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Manuel Pérez Casado "Hechos, dichos y sueños del niño escultor

“En un pueblecito andaluz, de esos pueblos jiennenses donde los olivos forman la única forma artística del paisaje, donde el sol es cálido y abrasador, donde la única fuente de vida está en la aceituna, para mejor fusión de lo estético y lo práctico, ha surgido un escultor. Un escultor de formación autodidacta, escultor humilde, nacido de un modesto carpintero que ha alternado el rudo trabajo del taller con la inspiración que le hacía laborar ardorosamente en la creación de su obra…..”

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Así hablaba en “El Socialista” –aproximándonos ya a los años treinta- la que más tarde sería su gran amiga en Madrid, en aquel Madrid de la bohemia valleinclanesca, la poesía del 27, la pintura de Solana y Julio Romero de Torres, y el respiro liberal y tímido de la República, Hildegart Rodríguez, gran talento de la intelectualidad española de aquellos principios de siglo, cuando a la mujer se la ponía en pañales y en delantales, cuando no en cosas peores si no acababan en delantal. Niña de laboratorio que con tres años ya escribía y con ocho años sabía seis idiomas y redactaba sus primeras teorías sobre la mujer del futuro: obsesión materna educadora de infancia para crear ídolos de almanaque. Mujer que, en plena juventud consiguió la proeza, no ya de poder entrar en una universidad, tan macha y tan de reojo, y tan cursi y tan de sombrero y chaqué, sino de poder estudiar y sacar para adelante tres carreras, y aún sin derecho a voto, ni a lecho, ni a opinión: Medicina, Derecho y Ciencias políticas.

Manuel Pérez Casado, porcunero por las rúas de Sol y de Alcalá, visitador, contemplador, admirador del Museo del Prado, del Museo Arqueológico nacional, y de las estatuas y monumentos por el aire libre de las calles matritenses; tertuliador del café tras el cristal amurallado del Café del Pombo, por la calle de Carretas, pegada su lengua al escaparate serigrafiado, como queriéndose beber, no ya el café de la tarde, al que no tenía permiso ni entrada, ni aún para escuchar las grandilocuencias de los genios tertulianos, sino los rostros geométricos y oscuros de los contertulios vistos por Solana, asomando de sus esculpidas pinturas de aquel pintor extremo y genial, donde Ramón Gómez de la Serna enseñaba como se tenía que sostener el bastón para apartar los excrementos de los elefantes, a la vez que a un pétalo de rosa le sacaba sus misterios para llenar cuarenta folios, o se iba al Rastro para encontrar las greguerías ocultas en el encanto de los maniquíes y las tarjetas postales en blanco y negro de los sitios de París, o visitaba el circo para levantarles sus falditas de encajes a las trapecistas, rubias y locas que miraban al genio de las greguerías como si quisieran desnudarle el alma de la sintaxis, o acabar en su boca para ser bordadas por sus palabras.

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Manuel Pérez Casado, escultor porcunés, genio del detalle y el ángulo, del rostro y de la sombra, de la luz y del musgo del tiempo posado sobre las estatuas, en el papel, en la madera, en el barro o en la piedra, conoció a Hildegart en el Madrid de los paseos por el Retiro por donde ondulaban las barquillas llenas de blancas sombrillas de encaje, y a través de este conocimiento, trabaron una fuerte amistad, prácticamente hasta la muerte de la diva de laboratorio y de la obsesión materna por construir la mujer perfecta y, de camino, destruir la imperfección que era ella, como mujer, que no como madre, aunque, es posible que también. Tres tiros en la cabeza y un tiro en el corazón, mientras Hildegart dormía le asaeteó su madre en la noche madrileña de los cuchillos oscuros, ante la paranoia materna de que Hildegart abandonaría el hogar, al encontrar el amor, dejándola sola: síndrome del abandono, estupor de la soledad, sentir que la endiosada creación bíblica de sus manos se le iba a escapar sin haber aún acabado su trabajo, ni anunciado su misterio, ni creada su religión, ni construida su iglesia; perfección a medias, amor que ya no sería hacía el amor materno, sino hacía el amor de otras carnes.

Manuel Pérez Casado nació en Porcuna el 11 de marzo de 1910, el mismo año que el pintor y escultor zamorano, Baltasar Lobo; hijo de Jesús Pérez García, de oficio carpintero funerario y teniendo por pelo, el pelo pelirrojo de los vikingos carpinteros noruegos, y de María Encarnación Casado García, de profesión, sus labores: criando hijos y llevando la casa, en el número 17 de la calle Sebastián de Porcuna: adoquín, losetas y cuatro geranios ondeando sus banderas por las piedras de cal de los corrales. Sus familiares eran y venían de estirpe de carpinteros, y sobre todo, su padre, dado a la carpintería funeraria, aunque también puesto en otras artesanías de la madera donde se necesitaran sus trabajos, teniendo su carpintería en la misma casa donde naciera Manuel, siendo éste, el penúltimo de los siete hermanos de la casa.

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En plena niñez, de escuela primaria y maestros como don Eugenio Molina, aquel maestro que comenzó a enseñarnos a llamarnos con nuestro nombre grande y sabido, o como don Pablo Aguilera, dando clases a los futuros luchadores de clase, y alimentando sus tareas docentes y académicas con aquellos sueldos del hambre de los maestros escuela de los que hablaba el refrán: “Pasas más hambre que un maestro escuela”, Manuel comienza a percibir la llamada del arte, ese gusanillo extraño que se te detiene en el estómago, te crea fantasías de vinos amargos y se te aposenta en el alma como un comunicado místico de, a saber, con qué misterios y con qué consecuencias, mientras en las horas de la labor ayudaba al señor Jesús Pérez, el su padre, en lo que fuera de menester dentro de los encargos y trabajos del maestro carpintero del número diecisiete de la calle Sebastián de Porcuna, y sino, aprendiendo todo lo que hubiera que aprender para sus quehaceres carpinteros del mañana, los heredados, a la vez que su mister Hyde lo iba comiendo por dentro, clamando para sacarle a las maderas y a las piedras sus tesoros ocultos y sus figuras escondidas bajo el polvo o el serrín.

Comienza a los siete años a modelar sus primeras figuras, sus primitivas esculturas en el agradable y agradecido manejo del barro, igual con gredas acarreadas en espuertas de mizo del gredal de la Fuente chica hasta las cuadras de la carpintería, mientras las mujeres obreras, remangadas, pobres y altivas, lavaban los fardos y los sacos de la aceituna y las vacas comían verdes y amapolas asomadas a los miradores lindones de la Fuente chica, y a plasmar también, el niño Manuel Pérez Casado, sus primeras visiones escultóricas en dibujos a lápiz. Estas, sus primeras obras figuradas en barro, las escondía Manuel en los escondites de los mechinales y las alacenas, o en esos huecos de las cuadras abiertos de entre las piedras, hornacinas sin santos y sin velas, aunque con flores de telarañas, donde se metían los aperos de labranza y hasta los sueltos de pelo de los moños de las abuelas tras pasarles el peine y la lendrera; pero, cuando su padre, don Jesús, las descubrió, entre el pule y el pule de las camisas de madera, y el soplo de escarcha del vaho sobre los cristos de falso marfil, el supuesto ridículo, más bien timidez, y quizá ignorancia y algo de la vergüenza que el arte deja en sus primeras llamadas, y en tan tiernas edades del niño modelador de barros, se convirtió en admiración, en admiración e impotencia, de trabajo y de economía para que el niño Manuel “perdiera el tiempo en banales cosas”.

-“Hay mucho trabajo en el taller, y los pobres no podemos perder el tiempo con esas cosas, Manuel…”

Le diría años más tarde su padre, cuando ya un adolescente de las tempranas adolescencias de antes, Manuel empezó a pulir las maderas de los ataúdes, a darles sus pinceladas de barniz, y decorar, como modista de aguja y dedal, los aterciopelados interiores del descanso eterno: aprendiz de muertos, cuando él estaba en los aprendizajes del arte: esas cosas vivas, esos sentimientos extraños, esos noviazgos sin jardines, aunque también vinieran a dar en cosas muertas, en las cosas hieráticas-muertas de las esculturas.

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Pero Manuel seguía empeñado en construir figuras de barro, como modelando figuricas de Belén en una Navidad que duraba todo el año; figuras de barro que más tarde, con el paso de los años, el dominio de la técnica, y el afloramiento de las musas esculpidoras, comenzaría a realizar en madera con los desechos de bosque de la carpintería que no servían para las cajas fúnebres y otros muebles de centro o de pared, cosa tan favorable para él, al contar su familia con aquel taller de las maderas de la calle Sebastián de Porcuna, antes ya de encontrar la definitiva culminación, escultoramente mágica y primitiva , de la piedra, muchos años antes de que las cosas iberas amanecieran de sus enterramientos, y mucho antes también, de que la valerosa y noble Obulco descorriera las cortinas de su pasado que la guardaban y salvaguardaban virgen, aunque ya con muchas columnas desaparecidas adornando otras estancias y otros paisajes.

Este sueño de escultor, de artista modelador, de labrador de campos santos devenido en escoplos y en cinceles y en lapiceros de pizarrín, no caería en la utopía artística de la pobreza: ese terrible mal de los estómagos y de los sentimentalismos artísticos.

Manuel continuaba con su “afición”, en los escondrijos de las cuadras, o al aire libre del toldo de la parra o de la sombra de la higuera, junto a un pozo con agua y una pila de lavar, de la que ya contemplaría Manuel su simetría perfecta y la belleza de su silueta, tan del tiempo y tan milenaria. El joven Manuel, en sus manías de la piedra, va poco a poco llamando la atención de los paisanos de las eras y de las varas, del so de la yunta y del cantar de la temporera esculpiendo de músicas los aires acalinados de los barbechos- “¿sabéis que el hijo de Jesús el carpintero, por el allá de las Cuatro esquinas anda dibujando en piedras animales y personas?”- y comienza a tener sus primeros y gratificantes apoyos, ante todo eclesiásticos, de la localidad.

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A los quince años consigue el disfrute artístico de una especie de beca para poder irse a estudiar modelismo y hasta modalismo en Granada, y a continuación artes escultóricas y pictóricas en Sevilla, donde, en las Escuelas Salesianas conseguiría crear sus primeras y afamadas obras maestras, las cuales exhibía con el retente del tímido y la grandeza del que se sabe bendecido por esa extraña posesión de los hechos artísticos. Estudiante de orgullo y de disposición, sin más noche que la Alhambra embrujándole en su luna, y un gitaneo por la calle Triana palpando las piedras de los adoquines como si estuviera acariciando rostros o perfilando siluetas, mientras a sus manos se le iban endureciendo los callos del martilleo como si fueran teclas donde toca el piano las guedejas de las sombras. Su nombre empieza a sonar ya a nivel regional en los periódicos y revistas culturales de la época, donde las afamadas intelectualidades del reino, dadas a las críticas de los periódicos, las tertulias de casinillo y los paseos por las otoñales y melancólicas alamedas amarillas, comienzan en ver en este escultor porcunés el afloramiento de un genio embutido en un traje de hombre campesino, tímido y hasta asustado por los revuelos de las ciudades, cuando apenas la barba se le hacía sombra en su eterno rostro niño de siempre.

El doctor Fernán Pérez, eminente porcunés elevado al altar de las cosas madrileñas que se bautizaban y consagraban en el monarquismo de su tercera página del ABC, le entrevista para este periódico en un hermoso, ejemplar y porcunero artículo, como en un homenaje a la patria chica, allá por el año treinta, en vísperas de la tricolor sobre los balcones de la República. Fernán Pérez ensalzaba las cualidades escultóricas de Manuel: “un muchacho, aprendiz de carpintero se revela como notable escultor”- y prosigue- “Le encontramos dando los últimos toques a un retrato cuya semejanza con el modelo es tan perfecta (obra en madera) que esta sola obra sirvió para fundir el hielo de nuestra incredulidad….” “El extraordinario muchacho- sigue- es de una seriedad impropia a sus años. Preguntando sobre qué esculturas había visto antes, le contestó que “ yo no había visto más que los santos de las iglesias y el ángel de una sepultura” Fernán Pérez le pregunta a Manuel sobre alguna exposición que ya hubiera organizado, a lo que Manuel responde: “Cuando tuve hechas algunas figuras: un perro, un gato y algunas cabezas, como esta de Cervantes, y con el temor que usted se puede imaginar, pedí a D. Enrique Herrera, que me dejara exponer mis trabajos en el escaparate de su pastelería (corría el año 1927). Me costó trabajo convencerle, pero al final accedió, y con una emoción extraordinaria coloqué mis esculturas entre dulces y botellas de licores”.

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(Como si fuera un Belén adornado con dulces navideños, pajas por los suelos, anisicos de corcho formando las nieves, y papel de orillo simulando las aguas de un río. El escaparate lleno de gentes mirando las esculturas del prodigio porcunés, aleladas y absortas, como muchos años después estaríamos igual de alelados y absortos frente a las fotografías en blanco y negro del escaparate de César Cruz. ¡Ay, quién hubiera tenido ojos y nacimientos en aquellos años de la primera exposición de Manuel Pérez Casado en aquellos, extrañamente, felices años veinte ,para haber estado ahí, contemplando aquellos barros, aquellas maderas y aquellas piedras, con el adolescente Manuel , puesto allí en traje de boda sin casorio, como una armadura a los pies de la escalinata de un castillo, hierático, tímido y agradecido, como un pastor de cabras incómodamente vestido de etiqueta, explicando a los porcuneros de los paseos y el cuesco y cuarta, el porqué de las formas, el cómo la madera y la piedra guardan en sus interiores las formas escondidas, hasta que el ángel de la guardia del arte abre las cerraduras de esas sus extrañas puertas, de esas sus profundísimas cuevas, de esos sus majestuosos orgasmos, para dar a la luz el alumbramiento de las figuras, salvadas ya!).

-“¿Y vendiste algo de esa original exposición?” –sigue preguntando el doctor Fernán Pérez.

-“Sí -contestó Manuel- El encargado de la finca de Mendoza habló con mi padre y compró algunas, pagando por ellas una cantidad que a mí me pareció fantástica: cuarenta y cinco pesetas”.

¡Qué cuarenta y cinco pesetas más bien gastadas. Dineros del baratillo de incalculable valor hoy en día, como aquellos cuadros con que Picasso se pagaba los almuerzos parisinos por el restaurante Chez Marie de Paris: un Arlequín por un plato de sopa y una miga de paté, y una guitarra cubista por una vichyssoisse de pescado .Cuarenta y cinco pesetas por una cabeza de Cervantes, un galgo corredor y una almorzá de barro aún sin pulir, pero con toda la gracia ya dentro, y dispuesta para la magia!

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Manuel Pérez Casado ya pasea las calles de Porcuna con todo su nombre ya fuera de sí, sabido y expandido, desde la calle Sebastián de Porcuna hasta el canto del agua de las fuentes de los campos, adormecidas en verdes, sonoras en ríos, melancólicas de besos, narcisistas espejos de la luna y paraíso o infierno de los locos que crean ; y, tras estudiar en Granada y Sevilla, Manuel consigue, al fin, el apoyo del Ayuntamiento de Porcuna, donde tanto había cambiado tanto todo: las banderas intercambiaron colores y consignas jugando al trueque medieval de los aguinaldos, y la rojigualda de la corona real del rey huido , había dado paso a los tres impactantes colores republicanos. Conservadores y liberales, bajo el Ave María Purísima de las sotanas, ayuntaban el caldo de gallina de las tertulias conspiratorias, de pistolones sin reino y labrantías con esclavos, por los patios palaciegos de Porcuna, los de las sonoras fuentes de mármol, tan llenos de ilustrísimos bigotes y de sombreros de copa, y en los diálogos tenebrosos de los confesionarios sin pecado por donde los curas predicaban los mandamientos marroquíes , mientras por los humos de sus pipas se elevaba marcial la marcha real del chunda chunda. Socialistas y comunistas de puño en alto y migas de cortijo con históricos agravios, cantaban el Himno de Riego con sus letras trastocadas, y era como un pasodoble bailado en una verbena: otro chunda chunda con proletarias y casquivanas directrices, mientras las letras del abecedario se enseñaban en clases nocturnas a los hijos de la siega por los pobres maestros del potaje y el bigote varonil.

Así, en el año de 1931, el Ayuntamiento de Porcuna en Pleno, había acordado lo siguiente: “Por el Ayuntamiento de Porcuna se ha consignado para el presupuesto de 1931, la cantidad de mil pesetas para ayuda y perfeccionamiento del joven artista Sr. Pérez Casado” Era una pensión anual, para sacar al escultor del trabajo de los ataúdes, y dejarlo, presente y presentido en los lugares donde se guisaba el bacalao de los acontecimientos artísticos, y donde se averiguaba el quién era quién en el mundillo de las culturas: la capital del reino, ya capital de la II República, en la única época de su historia en que Madrid se vistió de musa parisina recibiendo a los artistas y poniendo a los artistas a desfilar por sus calles llenos de palabras, de músicas, de colores y de barros, como si estuvieran paseando por las galerías abiertas de Montmartre.

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En Madrid, el veinteañero Manuel, monta pensión, con cama, lavabo con espejo cariado, aguamanil y jofaina de loza, retrete comunitario y dos comidas al día, siempre dadas a comer en muchos caldos y escasas tajadas, en alguna de aquellas antiguas pensiones de Sol que les montaban los ministros a sus amantes, o la pensión de alguna madama viuda de un militar sin estrellas y un hijo en las guerras del África, criada en delantal y cofia, con novio soldado en algún Regimiento de Artillería, sonrojada y servicial: un perro de escayola sosteniendo una puerta y un gato maullador, erizado y blanco, moviendo el rabo al compás de un chotis en pianola y una mano acariciando su lomo mientras una boca saboreaba la ensoñación de la magdalena de aquel tiempo perdido de Proust , y un cartero echaba por los huecos de las puertas las cartas de amor que nunca recibían contestación.

En Madrid, capital de las culturas patrias, el romance popular, las malas comedias del Premio Nobel Echegaray llenando palcos y colmados y las pasamanerías literarias de Valle-Inclán pasando hambres y con cuatro intelectuales modernistas, locos y geniales, como único público; Julio Romero de Torres ensayando los marrones de los billetes de veinte duros mientras tocaba y retocaba y hasta lamía las tetillas de nata adolescente de la Chiquita piconera, Ramón Gómez de la Serna dando conferencias a lomos de un elefante descubriéndole a las cosas su otra verdad, su absurdo y su otra poesía, Lorca perfeccionando rimas y persiguiendo efebos por los jardines oscuros y peligrosos de los hombres con navajas, con los labios pintados y las camisetas de marinero, la pelea gitana que fue siempre su sino lorquiano como también fue su muerte, y por donde andaba Azorín dibujándole al castellano la brevedad de su hermosas estampas, Manuel consigue introducirse en los círculos bohemios y artísticos de la corte ya sin rey, sin infantas ni infantes y con los aristócratas bullangueros, sentimentales y lánguidos escondiendo las cuberterías de oro bajo el vientre de las tablas, y los bailes de salón, echados los cortinajes y con la música silenciosa y sentida, para no dar demasiado el cante de las opulencias, donde la Generación del 27 estaba dando sus máximos frutos y sus mejores rimas mientras sus poetas pegaban saltitos como alocadas muchachas de acuarela intentando levantarle las faldas al ángel de la guarda o a las musas vírgenes de los estanques del Retiro. Y en la Residencia de estudiantes, Buñuel pintaba un cine y Dalí pintaba el cine de Buñuel, mientras las ramas de las acacias, ya siempre en flor, espolvoreaban su polen sobre las cabezas librepensadoras, dando el voto a la mujer, y un algo de arco iris al libre albedrío de las deliberaciones, y hasta un algo más de generosidad.

Año 1931. República. Y el aire siempre amenazado por los que siempre suelen amenazar el aire: esa cosa liviana y patria que tanto parece siempre pesar, llevando la espuerta con los vergajos siempre a cuestas para, donde sea y contra quien sea, comenzar de nuevo la eterna pelea a mamporrazos de los españoles que siempre cantara, más que pintara, Goya: el pintor de la poesía, los caprichos y los garrotazos.

Aquella época fue una época inolvidable para nuestro Manuel: esa cosa de pueblo, perdido y hambriento de artes en la gran ciudad, con mil pesetas en el bolsillo e infinidad de piedras a las que dar forma. Un Manuel que, a sus pocos años, con deslumbres de imágenes y fuerzas y ánimos para comerse el mundo, estaba consiguiendo llegar a su meta, labrando su meta, perfilando su meta como si perfilara una piedra, esa dificultad a la que nunca llegan los perdedores, ni los que se quedan atrás en la carrera mirando las musarañas de los gusanos de seda: él ya mariposa fuera del huevo del capullo , volando libre y sutilmente poseído y adornado por las magníficas telas de los ensueñes, estudiando las artes de las formas y teniendo la satisfacción de ser alumno, y alumno aventajado, de maestros escultores, de canteros de excepción, de broncistas con lumbres, como Victorio Macho, Jacinto Higueras y Emiliano Barral, que tenían en el niño escultor de Porcuna a su adorado ángel soñador: eminentes arquitectos de los ángulos con metáforas, sublimes herederos de los grandes maestros escultores de la antigüedad, entre clásicos y modernistas, del ayer y del siempre de las formas, y de sus enseñanzas y sus presencias, vivir Manuel en la paz, la creación y la soltura en la evidente ciudad de las artes patrias, en la gran receptora, en la pequeña París con su pequeño Montmartre colgando sus caballetes y sus cinceles en el amplio panorama de la Plaza Mayor, algo que nuestro escultor ni tan si quiera llegara a presentir y hoy presumía callejeando ámbitos y reconstruyendo ayeres.

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Qué absoluta bonanza la de Manuel revelándose aprendiz de sabio por entre los pasillos de la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, descubriendo en sus manos de carpintero el primor de los canteros de antaño. Poseído de hadas y de milagros en las grandes exposiciones, donde se daba a conocer, o donde se consagraba, la cúspide máxima de las artes plásticas: aquellas manualidades de aula iluminando las galerías y las corralas del arte.

Estando Manuel en Porcuna, de vacaciones, el alcalde, Rafael Montilla le encarga hacer un busto del fundador del socialismo español, Pablo Iglesias; una realización en mármol que debería ser instalada, y lo fue, en un ángulo de la Plazoleta, enfrentado a la piedra beata y sublime del templo parroquial, un mano a mano de dos artes, tan sublimes y tan distintas, una gratificación para este escultor que amó de las iglesias de Porcuna el esplendor escultórico de sus santos, y aquel ángel de piedra labrado sobre una tumba en el cementerio municipal. Una especie de consagración popularmente porcunera, donde todo el mirarle de las gentes fuera ya, sólo y evidentemente, su obra, esa obra, esa escultura, ese busto socialista que acabada la guerra, fue su mal y su peor destino, y que se llevó a Manuel por los campos de concentración de los vencidos, medio ciego ya, donde siempre estaba ya amenazado y siendo apuntado siempre por la pistola de los victoriosos, mientras todo lo negro y todo lo oscuro era un paño de luto puesto sobre sus ojos.

“Tan pronto como vino el mármol empezó el trabajo de Manuel, aislado en la soledad contemplativa de un patio con luna, mientras el pedestal de piedra se encargó a una cantero local con las medidas y las plantillas que yo le di. Antes de terminar las vacaciones, todo quedó terminado y fue inaugurado con mucha gente y muchísimos aplausos, que hasta vinieron diputados socialistas de las Cortes de Madrid, como si fuera todo parte o colofón de una verbena popular, donde el santo celebrado era el líder del socialismo español. De esto se acordarán mucho las personas mayores del pueblo” Me recuerda su hermano, el carpintero Jesús Pérez Casado, en esta tarde de primavera de mil novecientos noventa y dos en que me paso por el Llanete Cerrajero para que me cuente cosas, mientras hojea y me muestra recortes de periódicos, amarillos papeles escritos a mano, viejas fotografías sepia y oscuras, y de vez en cuando mira el cielo raso del salón, como si pretendiera escribir, sobre su blanco pálido, las palideces de unas reminiscencias tan sabidas. “Qué gran muchacho era, y cuanto arte tenía el pobretico…..”

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Pero, de pronto estalla la guerra civil, aquella gran maldad, aquel insulto, aquel desasosiego, aquella traición: aquella rebelión y aquella cobardía, y con aquellas insurgencia y aquellas sangres, a Manuel se le terminaron sus ilusiones, se le paralizaron las manos y se le fueron las musas. Manuel, estando en la Madrid sitiada, y hambrienta y represora, y en la edad guerrera en sus alistamientos, que no sé yo si en sus voluntades, pues sus únicas guerras siempre fueron, el diario esfuerzo de las maderas y las piedras: esas grandes incomprendidas inocencias, se incorpora al leal Ejército republicano, siendo destinado a la Brigada de Enrique Lister, y, siendo éste consciente del peligro que entrañaba el frente de batalla y sabiendo de su nombre, que su nombre ya era nombre sabido, lo destina a la cocina de la Brigada, mejorando, de esta forma, la situación del escultor en todos los frentes y en todas las batallas.

La guerra sigue planeando y plantando el miedo, el desastre y el crimen sobre las tierras de España, esas España dividida y liada a garrotazos, como en una pintura negra del siempre profeta don Francisco de Goya y Lucientes, siempre tan presente y esencial en todo lo patrio, sobre todo, en todo lo negro de lo patrio, y entre tanto desastre, tanta destrucción y tantas muertes, en un descanso del trabajo en la cocina, ese zafarrancho de combate de las lentejas y los huesos de vaca, Manuel habla con su jefe y le propone hacerle un busto; piedra no falta, ni falta cincel ni falta martillo. Ni ganas faltan, y aun las bienaventuradas maneras del arte no han destruido, por completo, el cerebro artístico del escultor, si bien es verdad, que sus manos tiemblan cada vez que escucha el silbido de un bomba o el toque de queda y de excepción de los ametrallamientos. Lister posa cariacontecido, guerrero, soberbio y enjuto como un héroe del Dos de mayo al que aún no han fusilado del todo, y con los ojos abismados y terribles y poéticos, mientras Manuel saca del bloque de piedra al Lister que vive en sus interiores, marcial y rejuvenecido, como un general brioso y mítico de los tiempos de los negros caballos de bronce exhibidos sobre las plazas, rodeados de setos de boj y arrulladoras palomas sobrevolándolos.

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Pero la guerra sigue, que la guerra siguió aquí durante cuarenta años, e, inconcebiblemente, sigue con nosotros todavía, como una guerra mitológica cantada por Homero de la que no sabemos salir sus desafortunados herederos, y seguimos cantándola aún, ya sin acordarnos de los nombres, pero sabiendo que existieron unos nombres y unos rostros. La guerra sigue y Manuel se pregunta ¿Qué es la guerra? ¿Para qué sirve una guerra? ¿Qué saco yo con una guerra? ¿Qué beneficios sacamos con una guerra? ¿Vendrá la felicidad? ¿Seguirá viniendo la muerte? ¿Resucitarán los asesinados? ¿”Volverán las oscuras golondrinas……”? Nadie le da repuestas válidas, siendo la única positiva el estar defendiéndose de una agresión injustificada y terrorífica. La sensibilidad de Manuel no soporta el estallido de las bombas, las carreras alocadas en busca de un refugio o de una muerte menos lenta, de una muerte que sea cuchillo directamente al corazón, como en un drama de amor antiguo con dos enamorados a los que no dejan amarse; el tremolar sísmico de los peroles de donde se derramaban los alimentos como si se derramaran sus vidas, y aquel miedo que no era miedo, sino algo más grave, algo mucho más grave: el odio ancestral de los hermanos: caínes y abeles siempre enfrentados y afrentados, y sin saber nunca, verdaderamente, quién fue el asesino y quién el asesinado, o a qué Orden se debió la sangre derramada.

El hambre y la miseria lo abruman, lo descomponen. Y tanto ruido, y tanta sombra, y Manuel se pregunta ¿Dónde está el silencio?, mientras el escultor se siente incapacitado para meter la guerra en las esculturas, como un escultor de antiguallas que no da ni en las formas ni en los espíritus.

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España se había vuelto loca de repente.

Poco antes de finalizar la contienda, con la cantinela paranoica aquella del “Cautivo y desarmado…..”, que tantas más graves consecuencias traería, un pedazo de metralla caído del abismo, como una maldición del paraíso o una secuencia del infierno, cae sobre el ojo derecho de Manuel, cegándole. Al terminar la guerra, y como otros tantos miles de españoles derrotados, los del paso en los caminos, los de la manta al hombro, los del cansado ejercicio de la libertad, los de la legitimidad democrática, Manuel Pérez Casado es conducido a un campo de concentración, a uno de esos miles de campos para muertos vivientes, que se abrían en descampados, en plazas de toros, en iglesias, en playas… Allí Manuel encontrará muchas muertes: la muerte en vida, la muerte en hambre, la muerte en peste, la muerte en nausea, la muerte en vómito, mientras sulfataban su cuerpo con venenos azules y aguas de las canales: cuatro huesos y unos pliegues de pellejos cubiertos con un trozo de tela de colchón, y adecentaban su alma para los nuevos tiempos del cara al sol y los ajustes de cuentas, pero sobre todo, encontrará Manuel, la muerte de su arte y la muerte de la literatura de su arte: esos dos espejismos confabulados para crear el absoluto de la belleza. Allí el hambre, allí la miseria, allí el miedo y los vergajazos húmedos, y los muertos apartados a puntapiés para pasar a ser muertos de hogueras, se le suben por el cuerpo y le impiden el alma. Manuel cae enfermo de insensibilidad y derrota, ante tantas imposibilidades, pero sobre todo, y ante todo, en el noble empeño de su arte, ante la imposibilidad de imaginar y recrear su mundo a través de un solo ojo y con esos escenarios tan sobrecogedores que sólo servían para esculpir mármoles de sepulturas.

Acabado el calvario y el letargo de los campos de concentración y las prisiones del oprobio, Manuel regresa a su casa de Porcuna, derrotado, destrozado y solo en el calvario cruel de su soledad interior, por donde antaño medraron las musas y ahora sólo medraban los desamparos y las miradas de reojo buscando el más mínimo descuido para elevar sus murallas.

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Manuel se encierra en sí mismo, encerrando en él y con él, a todos los seres queridos que lo rodeaban buscando en ese nuevo Manuel aquel maravilloso muchacho del ayer hoy tan perdido, a aquel niño carpintero que un día le abrió el vientre a un trozo de madera y le descubrió su historia, su rostro y su milagro. Se refugia en el recuerdo de lo que fueron sus manos y lo que fue su mirada en aquellos sus años viejos que fueron sus años jóvenes: aquellos amplios horizontes, el sol y la lluvia de los cielos, los gredales del barro, los troncos de los olivos, las piedras de las canteras; la soledad de un patio bajo una parra con uvas y un pozo manando agua y sonando a río, y abriéndole Manuel, a los materiales sin vida, el alma interior de los retratos.

Contempla Manuel aquel autorretrato en piedra gris que se hizo a los doce o trece años, como si contemplase la melancolía: un niño con alas y orejas voladoras, unos labios de risa y unos ojos sin pupilas por donde navegaban extraños barquitos a la mar. Un autorretrato hecho tomando su imagen distorsionada de un espejo de pared, por donde luego se hizo su primer afeitado, sintiendo ahora, que la realidad también era una realidad distorsionada, cuando hacía apenas un suspiro estaba él comiéndose el mundo y podía tocar la verdad o el ensueño del arte con sus manos, esas manos nacidas para crear y recrear la belleza. Contempla Manuel toda la obra que posee, aquellas maravillas de barro, de madera y de piedra, y contempla la nueva obra que ahora siente, la obra de la impotencia y el desánimo vertidos en el revés del arte: siempre los reveses flotando sobre la creación, cercándola, acorralándola, destruyéndola: el revés del espejo, la otra cara de la luna, lo profundo del pozo, el otro lado del yo, la otra consecuencia del alma. Contempla todo lo que posee, esas figuras que lo miran desconociéndolo, y todo se le vuelve miedo, asco y miseria de la creación, encerrado en sí mismo con su único ojo mirando el blanco de las paredes de su cámara de dormir, y el techo de cañas por donde no se ve la luna, y ni se la espera ya…

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Dejado para el arte grande de sus buenos tiempos. Cogidos unos pocos de ánimos como quien coge la vida pendiente de un hilo, festejado como para no morirse de repente, Manuel fabrica moldes de barro con los que realiza figuricas de escayola, que, tras secarse pinta de colores atrevidos, como manchas de pintores impresionistas, y acude con la cargazón de sus figuras hasta las ferias de los pueblos cercanos a Porcuna: Cañete, Lopera, Bujalance, Valenzuela, acompañado de su sobrino Manolito, aquel otro aprendiz de carpintero convertido también en cicerone de ciego presentando el héroe muerto al mundo, donde tiende tenderete por los llanos de los feriales como buhonero de castañas , garbanzos tostados y camarones de la mar, regresando luego a casa, andando los caminos, cansado de los caminos, con las cuatro perrillas de las ventas haciéndosele pesadas en los bolsillos, sintiendo que ese ya no era su arte, sino, una forma cálida de interior para no morirse de repente.

En su casa sostiene los aburrimientos con sesiones de hipnosis aprendidos de un hermano Pepe, el inventor del gran invento de “Las Tres caídas”, hipnotizando a sus sobrinos para hacer la voluntad de hacerlos comer cebollas por manzanas, o bebiendo limonadas que sólo eran aguas del pozo, echando los trucos de las cartas aprendidos en las tabernas del vino, escuchando a su sobrino Jesús Navas leerle obras literarias o leerle sus otras obras favoritas, las que hablaban de hispnotismo y de electrónica cuando ya su vista iba desapareciendo casi completamente, y ya sólo le dio tiempo, como en una última genialidad antes de entregarse al todo de las sombras, de fabricar un motor y ponerlo a funcionar, asombrado.

Con un ojo perdido para siempre, a Manuel se le escapan la mitad de las visiones, y poco a poco, comprueba como el ojo izquierdo va perdiendo también la poca vista que le quedaba, y ya casi ni distingue a esos sus tres sobrinos puestos de frente haciéndole de modelos mientras los va esculpiendo sobre la madera, sobre el barro o sobre la piedra, y a los que paga el atrevimiento y la quietud de la pose, regalándolos con un puñado de caramelos de sabores, hasta llenarles los bolsillos. Paso a paso a Manuel todo se le vuelven tinieblas, hasta que un día despierta con el panorama negro estremecedor de la ceguera absoluta: ese despertar sin paredes, ese dar a la perilla morfa de la luz inventada por el tío José en honor a Morfeo, aquel griego hijo del dios de los sueños, y no encenderse nada, ese palparse y no sentir sus manos tocándose, y ese gritar saliendo mudo de su boca.

Manuel es tratado por los prestigiosos oftalmólogos, Arruga y Barraquer, que quedan rendidos ante la evidencia: no se puede hacer nada: la ceguera es total e irreversible. Camino de vuelta a casa, el traqueteo del tren le trae la nostalgia de aquel su primer viaje a Madrid, mirando pasar los caminos a través del cristal de los ventanales siendo todo sonrisas las sonrisas que percibía de los paisajes. Hoy sólo escucha ruidos de locomotora, el trinar de algún pájaro cantando en algún árbol y las palabras de los viajeros que hablan quedo como para no despertar a Manuel de su extraño y ciego sueño; ese ensimismamiento por donde se le cerraban, definitivas, las cortinas del humo, abriendo sólo abismos por donde caerse despeñado y feliz.

Manuel aún no había cumplido los treinta años, y el mundo, para él, definitivamente, no existía. Se lo habían robado. Manuel se consideraba víctima y desastre de aquella guerra cruel, de aquel horror y de aquel error, como Lorca, como Muñoz Seca, como Miguel Hernández, y como tantos otros desaparecidos en el anonimato del para siempre: vidas segadas, corazones tiritando, y el arte de ayer, para Manuel, un algo ya sin esperanzas, un sueño del que se despertó siendo más niño que nunca.

Hasta que le llegó la muerte Manuel estuvo al cuidado de sus padres, Jesús y María Encarnación, y sobre todo al cuidado de sus hermanas, esas grandes manos para sus ojos, las que lo ayudaban a caminar y a no dejarse ir por esa llamada demencial al alma de los cementerios donde viera, siendo niño, aquel ángel de piedra que le indicó el camino de las esculturas.

Porque, la muerte de Manuel fue un dejarse ir abismado hacia un precipicio; río que trae las nieves de una montaña hasta depositarlas en el mar; una serenidad de años como poseído por la calma de las adormideras de los jardines; un estar sentado en una silla, como cosa presente y tangible, pero con la cabeza más allá de donde somos capaces de llegar los humanos: una religión de cometas y cantos de islas, con una novia chiquita que abandona a un ciego, cuando más necesidad tenía el ciego de aquella novia chiquita, sino para verla, sí para acariciarla, para sentir en sus manos, aún, un algo de creación para posarlo en sus labios, y no un arte que abandona unas manos y donde todo el amor que recibe cabe en tres versos con un final acongojado.

Manuel Pérez Casado, el escultor porcunés más digno sucesor de aquellos magistrales y anónimos escultores iberos, falleció en Porcuna un día 9 de septiembre de 1961, tenía 51 años y muchas esculturas dejadas en el tintero de las canteras de piedra, aunque, lo cierto es que Manuel Pérez Casado llevaba muerto desde un cuarto de siglo antes, siendo la muerte del sesenta y uno, sólo su muerte definitiva, ese deseo tan tardío. Manuel Pérez Casado no murió, se dejó ir muriendo. Manuel llevaba veinte años dejándose morir, apagándose como vela a la que nunca parece acabársele la cera. “¡Cuánto tarda esto en llegar!”, que podría haber dicho, “¡Y qué lejos ya quedan mis manos….!”

En casa de su hermano Jesús, por el Llanete Cerrajero, la que fuera carpintería y lugar de la funeraria, al trasladarse de la calle Sebastián de Porcuna, aún existen muchas muestras de su arte, del arte de sus esculturas, aquellas que no se llevó la guerra y fueron respetadas por los saqueadores y los quemadores de libros, ante todo, rostros familiares y algún animal en pose fotográfica, y cientos de fotografías en mal estado, y otros cientos de cartas y recortes de periódicos que nos hablan de la etapa aquella, principiante y triunfal de Manuel Pérez Casado, aquel amor a la escultura que quedó en incógnita, por lo que, aquí, más o menos , ha quedado narrado.

• En “La Unión de Sevilla”, aparece la foto de Manuel entre bustos de madera y de piedra (3 de abril de 1928): “El joven de diecisiete años Manuel Pérez Casado, natural de Porcuna y alumno de las Escuelas Salesianas, que ha revelado sus precoces y magistrales disposiciones para el arte escultórico”

• En “El Defensor” de Jaén (18 de diciembre de 1929), se hace alusión a una exposición conjunta de Manuel Pérez Casado junto con Jacinto Higueras en la Exposición Regional celebrada en Jaén.

• El 28 del mismo mes, pero del año 1931, en ABC, aparece una referencia de la Exposición colectiva de artistas españoles en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde Manuel también participa. “Entre las obras ejecutadas por el novel artista Manuel Pérez, destaca el busto de Pablo Iglesias, líder del socialismo, logrado con agilidad y soltura magnífica, según el juicio de los especialistas en ello…”

• En “El Pueblo católico” del 23 de octubre de 1930, se informa de una exposición junto al pintor José Nogué.

Muchas más serían las reseñas referidas a Manuel Pérez Casado aparecidas en la prensa nacional, aquel extraordinario escultor porcunés al que la guerra civil truncó su camino, nubló sus ojos y destruyó su alma, y los porcuneros aún estamos esperanzados de que puedan ser reunidas las esculturas que de él quedan- que haberlas, como las meigas gallegas, haylas- y podamos asistir todos, ya sea mínimamente, a contemplar las esculturas de este genial escultor porcunés, en una remembranza de aquella primera exposición de Manuel Pérez Casado, en el escaparate de la pastelería de don Enrique Herrera.

Para tus manos guardaban las piedras sus interiores, los barros sus aguadores y las maderas sus lances, y el mundo de los alcances un sueño lleno de vidas. Tu amanecer fue una huida de ti mismo hacía otra parte, hacia la casa del arte donde se alumbran las cosas, de esa ciencia, magia o rosa con que se disfraza el genio. Tu florecer un eterno eternizar las presencias, la base de la conciencia sosteniendo magnitudes con las oscuras virtudes que sólo saben los locos, los trapecistas barrocos celebrando sus encajes y sus bailes con panderos. Madrid te dijo te quiero y te hiciste alfarero de las tertulias del Pombo mientras te cubría el asombro con sus pinceles de nácar y sus maderas de oriente dibujándote en la frente la luz de tu arqueología. El mundo de la poesía te concedía sus musas en tanto los lampedusas te alumbraban con sus lámparas, sin sentir que las miradas se iban volviendo cuchillos, y del vuelo de sus brillos puso una guerra en la calle, un país muerto de hambre y dos millones de muertos quitándose la razón, poniéndole un azadón a tus manitas con alas, en tu torso una cornada y unas cinco de la tarde derramándose en su sangre para proseguir la historia. Escultor de la memoria derramándose en serrines. Abridor de los jardines donde colocar tu estatua, sobre una sombra de malva o una lluvia de palmeras haciendo un arco a tu estampa. Escultor de las nostalgias, Manuel de los alunados, al que vistieron los hados con la raíz del beleño trayéndole dulces sueños y algarabías con piedras, y a la luna de la ciencia de los Pérez porcuneros, la otra cosa de sus fueros llena de magias e hipnosis. Te desnudaron tifosis hasta dejarte juguete, ciego de patio y limón esculpías la ilusión de la cal de las paredes palpando el código braille de las manos de una madre, mientras se iba tu sangre camino del campo santo a adornar con tus acantos la paz de las esculturas: hieráticas sepulturas dando cobijo a unos huesos.

Texto original de 1992, revisado y corregido en Mijas Playa en el mes de julio de 2013, y vuelto a revisar y corregir en Martos, el día seis de marzo de 2015

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍA: NOMBRESPORCUNATODOSLOSNOMBRES, ANTONIO RECUERDA BURGOS, JESÚS PÉREZ CASADO Y JAVIER NAVAS MILLÁN
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