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Melodía de Obvlco (X)

Porcuna Digital lanza la hoy la décima entrega de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. El inspector Brown viaja a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Disfruta del capítulo diecinueve de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Volvía contrariado. En la estación de Villa del Río, hasta donde lo llevó en su coche Anita Pérez, no pudo esconder la enorme sensación de tristeza, volver sin siquiera haber hablado con Eugenio. Volvía sin embargo lleno de esos ojos verdes como el bronce patinado del tiempo, esos ojos de Anita, su suave tacto, sus caricias mientras recorrieron las calles y el campo de los últimos días, sus idas y sus vueltas, el paisaje marino de las sábanas de la pensión La Espera, mientras sus cuerpos lentos aprendían sus esquinas, sus cuerpos parados o moribundos indagando en las leves secuencias, en las respiraciones, en las horas como muertos, echados sin aliento, recobrando su tiempo, el que no tenían, el que deberían haber tenido desde antes de ese espacio perdido años atrás en otros cuerpos, ya pasados, para siempre nada.

Se subió al tren con los bolsillos vacíos pero con la mente llena de aire e ideas. Porque viajando en autobuses, en trenes, siendo elevado y traído por unos y por otros, recobraba una libertad juvenil perdida. Porque tener un compañero o un agente siempre pegado como una lapa a él le provocaba desajustes en su conducta, no era el mismo, no podía por tanto pensar. La irritabilidad le subía y entonces el viaje se hacía insufrible y los días larguísimos. Pero el procedimiento reglamentario de academia era ese: ser vigilado o vigilar al compañero o superior, muy policial por lo demás,… ser obligado a pensar y actuar todas las horas posibles sobre lo mismo: la misión encomendada. Había sido genial que el comisario Emilio llamara a Nuria cuando estaba en Baza. Los días se habrían convertido en unas vacaciones casi perfectas de no ser por volver con los bolsillos vacíos y sin ni idea del asunto. Algo se cocía en la comisaría, el comisario Emilio no hace volver a una agente (Nuria), no deja solo a un inspector, sin ser vigilado, así como así. Algo se estaba cociendo en Madrid sobre el caso. Pero lo que le jodía del asunto es que era a sus espaldas, algo gordo o tenebroso, algo de lo que estaban apartándolo en cierto modo a él. Solo sabía que “la banda” había extendido un comunicado a sus grupos itinerantes. ¿Se trataría de eso? Quizás no. Quizás sí. Las palabras de Georgina eran muy claras: el cerco sobre los polis corruptos, los movimientos de ficha de los políticos, el cerco sobre Eugenio, el enigma de su desaparición.

Fuera lo que fuera, en unas cuantas horas estaría con ellos, intentando sacar conclusiones entre palabras y miradas. Así que aprovechó la levedad, su soledad, el olvido transitorio sobre su vida familiar en Madrid y profesional, aquella maraña de legalidades tras su separación y futuro divorcio, aquella vida leve que había recién inaugurado, desde su soledad de náufrago en el piso de sus compañeros bebés, hasta aquel viaje y más aún, Anita Pérez, lo había elevado, de nuevo, al podio en el que poder izar su vida otra vez, tener visible una boya en el mar embravecido de su aislamiento, y estaba también aquella voz, aquella mujer huidiza y dura, una voz de sirena a través del mar de las ondas radiofónicas embravecidas.

Sentado de lado, junto al ventanal, vio alejarse la figura de Anita, la estación, las primeras líneas de olivos, los horizontes, con la sensación inmóvil de lo estático, como si aquel cristal se hubiera convertido en una televisión gigantesca que muestra un paisaje visto por él desde el sofá de su piso. Pero ahora recobró de pronto la evidencia, el tren comenzó a carrilear y chasquear, a vapulear su cuerpo, a llenar de vértigo la boca del estómago. Cambió de asiento. Se sentó en el lado contrario, en el sentido natural de la marcha. Recordó el libro de Alfred. Abrió su mochila de piel. El tufo a cuero curtido lo llenó de vapores marroquíes, de Tánger, aquella ciudad, su chilaba aquel día cuando lograron llegar y acercarse a la pareja de terroristas, encañonarlos, llevarlos maniatados con alambre hasta la embajada, sacarlos luego en su sinca mil doscientos como turistas españoles con chófer, llegar hasta Melilla y subirlos a la comisaría. La mirada cruzada, los ojos del terror recíproco. Él los de ellos. Ellos los de él. Sintió el fuelle de la mochila abierta, sus manos buscando el libro de Alfred, aquel aliento caliente contra el suyo del último café, el último beso de Anita Pérez.

Se acomodó no sin antes registrar de memoria la posición de los pocos ocupantes de su vagón, a quienes había escrutado en silencio, cara, físico, bolsos de mano, bolsos de viaje, zapatos, carteras abultadas, chaquetas que ocultaran revólveres, balas de plástico destinadas a la nuca de su siempre estado de vigilia perpetua. Abrió el libro de Alfred y sintió el halo lejano de sus ojos vivarachos, su pelo con las mechas rubias, sus zarcillos de aro, sus sandalias leves, sus pantalones vaqueros cortados muy cortitos con los flecos, la camiseta sin mangas siempre con alguna frase ocurrente o increpante.

Se sintió niño en un tiovivo de feria, perdió la conciencia e ingresó en el mundo de las palabras. Abrió el libro otra vez, primera página, capítulo uno. “Iban caminando sin rumbo fijo.” Miró sin conciencia otra vez aquel cristal, bajó de nuevo la mirada:

“El grupo se mantenía en cordón, cada cual con sus carga correspondiente, con su animal cargado asignado… Dejaban atrás Ipolca, el humo aún de aquel sacrificio los llenó de tórridos presagios. Caminaron un largo trecho sin dar la vuelta para mirar aquella tierra sagrada que abandonaban. Pero cuando la tarde aquella hizo del sol una lágrima de luna, volvieron a mirar el horizonte tras ellos y comprendieron…” –levantó la mirada al nublado plano y la perspectiva del vagón le devolvió el vértigo, escuchó varios pasos tras él pero no se volvió porque en sí no eran más que un cambio de posición del matrimonio sentado tras él. Miró la rápida escena fugaz del paisaje, la rapidez de los cercanos terraplenes ya a punto de sobrepasar Despeñaperros. Como pez fuera de la pecera, se volvió a sumergir en el delirio de las palabras y de las mentiras que eran verdades de aquellas palabras.

“Habían destruido las esculturas sagradas lentamente, durante los tres días que había durado casi tras el equinoccio de Marzo. Sus mentes y el resto de la violencia de sus cuerpos habían quedado impregnados del ritual. Doloridas sus espaldas, con los restos endurecidos de los callos en las manos, por el enorme trabajo de la destrucción de las esculturas.

Fueron obedientes cuando el príncipe Gotelcos les anunció la clausura de todas y cada una de las esculturas de Cerrillo Blanco. Pero no entendieron al principio que aquellas piedras talladas se pudieran enterrar para guardarlas. Fue entonces cuando Biogoitios, sumo sacerdote, había dispuesto en la mejor de las ceremonias, había vestido a sus augures y vírgenes y heraldos y guerreros y sucesores con las mejores joyas.

Los vieron a todos llegar al taller a cien metros del túmulo funerarios de los antepasados. Los vieron durante dos días ejercer los ritos propios de su estirpe. Luego, al tercer día de luna total, la plata de sus reflejos sobre todos hizo ver, sin las antorchas ni fuegos, la magia de aquellas esculturas, trabajadas sin descanso durante tres generaciones de escultores, sus abuelos y sus padres y ellos mismos hasta ayer mismo…

Subieron junto a todos y rodeando el túmulo circular, en lo alto de la colina, giraron de la mano, danzando conforme la música de tambores y trompas de cobre batido, alrededor unidos y aquella luna con su luz sobre la escultura del dios de la guerra con sus machos cabríos ofrecidos, en el centro del túmulo, la luz sesgada sobre los mantos de las diosas con sus serpientes, sus palomas de la mano, aquella figuras rojas y bullentes del príncipe niño cazador con sus perdices y su perro, del príncipe luchando con su primo y luego todos aquellos grupos de figuras, luchando ente sí en torneo sin igual, las figuras del tercer anillo de los guerreros en dúos y tríos alanceándose, con la espada corta, con las falcatas afiladas, girando también ellos al hacerlo nosotros en torno al túmulo, con las manos dadas, implorando los versos de las leyes que de mil años de antigüedad son cantadas y recordadas desde la niñez. Aquellas gargantas difuntas de los antepasados, el murmullo de la música sobre nuestros rezos, aquel lugar mágico, la luna…”
–Recobró la realidad porque de pronto el tiempo del cual él disponía de un absoluto control, se le estaba yendo. Se miró el reloj. Habían pasado veinte minutos y a él le parecían siglos, allí metido en Cerrillo Blanco, con ellos, girando, de la mano, alrededor de las esculturas aún no sacrificadas pero dispuestas a serlo…

“Pero cuando el sol derramó sus láminas de oro sobre todos los que permanecíamos allí, ya de varios días celebrando, se izó Ridelcos ayudado por Biogoitios y habló en nombre del noble anciano. Lo habían dispuesto todo para que nosotros, sus escultores, frente al altar de Cerrillo Blanco, y frente a Urlavi, rey de Iltiraka, sacrificáramos aquellas piedras y con ello clausuráramos la historia de los Túrdulos de Ipolca, bajo el yugo del nuevo clan de Iltiraka.”

Miró y no vio; volvió a la lectura:

“y todo comenzó cuando la maza sagrada de Ridelcos fue dando a extremidades, a fauces, a rictus de las esculturas, maza sagrada de los antepasados enterrados en el túmulo, regada cada vez con el agua salada del río mágico próximo, sanadora y así hacer eternidad de la destrucción.

Y luego los guerreros de Iltiraka, frente a los de Ipolca, alancearon las figuras y fueron pasando con las falcatas y acuchillándolas y luego sacaron sus ondas y con sus penes de plomo impactaron las mágicas formas… y la sangre de los bueyes de Ridelcos corrió entonces y sus entrañas claras y su corazón potente latiendo en el plato, comido por Urlavi y sus príncipes, fue dada por buena señal, y los grajos volaron al oeste sanadores y todo …”
–Joder con este Alfred, pero qué fumará, me está acojonando, pero qué movida de sangre y vísceras, joder si no puedo ni leer esto–pensó y se levantó y recorrió el pasillo y fue al servicio y fumó, dejando el aire correr por su cara, por la ventana del café bar, sorbiendo urgente una café expreso. Encendió otro cigarrillo, sorbiéndolo, volviendo urgente a su posición de lector. Le quedaban dos horas y media para llegar a Madrid y quería leer, sorber aquellas palabras, porque ilustraban mejor que ninguna toda aquella realidad que había vivido esos días entre los arqueólogos, –joder, joder, esto es la leche, la que tienen armao esta gente… ¿pero dónde estará el jodido de Eugenio? debo de encontrarlo. Si no, lo encontrarán ellos, y será demasiado tarde, para mí… También para él, claro….

“y luego les había tocado el turno a las esculturas de las sacerdotisas, esposas sagradas de los templos de Ipolca, repartidos por los campos de trigo junto al gran lago Pezcolar a pies del monte sagrado–ciudad de Albalate, que fueron acuchillando, con rápidos movimientos envolventes, danzarines, con sus cuerpos de plata, aquellas superficies lisas y pintadas de rojo de las esculturas, que parecían increparles con sus miradas contorneadas de negras pupilas y largas pestañas. Y luego los guerreros de iltiraka con sus hondas llegaron las alcanzaron, cientos de impactos y los lanceros llegaron e hirieron diana con sus lanzas voladoras largas y las hachas sagradas se acercaron nuevamente y hubo un silencio solo roto por el grito de los halcones ciegos de Ridelcos, sabedor del rito, iracundos, dispuestos a ser echados sobre aquellas piedras, revoloteando después a su alrededor, llevándose para sí el alma de todos esos héroes de piedra a lo alto de un punto del séptimo cielo infinito, ya para siempre fuera de su jurisdicción humana.”

Miró y no vio el cristal ni la velocidad. Volvió a su lectura:

“Y luego nos tocó a todos nosotros. Dispusimos las piedras afiladas y puntiagudas y cortantes bajo cada grupo y con las sogas de duro esparto las volcamos con gran esfuerzo, cada gran grupo de esculturas que secamente se partían una tras otra, y en cada nueva caída se oída un clamor de príncipes, un ¡¡oh!! Un aullido, desde lo hondo de las gargantas, un desconsuelo antiguo. Y todo quedó clavado en sus mentes, el rito aquel para siempre, también en nosotros.”

“Y luego, cuando tuvimos hechas unas grandes zanjas alrededor del enorme círculo del túmulo, con orden metimos las piedras y no sin antes ser besadas por los augures y rociadas con el agua de la fuente sagrada al pie del monte chico, y Ridelcos tomó con aquellas cabezas cortadas de piedra, con la mirada puesta de sus antepasados colmó con laureles alrededor de sus sienes y las fuimos enterrando a la espera de que un tiempo mejor se cumpla en ellas y otros antepasados las vieran y sintieran por ellas lo mismo que ellos”
–Joder aquí se pone un poco romántico Alfred, el nudo del drama, el mismo drama…,de siempre.

“regaron después con el agua salada del río cercano, para herir el dulce del agua anterior y ofrecieron libaciones. Y taparon las piedras con las lajas de los podios de las esculturas y luego echaron arcilla y más tierra para que durmieran, para siempre, alrededor del túmulo donde estaban encerrados también los antepasados, constructores de casas circulares y bastiones y murallas heredadas y mantenidas por ellos mismos.”

“Entonces es cuando el príncipe de Iltiraka nos mandó coger todos nuestros útiles y limpiar aquella tierra de cualquier recuerdo nuestro. Fue cuando llegando del santuario al oppidum de Ipolca por el único camino, desmontamos el toro sagrado dios del sol y la luna y todo el firmamento y también lo enterramos no sin extraer también la plata y el oro y el bronce y entregarlo a los sacerdotes porque el dios de Ipolca debía ser sumido en las tinieblas y ahora el de iltiraka, rey, príncipe de príncipes de otros oppida seria revestido de todos sus dones en la nueva noticia que los heraldos…blancos y negros difundieron… Y bajo sus órdenes, ahora, todos nosotros, sumidos en el silencio de sus palabras justas, obedeciendo sus rictus con las manos, sus dedos, obligando direcciones, aquel ser irreal y nuevo, aquel orden del mundo en el que hubimos ingresado, famosos canteros, conocidos por todos por ser capaces de darle vida a la dura piedra y levedad en las miradas.”
–Despertó de pronto, el revisor rozó la compuerta de entrada al vagón, avanzó sigiloso picando billetes, llegó a él y le pidió el suyo, ticó y se fue.

Salió y dejó el libro, aquel tocho de cuartillas grapadas, sobre el asiento. Volvió del bar con una cola tomada, regurgitando, yéndose en vapores.

¿Qué pretendía Alfred con enfrentarse a la verdad oficial con ésta, inventada? ¿Realmente las relaciones entre Alfred y los arqueólogos eran buenas o de fría distancia, de camaradería encubierta con algo más? ¿Y Anita, su amistad con Alfredo, su relación?… ¿Qué relación? ¿No sería ésta una lucha de poder entre intelectuales? Es decir, los que sueñan cosas y las escriben y los que estudian el producto de este sueño a través de los cacharros rotos, ¿no sería este un arte de adivinatoria, en uno y otro sentido inútil? ¿Dónde estarás Eugenio? el lobo te busca y yo soy tu caperucita…

“Se alejaban de aquella tierra que los había parido, generaciones y generaciones de canteros escultores de Ipolca no sin antes recibir el encargo, el nuevo encargo para su nueva vida, aquel por el que el nuevo dios de Iltiraka y dios de todos los oppida del entorno, señor hijo del dios sol, les había encargado erigir, junto a la fuente de aguas eternas, junto al paso obligado para los hombres del mar de Sexi, un monumento turriforme con la historia del niño rescatado por el héroe de las fauces del lobo, héroe que se inserta en el bosque y busca los rastros y persigue a los lobeznos y encuentra al niño príncipe con sus manos heridas, como animal, agachado, agazapado, sin el halo de la inteligencia, aullando como un lobato más, el príncipe al que tiene que rescatar para el oppidum, pero frente a él, la figura gigantesca del gran lobo aullador y mítico, milenario el más terrible de todos, ese lobo que lleva cientos de años llevándose, raptando a los niños a su cueva, el lobo que destroza las manadas de ovejas y cabras, que muerde a los bueyes sagrados en noches sin luna, que baja al poblado…”

Joder–pensó–este Alfred está hecho un poeta psicodélico, está obsesionado con los iberos, (¿o quizás con los arqueólogos?). Se inventa o dice o se erige en juez de unos hechos, en sumo sacerdote de su propia religión. Pero claro luego los otros, con los datos que, dicen, son científicos, en la mano, producto de la excavación, se inventan otro rollo que no hay quien los entienda, …y mira a cuál de las dos teorías puede uno hacerle caso… ¡¡a la de los universitarios estos claro!!, …pero cualquiera le quita la razón a un poeta en trance, joder, joder, joder…; y mientras uno escribe en la madrugada, (o ayuda a robar las esculturas) los otros en las siestas limpian y clasifican los restos, en trance seudocientífico, qué pena: la maravilla humana del tiempo trascurrido, la pátina de la antigüedad… todo en loor de la comunidad científica internacional que los justifique y dignifique, la pirámide de la inclusión o exclusión del hecho objetivo y datable, como yo mismo, Brown, buscando a un tío al que le ha caído un marrón increíble para que no le caiga otro aún peor.

Los dos están equivocados –pensó–la historia siempre ocurrió de otra manera —concluyente el Sr. Brown. Y entonces miró por el cristal y vio Madrid, se sintió sobre un trineo gigante, tirado por bueyes lentos, resbalando sobre la tierra helada, como levitando, hasta que el tren comenzó a chirriar, y se paró, bajo la bóveda de hierro y cristal de Atocha.
El taxi directo a Comisaría. Y llegaron otra vez aquellas palabras revueltas contra el papel o la pared fusilada de su mente: GRAN SACERDOTE… mientras su cabeza cansada, se vencía, rebotaba sobre el cristal lateral del coche, su dura cabeza llena de pliegues del tiempo, su dura cara retrepada abandonada, agotada contra aquel sueño reparador de las palabras susurradas…

“Gran Sacerdote, primogénito de la madre tierra, mandaste vestirme y honrarme, ser el primero sobre el podio de los justos, de piedra mi alma, oferente mi cuerpo ante el sacrificio representado por el escultor de la negra nave, que tu–mi–figura acompañe sumisa, recogiéndome la sombra guardándome la vida que me quitaste después, y tras de ti, la diosa dominadora de las serpientes que con su veneno amansa a las fieras y junto a ella la bella amazona cuyo cuerpo circula por su clámide delicada haciendo del lino una piel que a los ojos resbala”.

Su cuerpo desplazado, erguido, sin perder la solemnidad de un ídolo de piedra sobre el trono, sedente… El taxista iniciando una conversación, más bien un monólogo… que si las bombas, que si las calles cortadas por la cumbre europea, que si la puñetera de “la Tácher”…

“… pero más bien tú sabías, ¡oh maldito Gotelcos¡ tornar en desgracia mi sangre de dioses, arruinar mi memoria y la de los míos, negándome mi progenie… tú que querías igualar el poder enervado de mis hombres, la suave templanza del día reflejado en el alba de mi casco alado…

LUIS EMILIO VALLEJO
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