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Antonio Díaz Moreno, el portero al que llamaban Musimessi

En las glorias deportivas que se vivieron por el Stadium Napoléon de Porcuna, por el Haza de Napoleón, y en aquel equipo de fútbol de CF San Benito, bien se dibuja en el recuerdo de las fotografías deportivas el cuerpo espigado y varonil de Antonio Díaz Moreno, aquel guardameta que vistiera la camiseta del CF San Benito entre los años que dieron de mil novecientos cincuenta y uno a mil novecientos sesenta y uno, que firmó una de las épocas más gloriosas del deporte futbolero en Porcuna, y al que bautizaron con el nombrajo sport de Musimessi en honor a aquel mítico portero argentino de Boca Juniors, que paseara las glorias de sus paradas por los campeonatos balompédicos argentinos.

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Quizá, los más viejos del lugar, aquellos que fueron juventudes en aquella década prodigiosa del fútbol en Porcuna, cuando apenas había nada, sino eran unos buenos sacos de ilusiones, algunos futbolistas en calzoncillos blancos y algunos balones sueltos que se desinflaban a cada patada, recuerden aún aquella alineación de aquel equipo de fútbol del CF San Benito que fue capaz de reunir a seis mil espectadores en el Stadium Napoleón, que colapsó el Camino Alto como nunca más fue ocupado, hasta hacerlo manifestación de maratón de aficionados con sus chaquetas y sus bocadillos de mortadela, y que se apretujaron dentro del estadio como encerrados en un panal de avispas con muchos sonidos, mucho cántico y muchos ánimos para aplaudir a sus jugadores en aquel encuentro contra los juveniles del Córdoba que los nuestros ganaron por uno a cero, y en el que militaba el luego excelente portero Miguel Reina, al que Arturé I de Porcuna le estuvo calentado la oreja durante todo el partido, y al que pasearon dos municipales de uniforme del campo de fútbol al calabozo de la Torre para corregirle sus insultos, improperios y blasfemias deportivas.

Aquel equipo de fútbol del FC San Benito que derrotó al Córdoba por uno a cero y cuya alineación aún permanece intacta en la mente de aquellos buenos aficionados al futbol en blanco y negro del ayer de los años cincuenta: Musimessi, Luisito Bares, Antonio Milla, Angelito “El Higuereño”, Juan Pedro “El cañetero”, Juan Pedrín “Machacao”, Enrique Barrionuevo, Rojitas, Miguel “El Sastre” Pedro Barrionuevo y Paco “El Pavero” , teniendo en el banquillo de los suplentes de lujo al Merino, “Peñicas”, “Melocotón”, López , Ángel Barrionuevo y “Linn”.

Un grupo de futbolistas en un campo de fútbol que era como una era de trilla y hasta era arada, por donde el balón quedaba clavado en los partidos de invierno con lluvia, salpicando barros y guijarros, manchando las camisetas blancas y los calzoncillos blancos como si estuvieran jugando un partido de rugby, y en los tiempos de secano, sacando polvo con cada patada al balón de reglamento, enharinando a los futbolistas de polvo y de tierra, y que tan en nieblas se veía la portería lejana, y al portero contrario, opuesto y antagónico en un algo allí lejano y afantasmado mirando sin ver la luz de la pelota.

Un campo de fútbol de tierra y de guijarros, guijarros que saltaban al golpear la pelota y cuando el portero Musimessi hacía el baile parador de la palomita, caía al suelo, al barro, al polvo y a los guijarros, aporreándose piernas, brazos y cabeza, y esos golpes en los codos que nunca se le curaron, aunque siempre con el balón cogido entre las manos, y codos que al dolerles ahora, en sus ochenta años, por la Francia, jubilado y ejerciendo de abuelo en los ya todos los ratos libres de su vida, rememora en el la película gris de su cabeza, aquellos años en que Antonio Díaz Moreno fuera el gran portero de aquel equipo llamado CF San Benito; rememora aquellos partidos de fútbol y aquellas gestas de pueblo futbolero, durante aquellos diez años en que dejó de llamarse Antonio para llamarse Musimessi, y en los que protegió los tres palos de su portería con la profesionalidad del aficionado sin más miras ni más presagios, que jugar un partido de fútbol todos los días, entre amigos o entre equipos, de Porcuna o de fuera, en casa o en el pueblo que se precisara, viajando en remolque de camión o en autobús de línea.

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Portero de aquella primera portería sin red, que cuando un gol le marcaban a Musimessi, se iba volando hasta la boca de las canteras. Aquella portería con dos palos de la luz y un travesaño formado por dos varas de varear atadas con unos mizos. Y luego son su red para no tener que salir corriendo en busca del balón que le colaban a Musimessi en la portería.

Antonio Diaz Moreno, el Musimessi de la portería del CF San Benito, fue uno de aquellos locos que en mil novecientos cincuenta decidieron formar un equipo de fútbol en Porcuna y dedicárselo al Patrón de San Benito para que los protegiera con algún milagro de vez en cuando, el equipo llamado después el equipo de los veteranos aunque Antonio Díaz Moreno sólo tuviera diecisiete años cuando debutó en el equipo como portero titular en sustitución de Pepe Peláez , cuando Pepe Peláez decidió colgar los guantes e irse de la portería del CF San Benito y dejando al equipo sin arquero.

Un CF San Benito sin nada. Un Club de fútbol San Benito jugando en una era por el lejío de Napoleón- era por la que un lunes de Alharilla de allá por los mediados de los años cincuenta, se pasó el Circo Prim con sus artistas del trapecio, sus malabaristas y sus payasos, y con su zoológico de animales, con sus tigres, su hipopótamo y su pareja de leones metida en su jaula, jaula de la que, en la hora del bullicio, se escapó su leona poniendo en estampida a medio pueblo muerto de miedo- Un equipo con un par de balones buenos para jugar los partidos oficiales, y los demás balones para jugar los entrenamientos o las pachangas barriales.

El CF San Benito fue el equipo más pobre que jamás ha tenido Porcuna. Un grupo de amigos aficionados al juego del balompié pegándole fuerte a un balón de reglamento, pero que, con el tiempo y los partidos se hizo equipo fuerte y equipo grande, respetado y temido por los equipos de los pueblos vecinos donde competían y que cuando saltaba al campo el equipo blanco del CF San Benito, se les enturbiaba la mirada a sus futbolistas para crear el primer peligro y el primer gol a favor. Y luego vendría el juego que en unas ocasiones el equipo bordeaba primorosamente en sus combinaciones y en sus aciertos de cara al gol llevándose los aplausos de los aficionados, y otras veces la cosa del juego no salía bien teniéndose que conformar los jugadores con los pitos y abucheos de la grada tras la cuerda que cercaba el campo.

Un equipo de futbol el del CF San Benito, donde menos el portero Musimessi, todos los demás podían jugar en la posición que se le requiriera, e igual un defensa tenía que convertirse en delantero y un mediocampista pasar a ser el central defensor y fornido que sacara las ascuas de los ataques adversarios. Un equipo con sus cinco suplentes tras la cuerda del campo, esperando el momento de saltar la cuerda como en un salto de altura y mancharse en el barro o embadurnarse en el polvo.

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Un equipo de fútbol aquel, el del CF San Benito de los años cincuenta, que nunca estuvo federado porque nunca tuvieron ni encontraron una perra gorda, ni chica ni mediana con la que pagar las fichas federativas provinciales , y todas las pesetas que tenían eran las justísimas para pagarse los desplazamientos, las que se recaudaban en los partidos, las pocas que se recaudaban en los partidos, poca cosa al fin de cuentas, teniendo en cuenta que prácticamente todo el mundo entraba al campo de balde, que poco o nulo control había en un campo de fútbol que ni era campo de fútbol, sino recreo con futbolistas, campo abierto al aire libre aquel viejo campo que hiciera Regiones Devastadas, pero que era un descampado al que todo el mundo podía entrar saltándose a la torera los escasos controles de entradas que se hacían, y que no más pagaban sus entradas los hombres de la buena voluntad, y poco más.

Un terreno de juego de tierra y de guijarros, sin más gradas que las imaginarias y las de estar las gentes en pie, los bajitos delante y los más altos detrás para no estorbarse las miradas y que todo el mundo pudiera ver a esos prodigios del balón y aquellas paradas felinas de Antonio Diaz Moreno, el Musimessi de la portería porcunera, y sin más cercas que unas cuerdas delimitando el terrero de juego puestas por los mismos jugadores antes de comenzar los partidos y atadas a picas de madera, teniendo siempre el aliento detrás de la afición siempre acudiendo en masa, que , agarrada a las cuerdas las acababan tirando por los suelos, teniéndolas siempre que ir poniéndolas de nuevo los jugadores a cada partido que se jugaba, o incluso con los partidos jugándose.

El CF San Benito de Porcuna, aquel equipo que fuera el equipo más pobre que jamás hubo en Porcuna, tan pobre que cuando comenzaron a jugar ni equitaciones tenían los futbolistas, teniendo los jugadores que llevarse las camisetas blancas de sus casas, las más o menos apropiadas para crear una hegemonía en el vestir deportivo, y una armonía para que se fueran reconociendo los jugadores y no jugar con el despiste de regalar la pelota al equipo contrario, y el jugador que no tenía pantalón corto deportivo, tampoco se lo tenía en cuenta a él mismo, y borrando pudores y otros impedimentos e inconvenientes, vestía el pantalón deportivo de los calzoncillos blancos aquellos de tela, y en la forma que fuera, y si demasiado atrevidos o con problemas de sujeción, el jugador del calzoncillo blanco, el del calzón de interior, en lugar de ponerse uno se ponía dos saltando al campo como si tal, que ya el barro o el polvo le quitaría su atrevimiento y su obscenidad.

Y como aquel campo de fútbol, al que los futbolistas cercaban con cuerdas atadas a los palos hincados en la era, por no tener de nada ni vestuarios tenía, ni una cabina de lata donde cambiarse de ropa, si el tiempo era bueno, ya venían los futbolistas desde su casa con el uniforme de juego puesto, o se cambiaban de ropas dentro de la casilla que al lado del campo de fútbol tenía Aguilar, el tabernero o si no, tampoco era problema: se vestían sobre el uniforme blanco las ropas de paseo, se las quitaban las ropas de paseo en el campo de fútbol, las dejaban por algún rincón del cercado y saltaban a la tierra y a los guijarros a jugarse la vida por el balón.

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Y cuando el árbitro pitaba el final del partido, con su victoria, con su derrota o con su empate, se iban los futbolistas hasta los Grupos escolares, donde, esperando cada jugador su turno, y el que más corriera antes llegara, se daban sus duchas, se peinaban la brillantina, y se iban a dar sus paseos por el Paseo de Jesús a conquistar a las porcuneras paseantes que se enamoraban de los aguerridos y machos jugadores de fútbol del CF San Benito, aquellos campeones que una vez juntaron a seis mil espectadores en el Stadium Napoleón cuando se enfrentaron a los juveniles del Córdoba donde jugaba Miguel Reina, y a los que ganaron por uno a cero , y era una alegría ver todo el Camino Alto abarrotado de punta a cabo por los aficionados gritando el triunfo de los vencedores, en el que tan buenas paradas hiciera el Antonio Díaz Moreno, el afamado Musimessi que ha pasado a quedar como uno de los mejores porteros que ha tenido el balompié en Porcuna, y que aparte de dedicarse a las alegres tardes deportivas del fútbol amateur sin federar en aquel equipo de fútbol que ha sido el equipo más pobre que ha tenido Porcuna, también tuvo sus otros días, sus otros hechos, sus otros trabajos y sus otras historias para rellenar el álbum fotográfico de sus estancias.

***
Antonio Díaz Moreno nace un veintitrés del junio veraniego de baños por las fuentes y por el Salao de 1934 en la calle Mesón, por el barrio de San Lorenzo en sus alturas de las Puertas de Córdoba; por esos barrios límites y mundanos y tan libres y periféricos de Porcuna, por donde sus gentes siempre han tenido los mejores aires de la libertad de Porcuna , limítrofes tan abiertos y tan dados al mundo de los caminos y a los signos y designios de las aventuras con maletas, que son lugares siempre prestos y abiertos a salirse del pueblo para recorrer el mundo, ya sea el mundo de las otras calles de interior, convirtiéndose en ciudadanos del universo, con esos campos tan amplios y tan a mano, y con esos caminos tan abiertos, tan tentadores en sus entradas y en sus salidas, tan sugestivos , seductores e incitantes para la aventura del caminar por los rumbos y por los campos, bañarse en sus fuentes escuchando sus aguas que siempre son símbolos de aventura, de viaje y de camino, y viviendo la libertad de las alas de los pájaros, esas invitaciones a volar, a ocupar los cielos sin límites, los azules más tenues, que los hace siempre culillos de mal asiento y muchas perspectivas en el más allá de las otras cosas, de las otras gentes y de los otros hechos.

La infancia de Antonio Díaz Moreno, su primera infancia del hijo de Nicolás Díaz Cuéllar y Caridad Moreno Morente, fue infancia corta y tan vivida por aquellas aberturas y expansiones de la calle Mesón, pues con siete años la familia se mudó hasta la calle de los Gallos, pero siempre llevando Antonio, como grabada en el alma, esa sangre de ser ciudadano del mundo, virtud que tanto se siente cuando uno nace en tan paradójicos abiertos límites, en tan amplias y sorprendentes fronteras.

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Niño de Puertas de Córdoba jugando con los amiguetes del barrio por aquellos lejíos del Molino del Rey tan llenos de saltos y tan agrestes de aporreaduras y chichones; un Antonio Díaz con los amigos de infancia en pantalones cortos, con Benito Arapiles, con Francisco “el de la Ocho” o con los hijos de Ricardo, “El carpintero Malagón”, en la plácida libertad de vivir en unos juegos abiertos y en unos lugares tan amplios y tan tentadores de descubrir aún más la significación y el embrujo de las lejanías.

Cuando en el año de mil novecientos cuarenta y uno tuvo que cambiar de calle y cambiar de barrio para pasar a vivir por la calle de los Gallos, esa calle tan larga y tan sin identidad barrial, que lo mismo se besa y baña en la capitalidad de la Carrera como descendiendo dos pasos y un par de callejuelas se hace pueblo gremial y agrícola por los sitios de la Ronda Marconi, el Pozo Piojo, la calle el Yerro y la calle de los Garrotes, donde el pueblo vuelve de nuevo a respirar su esencia de estar viviendo en los límites, en las fronteras, por donde vuelven a aparecer las alas de sus gentes abiertas y caminadoras, y tan alegremente prestas a coger la maleta para montarse en todos los trenes del mundo.

Dejando a sus amigos de la calle Mesón y de esas aberturas dadas a los campos, Antonio Díaz Moreno, el luego portero del CF San Benito al que llamaron Musimessi, encontró a los otros amigos, que pareciera como si lo estuvieran esperando desde toda la vida de sus nacimientos, aquellos que se le vinieron a él para vivir, que era un revivir con prisas, los otros años de su infancia, de aquella infancia del ayer que tan rápidamente se contaba en sus escasos números con pupitres y cuadernos de escritura vistiendo a los niños de chupete y de caída con desollones, en niños trabajadores o en niños ensayando los oficios de aprendices por la formación profesional no reglada de los establecimientos gremiales y de los hombres con brochas y con palustres.

La libertad infantil de los niños de la calle de los Gallos estaba por los amplísimos lejíos de la Ronda Marconi, esa calle que rodea a Porcuna en su media luna tan historiada, como un cerco de vallados invisibles, como una muralla romana que cayó a tierra, nunca más se volvió a levantar y nunca más se supo de ella, o por los aledaños de la Casa de la Piedra, entre aquel sueño del loco Gronzón, cuando la Casa de la Piedra estaba aún en los cimientos de sus aljibes, elevándose mágica, lenta, anárquica y maravillada hacía arriba hasta crear la sensación del monumento prodigioso de las construcciones antiguas, faraónicas, extraordinarias y universales.

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Por allí, los otros amigos de la infancia, amigos más de barrio que de escuela, los “Almendricas”, Francisco y Benito, Rafalito Anera, Inocente, Miguel, Manolo, José “El Monjito”, Paquito “El Pavero”, Tomás Garrote, “Gallico”, Luis Pérez y Benito Pérez, “Carita”, Eulogio “Ramicos” y los hermanos “Batatos”, aquellos hermanos que vivían en el cuartel viejo que luego sería el siempre recordado Cine Recreo de los veranos y de las Ferias con sus estrenos cinematográficos. Por los descampados, el niño Antonio ya teniendo, picándole, tejiéndolo como araña de interiores, el gusanillo del fútbol saliéndosele por los ojos y por las ganas, jugando con aquella pelota de trapo que tanto dolía a los pies de las patadas, marcando goles a portería sin portero, sin saber que en el futuro de su juventud tendría que ser el portero que evitara los goles cuando lo nombraron el Musimessi de Porcuna; futbolero por aquellos lejíos y aquellos rastrojos de las afueras, con las porterías señalizadas, marcadas, delimitadas por dos majanos de piedras y sin más red, ni saco ni tela, que el horizonte de los lejíos y de las cuestas, y si no jugar al fútbol del entretenimiento de recreo, jugando al juego de las guerrillas con piedras y con palos- la siempre España de Goya- o en el cara a cara del agarrarse y acabar con el enemigo en tierra, como en un combate de Sumo, donde todos salían aporreados, donde la varonilidad estaba y se exhibía con orgullo en las aporreaduras con sangre que siempre se salvaba dando la mano al enemigo ocasional, que si no le ganó la guerra, le ganó aquella batalla por los lejíos de la Ronda Marconi, y las cuestas del Paseo de Jesús descendiendo hacía el hogar blanco del Pozo Piojo.

Por la calle de los Gallos le nacieron a Antonio sus otros dos hermanos, la Lola, morena y andaluza conservando siempre su origen acentual de la cordobesa Montoro de sus antepasados, y su hermano Manolo, el hombre del bigote y que murió tan joven mientras trabajaba las piedras y los mármoles. Calle de los Gallos donde el padre Nicolás Díaz Cuéllar montó su carpintería para los trabajos carpinteros que no daban en filigranas ni adornos, sino en útiles de andar por casa y que cuando la carpintería vino a menos, y como de algo había que vivir y de algo abrir las bocas pajarillas y llenar los buches de los estómagos, instaló el Nicolás Díaz Cuéllar por su casa de la calle de los Gallos, su doméstica fábrica de gaseosas, en aquellos tiempos en que las gaseosas estaban de moda y eran la chispa de la vida hasta que llegaron los americanos siempre con su beneficioso Plan Marshall de la mano, y nos hicieron tragar con su otra chispa de la vida, tan universal, tan edulcorada, tan chispeante y tan juvenil.

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Por la calle de los Gallos la fábrica de gaseosas de los Díaz-Moreno trabajándose en sus gases, en sus burbujas y en sus efluvios paladeros de sabores: los naranja, los limón, los fresa y los incoloros de las gaseosas blancas para aderezar los vinos blancos y los vinos tintos, mientras en sus jaulas por las paredes, los canarios que criaba Nicolás cantaban todas las mañanas su concierto para coro y para violín al compás de los trabajos, y desde donde Nicolás Díaz Cuéllar abastecía a toda la parroquia tabernera de Porcuna y de los hogares con pesetas, cuando iba Manolo “El de los Helaos” achuchando su carretilla de madera desde la calle de los Gallos, dejando cajas de madera llenas de botellas de gaseosa de colores y de sabores por los sitios clientelares de Porcuna, y sin más marcas de títulos, etiquetas ni propiedad que las botellas de cristal lisas y lirondas y con los solos adornos de sus calidades elaboradas por los trabajos aquellos del Nicolás Díaz Moreno, el de la calle Los Gallos venido desde la calle Mesón para centrar y centralizar sus trabajos, sus empeños y sus habilidades.

De taberna en taberna las cargas de las gaseosas de Nicolás cargadas y llevadas por Manolo “El de los Helaos” antes de hacer de los helaos su otra cosa, vendidas en sus envases de vidrio con su litro de capacidad y sus tapones de corcho, o en sus sifones rellenables, aquellos sifones rellenables que a veces estallaban por la presión de los gases que provocaban accidentes laborales de esos de contar en las anécdotas de los jubilados y que pintaban de colores las paredes de la fábrica-hogar de la calle de los Gallos.

Gaseosas de Nicolás por las tabernas de Porcuna, que a veces eran gaseosas con sorpresas ofreciendo regalos de pulseras, gargantillas y de anillos de bisutería de cristal que los taberneros regalaban a la clientela más compradora, o a la más afín clientela, y que luego lucían las mocitas de Porcuna por los días feriados de la Feria real, y por los días de Romería por la Carrera, que no por los días de Semana Santa, donde todo era tan austero que se cerraban los bares y las casas de mancebía y sólo se vivía para los desfiles procesionales por las aberturas del Arco de la Plaza.

Luego, los amigos de la infancia crecieron y a los adolescentes les llegaron sus otros amigos y sus otras afinidades y compromisos, como a Antonio Díaz, quedando los amigos de la infancia en los amigos de la infancia, los lejíos, las guerrillas y las pelotas de trapo, y cuando la barba le fue apuntando en su rostro cetrino le llegan a Antonio sus amigos de juventud, los de pasear novias y apuntar maneras, como José “El Vivi” y Emilio “El Pastelerito”, y unos cuantos más que se fueron uniendo al grupo, quedando alguno de Mesón y de Gallos, y ya el fútbol empezando a atraerlo y atraerlos en balones de reglamento que hicieran olvidar los entrenamientos con pelotas de trapo, y que se solían juntar por la barbería de Emilio Avellaneda a la que consideraban su universidad, y no sólo su universidad futbolera, y donde Emilio Avellaneda se convertía en el árbitro de todos y en el amigo incondicional, aunque a Musimessi le partiera una oreja en aquellos partidillos de aficionados que se establecían entre unos bandos y otros de jóvenes y de veteranos.

La infancia se le cortó a Antonio Díaz Moreno al cumplir los trece años, que era más o menos la mayoría de edad de la época, donde ya la mayoría de los niños abandonaban las escuelas de las ortografías y los números, salvo los escasos que iban para Carreras universitarias, para matricularse en la universidad de la vida, aquella gran desconocida, y aquella gran enseñadora que empezaba a tocar en las puertas de la adolescencia mandando a las niñas a servir por las casas de los señores, y a los niños al aprendizaje de los oficios, ya fueran los aprendizajes de las piaras de cochinos por los cortijos, a los asuntos agrícolas por los campos, o a los aprendizajes de oficios liberales, ya se dieran en farmacia, en tienda o en taller, como en los aprendizajes de pintor, de albañil, de albardonero, de carpintero o de mozo de taberna con parroquia sirviendo sus primeros vinos.

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Con trece años, Antonio Díaz ya dado al aprendizaje de los oficios, a los oficios de aquella empresa del Estado que por aquellos años cuarenta se vino a instalar en Porcuna, como igualmente se instaló en todos los lugares por donde pasó la guerra, titulada Regiones Devastadas, y que se dedicaba en todos sus oficios a la reconstrucción de los desastres de la contienda civil, y adecentar un poco el pueblo en sus primeros adelantos de los años de paz, y donde se construyeron las Casas Nuevas por aquellos descampados tan vírgenes, comenzó a agrandarse el cementerio municipal y nuevamente cristiano, en su capilla que se vino abajo, en su casa del enterrador que también se vino abajo, y en sus nichos nuevos que siempre parecían querer venirse abajo, y en sus nuevos espacios para las nuevas tumbas que a cada día también parecían querer hundirse, como si todo este expósito sacramental estuviera siendo construido sobre arenas movedizas o como si la mano negra del Pozo ancho estuviera siempre acechando para posar su mano sobre las nuevas construcciones que le quitaban su paz y su sola congoja con ahogadas; se comenzó a arreglar el Paseo de Jesús, que no más antes era una explanada de tierra sin más árboles que los melancólicos árboles soñados que nunca daban sombras ni intimidades a las parejas de enamorados que paseaban cogidos del brazo, con una iglesia al fondo mirando trasera hacia los despeñaderos y que siempre tuvo imagen de ermita y carácter de campo; se reconstruyó el Ayuntamiento sobre el que cayeran las bombas de los aviones, se construyeron los Grupos Escolares y la Casa de Socorro, aquella Casa de Socorro donde se repartían las papeladas con la leche en polvo a las filas de las mujeres con los hijos a cuestas, en las supervisiones manijras hechas por Juanito “El Melillero”.

Y también por Porcuna Antonio hizo sus primeros ensayos como aprendiz de carpintero, que eran como una llamada de la sangre de las maderas, una secuencia del instinto y del recordatorio aquel que instaló a sus bisabuelos carpinteros en Porcuna viniendo de Montoro allá por el siglo XIX.

De los diecisiete a los dieciocho años cogió el tren de madera, aquel tren de madera que tardaba horas en hacer las más mínimas travesías, aquel tren Correo que paraba en todas las estaciones dejando sus cartas, o paraba en todas las vías para dejar pasar a los trenes que le venían contrarios, y se fue para Madrid junto a unos primos suyos, en el ya inicio de sus planteamientos y sugerencias y hasta ensueños emigradores, aquel querer salirse del mundo local para ser del otro mundo, de la otra gente y de las otras cosas manando de esa sangre, raza y linaje sentida en las periferias porcuneras, por donde Porcuna se abría y se sigue abriendo siempre hacia todos los caminos.

Un año por Madrid en sus oficios variados: niñillo con gorra ofreciendo sus manos nuevas ya llenas de aprendizajes en las maderas y en los cementos, que también era difícil destino en unos años emigradores donde Madrid no era Madrid sino el mundo de España a donde iban a parar todas las inquietudes y todos los horizontes de España viviendo en las chavolas de las maderas, los cartones y las chapas por los escombraderos suburbios de la gran ciudad, los unos consiguiendo algo, su algo de pan, y los otros consiguiendo apenas nada y viviendo de la caridad siempre abierta de los que algo consiguieron creando la hermandad donde los hambrientos y aún esperanzados, eran mantenidos por los que tenían la suerte de la fábrica, del bar, de la portería, de los grandes almacenes o del acarreo a mano por los mercados.

Un año por Madrid, y a su vuelta a Porcuna, que fuera vuelta para unos días familiares, su prima Encarnita Díaz Sánchez le dio su amor y ya no volvió más para Madrid.

Para no moverse de Porcuna, sujeto ya por el yugo y las flechas del amor y por la familia que se iba formando, y por la forma de entregarse al mundo del fútbol por aquel CF San Benito del que era su portero titular y que era su absorción, su entretenimiento, su juerga y su manía, y a más que su entretenimiento, su otra forma de vivir, de ser feliz y de gozar de la vida, la que lo hacía ir del trabajo a aquel descampado de la Haza Napoleón donde se jugaban los partidos, con la ilusión y el entusiasmo del niño con juguete nuevo, y también porque aquel campo de fútbol era su otra libertad, su campo abierto, su mundo extendido y entendido, su aire libre por donde se le abrían todos los horizontes y le hacían abrirse hacia el mañana que estaba a la puerta de la esquina tan lleno de caminos, de distancias y de ilusiones.

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Trabajando por su cuenta, con cuadrilla propia de trabajadores en sus mismas edades y en sus mismas inquietudes trabajadoras y futbolísticas, y hasta en sus mismos principios, esfuerzos y voluntades, y aún con tantas dificultades del novato esforzado y trabajador, hizo el primer silo por la Cruz blanca, donde él y su cuadrilla de tres se encaraban al hacer de los encofrados de hormigón, donde, más que tres trabajadores eran tres acróbatas trabajando al aire libre de las alturas como los albañiles de las fotografías de los rascacielos neoyorquinos, y sin más agarres ni protecciones que la voluntad de Dios protegiéndolos del vacío: el Antonio Díaz, el Antonio Milla y Frasquito “El Macareno”, montados sobre esos peligros verticales que levantaron el silo desde sus cimientos para llenarlo de trigos. El Antonio Díaz Moreno equilibrista sobre los andamios al aire libre de los trapecios del silo sin más red de protección que un suelo profundísimo y un espacio insalvable al primer resbalón. Y de allí al fútbol, a jugar el partido de todos los días calzándose los guantes de parar balones y rompiéndose los codos al caer sobre la tierra y sobre los guijarros del terreno de juego. Luego su ducha por la ducha de los Grupos escolares, su paseo por Jesús ya con su novia del brazo, una limonada en algún quiosco y a apagar las luces de las tristes y melancólicas bombillas de las calles, diciéndoles las gentes por las calles “qué bien has parao hoy tos los balones Musimessi”, o su otro aquel de “Hoy te tragaste dos goles Musimessi; a ver si vas afinando un poco más esas agilidades y esos guantes de portero…”, mientras al Musimessi, por sus sueños sólo le aparecían lejanías de kilómetros por donde debería poner su vida si no quería sentirse quietud de estatua con palomas, con la maleta siempre preparada a los pies de la cama, por si había que salir corriendo.

Acabada la construcción del primer Silo, y con el milagro trapecista y acrobático de las vidas salvadas, el Antonio Díaz Moreno, entre partido y partido de fútbol por el Stadium Napoleón, trabajando de casa en casa de los señores de la villa; veintidós meses de mili por los vientos de la Tarifa gaditana donde se graduó, con su cuerpo garrampón y espigado de modelo de pasarela, en el mérito de cabo gastador, que si no para otra cosa que el galón y la guarda de las estrellas doradas, al menos le sirvió para estar mejor y pasar mejor mili, con sus prebendas de cocina y bien retirado de guardias, retenes, imaginarias y maniobras por las playas y las arenas, y de vuelta a Porcuna donde lo aguardaba su novia y la alianza matrimonial , y de nuevo a trabajar por los riesgos de su cuenta, siendo todo dificultades aunque bien encontrara el apoyo de algunas personas que lo ayudaron bastante en sus empeños y cometidos.

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Construido el segundo silo de trigo por la Cruz blanca, casó Antonio con su prima Encarnita Díaz Sánchez y el matrimonio tuvo su primera hija, su hija porcunera, Dolores, y tras la felicidad del amor con casamiento y la luna de miel bajo la sombra de una luna menguante, le comenzaron a Antonio, o le siguieron a Antonio, los continuos problemas con el trabajo en un pueblo que no daba para nada más que lo que había, con su mucho campo, con sus escasos peones, y sus otras cosas más paradas o tan entecas, y donde para conseguir algunos jornales o algunas horas de trabajo se tenía que hincar de rodillas y hasta reclamar clemencia y caridad que no llegaban, ni las unas, ni las otras, mientras pagaba sus quietudes con las inquietudes del balón jugando partido tras partido por aquella Haza de Napoleón con sus cuerdas delimitando el campo, y con sus primeros equipamientos futboleros, aquellas camisas de mangas largas abotonadas como camisas de salir de paseo y sus pantalones cortos y blancos, y sus medias blancas y sus zapatillas de deporte anudadas con buenos nudos.

Y como Porcuna no daba para más y estaba todo el bacalao pescado, vendido y comido, al Antonio Díaz Moreno se le abrió de par en par las siempre abiertas puertas, en sus entradas y salidas, de las Puertas de Córdoba, hizo cuentas e hizo maletas, y yéndose para la emigración de Jaén con las vistas al extranjero, a Antonio Díaz le ofrecieron irse a trabajar a Francia con un contrato para un año, y para Francia se fue en aquel tren que tardaba tres días en llegar a los sitios de Paris cambiando de tren a cada instante, y pasando sus reconocimientos médicos en los límites de las fronteras antes de entrar a la Francia que sólo permitía la entrada a los trabajadores sanos, aunque la máxima ilusión de Antonio Díaz Moreno era la ilusión de volar los miles de kilómetros más lejanos e irse a Australia para establecerse allí como un olvido de todo, aunque fuera olvido con un recuerdo constante, pero en el me cachis de los días aquellos, para Australia no había contratos ni llamadas piratas por aquel tiempo de 1961. El Antonio Díaz Moreno se montó en el tren de las tres jornadas de viaje, hasta que ese tren que tantos trenes eran en todos sus transbordos, lo dejaron a las puertas de París, del París deslumbrante y controvertido de los años sesenta donde a falta de otra cosa por comprender, comprendió que por aquellos lugares de la democracia, y de la santísima trinidad laica y del trinomio masónico de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad , al pan se le seguía llamando pan, como al vino se le seguía llamando vino, siendo ese pan y ese vino el que ofrecían con sólo poner un poco de empeño los receptores de ese ofrecimiento.

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Por los principios de la Francia comenzó el calvario del porcunero emigrador, el Antonio Díaz Moreno, dejado ahí, por los amplios y tergiversados rumbos de París, él, el que venía de lo escueto de Porcuna, de lo encerrado, de lo conocido en sus mínimas presencias donde todos eran conocidos y conocido todo. Arrojado ahí como una mercancía por las rues parisinas en donde lo vaciaron los organizadores de los contratos franceses como vaciando un camión de mercancías, le pusieron en sus manos otro más billete de tren con su destino laboral, temporal o definitivo, y que el emigrante se las averiguara como mejor pudiera para llegar a su destinación, viniéndosele encima todas las fatigas juntas en una aventura que se le iba de las manos, y con unas ilusiones que, a base de decepciones y desencantos, y nostalgias tantas, se le iban nublando hasta crearle por la cabeza un mundo y un todo de incomprensiones y desafectos, en una Francia donde todavía a lo español se lo miraba de reojo y se le dibujaba en africano, aquel mundo de atrasos, iglesias y dictadores, tan cerca de la frontera pero tan lejano en el tiempo, libre y preso en un país de donde no comprendía el idioma, ni la libertad ni la cultura ni las modas, viniendo de una España tan cerrada y tan cerril, tan cacique y tan parada, con tanta paz pero con tanto retraso, y todo lo boquiabierto que quedó ese español de Porcuna cuando descubrió esos esplendores y esas luces francesas, se le fueron oscureciendo cuando sentía la impotencia de no poder ni saber y hasta ni querer comunicarse, y ese no saber sentir donde estaba; del preguntarse siempre qué estaba haciendo allí tan lejos de su tierra y sus costumbres, y sin poder hablar porque todas sus palabras resultaban, a los oídos franceses, palabras extrañas, incomprendidas e incomprensibles.

Como se pudo, como se supo o como se propuso en la rocambolesca ruta de ser y de sentirse un extraño entre tantas virtudes, llegó a Amiens, la capital de la Picardie, por donde Antonio Díaz Moreno estuvo trabajando durante un año, y, terminado el contrato y con tanto trabajo por hacer y tanto buen futuro por delante y ya acomodado por las tierras francesas, junto con otros emigrantes hicieron un equipo para trabajar en la construcción, saliéndose del equipo cuando las cosas empezaron a funcionar mal por un país que tiene la virtud del querer siempre hacer las cosas bien y para toda la vida.

Entre tanto, y ante las buenas perspectivas que Francia ofrecía, y ya calmadas las ansias, esclarecidas las oscuridades y aprendiendo poco a poco los intríngulis del nuevo idioma, Antonio Díaz Moreno se volvió para Porcuna, acabó de hacer las maletas de su familia, se agarró a su Encarnita y a su hija Dolores, las montó en el tren de las lejanías y diciendo adiós con las manos hacia lo que atrás se les iba quedando, cruzaron Despeñaperros, los Pirineos y el Macizo Central para comenzar en familia los nuevos y buenos tiempos venideros.

Ya solo y bien instalado y con los miembros de la familia aprendiendo el francés a marchas forzadas para sentirse plenamente integrados en un país que acepta tan bien la emigración siempre que las emigraciones se sientan plenamente francesas, sean de las nacionalidades que sean y les lleguen de donde les lleguen, tuvieron su segunda hija Mari Nieves , instalándose definitivamente en el pequeño y coqueto pueblo y comuna francesa de Cagny, en el Departamento de Calvados, por la Baja Normandía, pegado a la capital de la Región de la Picardía, trabajando un año en una empresa fabricando moldes para hormigón, y después en el servicio después de ventas; buen trabajo pero con muchos kilómetros recorridos diariamente, pasando sus últimos quince años laborales en su empresa especializada en los útiles de chalés, donde desempeñaba todos los trabajos precisos que se le requirieran, que lo mismo ejercía de albañil, que de carpintero, de fontanero, de pintor o de electricista, convirtiéndose el Antonio Díaz Moreno, el portero del Fútbol Club San Benito, aquel al que llamaban Musimessi, en el hombre polivalente que a todo se hacía y todo lo hacía bien y decente, en un pueblo como es el pueblo francés donde todo se debe hacer bien y con empeño si no se quiere ser hormigo de hormiguero.

Trabajando el Antonio de Porcuna por todo el norte de la Francia que tan bien conoce tras tantas caminatas con los trabajos a cuestas como su bien más preciado, hasta que le llegó la jubilación, se relajó y le dio por recordar su vida, sus hechos, sus momentos y todos los esfuerzos realizados hasta llegar a la placidez de la vejez tan bien compartida.

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Antonio Díaz Moreno y su familia siguen viviendo en el mismo lugar al que llegó por aquellos principios de los años sesenta, en el bello y recogido pueblo de Cagny, donde vive en comunión armoniosa con sus habitantes, y con su Encarnita del alma y de toda la vida, sus hijas y su yerno al que quiere como si fuera su hijo de sangre, y que de vez en cuando coge a los abuelos, los monta en un avión y los lleva a conocer mundos por los lugares sagrados de Roma, de Venecia, de Londres, de Budapest… siendo feliz en un país que, aunque no es su país, su país es, y le sigue resultando fantástico, aunque sea un país con una mentalidad tan distinta a la mentalidad española; un país correcto y tolerante que le ha enseñó los valores de la libertad, la igualdad, la fraternidad, la corrección y la tolerancia, aunque le falte ese todo de la alegría andaluza, por eso, cada año, para no perder esa alegría y esa otra luz, vuelve a Porcuna para impregnarse de esa esencia andaluza que es el contento, la alegría y el regocijo que le da su sol y sus azules, sus aguas, sus blancos y sus verdes.

Y en el todo de las ausencias que son como celebraciones, en esas tardes de reunión a la francesa al calor de las barbacoas con las merguezes y el aguardiente del pastis, Antonio se sienta y asienta en sus ochenta años y en el amor de los recuerdos porcuneros, recoge a sus pies a su mujer, a sus hijas, a sus nietos y a su bisnieto, como gallina acurrucando a sus polluelos en el calor y el amor de sus plumas y les comienza a contar sus años mozos porcuneros, que tanto dieron en sus años futboleros, cuando Antonio Díaz Moreno, aquel portero al que llamaban Musimessi, era el portero titular de aquel CF San Benito de los años que dieron entre mil novecientos cincuenta y uno y mil novecientos sesenta y uno, y que era el equipo de fútbol más pobre que jamás tuvo Porcuna.
Y les habla de aquellos partidos jugados donde era el gato de la portería porcunera, y el del vuelo de la palomita, y el del despeje con puños, y el que se tiraba a los pies del delantero para quitarle el balón, y el del pase de balón al centro del campo para iniciar el contraataque, el que centraba a la defensa y expandía a los centrocampistas. El portero de las grandes gestas deportivas de los grandes partidos donde salían a los hombros de los aplausos, y en la decepción cuando el equipo jugaba sus partidos malos y el portero no paraba lo que tenía que parar, donde salían piteados y los jugadores con el rabo escondido entre las piernas y las orejas gachas como un perro con miedo, pero el fútbol era así, y todos sus esfuerzos eran los esfuerzos de los jugadores aficionados que jugaban para el pueblo y para la diversión del pueblo, y donde nunca se tocaba un céntimo, y jugando sobre un terreno de juego de tierra y tan lleno de guijarros que dejaron a los jugadores marcados para siempre.

Y les habla de aquellos jugadores apegados al divertimento del balón de su época, y les comenta y recita de memoria aquel equipo que hizo historia vencido por uno a cero a los juveniles del Córdoba, aquel equipo donde jugaba el luego célebre Miguel Reina, que sería con los años el mejor portero de España y les habla de Juanito Pastilla “Pastillas”, al que el fútbol de Porcuna le debe tanto, por no decir que le debe todo, y que fue el que comenzó a formar de la nada aquel equipo de fútbol del CF San Benito, y les habla del masajista Modesto Moraleda “Canuto”, el masajista eterno de la bajada de la cuesta de la calle San Benito.

Les habla del Obulco CF, aquel otro equipo de Porcuna que empezó a formarse en el año de mil novecientos cincuenta y siete, y que era conocido como el equipo de los jóvenes cuando jugaba sus partidos contra los veteranos del CF San Benito, el quipo de los jóvenes como Luis Esparraguito, “Peñica”, Luis Salas “El Barbero”, Juan Millán, Juanín Venceslao, “Cobico” o el hijo de don Fernando , o de aquel presidente del equipo fútbol que se compró un coche al que irónicamente le pusieron penalty y que tanto dio que hablar, tanto el presidente como el coche llamado penalty, y por donde andaba otro hombre fundamental para entender la historia del fútbol en Porcuna llamado Juan Jalón “Juanito Malarrama”, el hombre que lo fuera todo en aquella nueva etapa del fútbol porcunero, y el hombre que junto con Juanito Pastilla y otros más jugadores y aficionados comenzaron a construir el nuevo campo de fútbol dentro del mismo campo de fútbol del CF San Benito, construyendo sus vallas y sus gradas en los ratos libres y gratuitos de sus otros trabajos; aquellos verdaderos amantes del fútbol en Porcuna a los que tanto debe la memoria del fútbol porcunero y que bien merecen estar en la historia del fútbol local:

-“Porque, hoy en día resulta todo tan fácil, pero antes no era igual”, que me comenta desde Francia, Antonio Díaz Moreno, aquel portero al que llamaban Musimessi.

Lo mismo que le cuenta a su descendencia francesa y tan porcunera en sus símbolos y en los adornos por sus habitaciones, aquellos sus primeros años franceses donde todo era tan difícil y tan incomodo, como les va relatando sus años franceses de fútbol por donde anduvo jugando hasta los cuarenta y dos años, en lo suyo, que era siempre de portero, y en lo otro suyo, que era siempre por afición y amor al deporte rey, y donde jugaba en el equipo de la empresa llamado Gènie Civil de Lens, donde participaban en un torneo de treinta equipos y donde un año, el equipo suyo quedó en quinta posición, “aunque su buen trabajo nos costó”, pero donde tan bien se lo pasaban ya que el campeonato se disputaba en París, y por París bien merecía la pena jugar un partido de fútbol; equipo que nunca olvidará al portero Musimessi, aquel gato de las palomitas por el aire y los codos por el suelo que tanta gloria diera también al CF San Benito de la Porcuna de su juventud por aquel viejo Studium Napoleón, donde los jugadores: Antonio Díaz “Musimessi”, Luisito Bares, Antonio Milla, Angelito “El higuereño”, Juan Pedro “El cañetero”, Juan “Machacao”, Enrique Barrionuevo, “Rojitas”, Miguel “El sastre”, Paco “El pavero”, Juan Pedrín, el hijo de Matilde, la estanquera de la calle Sebastián de Porcuna, el Merino y el “Melocotón”, y López y “Peñicas”, alineados en torno al perímetro del campo, le tendían sus cuerdas atadas a los palos antes de comenzar a jugar los partidos.

Las inquietudes de Australia sobre las tierras de Francia. Viajero con las nostalgias de un pueblo en la lejanía tocando la campanilla de las cuatro de la tarde para saltar por el aire cazando tiros a puerta mientras dormían la siesta las estancadas virtudes. Por el aire de las nubes el portero Musimessi del Fútbol Club San Benito atando guitas y gritos alrededor de la tierra donde veinte piernas sueltas y tres suplentes de lujo confirmaban el embrujo de un balón de reglamento pateado a los cuatro vientos de la portería contraria, haciendo goles de rabia y paradas meritorias para escribirlo en la historia del deporte porcunero. Del San Benito su arquero levantándose del suelo para ser flecha volando, palomita pregonando del balón su melodía, su galeana osadía de poder ser escrita en verso ahuyentando los complejos que no casen con la rima. Constructor de las colinas de los silos de cemento. Pajarillo de los vientos sobre los altos andamios viajando por los encantos de ser dos alas sus manos y un horizonte con vistas donde ver las lejanías llamándole por sus ojos. Por Gallos sus años mozos y por Mesón sus infancias, y por Francia sus nostalgias para volver a ser niño, un algo de peregrino por los cercos de Porcuna para bordarse aceitunas en sus camisas francesas. Campos de rosas y fresas, campos de olivos y trigos: la sentencia del ombligo haciéndolo resonancia de un brasero con sus ascuas y un vino con gaseosa, y esa cosa silenciosa del porcunés por el mundo que al llegar a la Cruz blanca siente que toda nostalgia se calma con la presencia de aquel terreno de juego donde el Antonio portero dio sus mejores tardes bajo tres palos sin ardes y una red con agujeros. Del glosario porcunero de sus equipos de fútbol, aquel romance facundo del Fútbol Club San Benito gritado a los cuatro gritos por Antonio Díaz Moreno, aquel gavilán portero nombrado por Musimessi.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: ANTONIO DÍAZ MORENO, LOLA DÍAZ MORENO, MANUEL JALÓN Y ARQVIPO
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