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Francisco Casado, el cantar de la i griega

“Tengo síntomas de poeta
Y reflejos de saber:
No he tenido estudios
Porque mis padres no eran de tener”


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A todos se nos aparece la imagen de Francisco Casado Burgos, aquel dicharachero viejecillo vate de las retahílas, las chácharas y las memorias, en el programa de Canal Sur “Tal como somos”. Se nos aparece Francisco Casado Burgos, intentando leernos una de las dos poesías que mecanografiadas para su mejor lectura, llevaba consigo, de esas que se sacaba de su alma campesina y juglar. Dos, una en cada bolsillo de la impecable y nueva chaqueta, como para ir de novio en una boda de asilo. Poesías de las muchas salidas de su cabeza y que expandía por los aire porcuneros para quedarse en ellos, retenidas para el último vuelo de la inspiración, que es del aire de las musas y va al aire de los vates de plaza mayor con jinete general de bronce y palomas, o recitándolos a un público congregado en cualquier acera, de cualquier casa, en cualquier esquina, en cualquier taberna, o en una reunión veraniega de vecindades, cuando las aceras eran pobladas por la vecindad, al sereno pálido y melonero de la luna, que salía a respirar el oxígeno mínimo de la noche en sus sillas de anea, sabiendo que ningún trasto iba a interrumpir las tertulias de los dichos y las historias de andar por casa, salvo el leve pasar de algún mulo despistado buscando el calor de una cuadra, media alpaca de paja, una almorzá de cebada o una era recién segada donde pastear sus rastrojos antes de prenderles fuego.

A Francisco no le dejaron leer sus versos: “con la ilusión que me hacía, y con lo bien ensayadas que las llevaba, leídas en la cariada imagen de un espejo de lavabo; y sin embargo, dejaban hablar de piojos, lejíos y malasyerbas, de tiempos pasados en maltrechos cortijos que ya no venían a cuento” Tampoco hacía falta que los recitara, porque Francisco fue dejando, durante su casi centenaria vida, cientos de versos, aforismos y pensamientos de viejo lírico y cascarrabias, por todos los rincones de Porcuna, y por aquellos campos de la trilla y el melonar, la temporera y el quejido, cuando los campos hablaban el lenguaje variopinto de los cereales, y no del reino único y absolutista de los olivos.

Por eso traigo hoy, a estas páginas que hablan de Estampas y Retratos de Porcuna, el recuerdo de Francisco Casado Burgos, que fue un hombre de campo, trovador de hoz y de esparto, como un Miguel Hernández sin hadas y faltas de ortografía, al que las ovejas se le volvían trigales y amanecían estos con el colorido líricamente altivo de las amapolas en la flor de su sangre.

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Desde los inicios de los tiempos, el mundo de la cultura se ha perdido una cantidad innúmera de escritores, pintores, escultores, creadores, al fin y al cabo, que, por falta de medios, por falta de apoyos, incluso por falta de ganas, o por tener otras necesidades más urgentes y tangibles que las pura y meramente creativas; por vivir en el aislamiento antiguo, remiso insútil de los pueblos, menos aislados hoy- aunque, quién sabe- se tuvieron que conformar con hacerse un grupo mínimo de gentes para adentrarse en los dones de la creatividad, a veces ofrecerla a un aire solitario de vientos solanos, o a ese sueño de almohada en que se barruntan aleluyas extrañas.

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Francisco Casado Burgos era uno de esos intelectuales de pueblo y siega, de fuente con cántaros, de mulos abriendo los canales de la tierra para el florecimiento de las espigas, de niños yunteros nacidos para los trabajos siendo tiernas carnes de martirio execrable: niños trabajadores que, apenas primercomuniados, ya deambulaban por los campos con cortijadas que rodeaban y vestían a Porcuna, dejando sobre los terrones de las eras sus pocos y pobres años. Y en los aires cálidos, cantares, coplas, versos, lecturas y pláticas que se perdían, sin vuelo, hacia los lugares invisibles donde quedaban retenidas las cosas anónimas, las anónimas ideas.

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Francisco Casado Burgos nació en Porcuna en día mágico de flechas y cupidos, 14 de febrero de 1901: fecha de amor, valentinismo y caricias a través de una reja pintada de negro, cuando inauguraba el siglo XX su trágica trascendencia, su locura moderna, y su ético anuncio de siglo a olvidar por tantas guerras absurdas y tantos absurdos cumplimientos.
En el número catorce de la calle San Francisco, vio la luz Francisco Casado Burgos, siendo el menor de cinco hermanos, llamado y conocido en el nombrajo del “Hijo de Francisco Llanta”; siendo su madre Patrocinio Burgos Estepa, oriunda de Priego de Córdoba, la cual, hacia 1890 se vino a Porcuna al cortijo de unos familiares: Manolico Burgos y Angustias, dos hermanos solterones que tenían su residencia en el cortijo del Genil, convecino del arroyo Salado, donde cultivaban unos pedazos de tierra calma, y en ese cortijo permanecería su madre hasta que contrajo matrimonio con Francisco Casado Rodríguez “Llanta”.

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De esta unión nacieron cinco hermanos, siendo Francisco el menor, y de entre los que tuvo fama su hermano Manuel, apodado “Perillán”, por ser astuto, jaleoso y algo cascarrabias y versificador coplero, que fue uno de los máximos exponentes de la cultura popular porcunera hasta la guerra civil. Fundador, precursor y animador del carnaval porcunero, que meses antes de la fecha carnavalera, ya andaba preparando coplas y quejas y críticas, componiendo disfraces y gastando bromas dentro de la murga gremial con la que se adornaría y daría que hablar ese año, como en ya clásicos años anteriores.

De muchacho era inquieto y labrantío, fugaz y observador como en vuelo de águila, inteligente en una época donde la inteligencia solo era observada, requerida y tenida en cuenta si se tenían monedas y un apellido con dones pretéritos, sin ellas y sin ello, la inteligencia llevaba adherida el don del apego al mulo, el lagartear sobrio de los cortijos con sombras y las noches de luna en compañía del monótono concierto de los grillos, los mochuelos y las luciérnagas con linterna, alguna enseñanza de algún maestro labrador que sabía de letras, y estando en Porcuna, alguna clase nocturna de aquellos maestros con bigotes, con perillas y lustrosos chaquetas, que en sus casas recibían a los alumnos de las eras para ofrecerles sus clases gratuitas, o a todo lo más, pagadas con unos puñados de garbanzos, algunos melones o unos embutidos de matanza que, más que llenarles las alacenas, les servían como puestos urgentes sobre las mesas.

Un muchacho de cantones con chumberas y trampas de alambre para gorriones, zorzales y pájaros de mal comer- cuando existían- de caña de pescar y mizo para los peces que, fugazmente, daba el arroyo Salado en años de buenas lluvias y mejores nieves deshelándose de las sierras; y en papel de estraza un puñado de higos chumbos limpios, que brillaban. Y en las tardes, más sombras de cortijos. Y en las noches, recuerdos y una novia imaginaria y calma. Y en las fiestas, paseíllos por la Carrera y el Paseo de Jesús aún en tierra y en oscuridades, para ver a las mozuelas en el tapadillo de sus faldones oscuros hasta los pies de las uñas, tan tímidas, tan peripuestas y tan sonrientes bajo el velo nupcial de los abanicos.

Su madre, Patrocinio, decía de Francisco que era un culillo de mal asiento, que así decían de los que eran más dados a la aventura y los conocimientos, y de todo aquel que tenía un mínimo de inquietud cultural alejado del polvo de los pajares, un breve espacio de don inspirador, y de aquel que era más dado al libro y la casquera de la tertulia que no al libre albedrío del juego de las tabernas y del escuche del mire este; de aquel que se emborrachaba con un poema en lugar de buscar el juego melifluo y casquivano del vino con su agüe, que sólo daba para cantes jondos de gargantas no preparadas para el quejío de una era con mulos y un claro de luna sin Chopin y sin piano.

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Francisco Casado Burgos era hombre de campo, de ese campo antiguo verde de trigales y yunta con mulos, cuando el florecimiento jardín y rubio pan del allende de las trillas. Hombre de arado y bestias abriendo los surcos para la siembra, y hombre de hoz cuando se hacían otoño las espigas, con el cante de las eras en la garganta bajo esos soles austeros y quemantes de verano, cuando al acabar la dura faena de la siega, las camisas se quedaban en pie, como un ejército de espantapájaros, o unas esculturas hiperrealistas mantenidas en pie por el agrio sudor pegamentoso que les dibujaban la inclemente jornada de las hoces y los arados.

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Y a la noche cortijo, o al aire libre y terruño de la era, en una simple manta acostado, con un cielo de poesía, un nocturno con cucos y con mochuelos, y un despertar agrícola de cigarrones. Amigo de la naturaleza nocturna de los campos, mientras entre sus ágiles manos, del esparto nacían sogas y espuertas, cuando no aguaderas rizando varetas de olivo humedecidas en las aguas serenas de los pozos: entretenimientos para pactar con las estrellas sus silencios. O en bancos de piedra encalada, adornadores reposos de las fachadas de los cortijos, los hechos cortijeros de los hombres contándose sus historias que ya pasaban por leyendas de los tiempos tan idos. Por aquellos cortijos de luna y uvas madurando los rostros de las parras, todo eran rostros en las noches oscuras de los cortijos, y a veces sombras de rostros que se reconocían por la voz, se contaban historias y leyendas, que eran métodos sanos y comunicativos para que no se perdieran las voces populares del pasado, en sus mitos y en sus fanfarrias, que hicieron místicas de las cosas sencillas de Porcuna, la cultura que nace de la tierra y que, lamentablemente se está perdiendo, cuando no, se encuentra totalmente perdida ya, y tan olvidada.

Francisco era observador del cielo y sus mensajes, y así, como los hombres sabios del campo- ¡Cuándo recibirán estos su medalla!- , adivinaba, cabañuelo de hojarasca y de enveses, según viera el Camino de Santiago, por la puesta del sol, si vendría año de lluvias o sería año de secano, o si bueno o malo de catástrofes. Francisco algebraico de lunas y estrellas, religioso de los tiempos de las runas y los dólmenes antepasados, experto en cabañuelas y plantas silvestres: la hierbaluisa, el espliego, la mandrágora, el diente de león, la cola de caballo, para curarse todos los males, todos aquellos males de la soledad que no precisaban de médico de familia ni de medicinas de farmacia; autor de versos en las noches serenas de los lapiceros de madera y la sombra de los pozos, versos que iban del amor a la queja y de la guerra a la paz, y de la vida a la muerte; rimas de cortijo y acera con losetas, y festejos populares con su santo y sus espigas. Lector de poetas contemporáneos, Lorca, Hernández, Machado, en las calmas noches de los solitarios campos en sus nocturnos de pianolas y romanzas seglares, y sobre todo, lector del Quijote, del que ya probó su miel, sus consejas y sus libertades en la adolescencia de su vida, y volvía a esa miel cada vez que podía, para hacerse cómplice del loco más cuerdo, aunque él comulgara más con el Sancho soñador en su ínsula Barataria pero siempre con el sentido común desfaciendo los entuertos del de la Triste Figura. Y si libros no había en su posada de las cantareras y las alacenas con garbanzos , cualquier periódico que encontrara le servía, sin importar fecha y sin importar ideología, sólo las palabras y esos extraños engarces que las hacen hermosas y vivas, sin que las ideologías pudieran trocar las cálidas miradas en miradas de congoja, que Francisco era amigo de sus amigos, y, si algún enemigo había, él era el amigo de ese enemigo mientras le leía “esta poesía que escribí anoche”, en su papel de estraza y lapicero afilado a navaja para encontrar el rincón secreto de las rimas, levantarle las faldas y crear sus armonías.

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Y Francisco era también hombre de guerra, y hablaba de esas guerras en que el destino macabro de los resentimientos más perniciosos y las mentes más aleladas, le hizo participar. Cuando la vejez se tocaba con boina, pasos quedos y manos en temor continuo, a Francisco le gustaba hablar de sus tiempos mozos y militares. Y cuando su vejez se le hizo eterna y locuaz en un monólogo sin escuchas, sólo estaba en su conciencia el martirologio del recuerdo de las armas, los miedos y la lejanía física y casi onírica de los combates como una suerte de almanaques de los que aún no se habían borrados las señales de sus fechas.

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Francisco hizo la mili en Madrid, en el Regimiento de la Reina Cristina, y cuando lo del convenio del golpe de estado de Primo de Rivera, se lo llevaron a África de legionario para disfrutar del horror de la guerra con Marruecos, un disfrute eufemístico y tontaina que se traducía como “pacificar a los moros”, que salvajes y dolidos, andaban intentando recuperar sus usurpados territorios.

Francisco gustaba de contar sus pesadillas de los campos de batalla, pasadas a anécdotas por el paso de los años, de sus tres años vividos en Marruecos, sin más condecoración que el hambre y el apartar muertos, en constante tiroteo de “lo pesaillos que eran los moros con el dale que te pego”, y de los tres meses en que, junto a otros soldados, se encontró sitiado por las armas y las almas de Alá. Y gustábale contar que, en aquella situación, les solían echar la comida y el agua desde un helicóptero que los sobrevolaba, ingenio éste al que llamaban “el aparato”: “¡qué viene el aparato!”. Y el aparato venía, y había veces que el aparato no atinaba con el lanzamiento, y “me cachis: los moros se hinchaban de comer y nosotros con los estómagos haciendo sus cantinelas de acordeón”

De su madre contaba Francisco que “se tiró esperando meses carta mía, y como no le llegaban noticias mías, por aquello del asedio, se fue a ver a una vidente, rezadora de verrugas, componedora de virgos y pulidora de cuernos, para que le dijera si estaba vivo o estaba muerto; y la vidente le dijo que estaba vivo y que me siguiera escribiendo, porque yo recibiría las cartas. Y efectivamente sus cartas me llegaban, aunque, por los azares de los destinos, nunca le llegaban mis respuestas...”

A los tres meses del asedio fueron rescatados por las tropas españolas, y devueltos a España como una mercancía que se intercambia donde todos eran prisioneros de las heridas, y donde los huesos se señalaban más que las carnes, y en los rostros se comenzaba a dibujar una vejez precipitada.

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Durante aquellos tres años africanos de ejército, guerras y asedio, Francisco tenía tiempo para la lectura y la escritura: “Algún librillo caía, manoseado y con mengua de hojas , las hojas que se arrancaban para las descomposiciones de vientre a la sombra de las dunas, pero entretenío para esas noches calmas en que los fusiles firmaban sus treguas momentáneas y todo era luna sobre el enorme cielo africano”, y de vez en cuando él iba escribiendo las componendas de sus poemillas, todas con sabor a romance y rima de cancionero popular, que iba guardando en la memoria, como el mejor archivo, cuando no había ni bolígrafo, ni lápiz, ni pluma, como para salvaguardarlas de lo ajeno y de lo ignorante.

Y en la mili, Francisco recitaba, vate sin guitarra, sus romancillos que hablaban de ausencias, de silencios y quizá de amor.

En los momentos de descanso, entre bala y bala, y entre guardia y guardia, Francisco aprovechaba esos minutos para escribir cartas, cartas a sus amigos de Porcuna: “me escribía con to Porcuna”, y a la vez “le escribia a media Compañía analfabeta sus cartas familiares y sus cartas de amor siempre con las mismas palabras, mientras en compensación por la escritura, los soldados me pagaban cantándome cantes andaluces o jotas aragonesas”
Al acabar la mili le ofrecieron continuar en el ejército, pero pensó en Porcuna; se le quitaron las ganas y las ilusiones de la instrucción y se volvió para el pueblo donde le esperaban los campos y los jumentos, y cortijos de sol amarillos y de luna enamorados, entre requiebros e historias que olían a leyenda inventada por la ausencia. Y eligió a Porcuna a la corneta del cuartel, porque en Porcuna le esperaba Julia Gascón, su Julia del alma, para unirse en matrimonio y formar una familia de hijos porcuneros, con un no sé qué toque de acento y sabor cordobés.

Y en Porcuna edificó su casa y fueron los campos sus trabajos y sus alegrías. Y el florecer de los trigos el pan de la casa mantenida. Y la tertulia con luna en el poyo de entrada a un cortijo, lugar idóneo para cantar, contar o inventar historias, componer y recitar sus versos añejos, perezosos y tan a trasmano. Los versos venían a su boca y en sus manos, bolígrafo de azul y adorado vientre, o lápiz de huellas navajeras, pasaban sus versos a ser poesía: una poesía de luz para siempre escrita sobre los cuadernos de rayas, dando como el testimonio y el testamento de otra vida compaginada y a la vez ausente de los trabajos agrícolas.

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Y llegaron los hijos, y ya los Reyes magos se detenían ante su puerta para en zapatos lustrados de salivas y tela de camisa, dejar jamoncitos, salchichones y tomaticos de azúcar hasta crear la cesta de Navidad donde todo eran golosinas anuales.

Y se le fue un rey para implantar su monarquía de exiliado cargado de oro y de millones en los paraísos fiscales y palaciegos de Suiza y de Italia, y se le vino una República con su pan bajo el brazo, su plan de alfabetización, su Reforma agraria y sus desmanes de sacristía; y también se le fue la República al lugar de los quehaceres y las cosas utópicas. Y por un Yo mando le vino otra guerra, que en lugar de matar moros mataba hermanos. Francisco hombre de guerra sin en guerra pensar, ni en guerra pescar, ni en guerra pecar, y no quiso más armas y se quedó en Porcuna a la buena de Dios, o de lo que dispusieran los tiempos. Además, él disfrutaba del privilegio de pertenecer a “la quinta del saco”, o sea, soldados que ya estaban viejos para menesteres de armamentos y de campos de batalla. Y, como no estaba directamente en el tiroteo al aire libre de las batallas, hacía guardia de centinela con catalejos en los altos de la Torre, o en los altos del campanario de la Parroquia- aquel del que se llevó una bomba su belleza bizantina- por si alguien se avecinaba por los caminos que se abrían al pueblo, y que al final llegó ese alguien, aunque nadie se dio cuenta de su llegada.

Y llega otro hijo, el cuarto, y la guerra atronando las tierras calmas sin labrantías, mientras las olvidadas cosechas de aceituna amontonaban sus almorzadas de aceitunas pasas unas con otras, para formar un manto de aceite más virgen que nunca.

Y por San marcos le hacía guardia Francisco a los dos cañones del Regimiento 14-90, apostado por esos Alcores de cosas iberas sin desenterrar. Y los cañones se llamaban “El Felipe y la Leona”, como un matrimonio bien avenido pasado por una pelea de zoológico, a los que les escribía versos, como romanceando noviazgos de almanaque.

Y se acabó la guerra y llegó el del Yo mando, y la cosa era del cortijo a la casa y de la casa a la taberna del Rano o del Motoso o del Chachongo, a tomarse los zumos inspirados de la uva y dar rienda suelta a su labia de poeta del pueblo y pensador de besana, gustoso de recrear a sus gentes con la sutileza de una poesía propia construida con la sabía del agradecido, o recitaba poemas de poetas clásicos que aprendía de memoria hilvanándolos en el cerebro como una cantinela de carnaval.

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Y los días de fiesta el austero traje gris y viejo, que lo mismo servía para una boda que para un entierro que para un Primero de mayo, para acomodarse al paso de los acontecimientos llamativos, mientras en la pila de piedra de lavar, con su rasqueta de guitarra para el frote, quedaba el camisón de botón alto y solo, y el pantalón de campo, para recibir la dosis mágica de los polvos americanos. Y en la romería sombrero cordobés o gorra con visera, con clavel en la solapa, treinta grados a la sombra y poesía para la Virgen de Alharilla. Y en Nuestro Padre Jesús, con la Julia y los hijos, esperando la elevación del brazo articulado del Nazareno, para descansar en bendición y esperanzas.

Y murió el del Yo mando y vino la democracia con otros mandando en los yoes, y se le desató a Fráncisco la labia para decir todo lo que tenía callado durante tanto tiempo, y sus poesías se volvieron sociales y dicharacheras como un Gabriel Celaya del Llanete la Luz, adorando en la hornacina chiquitilla de la fachada de una casa blanca, a otros santos y en otras oraciones, y sus aforismos, que también aforismos ideaba Francisco, como un filósofo griego de Plazoleta, se volvieron satíricos y reivindicativos.

Y los años le siguieron viniendo, uno detrás de otro, y la casa se le fue llenando de sombras, y el cuerpo se le fue haciendo de plomo. Como una rememoración del plomo de tanta guerra y tanto sol, metamorfoseados y metaforizados en ese cuerpo anciano que se le iba cayendo como se caen los papiros del Nilo buscando por las orillas los lodos donde plantar sus cabellos rubios tan llenos de semillas.

Y le llegaron los nietos y los bisnietos. Y un mal día se le fue su Julia, su mujer, y ahí empezó a morirse, a ir desfalleciendo poco a poco en un sin remedio de nicho con crisantemos. Con todo, Francisco seguía con sus poesías, que, por aquí, por la Casa grande- El Corralón- de la calle Santa Ana, venía a la casa del amigo Manuel Batato, y éste le decía: “Anda, Francisco, y dinos unas poesías de esas que tú escribes”, y a un corrillo de quince o veinte vecinos y vecinas, de las de antes, Francisco les recitaba, con justa memoria y serena armonía, versos y más versos que hablaban de la juventud de antes y de ahora, del beso que antes que era de esquina y bombilla fundida y gusta ahora de sol y público. Y las mujeres aplaudían porque era la única cultura que recibían, y los hombres decían algo de cosas bonitas y como con vergüenza por creer ver en los versos cosas femeninas, y Francisco recitaba otra poesía y otra poesía más, que no se cansaba nunca Francisco de lanzar a los oídos sus ramilletes de versos.

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Y luego se le fue el pulso y la vista, y un bisnieto se sentaba a su lado y lo escuchaba como quien escucha crear y recibir un mundo: escucharle esas historias de guerras y de campos, y de moros y de rojos y de azules y de verdes. Y, de vez en cuando, en una libreta “Bella copia” color verde, su bisnieto apuntaba las poesías y los razonamientos que Francisco aún recitaba de memoria.

Y el tiempo le fue confundiendo la memoria, y el entendimiento se le volvió paisaje y paisanaje cinematográfico, e iba de la guerra al cortijo como haciendo instrucción por los bordes del Salado, y ya sólo vivía de la guerra y de otra guerra y otra guerra más, y fue dejando atrás su genio adorable, sus prontos, su carácter fuerte de hombre de campos, de guerras y de principios, su carácter amplio de poeta y de sabihondillo, y se le fue alejando su independencia pasando a depender de los otros, porque, poco a poco, fue pasando al estado en que a uno le arreglan la vida, él, que para nada consentía que se la arreglaran.

Y su corazón bueno ya lo iba a dejar como él había querido estar: solitario. Sueño de todo poeta.
Y murió de vejez, de lo que ya nadie muere, un veinticinco de abril de mil novecientos noventa y siete, mientras sonaba, clamorosa y aclamada, la proletaria campana de San Marcos.

Hombre de versos y campos, peregrino de los cantos y las flores amarillas, vagabundo por las trillas y los cementos del barro, anotando en su diario, lleno de rimas y cierzos, las leyendas de los besos y los combates de espadas por las lomas africanas llenas de islanes y velos. Francisco tras los luceros de las lunas cortijeras y de las dunas austeras de los desiertos de arena, te dio la vida su escena sobre el teatro del mundo, sin más sino ni más rumbo que el agachar la cabeza, de una treta hacia otra treta hasta encontrarte en ti mismo, liberado del abismo para edificar tu casa, esa especie de coraza llena de amor y de hijos, de adjetivos y sufijos y frases subordinadas donde rimar con las nadas los todos de las presencias. Muñidor de las creencias por las rosas de los vientos, fuiste uno y fuiste cientos derivados y sapientes que mordiéndose los dientes y callando los adentros soñabas los nuevos tiempos de las rosas de hojalata mientras cavabas estacas y escribías sentimientos sobre los blancos cuadernos donde dormían las musas sus sueños de lampedusas por las rúas porcuneras. Hombre al ayer de la acera, cuando toda la ceguera era un sí señor mintiendo: disfraz que te fue vistiendo para juntar habichuelas, un plato sobre la mesa y un libro abierto en la noche del campesino sisonte que en las escuelas nocturnas de los maestros con velas aprendías de las letras y las cuentas de cartilla lo que te negó la vida de muchacho sin escuela que nunca tuvo escalera para subir a la cruz pero sí un todo de luz hablándole sus palabras, aquellas que le negaran los tiempos de la indolencia.

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Por el siglo de la ausencia, Francisco Casado Burgos, el viejecillo del vulgo al que no le dieron verso, ni aceptaba los consejos del campesino iletrado, y sentía que al arado bien le venían las palabras para salir de la nada del leso peón de campo: el indolente quebranto que coleccionando llantos y años sin ton y sin son, quiso sonar el tambor para no ser sólo ausencia, sino una firme creencia de campesino ilustrado, en una mano el arado, y en la otra el libro abierto, y en la cabeza un concierto de chicharras y poesías tañendo sus melodías a la vez que los sembrados abrían sus decorados llenos de trigos e higueras, y en la frente dormideras , efervescentes y locas que saliendo de las rocas y ascendiendo por los vientos le pusieran sentimientos al pantalón de la pana. Un voltear de campanas y nidos de golondrinas para abriles las cortinas a los ojos soñolientos, sacar las manos del tiesto y sembrar nuevos sembrados, en una mano el arado y en la conciencia la escuela, un tiempo para la siega y el otro para la rosa de las sapiencias escritas, dejar la huella marchita para firmar con las hablas, y al amanecer del alba, campesino afrancesado vertiendo en surcos de arado el trigo de las palabras.

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ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍA: MAXI RUIZ CASADOO, LUIS GALLEGO, MANUEL JALÓN, ANTONIO RECUERDA Y ALBERTO RUIZ DE ADANA
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