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Dolores Toribio de Dios y Manuel Casado Toribio, el desayuno de las jeringas

La calle Huesa, con el mucho también de llamarse como Emilio Sebastián, aquel talento farmacéutico y parlamentario de la saga de los “Pelusos” de San Benito y del Sulfuro, siempre ha tenido su pinta de ser un algo como de calle noble de Porcuna, cuando Porcuna apenas pasaba del Llanete Cerrajero a pesar de que tan lejano se encontrara su Toro Ibérico, igual ofrecido como dote de boda, o en prenda de rescate- para que quede en la poesía- y donde se aprecia que, la calle Huesa, por sus hechuras, por su amplitud, y hasta por sus composturas de antes y de ahora, era calle con nombradía, espiritualidad y gobierno, asentada por amplias y profundas casonas, de fachadas actuales pero con reminiscencias de fachadas palaciegas en sus buenas centurias más debajo de los siglos, incluso cuando aún no se contaban los siglos, y era todo, la noche y el día dibujado en palitos por las pizarras de los huesos de las carnes sacrificadas.

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Grandes y profundas casonas que se metían por Cristóbal López o por la Sileruela de San Benito cuando tenían otros nombres mucho más antiguos- ¡Ay!, ¿cómo se llamarían las calles de la Porcuna Romana, o la del siglo VII, o la del siglo XIII?- y hasta por Sebastián de Porcuna dando la profundidad de sus antiguos solares obulcos a sus grandes patios con columnas, parras e higueras por donde pasaban las bucólicas tardes de las viudas de los guerreros metiendo sus manos en un lebrillo de barro echando el agua a volar hasta crear la melancolía o la ilusión de un retrato cayendo como lluvia hasta enterrarlo en la tierra para descansar sus difuntos, ocupando los espacios sagrados por los que en sus tiempos más milenarios, era calle principal y uno de los embudos por los que Porcuna derramaba las aguas de su idiosincrasia hacia los campos, hacia las batallas y hacia los imperios por los que tampoco quería ponerse el sol.

Tendida como una alfombra de serrín y de tintas de colores, por la que suben hacía Porcuna las tres procesiones de la iglesia de San Benito, la calle Huesa es la calle calma, la calle reposada, la calle-río que sube y baja en el caminar de sus gentes apenas sin hacer ruido, como si no se quisiera molestar, no sea que se despierten los antiguos espíritus y tengamos liada la tangana.

Calle de los medianos agricultores en sus tierras propias saliendo por las mañanas al aire de los campos mientras las mujeres barren y friegan las aceras y los adoquines, por donde antes aparecían las hierbas del invierno con alguna margarita plantando su jardín.

Calle de sol y de sombra, como un anfiteatro de piedra, la calle Huesa es calle, que aunque calle por callar, sabe que tiene muchos de los todos papeles para repartirse la herencia de la conciencia porcunera, y aunque ahora, como todas las calles de Porcuna, sea calle con sus puertas cerradas y echadas las persianas sobre los cristales de sus ventanas hasta crear los espejos de interior, tiempo atrás también era el mundo gremial de las casas abiertas, si no de par en par, si con sus pequeños resquicios por donde salían a la calle Huesa los trajines de las casas en sus afanes y mantenimientos femeninos, los olores de la cocina, los perfumes de las rosas y los jazmines por los patios y corrales, y si todo era silencio, como un murmullo de agua saliendo de la vida de los pozos propios o de medianerías.

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Cuando los habitantes de la calle Huesa paseaban mocedades y modernuras de época, como hoy pasean esas mismas mocedades a sus nietos con los cacharricos de juguete, el cuerpo de la botella de la calle Llana, que botella es la calle Llana mirada desde el aire o desde la enajenación del poeta de las Estatuas, buscándole al gato más pies de los necesarios por tal de crear la otra cosa de las cosas, y que como calle-botella ya se habló y describió en una anterior Estatua que hablaba de Berenguer “el de las vacas”, se asentaba en sus aceras y en el trajín de sus comediantes , vistiendo la calma de los calmos cielos con el ajetreo de los cuerpos en movimiento, y las palabras todas que salían de las bocas abriéndole a la calle el mosaico de sus convivencias.

A la vetusta y noble calle Huesa de aquellos tiempos de tarjeta postal y ausencia de coches, sólo le hubiera hecho falta, quizá, una Anita Ozores del lugar para crear el misterio, o, aunque sólo fuera para regentar su regencia íntima, y así construir y edificar su otra leyenda, y no vivir sólo de las leyendas de los tesoros ocultos bajo sus suelos, yendo de su casa a la iglesia de San Benito mientras todas las miradas la seguían señalándole sus itinerarios y controlándole sus miradas bajo el negro tul de los ojos hermosos, o quizá la tuviera, quizá tuviera a su Anita Ozores , pasa que nunca se dieron cuenta, y si cuenta se dieron, callaban las vecindades de la calle Huesa, como buenas gentes que sólo andaban en sus asuntos, como la Elegía a Ramón Sijé, por donde iba el pastor-poeta de Orihuela, de su corazón a sus asuntos. Y aún con las puertas abiertas de sus casas, siempre aquella forma, aquella conciencia, aquella sombra de cortinón que era como un silencio, y también como un respeto para que no entraran moscas por las bocas abiertas.

A la calle Huesa hay que dibujarla en botella, botella de la que ya se subió hasta su cuello en la Estatua del lechero, y hasta se le puso como asa de cristal su Llanetillo con patines, y como botella de gaseosa también se le descubrió el plástico de su boca que hizo explosionar como abriendo una botella de espumoso por la callejuelilla de don Raimundo, aquel funcionario ministerial, que es el tapón de corcho de la calle Huesa.

Anteriormente, nos quedamos entre las casas de Consuelo y Gonzalo “El Contento”, enfrentada a la casa de Francisco de la Rosa, “Paquito El de Constancia”, el cantaor de saetas al paso de las procesiones de Semana Santa, y Ana Santiago, haciendo esquina con la costanilla de la calle Sileruela de San Benito, la altura de la boca de la botella hacia abajo, hacia su encuentro con la calle Cristóbal López, descendiéndola, al igual que en el ayer de las Estatuas, le vamos descendiendo las hojas del calendario, con parsimonia y con nostalgia, su tinte de melancolía y en su cosa de abanico amarilleándose en las manos como si ya fuera todo sol, o una hoja de antigua higuera a la que desenterraron los arqueólogos de los almanaques de pared, y hasta que nos encontramos con la centrada casa de Dolores Toribio de Dios y Manuel Casado Toribio, aquellos primos hermanos que matrimoniaron para convertirse en los jeringueros de Porcuna, viviendo por aquella casa de amplia fachada en la que daba gusto sentarse en el portal de sus adentros en las tardes de verano, con tanto fresquito, y con la blancura del patio al fondo dando al todo de Porcuna de la ciudad de San Benito, abriendo a Porcuna como con un cuchillo de aire contando y cantando sus hechos históricos por los libros.

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Dándole la mano a la casa de “Los Contentos”, la casa-hacienda de Carmen “La Castra” y Antonio, el matrimonio agricultor, chispeante y tan bien avenido con cortijo por Pedro Palacio derruido ya y tan blanco y tan plantado en sus mozos años de cortijeros.
Carmen “La Castra”, la gobernanta política de la política de la calle, y de alguna otra calle más, era como una conciencia, una ética y una razón que asombraba a los recién llegados a los tiempos democráticos donde todo estaba por aprender, y sin embargo, Carmen ya se había aprendido todas sus lecciones con antelación, y hasta aprobado sus sentencias lanzando al aire de la calle Huesa sus máximas filosóficas de andar por calle, que siempre daban en moraleja, pero moraleja con mucho sentido:

-La vida es como un partido de fútbol; los políticos son los futbolistas y nosotros somos el balón, o sea que ya se sabe lo que hay, a patadón limpio.

-¿Y qué hay que hacer, Carmen “La Castra” de la calle Huesa para pasar a ser futbolista dejando de ser balón?

-De momento resignación, Consuelo “Cocinica”, y si algún día de estos le pega la pita al palo, que difícilmente le pegara, a no ser que salgas como mínimo de concejala, pegar el salto hasta ocupar un ministerio, como don Raimundo. Así que, resignación y cada cual a sus tareas haciéndolo lo mejor posible.

Carmen “La Castra” y Antonio. Antonio bonachón y campechano de las antiguas agriculturas y los viejos agricultores, luciendo de campo tanto en el campo como en la ciudad, o en la ciudad de su casa, con la palabra reposada y calma del que ya ha vivido muchas vivas y se desentiende de los sulfuros y rabietas, y Carmen “La Castra”, de voz recia y viril, alta y vigorosa, y con sus piernas hinchadas de la trombosis por donde le asomaba la piel enrojecida y como queriendo desprenderse:

-En mis buenos años y cortijos, yo era capaz de cogerme un saco o costal de cincuenta kilos de trigo, echármelo al hombro y llevarlo a donde hubiera que llevarlo.

-¿Cómo hacían los hombres, Carmen?

-Como los hombres no, Dolores, sino como esfuerzo del tan grande trabajar de aquellos mis años, y con más ganas aún para no quedarme detrás.

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Como calle de agricultores en sus propias agriculturas, algunas casas con oficios y sólo una casa con jornaleros, y sin tener necesidad de dar jornales en otros campos y en otros amos, la calle Huesa era calle con sus pequeños agricultores, que, sin llegar a la categoría reina de los grandes hacendados (aquellos “Gordos” de los que hablaba Heródoto): los Torres, los Garrido, los Barrionuevo, los Sebastián, ni a su mengua con pedigrí de los capapardas de postín y blusón, y ni siquiera ascender al segundón rango entre peoneros propios de los hormigos cabezones, andaban ahí los agricultores con tierrecillas, atareados en las diarias faneguillas de sus olivos y sus cereales, mañaneros antes de que apareciera el sol por la luna de Valencia, primero con sus mulos, y luego con sus vehículos del motor, su media jornada en sus campos, con sus sulfatos, sus herbicidas, sus cavas, sus suelos, sus cortas, sus siembras y sus recolecciones, y al mediodía de vuelta a casa para comer la comida de cuchara, y echarses una siesta bajo la parra, bajo la higuera o bajo la sombra paredera de los tejados.

Por el frente de la doble callejuela de la calle Huesa, la casona de Paco y de Josefa, los discretos, amables y hacendosos de la calle Huesa. A Paco siempre se le quedó el nombrajo de Paco “El de Emiliano”, por su hermano Emiliano de la calle Villamil, aquella gracia de hombre que tenía puesto concurrido de embutidos y legumbres secas por la Plaza de Abastos, mientras que Josefa en permanente y sobriedad, siempre fue “La del Punto”, que es nombrajo indescifrable, acomodaticio y hasta con modernidad ahora en la boca de las nuevas adolescencias de Porcuna.

A la frentada de la casa de Paco y Josefa, se abre la callejuela de “La Maestra”, la Manuela Corpas Huertas a la que por la calle Huesa se la llamaba Manuela pero por la Casa grande era siempre “La Maestra” que es como la llamaba su marido, el Antonio Gallo, al que tampoco se le llamaba por su nombre de Antonio, sino por su apellido de Gallo. Una callejuela dando a otro apartado de callejuela: la cabeza del cuello de la callejuela de la calle Huesa, y al fondo de la primera, el vallado de piedra encalada del huerto y vaquería de Berenguer, de la casa de Berenguer, que empezando por el Llanete de los patines, hasta desembocar en la callejuela, le dibujaba a la calle Huesa su cosa de ceja haciendo de la callejuela su ojo por el que mirar a la calle, siendo unas veces ojo abierto, y en otras ojo cerrado.

Por la hondura izquierda de la calle Huesa las dos casillas pobres de la calle Huesa, sus únicas pobrezas, sus únicas cuevecillas entre tanta casona, sin ventanas a la calle no más un pequeño hueco, siendo casas de oscuridad que tenían que tener todo el día las luces encendidas o las puertas abiertas para que entraran las claridades, aunque a la casa de Manuela y Antonio le entraba la luz por su patio. Y al otro lado la cocherilla de doña Elvira, aquella maestra de la escuela de Alharilla hija de don Raimundo, aquel funcionario ministerial que cuando se jubiló se vino para su pueblo para habitar su caserón del tapón de botella de la calle Huesa. Una cocherilla sin coche pero con muchos trastajos metidos y que un día doña Elvira cedió a Manuela para que en ella se construyera un cuarto de baño.

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Manuela Corpas y Antonio Gallo, esos otros dos documentos humanos de la calle Huesa, y de tantas y tantas calles, en su casilla de pobres viviendo de sus jornales de campo en las labores de campo porcuneras por las tierras de Felipe Morente, y tan referidas ya, que si en la aceituna, que si en el algodón o sembrando un pedacillo de matalahúva que el patrón ponía para su disposición, asueto y entretenimiento y a la que cada día iba el matrimonio con la borrica del cabestro, para hacerle sus aclares o quitarles unas yerbas.

En el patio de la casa de Manuela y Antonio, su gran rosal trepador, de aquellos rosales del antes de los patios y corrales, que daban rosas rojas, hermosas, tupidas, prietas, inglesas, y que florecían a manojos de diez o quince rosas con sus olores asombrosos, y de las que siempre me traía Manuela a mi casa algún ramejo para que adornara con primavera mi altar de camarica del Mes de María por su mes de mayo, que tanto preconizaba dona Clementina Quero Callado, la maestra-amiga de la Cruz de la Monja.
Antonio Gallo bebiendo vino y comiendo cocido en su diario, y Manuela yéndose para la calle Santa Ana durante todos los días del año, para en la Casa grande compartir chácharas, músicas de radio y conversaciones sobre los momentos de la vida, sin llegar a la filosofía de Carmen “La Castra”, pero sí dejando saber sus buenas maneras y mejores propósitos.

A la part’abajo, la mínima casa, aún más mínima que la de “La Maestra” y de Gallo, de Carmen “La Bien peiná” y Paco, un matrimonio de ancianos sin haber llegado aún a la ancianidad entre los negros del luto, la boina de la cabeza y el no sé qué de la soledad parada en los rostros, y sentados a la puerta de su casa sin ventanas para sentir el frescor con el sol de la gran ventana de la callejuela abierta de par en par, tanto en sus lluvias como en sus sequías.

Y arrinconado allí como un milagro, o como una joya en su joyero de piedra encalada de blanco, el pozo compartido, el pozo comunitario, el pozo de medianería abierto en plena calle, cuya una mitad daba a los patios de Carmen “La Castra”, siendo medio pozo de interior, y por la otra, dando a las casas vecinas de la callejuela, aunque lo cierto es que, como pozo abierto que era, pozo aún sin candado y sin mujeres ahogadas, y al que tanto temíamos asomarnos los niños ajenos a las costumbres del pozo, al pozo le llegaban cubetas de lata y cántaros de barro, de media calle, y siempre había un sonido como de música de mar por la callejuela de la calle Huesa, y como de peces nadando, o caracolas soplándose, y un salir de cubetas atadas a la soga de esparto y aquella otra cosa siempre de humedad y de charcos alrededor como si se estuviera cruzando la Fuente chica, con su pila de piedra al lado, la pila compartida, en donde Manuela y Carmen le daban limpieza a las ropas de los campos , a las ropas de estar por casa o a las ropas de salir de paseo, cuando en Porcuna, los domingos, era día en su tarde para salir de paseo vestidos con las mejores ropas o con las ropas más decentes.

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Por debajo de la casa de Paco “El de Emiliano” y Josefa, el gran vallado dando hasta la esquina de Cristóbal López, por cuya pared encalada, los niños dibujábamos los grafitis de los lápices de colores, en cuya parte de adentro se adentraban los patios, los corrales y las cuadras de Luisa “La Carnereta” y Julián Gallo, con su borrica siempre rebuznando y perfumando la calle con las alpacas de paja .Luisa de misa diaria en las ocho de la tarde en su vejez de mujer bien arreglada y lucida, y Julián cantándole a la luna su manoloescobarismo en los reposos de tarde de los escalones.

La casa profunda de María y de Luis “El de las Ocho”, no se sabía nunca si dando las ocho, sus horas de más o sus horas de menos de los trabajadores del campo en sus propias tierras. Casa amplia, profunda, propia de la calle Huesa, una como calle Ancha pero menos encerrada y con más y mejores subterráneos. María de negro y moño, y Luis de jubilación, y luego la casa heredada de la hija Beni cuando casó con Casiano, que ya trajo tractor y hubo que abrirle cochera al patio por donde el hijo torero de María y Luis, Eugenio, antes de irse para Alemania al mundo de las oportunidades, se daba sus capeas por entre las macetas del patio, toreando sombras o toros invisibles, y cuando no, se iba a las tardes del Cine Recreo donde en su gran descampado, cuernos de madera o sillas de anea, llevados por niños en pantalón corto, que le envestían a su capote de sayuela como si fuera toro de verdad, y fuera Eugenio torero que sale por la Puerta grande de la muy ilustre casa de los Aguilera-Salcedo, aquellas aristocracias con escudo de armas.

Cuatro casas más abajo, a la izquierda de la calle Huesa antes de desembocar en el riachuelo de Cristóbal López, aquel fantasma con nombre pero sin presencia, desconocido pero rotulado para la eternidad.

La pequeña tienda de Anita, la siempre Anita “La de la tienda”, que Anita atendía en solitario o con sus hijas si andaban por casa venidas de sus universidades, la Espiri, la Estrelli y la Ani, tres hijas acabadas en i como en diminutivos cariñosos, mientras Julián, el jefe de la casa, andaba vendiendo bloques de hielo por las cocheras-almacén de la Plaza de Abastos.
La tienda de la calle Huesa y de otras calles más de los alrededores, desde Las Cuatro esquinas, hasta la Callejuela del Techaillo, y Anita allí, en su pequeña tienda, casi portal, con sus estantes de madera pintados de azul, su peso con pesas donde se pesaban a cálculo las onzas, y su cortador de bacalao junto a los papeles de estraza o sus papeles blancos aceitados. Anita, la de las manos extremadamente limpias, y las uñas extremadamente blancas y acabadas en pico, en su tienda de barrio vendiendo las primeras y primarias necesidades, las que se pagaban y las que se dejaban a deber, las que iban a las libretas de rayas de las deudas, aquellas escolares libretas de las trampas y otros adeudos que hablan más de la Historia de la Porcuna del siglo XX que todos los libros, todas las Estatuas, todos los testimonios y todas las arqueologías que se escriben sobre esa Historia de Porcuna.

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La casa hondísima y escalonada de Anita y Julián, aquella gran clemencia a veces y a voces, repartiendo los alimentos como si fuera una cosa de Cáritas o Acción Católica, y a la part’abajo, la casa que estaba pero que no parecía estar nunca, a la que iban y venían sus nuevos inquilinos pero como invisibles y poco duraderos, quedándose para siempre su fachada por encalar, como si fuera siempre la casa provisional de la calle, y la casi casa fantasma, pero por donde anduvo viviendo Carmen “La Valera”, de la que sólo nos quedó su nombre para escribirlo en estas memorias porcuneras.

Profundidad con escalones las dos casas últimas de la calle Huesa ya dando a la fachada de la casa del de “La Oreja cortá”, aquel lance de bocados y de leyenda: la de Miguel y Conchita “La Currita”, aquella mujer alta y hermosa subiendo y bajando los escalones de su casa para dar los buenos días mientras le fregaba a su acera su trozo de losetas y su pedacillo de adoquines, y cerrando la calle, la casa más escalonada de la calle Huesa, una casa como subiendo a un primer piso sin ascensor, la que ocupaba el matrimonio formado por Antonio “El Guiñolero” , el del Bar Colón, y Rosa, su mujer y santa esposa. Aquel Antonio “El Guiñolero” de la buena saga de “Los Guiñoleros”, taberneros y negociantes, a los que el destino de las hablas costumbristas o mejor acomodadas, con el paso de los días les fue cambiando su nombrajo original que daba y que venía a ser heredado de “El Buñolero”, de la aún más antigua saga de “Los Buñoleros” de Porcuna que aparecen por esta Estatua, aunque dando ya más en las jeringas.

La botella de la calle Huesa, tan abierta, tan soleada y tan callejuelera, y donde, en llegando la primavera y las tardes-noches de los veranos, todas las tertulias de acera, silla de anea, mecedora o hamaca, se establecían en la puerta de Carmen “La Castra”, la gran moderadora de los debates callejeros o extraplanetarios, a donde le llegaban los vecinos más a mano o más entretenidos para cantarle a la vida sus cuarenta, mientras las manos de las mujeres meneaban sus abanicos de colores poniendo sobre el periódico del día los quehaceres cotidianos, y Carmen sacaba el tema de los consumos de los gobiernos, lanzando siempre Carmen sus moralejas como si fueran fábulas de animales, Antonio, Francisco, Paco y Manuel, hacían el tejemaneje de los asuntos agrícolas, y Gonzalo “El Contento”, como presidente de la Sociedad de Casa del Coto de Porcuna, apuntaba en su libretilla de rayas los lugares de los campos cazadores de Porcuna, a los que al día de la mañana siguiente, debería enviar a sus guardias de coto, que cuando no era el Andrés, era el Manolín “ Peluso”, para controlar a los cazadores furtivos de los escondites o de los campos abiertos, cuando los furtivos, amén de furtivos, eran valerosos.

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Magistrales aquellas escenas nocturnas y dicharacheras del vecindario, con los niños jugando alrededor de las sillas, la Puritina, la Consu, la Eugenia, la Ani, del amplio vecindario de la calle Huesa a la puerta de la casa de Carmen “La Castra”, y de otras casas más abajo o más arriba en sus también chácharas particulares, con su puerta abierta la de Carmen “La Castra” por donde llegaban, desde el patio, los olores de las rosas luneras y de los jazmines de temporada, y donde se veía, como un monumento antigua, la hermosa ánfora romana que se encontró por los campos de labor. Las veladas, los corrillos, los círculos y los coloquios de las buenas gentes del ayer sencillo y aún con televisión, con la televisión apagada a las horas que había que apagar la televisión para comenzar los diálogos más necesarios, y más a mano, y hasta lo compartido, por aquellas buenas temperaturas de los veranos nocturnos a las puertas de las casas, ocupando las aceras y lo que más hubiera que ocupar, sabiendo que, ningún coche- que aún estaba por inventar en Porcuna- haría recoger las sillas y arrejuntarse contra las puertas como si fueran salamanquesas de pared.

Y a todo esto, frente a la casa de Carmen “La castra”, la casa solariega de Dolores Toribio y Manuel Casado, los jeringueros de los que hablan esta Estatua compartida en matrimonio, aquel matrimonio de jeringueros del Paseo de Jesús que un día cambiaron de barrio y de calle viniéndose para el barrio de San Benito a sembrar por el aire las convivencias de las jeringas, y tantas otras convivencias más.

De casta le vino al galgo el afán de los jeringueros, una herencia con harinas, aguas y aceites, puestas en las manos de los buñoleros de Porcuna, a los que habría que descabalgar del siglo XX y llevárnoslos un poco más debajo de los años remotos para hallar la raíz del árbol de la vida de los Toribio porcuneros, aquella saga de los Toribio dados a las tabernas, los buñuelos y las jeringas, y algunos otros asuntos más de los del libre y medievo comerciar, a los que el paso de los años, el trabar de las lenguas, y quizá el haber pasado los Toribio de hacer buñuelos a hacer jeringas, hizo que los días les fueran trabando y confundiendo el apodo, Porcuna les quitó a la gracia del sobrenombre con oficios, el buño de sus iniciales, y le endiñó a la casta pregonera, el guiño, como si fuera un guiño de ojo dado a una mirada perdida que trastocó el mote pasado y de oficio, y a la saga también, de ser la saga de “los Buñoleros” a ser la saga de “los Guiñoleros”. Sorpresas que les fue dando la vida, improntas populares, cuando a la vida ya le transcurren y la atruenan los tantos años venidos, vistos y vencidos.

De la primera casa familiar de Manuel Casado Toribio y Dolores Toribio de Dios por el Paseo de Jesús, colindando con las casas de Feliciano, el barbero, el de los pelados franciscanos para los adolescentes, o el rapado al uno de las infancias, Ana Barrera, medio sorda y siempre buena, Manuel Quero Barrera, el concejal socialista de la época de la República, con su fonda o posada de tapadillo, llena de artistas de circo, ambulantes y hambrientos y representantes del comercio yendo todos a parar a la estancia de “Las Tres Caídas” para mostrarle a José Pérez Casado los nuevos misterios venidos de todas las europas del mundo, don Teodoro, el practicante, en su consulta de las inyecciones y las curas de las heridas, metiendo fuego al alcohol donde se desinfectaban las agujas y las jeringas de las inyecciones, la tabernilla de Rafael “Escopetilla”, el tabernáculo aquel de “Las Ocho en punto”, casi portal de casa o habitacioncilla con poco mobiliario aunque con muchos vinos y más ajetreos, donde el tabernero mago hacía sus juegos de magia y otras prestidigitaciones de las que dejaban a Porcuna con la boca abierta, y al fondo, ya bajando calle , la otra taberna, la de “El Cojo Milla”, teniendo a la part’arriba el dispensario jeringuero de Clara y Román en los días festivos, a la mudanza hasta la calle Huesa, cuando allá mediando los años cuarenta del mal siglo XX, y en unos tiempos tan malos donde el hambre era el comer de cada día y la oración primordial de las mañanas, y también la resignación menos resignada. Y así, cuando se vendió la casa de los padres de Manuel, que eran como el sustento con techo de la casa en donde vivía el matrimonio y donde vinieron a nacer los hijos del matrimonio, la Lourdes y la Mari Lola y el Andrés, que llegaría a ser comandante del ejército, aquella casa con tan amplias vistas, con aquellos dos árboles a la acera de la puerta dando todas las sombras del universo, el único fresquito del verano y el sólo paraguas de las lluvias de invierno, y alrededor de los cuales se celebraban los encuentros, las charlas y los juegos, el matrimonio con los tres hijos pidió traslado por necesidad a la casa de la calle Huesa, donde vivía la madre de Dolores, en donde establecieron su hogar definitivo y el ajetreo de los trabajos, hasta que le llegaron las jubilaciones y se trasladaron a Córdoba a pasar, en los descansos, los últimos años de sus vidas.

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Los del Paseo de Jesús por el nuevo inquilinato de la calle Huesa, y de aquel Paseo de Jesús donde todo era como una descampado con unas cuantas farolas y un terraplén de cuestas por donde los niños jugaban al juego peligroso del resbalarse, aunque nunca se produjera muerte alguna, sólo unos cuantos desollones en las rodillas y en los codos que curaba don Teodoro, a esa calle Huesa, la de las grandes casonas y las vecindades antiguas y orgullosas o satisfechas de pasado y de Historia.

La casa paterna del Paseo de Jesús fue vendida al mejor postor, y Manuel y Dolores con los tres hijos cogidos de las manos acarreando los muebles y los enseres de la mudanza, cargando y descargando burros, emprendieron la mudanza para la calle Huesa, cambiando la acera única del Paseo de Jesús por la calle señorial e historiada de las dos aceras y tan buenas casas, que parecían dibujadas sobre planos muy antiguos y con muchos renombres.

La calle Huesa dio al matrimonio con hijos la otra cosa de la vecindad y si por el Paseo de Jesús, la acera de enfrente era un descampado enorme con reminiscencias de sacramental, la calle Huesa por los mediados de los años cuarenta era calle concurrida, llena de agricultores en sus tierras de vecindad, y el nuevo hogar, hogar mejor compartido donde la vida se hacía más amena, y las convivencias más acompañadas.

De la oficiera herencia de los buñuelos, a Antonio Casado Toribio le quedó el comerciero gusanillo aquel de montar negocio y continuar la tradición para apañar a la familia el sustento del cada día, pero, a la hora de la verdad, Antonio Casado Toribio tuvo que posponer aquel deseo por unos cuantos años más, por el sólo motivo de que, para montar el negocio de las masas de harina, primero había que alquilar local, y local céntrico, en aquel extrañó céntrico del ayer porcunero, y segundo, almacenar harinas y aceites, y la economía de la familia no andaba como para empeñarse en gastos que no se podían permitir, y a la mengua de los dineros, y a la espera y la esperanza de las nuevas oportunidades, cuando el pueblo fuera despuntando de sus años de guerra y de postguerra, los asuntos del jeringuero en otros trabajos, de los que fueran más menester.

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Dolores Toribio, mientras tanto, de ama de casa cuidando de sus tres hijos, el Andrés, la Lourdes y la Mari Lola, y a lo que se viniera menester también, por la casona amplia y tan fresquita de la calle Huesa, y el Manuel Casado andando en los trabajos de la albañilería, que tan bien abundara en aquella postguerra de la Porcuna destruida y las casas venidas al suelo. Trajinador de los andamios por aquella Porcuna oscura intentando reponerse del monstruo y desastre aquel de las bombas, reconstruyendo sus casas como mejor se pudiera, si con dineros, las casas elevadas de nuevo, como si por allí no hubiera pasado guerra alguna, y todo hubiera sido como terremoto, y los dueños del hambre tapando grietas con tablas, chapas y cartones, y cerrando los techos con pajas y yerbas secas pilladas con alambres oxidados, o con mizos amarillos.

Y en los inviernos, Manuel Casado Toribio haciendo de molinero en la vieja fábrica de aceites del Camino de la Huerta, cuando todavía no era el olivo el santo y seña único de la agricultura porcunesa, abriéndose Porcuna a las otras cosechas de los cereales, y con todo, era larga la temporada del molinero Manuel por ese molino de aceite del Camino de la Huerta, aquel jeringuero de Porcuna que siempre tuvo porte de agricultor proletario en su blusón de las tardes, y a pesar de andar luego ya y para siempre en las frituras de las masas de harina, siempre esa cosa suya campechana de hombre de campo y de hombre de andamio, en maridaje armónico y trabajado también en las tareas de las jeringas con Dolores Toribio, aquella morena del pelo recogido hacia atrás como moño que cae, y al que nunca le faltaba una flor, y esa sonrisa siempre puesta como si hubiera nacido con ella y debiera ser sonrisa expandida, y aquella amabilidad y aquella frescura de tendera de churros a la que se le iban las manos, las palabras y las limpiezas para que nunca le faltaran clientelas a su puesto de churros, cuando, andando el tiempo, el puesto de churros se instaló en el claustro-cochera y tan pintado de ocres y de verdes de la Plaza de Abastos.

Las vecindades de la calle Huesa escuchando la historia de los jeringueros Dolores y Manuel, aquellos que un día del año mil novecientos cuarenta y cinco, abandonaron la casa del paseo de Jesús en su única acera, como si fuera la acera matrimoniada de los números pares e impares, para venirse a esa calle Huesa, en la que fueron recibidos en su llegada por otras vecindades más antiguas, casi obulqueñas, o las mismas vecindades pero en los alegros de sus juventudes , y estaba la calle llena de niños dibujándole sus colores alegres, con las que se hicieron sus primeros retratos, y escribieron sus siguientes biografías.

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A la puerta de la acera de Carmen “La Castra”, la deambulada y emigrada historia de Dolores y Manuel, aquella presencia como de cuento contando en manzanas, y aquel olor a jeringa siempre en el aire, como si fuera el perfume francés, que, desde el perol del aceite de las jeringas, se traían cada noche los jeringueros, expandiéndose por la calle Huesa como el olor de una dama de noche despertando los apetitos del chocolate:

-Ea, si no fuera porque tendría que ir a la Plaza, ahora mismo os freía unas pocas jeringas, aunque la noche de verano, ciertamente, sea más noche para el gazpacho, que para la masa frita caliente…

Antonio Casado Cabeza, el padre de Antonio Casado Toribio, era el buñolero de Porcuna que ponía cada noche su puesto de buñuelos por el cine de la Carrera, aquel cine melancólico y tan abierto de principios del siglo XX, por donde las películas se comían con el olor de los buñuelos saliendo del caldero mágico del buñolero, donde hervían las masas de harina en sus montoncillos de cuchara hasta formar los buñuelos, que luego se hacían escurrir en el cernidor de hierro y se espolvoreaban con azúcar, que eran a las bocas, los besos que no se daban y la cenas que no se hicieron, y que compraban los espectadores de las películas mudas en sus cucuruchos de papel, a gorda la almorzá.

El cine de la Carrera oliendo a los buñuelos del Andrés Casado Cabeza y señora, herederos de la tradición familiar de los pretéritos buñoleros de Porcuna que le dieron fama y nombrajo, y Antonio Casado Toribio junto con su hermano Arturo, ahí, al pie del cañón del perol del aceite hirviendo, aprendiendo el oficio familiar de los buñuelos para tener oficio en los días del mañana, mientras con los cucharones hacían las masas siguiendo la receta, secreta y tradicional de la familia, que nunca se comieron buñuelos mejores que aquellos en Porcuna, tan heredados y tan puestos ahí, llenando de masas y azúcares las sesiones nocturnas del cine de la Carrera.

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Pero llegó la guerra, la evitable y no evitada por nadie- pecadores todos- y se acabaron los buñuelos como se dejaron de proyectar las películas por los cines de Porcuna, y se dejaron de hablar las gentes y hasta se dejaron de tratar las cosas, y cuando acabó la guerra, los hermanos Arturo y Manuel quisieron volver a la tradición de los buñuelos, pero faltaban los buenos dineros, y los que había republicanos no valían para nada, no más para encender candelas y calentarse las manos, para montar el negocio, y así, cada hermano se fue por su lado a los nuevos oficios de temporada, hasta que el nuevo invento de las jeringas- esa expresión porcunera que bautizó como tal la masa frita, cuando era el nombre del artilugio por donde la masa bajaba hasta dar con el aceite- los volvieron a unir para dejar de ser los primitivos buñoleros del nombrajo, y pasar a ser ya, los jeringueros de Porcuna, cuando Manuel ya vivía por la calle Huesa, y ya ahí Dolores, aprendiendo el manejo de las agujas de madera con las que se formaban las roscas crujientes y donde siempre las porras, eran los extremos más codiciados, y en las que siempre Manuel echaba su poca masa de más, para que hirvieran buenas y apetecibles porras, de las que quitaban el hambre durante bastantes horas.

Por los soportales exteriores de la Plazoleta, con aquellas balconadas con arcos y columnas blancas, dando sus exotismos al extraño pueblo andaluz de Porcuna, los hermanos Casado Toribio, que ya habían aprendido y bien aprendido el oficio de churreros, cuando los ahorros de los trabajos por cuenta ajena les permitieron montar negocio en sociedad, aunque sociedad separada, pusieron su primer puesto de jeringas, Manuel por uno de los locales enclaustrados de la Plazoleta cuando ya se llamaba Plaza del Generalísimo, dejando en el olvido o en el recuerdo sus antiguos nombres de Plaza de la República, Plaza de la Constitución y Plaza Mayor, y siempre Carrera para todo el mundo, y andaban los ánimos caldeados aún, y a pesar de todo, las jeringas vendiéndose en sus papeles de estraza tan pringados de aceite y tan olorosos de comer, y Arturo, bajando las escalerillas de la Plazoleta, en su tenderete de madera abierto al aire de los calores y de las lluvias.

Dejando por detrás de los soportales y las casas los desolados solares interiores que daban hacia la Torre, los descampados, los corrales, las destrucciones por donde crecían salvajes las hierbas como un campo dentro del centro del pueblo, y crecían los árboles frutales dando sus frutas de temporada: el majuleto, el peral, la higuera, la descompuesta parra, el áureo manzano de septiembre, y los cardos borriqueros de los emperejilaos. Entrando por una puertecita de los soportales, el nido de las jeringas abierto al comercio mañanero de los transeúntes que acudían a los puestos al aire libre del mercado por la Plaza de los Mártires modernos y de actualidad antes de ser beatificados por la Iglesia de Roma para pasar a ser, ya, asuntos bíblicos y rezos de los altares, con aquellas tabernas de Antonio “El Buñolero” y de Aguilar, y aquella habitación donde sacramentos “La de los garbanzos tostaos” vendía sus garbanzos tostaos, sus habas tostás y algunos altramuces que le traían de córdoba los coches de línea, mientras por el amplio zaguán desmochado de la Torre comenzaba a construirse el nuevo mercado, y por el chiringuito abierto al público, el Manuel Casado y la Dolores Toribio, ahí, en el nuevo oficio de jeringueros empezando su progresía, dando al ayer la receta mágica de los buñuelos familiares, mientras el hermano Arturo, instaló también su casetita de madera con sus jeringas, por debajo de las escalerillas de la Parroquia, rememorando aún aquella vieja Plaza de abastos del ayer, con sus tenderetes expuesto al público de los callejeos con cenachos y velos negros sobre las cabezas, y los borricos paseando sus serones como si estuviera en plenas eras llenas de rastrojos.

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Por aquella habitación de la que salían los humos hacia la Plazoleta llamando a las gentes, donde, en temporadas festivas, se tendían los tablones de los andamios vistiendo a la Plazoleta de Plaza de toros, a donde iban la suelta de las vaquillas y los novillos para la diversión de la juventud de Porcuna y del público espectador, en sus pobrezas o en sus palcos con mantillas y claveles en el pelo; los alegres muchachos de los festejos, los maletillas sin plaza, sin suerte y sin capotes y sin espadas que saltando a la arena de la Plazoleta con sus paños rojos y sus varetas de olivo o sus corridas delante de las bestias, demostraban sus valentías de campo con las que engatusar a las tímidas muchachas casaderas. Y Antonio y Dolores ahí en la soportada habitación, dándole Manuel al manubrio de la jeringa de metal fabricando la gran serpiente enroscada de la rosca de jeringa, a la que daba Dolores sus formas como de ojos alocados dando vueltas sobre sí mismos, al manejo de las agujas de madera, y que Dolores cortaba dejando las roscas en sus tallos, que se vendían que eran un primor, y hasta una oportunidad para el ahorro en días tan festivos con vaquillas y novillos, o para cuando vinieran los días peores, o los días corrientes, compaginar las pérdidas con las ganancias.

Soportales de la Plaza de la Villa, donde los jeringueros establecieron su primer negocio familiar, como en una sociedad bien avenida del quedar todo en casa, en aquella habitación de alquiler de los señores de los Gallos de la Carrera, por donde se entraba al gran descampado o a la gran destrucción por donde crecían naturales los huertos salvajes de los cardos, las malas yerbas y los árboles frutales dando a la Torre, de las que comían también los negociantes, aparte de los señores del solar. Tan estropeada Torre, tan mellada, tan sorprendida por los tiempos y los tiroteos, tan antigua y tan poderosa.

Y por encima de la jeringuería de Manuel y de Dolores, en su parte alta, la taberna de “Pajarico”, donde sólo se servían manzanillas de flor y de palitroques, y aguardientes de anís, y por la parte de abajo, la otra taberna, la taberna de Juan Antonio Gallego, que era como un algo más señorial y elegante, con sus mesas y sus sillas modernistas, donde los dueños del jolgorio de la Victoria se desayunaban café con leche acompañando a las roscas de jeringas de los jeringueros, y al mediodía unos vinos o unas cervezas, y limonadas de azúcar para las santas y señoras cónyuges.

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Papeladas de jeringas salidas del puesto de Dolores y Manuel, y de la casetilla de Arturo. Papeladas de jeringas metidas en los cenachos de las mujeres de la Plaza recorriendo los cuatro puntos cardinales de Porcuna, dándose las mujeres buenas prisas para que no se les enfriaran mucho las jeringas por el camino, y, dependiendo de las distancias, a veces, consiguiéndolo, y si no, tal cual frías las jeringas, mojadas en el café de malta o en la leche con cacao para devolverlas a su calor como si hubieran estado recién hechas.

Tiempo después, Manuel Casado Toribio solicitó del Ayuntamiento, un puesto en la recién inaugurada Plaza de Abastos, allá por el año de mil novecientos cincuenta y dos, y el puesto le fue concedido por las afueras del mercado, en el claustro ocre y verde del descampado cochero de la Plaza, quedándose su hermano Arturo, siempre en su compaña en estos asuntos de las jeringas, con su caseta de madera, pero los dos ocupando los exteriores de la Plaza de Abastos, el Manuel en el chiringuito ocre y verde, con su pequeño patio donde se amontonaban los palos de olivo, aquellos de las cortas primaverales, para alimentar la caldera, y los cántaros del agua recién traídos de la fuente de la calle Torrubia Y el Arturo por la segunda entrada a la Plaza, la que daba a la iglesia de San Francisco convertida la iglesia, temporalmente, en silo de trigo hasta que fueron construidos los dos silos de la Cruz blanca. Para lo cual, Arturo trasladó hasta allí su caseta hecha con tablones de madera, haciendo también vecindad con el puesto de Clara y de Román, aquel otro matrimonio jeringuero con cuadrangular caseta de tablones a la que nos asomábamos los niños que íbamos a la escuela de don Clemente Fernández, y las niñas que iban a la clase de doña Iluminada Millán, relamiéndonos los labios pero con los bolsillos vacíos.

Y fue allí, en ese patio exterior de la Plaza de Abastos, donde el matrimonio churrero formado por Dolores Toribio de Dios y Manuel Casado Toribio instauraron su magisterio y su receta mágica de la jeringa tan aprendida su masa de la vieja masa de los antepasados buñoleros, que era como el ensueño de las mañanas de Porcuna, y el perfume que más se olía cuando las mujeres de los cenachos y las bolsas de ganchillo, y los hombres del desempleo y del Paro agrícola entraban o salían de la Plaza de Abastos, un humo y un olor como un vuelo de campanas llamando a la misa mañanera de la jeringa, un algo así de maitines y de pecados confesados y comulgados.

El cuchitril mínimo y tan caluroso siempre de los jeringueros, si en invierno, agradecido aquel calor, pegándose las gentes a la caldera en sus ascuas, y acercando sus manos para quitarles los fríos, y si en verano, como apartándose un poco, igual queriendo coger las jeringas al vuelo, y echar las pesetas a roña a los jeringueros, tal si se tratara de una roña de centimicos echada en la celebración de un bautizo por la Plazoleta de la parroquia. Y tiendecilla siempre llena de gente, y de más gente haciendo cola esperando el turno en que Dolores les tendieran y cobraran las papeladas de jeringas. Manuel con la jeringa metálica con su émbolo o su maja de madera debajo del brazo haciendo fuerzas para soltar delicadamente la masa de la harina, el aceite, el agua y la sal, aquella gachuela que reposaba en el lebrillo de barro tapada con un paño de cocina lleno de flores e iniciales de ajuar bordadas en cañamazo, aquel artilugio de las jeringas de metal y madera que Manuel compraba en Córdoba, y que cada vez que iba para la califata, se traía tres o cuatro para echar la temporada, y para que nunca le faltaran jeringas al jeringuero, y jeringos a las gentes del lugar. Aquella jeringa del brazo de Manuel como si fuera una gaita bajo la axila de Manuel, a la que pretendiera sacar música con cada empuje hacía abajo soltando la masa hasta hacerla cantarina en el freír del aceite. Y Dolores con las dos agujas de madera haciéndole a las jeringas su juego o su filigrana de ganchillo, los círculos de su laberinto, ese placer a la vista de la masa extendiéndose, concentrándose en sí misma hasta acabar en el goterón de la porra. Y sobre la mesa baja de madera con hule y papelones de estraza amontonados al lado mismo, el cernidor de hierro con sus mil agujeros brillantes de grasa, por donde resbalaban las últimas gotas del aceite, y al lado sus tijeras “Palmera”, las que manejaba Dolores con la maestría de las maestra costureras, y cuando no, cuando la bulla era mucha, cuando la bulla los comía, siendo ayudados los jeringueros de los delantales blancos, por Sacramentos “La Buñolera” de la saga familiar, aquella Sacramentos “la Buñolera” esposa del Rafael y la madre de siete hijos: tres hijas monjas por los conventos de Gerona y de Montpellier, y un hijo jorobado al que pusieron a vende helados por las calles de Porcuna pregonando el hielo azucarado como se pregonaban los garbanzos tostaos, alzando mucho la voz y ahuecando mucho el canto de los anuncios en sus sabores de fresa, de menta o de limón.

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El chamizo de los jeringueros, su habitacioncilla reina tan llena de calores y de grasas siempre, y de sabores también, con su hornilla llena de palos y con su gran perol de hierro, perol al que, recién comprado, y antes de empezar con los apaños del freír de las jeringas, Manuel le daba su capica de estaño por el fondo para que el aceite durara más y se corrompiera menos, y hasta quizá, para darle mejor sabor a la jeringa, como si fuera el estaño una suerte o especie de droga adictiva que hacía que las gentes de la Plaza de Abastos no pudieran pasar sin comer las delicias de Dolores y de Manuel.

La zahúrda de los jeringueros, con su bombilla de luz y los respiraderos de la calle y del chiribitil del patio trasero a donde caían las lluvias en los inviernos llenando de melancolías y aceituneros sin tajo el ambiente por la Plaza, con sus sacos de harina puestos allí a mano siempre, y como si fueran sacos del tío del saco, de donde, de repente, podrían aparecer niños robados de los hogares pobres, y sus garrafones de aceite y sus cartuchos de sal gorda. Y por el tabuco del patio la leña amontonada que no iba a parar a la cuadra y corrales de la calle Huesa, a donde llegaban los palos recientes de la corta de los olivos para dejarlo secar, y según los transportes de los tiempos, unas veces en borricos y otras veces en mulos, y cuando fueron llegando los avances de los inventos, en carromato o en camión ocupando la calle Huesa, y al igual que hacían los niños cuando llegaban los palos al horno de la “la Niña el horno” y de Juanito Gallego, también los niños de la vecindad ayudando a meter en la casa de los jeringueros de la Plaza los palos de la corta, repartiendo luego Manuel o Dolores, las pesetas entre los niños para asaltar las cestas, los carrillos y las casetitas de las chucherías.

Y recién amanecido el día, a eso de las seis o seis y media de la mañana, por la calle Huesa, el gallo que despertaba a la calle Huesa, el despertador que ponía su música de diana floreada a la calle Huesa, era el carrillo de Manuel subiendo para la Plaza de Abastos los sacos de harina, las garrafillas de aceite y las cargas de palos, dando viajes de ida y de vuelta antes de abrirle las puertas al negocio y empezar a recibir a la clientela más madrugadora de las mañanas.

Por las dos grandes fiestas y festividades porcuneras, las fechas de mayo y las fechas de septiembre, los jeringueros, el Manuel y la Dolores, que dicho así, suenan como copla cantada por una tonadillera de escenario y caricato, o una cupletista con piano de cola y mantón de Manila, arreando con su bártulos a otras partes para montar su chiringuito improvisado por el Llano de Alharilla en romería y en la festividad de la noche del sábado. Su puestecillo de jeringas y chocolate, y tendidas las mesas y las sillas al lado de la ermita, como si pretendiesen que les salieran las jeringas consagradas y el chocolate espero, como con su toque de sangre.

Y en llegando la Feria real, en sus tres días festivos del ayer del cuatro al seis de septiembre, por la esquina de la sola acera arbolada del Paseo de Jesús, por donde andaba la antigua casa de los jeringueros a la que miraban como con nostalgia o con años más jóvenes, aunque peores, y sin querer derramar una lágrima, el matrimonio de las gachuelas de harina, la Dolores y el Manuel, instalado en la esquina, con su puesto puesto y montado, con su hornilla de palos cual barril de lata con alero por si caían unas gotas de lluvia del siempre malhumorado septiembre tan bipolar como febrerillo el loco, su perol o caldero con tapa de lata, su mesa baja y limpia donde pegarle los tijeretazos a las roscas de jeringas hasta liberarlas en tallos, su bombilla gorda pendiendo como de la mano de Dios, y su cubo de la basura para que no quedara ni un papel por el suelo, ni trozo de jeringa al que le llegaran los hormigos, los perros callejeros, los gatos de los tejados o los gorriones que escapaban de las trampas de los tramperos adolescentes, y hasta el pajarico del agua cantando la extraña tonada de las ciudades de interior. Sus pequeñas mesillas de madera y sus bajas sillas de anea para que se sentaran los feriadores cuando ya se iban apagando las luces del ferial, a la puerta de Antonia “La de la Tiza”, aquella cantera de tiza que existiera por el cercano horizonte de la Redonda, de la que se extraían los bloques de tiza que luego eran llevados a la fábrica de Andújar en donde los convertían en hornillas para los cocimientos de las comidas hogareñas, aquellas hornillas que se ponían bajo las chimeneas de las casas, junto a la plancha de hierro, y que también servían esas tizas para quitar las negruras a los culos de las sartenes, las ollas y las cacerolas de las cornisas.

Y si hacía falta poner mesas y sillas dentro de la casa de Antonia “La de la Tiza”, mesas y sillas que se metían adentro, por donde andaba la hija de Antonia, la de los ojos misteriosos y el nombre lírico y revolucionario, aquella hermosura a la que llamaron Aura y que parecía siempre flotar, como saliendo de un cuento mágico de Gabriel García Márquez, antes de que Gabriel García Márquez escribiera sus cuentos mágicos. Mientras de la cocción del chocolate se encargaba su hijo Andrés, aquel muchacho que un día llegara a comandante del ejército, en el patio de la casa de Salud “La Camarica”, también conocida como Salud “La de Recuerda”,aquella gran maestra costurera de ropas de hombre especializada en abrigos, y quizá aún llorando Salud, o a punto de empezar sus lágrimas, el ahogamiento de su hijo Leovigildo por el arroyo Salado, cuando el arroyo Salado era lugar de baños públicos y juveniles y lugar de las pescas de los peces salobres.

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Viviéndose los finales de los días de la Feria real porcunera, comiéndose los feriadores las jeringas con chocolate antes de irse para sus camas en aquel rinconcillo tan escueto y tan abierto y tan feliz y jolgorioso del chiringuito de Manuel Casado y Dolores Toribio, aquel matrimonio de primos hermanos que un día decidieron intercambiar los anillos y cumplir los mandamientos del altar, y con los años dedicar sus vidas a los quehaceres de las jeringas mientras Porcuna iba avanzando en sus días y en sus quietudes dejando por todas sus casas la memoria de los jeringueros de la calle Huesa, aquella calle tan noble y aquellos tan entrañables Dolores y Manuel: los jeringueros de Porcuna.

Al olor de las jeringas, como al calor de la lumbre, los jeringueros se cubren con la harina de la nieve, y en tal parece que llueve una lluvia de aceituna, por el claro de la luna suena Beethoven su armonio. Hornillo de los demonios, caldero de brujería, el aceite-algarabía tocando palmas de fiesta y burbujas de las charcas mientras cantan las cigarras el cantar de la jeringa: Manuel lloviendo una lluvia de blanca masa salada, y Dolores cual bordada mujer de mandil y agujas abriéndole a la serpiente de la masa nadadora el círculo de la aurora hasta volverla sonora gratitud del paladar. Una aurora boreal en el cielo del aceite; fecundidad de la fuente manando sus sencilleces: aceite lleno de peces bordando su laberinto, el alma del acertijo tiñendo su pelo blanco con el color de los fatuos dorados de los cabellos. Por la Plaza sin toreros, el matrimonio hacendoso yendo de la masa al pozo de las burbujas sin ranas: la hornilla ardiendo sus ramas asándole la manzana a una Eva repostera. La jeringa enredadera haciendo tirabuzones sobre el mar de las unciones en el altar de las mesas. Un sonar de candilejas en el violín de Charlot, el canto de un ruiseñor hirviendo sus serenatas: Dolores tejiendo lanas al amor de sus agujas como si fueran batutas dirigiendo cien orquestas; Manuel alzando las cejas como dos arcos triunfales dejando surcar los mares blancuzcos de las harinas. Una boda de cortinas desprendida en cataratas sobre la marca escarlata del estaño derretido. Buñoleros convertidos en jeringas sin azúcar, en estas horas difuntas del recuerdo con palabras, las Estatuas os proclaman jeringueros de leyenda, y os ofrecen esta ofrenda de nostalgias con palabras, mientras por la calle Huesa suena la eterna saeta de Francisco de la Rosa.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: LOURDES CASADO, ANDRÉS CASADO, MANUEL ANTONIO TORIBIO, ANTONIO RECUERDA, ALBERTO RUIZ DE ADANA Y ALFREDO GONZÁLEZ
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