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Melodía de Obvlco (VI)

Porcuna Digital lanza la hoy la sexta entrega ya de la novela del escritor porcunense, Luis Emilio Vallejo, Melodía de Obulco: el juego de las Muñecas Rusas. El inspector Brown viaja a la Porcuna de los íberos para resolver el caso de un asesinato. Disfruta de los capítulos once y doce de esta historia que hará las delicias de los lectores de este periódico.

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Capítulo 11. El Cantón y la noche de Alfred

LLEGÓ con Anita Pérez, desde Vi–de–la, circundando la calle de San Cristóbal, con su cruz forjada sobre columna, rodeando la meseta enorme del Paseo de Jesús como un animal echado a los pies altos de la ciudad. Al parecer se había pospuesto la conferencia de los arqueólogos para otro día. Así que optaron por bajar por la circundante calle Comandante Franco hasta que ésta murió en un mirador de cemento, bajo los torrentes de piedra de la gran osamenta pétrea de la balconada, al final de la cual un aparente cortijo de una pieza se arrinconaba contra la piedra maciza de la roca madre: el pub Cantón. Una vez dentro, tras la barra, se dejaban ver los enormes bloques de la roca sedimentaria, brutal, derramada como una gran lengua dispuesta a degustarnos, una vez instalados contra la barra; quizás con la sensación de haber sido engullidos por la boca de un ciclope de tres balcones y dos ventanas y una puerta frente a ellos.

El local a las doce de la noche comenzaba a tener vida propia, se llenaba de sonrisas, de jóvenes, de pop inglés mezclado “fifty–fifty” con el sonido de la movida madrileña, que como olas de un mar petrificado, aparecía y desaparecía de la conciencia de los presentes; llenaba sin remedio las frases, aquellos ojos de Anita Pérez, tan verdes, tan latinos, tan extraños y lejanos de su tierra: México (Méjico para Brown).

— ¿Por qué te has venido de tan lejos…? (El gabinete de doctor Caligari por los enormes altavoces colgados en la pared, dando fuerte Hay cuatro rosas en tu honor…)

—Me vine a España porque una tía abuela española me ofreció vivir con ella en Madrid. (…dentro del vaso que te doy…) —Pero España no es Méjico, allí hay más oportunidades, tienes además allí arriba América, la grande. (…dos son por gemir…)

—Sí pero no hay allí arqueología, y eso es lo que me interesa. Oye a algunos españoles estáis obsesionados con lo de la palabrita Mé-ji-co… (…dos por sonreír,)

—Pero en Méjico tú eres de una cultura superior: la azteca (…hay cuatro rosas para ti.)

— ¡Y dale…! Por eso la ibera al ser similar pero anterior, contiene las claves que me hacen falta para mi tesis.-Sus ojos verdes como esmeraldas (…Toma mi vaso y bebe de él) embriagadores con aquella canción.

— ¿Cuándo vuelves para Madrid? (…las cuatro rosas que te doy,)

— ¿Y tú? Llevas unos días sin hacer nada y Eugenio no da indicios de volver… (…son del color de tu ropa interior…) Tus ojos me atan aquí, –Pensó– estas canteras, el misterio de las piedras que desenterráis, tus ojos como el mar esmeralda que nunca he visto de las Antillas; los peces de aguas calientes todos llenos de color. –pensó, mientras le daba un sorbo corto al Four Roses, con los cubitos pesados muy pesados y macizos; y sin embargo flotando en aquel mar de caramelo:

—Oye, ¿en qué cubitera harán estos hielos? (…y huelen las rosas como tú.) —Con agua de pozo los hago en cubiteras de aluminio –respondió Fernando, el camarero, con los ojos perdidos y el palillo a un lado de sus labios, con los codos clavados, al otro lado de la barra haciendo trio informal:

—Sr Brown, Eugenio, ese al que ya sabemos todos que busca, era apañao, pero tenía una cosa en la cabeza metida que no osaba nombrar…

(…Hay cuatro rosas en tu honor Y en la botella cuatro más,)

— ¿Como qué cosa? –el Sr Brown fijo, buscándole a Fernando la mirada, perdida. Y aquella canción embriagadora. (…bebe mi amor, ésta es tu flor. Toma mis cuatro rosas,)

— Pues,…como un secreto; como si fuera usted; es decir, como usted: un policía de la secreta, buscando algo aquí entre estos arqueólogos. Como ellos también, eso. Solo que ellos buscan bajo tierra y nos tienen revolucionaos… pero él –con el palillo ahora en la mano–…pero él busca algo donde perderse, pero no un sitio, sino perderse como en una idea… (…bebe mis cuatro rosas. Y olvida otras cosas que te di.)

— ¿Para qué una idea? ¡Qué absurdo! –Anita Pérez fumando, buceando en la chimenea de sus labios redondos, entre la barra, Fernando y el Sr Brown…

Y de pronto: redoble de tambores, los cuerpos se yerguen: el himno de la noche estalla en sus tímpanos: (…Amor…La noche ha sido larga y llena de emoción…)

—Porque la idea que tuviera este chico es lo que hacía cabrearse al director, el señor Vallejo. (Pero amanece y me apetece estar juntos los dos.)

—¿Cómo cabrearse –el Sr Brown mientras sorbía otra vez, vigilando de reojo los ojos verdes de Anita, su humo, el círculo perfecto de sus labios cuando exhalaban el humo, la columna perfecta y erecta de su chorro, la presencia de sus pechos al final del canal de la camiseta de tirantes.

(…Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar…)


Y la mirada perdida y extraña, pero vigilante de Anita Pérez; un leve respingo sobre el taburete, como si una piedrecita se le hubiera clavado entre el asiento y su vaquero; el ritmo de aquella canción en sus venas:
(…No hay como el calor del amor en un bar. Amor…)

—¡Hombre!, todos vimos la semana pasada las voces que daba Luis Vallejo a Eugenio, ahí mismo afuera en el mirador.

(…No he sabido encontrar el momento justo Pues con el frío de la noche no estaba a gusto.)

—El Sr. Brown dejando por omisión expresar, aplicando la técnica de la pregunta ausente, hacer desembuchar al que quiere hablar, asintiendo, con los ojos abiertos muy abiertos.

(Mozo, ponga un trozo De payanesa y un café
Que a la señorita la invita Monsieur.)


—Sí, estaban sentados, con sus botellines del cuello, fríos, que los pongo bien fríos, de cerveza El Alcázar… –El Sr. Brown sin mirar a Anita Pérez, dejando aliviar su garganta con los sorbos ahora largos del Four Roses, los cubitos interceptando, dándole en el labio helado de arriba, deseando un beso cálido de Anita que los enerve, rozar sus dientes otra vez…

(…Y dos alondras nos observan sin gran interés. El camarero está leyendo el As con avidez.)

—Sí, hasta se levantaron del asiento de cemento y se dieron la vuelta; y las voces que metía el señor Vallejo pusieron rojo a Eugenio. Como se lo cuento pasó…

(…Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar)


—Luis Vallejo habla a voces, como gringo viejo que es… –Anita (No hay como el calor del amor en un bar…) quitando fuerza a las aseveraciones; pasota, (…Amor) entre calada y calada y chupetón rápido al vaso de whisky, (…Aunque a estas horas ya no estoy muy entero…) haciendo sonar los pesados cubitos inamovibles, (Al fin llegó el momento de decirlo: te quiero.) en lo alto, nadando sobre aquel líquido caramelo, (…Pollo, otro bollo. No me tenga que levantar…) sus ojos torcidos al beber, divisando, (Jefe, no se queje, y ponga otra copita más…) intentando vislumbrar los cuerpos vecinos que podrían escuchar una conversación para nada propiada (No hay como el calor del amor en un bar…). Los ojos de Anita más grandes que nunca: mirando inquietos hacia el fondo del local: el cuerpo entrando por la puerta de Alfred (…El calor del amor en un bar…), el escritor de la ciudad, con su chaleco negro, su pecho al aire peludo, con su cresta de rizos de helecho y sus collares y zarcillos. (…El calooorr del amooorrr eeen uun baaaarrr…: El fin de una canción como el epitafio de una lápida; o el verso incumplido de un deseo…)

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Anita Pérez resbalando como la sirena de un risco en un mar de cuerpos embravecido, de la banqueta alta, su cuerpo siseante, rozando la rodilla del Sr. Brown, el estremecimiento instintivo de animal dolido, Brown, en aquella isla desierta; sonoros los besos de Anita para Alfred, sonoros; su cuerpo encajado en la de él, su abrazo eterno; los ojos caníbales del Sr. Brown, la indiferencia acodada otra vez al otro lado de barra de Fernando, con sus ojeras, su estado de letargo emocional; Anita vigilada por el Sr Brown, indiferente ya a las palabras de Fernando, sus circunloquios: …un tío te puta madre, Eugenio…

—Brown: Te presento a Alfred.-Anita Pérez contorneando su cuerpo de caoba- Alfred: el Sr. Brown, que es inspector de policía… –Los ojos nerviosos de Alfred, sin entender, buscando las verdes praderas de Anita.

—Tranqui, Alfred, es amigo, ha venido de Madrid para hablar con Eugenio…

—Encantado Brown. –La mano fuerte de Alfred, rígida, dura, hasta el final del saludo– ¡Anda! como en las películas, es usted…

—ERES, USTED NO: eres por favor –el Sr. Brown risueño, incómodo–…y sin “señor”, por favor…

—Es que si no digo “Señor” me parece que no suena bien decir “Brown”, al decir “Bra–um” parece que me estalla una bomba en la boca…

—Es que, en sí, es con uve doble –¿Bomba?:una bomba: la cabeza del Sr Brown con una tormenta cada vez que se nombraba semejante palabreja; entonces se le metían por el cuerpo las imágenes, las putas imágenes de los últimos ocho años repetidas… el humo, el olor a dinamita, la goma dos, las ambulancias llegando, los coches patrullas, mientras que por otra calle los terroristas se iban tranquilamente a su piso franco a lavarse las manos…sinestesia, ese era su problema, la jodida palabreja; la había leído en un manual…

—Es usted alemán o americano, entonces… –Alfred con la china para el porro juguetón en su bolsillo, vigilante; dispuesto a lanzarla más allá de la balconada.

—Tranquilo, Alfred, es un colega, un amigo… -Anita amorosa

—Y tú serás inglés,…por lo de Alfred… —No. Es un diminutivo para los íntimos –metiéndolo por tanto en su círculo, mirándolo indagador. —Yo es que tuve un abuelo alemán que vino con Franco y se quedó. — ¿Cómo, un torturador a sueldo de frasquito…? –los ojos increpantes de Alfred. —No se lo tengas en cuenta, –Anita con risotada en el aire, como una explosión de júbilo, falsa– Es un bromista, ya lo conocerás. ¿Qué quieres tomar Alfred…?

—Una Alcázar Fernaandoó —sin mirar al barman.

—¡¡¡Júa, Juán Juá…!!! –La risa del Sr. Brown bronca y con la cara hacia arriba. –¡Alcázar¡:Eso me suena dicho por ti a periódico de movimiento.

—Todo lo contrario, Alfred es comunista desde la cepa. –Anita Pérez, carcajada, salto sobre el terreno, toque con el puño en el hombro del Sr. Brown, cachonda…

—Joder,…pues sí que tienes confianza con el poli –Alfred, risueño pero al tanto de los movimientos de Anita Pérez; incisivo, quitándole puntos a su amiga por liarse con un poli: …que a fin de cuentas es la mano visible del Estado cuyos cimientos siguen siendo de Franco y los suyos, y de sus nietos como éste. Ojo que aquí pasa algo, no viene todos los días desde Madrid un tipo de estos buscando un polvo y se va…(pensó entre dientes)

— ¿Le conociste a Eugenio…? –Brown alcanzando la cerveza que ha servido Fernando y pasándosela a Alfred, rozando en el movimiento pronador casi el perfil de Anita Pérez.

—Joder, hablas como si ya estuviera muerto. Lo dices, Brown, como si lo tuviéramos enterrado –risotada nerviosa…–Por cierto hay cierto cura inglés que resolvía casos, llamado padre Brown ¿no es cierto?

—Perdona, es una manera de hablar, los de Madrid somos loístas, leístas… y , bueno, lo otro, sí lo del cura es solo literatura… el cura de Chesterton claro…

— ¿Leísta? ¿Loísta? Todo menos estalinista –risotada de Alfred.

—Alfred ha escrito una historia sobre los iberos de Ipolca –Anita cambiando de tema por prevención…

—Estoy en ello –Alfred ensimismado, con el dedo índice como un garfio del cuello de la botella de cerveza panzuda, chupando, besando la boca cristalina y fría, lengua helada, la embocadura entre sus labios, recibiendo el líquido refrigerante: como un ascensor, su nuez delgada y abultada trasladándose por su garganta de cisne negro.

—Ah ¿sí? –Brown con el vaso levantando, rebañando, sintiendo otra vez el frio escozor de los labios, su necesidad de perderse con Anita y aliviarlos.- ¿Pero trata de la arqueología, de ellos? –Brown señalando a Anita con el vaso de cubitos huérfanos. – ¿Te pido otra?

—No, sólo de la parte ibera; es decir histórica. De lo que pasó hace 2.500 años.

—Pero ellos te darán mucha documentación para hacer creíble la historia– Brown.

—De eso se trata. ¿Por qué te crees que este poeta es tan amigo Anita Pérez? –mirando a Brown, con gesto burlón, enroscando su brazo en los hombros de Anita mimosa.

—Soy una colaboradora entusiasta de su proyecto; porque, lo que nosotros investigamos y publicaremos en su cariz científico, él se dedica a soñarlo.

— ¿Quieres decir que él también es un investigador, un arqueólogo pero de la literatura?

—Exactamente –Alfred emocionado, con los ojos cerrados, mientras pide –ahora sí. Otra cerveza; esta vez sin nombrar El Alcázar, nombre de reminiscencias franquistas –¡¡Birra Fernando, otra…!!

—O sea que estamos ahora mismo hablando tres investigadores –Brown bromista.

—No, sólo un poeta, una dama bellísima y un madero. –Carcajada de Alfred, carcajada de Anita sobre el terreno marchando, divertida; un pie otro pie, un golpe seco con su codo, en el codo de Brown.

—Pero entonces ¿tú qué coño te inventas? ¿la trama de lo que pasó y le pones personajes…–Brown elevando la voz, de la manera más desenfadada posible, mientras con los dos dedos levantados pide otro Four Roses a Fernando, que bizquea al quedarse fijamente mirando, intentando siluetear las huellas dactilares del inspector, a unos palmos de su cara, saltando de pronto, como una rana, sobre sus codos; ahora de espaldas, con los dos vasos en una mano y buscando la pinza de los cubitos, porraceando, como picoteando con el útil metálico los cubitos pegados, fríos, como soldados unos con otros, duros, pesados. Sobre la barra los reposa-vasos cuadrados con el nombre del local: El Cantón, la botella de Four Roses de una mano a otra viajando por el aire, interceptando la visión central de la cabeza de Fernando, la mirada de los tres, los malabarismos del barman, la pericia con la que hace resbalar el líquido sagrado, la pereza de los cubitos hasta que son izados, como ojos flotantes, bizcos… por aquel líquido de la noche en El Cantón…

—¿Cómo es que flotan de esa manera? no lo entiendo –Brown sorprendido.

—Fernando: díselo ya, que no lo sabe... –Alfred manteniendo la sonrisa con sus anchos dientes, perlas del caribe.

—Los secretos del barman Fernando no se cuentan –Fernando con el cigarrillo a un lado, el marlboro coleante, quemándole las cejas, acabando de llenar el segundo tubo, los cubitos de pronto en el fondo y ¡¡“alehop”!! arriba flotando sin remedio.

—Agüita del avellano, hombre. –Anita, porrazo en el hombro de Brown, colgada de Alfred, con intimidad, con calor, la mano izquierda de Fernando, elevando, volteando, haciendo girar, otra vez, mandando a su mano lejana, al otro lado de su mundo, la botella de Four Roses, colocada de nuevo en la repisa de las botellas, contra la pura piedra impresionante de la pared ciclópea, aquel líquido mágico embotellado…

—Los hace con agua del Salao –Alfred con la china en el bolsillo, envuelta en papel orillo, girándola con delicadeza, sintiendo la necesidad, el cielo de la boca seco, la necesidad del humo mágico del porro dentro de su ser…

—¿Qué es eso del Salao?- Brown sin flexo pero poli sabueso

—El río mágico con agua salada de los iberos de Ipolca. El rio donde no crece nada salvo los tarayes, el rio cuyas aguas son mágicas y tonificantes…

—Pues es para patentar la cosa… Porque le pone un punto al Four Roses a tope…

—Como la hierbabuena al mojito… con el ron cubano, añejo pero cubano, de doce años…–Alfred sin otra vez cerveza, haciendo gestos al barman– ¡¡Fernando uno de estos, pon uno de estos!! Sí como ellos…–. De lejos, pues Fernando está en la otra punta de la barra atendiendo a su numerosa clientela, todos con algo que decirle, todos con su mirada alejada, sus ojos tristes de romántico empedernido; su palillo o su cigarro ensuciándole con el humo la frente; sus movimientos malabares…

—Bueno os dejo, me salgo afuera –Alfred mientras recoge el tubo de cristal del borde para no calentar aquel líquido de los dioses.

—Tranquilo que no hay quien los derrita;…a esos cubitos, digo… –Brown despidiéndolo.

—Es que va a fumarse un canuto –Anita como una niña chismosa…

—¡¡No pasa nada, hombre!! eso no es nada; tranqui, que no soy de narcóticos…

—Pero eres madero –Alfred con sonrisa ladeada, canina.

—¡Y dale con el tema! –Brown jubiloso, sintiendo el whisky bondadoso por su cuerpo–. Pero lo que sí me interesa es si sabes algo de Eugenio –volviendo al tema. Brown.

—Vamos, joder… Entonces vamos afuera. Aquí hace calor… Vamos todos ¡Adiós Fernando que te paga el poli, luego!
Y aquel mirador nocturno donde un banco corrido de cemento pintado de verde sirve de ágora y pone límites al risco de su altura, las mesas, los cuerpos, los jóvenes, el humo del futuro fumado antes de tiempo por aquel verano abrasador y último quizás de la juventud… la noche y su magia sobre aquella tierra milenaria de escombros bondadosos, dispuestos a dar lo mejor de sí al que logra interrogar con inteligencia, o por el contrario fulminar con el saber de los siglos al incauto.


Llegaron desde el mismo mirador de El Cantón, no sin trabajo, circundando el macizo paralelo, bajo el mirador de La Redonda, al “Sillón de la Reina.” Alfred se sentó sobre una gran piedra cuyo centro estaba rehundido quizás por el uso, mientras encendía otro porro de nuevo.

—Aquí mismo me venía de pequeño con mis amigos a sentarme; aún vengo a leer.

La noche clara de luna llenaba de sombras los bordes ridículos de los sembrados, bordando los límites del cereal, circundando a lo largo, rajando la tierra, las dos carreteras a un lado y otro, la de Valenzuela y el camino de Castro,…al fondo, lejanas, la Peña de Martos y a la derecha Alcaudete en un vuelo de lechuza sin interrupción.

—La noche es muy bella, jodidamente bella –los ojos rasgados de Brown.

—¿Por qué se habrá ido Anita?- Alfredo sin mirarlo, sentado en la piedra con forma de trono, la pierna derecha alzada pisando el asiento, recogida por sus brazos hirsutos, humeando, ausente…:

—Se tiene mañana que levantar a las seis de la mañana. Tienen que prospectar,… creo que ha dicho, la zona de Cantarero –Brown con las manos en los bolsillos, retrepado junto a otra peña por espaldar, con los tobillos juntos en aspa, moviendo ligeramente la punta de sus deportivos, con la bolsa de cuero en bandolera haciéndole daño.

—¿Es que siempre tenéis que llevar la pistola en todo momento? –Alfred sabedor de sus pensamientos.

—Piérdela dejándola en la pensión y verás el lio en el que me meto… –Brown buscando un cigarro con la mano, pidiéndole la cajetilla que Alfred le lanza con magnético malabarismo perfecto.

—Te voy a dejar también a ti una copia de mi novelita –Alfredo–. No la tengo terminada aún, pero…, necesito reescribirla de nuevo. Pequeños toques, de última hora…

—Has dicho “También” –Brown sin encender aún el cigarrillo, sonando la cajetilla de cerillas.

—Se la pasé el otro día a Eugenio. Dice que me la puede mover en Madrid a ver si me la publican…

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Rodearon la media luna del macizo bajo la balconada de la Redonda, donde grupos de jóvenes y parejas, a media luz, se reunían o se amaban convulsamente. Subieron unos metros, hasta alcanzar la loma y el mirador. Circunvalaron El Paseo de Jesús por sus límites, mirando enfrente aquel otro cerro amesetado: El Albaicín, con su cuero amarillo de la parva del trigo recién cosechado.

—Mira, al otro lado está el Peñón Rebailaor y al otro el macizo de Alcores, la ciudad ibera; y ese que ves allí, casi en la esquina es Albalate. También fue ciudad, oppidum ibero.

—Pero eso es árabe y no ibero, la palabra, digo, comienza en Al–.

—La palabra sí, pero lo que está saliendo allí es canela fina ibera… Siguieron rectos hasta toparse con la Casa de la Piedra, su jardín, la mesa gigantesca de cuatro toneladas que da nombre a la casa, de una sola pieza; miraron a través de la jaula de la tela metálica delimitadora, bucearon mirando las carpas rojas dormidas en la fuente de la entrada. — ¿Las camas de la casa de la piedra también son de piedra?- Brown.

—Joder no hombre, dentro no vive nadie, es sólo un monumento; aquí al lado si se hizo Gronzón, el dueño, una casa para vivir. Mira ahí está asomada su viuda. Además, su tumba, es una maqueta a escala de la casa. Está a la entrada del cementerio, junto a la primera lápida fundacional, precisamente la de una niña, con unos versos que le tallaron sus padres: “Duerme hija, eternamente; La paz tu sueño atesora: oye una voz solamente; de tus padres que te lloran…” –melancólico Alfred, poeta verdadero.

—¿Te dijo algo Eugenio de tu novela?

—Sí claro –La luna iluminando la cara del policía. Le pareció hermoso, el reflejo lunar sobre los ojos pardos y tristes del Sr Brown, iluminaban su cara y la hacían deseable–. A Eugenio le gustó que cada uno de nosotros buscara algo en los iberos…

—¿Tú qué buscas?

—Dar vida, la que no tienen, a los objetos, que los arqueólogos sacan; ésos cacharros o piedras esculpidas que meten en una vitrina y luego hacen publicaciones que nadie entiende…

—Pero Eugenio es historiador… además ¿sabes si te mencionó algo sobre el tema de la desaparición de las esculturas? Me ha informado por ahí un pajarito que han desaparecido unas esculturas del yacimiento…

—No sé ciertamente lo que es o no es Eugenio. En tres días y tres juergas no se conoce a alguien. Mantengo una duda razonable sobre eso. Pero entiende, Eugenio me entiende perfectamente, y por eso respeta mi trabajo; cosa que otros no hacen sino farfullar sus cosas o gritar si les llevas la contraria… Ah y eso de las esculturas robadas ¡¡tiene la cosa “tomate”!!, el señorito Vallejo mantiene un mutismo total sobre el caso.

— ¿Cuándo estuviste por última vez con Eugenio? –La pregunta sonó, en la noche, como un tiro a quemarropa. No pudo evitarlo; sonó otra vez a interrogatorio con flexo, a dura mirada, a exigencia de una confesión, a obligación institucional. Los ojos de Alfred, oscuros como la tierra aquella, lo miraron risueños. Sus labios, en el rictus de su sonrisa, recorrieron un pensamiento difícil para Brown de describir.

—Lo dices como si se tratase de mi amante…

—Perdona no quise decir…; es decir…

Pasaron por la base de La Torre Nueva o de Boabdil a las dos de la mañana, la hora preferida para el escritor, la hora de sus musas, de su mirada siempre firme, como el destino no cumplido que le quería dar a esa tierra de iberos, contra esa otra determinación: El derecho de los de aquí, contra los de fuera. Porque esos otros, de un modo o de otro, querían llegar al secreto, obligarlo; excavando, el secreto de los siglos, que en las palabras y en la tierra puede descansar; pero del que sólo los habitantes de Obulco, hoy por hoy, deberían poseer como tesoro milenario. Porque Alfred creía que aquellos iberos, que esa cultura perdida, que buscaban los arqueólogos, se encontraba en la carne de los obulconenses actuales, en su misma mirada. Porque tarde o temprano, cuando todo se acabe y encuentren lo que han venido a buscar, y que no han encontrado en su tierra, la abandonarán, la dejarán toda revuelta, agujereada (pensaba con angustia). Contra esto era contra lo que quería él luchar, pero instituyendo una justicia divina en presente, no en subjuntivo, no en pretérito sino haciendo cumplir la parte que a cada uno le pertenece. Y en esto Eugenio Fuentes era uno de los suyos.

Bajaron hasta la plaza Cerrajeros y se dejaron caer por la calle Osario hasta que giraron contorneando la iglesia de Santa Ana, subiendo por la calle del mismo nombre, donde vivía Alfred. Su biblioteca ocupaba varias estancias. Brown se sentó bajo el arco de transición entre las dos piezas sin puerta: la cama del poeta, su tálamo y la pieza donde dormían sus libros: Vigilia y sueño. La luna, sobre Alcores, desde allí, iluminaba y sombreaba las patas de la silla del escritorio y las proyectaba en haz sobre las otras patas de la mesa y estrellaba sus ya confusas y enredadas sombras también sobre la pared…

Echó un vistazo a las estanterías plagadas de libros, a los lomos mansos por el uso continuo. Alfred apareció subiendo de dos en dos los escalones de la angosta subida. Se había cambiado de camisa. Traía en la mano un taco de cuartillas calcadas con papel azul, mecanografiadas.

—Eugenio me dijo que iba a volver a Madrid por un libro que se le había perdido. Quizás por esto no esté aquí…

— ¿Qué libro? –otra vez la urgencia de interrogatorio policial de Brown, otra vez la había jodido…

—…No sé, un libro que le hacía falta… —¡¡Un catálogo de arte…!! —Sí, eso mismo, de Arco, de arte moderno. Él es un forofo de la abstracción. Yo de arte contemporáneo no entiendo nada. Bueno, es que creo que en arte no hay que entender nada –Frente a la mirada policial, una mueca y sigue–. Eso fue el lunes pasado, estamos a viernes pero luego pasó lo de… –Los ojos del inspector Brown fijos en él:

— ¿Qué?…

—El martes discutió con Luis Vallejo en El Cantón, ya lo sabes. Esta noche te lo habrá dicho Anita ya…, además el miércoles no salió en todo el día de Vi–de–la. Yo mismo fui a buscarlo y lo encontré extraño, echado en la cama, parecía tener in mente algo, algo pesado como una losa; un pensamiento extraño, una determinación que lo quemaba por dentro. A Eugenio, aunque lo hemos tenido pocos días, lo conocemos bien: aquí, como ves, no paramos ni de día ni de noche. Salvo las horas de siesta, somos entes diurnos y nocturnos. La intensidad con la que vivimos es total, a tope –Brown asintiendo, sin más preguntas; contemplando, extasiado, las paredes forradas de volúmenes pequeños y grandes y gigantescos, como el encefalograma alocado de un cardíaco,…o el test de la verdad de un reo.

—Algo traía, cuando llegó, ¿por qué te voy a engañar?, de veras; algo grave traía;…de algo venía huyendo. Buscaba un lugar propio en el que establecerse, aunque según me comentó llevaba varios años intentando conectarse al proyecto este y al de Baza sin conseguirlo. Pero venía de la Complutense, de hablar con alguien del departamento muy importante, una especialista en esculturas; pero, a la vez, como “escopetao” por algo. –Un lapso de tiempo, entrecortado, una respiración profunda de Alfred–. Me imagino que eso será normal, entre investigadores, entre arqueólogos…

—Supongo…

—No te molestes Brown, pero como te he dicho te voy a dejar una copia mecanografiada de mi obra. Lee y come. Lee y sueña. Lee y haz la digestión…

Enigmáticas palabras, las pupilas de Alfred más que nunca oscuras, su rubio mechón recrecido sobre su amplia frente; sus ojos, otra vez sus ojos, obscuros como aquella noche de luna sin reflejos solares; solo los barbechos de la luna, ardiendo; Alcores y los llanos de Pezcolar, en el fondo de la mirada de Alfred.

—Me voy Alfred. Tengo que descansar. A ver mañana lo que pasa…

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Al llegar a la pensión La Espera, accionó con premura la radio, buscó la voz, pero no surgió, claro, eran las tantas de la madrugada. Esperaría impaciente. A las ocho surgiría aquella voz. Georgina lenta, su cuerpo esperando una señal (coincidiendo con el primer día de la cumbre de la CE, un artefacto compuesto por 150 kilos de amonal), esos ojos, esa lengua que deglute cada sílaba, (la mayor empleada por la organización terrorista en toda su historia) nos hace la digestión, (En el edificio dormían 33 personas), nos deja sabedores para entender el día. (Uno de los agentes de guardia salvó la vida) hijosputa. Dejó encendida la radio, huérfano de la voz de Georgina, acompañado por esa ronca voz de los locutores de la madrugada (al cruzar la esquina para pedir fuego a un compañero). Cerró los ojos, (segundos antes de la explosión) (¡¡Explosión-Bomba-hostias!!) despertó sobresaltado: ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No, sólo segundos, instantes sin consciencia. Miró el reloj. ¡¡Coño aún las tres de la mañana!!

Capítulo 12. Pesadilla en la Fonda La Espera

Terminaba la noche sin descanso, ¡¡las tres y cuarto, coño!! Entonces fue cuando, agotado, salió y se asomó, desplomado sobre la baranda del balcón. Miró de sesgo la mole endiablada del torreón de Boabdil, luego se metió de nuevo en la habitación. Encendió el flexo, buscó aquel sobre usado con membrete y matasellos de Madrid, editorial Luzmen, dentro las cuartillas aquellas azules entintadas, con las letras, unas más machacadas que otras, por la presión de los nerviosos índices y pulgares de Alfred, sobre su vieja Olivetti; las yemas de los dedos como picos de un aguilucho, picoteando el abecedario, los ojos febriles de Alfred, revoloteando sobre la calenturienta imagen de sus sueños, volando en círculos; aquellos papeles manchados de calco azul muy graso, tachados a veces con lápiz, signos ilegibles sobre uno de los lados del papel, bordeando como cucarachas la letra impresa. Hojeó buceando en aquel entramado de cuartillas, con un sopor del que quizás nunca más volvió a salir: Brown, en la vida de otra vida; en la extraña vida de las letras aquellas retenido, sin saber que jamás volvería a ser el mismo, sospechando que aquella noche sin noche con Anita y luego solo con Alfred lo iban “a girar” para siempre…

“CARTA DE MARCO PORCIO MINUCIO A CAYO TULIO SIENDO CONSULES C. VIBIUS Y A. HIRTIUS.
43 B. C. AUC 711”


Sintió frío pero solo era la espalda mojada del fragor de aquel verano. Miró de nuevo aquellas mayúsculas azules; luego prosiguió:

“Marco a su Cayo: ¡Salud!”

La cara de Anita frente a la balconada del Pub Cantón le surgió con más fuerza. Un leve cosquilleo acudió otra vez a su espalda. El leve viento de la madrugada movió los visillos de las cortinas trasparentes, floreadas, que flotaban contra cualquier sueño o pesadilla, avanzando, rozándole la espalda con su escalofrió… su caricia insinuante y terrible.

“Yo, Marco, hijo de Marco Porcio Minucio, de la tribu Galeria, por esta ciudad de Obulco magistrado, togado, como mi padre, queridísimo de aquel, Cayo Julio César, ¡ Oh temibles Idus de Mayo ¡ que en mi casa hubo dormido, fuera de su tienda de Cónsul, aquella noche solemne, en que al día venidero las legiones borraron para siempre la sombra de Pompeyo, ¡ Oh cruel batalla de Munda ¡ … por donde los siglos pasarán indemnes sin contemplarte, Obulco Urb Victrix Nobilis, sus ojos, cómo brillaron reflejando las hogueras, aquella lucerna por el atrio entre las gruesas columnas dóricas, buscando el viento de la Obulco dormida, a través del valle, frente a los montes Alba y Alcor, desde los que el brillo fatuo de los preparativos de la guerra, el olor al aceite, al vino sagrado de las libaciones; las entrañas calientes de las víctimas sobre la piedra de las ofrendas, aquel remanso de paz en movimiento, ¡ Oh cuerpos retorcidos y tensos ¡, frente a la oscuridad, ¡ Oh Silvano ¡ que nos das el grano que guardamos profundo, por tu mano comen las legiones que abastecemos, mueves los pequeños molinos de mano que los soldados hambrientos ante la muerte inminente convierten en hacina, fieros en la batalla, pero niños aquella obscura, eterna noche, ¡ Oh Venus que no estás a veces, sobre nuestras cabezas…, qué vencidos nos dejas ya antes de la batalla…”

Aquella mirada verde de Anita, de hace unas horas, en El Cantón, frente al reflejo inverso de su cara en la barra de acero inoxidable, frente a él, en la misma esquina, junto a la salida de camareros; aquel busto, recortado contra los límites de la barra, trasparente en la noche del Cantón; Anita muy bella, resplandeciendo sin saberlo en el doble cristal de su asombro. Y él deseándola, dejándola resbalar sobre sus palabras, aquella acuciante espera sumisa, pura seda sus palabras, su léxico latino; todo el torbellino de aquella maraña de historias; y aquel caso cada vez más obtuso y sin pistas aparentes. Pero el pescador siempre sabe que tiene que esperar, que tarde o temprano el cebo hará su cometido… Siguió leyendo, pesado y más dormido aún:

“Yo, Marco, Ciudadano de Roma, por la gracia del César, ¡Oh Justo Dictador Vitalicio, Cónsul, Pontífice Máximo! investido de los poderes de Los Tribunos, Imperator. Claman por ti las aún frescas treinta y cinco puñaladas en el Senado, horrible Bruto, hijo estéril…, envío a ti, Cayo Tulio Cesariano, la transcripción de unos plomos que de las profundas fauces de la cisterna sacó mi liberto Urcail. En ellos con dificultad y de manera fragmentaria he hallado la narración, en propia y varias voces, de la historia del príncipe ibero Ridelcos. He buscado descendientes de aquel gran príncipe, noticias de un conjunto de piedras talladas, destruidas por la insidia del sacerdote Gotelcos. Más sólo hube encontrado silencio y miradas sin respuestas, y miedo. Sabedores estos turduli de Ipolca, que callan con resentimiento, el lugar exacto donde fueron enterradas, para que aquel acto infame se guarde en secreto, damnatio memoriae, de los hechos pasados.”

Aquellas palabras de Alfred ocurrían, verdaderamente ocurrían en su interior; lo taladraban, como lo hacen el calor y el mismo deseo; su cuerpo suspendido de un hilo, cuerpo espectral, lejano, sentado, reclinado, con aquellas cuartillas…

“Por esto, esta transcripción, te la mando ¡Oh amigo del alma Cayo Tulio! a Roma, para salvar lejanamente aquella memoria de la estulticia de quienes, sabedores del secreto terrible para ellos y su descendencia, han arrancado de mis manos estos plomos, con violentas increpaciones, mandados por el sagacísimo y cruel Plubius Cornelius, Magistrado Electo, y fundidos en lingotes para pesas de telar.”

Siempre lo mismo –pensó Brown risueño–. Siempre crean los artistas una mentira, y esperan a que te la tragues. Este Alfred escribe bien; pero no me hacía falta más que esto: un brujo en mi investigación que me eche las cartas para saber dónde buscar y dónde no… Me arde la cabeza me va a explotar… otra mirada al texto:

“Gracias a mi premura en pasarlos al rollo y la ayuda de mi querido Urcail, con la rapidez oscura de las noches en que el enemigo de la sensatez no se atreve a atacar, optamos por mandarte esta historia bella y terrible, y así aliviar la temida duda que sobre nuestras cabezas ha recaído, al poseer durante varias semanas estos venenosos plomos.
¡Que estés bien!”


Se levantó de un salto, desesperado, casi relinchando. Se asomó otra vez al balcón, posó sus brazos en la baranda, se echó un poco más sobre el hierro para mirar de perfil la perpendicularidad pasmosa de la calle aquella estrecha con La Torre de Boabdil al fondo; pero ahora no pudo verla, la oscuridad del abismo se la había tragado. Sintió entonces esa desolación de precipicio del suicida, esa desazón de no tener resultados, no tener agallas suficientes para el vértigo; …haber viajado desde tan lejos para nada, lejos de los edificios grises revestidos de carbonilla de Madrid, las calles (Sol), los compañeros (la comisaría), la presencia de aquellos seres que le producían un dolor más allá del físico (el comisario Emilio Salgado), también la de su mujer y sus hijas…

De pronto distinguió la figura de Anita. Salía de la cercana Taberna del Epi con un grupo ¡¡¿Anita, la que tenía que madrugar, a casi las cuatro de la mañana?!! Miró y entonces sus ojos se encontraron. Divisó a Brown, en el balcón, como un aguilucho sin atreverse a volar, con sus codos sobre el caliente hierro. Brown vio cómo se despedía del grupo. Avanzó. Bajo el balcón sintió su figura, su voz grave y segura:

-Brown: anda sé bueno; no me seas chingado, baja y me abres…

La radio y el sueño, el agotamiento. Ese deseo de escuchar la voz de Georgina. Su propia voz interior: Estamos rodeados, esto es una gran guerra civil, encubierta. ¿Es que no se dan cuenta?. La radio, las noticias oscuras de la madrugada, sin Georgina:

“…La Generalitat negocia con Terra Lliure el abandono de las armas…” Los cuerpos enzarzados, Brown y Anita, equilibrados, colgados uno del otro y aquel sueño tremendo. “…Pujol y Corcuera están al tanto de los contactos.”… Los giros de las manos, los aleteos muertos, aquellas palomas, luchando, una sobre la otra, por un mendrugo de dulce éxtasis… “…El Gobierno central, ve con buena disposición que se discuta la posible excarcelación progresiva de presos de Terra Lliure” La voz interior de Brown: Nosotros como putos buscándolos, llevándoselos a los jueces, metiéndolos en la cárcel;…y los políticos como perros sacándolos. La voz de Georgina sin aparecer, la radio y esos cuerpos arruinados, Brown y Anita, desbordados; vaciados en su agonía; de cualquier manera, destartalados, sobre la cama: horizontalidad moribunda e inservible.

Y la sonrisa final del abandono, los cuerpos echados sobre la cama batallada; con el rictus de miel en los labios que inicia todas las pesadillas del sueño. El noctámbulo vértigo de la una pesadilla recurrente, que se puede repetir indefinidamente y continuar en noches sucesivas: de pronto aquel sonido telefónico tremendo. Sí dígame: Estoy dentro de ella –oyó incrédulo y lejano Brown, sabiéndose dentro de un sueño–. Ahora mismo la tengo, la tenemos aquí… Escucha cómo grita, como le viene el placer…Estoy ahora en ella. Siento su oquedad, su flujo ácido que me mata, me escuece…Escuche Sr. Brown, escúchela como estoy dentro de ella…

…Afuera fluye el tiempo. Pero nadie lo cuenta, lo tiene en cuenta, se da cuenta….

…Hay un sonido un murmullo de hormigas…, pero tú no los oyes…

…Entonces, enterrada a dos metros y medio, bajo la cripta, maniatada y esperando la muerte que te llegaría pronto, gritas, me gritas por el teléfono pero no eres tú, tan solo una grabación de ti antes de morir…

Te canjearían a cambio de esas piedras iberas; la libertad de las piedras por otra libertad, la tuya. La mía a cambio de la de ellos, la tuya y la mía canjeada por el destino interrumpido. Por nosotros…

Apenas una respiración, un susurro me ha llegado. El tiempo fluye siempre desigual.

…Aquel tiempo detenido y absurdo… aquella pesadilla en espiral… interminable…

Volvió sobre sus pasos con las manos en los bolsillos, desolado: sin saber de ti. La pista que habían dejado por teléfono tus raptores: donde el poema comienza… duerme hija eternamente… Aquella lápida de la niña, primera lápida fundacional del cementerio. Los labios de Alfred recitando… La paz tu sueño atesoran… Y supe que era un epitafio, no un poema sino un epitafio de muerte, que fijaba el lugar donde te encontrabas, Anita; aquel lugar, este de la pesadilla…

Tenías que estar en el cementerio, Anita… Brown luchando, intentando despertar de aquella pesadilla para volverse a zambullir en ella, inevitablemente; como el náufrago en su ola… Un atolondrado rubor le subió por las ingles. A cámara lenta asistió al estupor, sus manos prisioneras y abiertas en los estrechos bolsillos del vaquero, amputadas por el borde de la costura, retorcidos, hiriéndose e hiriendo. Ningún camino es tan cierto como el propio destino, que no conoce, ni presupone su propia sombra.

—Las claves eran obvias: te encontraría “donde todo se sabe y a la vez se sospecha; donde todo crece y muere en sí; acaba y para siempre se define.”

—Me dijeron “junto al número”,… me dejaron el número: 132J ¿una calle? Puede que una calle de América, pero no de aquí.

— ¿La clave de una caja fuerte? ¿Alguna transcripción de un código numérico? ¿No?

— ¿El número de una tumba?: ¡Sí, eso es! …donde todo muere y crece en sí- recordó… Duerme hija Eternamente: Ese poema que no era poema sino los versos de una lápida.

— ¿Quieres quererme?… ¿O juegas a hacerlo creíble? Me obligas a mirar entre el humo mientras mis ojos buscaban el perfil del torreón en la maqueta de la Casa de la Piedra, la grieta, el filo de la palanca de hierro, la piedra forzando su límite, su rugosa arista, …mis rodillas, mis pies contra la mole, sin poder mover la losa, inservibles, blandos, imposibles…, aquel hierro retorcido de aquella tumba, de la verja de la tumba, usado como palanca, el susurro de la tierra, el último sol cegador de las sospechas, el hueco húmedo del fondo de la cripta, las escaleras abajo, tú misma dejada caer, amordazada, enfriada y casi desvanecida; mirando el tiempo pasar, el nuestro… el del sueño;…Quería salir de aquella pesadilla, pero no podía…

Y aquella pesadilla eterna licuándose, desapareciendo poco a poco de su consciencia…La angustia superpuesta al sueño de otro sueño, ahogado; el calor, el sudor, la noche reventando sin chicharras, con el sopor repetitivo de los grillos lejanos, el calor embriagador de la dama de noche, galán de noche, la luz por las rendijas del ataúd de las persianas de la fonda, proyectando líneas horizontales paralelas del sol incipiente, estampando la pared y las sábanas, rajando dos cuerpos, desiertos, desnudos, revueltos, que abren sus pupilas. Brown entonces, lentamente, comprendió, volvió a la luz hiriente de las seis y media. Su cuerpo pareció resucitar, llegar de un lejano país del que nunca se vuelve indemne para instalarse en ese otro lugar de nadie que ha vencido a la pesadilla y que es la realidad ¿la realidad?

Giró, se giró en la cama y vio entonces la cara de Anita junto a la suya, tomando proporciones gigantescas, su pómulo sobre la almohada como una montaña, el agujero de su nariz, su boca complacida por el sueño al calor de la noche cuando los cuerpos, que a pesar de todo se entrelazan y se aman, llueven sobre las sábanas saladas, sintiendo el éxtasis ir y venir sucesivamente, desmembrados como árboles milenarios y torpes, sobre los muelles gastados y flácidos de la cama, sombra de otras pasiones.

Miró a Anita y supo que aquel sueño, la pesadilla de aquella noche, quedaría olvidada con el día por venir, que sería curado de las cicatrices abiertas, -que no la de su costado- con el fresco renovador de la mañana Aquella pesadilla de compuertas y grietas y secuestros… y la Casa de La Piedra…

Bajó al patio de la pensión, sacó agua del pozo, y metió la cabeza en la fría cubeta de cinc. El sonido acuático, sonido de sus tímpanos, almohadilló sus pensamientos, los fue alejando. Sacó la cabeza del cubo como un pez moribundo con los labios abiertos, dando bocanadas; sus ojos ciegos y enormes, abiertos; su relincho de animal desvalido. Palmeó, sacó agua con las cuencos de las manos, palmeó su torso, vació el resto sobre las losas de piedra, humeantes del sopor de la noche: y aquel galápago entre las macetas de pronto mirándolo como un pan de dos quilos, con su cuello arrugado y erecto. Miró arriba y en el cielo se estrellaban cientos de golondrinas y vencejos. En la ventana de la esquina, Anita sobresalía divertida, despierta, bella, como el busto de una venus ateniense, encargado para soportar el arquitrabe del templo ibero de aquella pensión.

—Sigue sigue, no te detengas; me ducho y nos vamos al campo, a prospectar a Cantarero.

—Yo no puedo, me tengo que quedar. Lo siento, tengo que hacer…

—Allá tú. Haz lo que quieras. Nos podemos ver luego a media mañana en Cerrillo Blanco –el cuello alargado, entonces, de “Larosá” salió por una de las ventanas de abajo, entre las rejas: “miaquécoño la fresca ésta ya se ha metío hasta con el poli”…

Subió refrescado; despierto, más despierto que nunca, olvidado y olvidador.

—Oye Anita, dime ¿quién coño son entonces los iberos o íberos o la madre que los parió? –Mientras se vestía. Sin mirarla.

—¡¡Pues los de aquí…!!

—Eso es lo que me dijo, creo, Alfred… —… los que se papearon todo el neolítico en contacto con los fenicios creando la cultura orientalizante, lo de Argantonio y eso…

— ¿Esos mismos?

—…es decir surgió una cultura, sincrética, a la que burdamente le llamamos ibera o íbera, no ibérica…

—Y eso es lo que se encontraron los romanos…?

—Y los cartagineses antes… las guerras púnicas… —Ah claro, ya me cosco del asunto un poco más, lo de Argantonio, lo de Aníbal con sus elefantes, Asdrúbal, qué sé yo… los reyes godos…

—Y toda esa basura que os han hecho estudiar aquí en España los maestros nacionales del tal Franco…

—Incluido, no te olvides, “el cara al sol.” —Todo es una mentira del régimen, la propia historia… —Que intentáis reescribir continuamente vosotros, los arqueólogos, los historiadores… mentira sobre mentira… — Pues sí, quizás tengas razón…: Un castillo de naipes…

—No, un juego de muñecas rusas. — ¿Qué? —Matrioskas, sí. —Bueno es que creo que siempre te han puesto cachondo esas muñecas ¿a que sí Brown? —Bueno el día que las pinten sin pañuelo y que cuando se abra una salga la siguiente salga cada vez más ligerita de ropa… —¡¡Buena idea!! Paténtala y te forras, seguro… Eres un salido tío…

—Yo soy así. Mi imaginación va por delante… —Deberías dedicarte a la novela. Hammet fue detective antes que escritor, creo.

—Bueno quizás sí; pero…, volviendo a los iberos,….Ipolca qué era ¿una ciudad más?

—No, fue el centro del mundo, de su mundo. El Oppidum de los oppida, la ciudad, capital que fue de los Túrdulos, los matadores, los machacadores de cabezas, los jinetes veloces que, en plena carrera, se bajan del caballo y ensartan a sus enemigos con la pica que meten por la boca. Como peces, como atunes los ensartaban.

—Me estás mareando Anita. Vete a la ducha y a comer. Será mejor…

—¡¡¡Las siete menos cuarto. Me voy al Vi–de–la. Ducha, vaqueros, sombrero, botas y cantimplora!!! – Anita saltando sin pértiga sobre la cama hacia la puerta de la habitación: ¡Adiós mi amorcito poli!

LUIS EMILIO VALLEJO

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