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Francisca Torres Torres, la Señorita Paquita

Fue el quince de noviembre de mil novecientos setenta y tres cuando conocí a Francisca Torres Torres, mujer a la que todo el mundo pequeño del pueblo conocía como Señorita Paquita, o más familiar, campechana y telefónicamente como Paquita la de Teléfonos, y yo tenía diez años bien cumplidos, una chaquetilla de lana azul marino abotonada con tres botones oscuros y cuatro versos ocultos escritos en la libreta con los deberes de matemáticas que nunca enseñaba a nadie, hasta que un día, quitándome los miedos y hasta las vergüenzas, enseñé a la Señorita Paquita aquellos versos tímidos, y desde allí hasta ahora, las palabras escribiéndose.

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Y aunque estábamos ya en el mes noviembre, era aún alargado verano tórrido en su día quince primaveral, como de aquellos veranos desolados y solitarios veranos de antes en que Porcuna se llenaba de forasteros con ganas de bañarse en la piscina de la Galga y pasar las noches en las terrazas de los bares, en que las cinco de la tarde cerraba sus cortinajes sobre las calles y se nos aparecía una Porcuna fantasmagórica y como sitiada por una legión de espíritus ambiciosamente posesivos y en sus limbos, con aquel calor viejo que hacía insoportable la piel, aniñadas las varoniles barbas y todo se nos volvía porrón de escalera y camastro de portal después de haber almorzado el aceite vinagre o el salmorejo, y bebido como postre, una buena ensalá porcunera, con su lechuga, su sal, su aceite, su vinagre y su mucha agua. Verano de pantalón corto y camiseta blanca de tirantes, como última renuncia a la pubertad ya acechante, como último agarrón o desgarrón a la infancia, a esa infancia que se iba alejando, como se iban alejando las escuelas de los Grupos dejando de comer el pan de pastor de los árboles olmos, al que también llamaban pan de pobres y como, en el fondo, se nos iban alejando todas las cosas: tal vez la vida sea un ir despidiéndose poco a poco de las cosas: un irle diciendo adiós a todo, lo que nos rodeaba, lo que nos ordenaba o nos desordenaba. Último adiós a la infancia en aquellos pantalones cortos ya tan impropios y de último año, y de último guiño de estío prolongándose hasta noviembre, cuando ya estábamos los niños de la infancia de mi quinta, queriendo vestirnos de hombres para sentirnos las diferencias, y fumando los primeros cigarrillos Celtas con filtro que comprábamos en las casas de las ancianas vendedoras de chuches para ir sintiéndonos masculinos , cuando a las piernas les nacían aquellos sus primerizos pelillos como pelusillas de conejo, y los muchachos pre púberes, nos enseñábamos, unos a otros, la sorprendente aparición capilar en diferentes zonas corpóreas, que, no más ayer, eran carnes de la ternura, suavidades de niña; casi como un triunfo que tendría que dejar de lado al mundo de los mandados maternos, aquellos que decían “ve niño y cómprame esto y lo otro, y lo de más allá” : aquella especie que sentíamos de vergüenza, mientras nos hacíamos hombrecitos, dibujándosenos en el primer acné y en la primera sensación erótica.

Paquita vivía en su pequeño cobijo de cables y de números de la calle Colón, amarrada a su Central telefónica que era su vida, como era la vida de las voces que venían por los hilos de cobre hasta sorprendernos de tanta cercanía a pesar de haber tantas distancias:

-¿Número?

-El 316

Yo aparecía por Teléfonos a eso de media mañana o de media tarde con las pesetillas quemándome en el bolsillo para hacer una llamadita a Radio Jaén o a Radio Popular, y poder votar a mi canción del verano, o apoyar a mi canción favorita, y que, con mi apoyo llegara convertirse en el número uno de Los cuarenta Principales, que por aquellos años era un asunto de sumísima importancia, y una ilusión para mi madre, que con la radio encendida, esperaba escuchar la aniñada voz de su Alfredo hablando por la radio en sus pocos segundos de conferencia, mientras convocaba a su lado a las vecinas más próximas para hacerlas participes de aquella sorpresa de voz hablando a través de la radio:

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-Voto por “Tres cosas hay en la vida” de Cristina y los Stop, o por el “Pon una cinta en el viejo roble” de Los Mismos, o el “Soledad” de Emilio José, o “El gato que está triste y azul” de Roberto Carlos. Juanita Pastor o Indalecio García anotando mi voto dejaban mi conciencia tranquila por ese deber cumplido, tanto con la música como con mi adolescencia de Club de Fans, el Súper Pop, y el pósters del niño cantante melenudo de turno pegado con esparadrapo a la pared, haciendo de Cristo sobre la cabecera de mi cama.

Eran los diez años de mi infancia, y la vida comenzaba a descubrirse con todos sus caracteres y tan temprano, o al menos los caracteres permitidos o más al uso: arco iris de siete colores que portaba, en cada color, un pétalo de designio verdadero. El acercamiento a la realidad, varadero para la barca que me llevaba por una infancia de la que siempre disfrutaba en sus pequeñas cosas, aunque los años hagan columpio con la inocencia agresora de la niñez.

Yo era un personajillo conocido en el mundo de la pequeña central telefónica, y Paquita, Sebastián, Ana Mari, Alicia, Cati, Pili, Salud y Mari Trini, mostrábanme su simpatía cada vez que me pasaba por allí para que me marcaran el número de teléfono de alguna radio, donde se pudiera dar un voto, como si fuera una urna electoral, un adelanto democrático, y que casi siempre comunicaba.

-¡Comunica!

-A esperar.

Y me sentaba ahí, en la sala de espera del locutorio telefónico, mientras a través de la pequeña ventanilla veía a la Señorita Paquita, vestida de sobrios lunares o de negros de luto, con sus auriculares puestos sobre las eras blanquigrises de su pelo ondulado, sacando cables del fondo de las mesillas e introduciéndolos en los agujeros que hablaban por sus lucecitas amarillas y encendidas poniendo en comunicación al pequeño mundo telefónico de Porcuna, cuando apenas trescientos números tenían derecho y abono para verse encendidas sus lucecitas.

Un día en sus sábado, esperando que la comunicación con Los Cuarenta principales de Radio Jaén de la cadena SER resultara efectiva para que mis vecindades escucharan mi voz por la radio, que también era una cosa muy llamativa, Paquita me preguntó si conocía a una tal Salud Luque que vivía por mi barrio, por la calle Cristóbal López, y a la cual apodaban “La Vinagorra”, y que andaba con su marido, Luis Cespedosa, de cuerpo presente y de recogidas lágrimas en el primer portal de su casa. Efectivamente conocía a Salud, y conocía esa casa de la calle Cristóbal López, pues, a su hija, Josefita, de vez en cuando, le dejaba yo el “Pronto” o el “Súper Pop”, para que se entretuviera en los descansos de las costuras o de los bordados, con las hazañas de los héroes populares de la época: esos divos de almanaque y esas divas de tarjeta postal o de pegatina. Paquita me pidió que le acercara a Salud un telegrama, que venía de no recuerdo donde, pero que traía palabras de pésame en sus letras azules tan elegantemente escritas por la hermosa letra de la Señorita Paquita sobre aquel fondo azul del impreso de los telegramas. Al principio me entró un temblor de supersticiones que me mantuvo inmóvil. En aquellos tiempos del desconocimiento, de la sorpresa y de la paradoja, cada telegrama traía un aviso de muerte revoloteando entre sus letras azules, o daban un pésame, por el que también hablaba el asunto del ataúd. Reponiéndome del primer impacto con susto, acepté más que gustoso el telegrama (en el fondo todos tenemos algo de niños malvados, aviesos en dar malas noticias), y a partir de ahí, de ese día con un telegrama para un pésame, comenzó una intensa y bellísima y benefactora amistad, aún más emotiva en el recuerdo, con Paquita y con todo a lo que Paquita rodeaba: sus niñas de la centralita, su pisito en la Carrera con olor a cerrado y a limpio, ese extraño aroma de la limpieza encerrado entre cuatro paredes, con su terracita-patio, con sol y con luna , donde florecían elegantes en formas, perfiles y colores las pomposas y alegres dalias, los claveles cayendo narcisamente, los fragantes rosales de rosas rojas, y los blancos jazmines con aroma de madre cuando abrían sus pétalos prendidos en el vestido veraniego de Paquita: tentaculares dardos que sólo agredían en lo sublime. Y al lado de la terracita-patio, casi tocable, casi piedra en las manos, el torreón de Boabdil, que mimaba como mimando a una novia, el gran Modesto Ruiz de Quero, Torre de la que apenas se sabía nada por aquellos tiempos: una enorme piedra vertical con un letrero grabado en castellano antiguo que sólo tenía sentido para, los que, más que conocer, intuíamos su historia, como luego, con el tiempo, intuiríamos la belleza de la creación propia amaneciendo sobre las primeras rimas, y los primeros malísimos versos.

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En el otoño de mil novecientos setenta y tres , comenzaron más de dos décadas de amistad, de apoyo, y consejos sabios que me fueron formando como si Paquita fuera una madre académica que me daba las enseñanzas y me ofrecía el primer trabajo: un estudiante de academia con un sueldo de becario en sus cuatro mil pesetas mensuales que Paquita me pagaba de su propio salario, y alguna que otra propinilla de las de andar las casas en las solitarias tardes- noches de los adoquines llevando los telegramas, los giros telegráficos y los avisos de conferencia. Calor sin límites y unos brazos siempre abiertos a los que siempre acudía yo para sentir la otra maternidad, una maternidad de Virgen de escayola sujetando entre sus manos a un niño de escayola tapado por un pañal blanco y un dedo señalándolo todo.

Durante cinco años permanecí en Teléfonos, pegadito casi a las batas oscuras, de discretos floreados de lutos con alegrías, cuando no negros conventualmente llevados, de Paquita y su pequeño, divertido y hermoso teatro de variedades, con sus niñas preguntando números telefónicos, marcando conferencias hacia las lejanas ciudades donde moraban sus trabajos nuestros forasteros, esos forasteros que decían y digo, venían por los veranos de agosto para no dejar ni un solo gallo en los corrales, o llevarnos a aquella lejana pero inigualable piscina de la Galga, de tan alegres bajadas y tan pesadas subidas, rodeada de paisajes y de fuentes, un monumento histórico y ecológico que pasó a ser arqueología y una tarjeta postal fotografiada por César Cruz. Pero, sobre todo, los forasteros venían para demostrar, que ellos, estaban de vacaciones, o sea, que ellos no acarreaban el agua de las fuentes de los Llanetes salvo que fuera con borrica y un niño de la capital tirando del cabestro como si arreara con un caballito de cartón que de vez en cuando rebuznaba.

Intensos cinco años en los que empecé a comprender lo que significaba la palabra trabajo, y el trabajo sin palabra, como también empecé a saber lo que iba significando la palabra literatura y el hecho aquel de comenzar a escribir o pespuntear unos versos. Y hasta supe de la palabra amistad intensa a través de aquella Francisca Torres Torres, a la que todos llamaban Paquita, y de la que yo era el hijo de las ilusiones maternales, o el nieto al que el día de Reyes regalaba una flor de palabras y un abrazo de claustro.

Yo iba por las calles repartiendo telegramas en papelitos azules, avisos de conferencia en papel color amarillo y que decían: “Juan Garrido telefoneará a Luisa Garrido a las cinco de la tarde, el día tal y a la hora tal” y giros telegráficos de escasos fondos y menores propinas. Con el pasar de los meses, comencé a hacer sustituciones como telefonista, y quedaba totalmente abrumado, encantado y ciertamente sorprendido en la alegría total, en aquel mundo de cables, lucecitas amarillas, sonidos chirriantes como si dentro de los Cuadros telefónicos hubieran luciérnagas y chicharras encerradas y amaestradas cuando sonaba una conferencia, y músicas varias en aquellas voces anónimas que sólo sabían decir cifras; voces amables unas, como la de Anita, la de la tienda de la calle Huesa, voces coléricas otras, como la de don Manuel Santiago, el médico del Llanete San Juan; voces que se quedaron para siempre marcadas en mi recuerdo con su sinfonía de acentos y de dígitos.

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Más tarde, y con más confianza por parte de la confianza que siempre me tuvo Paquita, comencé a trabajar más en serio como telefonista único y en jornada nocturna. Yo era un telefonista anónimo, casi privado, del que no se tenía que conocer mi existencia, por la cosa aquella de los mandos y mi minoría de edad. Paquita era ya una mujer cansada, y eso de estar hasta las tantas de la madrugada esperando que la gente se hartase de contarse sus últimos chismes o sus últimos te quiero, y se acurrucaran en el calor de las sábanas, no lo soportaba su fuerte aunque cansado cuerpo. Yo entraba a las diez de la noche, cuando las niñas del último turno habían acabado su laboreo. Poniéndome al corriente de cómo andaba la noche, me quedaba solo con Paquita. Aún podía quedar algún anónimo ciudadano en el locutorio esperando poder hablar con el pariente de Alcoy, o un enamorado por correspondencia, diciéndole besos a una novia de Santa Coloma que conoció en agosto en las sentadas con pipas de los Pinos bonitos. Me colocaba los auriculares y esperaba impaciente que hubiera mucho trabajo, que las gentes hablaran mucho y se contaran muchas cosas para no darme paseos por el aburrimiento y las uñas por los dientes. Aprovechaba los ratos libres, para, junto con Paquita, dejar cerrado todo el papeleo de la jornada: dejar las cuentas claras con las centralitas hermanas, añadidas a Porcuna, de Lopera, Higuera de Calatrava y las Viñas de Peñallana, y cuando todo quedaba listo y engomado, Paquita se iba a la cama a rezar sus últimas oraciones y a dormir sus inconstantes sueño de mujer anciana, dejándome solo en la noche de los cuadros, y con el aviso de que la despertara si ocurría algún hecho urgente o algún humor desagradable.

A eso de la una de la mañana apagaba las luces de la centralita, abría y pegaba el portazo del gran portalón verde y partía para mi casa, donde me esperaba un lecho cálido o un lecho frío, mientras por la calle colón bajaba el hombre que cerraba los bares, por Niño Jesús se escuchaban ronquidos, por el Llanete Cerrajero parecía sentirse el rumor del agua de su fuente de piedra y hierro, por la calle Huesa se estiraban las sombras de las bombillas, por Cristóbal López algún perro vagabundo buscaba su lecho para pasar la noche, y por la calle Santa Ana sonaban los ecos aún de los mulos llevados a pastar a las eras recién trilladas.

Ganaba al mes cuatro mil pesetas, de las de antes, que Paquita me daba de su sueldo, y que tan bien le venían al hogar de la calle Santa Ana, más las propinas que cogía, entre agradecidas y rácanas de mis caminatas diarias por el pueblo llevando lo de los giros, los telegramas y los avisos de conferencia, que esas iban a mi bolsillo niño y que me servían para invertir en cromos de futbolistas o de Hanna Barbera, y en revistas del corazón compradas en el estanco de Palomo, que iba prestando por las casas vecinales a las mocitas enamoradas pegadas siempre a las ruecas de sus máquinas de coses.

Fue esa una manera bonita de conocer todos los rincones de Porcuna. De Porcuna me aprendí todos los nombres de sus calles, y era amigo de todos sus habitantes, aunque alguno me miraba con reojo, como si yo llevara conmigo el mal fario de las desgracias; y en alguna casa de las Casas nuevas me regalaban rosas y periquitos de olor, y en otras me daban agua y algún caramelo de menta, y era yo el niño Peluso que aparecía como sombra por las callejuelas:

-¡Qué viene el niño de los telegramas!

-¡No traerá nada bueno!

-¡Que no mujer- decía yo, cuando había que decirlo; que otras veces no- que es para felicitarla, de su hijo del Carmelo.

-¡Menos mal!

Que, a veces parecía que a mi lado venía un demonio vestido de rojo, con rabo y cuernos, y echando fuego por la boca, cada vez que aparecía con el telegrama azul.

Cinco años acogido entre los cálidos cuadros de la centralita, como recogido entre mantas de invierno. Iluminado por un pintura surrealista de cables, lucecitas amarillas que iban y venían, lapiceros a medio gastar, las niñas con sus adolescencias, Sebastián con su zapato alto, y Paquita, como el alma protectora en todo ese protectorado con comunicaciones.

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Paquita era una mujer sin tiempo y sin época, una de esas escasas y extrañas y emotivas personalidades, que lo mismo hubieran encajado en un siglo que en otro: la respetable y tan respetuosa también. Sobriedad, clasicismo, conservadora de lo que se llamaban las buenas costumbres, las mejores maneras y los más firmes propósitos. Conventual monja sin hábitos y sin tocas que se paseaba por el estrecho pasillo de la Centralita como si anduviera un claustro de piedra, o un huerto monasterial lleno de verdes y de rosas. Mujer de oscuro y pelo con ondas, y rosario con cuentas, rezos mañaneros y rezos nocturnos en el con Dios me acuesto y con Dios me levanto, con la virgen María y con el Espíritu Santo; en una y otra misa, con siempre un banco a su disposición y un confesionario donde confesar los pecados que no tenía. Personalidad firme y cálida acogida para todos los buenos hechos; lectora de Cervantes, de Campoamor, de doña Emilia Pardo Bazán y de la revista Reader’s Digest que llegaba a la casa de su hermano paco y su cuñada Mari, y de la que tenían todos sus números, coleccionista de sellos y de tarjetas postales; tricotadora de jerséis en dos agujas de lana, visitadora de los pobres y de los menesterosos a los que ofrecía su hombro y su mano siempre extendida.

Paquita siempre me dio su calor y su cobijo; dulce abuela de apócrifos e imaginarios nietos de zaguán con espuerta; y siempre intenté demostrarle la enorme alegría que me había causado su contacto y esa amistad tan cristianamente desinteresada.

Paquita tenía pocas creencias en la vida, o una firme creencia que a ella le valía por todos los mandamientos de la vida. Su máxima aspiración era Dios y a Dios entregaba todos sus quehaceres cotidianos, esperando, sin duda, el reconocimiento cristiano de su paso por el mundo de la tierra, soportando lo efímero de ésta para alcanzar la plenitud de su creencia en el más allá de las almas predestinadas, de las que iban en ella y con ella. Un cristianismo humanitario más que beatería de misa y de procesiones que la hacían franciscana más que carmelita. Como igual tenía Paquita una gran confusión política, y que cuando llegó la democracia y el derecho de las urnas me decía: “yo creo que no voy a votar porque no sé a quién votar, porque escucho a uno y me gusta, y escucho a otro y me gusta también…”
Hay personas que buscan en Dios su salvación propia. No creo que fuera esta la causa máxima de Paquita en los años del vivir. Alejada físicamente del cielo, Paquita no quería su salvación sola, quería ella la salvación de todo lo humano que la rodeaba, como pastora de una Iglesia grande y abierta y con más almas que piedras, Paquita abría su corazón y sus emociones para que todos pudieran entrar en la henchida casa de las buenas maneras y los buenos sentimientos y los mejores respetos, donde la conciencia exacta del futuro- fuera de las piedras y las zancadillas- tendiera su manos para que, lo del descansar en paz, tuviera en la paz lo que el descanso de la muerte da por seguro, por hecho: irremediable cuna que nos acogerá, se crea en el cielo, en la tierra definitiva sobre el cuerpo haciéndose calcio, o la absoluta certeza- si es que existe alguna certeza absoluta, que va a ser que no- del que siente y piensa que nada existe, ni tan si quiera esta tan tangible forma de sentir a la que nos aferramos, porque no habrá otra vida lejos de los huesos, el fuego y la ceniza del fin.

Paquita era afable, bienaventurada y niña de Primera comunión con la inocencia en los ojos; culta en la cultura de los tiempos donde cada mujer tenía una aguja en una mano y un dedal en la otra. Divertida muchas veces, en sus diversiones de parvulitos, inocente, tímida y virginal, Paquita nos contaba chistes añejos y benévolos con el lenguaje y las palabras adecuadas que no resultaban en aseveraciones soeces; chistes no adulterados por expresiones de tabernilla ni arriar de mulos. Chistes sencillos de cosas y hechos insignificantes que levantaban crédulas sonrisas en los que la escuchábamos, chistes de tertulia con cura, boticario y juez de paz, y risas de paloma que nunca bordaban la carcajada. Risas inocentes que hacían de los cuerpos maduros reducto y cuna de una infancia vivida al ritmo de lo intrascendente.
O nos contaba Paquita la misma anécdota de siempre, la mil veces repetida, la de cuando la guerra, y de los moros subiendo por la calle Colón, engalanada de banderas rojigualdas y guardados ya los pucheros con los aceites hirviendo que echaban a los “rojos” desde los augustos balcones de los señoríos sin etiqueta; de aquellos moros que, en lugar de decir Córdoba, decían “Cordoba…”

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-Fíjate tú, “Cordoba”, sin acento esdrújulo, que nosotras venga reír, con ramicos de geranios en las manos, y un sí sí, si no de desconfianza, que, se quisiera o no, eran gentes infieles, de las que conquistaron España……
La Señorita Paquita tenía una caja de cartón blanca, de zapatos o de muñecas, y dentro, en cuartillas blancas, a las que los años iban pespunteando en amarillo, como a las viejas fotografías, Paquita pegaba los sellos de su apabullante colección de sellos de todo el mundo y de todos los ayeres y todos los presentes, con los bordes de los pliegos de sellos doblados en pestañas que le guardaba Palomo. Por esos años, yo era un principiante en lo de la filatelia- siempre he sido un principiante en todo, afortunadamente- y mi tesoro postal era de lo más insignificante comparado con las varias centenas de sellos de la colección de Paquita. De vez en cuando, Paquita me dejaba echar un detenido vistazo a su colección filatélica, que guardaba como tesoro, en un cajón de la cómoda de la primera planta de Teléfonos, junto a sábanas blancas y bordadas de un ajuar que quedó en vestir santos, unos membrillos de olor y una muñeca de porcelana con demasiado barniz en la cara y demasiados lazos y miriñaques en su vestido apergaminado y sepia, recuerdo de su Primera Comunión, vestida Paquita, proféticamente, de monja niña en aquella fotografía sobre la mesita de noche, para recrearme en la historia filatélica de países insensibles aún a mi oído de niño sin geografías, por mucho que don Ricardo Jurado se empeñara en enseñarme el mapamundi que exhibía sobre su mesa de maestro de EGB por las escuelas de Los Grupos, o sellos de desconocidas colonias patrias donde iban los soldaditos de España para hacer la mili y que cantaba La Compañía en los Discos dedicados de la radio: Ifni, el Sahara o Guinea Ecuatorial, que se decían Colonias españolas, y países de los que Paquita me decía que, sus negritos o sus moros habitantes, amén de pasar una hambre tras otra hambre, día tras día, como un sin remedio de colonia con esclavos del pan y agua, hablaban español “como nosotros”, los de aquí, o los otros nosotros de allende los mares, que también eran españoles para Paquita, aunque españoles de otra manera, como dando en reconocer un imperio que dejó de ser imperio, o quizá nunca lo fue, “pero que cristianizamos tantos….., ay!!”

-Niño, cuando me jubile y me retire de Teléfonos te dejaré en herencia mi colección de sellos.

-¿Y la muñeca de porcelana?

-Eso no, que eso es juguete para niñas.

-¡Vaya!

-Niño, hay que leer “El Quijote”, porque no es buen español quien no ha leído “El Quijote” de Miguel de Cervantes y Saavedra.

-Yo ya me lo leí con ocho años, Paquita, en mis tardes por la biblioteca del Paseo de Jesús.

-¡Ah, bueno!

-¿Y Las flores del mal, de Baudelaire, Paquita?

-Mejor cosas cristianas, niño.

-Amen.

Alguna vez, pecado confesado en el confesionario de la conciencia, algún sellito de los raros, de esos países que ni países eran, si no suposiciones patrias, pasaron a mí poder en un robo que quizá ni robo fuera. Hoy, con tantos años más de la cuenta, al mirarlos, al tocar esas estampitas que huelen a viejas y a cartas venidas de ultramar, o hablan en céntimos con Alfonso XII preguntándoles a dónde iban, me devuelven al hogar-locutorio de la calle Colón, sintiendo sobre los ojos una nostalgia de lágrimas y de estampas.

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Cuando al santo Francisco, el de Asís, le llegaba su onomástica, la franciscana Señorita Paquita lo celebraba en el locutorio con las niñas, Sebastián, yo, y algún que otro allegado que se autoinvitaba al festín, porque, por casualidad, pasaba por allí y vio velas encendidas sobre una rosa de escarcha. Para ese día de fiesta, Paquita se vestía de fiesta, o sea, una bata un pelín menos austera, sus zapatillas nuevas sin el agujero por el callo- cuántos callos y cuantos agujeros por esos años, en que parecía no haber callistas a mano ni cuchillas para cortar, aunque sí mucha piedra pómez y mucho jabón de turbios para los lavados de barreño- su eterna redecilla poniendo orden y coquetería azul, quizá, en sus ralos y plateados y ondulados cabellos, más que encaracolados, haciendo como diminutas eras, donde los trigos nacieran formando serpentinas; aromada en agua de olor de lavanda y un imperdible en el pecho con jazmines sin abrir, y una medalla de plata de la Virgen del Carmen, y con un poco de fantasía, diría que un poco de rogué en los labios, aunque eso sería mucho decir, y decir equivocado; y a eso de la hora de la siesta, donde los poseedores del hiló mágico de los teléfonos en casa, descansaban de la parla, salvo, algún que otro, conocido tanto, que siempre estaba colgado del cable, y con un silencio y una soledad de locutorio sin moscas, ni conferenciantes con prisas, Paquita ponía sobre la mesa de las facturas, los papeles y los recuentos, la que daba al gran ventanal a la calle, mesa anciana y danzarina por el vaivén de los años, cervezas frescas, refrescos de colores, y sus tradicionales y anuales canapés con mantequilla “ de la buena”, de la que sólo se servía y comía en las celebraciones, queso del bueno, picantillo y castellano, cuando no afrancesadamente cremoso, patatas fritas y aceitunas rellenas, unas de anchoas que no se veían, y otras de aire o de hueso. Quizá unas lonchas de jamón y unas rebanadas de salchichón con su pimienta, quizá…

El feliz feliz en tu día se podía cantar en quedo coro de voces para nada atipladas, sino susurrantes y danzarinas, como voces de coro parroquial o de coro romero, que entonces ni se sabía lo que era, que era cosa por inventar aún, como se estaban inventando ya las urnas electorales y el chorrico del agua del Paseo de Jesús. Cantar desganado y como con retintín aunque con alegría como para vestir a Paquita en su eterno traje de niña vestida de monja para hacer la Primera Comunión, cuanto que, ya la celebración, en años tantos, trenzaba más en la monotonía que en la algarabía; un tal quehacer cotidiano y ordinario, presente año tras año, hasta que el santo o la santa acaban pidiendo la mano del celebrante, y ni queso ni mantequilla “de la buena”, ni cerveza, ni posible jamón, recuerdan ya lo que un día se confundió con la felicidad.

La Señorita Paquita:

-¿Número?

-El 316

-Está ocupado

-¡Vaya por Dios!

Como si Dios también tuviera algo que ver con el hilillo telefónico, o fuera el culpable de un no poder hablar, o un hablar con interrupciones, en su cosa mágica de las charlas a través de un cable de cobre.

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Paquita encerrada en la fantasía con números de la Central Telefónica, y cuando se ponía los auriculares sobre la ondulación de sus cabellos grises parecía que se estuviera poniendo un cintillo o una diadema de adolescente a la que sólo le hacía falta una flor de plástico para vestir a Paquita de primavera y echarla a pasear por el Paseo de las moras, o hacerle un retrato romántico sentada en la tierra rodeada de amapolas y jaramagos con los vestidos claros y estampados de sus alegres juventudes en la Porcuna de los años veinte.

Paquita, ay, mi Paquita: la bienintencionada, la madrugadora cuando aún la noche hervía sus sombras sobre la calle Colón, y se preparaba su café con leche y poco azúcar para mojar en él unas galletas María, y bajando de su dormitorio hacía el mundo de las lucecitas de la Central, encendía las luces y le iluminaba al amanecer sus buenos días, mientras le abría al gran ventanal de la mesa escritorio sus maderas verdes, y descorría los visillos por ver si llovía, o pasaba un sereno sonando con las primeras luces de la mañana sus voces antiguas, iba preparando los tacos de las conferencias a las capitales, deshojándolos como si estuviera deshojando ramos de margaritas blancas y escritas con versos oscuros, les sacaba punta a los lapiceros de madera, y si estaban ya muy gastados los atornillaba a las clavijas viejas de los cables para que duraran un poco más, sacaba de los cajones de la labrada mesa tan barnizada las gomas de borrar, y las limpiaba como si estuviera sacándole brillos a unas joyas de bisutería, y lo iba colocando todo sobre las sillas y sobre la repisa de la ventanilla para que, cuando llegaran las niñas telefonistas se lo encontraran todo a mano y no demorar mucho en la labor de empezar presta la jornada, mientras ya Paquita atendía las primeras llamadas telefónicas, las más madrugadoras de las llamadas, las de los números uno, tres y veinticinco que todos sus despertares eran ir ya contándose los acontecimientos sin que los acontecimientos se hubieran producido aún, poniéndose Paquita los auriculares negros sobre sus rizos blancos, como si se estuviera poniendo un cintillo o una diadema de plástico.

Sentada sobre la silla giratoria Paquita le daba sus últimos repasos a las cuentas del día anterior antes de comunicar las novedades de los dividendos a Jaén, guardaba todos los tickets del día anterior en las cajas de cartón donde se guardaban los pasados de las llamadas telefónicas, y quizá ya iba escribiendo los telegramas que le iban dictando desde la capital sobre aquellos papeles azules que luego se doblaban como si fueran pequeñas cartas de amor que casi nunca llevaban escritas las buenas noticias, y cuando ya las niñas del primer turno estaban sentadas y atendedoras sobre sus sillas giratorias, y Sebastián se paseaba la central haciendo sonar el tambor de su zapato ortopédico, y Paquita veía que todo estaba en orden, todo en armonía, y cada mochuelo en su olivo, cogía su cenacho de plástico o su cenacho de ganchillo, y se iba a hacer las compras por la Plaza de Abastos, y quizá ya no volvía a Teléfonos hasta después del almuerzo de cuchara en casa de su cuñada Mari y de su hermano Paco por aquel viejo bloque de pisos de la Carrera, yendo hacía la farola, a mano izquierda , donde había unos cuantos libros muy viejos y muy leídos que me prestaban siempre, y una ventana que daba a la calle con sus visillos transparentes y acanalados por donde se veía el mundo de la vida pasar tan sosegadamente para una mujer que sólo aspiraba a su sencilla felicidad.

Paquita también tenía sus propias prohibiciones y sus propias manías, todo por el buen funcionamiento, el buen decoro y el mejor servicio de la centralita.

Paquita no quería que en la centralita se comieran pipas, pero en la centralita se comían pipas de Casa Paco o de cualquier otra casa:

-Niño,- me decían las niñas telefonistas mientras desgranaban con sus dientes niños el crujir sonoro de las semillas de tornasol-salte a la puerta y mira, a ver, por si viene Paquita; algo así parecido a lo que me decía mi abuelo Alfredo “Callao” por la Casa grande, por si venían los municipales o los uniformados tricornios con bigotes y lo sorprendieran en sus subversiones y asonadas comunistas.

Y si Paquita venía, asomando su bata estampada por la esquina de Rafalito Izquierdo, se recogían las cáscaras y las bolsas, se limpiaba todo de sus restos arqueológicos, de sus esqueletos, y allí no había pasado nada, aunque quedaba en el ambiente un olor de tuestes y sales derramadas.

-Niño- me decían las niñas telefonistas en las horas veraniegas de la siesta- ve al bar América, o a las heladeras de las escalerillas, y te traes una gaseosa de fresa de las que fabrica Nicolás “Caramulo”, o unos polillos, a ser mejor, napolitanos.

Era la calor del verano, cuando verdaderamente hacía calor, o la calor se sentía de otra forma, como más pegajosa de tan solitaria, como más de estar todo sólo, desértico, a eso de las cuatro o las cinco de la tarde, o casi coincidiendo con la hora mítica de la muerte de Ignacio el torero tan magistralmente cantada y contada por Lorca, como un cronista lírico detrás de los toriles. Y el niño- recadero con alas o espía con mil ojos- iba por los polos de a peseta para calmar la sed de las cinco de la tarde, esa sed que no calmaba el agua del porrón de verano, con un mucho de agua helada y unas gotas de potingue de fresa o potingue de menta o aroma de limón, que podría saber raro, incluso delicioso, pero nunca a menta, nunca a limón y nunca a fresa, aunque a saber, que de la fresa, por esos años sólo sabíamos su nombre pero no su sabor, todo lo más naranjas, manzanas y algún tonto de huerta con su cólico de barriga.
-Niño, mira por ver si viene Paquita.

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-Qué no, que Paquita estará rezando su Santo Rosario en casa de Mari, haciendo sus visitas de Cáritas, sus visitas a los enfermos, o haciendo su estancia y su estación de penitencia en casa de Pura la Monja, por la Acción Católica, tejiendo rosas de hilo para montar el puzzle de las colchas o de los cojines, mientras Pura la Monja confecciona flores con alambres y retales de telas, o repartiendo sus revistas de “El Perpetuo Socorro”, andando calles como monja carmelita de muy antiguo, fundando conventos, congregaciones y cofradías.

-Amén

Paquita no quería que en su centralita, las niñas telefonistas hiciesen media, ganchillo o bordados varios de letras para el ajuar, pero, lo cierto es que en la centralita de la calle Colón se elaboraban saquitos todos los días, como si de un taller de costura lanera se tratara. Pero el niño no salía ya a la puerta verde por ver si venía Paquita, que era esa una prohibición en desuso ya, porque, quizá, tejer saquitos de lana era cosa que a fuerza tenía que hacer una mujer, resultando en entretenimiento de ama de casa como Dios manda.

-Comer pipas, polos y demás chucherías no- decía Paquita- que eso es vicio y pecado, ayuda a la distracción, crea hábitos perniciosos y malos pensamientos. La media de lana, de hilo, de ganchillo, o el bordado de las iniciales no se prohíben, que eso se comprende, y es de mujer de su casa y futura buena madre de familia.

-Niño, te voy a hacer un saquito a listas blancas y rojas, como una bandera apócrifa de un país aún por descubrir para que lo estrenes el Viernes Santo.

Y Paquita me hizo un saquito de lana, prieto, cálido, un poco agobiante en el cuello, que yo me ponía por Semana Santa, hiciera frío o hiciera calor, para que Paquita me lo viera puesto y me dijera qué guapo estás.

-Y mañana te empiezo a tejer una bufanda blanca con calados para el invierno de las aceitunas, que esto del frío afecta mucho a la garganta de los poetas.

Y Paquita me hizo una bufanda de hilo que, hasta hace pocos años aún me ponía al cuello, como, si poniéndomela, me estuviera abrigando con la siempre calor Paquita.

El veintidós de diciembre de mil novecientos setenta y ocho, coincidiendo con el sorteo de la Lotería de Navidad y su gordo de los millones, la Centralita Telefónica cerró sus puertas tras casi medio siglo uniendo voces y mensajes. Cuadrado y Amarillo, los celadores, cortaron los cables de la vieja y caduca comunicación por encargo, y comenzó en Porcuna la era del teléfono automático, libre y personal desde las casas o desde las cabinas telefónicas. La muerte de la querida Central dejó lágrimas y recuerdos en todos los rostros de los que asistimos al terrible pero irremediable acto. En la repostería del Casino tomamos unas cervezas, unas gaseosas y unos aperitivos, y ante la tristeza del fin, del final de una época absolutamente irrepetible y lírica, brindamos por un futuro lleno de acontecimientos esperanzados, por lo que, un país, ya democrático, prometía. El brindis del adiós abrió paso al progreso y a la realidad de un recuerdo.

Se cerró Teléfonos, pero, en absoluto, se cerró mi contacto y amistad con Paquita, tanto en su casa como en casa de Mari, su cuñada, y Paco, su hermano. Constantes visitas, casi en el día a día, cuando todas las tardes subía yo para los centros y los otros límites del pueblo leyendo un libro por las calles, para seguir leyéndolo sentando en un pino del Paseo o en el trono imperial del Sillón de la reina; largas y armoniosas charlas a la luz de la tarde entrando por las ventanas; recuerdos del pasado y la esperanza del porvenir fermentaron una solidad amistad llena de confianza, ánimos y cariños entusiastas y verdaderos.

También llegaron los años de la conciencia, del trabajo, de la lectura, de la escritura y del conocimiento. El niño de ayer se iba haciendo hombre. Dejada atrás la niñez, la adolescencia abría sus manos, los sueños del no hacer nada se esfumaban, y nacía la necesidad del trabajo para vivir, para sobrevivir o para ir tirando, y algunos versos rimados en el silencio de una noche con estrellas.

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Mi tesoro son las muchas cartas que Paquita me enviaba a Francia, a aquel Beaumont Monteux de los lagos, los regadíos y los árboles frutales, siempre con sus saludos y notas de Mari y Paco; y el tesoro que yo le ofrecía a Paquita era la lectura de mis poemas, mis incipientes versillos que, gustosamente le leía, para que Paquita me dijera “¡qué bonito!”
Paquita me enseñó a leer poesía casi al mismo tiempo que comenzaba yo a escribir poesía, y con su buena memoria y mejor belleza recitadora de lectora de Acción católica, lírica y sentimental, Paquita, de vez en cuando, me recitaba de un tirón la “Carta del poema El tren expreso” de Campoamor, que, como bien decía don Domingo Ballesteros en un viejo artículo, ya era poeta poco leído:


“Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros
Cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
Juró estar viva a vuestro lado un día”

Pero Paquita se nos fue, como, definitivamente, nos iremos todos, más tarde o más temprano. Paquita se nos fue y todos los que la conocimos, y a todos los que la quisimos, se nos quedó un dolorcillo en el corazón que nos hablaba de su ausencia, y una benefactora imagen del recuerdo que nos bendecía con los muchos momentos vividos, con los muchos y gratos momentos que pasamos en su compañía.

Paquita se nos fue, y con ella se nos fue también un pellizco importante de la historia más reciente de nuestro pueblo. Al recordar esos años, nacen imágenes de lugares y de estampas hoy totalmente borrados de la fisonomía loca y anárquica de la actual Porcuna, y de gentes y personajillos que fueron símbolos, más populares que privilegiados, más poéticos que reales, de la faz setentera local: aquellas imágenes que hoy se retienen en los ojos como fantasmas, y por donde aún nos hablan sus palabras y sus miradas.

Paquita ya no está: se nos fue para ser ángel en el cielo en que tanto confiaba y al que tanto rezaba. La Señorita Paquita descansó en paz para siempre, pero por aquí, los suyos, los que tuvimos su amistad y su apoyo, los que aprendimos con su trabajo, con su bondad, con su señorío, con su entrega, con su lucha, con su amabilidad, con sus buenas maneras y con su lírica, seguiremos siempre creyendo en su presencia.


Alfredo González Callado
(Porcuna, 1997/Mijas Playa 2013/Martos 2015)

Teléfonos: La Central telefónica de la calle Colón

En el día en que los Niños de San Ildefonso: enanitos trajeados y estudiantiles, loteros voceadores, jilguerillos con trinos y con plumas, inmaculados de números como ángeles albertinos, ángeles que eran más imágenes que palabras, aunque en sus palabras llevarán el ensueño de los billetes verdes, cantaban en operísticos gorjeos de pájaros desafinados los números premiados en la Lotería de Navidad. En ese día en el que la lotería no volvió a tocar en Porcuna, los mantecados, mazapanes y turrones blandos de almendra se anunciaban por el blanco y negro de las teles, los cochinos eran sacrificados, cristianamente, en el festejo taurino de las matanzas caseras, y los olivos preparaban sus cosechas de aceitunas para “después de la Virgen”, Teléfonos, o sea, la Central telefónica de Porcuna, de allá por la calle Colón y siempre calle El Potro, y por el año del Señor de mil novecientos setenta y ocho, cerraba su puerta verde y sus verdes ventanales; descolgaban su cartel blanco de letras negras ¿o eran rojas?, y se inauguraban en Porcuna los nuevos tiempos de las llamadas telefónicas automáticas, que no era otra cosa, que, cada vecino, con su dedo índice, o el dedo que más le viniera en gana o manejo, en teléfonos privados, o en los que guardaban, como casitas de muñecas, las acristaladas cabinas convenientemente instaladas en los céntricos o periféricos lugares de la población, se las apañara por sí sólo para marcar los números telefónicos que se le vinieran al dedo o al corazón. Era el año finiquitando de 1978, primera fecha en que el progreso parecía iba apareciendo en sus primeros pasitos en el pueblo, aunque, Porcuna andaba aún en alcalde con bigotes, medicinas, abolengos y cabellos canos.

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Los Niños de San Ildefonso no nos dieron ningún premio, que por aquí hemos tenido siempre la suerte de la pedrea de la aceituna y la ensalada de verano como un mal menor, pero, había que ver las colas de porcuneros y porcuneras que se formaban delante de las cabinas telefónicas- primer deslumbre de la libertad individual que acarreaba la democracia- por el simple placer de hacer girar el circulito agujereado de los números que daban a las habladurías, sin tener que recurrir al socorrido ayudantío de las niñas de teléfonos, aunque, aun así, y a menudo, las gentes que telefoneaban desde las cabinas, buscaban o tenían la suerte de encontrarse con algunas de estas niñas, sabias en números y en conferencias, para que les ayudaran a ponerse en orden y en contacto con algún familiar del Carmelo barcelonés o del García Noblejas madrileño y arrabalero, con el tango del gitano encendiendo candelas para cantar por Camarón.

Porcuna, ya automatizada en números y en ruedecitas, se preparaba para su progreso del ahí cada cual se las apañe como pueda, mientras, los que, hasta esa fecha, bombonera y mágica de las álgebras angelicales, desaladas e inciertas en combinaciones y décimos, que habíamos pasado años de nuestras cortas vidas en la Centralita telefónica, nos merendábamos un ágape corto de jamón serrano, salchichón con pimienta, cervezas, vinos y azucarados refrescos de colores, en el modernista salón “El Triunfo”, aun sin fotografías en blanco y negro de los hechos del ayer, entre lágrimas y alegrías, anécdotas, brindis y recuerdos para llenar tres pueblos y un par de solares en obranzas, con un deje de melancolía sin llegar a ser nostalgia, que es malo sopapo para las venas y los ensueñes con besos, sí ponían las carnes a punto de gallina, como una pepitoria de suave hervor en hornilla de yeso, abundancia de papas, cartericas de color e islitas de carne, con más caldo que consistencia, y más sudor que masticaura.

Por ahí, por “El Triunfo” de José María “El Vivi”, andábamos los telefoneros en aquel sorteo de Navidad, en que, ni el gordo ni el flaco volvió a caer sobre Porcuna sino unas cuantas pedreas repartidas en las participaciones de las Hermandades, o un jamón de pata blanca o una ristra de chorizos como aquellos que sorteaban “El Oliver” y Manolín “El Andóbar”, aunque eso sería en unos años aún por venir, y en unas circunstancias más trágicas , plenas, y confusamente democráticas.

Mañanita de automáticos en cabinitas de cristal con sus ruedecitas numeradas, aun sin el lustre de los dedos dibujando surcos oscuros, como negros pespuntes grisáceos de sandalias de goma sobre los niños pies de los veranos.

Cortados los cables- las cadenas- que nos hacían libres, europeos, mundanos y adamadamente “niñas de teléfonos”. Desconectados de un mundo hirsuto, pequeño y prioritario en sus primeras necesidades, que en Porcuna apenas sobrepasaban los trescientos teléfonos, y nos arrojaban al ducho y alfabeto mundo de las amplitudes, las miras altas, y, el reojo por ver si nos acechaban, y sentirnos todavía el hormigueo de seguir queriendo ser mirados por las ventanicas encajadas, con un sálvese quien pueda en un derribe de viejas y asfixiantes proclamas, a punto, seguro, de ser irreconocibles.

Invierno presentido en fardos y varas para el vareo. Platitos de jamón veteado de paletilla en blanca tocineta, con su sudor de aceites sin almazaras, poco, para qué nos vamos a engañar, que tampoco estaba la hucha telefonera de la Señorita Paquita como para malgastar en saraos, cuando tan altos se hacían los duros de los garbanzos, las pesetas de los tocinos añejos y los reales de los huesos de jarrete o de espinazo, tan apurados en carne, que ni al chupeteo de la lengua le llegaba brizna jabuga, a no más, médula amarillenta y rancia despegándose en calcio amalgamando sabores.
En un juego de brindis, los telefoneros nos mirábamos como en una despedida eterna que sonaba a despedida de soltero: la Señorita Paquita, ya puesta en rebequita de otoño, como un ama de llaves, no atrevida en porterías ni aldabonazos nocturnos, tintineándole las llaves de la mansión telefonera sobre sus manos de arrugas imitando cantos oscuros de mansiones con fantasmas. Sebastián, muy de zapato alto y negro ondulándole en las caderas como en un juego caminero de tacones, y dibujándosele por la nariz y los carrillos, en un manejo de acuarelas pastel, coloraciones manchegas. Cuadrado y Amarillo, celadores de la clavija y las composturas de las averías: agitanados sin tribu y sin clan en un caló de números y fatuas antigüedades. Pili ya ida a sus madriles imaginarios, con su jersey de punto escotado en cuello de cisne y su aire de Janis Joplin del Albercón. Mari Trini en el mundo seglar de las doncellas de balcón soñando lunas de miel. Alicia en aldaba de relojería, cadenitas de plata y alpaca de romería. Ana Mari a la rabaila de la ojera con personalidad y con armas de mujer con labia, que se decía orgullo, como un “que nadie me baile el baile que no es preciso bailar”, preparando la mudanza para las tierras cercanas del garbanzo tostao y el cante por Valderrama. Salud ya casi colona de las chavistas distancias de los océanos, marcando el paso que marcan los saltos de las cunetas. Cati melancólica de baile y lozanía de caderas en vaqueros, en un agarrao de luces con melosas baladas de Joe Dassin. Y de arrimados al cotarro del serrano de cámara y sal gorda, la gaseosa de colores y el vinillo amontillao, Mari y Paco Torres, cuñada y hermano de la Señorita Paquita, por eso de que, en toda celebración hay que poner un poquillo de familia, como si fuera banquete de anillos, y porque, quiérase o no, también formaban parte del femenino clan de las telefonistas. Y yo, con mis quince años, mi poca escuela, muchos libros y varios años de aceituna, y más sombras que rimas por concebir: el niño de los telegramas, el mancebo de los giros de veinte duros y diez céntimos de propina, y el hortera de los avisos de conferencia, con mi Mirinda de naranja en su feria sin bombillas ni barquillas de colores, diciéndole adiós con una mano de versos y otra mano de ironías inconclusas, a un sueño de cinco años , que fue como un juego jugado en una casa de muñecas: bombillerías amarillas guiñando sus ojos, por donde se agrupaban en sí, todos los sitios de Porcuna.


*****

La Señorita Paquita echaba para atrás la otoñal colcha de los rosetones de ganchillo, verdes, rojos, amarillos y anaranjados, primorosamente engarzados, tal si fueran cuentas de un rosario de lanas, en un puzzle de mosaico romano o azulejo tunecino, y el día comenzaba en la Centralita telefónica. Y era este despertar de Paquita, como el amanecer del pueblo de Porcuna, con la primera conversación de la mañana:

-¿Número?

-El 316

-Le pongo

Y con las claras gafitas de carey y los cristales de aumento en culo de botella, puestas sobre sus cara de abuela con remilgos, aún soñolientos los ojos del breve y siempre interrumpido sueño nocturno, la Señorita Paquita ponía en comunicación a Porcuna con el mundo; aún sin retocar los grises y blancos caracoles de su cabellera, ondulándole en un mar de lejanas y presentidas olas, o un rebrillar culebreo de dunas en un desierto africano dibujándosele graso en la luna iridiscencia de la brillantina. La Señorita Paquita en vestido de verano, estampado en florecillas blancas, negras y grises, con más oscuros que claros, como un semiluto pálido y eterno, y pendientes de oro con piedra negra, de cuando era el año, el año de la pera, y alpargatillas planas y negras y cómodas de mujer con los pies cansados, como de bailarina de salón, alucinada de números y de bombillas amarillas.

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La Señorita Paquita abría el verde ventanal de la centralita, y un tímido sol de verano con ranuras, levantaba, con palpitar de motas de polvo, lapiceros sin color y libretillas de apuntes. Luego, la Señorita Paquita abría la puerta principal, robusta en pino y sobria en su verde carruaje, y, no era de extrañar que ya, y a la puerta de Teléfonos, hubiera ya alguien, de los que no tenían teléfono en su salón, ni mueble bar con muñequita de gitana, esperando el pase usted de los buenos días que daba turnos a las conferencias o los telegramas:

-Madruga usted mucho para llamar por teléfono….

-Es que andamos con muerto en casa, Señorita Paquita, y hay que llevar el dolor en telegramas azules a los cuatro puntos cardinales de la tierra, por donde andan los forasteros del veranillo.

-¡Dios lo tenga en su santa gloria!

-Tampoco es que se la tuviera muy bien ganada, Señorita Paquita, tampoco es que se la tuviera….

La Señorita Paquita cogía entre sus blancas manos de nobleza en arrugas y pecas de color, el sagrado rosario de cuentas blancas de las cinco de la tarde, y, recogida en el baile carrusel de la silla giratoria, pedía paz y descanso para el finado mañanero y madrugón, en un balbuceo de palabras sólo entendibles por Dios y algún ángel despistado durmiendo la siesta en alguna nube sin agua. Oraciones presentidas en el alma buena de aquella ejemplar porcunera, sin más torres que su central telefónica.

-Yo te ruego Señor por el alma del hermano…….

De la calle Colón, al límite de la Carrera, los establecimientos subían el muelle sonoro de sus cortinas metálicas, poniendo música de orfeón desafinado a los céntricos despertares de los acontecimientos. El verano se presentía ya en el cantar bullicioso y sacrificial del gallo y en su calina mañanera. Aún antes de que el sol iluminara las milagreras y beatas piedras de la Parroquia, y mientras los naranjos de la Plazoleta despedían su olor adolescente de naranjitas amargas aún en sus leves pudores verdes, por la taberna de Benito “El Guiñolero”, los hombres de blusas a cuadros, pantalones de hoz sin martillo y zapatos de Sagarra, entre aguardiente dulce o seco, coñac del lugar, y cigarrillos Celta con filtro o desemboquillaos, que se apagaban en el áspero pegamento de los labios, sin más resquemor que la nostalgia dibujada en las comisuras, esperaban, mano con mano, pierna hacia atrás con pose de esposados o de estar sujetando una pared, a que llegara la hora en que, los manijeros de las grandes fincas de los señoritos de puro, casino y “Arriba” llegasen con el cierto paso de los que de jornal fijo presumían, para buscar entre las concurrencias jornaleras, los quince o veinte hombres que le hicieran la siega, el esfareto, el aclare del algodón, o el perfume de la matalahúva, antes de que el alto sol del mediodía empapara los anudados pañuelos de las cabezas con más sudor que pesetillas, por esos campos resecos del arduo terruño y las rubénicas espigas de oro.

Francisco Palomo, en su covacha de papeles, gorras y tabacos, vendía tres ABC, un PUEBLO y cuatro ARRIBA; diez paquetillos de tabaco, dos picaduras, una maquinilla para el lápiz y cinco fotonovelas de “Lucecita” o “Simplemente María”, que pasaban de mano en mano como novio complaciente en todas y querido en ninguna.

Para paños de abrigo o de pelliza, corte de telas para camisa o pantalón, y excelsas pasamanerías llenas de blondas y arabescos, “La Nina Peñas” abría, mañanera y elegante, el claro mirar de los nobles escaparates de Manuel Peña, para recibir las visitas de las que preparaban boda, fiesta de guardar, feria con cachivaches o perpetuidad de luto, con velos y sin pendientes, y como en un anuncio de radio “todo pagado en cómodas mensualidades”, de esas cómodas mensualidades que Nina cobraba, de casa en casa, desde el lunar hindú de su frente, agujereando cartoncitos amarillos con su taladradora de acero.

En la Imprenta de Cobo se podían estar ya preparando los programas de Feria real. A la luz de una bombilla mosquitera, con olor a papel y alcohol de tintas, Juan Cobo hilaba, como bordador de sutilezas antiguas, las letras del abecedario hasta tejer el pliego de la poesía cursi, el saluda de la alcaldía y el programa de celebraciones y variedades.

De las consultas de don Manuel Santiago o de don Carlos, unos con su tos de viejos, y los otros con sus paperas y sus pinchos de niños, se allegaban hasta la farmacia de doña Araceli, con los papelones médicos de las recetas para la pastilla, el jarabe o la pomada milagrera que aliviara el dolor anciano de las articulaciones, mientras Mariconchi Torres buscaba por las estanterías de la rebotica las cajitas de los medicamentos.

En la taberna de Hita, olores de taberna antigua, avellanas sin cáscara y aceitunas aliñadas de tomillo, laurel, ajo y corteza de naranja, con Enrique Hita recorriendo de un lado a otro lado la barra de su bar pareciendo más marqués que tabernero.

Por las callejuelas que se recogen y adornan en el centro parroquial, de las alejadas calles del lagarto, la loseta en piedra y el adoquín parisién, las mujeres, en los claros y alegres colores floreados de los vestidos veraniegos, subían hacía la Plaza con sus cenachos de mimbre y doble tapa, olorosas a Heno de Pravia y a colonia de limón abrillantándose en el leve caracoleo de las permanentes.

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Niños de tempranos despertares, pantalones cortos, sandalias de goma y camisetas blancas de tirantes, endiablaban a Espiri en su carrillo azul, demandando pipas, jobitos, chicles de menta, pirulines, palotes y caramelos de colores, enseñando en manos sudorosas las cuatro perrillas de los céntimos, hasta quedarse todo en tristes bolsas de plástico vacías, donde brillaban, sin luz, las sales de los tornasoles, o le compraban a Benito, el heladero sordo, sus cortes de helado para comérselos sentados en algún pino de la Plazoleta.

En la covacha de Izquierdo, los horteras de mostrador, en adolescentes miras, expendían hilos de colores, botones de plástico o de nácar, y cremalleras de portañuela a las niñas ayudantes de las costureras, con sus vestidos a media rodilla, por donde brillaba el ciempiés de los hilvanes, y el brillo metálico de la aguja pellizcando el envés donde comenzaba a alumbrar la candidez de los pechitos virginales.

Por el Ayuntamiento ametrallamientos de máquinas de escribir aporreadas a un dedo en los cumplimientos de oficios y pliegos de construcción. Los municipales de gris y correajes blancos hacían la corte de los saludos a las autoridades de traje, corbata y Uve de Movimiento, que ascendían la escalinata de piedra como quien se recoge en palacio, mientras el arco triunfal de la Carrera, no recibía más victorias que las domingueras cabalgatas de los mayordomos de Alharilla, y el cine Alcázar iba muriendo en una agonía de sombras ilustradas y piedras guerreras de Maricastaña , e ilusión mora de hiedras trepantes en el eco sensiblero y grácil del olvido, mientras “Los Valencianos” no sabían ya si abrir o cerrar su covacha de los chuches, o volverse para Valencia a vivir de bisabuelos.

Tras el Arco, una calma de mañanero despertar, con tres coches circulando con más duros que abolengos rancios. El escaparate de César desarraigando el sol en la sombra en blanco y negro de los retratos, con poses y aposturas de periódico de sucesos, con un se busca grabado en las frentes, y en las manos aprensiones de ambiguas sensibilidades.

Un autobús de línea esperando a sus viajeros en la rancia vetustez señorial de su apeadero, acera con acera del bar Parada de Manolo “el del Bar Parada” donde hervía el café de puchero en un glu glu de presentidos aromas celebrantes traídos de los paraísos perdidos de Milton, como celebrado era montar en el autobús de línea, lleno de humos y de toses y caramelos de menta para el mareo, para hacer la visita capitalina al lugar de las escayolas, los rayos x, el prenderío jaenero del pret á porter, la cervecita y la Fanta en la Gamba de oro o el Boquerón de plata, y una bolsa de patatas fritas de Casa Paco para entretener el diente en el camino de vuelta, y una bolsilla de papel llena de avellanas cordobesas, o chorchos amarillos y húmedos, para el roer de la vecindad.

Y un mozo en copas de cristal y bandejas de aluminio, hablar gangoso, padre con ceguera y primo cantante, descorriendo el toldo servil y señorial de la clientela del bar América, esa cosa noble con losetas viejas en rojo, maderas, si no nobles, casquivanas, y mármoles, si no de Carrara, sí de Carrera.

En los Navas, televisores Inter y Telefunken, en blanco y negro para las seiscientas veinticinco líneas de los cantes y los noticieros del Parte; radiocasés en gris y aluminio para escuchar el cante flamenco que se escuchaba en las aceras de las casas cuando los cortinones descorrían las adormideras de las siestas.

Y Luis Salas componiendo, entre lupas, pinzas y tornillerías de luxe- cirujano de las entrañas metálicas- el desarreglo vociferante de los relojes de pulsera, entre tanto, en los espejos se reconocía aún en aquel Luisito “el babero” de las glorias futbolísticas por el Estadio de San Benito.


*****

Diciendo el grave reloj de las campanas sus horas antiguas, como relojes durmientes de pared en los palaciegos salones blasonados, oscuros y olorosos a maderas carcomidas, y recios cortinajes versallescos, ya abiertas de par en par las puertas verdes de Teléfonos, calle abajo, Colón abajo, calle el Potro abajo, allegadas desde los cuatro confines del universo porcunés, las niñas trabajadoras de la Central telefónica entraban en la arborescente jungla de los tres cuadros telefónicos, donde ya alumbraban, en urgentes despertares, las bombillitas amarillas, donde danzaban los números sus amalgamas roncas de las noticias, los cotilleos, o el té de las cinco de la tarde con pastelillos de Tarín o del Pastelerito:

-¿Número?

-Ponme con don Manuel Santiago.

-¿Y qué número es ese?

-¿Y a mí me vas a preguntar qué número es?

Del escalón de piedra descendía el taconerío de aguja de las niñas telefonistas, dejando por el antiguo baldosado bicolor, que tantos pasos escucharon y en tantas esperas insistieron, un eco de bailes modernos en ropa de temporada, y sus perfumes de colonias sin pedigrí comprada donde Antonio Cruz su droguería, por la Plaza donde los mártires antiguos ya se iban olvidando de su martirio.

Alicia, Mari Trini, Pili, Ana Mari, Cati y Salud, como seis días de la semana intercambiándose en domingo y en sus horas y en sus quehaceres, tornadizas voluminosidades de niñas de calendario posando en los tres cuadros de la Central, en cientos, en doscientos y en trescientos, con sus bombillicas de los números guiñando los abiertos ojos de sus amarillos, como queriendo ser los apuestos caballeros que sedujeran a estas seis niñas de leche, y sus minuteros redondos para no perder ni un segundo de las llamadas, a tantos céntimos la palabra o el minuto de la voz, y la rueda negra de los agujeros con sus diez números esculpidos , donde los dedos de las niñas bailaban el vals de las conferencias interplanetarias, y su ventanica de cristal de escaparate, ovalada en sus arribas, como una hornacina de santo o de virgen, por donde asomaban las cabezas y las súplicas demandando atención y una conferencia para saber, o una confesión sin pecados concebidos: primeras flores del jardín de los números, hindúes niñas en los saris de sus pestañas, encantadoras de las escondidas cobras de los cables con sus clavijas, que, en musiqueo de flauta y tamboril, salían de sus oscuridades de mimbre y de sótano para conectar dos o más voluntades palabreras.

Mientras tantos las gentes esperaban en la pequeña sala de espera de la centralita el momento en que les llegara la hora de ponerse el teléfono en las orejas y comenzar las charlas, sentadas en el banco de tablitas de maderas pintadas de marrón que tan pequeño se quedaba cuando la sala de espera se abarrotaba de gente, y era todo como un murmullo de avispas dentro de su panal a las que siempre se les tenía que pedir silencio, como hacía don Manuel Santiago en su consulta, para que los que hablaban por teléfono se pudieran entender; los dos teléfonos que había dentro de la centralita, el uno al aire libre y al escuche de todos y que pocos querían hablar por él, que por aquello de la intimidad, todos los más deseaban el teléfono que estaba dentro de la cabina: esa puerta de madera pintada de marrón con su cristal, que se abría como un cuarto misterioso, y enfrente el teléfono negro sonando la siguiente llamada. Muchos minutos y hasta horas de espera las que tenían que aguardar las concurrentes gentes de la Central telefónica, que muchas veces las conferencias se hacían largas y largas, y las gentes cansadas de esperar se salían a las puertas para ver a los caminantes que bajaban y subían la calle Colón, mirando el trasiego de la farmacia de doña Araceli o escuchando los chirridos de la imprenta de Cobo imprimiendo sus programas festivos. Un pulular de gentes dentro de la Central telefónica esperando su turno, mientras se comían sus uñas o se comían sus pipas:

-¿Le queda mucho a la conferencia?

-Lo que tarden en acabar los dos teléfonos ocupados.

-¡Cuántas cosas contándose!

Alicia, Mari Trini, Pili, Ana Mari, Cati y Salud celebrando en números las horas de los salarios para llenar de prendas las arcas de las ajuares, las luces de los sí quiero, las sombras de las cortinas, celebrando en los paseos esas miradas que se curvaban y de repente, venían a dar en unos ojos. Y Sebastián, el sólo hombre entre tanta dama, como el séptimo día, el domingo que faltaba: la semana completa; un hombre entre tanta flor, una ronquera entre tanto violín, álamo entre tanto pétalo. Sebastián, que miraba desde la altitud doble de su zapato negro y ortopédico, con ese color grana que le dibujaba en la cara el fuego de las vendimias manchegas, su toseura de humos emboquillaos saliendo por la garganta y yendo a parar a la sepultura o el lienzo sacramental de un pañuelo de ajuar sin boda, como un albo por entre un juego de cuevas inquietadas entre dientes: dragón que vocifera buscando la salida donde estar a la luz, y ser en la luz comprometido. Sebastián con su chaquetilla de lana verde de los inviernos, sobre camisa a rayas abrochada en sus cuatro botones amarronados. Sebastián, con su inquietud de mozo viejo adormilado en las magras carnes de las imaginaciones. Guardián de niñas Sebastián. Sebastián de viento, de humos, de manos sin callos y con vasos de tabernas. Trotador enclenque de los pasos de andas; poesía rimada viniendo a dar en cante: agricultor perdido entre tanto enchufe y entre tanta costura, Sebastián.

Y Paquita, la Señorita Paquita, que era como la dama de compañía, la huraña sensible y bonachona dama de la guarda para esas seis niñas conventuales, leves y sentimentales. Dama de llaves de un Manderley de cables, números y operetas, apostada como un stop virginal en el quicio de la puerta verde, para salvaguardar a sus seis niñas de todo lo que no fuera una conferencia telefónica.

Y yo, que era alguien que pasaba por allí y decidió quedarse por un tiempo, quizá para poder escribir esto que ahora escribo: una forma de evitar el silencio y el olvido y como otra forma de contar y narrar la historia de Porcuna.
ALICIA. Alicia era la casada de esta clausura de mozas en la edad del pavo de los noviazgos, del frufrú de las faldas en los calmos atardeceres de las pipas de girasol y las espigas de cebada por el Paseo de Jesús. Alicia escribía en las hojas de los cuadernillos donde se apuntaban las palabras y los números de las conferencias, como dibujando arabescos en los yesos y en los alabastros de las mezquitas coránicas. Alicia ondulaba su escritura como si viniera una ola y hubiera que apartar el bolígrafo para que no mojara la tinta y quedara todo en mancha de acuarela. Yo siempre quería imitar la escritura ondulante y danzarina de Alicia para evitar la letra mía, que mi letra siempre ha sido, es y será, si es algún día más, letra nerviosa, de esa que se escribe a la misma velocidad con que se piensa; letra de médico de la métrica y la rima musical; pero me salía una letra amanerada que apenas me duraba un par de líneas, como un Renoir imitado por un pintor de brocha gorda, de escalera y gotelé, siendo la escritura de Alicia, escritura lenta, parsimoniosa, letra sin prisas pensada en dibujo, condensada y condenada en la parsimonia gótica del adorno y los códices eclesiásticos:

-¿Número?

-Buenas, ¿Me pones con Mari?

Y Alicia marcaba en la rueda mágica de las conferencias, el número del Hotel Rey Fernando de Jaén, para que, Manolo el Guiñolero, “El Niño Porcuna”, se pusiera al habla con Mari, su platónico amor capitalino, su Dulcinea de los secretos y los recados, la confidente fiel de sus enmascaramientos, cuitas y presuntuosidades. Y Manolo a Mari, que era la telefonista del mencionado hotel, confabulada, de telefonista a telefonista, como una hermandad con las comunicadoras porcuneras, la iba contando Manolo las clarividencias maravillosas que se forjaban en su mente de niño o de leyenda, con prosas sin escrituras, hasta adentrarnos a todos en el mundo mágico, onírico, metafórico, lírico y creador, como un Dios de cornisa, de sus excelentísimas fabulaciones. Un Manolo en el que creíamos ver un loco, pero sólo era un sueño del que nunca quiso despertar, un niño poeta al que todos los noes se le trocaban ambarinos.

Y mientras, dale que te pego, Alicia haciendo fotos, que era Alicia aficionada al arte del encuadre y el disparo: pintora con el pincel de los carretes de colores y las aposturas gallardas, para que siempre permanecieran ahí las niñas, en el lugar donde nunca mueren las cosas de los sentimientos y los rostros que los contuvieron, ni se mustian las rosas nada más que en la mirada que tiene miedo de verse en el pasado.

PILI. Pili, entre número y número, y entre conferencia y conferencia, sobre todo en las calmas horas de los días de guardar, las festividades de luto o de taconeo, y las siestas de los veranos, con piscina en la Galga y gazpacho en el dornillo, tejía y destejía jerséis de lana de hippies componendas que se le quedaban en feminismos rebeldes de Paco Ibáñez o Aguaviva cantando a los poetas andaluces de ahora, como una Penélope de cuadro, cantina y cigarrillo rubio mentolao, que nunca quiere terminar lo tejido por si se le acaba el mundo. Pili se envolvía en sí como en su firma, con ese Pili encerrado en la G de su Gascón, como paraguas que la fuera protegiendo de las tormentas que le llegaran por la vida. Pili en la cueva-firma de su G, más que de niña asustada, de rosa que no quiere desprender sus aromas, desperdiciar sus pétalos en los sensibleros y ladradores noes de las cosas ya dichas y de los nombres con tiquismiquis y de los hombres tan presentidos y tan sabidos y tan orgullosos de su raza o de sus sueños falsos.

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Pili de rubio y de melena lisa, y pulseritas de perlas y bisuterías de tenderetes adornando la estrechez de sus muñecas niñas. Pili de pedrería y adornos de baratillo. Pili de mercadillo llamado de Retales y sombras de sauces llorones o de moreras con moras, que en lugar de llorar lágrimas o azúcares, sienten inquietudes más abiertas, más del mundo, más allá de las cuatro lindes de Despeñaperros. Sin saber, hoy siento y presiento, que Pili era la niña más clarividente de todas las niñas de Teléfonos. La niña que no quería ser niña de acera y callejuela con bombilla sino de teatros y de jardines amplios con surtidores de agua. Si a Pili le tuviera que poner música, Pili se iría por lo de Janis Joplin, entre un “Piece of my heart” y un “Maybe”, afónico, gritado y cigarrero. Aunque, tal vez me sorprenda Pili, cantando por Paco Ibáñez, unas “Palabras para Julia”, por ejemplo.

MARI TRINI. Mari Trini no cantaba “Amores se van marchando como las olas del mar”, ni tampoco el “Yo no soy esa que tú te imaginas”, que le vendría mejor cantar a Pili o Ana Mari. Mari Trini cantaba su música entre dientes, haciéndosele flautillo y silbido tímido, o quizá fuera otra música trastocada para que nunca le pilláramos la letra; y si presentíamos una palabra sacada como de mil escuchas, se golpeaba la cabeza con las uñas francesas de sus manos, y se nos iba para el otro mundo, ese mundo donde sólo hay Campanillas asaeteando de dulces de algodón los aires ilusorios de los cielos, o bajaba por el agujero de los sueños hasta encontrarse con las imaginaciones de Alicia en su país de las maravillas.

Mari Trini, la lectora y la armoniosa, la ensimismada, la que estaba pero parecía no estar.

-¿Ha llegado Mari Trini?

-Pues no sé, tal vez sí, que debe estar ahí en sus recogimientos.

Mari Trini también tejía y destejía sus jerséis de lana, pero, al contrario de Pili, que iba a lo Janis Joplin, que ya dije, los jerséis que tejía y destejía Mari Trini, se quedaban en una sobriedad de prendas ya presentidas, rebequitas de película y labios sin pintar, sabidas en el lado opuesto donde se adornaban los arco iris.

A María, que era la telefonista de la Central telefónica de Lopera; María, de bambo austero de abuela virgen, casta, pura y resabiada, de abuela con tazón de leche migado con pan y comido a la desesperada mientras miraba al infinito desde las rajas superiores de sus gafas de vista, como si mirara nieblas o amenazas de hombres varoniles y fieros, siempre se pedía a Mari Trini, o, como mal menor a Alicia o Cati, para dictarle los números de las conferencias loperanas hacia los madriles o hacia los carmelos, que le tenían que marcar los dedos de las niñas porcuneras, porque Mari Trini era la telefonista con calma, y uf calla, calla, que más o menos podía soportarla, que era María, la telefonista de Lopera, con su tazón de leche migado con pan y sus rulos de plástico, mujer de armas tomar y de lengua con quejas y con palabros, que siempre se salía por los cerros de Úbeda, y, cuando no había cerros, ella se inventaba montañas, con sus subidas y sus bajadas, para dar y para tomar.

-¡Mari Trini!, ¡ponme una conferencia a Barcelona!

-Sí, María, en cinco minutos.

-¡En cinco minutos no, ya!

ANA MARI. Ana Mari se sabía todas las bodas que había en Porcuna o habrían de a Porcuna llegar; y todos los embarazos, deseados o no deseados, que se escondían entre faja y vergüenza, hasta que estallaba la faja o desaparecía la vergüenza, en velo blanco o en traje de chaqueta, oscuro, como traje de duelo; y Ana Mari se sabía todos los noviazgos sin tregua, habidos y por haber, y todas las treguas con montes y avisos de cornamentas, cuando no cornamentas ya sin avisar, y tan francas y tan aceptadas. Ana Mari era como la revista del corazón de la Centralita telefónica, una revista del corazón que no iba más allá de la Cruz blanca, o como mucho, no pasaba del cortijo de la Carraca. Ana Mari en rubio e ironía: melena rubia y lisa de rulo de papel higiénico del “Elefante”, recio como lija en el silencio de las hemorroides y cepillado de secador de aire a ciento veinticinco, o sea, lento; reluciente de lavado en champú Sunsilk de huevo que dejaba el cabello para lucir en lo tórrido del verano, y para ondular en las otoñales tardes, tristes y melancólicas de viento y libertad, como palomas que no encontraran aún el momento de echarse al monte y descubrir el porqué de las cosas.

-¡De siete meses. Lo que te diga yo! Que por mucha faja que se ponga y se apriete y se enforje, que le va a salir el niño con malformidades de inclusa, de siete meses va la nena, la que no sabía cómo romper un plato y se había cargado ya toda la vajilla.

Ana Mari, simpática en el todo de sus dicharacheras, tenía un ceño de mírame y no me toques cuando se le subía el genio sardinero de la calle Sardinas de mujer con despertar femenino y ya con voto, que ya lo decía María, la telefonista de Lopera:

- ¿Ana Mari?

-¡Sí, qué pasa con Ana Mari!

-Nada mujer, que de que salgas llamo de nuevo.

Ana Mari era la niña de las ideas, femeninamente claras, la palabra pronta y el genio subido para dejar sin habla al mejor plantado, y luego se ponía a escuchar a Camilo Sesto o a Tony Landa, como si esas nostalgias la calmaran y esas melenas le hicieran complacencia en su melena rubia. Ana Mari rebelde, sin más causa que el ondulante aleteo aguileño de su cabellera libre, viniendo sin venir de la calle Sardinas a la calle Colón, pisando con garbo como una hembra de relicario con agallas y quieto parao. Para humos, los del matriarcado de Ana Mari, humos de quien tiene claro quién lleva puestos los pantalones, y que al intentar dársela con queso, ella ponía enfrente un jamón de pata negra.

Mientras yo votaba el “Corazón destrozado” de Bonnie Tyler en la Canción del verano de Radio Popular, Ana Mari siempre tiraba más por los “Ríos de Babilonia” de Boney M:

-No, si tú, por llevarme la contraria.

Ana Mari, niña de encanto en el recuerdo, que me enseño a decir no, pero nunca lo aprendí del todo.

CATI. Cati, morena en rizos de moldeador, cuando la naturaleza de sus cabellos se abandonaba al libre nacimiento de los bucles en tirabuzones de niña con catecismo, o en alisado de secador y cepillo de agujas cuando quería flotar por los aires libres de su niñez eterna, de melena llevada por el viento, eléctrica y violenta, como una tormenta de verano, era la niña eterna, la eterna adolescente, la que iba por su sueño persiguiendo las mariposas mañaneras que dejaban libres las hadas para no despertar nunca a las bellas durmientes de los cuentos que siempre terminan bien, o aquellas apócrifas bellas durmientes que, rebelándose contra el final del cuento, desisten del beso para no ser despertadas de sus armonías con velos. Cati era la más alta de las seis niñas de la telefónica, y se atrevía a ponerse vaqueros en la época en que lo vaquero iba hacía la labor de la agricultura y los peones camineros, como la prenda negra, que sólo se atrevía a vestir Francisquín, el pinchadiscos de la discoteca JR de aquel tiempo, o el Luiso Valenzuela por los años ochenta, y que sólo debía ser utilizada cuando algún muerto abandonaba una familia:

-¿Se te ha muerto alguien, Francisquín? Que como vas de luto…

-No es luto señora, es la moda de lo negro, que también suele dar en elegancia…

-¡Ah!

Cati de música lenta en la discoteca JR “Y si tú no has de volver, dime por qué yo viviré…”, que cantaba Joe Dassin para el tibio enamoramiento de las adolescentes platónicas, a las que se les iba o se les quedaba el amor como en el primer beso, aunque también la resignación del: “Yo creía que un beso era más, y fíjate en lo que queda”.

Cati entraba en la central telefónica y se iluminaba una luz, se abría un cielo, se paralizaba un paso, se escuchaba un suspiro, quizá el suspiro mío, que, en esos trece años de mi desconocimiento y mis utopías, anduviera yo como un pelín enamoriscado de Cati, que, también tejía jerséis de lana a golpe de agujas –niñas tejedores todas la de la Central telefónica de la Señorita Paquita- pero nunca me tejió uno a mí, con el que cubrirme en el duro invierno de los fríos, y guardar su calor para los otoños. Pero Cati siempre votaba conmigo el “Corazón destrozado” de la Tyler en la Canción del verano de Radio Popular, y eso nos hacía cómplices y conspiradores.

SALUD. Salud llevaba el pelo corto a lo garçon parisién sin llegar a lo andrógino, un algo así como, sin pasarse en acera, y así como recogido antes de llegar al cuello ¿o pasaba del cuello? Salud miraba con sus ojos de agua y nos allegaba a playas de brillante arena, serenas olas y mares de aguas turquesas y barquitos de papel con piratas del Caribe raptando doncellas para convertirlas en princesas con castillo y con dragón. Los ojos de Salud brillaban como esos ojos artificiales que dibujan los pintores japoneses en los eternos niños de sus dibujos animados, que siempre parecen estar sonriendo, aunque la tibia mano de la pena pose sus arañazos en los más sensibles corazones.

Salud era la luz de los cuadros telefoneros, y cuando una lucecita se encendía junto a su número blanco, parecía un ojo que la guiñara en besos castos y proposiciones honestas.

-¿Número?

-El que tú quieras, cielo.

Y la clavija buscaba el número que le fuera bien al conferenciante, quizá el número no deseado, ese que no sabe recitar un poema ni desentrañar el amor de las margaritas.

Salud iba y venía como barco, marinerita en tierra que un día se nos fue para la pacífica mar de las lejanías imperialmente patrias y venezolanas, llevándose con ella todos los números telefónicos guardados en el neceser de los tesoros de su corazón noble.

Luego, el tiempo nos la devolvió con ese mismo brillo de sus ojos de siempre, de ese siempre, cuando, sentada en la silla giratoria, y en el cuadro de los cien, los doscientos y los trescientos, las luces de los números se encendían para darle los buenos días.

PAQUITA. Y Paquita, la Señorita Paquita mayestática, mayusculada y abuela, que también es estampa, perdida y salva por estas mismas páginas. Paquita fue como mi segunda madre, como la madre ilustrada, la mujer literaria que me enseñó a leer El Quijote de Cervantes y los Pazos de Ulloa de doña Emilia Pardo Bazán, la excelsa cuentista. La que me apuntó a las clases de mecanografía de don Rafael Callado por la calle de Alfonso Cabeza, para que así pudiera pasar a limpio mis primeros y malos poemillas, aquellos ripios de amor y de pueblo; y me hizo un jersey, el que nunca me tejiera Cati, a rayas crema y grana, como una bandera apócrifa, para que lo luciera en una mañana de Viernes Santo, acompañando el airoso y compungido caminar de La Verónica.

Paquita con sus grises cabellos ondulados en pinzas largas, y sus batas de sobrios estampados en negros y en grises, con alguna pequeña alegría de blancos o de marrones en las ocasiones de los estíos o del recuerdo de su juventud tan galana, y para que no todo fuera oscuro en aquel cielo de Porcuna. Paquita con su rosario de las cinco de la tarde en casa de su cuñada Mari, mientras Paco Torres me acercaba un refresco de naranja de la nevera, y todos mirando, cinematográficos a través del ventanal de los albos visillos acanalados, aquel lento caminar de los paseantes por la Carrera de Jesús.

Paquita, la que me decía “Esas cosas no se dicen. Esas cosas no se hacen. Esas cosas no se tocan”, como en una reprimenda cantada por Serrat, aunque, yo decía esas cosas, hacía esas cosas y tocaba esas cosas, que yo tuve siempre, de primer valor, mi rebeldía y mi propio sentido del ridículo.

Paquita y su colección de sellos de todos los países pegados en amarillentas cuartillas, los países habidos y los que se fueron. Paquita, la de los chistes de patio de colegio de monjas, inocentes como dichos por niños vírgenes apenas de leche en una Primera comunión. Paquita recitando de corrida y como montada en un escenario de Acción católica con gala benéfica de cruz y cirio, “La Jura de Santa Gadea”, que me decía, era “poema que todo el mundo se debería saber de memoria”, o la “Carta en tren expreso” de Campoamor- del que don Domingo Ballesteros, el sabio siempre y el onírico también, decía que era poeta poco leído, pero yo ya había descubierto a Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, y entendí que la poesía era otra cosa….


*****

En la puerta de “El Triunfo”, nos despedimos todos. Paquita, Sebastián, Cuadrado, Amarillo y las seis niñas telefonistas, cuando acabó el menguo ágape, que ni para apenas un cante espirituoso; las seis ninfas de los tres cuadros telefónicos de los trescientos teléfonos de Porcuna, las seis querubinas de los números, a las que siempre salvaba Alberti del limbo, las alegres penélopes tejedoras, adolescentes en sus agujas para la lana, y éste que esto escribe, éste que un día llegó a la Central telefónica de la calle Colón para votar por la Canción del verano, o por Los Cuarenta principales, y decidió quedarse por un tiempo, el tiempo justo y necesario para poder hablar de aquel Teléfonos, y de aquellas gentes, para que no se nos muera todo tan de repente, para que alguien pueda decir que el olvido es un mal que nos inhumaniza y nos vuelve frágiles, solos y vulnerables.

Con el último beso, cada niña cogió su camino para repartirse por las sombrías callejuelas del invierno, y se repartieron los adioses de puerta en puerta y de ventana en ventana, mientras el Paseo de Jesús se alfombraba de hojas amarillas, y por la Redonda llovía un agua lejana de tormenta.

No, definitivamente el Premio Gordo de la Lotería de Navidad en ese día noviembrero de mil novecientos setenta y ocho en que Teléfonos cerró sus verdes puertas y sus ventanas verdes apagando todas sus luces para siempre, siguió sin caer, un año más, y me cachis, que ya eran tantos y que ya eran todos en Porcuna , pero Manolo, “el Niño Porcuna”, el de la saeta al paso de la Soledad con su Vicentillo en su Viernes Santo, ya le había cogido el tranquillo al agujereado disco de los números en su cabina de cristal- Manolo también vivía en una cabina de cristal, que era su sueño- para poner al mundo en la alerta de que, las seis niñas de Teléfonos, nos habían sido secuestradas, a saber por quién taimado, pícaro o enamorado bribón bandolero escondido por las serranías de los Alcores o del Albalate o por el sueño de las leyendas antiguas.

La señorita Paquita, quita y pone, y pone quita el punto sobre la i mientras canta el colibrí del teléfono sonando su voz de cordero manso sobre un alambre de oro. Paquita canta en el coro de las beatas antiguas sus comuniones sin misa de las cinco de la tarde cuando el rosario le arde en los dedos de sus manos escuchando los aclamos de una radio transistor rezando el Ave María: corolario de sus días tras un cristal con visillos, unos puntos de ganchillo y un café con poco azúcar bajo una tarde de abril por la que vuela el Mio Cid de la España legendaria, Santiago cerrando España, Paquita abriendo un balcón lleno de sellos y dalias por aquellas tardes pardas en sus cinco melodías abriendo sus celosías para la Semana Santa. Caminando sus sandalias y sus tres clavos de Cristo, la Señorita Paquita, monja con sol y asterisco, siente las rosas marchitas y yendo a la centralita del avispero del Potro calma los aires sonoros de seis doncellas tejiendo, por la juventud del viento, los números telefónicos.

Mujer de rezo y de asombro, más de ayer que de mañana: la sonrisa de una dama vestida en ropas de abuela que no subió la escalera de los anillos de boda, ni recogió con la escoba los arroces celebrantes. Dama del tiempo del ante y las batas amarillas, doliéndole las rodillas de tanto Credo rezado bajo la sombra del Mago oliendo a incienso y a vela. Malabarista doncella en el juego de las niñas, aquellas rebeldes piñas dando piñones de labios recogidas bajo el manto crepuscular de Paquita, la del pelo con horquillas y las manos sin anillos, la de la Virgen con Niño en una insignia de plata prendida junto a su pecho, y en la mano un lapicero anotando conferencias desde la casa sin puertas de la Central de Teléfonos. La oscuridad se hace tiempo, y el tiempo un tiempo pasado retocándose el tocado para su foto de Historia. Por Colón vivió una gloria de la Porcuna sedante: la casa de los diamantes de los teléfonos fijos, seis niñas con acertijos y un Sebastián con rebeca, una Central con cometas echando el pueblo a volar telefoneando a la mar el verde de los olivos. Teléfonos fue un suspiro y mil voces de cigarras y Paquita una muchacha vestida de antigüedad, sin más edad que la edad de haber detenido el tiempo y haberle puesto al lamento su media luna de cobre y su bombilla encendida leyendo al loco manchego: poderoso caballero y estremecida señora, mi voz se viste de aurora para decirle, Paquita, que de aquella margarita que usted me ofreció un buen día, sembré un jardín y una rima, corté una flor e hice un verso, que fui niño y ahora viejo, y mirándome al espejo donde se retrata el alma, la veo diciéndome, calma, después de un día otro día: Hágase mi melodía, y venga el día que venga, pongo a sus pies esta ofrenda y este manojo de rosas.


(En esta Estatua de Francisca Torres Torres se aúnan dos Estampas que son casi autorretrato, y un coro de muchas Estatuillas presentándose a sí mismas, y todo escrito y revisado en las fechas que se anotan)

Yasmine Hammamet (Tunicia) y Martos, en Junio y Julio de 2010, y revisado en Mijas Playa en Julio de 2013 y en Martos, en marzo y abril de 2015.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

FOTOGRAFÍAS: JAVIER CRUZ TORRES, PILAR GASCÓN GONZÁLEZ, ANTONIO QUERO ZUMAQUERO, ANTONIO RECUERDA BURGOS, ALBERTO RUIZ DE ADANA GARRIDO Y ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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