas y aún más gordas las figuras de las mises universo.

Toda una vida, y hasta toda una oda del Estanco de Francisco Palomo Rojas. Cuarenta y nueve años, casi unas bodas de oro al servicio de Porcuna en un cara al público diario, desde el amanecer hasta la anochecida. Trabajando con fatigas hasta que llegaron las modernidades que lo hicieron todo más fácil: el transporte, el teléfono, el ordenador, el cuarto de aseo, que antes era, o bien por la taberna de Hita o por la taberna del “Guiñolero”, y el aire acondicionado, que fuera antes ventilador de aspas, o la cremallera automática…

Pero Palomo se agota, Francisco Palomo Rojas, se agota, como agotan los años y cansan tanto ya los dolores diarios; su artritis le puede, y aunque su familia le ayuda en todo lo que fuera de menester, ya Francisco no está para muchos trotes más, y se le veía ahí, siendo el mismo, pero siendo ya un hombre cansado que no sabe o no puede descansar, porque siente, que alejado de su estanco, el estanco de su vida, podría ser como una muerte anunciada, y Palomo no quería saber nada de las muertes anunciadas, sino de las muertes silenciosas, como la que tuvo, un quedarse dormido en su sillón, viendo pasar la vida por la calle.

En los últimos años del Estanco de Palomo, Francisco tuvo la ayuda de Miguel Corpas Garrote de la calle Llana, de Francisco Borrego, de San Benito, y Laura Hueso, que le iban ayudando en las tareas de seguir para adelante con el estanco, ya tan remodelado, y tan diferente a aquel Estanco de Palomo de la Porcuna retratada en blanco y negro, pero, aún, por ahí seguía él, ajustando su cuentas todavía de cabeza mientras los mancebos iban marcando los números por los teclados de las calculadoras, y saliéndole a Francisco sus cuentas mentales antes que los números digitales de las pantallas a los mancebos del despachar.

Hasta que Francisco Palomo Rojas cierra su puerta del estanco y eleva su nueva casa, para seguir estando ahí, en ese estanco que fue siempre su lugar de siempre, aquella morada entrañable por la que se veía la vida de Porcuna pasar, y siempre entrando y saliendo gente como si fuera un hogar de acogida, y en el lugar del estanco, aquella estancia que fue el estanco, Francisco Palomo la convierte en su nueva morada del pasar él sus días venideros, conservando los muebles y los enseres de su viejo negocio, para que nada desapareciera del todo, y sintiéndolo ya todo como ajeno, aunque al posar sus ojos por aquellas cosas que le hicieron tanto, le siguieran diciendo sus cosas del ayer, como si fueran estampitas de recordatorio. Y la vieja entrada del estanco, convertida ahora en gran ventana por la que ver a la gente pasar, aquella gente que fue la gente de su estanco, y aquellas nuevas juventudes que ya para nada recuerdan que lo que ahora es ventana, en su tiempo fue la entrada a uno de los lugares más emblemáticos y ambientados de Porcuna, por donde tantas cosas se hicieron y tantas cosas se averiguaron, y hasta tantas cosas se callaron como si fueran misterios que se deben silenciar. A través de la ventana que fuera puerta, Francisco Palomo Rojas viendo a las gentes pasar, a sus antiguas gentes pasar, gentes de San Benito y de Abades, gentes de la Silera y San Marcos, gentes de Mesón, de San Lorenzo y del Barruelo, gentes del Llanete Padilla y de la Cruz de la Monja, las gentes del Porcuna del ayer mirando ahora esa ventana a la que quisieran entrar para comprar un sello o una revista del corazón, y por donde está la figura eterna de Francisco Palomo Rojas diciéndoles adiós con la mano, saludando o despidiéndose de todos, pero como no queriendo despedirse nunca.

Por la calle el Potro, el Estanco de Palomo: el lugar para el asomo y el hogar de los milagros, de un tiempo hecho de barro transparentado en palabras. Por el ayer de las aguas y los diluvios eternos, el hombre del estameño rezándose en lo sagrado, de estanco que fue el ensayo de las grandes avenidas. Bordadas con purpurinas las palabras antiguayas; escaparate de nada con un Belén de serrín, la gorra de Serafín anunciada en diez pesetas, tabacos para las tretas de las gargantas roncadas, unos cuadernos de rayas esperando los deberes de los maestros de escuela, lapiceros de madera afilados con navaja, tres borradores de nata borrándose por las lenguas y Francisco haciendo orquesta con las gentes del lugar. Covacha de lo irreal palabrada en los diarios; anuncios de escapularios contándose en las quinielas la suerte de las monsergas de Primera División, esa cosa de ilusión jugándose a las catorce, y un niño con cinco noches debajo del mostrador pidiendo un poco de amor con su peseta en la mano, mientras Palomo cercano a lo cercano del aire, le da un algo de vinagre y un algo de golosina. Con su algo de cantina, el Estanco de Palomo, era la esencia del todo lo popular y liviano, lo efímero y lo ideal, un algo así de lealtad del comerciante antañoso que fijando en su negocio el ayer de los comercios, ponía y quitaba precios con la atención del deber, en una mano el ayer, y en la otra el mundo entero, su objeto de humilladero y su espiga de aventura, amor por las cosas suyas y por las cosas ajenas. Porcuna tuvo una pena cuando aquel estanco antiguo rasgo su esencia de vidrio cerrando su escaparate, dejando en un jaque mate al rey de los palomares y los breviarios de nácar. Asusta ver tan lejanas las viejas fotografías, las leyes de nuestros días rompiendo nuestros ayeres como si fueran quereres que han dejado de quererse. Sentir que todo envejece, que nos vamos acabando, que los negocios cerrando nos cierran los corazones, que se nos van emociones con cada lluvia caída, que somos ya como hormigas sin salir del hormiguero, aun siendo imperecedero el mundo de las postales. Francisco Palomo cabe donde cabe un sentimiento, un suspiro, algún contento, un estar o haber estado, de un lado para otro lado, y el Estanco de Palomo, eterno como si todo nos fuera a resucitar. Por los años de la edad, volver la vista lejana, y sentir que donde estaba, la puerta de aquel estanco, aún está el Palomo manco detrás de su mostrador, mirando a su alrededor, narrándonos nuestras vidas.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: MANUELA MONTILLA, BRAULIA PALOMO, ANTONIO RECUERDA, ALBERTO RUIZ DE ADANA Y ALFREDO GONZÁLEZ
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