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Carmen Garrido de Dios, estampas de mi abuela Carmen

Mi abuela Carmen era como un moño instalado en una cabeza: su cabeza; un moño caninegro de una lavada mensual con jabón casero de aceite de freír las carnes y los pescados, y escamas de sosa blanca hirviéndole por dentro, como si el aceite aún no hubiera acabado de tener vida; lavabo en aguamanil y jofaina desconchados, ajuar de una noche de bodas de cuando el siglo veinte festejaba sus primeros lustros y nada hacía presagiar que un día se armaría la de Dios Padre. Su moño era como un laberinto por donde se podía llegar a todos los caminos de su pensamiento y sus entenderes. Yo podía quedarme mirando todo el día su trenza enroscada en posición durmiente de bicha en hibernación y sosiego, y contemplar minúsculos pasadizos por donde aparecían luces y sombras, según le diera el sol del blanco o la luna del negro, o misteriosos trenzados de ramas en un gran bosque de muérdagos señoritos. ¿Y qué animales habitarían ese bosque de pelos caninegros? ¿Tigres, leones, damiselas sacadas de un cuento de hadas en busca del príncipe azul del que hablaban los relatos galantes? ¿Animales mitológicos sacados de las esculturas con las leyendas de Ipolca? Cuando mi abuela se destrenzaba la trenza del moño, como si la bicha saliera ávida y hambrienta de su silente letargo de invierno, miraba yo ese instante de la trenza cayendo por los hombros de su espalda, esperando ver salir el oculto zoológico de mis cuitas y mis aprensiones.

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-¿Dónde están los animales, lala?

-No sé por dónde se meten, pero pican… Y a lo mejor son animales viviendo en la jaula de la lendrera…

Mi abuela destrenzaba su adormecida y larga trenza de años sin ir a la peluquería (las abuelas de antes no iban a las peluquerías salvo urgencias de anillos y otros compromisos con celebraciones familiares, pero aún sabían contar cuentos de hadas por los bosques o de bandoleros por las serranías de las navajas) dejando caer el manto verónico de su melena de juventud, por las arrugas alfabéticas de su cuello, peinaba sus cabellos caninegros hasta dejar en sus rizos un suelo de olivo pasado por el rulo, y lavaba su larga melena en el jabón sin espuma para después meterle a los cabellos su líquido que decía “para matar a los bichos”; “¡Qué lástima!”, decía yo.

Mi abuela se secaba los recién lavados cabellos entre toalla, sol y viento, por el soleado solano aquel de la Casa grande, y vuelta a hacer la primorosa trenza tan moldeada a sus manos tan llenas de años, de arrugas y de lunares; se la volvía a enredar en círculo de bicha que se recoge en sí misma mordiéndose la cola, se pillaba cuatro horquillas negras y anchas, como horquillas con luto de alambres, para sujetar bien a la bífida de sus cabellos, y se quedaba tranquila “hasta el mes que viene” Luego, con los pelos muertos resultantes del peinado mensual, hacía una pelotita como para jugar al juego del ping pong, o al entretenimiento de las canicas, y lo metía en una ranura de la pared de piedra encalada que daba al huerto de Manuel “Batato” y Juana María, que era el lugar donde se guardaban, como tesoros de cementerio, los cabellos que morían, como si se estuviera recordando a un Bécquer enfermo de melancolía: su cajita de nácar donde iban las joyas de los cabellos, su relicario y su ofrenda al dios de los vallados, aquel dios que sólo sabía conservar los cabellos viejos de las abuelas.

Aunque, también, mi abuela podía semejarse a un muñeco de nieve con sus dos cabezas, la de la propia y la del cuerpo, un muñeco de nieve con la capacidad o el milagro de no derretirse nunca, a un pequeño faro en un puerto cualquiera de un mar interminable oteando siempre el horizonte de los piratas y los traficantes de esclavos, siendo su cabeza la luz que giraba guiando los navíos, y el resto del cuerpo, su tronco de piedra, o a torres vigías de un castillo medieval recogidas en sí mismas, autoacogiéndose, y moviendo los brazos como alas que quisieran volar. Banderas ondulando vientos, y banderas que quedaban deshilachadas y exánimes.

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Mi abuela estaba formada por tres partes, moño, cabeza y el resto del cuerpo, aunque moño y cabeza a veces se confundían en una sola pieza. Cada parte parecía tener vida propia y formación independiente. Tres abuelas en una sola abuela. Tres formas de adivinar su presencia y de quererla mucho.

Y siempre de negro: invierno, verano, primavera y otoño. Mi abuela parecía tener un luto persistente, flagelante, masoquista, un luto maniático, eclesial, dolorido y autorecordatorio. Mi abuela se miraba en el desconchado espejo del lavabo de su ajuar o sobre el espejo de pared puesto sobre la cómoda de la habitación matrimonial donde reposaban las sábanas, las combinaciones ásperas, y algún retrato que dibujaba otras vidas y otros tiempos, se veía el luto y se echaba a llorar por la hija muerta, la Tremedad, como si sólo en el espejo se le viera el dolor, y todo lo demás era un no mirarse, un ni darse cuenta del negro de su presencia. Mi abuela siempre de luto, mañana, tarde y noche, un negro de esos pajizos de postguerra lavados con vinagre. Un negro abatado, obitado y abatido. A mi abuela, de noche sólo se le distinguían los ojos de la cara y las uñas de las manos, o las hebras plateadas de su moño caninegro: todo lo demás era luto. Mi abuela era como una foto en blanco y negro puesta sobre el granito de una mesita de noche, como una noche de luna descubriendo callejuelas, como un despertar que se despierta acobardado y como poniéndole tapujos y remilgos a los colores con que se viste el arco iris. Eran los tiempos aquellos en que el luto era el color de las vidas anónimas, y también sus muchos dolores, los melones se colgaban de las vigas de los pajares y los pobres miraban para el suelo como buscando sepulturas, monedas de cobre o mondas de patatas.

*****
Para antes que el sol abriera sus serpentinas alas doradas del amanecer haciéndoles caso a los gallos de los corrales y al adormecerse de los galanes de noche que no soportan en sol, y a los que mi abuela nombraba como periquitos, mi abuela Carmen levantaba su cuerpo de tres porciones, el cano, el amarillo y el negro, vestíase su bata negra sobre el color extraño de su camisón o sus enaguas, sus medias negras con carrera para la saliva, y sus alpargatas negras con agujero extremo para que por él saliese la obesidad pómez de un callo, y saliendo del oscuro cuarto del dormitorio, lavaba su cara con agua fría del cántaro color tierra del desierto, y daba a su moño caninegro un toque coqueto para devolverlo a su lugar central e ideal, para que le vinieran bien las ideas y no se le descompusiera, con el moño, el resto del día, tras el bulle bulle nocturno de la almohada, y era como si le dijese un “vamos p’allá”, que enderezando el moño, se le enderezara el cuerpo ya presentido en joroba, o en los muchos años que la iban agachando, como si ya estuviera mirando siempre la futura tumba de sus huesos. Le pegaba cuatro tranquillazos al colchón de farfolla o de lana de oveja, estiraba bajo la almohada sábanas y mantas, si era tiempo de invierno, y si verano, la sábana matrimonial de su dote de novia, y quedaba vestida la cama para la noche como ondulando olas de mar o rizos de arruga, conservando aún el olor agrio y caliente de los cuerpos recién levantados.

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Cogía de debajo la cama el orinal de loza, que siempre era una escupidera para sus “entenderes”, y salía a la mínima calle de la alcazaba de la Casa grande acompañada de su pierna cojitranca, que quería andar siempre hacía atrás, en una virulé maniática, como negándose a andar de forma tan temprana. Mi abuela salía a la calle corralera de la Casa grande, desafiando a la luna a una retirada urgente por el fondo de los Alcores de San Marcos y de la casería de “Pinchonete”, con los Alcores aún dormidos en sus antigüedades salvadas, y haciendo una maniobra grácil y ensayada de títere circense, vaciaba en el estercolero de las gallinas picadoras y el gallo macho y copulador del corral, las aguas amarillas de otra noche más, abriendo del día el telón de las representaciones y los argumentos de sus vidas.

*****
En una casa pequeña, tipo salón único, tipo cocina única, tipo caverna de monte o covacha beduina, con los retretes al aire libre de los estercoleros y el baño en las aguas de la pila de piedra de lavar, de paredes en piedra, de piedras encaladas y mechinales para los fantasmas de las cosas ocultas o los secretos de guardar, las tareas domésticas se averiguaban en un periquete. Las losas de la casa parecían tener siempre el mismo color, color de piedra gastada, viejas tumbas sin nombre por donde brillaban todas las pisadas antiguas y todos los muertos del ayer, color de cantera anegada por la lluvia, color de morada para no morirse de frío y para que no entraran las lluvias, no más las palomicas de la luz haciendo cabriolas nocturnas y topetazos sonámbulos alrededor de la bombilla de pera. Y cuando la limpieza había que hacerla en sus funciones más estrictas, su hija Marina, hincada de rodillas como si rezara una oración a un virgen de yeso, restregando losas con el cepillo de raíces, hasta crear espejos donde podía uno mirarse narcisamente sediento.

Terminadas las tareas en la parte baja, subía mi abuela las escaleras de yeso que daban a las cámaras para ver como andaban las cosas en aquellas quietudes, en aquellas alturas, y en aquellos silencios, con el gran mechinal donde nunca nadie supo qué cosas se guardaban en él: sólo que era un hueco oscuro y con telarañas, donde nadie se atrevió nunca a meter la mano, por si acaso; un algo así como un pozo tenebroso, vertical y profundo donde no podía haber nada bueno, aunque las antiguas voces hablaran de un tesoro escondido, con muchas monedas de oro y alguna carta de amor. En la cámara derecha una ventanica de luz con niebla y luces de polvillos y alpacas de paja apiñadas unas encima de otras como formando vallados de una muralla de era, y pajas esparcidas por el suelo donde, más de una vez, dormía yo la siesta y donde jugué yo a mi primer deporte blanco, sintiéndome como un buey en un Portal de Belén, y siempre había una trampa de alambre con queso quemado por si asomaba un ratón. Por las vigas del techo, encaladas de cal, un patíbulo de melones colgando de sus cabos, aquellos melones que el abuelo Alfredo traía de su melonar de allá por la Tiza, con su choza prehistórica y su mucho de calma, que eran como cabezas recién guillotinadas que se mostraban a un público para su escarmiento. Y en la otra cámara una cama de madera con un somier de cuerdas y un colchón de lana, donde antes de casarse con la Aurorita, la de “Taparrajas” del Llanete de las Monjas, dormía el nieto Alfredo “el Medianero”, y cuando murió la abuela, los dos nietos más, el Eduardo y el Adolfo para que el abuelo Alfredo no se sintiera tan solo, aunque su soledad sólo le duró tres meses, hasta que decidió irse a dormir en el mismo nicho de la abuela Carmen. Y en la pared una alacena con unas cuantas perchas esperando prendas que llegaban en el agosto de los forasteros, un par de cajas sin zapatos y unas cuantas arañas tejiendo y destejiendo el jersey eterno de Penélope, y una ventana chiquitilla por donde se veían los huertos, el horizonte amplio de los campos de trigo, y la nubes cordobesas que traían las lluvias del invierno y las tormentas del verano, y a los moradores de la Casa grande haciendo sus necesidades al aire libre e impúdico de los tiempos antepasados.

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Luego, si mi abuela no se miraba en el espejo para llorar contemplando su luto, cantaba tonadillas de la Piquer o triquitraques de Miguel Molina con esa voz dulce de mujer honda que aún recordaba y quería retener, los trinos de los huertos, y los aclares del algodón o la matalahúva, y hacía las tareas del barrido y del fregado en menos de lo que tarda un gallo en cantar su canto madrugador.

Dos alacenas en la casa de mi abuela Carmen: una con puertas pintadas con el color marrón con que se pintaban las puertas de las casas: todas las puertas tenían el mismo color, y entrando en tu casa parecías estar entrando en la casa del vecino. Otra alacena con cortina dibujada en flores sobre un fondo blanco al que amarilleaban los escapes de humo de la chimenea cuando se atoraba o le daba el mal viento enrevesado, y una ventana dando al Corralón, por la que entraban los aires y las voces parleras de la vecindad laboral o entretenida.

En la primera alacena, mi abuela guardaba las provisiones alimenticias de primera necesidad, las que no se pudrían al aire libre de la covacha- soñar con una nevera era un lujo, aunque fuese una nevera de barras de hielo, como la que tenía la tía Pilar por la Ronda Marconi, aquella por donde “las Rubicas del lejío” hacían sus cabriolas de trenzas con gomas, mientras "los Rubicos" del mismo lejío, recogían papeles y yerros, los metían en sacos de camisa de bicha y los llevaban a vender a la casa de Pedro, el carbonero-chatarrero de la otra parte, como más señorial, de la Ronda Marconi, que se los compraba por unas cuantas pesetas, que, a veces eran unos cuantos duros y por donde el Sordo Serrato se lucía de Murillo y de Goya, pintando Iluminadas azules y mujeres desnudas y tristes, como mujeres de mancebías- por eso, en la alacena-almacén-nevera de mi abuela se guardaba lo más indispensable para el sustento familiar del día a día, lo imperecedero, lo justo, lo insustituible, lo necesario, lo obligatorio: garbanzos, con sus huesos frescos y sus tocinos añejos, colas de bacalao para los arroces quinquilleros, arroz, sal y aceite, unas ristras de ajos, trenzados como la trenza de mi abuela –sin embargo yo nunca vía ajos en la trenza de su moño caninegro, se ve que sólo tenía yo imaginación para lo fantástico y no para las cosas sencillas y de andar más a mano- tres cebollas y unos cuantos tomates a medio madurar, y abajo, en dos orzas del Cacharrero de San Benito, con tapaderas de tabla, unos chorizos en su aceite de la matanza de noviembre, y cuatro almorzás de lomo en sus pringues, como un lujo para las fiestas patronales , algún domingo de gula y vino quinado o para cuando vinieran los forasteros de Alcoy y de Valencia a ver a los yayos , al borrico platero y a sentir el pueblo-placer de lavarse los cuerpos en la pila de piedra o en el barreño de lata.

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En la segunda alacena, la de cortina con flores en sus colores desvaídos de tanto ayer y su fondo blanco y casi ahumado, con su ventanica tapiada con tela de alambre, dos cántaros de agua con sus aguas y sus tapones de corcho sujetos con guitas para tirar de ellos, y una garrafa de plástico color naranja donde el agua, en dos días, se ponía con sabor a agua de charca con ranas; un cenacho de mimbre con dos tapas con el que se hacían las compras de la Plaza o de la tienda de Anita, cuando la abuela Carmen cobraba su jubilación de cuatro mil pesetas mensuales, una bolsa de tela con un par de panetes de la panadería de Ginés y de Luciana, y una calabaza seca llena de pipas de melón, y un papel de estraza también lleno de pipas de melón, puestas a secar al sol, y a las que poniéndolas sal, era manjar de entretener el hambre para los niños con churretes.

En la pared del fondo, según se entraba a mano izquierda, el chisco y la chimenea, los trébedes y la hornilla de yeso. A su izquierda dos basales con encajes de papel sosteniendo platos, vasos, cucharas, cuchillos y tenedores; una sartén para los huevos fritos, un puchero para los cocidos, un perol para los arroces y un lebrillo para fregar el vidriao, con su estropajo de esparto y su piedra de tiza para sacar todos los negros de los cacharros de guisar.

Y a la derecha, sentado a la mesa camilla, como si fuera un fantasma, patriarcal, austero, retirado de todo, ausente, cariacontecido, comunista y republicano, penando aún y siempre su derrota y los tantos años de cárcel, y aquellos tres instantes delante del falangista pelotón de fusilamiento, mi abuelo Alfredo, fumando cigarrillos Ideales desemboquillaos comprando en el estanco de Matilde, por la calle Sebastián de Porcuna, y con su radio pegada a la oreja escuchando la Radio Pirenaica y nocturna, por la que le llegaban, en lugar de las esperanzas, los días pasando tan iguales en aquellos Partes detrás de la frontera.

Para antes de averiguar el almuerzo del mediodía, mi abuela se metía un cántaro de barro bajo el brazo derecho, y salía ufana, palpitante y arrastrando su pierna coja al encuentro del agua benefactora que se encontraba en la coqueta, marítima, negra de hierro y cantera de piedra, fuente del Llanete Cerrajero. Yo iba a su lado cargando con la garrafa de plástico color naranja, la que vacía llevaba alegremente, como en juego de chiquillo, haciéndola dar vuelta de noria como lechera con leche, pero que a la vuelta, con sus escasos cinco litros de agua, me hacía sudar como si del trabajo más arduo e infame se tratara, dejándome los dedos de las manos como lamidos por vergajos.

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En la fuente del Llanete Cerrajero, una viejuca con moño y lutos, Soledad “la Notaria”, cobraba las perrasgordas del agua desde el interior de su choza blanca, mientras, los cántaros, en filas indias, hacían su guardia y hacían su turno. Algunos borricos esperaban, grises y pacientes, el acarreo de los cántaros en sus aguaderas hechas de varetas de olivo, mientras los hombres decían so y maldiciones sin pecado. Mujeres de negro esperaban su turno para entrar en la fuente y llenar sus cántaros del tan preciado bien, mientras el tonto, al que llamaban Antonio, con una vareta de olivo, pegaba varetazos a los traseros y las piernas de las mujeres pacientes y de negro sin que pudieran rechistar, no fuera que a la noche aparecieran por sus casas el municipal de la porra imponiendo sanciones o una noche de cárcel por la calabozo de la Torre. Preciado aquel líquido por su necesidad tan urgente de bien tan escaso, y no por su verdadera escasez, sino, por la nula infraestructura de extensión de aguas, aunque, se decía, se comentaba, se aseguraba, que algunos privilegiados tenían ya su red propia de abastecimiento, que era lo mismo que decir que tenían un mar en sus casas.

Los niños, de vacaciones o de permanencias, jugaban por los alrededores a los juegos de las infancias, siendo todo desollones y coloraos.

Espera. Todo paciencia. Las mujeres de negro hablaban de sus cosas mientras les llegaba el turno: de tal o cual muerto al que habría que honrar hoy, en su vela y en su pésame familiar; de tal o cual escándalo, siempre a nivel local y transmitido de boca en boca como una leyenda de antaño; de los maridos que andaban en la siega, de los maridos que estaban en el esfareto o de los maridos que estaban en las taberna de “El Rano” o “el Guiñolero”, o bien de los maridos que preparaban ya sus raídas maletas de cartón o de madera, de esas que se llevaban a la mili y que hacían los carpinteros de Porcuna, para hacer el duro viaje de la emigración a la Francia frutal, ya fuese a la fresa, al melocotón, a la uva o a la manzana, dependiendo de le época, dependiendo del mes, nunca dependiendo de las ganas: hombres sanos con Reconocimientos médicos en las barracas de campo de concentración de Figueras: una bolsa con pan, paté, mantequilla y un plátano de Canarias, y un tren sonando una melodía de marsellesa provocadora y sutil.

Cuando mi abuela Carmen llenaba su cántaro de barro y llenaba yo la garrafa anaranjada de plástico, volvíamos al hogar, a las paredes de piedras encaladas en blanco, y las losas sin brillo, por la naturaleza de sus siglos, donde nuestras pisadas amortiguaban las cosas que no se debían decir.

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El día podía ser caluroso y claustral, brillante, alucinador, fantasmal, con polvo dibujado en el espeso aire de las calinas, inservible para el trabajo agrícola pero de trabajo obligatorio, tan escasamente pagado, por mucho que el sol calentase los cuerpos y torturase las ideas por esos campos del señor señorito, y del Señor de la Biblia.

*****
Mediodía. Mi abuela Carmen guisaba los guisos de arroz más exquisitos que uno pueda imaginar. Mi abuela cocinaba los guisos de arroz más gratificantes que mi estómago hayan ingerido jamás. Mi abuela averiguaba los guisos más sencillos y quinquilleros, y por tal, los mejores y ancestrales guisos que se aprendían de abuela en abuela y de boda en boda se llevaban en herencia como parte del ajuar: agua, arroz, bacalao, guisantes de latica, sus habas verdes y alcauciles arreglados y partidos en cuartos, su carterica amarilla y su pizca de sal, y hasta su pizca de sol; su sofrito en aceite de aceituna, con su cebolla, su ajo, su pimiento y su tomate, y si el año iba de bien, y aún quedaba pringue de matanza en alguna orza, unos choricicos troceados en rodajas, que volvían el guiso colorao, como un rubor de niña vestida con piropos, o si era tiempo de cuernos, unos caracoles gordos del huerto del tío Manuel, sacando sus pitones al sol de la mañana. Y todo guisado en el fuego lento de la hornilla de leña, a la que se le daba viento con un abanico de cartón, sin más prisas que la espera y las gracias del buen gurmé. Cuando mi abuela preparaba sus guisos de arroz quinquillero, delicados a la francesa y agrestes a lo cortijo, siempre me solía llamar:

-¡Niño, que hoy tenemos arroz quinquillero…!

Sus voz fuerte y sentimental me llegaba revoloteando en aleteada algarabía- aunque es verdad que antes ya me habían llegado los aromas de su cocina saliendo por la boca cariada de la chimenea- desde su casa hasta el patio de la casa mía, enredada en la pequeña verde muralla del jazmín de olor, los geranios gigantescos y las macetas de prístinos picantillos que gustaba cultivar mi padre para luego echarlos en vinagre. Entonces, en el estómago se me formaba un nudo y se espabilaba una sonrojez, que era como una impaciencia, y en la boca, la lengua se me relamía ya sin saber qué maneras adoptar para no morirse de gusto o desfallecer de gula, qué camino recorrer en su pequeño refugio de salivas para predisponer su sabor al guiso.

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Mi abuela hacía unos guisos de arroz, antes que se pusiera de moda la sosez de las paellas, que olían a ella, que mi abuela se perfumaba de arroz quinquillero como si fuera agua de limón: a madurez, a exquisitez, a esperanza: que los guisos de arroz quinquillero de mi abuela Carmen eran guisos que olían también, como a esperanza. Con su gluglú del guiso hirviendo, amalgamándose en sus sabores, a mí se me hacía una alegría por todo el cuerpo. El humo denso pero nítido y aromado que salía por la boca de la chimenea formando espesas costras negras de hollín por las paredes, que provocaban incendios de mentirijilla si no se hacía de deshollinador por un día, dejaba impregnado de olor al guiso de mi abuela a toda la vecindad de la calle Santa Ana. La casa y toda la calle oliendo al arroz quinquillero de mi abuela Carmen, guisándose a su amor, sin más prisas que las prisas idas.

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-¡Ya está Carmen “La Coja” con el arroz quinquillero!

-¡A ver si un día de estos nos palabrea la receta!

-¡Complicadillo va a ser!

Si hacía falta algo de leña para reavivar el candelario fuego de la hornilla de yeso, yo salía corriendo hacia la palera de la cuadra de los abuelos, donde estaba la pila de lavar, los geranios, los periquitos que se abrían a la noche, como si fueran flores con vergüenzas y las clavelinas, por donde sesteaba el borrico su tranquilidad perezosa cuando no tenía jornada de campo en el melonar del abuelo Alfredo, que hacía guardias nocturnas junto a las matas de melón, para que no les llegara a ellas las manos de los niños que acarreaban con los melones cochos para las Farolicas festivaleras o para comerlos por los cantones, o las manos de los hombres roba hatos, que cargaban con sus dulzuras para ahorrarse unas pesetas. En la cuadra del borrico los sacos de picón de vareta esperando el invierno de los braseros, y en la otra covacha las grandes damajuanas de cristal verde con sus aceitunas aliñadas, las machacadas, las rajadas o las enteras, las verdes, las negras y las moradas, las tinajas encaladas llenas de cal apelmazada, y un lebrillo con un par de kilos de alcaparrones cubiertos con sus hojas de parra; y arremangadas en su aires, cuatro gallinas ponedoras, antes de pasar a ser gallinas de pepitoria, un gallo cantor imitador de Joselito y con el culo pelao, antes de pasar a ser guiso para los forasteros de Alcoy y de Valencia, y dos conejos en su jaula, uno para festejar el día de San Benito, y otro para quedar en ajillo el domingo de la Virgen de Alharilla. En la parte que daba al aire del cielo, una pila de piedra donde se lavaban las cosillas de los trapos o los churretes de los niños, cuatro matas de geranios sembrados en sus arriates, gigantescos y floridos, y a sus lados, matojos de periquitos oliendo en la noche como debían oler las princesas de los cuentos, su mata de hierbabuena para los caracoles en caldo de la primavera, o las sopas de gallina, y su mata de perejil, sin sabor, pero que daba y hacía buenas digestiones. En la cuadra, después de acariciar a la borrica sentimental, yo cargaba con los pequeños troncos y los raigones secos, y volvía rápido a la casa de los lalos para que el fuego no disminuyera sus alumbres y la cocción del guiso no se demorara en demasía. Cuando los troncos eran demasiado gordos, en el transporte me ayudaba el fantasma de la tía Tremedad, flotando su levítica liviandad de sábana pajiza sobre el vallado que daba a los huertos.

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-¿Has podido tú solo con ese peazo palo?

-La tía Tremedad que siempre me acompaña.

-¡Ya estás con tus manías visionarias, niño imaginario!

Y cuando mi abuela apartaba el perol de la hornilla, el guiso se comía con los ojos:

-¡Niño, respira, que te va a dar un alobao!

Y yo respiraba como buscándole huecos al estómago, pero no paraba de tragar y tragar cucharada tras cucharada, sin masticar lo más mínimo: todo tragado como bebiendo líquidos, que antes no se decía lo de “mastica la comida y no tragues, que se te va a hacer un nudo, o te va a dar un cólico”. Antes, mucho más importante que masticar o tener una buena digestión, era sentir en el estómago la seguridad y el sosiego caliente de sus paredes complacidas, y un paladar hirviendo que repetía el sabor a guiso con cada lengüetazo, con cada respiración, con cada pensamiento, y con cada sentimiento, que el comer los guisos quinquilleros de la abuela Carmen, era, también, un hecho sentimental y hasta una consecuencia melancólica que hoy ya es puramente nostalgia. Los guisos de mi abuela duraban todo el día en la boca, como duran los verdaderos besos de amor, o los besos de una madre, o ese mirar con sonrisa en el rostro de un padre, como si a cada instante reprodujeran sus efectos. Guisos para todo el día. Sabor para un día completo. Placer para tener un sueño feliz sin precisar de una nana o un cuento de Pulgarcito.

Después de haber merendado el pan con aceite y azúcar, o el pan con aceite y Cola Cao, o haber cenado el bocadillo de salchichón, o el bocadillo de mortadela con aceitunas, en la boca seguía insistiendo, persistiendo y presidiendo el sabor del arroz quinquillero, desmenuzando sus sabores para guardarlos en la memoria, ahora haba, ahora bacalao, ahora alcaucil, ahora….. Guiso mítico de perdure verdadero, como una religión o un amor eterno.

*****
Por las tardes, cuando la calor fuerte del verano parecía tender a ir desapareciendo, a las sombras le nacían brisas de orilla de río, y la siesta había dejado sopor y pesadez en los cuerpos del camastro, mi abuela, junto con otras vecinas y otros vecinos: Manuela, Manuel, Juana María, Misericordia, Francisca, Soledad, Vicentillo, Gonzalo, Eugenia, Gracia, Carmen, Encarna….., tomaban la recogida calle del corralón, aún sin parras y sin olivo, y sentadas en sus sillas de anea- cuánto hablan de los pueblos sus sillas de anea, que un buen día habrá que escribir el ensayo de las sillas de anea para perfilar una historia diferente a la historia oficial de los espadones- sin color alguno, sino el color inconsútil de las maderas, cosían los trapajos de las vestiduras de andar por casa, se medían los sujetadores de tela o pespunteaban los velos de los duelos de guardar, hacían con las lanas de otros saquitos, que se habían quedado pequeños, los saquitos para el próximo invierno, mezclando, con este y aquel, el arco iris de los colores, calcetaban con el ganchillo en pico de loro los forros floreados para los cojines de las mecedoras: rosetas de colores alegres aliviadoras de los tonos grises de las vivencias. Las más jóvenes bordaban ajuares de futuros casamientos en el maridaje de las iniciales en plural, J y M, P y A anunciando las esquinas de las toallas y las mantelerías, como si les diera vergüenza, y los niños jugábamos a jugar los juegos de las calles, los juegos de las compañías, los juegos en los que nunca se podía jugar solo, cuando hoy se juega tan individualmente, tan en solitario, tan en silencio. Antes, en solitario, no era posible el juego, ni tan siquiera para ver jugar el juego. Y mi abuela, con las mujeres del trapo y los hombres del cigarro, pasaba la tarde, sentada en los borde de la cal de las paredes, de cuyos tejados, de vez en cuando caía una bicha haciendo ¡paf! contra el suelo de tierra, levantando polvaredas como si fuera el humo de una bomba, y Marina “La Maraña”, la cogía con sus manos de anciana y la remataba contra la pared y la tiraba al estercolero para el disfrute de las moscas, los hormigos civileros y los moscardones verdes, mientras contaba sus años en sus veintes, a la francesa:

-Marina, ¿Cuántos años tienes usted?

-Cuatro veintes y cinco.

-O sea, ochenta y cinco

-Cuatro veintes y cinco, si te lo estoy diciendo.

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Por el blanco de la cal murmuraban las conversaciones como pasadas por la blanca sabana del Cine Recreo, donde se hablaban de las cosas sencillas: del campo, de la calle, del campo, del pueblo, del campo, de la pasada cosecha de aceituna, del campo, de las lentejas y del salmorejo, del campo, y de lo cara que estaba la vida, del campo, y de lo mal que estaba esa misma vida, del campo, y del enorme silencio que las asfixiaba, a ellas sobre todo, del campo, de las desprotegidas, del campo, de las perseguidas, del campo, de las olvidadas, del campo, de las derrotadas, del campo, de las acusadas, del campo, del campo, del campo….Y todo eso extendido a lo masculino del hombre, el que se ahogaba en sus penas, el que se ahogaba en su sudor, en cortijo, en polvo, en verano y en invierno, pero siempre con esa alegría de las gentes sencillas, que a las dos pesetas le cantaban su cante, y al colchón de farfolla lo vestían de seda para soñar el final de una injusticia. Y en el fondo, eran felices, porque no les quedaba otro remedio que hacer de tripas corazón y de vez en cuando echarse unos bailes y una copica de vino: “y al mal tiempo buena cara, y después de todo esto son cuatro días y a ti te encontré en la calle, y al final a todos nos echarán la tierra por lo alto y todos seremos iguales y felices en nuestras muertes”.

Eran tardes ya fresquitas en sus chácharas y en sus chafardeos de esquina, donde, de vez en cuando salía a colación algún pequeño escándalo de esos de ir tirando,- murmullos con trinos- que a los ojos de aquellas mujeres del ayer, que no sabían de la vida más que el contar los números de las losetas, y sentían que el mundo empezaba en su casa y acababa donde acababa su calle, pasaban por ser hechos extraordinarios, que si esa niña, que si esa barriga, que si esos cuernos, que si esos olores, que si ese robo, que si esa falda, que si esa melena, que si ese beso, que si esa mano, que si esa música, que si esa pluma de ese, que si ese mal fario de aquel, que si dice, que si vino, que si fue: efectos y defectos ajenos; entretenimientos de lengua, asuntos pueriles del noticiario de las calles sin más actas notariales que los presentimientos; formas zascandiles de salir de los aburrimientos y las monotonías de la mesa camilla. Los escándalos mínimos de un pueblo desinformado y adormecido, cuando no adormilado, como si cada casa tuviera su planta de adormidera trasplantada del Paseo de Jesús o de los nichos del cementerio, para hacerle la adoración del cerrar los ojos y rezar mucho. Rumorología de un pueblo en soledad, envejecido, triste, muérdago y salitre, de radio novela, discos dedicados cantando a la ovejita Lucera, y Acción católica, donde la más mínima cantinela era coral de parroquia y pecado universal. Hoy en día, aquellas noticias con las que se escandalizaba mi abuela Carmen, y todas las abuelas de Porcuna , y las no tan abuelas también, pasarían por ser las no noticias, lo que no se comenta, casi una cosa blanca y unos ojos que no ven. Pero el luto lo presidía todo y todo se concentraba y se congregaba alrededor del luto, que el luto era como una mano amenazante y conventual que podía enviar al infierno cualquier acto, cualquier pensamiento, cualquier sentimiento, cualquier mínimo soplo del decir yo y mis circunstancias: circunstancias malamente entendidas por una sociedad fabricadora de hogueras y autos de fe. Por eso, mi abuela se escandalizaba ante lo más mínimo, porque, en el fondo, simplemente era una abuela asustada. Y las abuelas asustadas sólo deseaban una cosa, la tranquilidad, y cerrar los ojos cada noche, y escuchar un gallo que canta, y decir buenos días al vecino de enfrente y comerse un hoyo con aceite y aceitunas.

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Y así, entre unas cosas y otras, pasaba mi abuela Carmen la jornada, tan igual a tantas jornadas vividas, tan monótona y tan sencilla, y por monótona gratificante, y por sencilla, lo mínimo para ir tirando, tan amena en sus vecindades, tan deseosa en sus cosas pequeñas, tan lógica, dentro de lo ilógico de los tiempos que corrían.

Al poco llegaba el abuelo Alfredo de jugar unos julepes en la taberna de Tomás “El Guiñolero”, que era su frontera, esquina derecha de las Cuatro esquinas según se sube hacía la calle Peñuela, y de beber unas copichuelas de vino amontilladamente peleón, cabezón y macho, con su cigarrillo Ideales pendiendo siempre de sus acartonados y agrietados labios de campesino con sol.

Entre tanto y tanto, entre tarde y noche, a mi abuela Carmen le escribía yo las cartas a los hijos forasteros de Alcoy y de Valencia, al Alfredo, al Julián y al Gaspar- que mi abuela Carmen estaba muy bien en las cuentas que se contaban con los dedos o con los garbanzos, pero escasamente alcanzaba de las letras sus sonidos ni sus formas- con mi letra de parvulitos y de errores de ortografía; cartas que siempre empezaban con la retahíla del “Mi queridos hijos y nietos, me alegraré que a la llegada de mi carta os encontréis bien, nosotros bien G.A.D”,el gracias a Dios en sus consonantes mayúsculas, que eran la que mejor me salían o las más decentemente escritas. Las cartas eran de cuartillas dobles a una raya, estando los sobres pespunteados de bordes negros por aquello de estar la casa en luto por lo de la tía Tremedad, la finada. A las cartas se les ponían sus sellos con la foto del general pagada en céntimos y se iban a volar al palomar de las cartas donde iban las cartas que escribía Miguel Hernández. Luego llegaban a la casa las cartas de los hijos ausentes con lo del “He recibido tu carta y por ella quedo enterado de todo lo que me dices”, y yo se las leía a mi abuela Carmen sentado en la sillica alta, mientras ella removía el guiso del arroz desde su sillica baja, y cuando no se le venía una lágrima se le escapaba un suspiro, o un ay destemplado, y siempre se le quedaba tan lejano el mes de agosto, por donde volvían los hijos y los nietos del exilio de interior, y el invierno era una escena donde se le aparecían todos los hijos y todos los nietos cantándole un cumpleaños feliz, sin más velas que las velas de las mariposas en aceite.

*****
La cena en la casa de mi abuela era: “cena pobre pero decente”, satisfactoria y suficiente tras el guiso del mediodía, que ya ha quedado dicho, era guiso para vestir un día entero. Si no un tazón de leche de cabra migado con pan, un hoyillo con aceite y una rebanada de torrezno, o una lechuga pelada, tal cual, del huerto a la boca, no más lo justo para no pasar el sueño en eructos, y en otros gestos de olor, o un huevo pasado por agua con su pizca de sal y su chorreón de aceite, o un tomate con sal gorda, o cuatro habas sueltas sacadas de las talegas.

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Acabada aquella mínima cena, mi abuela se ponía a rezar sus silenciosas oraciones a la hija muerta, a la irrecuperable hija muerta, puesta allí, retratada por la pared con su rostro joven y tan muerto ya, y en sus letanías parecía querer evocar a todas los hijas muertas de la historia: una retahíla de palabras mil veces repetidas que se quedaban en la lengua como beber agua del porrón, del porrón de verano en un escalón de la escalera, y era entonces cuando su negro luto se vestía de alma, y a más, de un alma que lloraba lamentos y desconsuelos, o me pedía que le leyera el poema que le escribiera a la hija muerta, “Cañicas”, el poeta de San Lorenzo, con tan sencillas palabras sentimentales.
Mi abuelo, por el contrario, estando en sus ateas oraciones pasionarias, se ponía la radio en la oreja no sorda, bajo el ojo no bizco, para en el volumen más mínimo, ese volumen solo de espíritu y que se escuchaba con el corazón, escuchar la Radio Pirenaica, como última manera de cogerse y acogerse a sus destruidos ideales, los que no se vendían en cigarrillos, pero inspiraban como humos y se recitaban mentalmente como melancolías. Mi abuela, ya desde su cama, solía decirle:

-¡Cualquier día de estos vienen los civiles, los municipales o el tonto de turno y te meten otros quince años en la cárcel!

Porque la abuela Carmen siempre recordaba, aunque se lo callara siempre, aquellos trece años o quince años o diecisiete años- nunca se supo bien cuántos fueron, porque en la casa sólo había silencio, como había cosas que no se debían contar jamás- que el abuelo Alfredo estuvo preso por la cárcel de Jaén por sus pérdidas republicanas; cárcel a la que la abuela Carmen iba andando los caminos de Porcuna a Jaén una vez a la semana para llevarle al abuelo Alfredo sus fiambreras con comida, y si en invierno su manta, y si algunas ropas había apañado de los sacos de los lejíos, o de los sacos de los patrones, su algo de ropa. Una jornada de camino en su ida y en su vuelta, que la abuela Carmen llegaba a la casa de la Casa grande deslomada y doliéndole todos los pies del mundo. Y no quería ni pensar, en que otro día cualquiera, tuviera que hacer de nuevos las caminatas aquellas de los años cuarenta, y menos, verse de nuevo en aquella casa sin el hombre de la casa, con ocho hijos a cuestas, sus dos hembras, la Marina y la Tremedad, y sus seis varones, casi niños, el Manuel, el Alfredo, el Benito, el Julián, el Gaspar y el Gonzalo, todos los ocho entre la infancia y la adolescencia, rebuscando las comidas nocturnas por los campos y por los huertos, como búhos del luna cargados de sacos, y menos verse aún en aquellos acosos que la querían rapar al cero, y nunca raparon, dejándole su muñón de cabellos para el adorno del lazo rojo, y su paseo por la Carrera recibiendo todos los insultos, y siempre esperando la visita del padre que se hacía de rogar, mientras al padre Alfredo, cada dos por tres los sacaban al patio de la cárcel para fusilarlo, y entándole apuntando los fusiles de los verdugos, siempre a última hora le llegaba la carta del indulto, la que lo devolvía a su celda, y era todo como un milagro y un fusilamiento que se posponía hasta el fusilamiento siguiente que nunca ocurriera, pero que bien pudiera haber ocurrido.

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Pero mi abuelo Alfredo no la escuchaba nunca aquellas monsergas y consejas que le lanzaba la abuela Carmen, que mi abuelo, blanco, alto, enjuto, avejentado, cariacontecido, malhumorado, corrupia por lo corrupia de los tiempos, y orgulloso aún de su carné político, sólo se escuchaba a sí mismo, al igual que sólo atendía a sus patrias perdidas, pero recordadas y esperanzadas de volver a ellas en un futuro que se hacía de rogar mucho, demasiado mucho ya, a sus pocos jornales del campo, a su borrica gris y a aquel melonar por la tiza que daba melones, sandías y pepinos para todo el año.

-Anda niño- me decía- salte a la puerta pa lo que ya sabes.

Y lo que ya sabía es que tenía que estar de espía vigilante en el arco de entrada a la Casa grande, como un espía surgido del frío, por si algún municipal de amenazante porra, algún tricornio con bigote, o el tonto de turno, se acercaba por esa calle y así poder dar la voz de alarma: “Arroña, arroña, el que no se haya escondío que se esconda, y el que no, tiempo ha tenío” Los dos primeros casos, los de los uniformados, eran fáciles de reconocer subiendo o bajando calle; lo difícil estaba en saber quién era el tonto de turno que bajaba o subía por la calle Santa Ana escuchando los misterios tras las paredes de cal para luego chivarlos a las autoridades, los uniformes y los mandamientos.

Pero, muchas veces, esta misión se me olvidaba, y me ponía a jugar con los demás chavales del barrio, que estaban en sus juegos para cerrar la noche: en sus chanflas, en sus escondites, en sus arrimaíllos, en sus combas o en sus cuesco y cuarta, en sus trompos o en sus pitas, y en tantos y tantos otros juegos que tenían cara y modales de abuela con moño, y que se perdieron para siempre, por ser, quizá, demasiado hermosos, demasiado sencillos y demasiado libres.
Mi abuelo seguía con su Estación Pirenaica al oído hasta que daban la última noticia, o hasta que se le cansaba su oreja buena, el último aliento, la última voz, el último ánimo para seguir haciendo la resistencia. Una resistencia cantando en el gallo y en la hoz para la siega.

Acabada la emisión acababa la jornada en el número cuarenta y cuatro de la Casa grande. Mi abuelo devolvía la radio a su repisa, y se iba con paso quedo de viejo cansado hacía el cuarto donde esperaba el lecho del reposo: un cuarto oscuro con cama de matrimonio, sábanas de ajuar y una estampa de Murillo pegada de algún almanaque regalado por una caja de mantecados, una cómoda con cajones y un cristo de bronce con una calavera, y el lavabo con su aguamanil y su jofaina, y un jabón de olor y un frasco con agua de colonia, y una ventanica sin cristales donde a la noche se le cerraba la puertecica para que no pudiera entrar el viento, ni pudieran entrar los ojos, ni las orejas espías que escuchaban cuando todo parecía silencio.

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Mi abuela rezaba sus últimas oraciones a la primera Virgen que se le presentase en la imaginación de su cabeza, y siguiendo los pasos del abuelo, desnudaba de su cuerpo las negras ropas del luto en su largo día, y convertida ya en amarillenta abuela de camisón de dormir o enagua con encajes, acompañaba al abuelo en el sueño, acogida a su calor y a su compañía, y a la calma seguridad que daba su presencia.

La noche era entonces una plácida cortina de toques silenciosos de despertador y placida serenata de insectos con alas. La calle, un susurro de flotantes y maquineros ronquidos, ladridos de perros y maúlles de gatos en celo posados en las estampas de postal de los tejados y los vallados de los huertos, y los avisados pasos de los espías de la noche, aquellos que se paraban a las puertas de las casas para escuchar de sus interiores las palabras prohibidas, las que nunca se deberían decir, y si se decían, los culpables de pronunciarlas marchando para el Cuartel o la Torre, por donde ya estaban esperando, con los vergajos en las manos, los hombres de las palizas despidiendo odios por los ojos de sangre.

La luna dictaba su mágica sentencia de venerada dama trastornadora de mentes, revolera de mareas y creadora de partos, y el sueño acudía a los ojos para cerrarlos con besos.

Mi abuela Carmen le daba un toque de codo a mi abuelo Alfredo:

-¡Deja ya de roncar, coño!

Y sus ojos se cerraban, definitivamente, hasta el próximo sol amaneciendo.

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A tu moño caninegro se le abrían las espigas, como si fueran costillas sacadas de un dios de nata, convirtiendo en hojalata los sueños de las covachas. Aquella tu blanca casa soleada de losetas, que la volvían asceta como una sombra con alas y un peregrinar de espadas mirando las alacenas por donde andaban las cenas pugnando con los almuerzos. Aquel tu andar de conejo saltando las hierbecicas, jugando tú a las casicas como si aún fueras niña sin entender sufrimientos: Carmen “la Coja” de un cuento contado al amor del chisco, como si fuera acertijo que habría que adivinar. Por la hondura del penar un ayer sin existencia, y un hoy de muchacha vieja envejecida de pronto, como si fuera un estorbo la juventud de tu alma. Señora de las calladas admiraciones sin fecha, vestida como corneja sin saberse desnudar, rezando siempre al altar de la foto de la muerta, sin más consuelo ni queja que los días transcurriendo, con su poquillo de viento, y su mucho de nostalgia. Abuela de moño y caña paseando su cojera, subiéndose a la escalera imaginaria del tiempo. Tú voz no era lamento sino su resignación, una especie de canción robándote tu esperanza. Amanecer con tinajas y greñas sobre tu cara, pespunteándote el alma con hilillos de colores. Por el lugar de las flores tu moña con diez jazmines, y los altos serafines mirándote de reojo. Setenta años de antojos criando hijos y malvas. Amor de las tardes largas en la soledad del hambre, tejiendo hilos de alambres hasta crear una flor, y aromas del alcanfor para tus huesos dolientes. En el lugar de la frente donde guarda la memoria los espejos de tus horas por los campos de batalla, siembro yo aquestas nadas de palabras como espigas, y en las albas de mis días donde todo me persigue, amo del ayer tu efigie de cojita caninegra, que subiendo la escalera, y abriéndome las ventanas, me señalabas el mundo por donde andaban los ríos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: PACO CALLADO, EDUARDO GONZÁLEZ, FRANCISCO CALLADO, CARMEN VALLEJOS, CARMEN CALLADO Y ALFREDO GONZÁLEZ
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