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Melodía de Obvlco (VIII)

Porcuna Digital lanza la hoy la octava entrega de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. El inspector Brown viaja a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Disfruta del capítulo dieciséis de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Capítulo 16. Conferencia en El Círculo Artístico y Cultural: La Píldora

Había quedado con Alfred en la esquina de la Cantina, junto al Torreón para ir a la famosa y anunciada y pospuesta conferencia.

—Bellísimo. Muy bello. –Eran los atributos masculinos para Alfred cuando pasaron junto al Torreón de Boabdil; el dedo índice de Alfred: bellísimo muy bello, interrumpiendo de repente la conversación iniciada metros más arriba. Aunque, en otras ocasiones, la noche anterior, al torreón lo denominara en femenino “la torre de Boabdil”, cosa que desconcertaba a Brown (o es torre o torreón: ¡¡o macho o hembra, coño!!). Además con la coletilla poética alfrediana de: “donde vive y está el fantasma de Boabdil, el último rey de Graná”.

Y, en el vacío del soliloquio: la confusión, la digresión inesperada. Brown miró como quien mira la viga del ojo ajena o la caspa en el hombro del otro, con indiferencia, entendiendo pero sin moverse, dejando a Alfred acabar su parloteo sobre la torre imponente. Luego intentó reanudar la conversación:

—Pero ya me dirás tú, Alfred, que una cosa es la poesía; es decir, la creación, y otra la ciencia. Ambos conocimientos se contraponen.

—Un científico, como se llaman estos historiadores, hasta ahora, era un señor con barba, un médico o uno de esos de la NASA; es decir: decir científico en España es imaginarnos a Ramón y Cajal con su microscopio en la serie que echaban hace poco en la tele,…Pero estos… ¿científicos? — Su método no es empírico como no lo es el de la policía.

—¿Vosotros también sois científicos? –Carcajada. ¿…eso de pillar con las manos en la masa al caco es científico…?

—Bueno no siempre se puede coger in fraganti. Cuando no, tenemos que apoyarnos en pruebas y no solo en testimonios subjetivos de testigos. Existen las analíticas de laboratorio, la capacidad de leerlas e interpretarlas convenientemente…

—Yo lo que siento, cuando llego a las zanjas, es algo que no lo podría comparar al conocimiento científico; pero mi cuerpo reacciona casi como una máquina, analiza, procesa…

— ¿Qué sientes?

—A Dios que me habla, a un dios que es el de la memoria, el dios de mis ancestros, el de mis muertos…

El inspector Brown lento, con sus manos ambas en los bolsillos, bajando, contorneando la calle bajo la tremenda torre medieval octogonal, retranqueada por la fila blanca de casas bajas, cruzando hacia la esquina de la parada de taxis, hacia el Círculo Artístico y Cultural, parado de pronto, sacando sus manos de los bolsillos, con sorna, divertido, sin entender: ¿“La Píldora”? Já. Suena a anticonceptivo.

La risa de Alfred al ver a Brown extrañado.

—Pero esto ¿qué es? –doscientos abuelos, de pronto, sentados, ordenadamente, en varias filas, en la puerta del Casino de La Píldora (sí la Píldora antes que casino fue botica, se hacían pastillas, píldoras ¿entiendes?), mirando hacia ellos, al filo de la amplísima acera, hasta el mismo límite del cerviguillo, la fila preferente, primera línea de observación directa a la realidad del ámbito del cruce de calles, cuchicheando, un rumor adormecido que se les echa encima, un color común, como aves estacionarias sobre la laguna seca del empedrado, un color pajizo, gris, salpimentado de sombreros de paja, de mascotas marfil, zapatos o botas o sandalias de cuero; sentados, inmóviles, moribundos, sabios de todo y de nada.

—Doscientos sillones justos –Alfred informando a Brown–.No los he contado pero son los estipulados por el Casino para sus socios, los dados por el Ayuntamiento para la ocupación de vía pública, ni uno más ni uno menos…

Sillones de maderas curvadas como tronos aztecas, pesados, achaparrados, retrepados como augures, en masa, registrando un movimiento propio y en medio una línea perfecta y simétrica, un pasillo impoluto para dejar pasar hacia el interior del casino de La Píldora, Círculo Artístico y Cultural, a los invitados, no socios, al acto, público en general; también, por una vez a las mujeres, (además de en la Feria Real), y a todos los que quisieran escuchar las maravillas de los señores cacharreros, es decir los arqueólogos, esos que desde América o de los Madriles o Alemania, venían a racimos.

Entraron por la amplia portada arquitrabada en piedra, con sus escudos a los lados, con su frontón partido, interrumpido por un balcón gigantesco con su paño negro cubierto de luto por algún socio fallecido. Murmullo, jolgorio de gargantas roncas, humos de cigarrillo en diagonal subiendo a su cielo; a izquierda y derecha amplios salones con cristaleras a la calle cuadradas, inmensas; antes de llegar al patio, a la derecha el bar, a la izquierda las escaleras para subir a la primera planta corrida donde las sillas habían sido ordenadas como en los mejores cines matinés, las mesas de billar arrinconadas y verdes como campos de futbol en tecnicolor, al fondo, el señor Luis Vallejo, nervioso, dirigiendo el montaje del proyector de diapositivas, peleando para que no se le cayera a sus estudiantes el otro proyector, el más delicado, el de trasparencias; las primeras filas ocupadas ya de canosos pelones, cabeza rapada a cepillo, pelos tiesos y enérgicos escobichados como erizos, moviéndose sus perfiles sobre el horizonte de la tela blanca de la pantalla, iluminada por el foco del proyector vacío sin diapositiva; los ventiladores laterales a uno y otro lado agitando sus cabezas, como diciendo “no, no…, no”; obcecadamente “no”, al Sr. Vallejo; un segundo grupo de filas con los jóvenes del pueblo, también algunos colaboradores del proyecto, nerviosos, levantándose, yendo y viniendo, envolviendo a oleadas al Sr. Vallejo, como una nube de zánganos alrededor de su reina, sin saber si volverse a sus asientos o ayudar; Alfred saludando de lejos a conocidos, Brown buscando a Anita.

—Todavía no ha llegado, vendrá luego, se habrá quedado en el hostal duchándose –Alfredo reclinado de sesgo, los ojos de Brown, la nerviosa sonrisa de Brown, los dientes incisivos demasiado largos de Brown, sintiendo por dentro que alfred –este alfred…–sabe más de la cuenta, que le ha descubierto el pensamiento. Quizás Anita sea más que una amiga para él, quizás una confidente…

Y de pronto una eclosión, de pronto la escalera rebosa de abuelos, regurcita cuerpos que ordenadamente y murmurando van tomando asiento, hasta que las sillas del salón inmenso se van llenando.

—Han subido los de la calle ya, alguien les ha avisado de que va a comenzar todo –Alfred.

El conserje abre aún más las ventanas laterales y deja las puertas abiertas del balcón y acciona también los ventiladores del techo, los lentos ventiladores con su zumbido de moscardón, hasta que se lubrican con el roce y se hacen invisibles y el aire comienza a circular. De pronto dos palmadas, alguien palmea, se baten y eclosionan contra sí las palmas de alguien, allá al fondo, junto a la luz cegadora y fría de la primera proyección, gigantesca: “Proyecto Obulco.” Y hay una estampida de elefantes, un correr de sillas, una lucha por alcanzar las últimos asientos libres, un sacrilegio de palabras mal sonantes, de exabruptos a uno y otro lado, las palmas repetidas otra vez, ahora más claras, ya sin tumulto y comienza la función, el relato de las maravillas. Alguien presenta al Sr. Luis Vallejo
–Es el director del museo: Modesto– Alfred siempre atento con Brown informándole al minuto.

—Ah vale, gracias–la figura menuda de aquel hombre, su voz apagada y lejana, dejando de pronto discurrir una melodía de palabras dulce…, y de pronto el cuerpo de Anita, entrando, lo nubla todo, por el lateral, con sus vaqueros limpios, su camisa negra de tirantes, su cola de caballo, lateral, buscando un sitio. Alguien la llama, corre por un pasillo de “agüelos” adormecidos, lentos, rozando sus rodillas “echapayá”, busca la silla libre, allá, tres filas más adelante que ellos. Pero Brown que la ha requerido y llamado con la mirada no se atreve ahora porque tendría que cruzar de sesgo, girar la cara, hacia el lado de Alfred.

Aplausos protocolarios, centenarios, entrecortados y sin entusiasmo despiertan al auditorio, despiden a Modesto mientras se alza aquel cuerpo grande y voluminoso. Surge y se eleva y se gira y mira los mira el conferenciante, el proyector se estremece y aparecen los huesos proyectados, esculpidos, que le quedan a un esqueleto, revueltos entre la tierra, reclinados, como el feto de un niño que de lado se chupara el índice. Un estremecimiento un sordo “…ohm, om, …m” recorre el salón, y aquel hombre comienza a saludar y a intentar hacerse entender con su vozarrón, un poco gangoso pero potente, lleno de tics curiosos, midiendo el tiempo, agitando los silencios, obligando a las palabras, arrastrando sus sombras, puntualizando, indicando con la mirada, agitando un puño al aire para que alguien pase la siguiente diapositiva, como el director de orquesta que es, una sinfonía maravillosa de muertos, de agujeros, de olivares: estacares. De pronto alguien siente una amenaza, o todos. Una idea flota como un salmo, una melodía: Sobre cualquier olivar, cualquier campo de trigo o cebada o lentejas o habas, podría haber debajo un posible yacimiento. Los vejetes del casino respiran con dificultad, entienden y tragan, entienden y saben; han conocido demasiadas veces que al hacer un hoyo para plantar un “olivico” , una “estaquita”, encontraron algo raro, un trozo de metal, unas monedas, una piedra con letras o con formas, con patas o con ojos mirándolos; o al pasar el arado han comprobado como saltaba el artilugio, el quejido de las bestias paradas sin poder avanzar, atrancadas por aquellas piedras tan grandes y cuadradas, han visto todas esas casas, o muros y suelos muy bien labrados, han visto todas esas cosas y más todavía –piensan en colectivo: ¡ Buenoooo, … si yo le contara… señor Luis Vallejo… no paraba en dos días…. Señor Vallejo…se le iban a salir las órbitas de los ojos–y murmuran entre dientes, se miran y maúllan agónicos y sienten pero no hablan, solo es un chasquido, sólo un pensamiento colectivo renovado. Les ronda un temor, una mosca detrás de la oreja “mu ́grande”; porque estos que han llegao de la universidad, con sus carreras, pueden ser un peligro ¿para qué? ¡¡Poós para los olivicos, los garbanzos, ¿pá qué va a ser, hombre! –so ignorante, joer Marcial, a ver si te enteras…–poes pa las lentejas y contri más, sacando como lo están haciendo los huesos que aunque no están en el cementerio nuestro, porque eso antiguamente no se estilaba, también son, si sus fijáis, nuestros antepasados, o sea que son huesos nuestros a fin de cuentas, muertos por lo demás, “sí y venga muertos y cacharros y esculturas todas rotas y sin cabeza, y cuando la tienen sin nariz y medio bizcas.”
Un movimiento de sombreros que basculan, cientos de calvas son rascadas con inquietud, enérgicamente, pero nadie se mueve y el Sr. Vallejo sigue pasando las filminas y luego se dirige hacia el otro proyector de trasparencias y para cuando muestra el mapa del término municipal, los abuelos saltan de las sillas como ranas; y algunos, los más bajitos, se ponen en pie y murmuran,…un arrecife de toses nerviosas, de respiraciones.

El señor Vallejo señala los nombres los distintos yacimientos: Zurraque, Peña de la Grieta, –murmullos–, San Pantaleón, –murmullos atronadores–, Casasola, Cortijo de Benito Palacios, Abejúcar….murmullos de iglesia, un silencio, repelido de nuevo por un quejido colectivo, cada vez que se nombra una zona de interés arqueológico, en función de las prospecciones. Y de pronto todo se convierte en una especie de “rifa” o sorteo, de pronto todos esperan no salir agraciados con alguna zona más nombrada, en la que precisamente ellos tienen un olivar o una tierra calma o expectantes revisan a ver qué vecino o conocido ha sido dañado; un silencio, atroz, porque aún le quedan a ese señor otros puntos en el mapa : La Tiza , el Pozo Piojo, la Cruz de San Pedro, el Matadero ya en pleno casco urbano; de nuevo un murmullo: es más, como una masticación; un tragar de saliva, señal de peligro, y más aún cuando salen las palabras mágicas “Zona de Cooperativa de San Benito.” Saltan de su silla como chinches y se van, sin hacer ruido, sin arrastrar la silla, invisibles, quieren ser invisibles. Ven aproximarse el peligro hasta el filo de sus propias casas, “qué barbariedad”, el señor Vallejo creyendo que lo entienden: “porque ustedes siguen viviendo sobre la propia ciudad ibera y romana, las calles son restos fosilizados de los barrios romanos”, escuchan dejados y flácidos, como un salmo anunciador de una época salvífica y atronadora, se llevan las manos a la cabeza algunos y el murmullo acaba ahogando al Sr. Luis Vallejo que no se hace entender ya, que con el tono cada vez más alto, pasa a ser engullido por el murmullo ciego y feroz, las primeras objeciones “estamos apañaos, pues no vamos…, ni a poder vamos hacer una choza en el melonar, por miedo a dañar los cacharros esos rotos y las piedras sueltas que salen por toslaos…” –piensan.

Al final la sala se había quedado poco menos que como comenzó, con la primera fila de abuelos todavía sentados, discutiendo entre sí, lentos, desocupando sus sillas de hierro chirriantes sobre el suelo de terrazo gris, estrépito, estampida de elefantes. Y luego la nube núbil de niños con los ojos llenos de huesos y de agujeros y de palabras bonitas, locos por ser también ellos arqueólogos, deseosos de hablar con el señor Vallejo, pues los iba a reclutar como ayudantes, les hacía falta ayudantes, qué mejor que los del mismo pueblo, dispuestos a hacer entender a sus padres agricultores, a sus abuelos vociferantes la necesidad de estudiar todo el término, que no quede nada, ni una hebra de hierba, para que “todos sepamos lo que tenemos.” Hablaba en plural, incluyendo a todos. Los niños salieron brincando muy contentos, escaleras abajo, hablando atropelladamente, con la mente llena de ilusiones, con risas. Todo lo contrario que sus abuelos hace un rato, con la mosca detrás de cada oreja. Menuda noche les había dado el Sr. Vallejo. No iban a pegar ni un ojo.

El Sr. Brown avanzó hacia Luis Vallejo, que ya libre, una vez dadas a los subalternos las instrucciones pertinentes sobre el desmontaje de los proyectores, bebía agua del porrón sumergido en un cubo de cinc, refrescándose al boca seca, abriendo las alas de las axilas anegadas, manchadas, sudadas, la espalda calada.

—Sr. Vallejo, buenas noches.

—¿Qué le ha parecido? –Luis Vallejo con las manos mojadas saludando, con la boca llena de agua, la comisura de los labios blanca por la sequedad pasada, mirándolo.

—Nos ha asustao a los agüelos esta noche. –Alfred que llegaba con Anita muy bella, sin greñas, sin sombrero gigante de paja, sin camisa blanca ancha, sin estar vestida de arqueóloga.

—Muy interesante su esfuerzo por hacer llegar la historia a todos. –Brown intercediendo.

—De eso se trata, si ellos no conocen el proyecto nosotros aquí sobramos. –Luis Vallejo.

—Pero con los viejitos, está dura la cosa –Anita.

—Con los “agüelos” no hay quien pueda, tienen la cabeza “múdura” ya… –Alfred carcajeando–si lo sabré yo de sobra…, como una piedra la tienen.

La sala solitaria de pronto. Brown, Anita, Alfred y Vallejo. Habían desaparecido todos los colaboradores, cargados con los proyectores, con los trípodes, la pantalla, las maletas, los apuntes. Sólo quedaba la figura delgada del conserje en una esquina, junto a la llave de los ventiladores del techo, esperando para poder apagarlos.

Salieron a la calle, las doce y media de la noche. El exterior del Casino La Píldora estaba desierto. Dos conserjes entraban de uno en uno los pesados sillones de madera curvada y los trasladaban al patio del fondo, para sacarlos nuevamente a las siete y media de la mañana, pues a las ocho se abría de nuevo el casino y a esa hora ya los abuelos subían del Paseo de Jesús de dar la primera vuelta con la fresca y ocupaban los mejores lugares preferentes, antes de que el sol cruzara la acera y se instalara sobre ellos; antes de que los conserjes accionaran los pesados y largos toldos para generar sombra de carpa.

Salieron hablando, gesticulando, en corro, parándose cada dos pasos, discutiendo, mirando de reojo la mole inmensa de la torre con la claridad del alumbrado público resbalando por dos de sus lados octogonales, desapareciendo hacia arriba las almenas, fundidas en el cielo de la oscuridad de la noche de verano sin luna. Caminaron unos veinte metros hacia la calle Ramón y Cajal.

—¿Os vais a la pensión? –Brown, creyendo que se iban.

—No vamos casa el Epi, –Alfred– es aquí mismo, como sabes, hay que mojarla. –Alfred incisivo con risotada incluida…

Abrieron una puerta de cristales desde la cual los vidrios imperfectos deformaban la barra lejana, los barriles en pirámide de vino, la cara del tabernero con los puños apoyados sobre la barra de mármol ambarino. Y de pronto, Brown sintió un latido, algo raro, como si el tiempo se hubiera transformado, entrando en una regresión temporal, un hálito de nostalgia lo llenó por dentro. Recordó aquellas tabernas antiguas de su niñez, cuando entraba para acompañar a su abuelo para que se tomara el vino. El olor, aquel olor a rancio, a madera rancia, a costra, a cartones mojados, a orín, a vino avinagrado, el suelo pegajoso, bajo la barra sobre el suelo, cientos de cabezas de gambas, sus negras pupilas negras mirándolos entrar, servilletas arrugadas y manchadas, los últimos rescoldos de aquella noche.

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—Esto también es arqueología, señor Braum –con un golpe en el pecho del inspector con el dorso de la mano abierta, Luis Vallejo atento.

—La taberna ésta no se ha cambiado desde la última reforma en 1920 –Alfred.

—Se ha cambiado la calle, las casas, hasta la casa de arriba de la taberna, pero estos metros son sagrados, están tal cual mi agüelo los dejó –Epi despacio, camastrón, dispuesto a hacer la visita guiada al semicírculo cuadrado de su universo–ni la fonda La Espera tampoco ha cambiao que yo sepa desde que se puso en la guerra.

—Pero poco le falta pa que se cierre–alfred–. En cuanto se ponga un poco mayor “Larosá” se acabó.

—Lo mismo que el Vi–de–la, en un par de años o tres desaparece—Anita hablando de su pensión en la vecina calle Salas de al lado.

—Este mundo de las pensiones va a desaparecer porque desaparece una generación –Brown.

—Una generación sin nietos dispuestos a seguir, como Epi, –Alfred–porque todos quieren escapar de aquí y miran mal lo viejo.

—Sí, todos quieren ser universitarios y tener puestos fijos donde sea.

—La cultura de las peonás si no tienes tierras es hambre y España ha recorrido un camino muy largo para dejarse llevar otra vez por lo mismo. –Luis Vallejo.

—Y es que el campo con tanta máquina no se necesita ya a gente…–Alfred.

Tomaron varias rondas de vinos de Montilla con caracoles especiados en matalahúva, montaditos de jamón con cerveza, anchoas con cerveza, bacalao con alcachofas y cerveza, caballa con pimiento rojo y cerveza.

Se despidieron del Epi, tabernero hierático y risueño como el busto de un César romano, y salieron hacia el Paseo de Jesús buscando el mirador de La Redonda, el balcón marítimo desde el que se divisaba aquella “otra ruina” que le había entrado al campo, la invasión esa de los olivos, porque los campos de secano con el sistema de barbecho habían entrado en quiebra, ya nadie quería trigo, el precio había bajado peligrosamente.

—…Asim que todo el mundo está plantando olivos. –Alfred cabreado.

—Sí, efectivamente, este paisaje ondulado de campiña, tan bello en primavera, sembrado de trigales y cebadas o luego de garbanzos y lentejas, va a desaparecer. –Luis Vallejo frente al mar convulso de las estrellas de la balconada, el cúmulo de lucecitas al final del horizonte: Valenzuela–Mire ese pueblo es ya de la provincia de Córdoba.

—Tu patria chica, señor Vallejo, ¡¡Valenzuela!! júa, júa, juaaá… –Alfred divertido.

Cuando llegaron al Pub Cantón, bajando la calle que fuera camino de mulos, bajo el mirador de La Redonda, ya todo el grupo de colaboradores estaba sentado alrededor del muro corrido, circular, de cemento que, como la era de un cortijo, circundaba la casa del bar.

Saludaron con las manos alzadas, antes de entrar al bar para pedir unos cubatas. Cuando salieron el señor Vallejo lo presentó oficialmente:

—Este es el Señor Brown. El inspector que busca a Eugenio Fuentes.

—Hola, a algunos ya los conozco. —Mira te los vuelvo a presentar a todos por orden: Olegario es de Portugal, nuestro experto en prospecciones. Ana García de Granada, la de la matriz Harris. Álvaro Delgado de Nerja, el dibujante de cerámica, un especialista. Fernando Fernández es biólogo y antropólogo, Berta es inglesa y apenas habla español, pretende poner en el pueblo un consulado del Instituto Arqueológico Alemán –risotadas de todos–. Juan Jacinto está haciendo la tesis de lo que caiga –risas, carcajadas entusiastas–, bueno y este muchachote, Marce, es de Úbeda y es el subdirector del Proyecto, por si yo me muero de un berrinche –eclosión unánime de cansancio y ataques de risa que los hace retorcerse.

—Ah, como dicen aquí “me se” olvidaba: Anita la chica de la Civilización atlántica–mediterránea, la que postula que aquí estuvo precisamente la famosa Atlántida, o el triángulo de las bermudas… o no sé qué más…

—Pues lo que estamos sacando ha salido solo, quiero decir las esculturas, no es para menos que para postular algo parecido, o similar… –Anita vivaracha con el cubata en la mano.

—Pero de ahí a decir a bombo y platillo lo que dices, me parece atrevido…–Marce.

—Poco científico –Alfred sarcástico– ¿no señor Vallejo? —Las cosas hay que probarlas ¿no te parece Brown? —Si no hay indicios, ni pruebas… —Hablar por hablar entonces –Luis Vallejo–Mira Anita, primero vamos a prospectar, a establecer un mapa de yacimientos y luego ya veremos sobre las secuencias temporales lo que hacemos…por eso lo llamamos Pro–yec–to O–bvl–co…porque solo es por ahora eso “proyecto.”

—Bueno ya hemos pinchado en varios lugares como la Peñuela en el sector de San Benito y nos ha salido la casa de las columnas –Ana García.

—Sí, o frente al aljibe de La Calderona y está apareciendo una casa agrícola romana –Álvaro Delgado.

—Sí, o sobre el torreón que yo haber estado hoy esta semana en San Marcos, excavando sector –Berta a golpes secos esforzándose mentalmente, entre las risas abiertas de los compañeros.

—Joder ¿y te parece poco ya? –Anita hacia Luis Vallejo – ¿te parece poco la secuencia de Alcores, los dobles muros del tercer milenio, los otros superiores que estamos sacando del segundo del bronce y arriba del cerro amesetado, lo que vamos viendo día a día, es decir la propia ciudad ibera, el oppidum?

—Pero aún faltan más cosas: es decir, retrotraernos al paleolítico es decir a la Peña de La Grieta, al Peñón Re bailaor, Solutrense, industrias líticas de cazadores recolectores que hace veinte mil años estuvieron aquí, miles de piezas líticas allí esperando una estratigrafía… –Luis Vallejo.

—Bueno, sí; pero ahora estamos en la secuencia protohistórica.

—Pero lo que tengo entendido es que lo que primero apareció fue Cerrillo Blanco ¿Navarrete comenzó por ahí? –Brown intentando ordenar un poco el lio aquel.

—La historia comenzó cuando los gitanos se llevaron lo que se llevaron e intentaron vendérselo a Navarrete y este los trincó –Alfred agitando con el puño el vaso huérfano, con los cubitos manchados de four rouses, girando, tamborileando nerviosos.

—El verdadero proyecto pasa por probar la secuenciación histórica continua sin interrupción desde la prehistoria hasta la actualidad, unicum –Luis Vallejo con los ojos cerrados, levitando, sin probar todavía su cubata entre el silencio roto por el sorbido continuo de los otros cubatas con labios…

—Bueno, esa es tu obsesión como la mía es la mía –Anita interrumpiendo, valiente, con el tubo a medias, sintiendo el cosquilleo del cubata sobre los vino de casa El Epi, las cervezas, el embrujo de la noche, la magia de la historia, la cercanía de Brown, los ojos amarronados y tristes de Brown.

—La historia verdadera está casi escrita –Alfred.

—¡Y éste…! ¿No nos quiere tomar ventaja? –Luis Vallejo interrumpiendo su primer chupetón al tubo de cristal con los cubitos naufragados y duros muy duros.

—Pues… ¿no está escribiendo una historia apócrifa…?–Anita.

—Sí, lo tenemos todo el día detrás de nuestras orejas, visitándonos, con su cantimplora de agua fresquita, sus bocatas, su sombrero de melonero, dándonos conversación, entreteniéndonos –Luis Vallejo.

—Sí sonsacándonos, lo pregunta todo –Ana García–, quiere saber…

—…Es un preguntón –Marce. —Pues contra el que quiera saber, ya sabéis –Luis Vallejo.

—Mentiras en él…. Ha ja já… –Álvaro Delgado.

—Pero mi historia puede ser más verdadera que la más verdadera –Alfred en alusión a los científicos allí congregados.

—Bueno puedes sufrir en cualquier momento una abducción –Luis Vallejo–…jajajajajaja –una cascada de carcajadas en cascada…

—Bueno como no me tenéis en cuenta, al menos, al señor Brown lo tengo al día de lo mío.

—Hombre siempre es bueno una opinión ajena al Proyecto… –Brown.

—Alfred, está escribiendo, no sé si te lo ha dicho ya, la verdadera historia de los iberos que enterraron las esculturas en Cerrillo Blanco–Luis Vallejo girando el tubo, elevándolo, atropellando su nariz contra los duros cubitos como piedras huérfanos de Bourbon.

—Bueno es una novela histórica –Alfred–no un informe policial ni arqueológico…

—Y se aprovecha de nuestras excavaciones, de nuestro trabajo como una sanguijuela –el portugués Olegario desenfadado y campechano.

Se fueron derramando, las tres de la mañana, la primera ola de aire o algo parecido fue tomando nudos de velocidad. Se despidieron de Fernando que cerraba el pub. Subieron a grupos de tres o cuatro, dirección el parque, para dar una última vuelta, recoger el aire fresco que se iniciaba y perderse por las distintas pensiones y hostales; con la mente nublada en el siguiente día de trabajo, en cada tajo respectivo, preparando mentalmente la campaña de ese día en ciernes, casi como los militares la siguiente maniobra de una campaña sangrienta y decisiva.

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La noche densa y absurda. Una de las mil y una de un cuento de verano, una pesadilla más, quizás sobre una historia estrellada en el cielo de finales de los años 80. El Sr. Brown había visto horas antes aquella figura, desde el mismo balcón de la Píldora, cuando distraído se asomó antes de la conferencia; lo vio desvanecerse entre las almenas. La miró sin sospecha, como algo natural. Lo mismo quizás como quien otea el horizonte y ve pasar una paloma torcaz. Horas después, mientras circundaban el torreón, Alfred y Anita y él mismo, miró otra vez las almenas altas, pero desde la base endiablada del torreón, sin poder comprender más que ese vértigo inverso al alzar y rodear en la oscuridad con la mirada las paredes de piedra estrellándose contra la claridad de la noche, reflejando las estrellas, como en una visión de espejos, cuando uno mira los charcos poco profundos y descubre en ellos el cielo y es ese vértigo absurdo el que se adueña de nosotros durante unos segundos, leves, improvisados. Se despidieron de Alfred en la misma base del torreón.


“Radio Nacional de España, noticias: (la voz aterciopelada de Georgina)
Francia está intentando ayudar a favorecer el restablecimiento del diálogo entre el Gobierno español y los terroristas por entender que es "la única salida posible" según medios próximos a la lucha antiterrorista francesa. Un portavoz del Ministerio del Interior manifestó por su parte que no está prevista ninguna nueva ronda de conversaciones, "ni en Europa, ni en América, ni en ninguna parte.”

Y se besaron. Se fueron de nuevo buscando el Vi–de–la, aquella cama mullida y leve y estrecha, el suelo hidráulico de cemento fresco, el agua del grifo del lavabo de los años cuarenta rectangular, anguloso, donde libar sus cuerpos de las duras torsiones del deseo.

— ¿Puedo poner la radio otra vez?

—Pues claro que sí ¿tanto te interesan en todo momento las noticias?

—Tengo que estar al tanto de ciertas informaciones. Por cierto, mañana me voy a primera hora.

—¿A dónde te vas? — ¿Dónde va a ser?: a Madrid. —Te acerco si quieres al tren de Villa del Río.

—De acuerdo. Te lo agradezco.

Parecía como si todo se cumpliese. Cerró los ojos y sintió el escalofrío, la imagen observada de aquella figura andando por entre las almenas de la torre de Boabdil. Cerró los ojos y los sepultó entre los restos del castillo, descompuestos entre la sombra arrojada de los faroles, el cuerpo proyectado, traslúcido, de un Boabdil encerrado, prisionero, pensando en los suyos, hacia el año de 1.488 o ahora mismo. ¿Realidades simultáneas? Es posible. El viento leve rodeaba su cuerpo mojado, sudoroso, unas manos tibias e invisibles parecían masajear aquellas partes más blandas más empapadas.

Sintió un susurro tras de sí pero no se volvió. Pensó que era inútil mirar ahora que se encontraba arriba, sobrevolando aquel sueño aterrador, en la azotea del torreón, porque entonces una danza terrible y atávica le estallaría y no tendría más remedio que correr escaleras abajo, a oscuras, manteniendo las manos hacia los lados para no caer; ir colocando absurdamente las piernas como pato mareado, asegurando su pisada en uno y otro escalón, girando por la estrecha escalera.

Fue aproximándose hacia la puerta de bajada. En aquel vacío sus pies comenzaron a temblarle sin control, cada escalón era más duro, el vértigo apareció sin invocarlo, de manera que cada paso hacia abajo mantenía el latigazo de la caída y la ingravidez. Y aquella presencia constante, esa cosa metida en el negro de la noche, ese respirar de pronto cada vez más cerca de él, hasta llegar a su oído y transitarlo por dentro, meterse en sus pensamientos.

Sintió sus extremidades heridas, acartonadas, secas por la circulación paralizada, hasta que pasó eso que no quería, hasta que comenzó a sentir desde debajo de la primera planta del torreón un jadeo, como el arrastre de una pesada cadena, que cesaba sórdidamente tal y como había empezado, pero que con insistencia, volvía; unos quejidos allá abajo, precisamente hacia donde él se encaminaba sin remedio… ahora no podría subir, retornar a la terraza; no tenía fuerzas, su cuerpo pesado y blando no le hubiera permitido elevarse sobre esos escalones ya bajados. Así es que siguió descendiendo, como entregado a su destino, fuera el que fuera… llegó hasta la puerta de la segunda sala y la abrió hacia él. Un viento caliente le rozó, lo trasvasó, como las alas de una paloma, y se alejó bajando el resto de la escalera hacia la primera planta, huyendo de él, precisamente de su presencia. Prefirió no pensar más, menos aún en Boabdil, bajaba sin atender aquellos suspiros esas sombras, aquella brisa estúpida abajo, la palabras, las voces cada vez más agigantadas, las risas enloquecidas de un tiempo sin tiempo, conservadas quizás ahí por los siglos de los siglos, esperando cada noche sumisas, para reproducirse con exactitud. Abrió la puerta de madera de la calle y el haz del foco feroz del patio de armas le entró por los ojos y no vio más. Sólo aquellas manos dulces de Anita lo agarraron fuerte, entonces; y su cuerpo tembló entre las sábanas.

Y el sueño, profundo de nuevo, lo sumió en una derrota de candilejas, hasta que la primera luz se hizo en su mente y, pesado y maldito, salió al balcón a fumar, a ver entrar el día, mientras contemplaba a Anita, su cuerpo leve, alargado por el fondo retorcido de las sábanas azules ultramar. Y aquel bullir de palabras por la radio muda de fondo, sin contenido, de pronto con las noticias de las ocho:

“…Por su parte, Ermia Mantera, eurodiputada de R.B y asistente al diálogo en la capital magrebí, dijo no tener información sobre los últimos contactos sí bien indicó que "se dan las condiciones para que se produzcan.”
— ¿Cómo puedes escuchar la radio otra vez?

“Francia, según fuentes de este país, ha sido informada del contacto entre el secretario de Estado para la Seguridad, con la abogada francesa. (¿Cómo puedes; es que te pone cachondo esa voz? –Puede que sí) Sin embargo, estos medios, afirmaban desconocer la entrevista entre el director de la Guardia Civil, con dirigentes de Venezuela, una vía frustrada.” (La voz agotada, con parsimonia, intencionadamente –O es esa tía que la conoces y está muy buena)
“Iñaki Anasagasti, (la locutora esa, ¡eso es! ¡Es esta tía!) Portavoz del Grupo Vasco en el Congreso de los Diputados, (canalla canalla –calla es por la información, por lo que dice) indicó ayer que tenía ya noticias de recientes entrevistas… (Mírame, no me mientas, es eso ¿la conoces? ¿Ha sido tu novia? –No es eso, Anita) Este parlamentario ve lógico que la próxima mesa de diálogo tenga sede en un país europeo… (No es eso solo, pero también, ¡claro! Oye me gustaría conocerla ¿ha salido alguna vez por la tele?) Estas nuevas conversaciones "podrían haberse producido en Venezuela"(¿tienes una foto de ella?) (Ven aquí); (ven, cúbreme con tu cuerpo. ¡Te atrapé! La trampa de mis piernas poderosas…) (…eres como un pajarito…) …considerar terroristas a los 11 (¡como un pajarito en una trampa de alambre!)…deportados desde Argelia. (¡Calla! un momento ¡calla Ana!) Además…, (Ana, ¡Ana!, nunca así me habían llamado: ¡¡Ana!! Me está poniendo…) la presencia de estos activistas está dividiendo (¡calla coño!) a la influyente comunidad (calla calla calla…) vasca asentada en este país.”

Aquella voz de la radio, suplicante (muérdeme el cuello) hablándole a él, susurradora (déjame tus morados, tus dientes aquí…) tenía que volver y hablar con Georgina (que lo vean todos…) (¿quién quieres que vea el moratón so tonta…?) (Todos los hombres…) (¿También el señor Vallejo? – ¡Ese el que más!) El murmurio en la radio (¿Cómo quieres que sea? una mordida de qué tipo…) frases que se deshacen antes de llegar a sus oídos (No más bien que sepan que he gozado lo mío contigo) (¿El qué…?) (Pues qué va a ser: cómo de bien lo hacemos) Georgina y Anita, a la vez dentro de él (Como si ahora mismo,… ¿ahora mismo? – ¿Qué?) (Como si la tía esa ahora mismo… nos escuchara) (¿Quién? –La tía esa de la radio) (¿Qué tiene que ver ella?… calla un poco…) Georgina perdida en su voz radiofónica (¡¡ Eres prodigioso tío!! haces el amor y escuchas la radio…) (Cómo… si la tía esta, –dime –como si la tía esta estuviera…) Para Anasagasti "(¿el qué?) no tendría sentido (como…) una nueva mesa de diálogo en Venezuela (¡¡como si estuviera ella aquí mismo…) o en la República Dominicana (¿dónde? ¡¡Calla!!, escucha…) porque los etarras (pues como si la tía esta que nos habla en directo, imagina…) confinados allí no son operativos (imagina que estuviera ahí…) y tienen difícil comunicación con la cúpula (¿adónde…?), en Francia.” (¡Aquí mismo sentada…! en esa silla, a los pies de esta cama…. ¡mirándonos! ¡Mientras me corro, me corro, me corroo…!

LUIS EMILIO VALLEJO
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