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Eligio de la Hoz Galán y María Hueso Delgado, el sentir Alharillero

A don José Muñoz-Cobo y García, séptimo Conde del Prado siempre le tenía preparado Eligio de la Hoz Galán, el tabernero, casero, portero, sacristán, alcalde, santón y embajador de la aldea de Alharilla, su puro habano, cuando el señor Conde del Prado se venía para la aldea de Alharilla desde su palacete granadino para echar un día de campo en su caserón del Llano, para que el señor Conde del Prado se lo fumara galana, señorial y campechanamente también, después del almuerzo del medio día tomando el sol de la siesta en el patio terraza enmacetado y primaveral del Bar de Eligio; como también, al señor Conde y a su señora, doña Rosa Bandrés de Abarca y del Río, y su séquito de ocho hijas pizpiretas y saltarinas, puestas en blancos de volantes y lacitos por los rubios rizados cabellos, y a sus sirvientes, curiosos y aduladores, le tenía preparada María Hueso Delgado, su sartén con el aceite de aceituna hirviendo para freírles a la aristócrata visita alharillera sus almuerzos de huevos fritos con patatas fritas cortadas a cascos, y si por la alacena o los colgaderos de la cocina de María había guardados o pendiendo, ristras de chorizos y morcillas, también les freía María Hueso Delgado su buena cachuchá de embutidos de cerdo, con unos otros buenos cortes de torreznos para que la concurrencia con tronío comiera camperamente, como si en lugar de venir a Alharilla en visita pastoral y de posesiones de cuna con tan rancios abolengos, acudieran de invitados a un condumio de cortijo donde los caseros ponían a sus disposiciones todas las matanzas del cerdo y todas las bonanzas de las buenas y mejores acogidas, tan serviciales siempre el Eligio y la María, ya fueran condes los que visitaran su taberna o fueran aceituneros de los cortijos invernales, feriantes del Llano o alharilleros en romería venidos hacia la aldea para pregonar a los cuatro vientos de la fe la hora sagrada y torera de las Cinco de la tarde por el Llano.

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Érase una vez una aldea llena de gentes, llena de gentes trabajadoras celebrando la albura y el pundonor de las cosechas: los trigos, las cebadas, los garbanzos y las aceitunas, con una ermita blanca bañada de sol atardeciente que la convertían en ermita con amarillos, una campana tocando todos los días en sus Cinco míticas horas de la tarde y una Virgen de Alharilla encerrada en la oscuridad como en una cajita de música, que al abrirse la puerta de su ermita se ponía a musiquear y bailar el agua virgen pura de los crepúsculos nublados, esos que siempre se iban huyendo como perseguidos por clamores agrícolas u oscuridades de tormenta hacia los altos cerros y los lejanos horizontes de Porcuna, por donde andaban las otras cosas, los otros aconteceres , las otras festivales y las otras alharillas.

Éranse una vez cuatro kilómetros de distancia con olivos en sus laterales, unos eucaliptos fantasmagóricos, fresquitos y descansadores, y una plaza pública convertida en Llano, por donde sólo cabían sus cosas íntimas y sus cosas cotidianas puestas bajo el gran árbol de los conciliábulos, los debates y las decisiones, a cuyo alrededor jugaban los niños aldeanos al juego del correndillo, mientras los viejos sabios de la tribu lugareña, ofrecían sus lecciones de civismo, de trabajo y de convivencia como si estuvieran impartiendo maravillados magisterios, árbol aquel que se llevó la tormenta, sembrado ahí, como un gran árbol de Guernica abriéndose en ramas firmadoras de brazos y de abrazos y de decretos, de leyes y de convenciones, estando al lado la Voz guía que nunca hablaba, porque era una Voz espectral que sólo vivía por sus silencios y para sus contemplaciones, y que, aquiescente como monarca constitucional, asentía firmando los decretos que los habitantes de la aldea de Alharilla le presentaban estampando Ella sus huellas digitales mojadas en el candil del aceite de sus aluzares , a la vez que su mística aureola de luz pintaba de estrellas el vuelo de las mariposas trasnochadoras.

Érase una vez una aldea llena de gentes y de palabras, que a la tarde se juntaban en las casas o en las aceras de las casas para dar comienzo al teatrillo de las charlas. Reuniones aldeanas con la tardes haciendo sombras, y convirtiendo también al Llano de Alharilla en el Paseo de Jesús en sus caminatas serenas, y que cuando llegaba el catorce de septiembre, y anocheciendo, miraban todos hacia el horizonte por donde se alumbraba Porcuna presintiendo en la lejanía el brazo de Nuestro Padre Jesús impartiendo su bendición anual y multiplicada.

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Érase una vez un Día de las flores que se celebraba en viernes, y que tuvo los hechos de sus inicios para su ahora tradición, gracias a Carmen “La Tuerta”, la Carmen “la Tuerta” de la calle Gitanos, que un buen día de primavera por los años cincuenta se cogió a un grupo de gentes y se fueron caminando para la ermita de Alharilla para ofrecerle flores a la Patrona, las flores de los patios, las flores de los corrales y las flores de los campos, como sus primeros hermanos caminantes; una ofrenda floral como una inspiración popular nacida de los imprevistos y las devociones alharilleras, en que los niños de Alharilla tomaban su Primera comunión por la ermita del Llano y se celebraban los banquetes con tazas de chocolate y tortas de aceite.

Érase una vez la ermita de Alharilla con sus santeros viejos, con su casilla por el patio de la ermita junto a la casa del capellán. Santeros que guardaban las llaves del templo como si guardaran un tesoro que abría las puertas del cielo, y que cuando Alharilla se quedó sin santeros y sin capellanes, que se vinieron para el pueblo, fueron depositando de casa en casa, primero en la también taberna-tienda del Llano de los llamados Martín y Benita, los de la Venta antigua concesionada por la mesta, cuando el Llano de Alharilla era un descansadero de ganado, pasando luego las llaves a los caseros de Peralta, y después para Eligio y María, devocionados para abrirle a la ermita sus puertas.

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Érase una vez un silencio nocturno lleno de luces apagadas, y rostros soñolientos, y susurros de agua escuchándose bajo las raíces de las casas y de los campos, y de las huellas de las pisadas puestas ahí como presencias, recorriendo el llano subterráneo de Alharilla con sus aguas árabes y sus aguas milenarias, y lapiceros de poetas manando de los pozos para escribirle a Alharilla sus versos sueltos y sus suspiros con luna.

Érase una voz sin tiempo y una mirada sin nostalgia y como una edad parada en sus primitivos principios por la que nunca corrían las prisas ni se escribían los testamentos; una estación siempre esperando el tren que no llegaba nunca, y para qué, si todos sus viajeros ya estaban allí establecidos y los visitadores de los olivares vendrían con su invierno para sembrar con más gentes los llanos y las cortijadas, y luego se irían como vinieron, con sus esfuerzos hechos y sus pesetas ganadas, dejando eso sí, muchas vivencias y muchas amistades, y sus peregrinos del Segundo domingo de mayo vendrían y se irían como vinieron también, derramando vinos y elevando salves, volviendo a quedarse la aldea en su quietud acogedora de dama o de reina antigua que nunca se cambiaba sus trajes, y era todo un ver y pasar cosas sin que nunca afectaran a sus testimonios, a sus vivencias, y a sus esencias todas.

Érase una vez una voz muy antigua que dijo Alharilla y se fertilizaron las tierras y se elevaron las alas, y se vinieron las gentes con sus bestias cargadas de útiles y esperanzas recorriendo los caminos de sus cuatro puntos cardinales para crear en Alharilla la Torre de Babel de sus muchos acentos hasta crear su acento propio y autónomo, que nunca firmó testamento propio de independencia, pero fue dejando muchos rastros y muchas huellas donde sus gentes alharilleras se reconocían como si llevaran dibujadas en sus caras el proceder de un tiempo concreto y de un estilo originario, aborigen y patrio.

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Érase una vez la vida preñada de un centenar de vidas que hicieron del Llano de Alharilla y de su comunidad aledaña con cortijos y tan amplia de campos, de quehaceres y de vivencias, el lugar común por donde andaban los días desnudándolo todo, mostrando los principios de la hoja de parra, y escribiendo por las tierras, por los aires y por los firmamentos las sagradas escrituras de sus viejos testamentos dados desde lo inaudito a un Moises vestido con ciñeras y muchos callos en sus manos, y cuatro tronos de oro donde se sentaban los privilegiados dadores de jornales y recaudadores de esfuerzos.

Por el Llano de Alharilla alumbraban los oros de los trigos y era un Llano de segadores que viniendo de las cosechas de las tierras calmas sembradas de cereales, y dejadas las hoces y las voluntades en los colgajos de las cuadras, aprovechaban los vientos cardinales favorables para ablentar las parvas separando las pajas de los granos.

Por el Llano de la romería de Mayo, los festejos y la Virgen de Alharilla caminada por sus anderos de las Cinco de la tarde, las jornadas alharilleras de los campos se cumplían en las horas segadoras, cuando los hombres del lugar llevaban al Llano, sin más fiesta que el cereal, los trigos, las cebadas, los garbanzos, y lanzando al aire las horcas ofrecían una nebulosa de telones dorados, formando las pajas y las alpacas y llenando de trigos los costales, mientras las mujeres alharilleras, las costillas de los barros, llevaban a los segadores los dulces caseros y los resoles de café a la vez que les iban cantando los cantares agrícolas de los segadores castellanos. Y en todo eso, los niños de Alharilla, jugando al juego del escondite metidos por entre las altas ramas de los jaramagos pintándolos a todos de amarillos y de verdes , antes de ir a los pozos a lavarse las caras con las aguas de las cubetas de lata para ocuparse después de encenderle a la noche sus bombillas de estrellas.

Comunidad de gentes en aquella Alharilla del ayer, repartidas entre sus casas del Llano y las salvables lejanías de los cortijos apareciendo blancos tras el verde telón de las altas lomas sembradas de olivos y de granos. Congregación mariana de gentes entorno a los trabajos y las vivencias, cuando Alharilla era una aldea habitada en sus doscientas manos formando un pueblecillo que se recorría con cuatro pasos, con un par de miradas se observaba todo, y con sólo dos manos extendidas todo se abarcaba hacia si mismo. Hogar de las pequeñas cosas cotidianas, sin más leyendas que el irse contando los unos a los otros los quehaceres de cada día. Pueblito blanco que por no pasar, ni pasó la guerra, y si pasó dejó a la aldea intacta y primitiva con sus mismos habitantes de siempre creándose a sí mismos como un vientre compartido del que todos nacían hermanos, silvestres, aflautados, saltimbanquis de los terrenos jugando al juego de la vida pacífica y tranquilizada, en su día con su luz y en su noche con su silencio salvado por la música de los perros, los búhos y las ranas.

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Comuna de cristiandad donde lo cristiano se precisaba en un todo de apariciones vecinales, y donde la Virgen de Alharilla no era la Virgen de Alharilla de Porcuna sino la Vecinilla de la ermita, la tímida a la que había que abrirle la puerta de su clausura, más que para recibir a sus aldeanos, para salir ella al Llano y conversar con sus gentes de las cosas corrientes y comunes, y a la que en el mes de mayo vestían con sus trajes festivos de los baúles sagrados, le ponían sus dorados y su corona celestial, la subían a sus andas caminadoras y la hacían ir hacía el interior de la aldea misma antes de entregarla a las manos de la vecina Porcuna para celebrarla en su Día antes de volver a ser la Vecinilla de la ermita, la que nunca hablaba aún pudiendo hablarlo todo, y la que escuchaba las voces como si escuchara silbos silbados por un rebaño de pastores apacentando luciérnagas.

La aldea de Alharilla era el lugar de las cosas compartidas y las vivencias entregadas y solidarias, y solitarias también. Una tribu de aldeanos que iban de ellos hacia ellos mismos y sólo en ellos mismos se miraban y se sentían comprendidos. Un puñado de casas puestas en blancos o en piedras, ahí decorosas y ocupadas siempre en todos los días del año por los que en Alharilla no sólo tenían sus vidas sino también sus compromisos, y esa sustancia como de algo eterno posado sobre sus cotidianidades alejadas de los mundanales ruidos, y donde todo era de tierra y de barro, y sólo en la tierra y el barro se sentían comulgados.

Aquel Llano de Alharilla del ayer, cuando las tareas de los campos daban trabajos y jornales para todo el año, y las gentes vivían como en una felicidad primitiva, originaria y elemental, sin más pensar que el discurrir con el gallo cantador de las mañanas, que levantaba a sus gentes de las camas y las echaba a los campos tan a mano: hombres y mujeres amanecedores antes que el sol dibujara sus ambarinos y azafranados, lanzados a las tierras de los cultivos con las talegas al hombro y los porrones de agua, y ponía a los niños en su escuela, a aquellos quince niños nacidos en Alharilla, a donde iban las parteras a prisi corriendo no fuera a ser que los niños les nacieran solos y sin permisos de parto, y cuando llegaran las parteras, ya estuvieran los niños mamando la leche materna ,y casi puestos ya en niños de campo aprendiendo de sus progenitores las cuatro reglas fundamentales de cómo ser alharilleros de los campos y alharilleros de la Vecinilla de la ermita , a la que presentaban a los niños para que la Virgen de Alharilla los fuera inscribiendo en el registro civil de su corazón repartido , y sólo los días de domingo se daban los moradores del Llano de Alharilla a los descansos y a los jolgorios por la taberna mítica de Eligio de la Hoz y de María Hueso, aquella institución de Alharilla ya casi centenaria por donde que, quien no pasó algún día de su vida, lleva un error o una falta en su carné de auténtico alharillero, de dentro o de fuera, de aquí o de allá; la parada en el camino, el humilladero laico sin blancos ni apariciones, el lugar donde la orquesta de los encuentros ociosos y celebrantes tocaba su solo de violines y su todo de trombones, mientras Eligio servía vinos desde detrás de la barra del bar, María cumplía sinos de cocina y de sonrisa y la Pepa dibujaba filigranas de ganchillo contándole al poeta de las Estatuas las auténticas esencias alharilleras, aquellas vividas en el día a día de los aldeanos de Alharilla puestos en pie cada mañana para celebrar la buena nueva de los trabajos, las convivencias y los muchos sentires alharilleros.

La taberna de Eligio y de María, los dos sentimientos de este érase una vez que aquí se narra, se cuenta, se habla y se escucha, porque todo es una música ininterrumpida a la que estorban las comas, los puntos y hasta los acentos, porque pretende ser río desbordándose sin parar nunca sus aguas hasta no llegar al mar de sus últimos versos y así sentirse ya estampa reposada, fue en su día la taberna “Casa de Pepe Lagañica” , el establecimiento que desde los años veinte de siglo XX, y hasta entrados los años sesenta regentaban en su dúo de compatibilidades y trabajos, José de la Hoz Galán y Sacramentos Galán Garrido, de tan alharillera estirpe, saga y propósitos, aquel pequeño bar con su chimenea a la entrada a donde pasaban a calentarse los soldados de la guerra, y su pequeña barra de obra con mostrador alto de azulejos blancos donde se anotaban las cuentas con lapiceros, carbones o tizas de colores, por aquellos años en que la aldea de Alharilla era plena vida de aldeanos.

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Del matrimonio de taberneros míticos de los Lagañicas, nacería Eligio de la Hoz Galán, que desde chiquitillo estuvo viendo y viviendo y bebiendo aquel bullicio de aldeaniegos que por Alharilla instalaron sus casas, sus trabajos y sus pertenencias, en un ir y venir de los campos a la taberna de Pepe Lagañica, poniéndole a Eligio por el cuerpo aquel come come del negocio familiar, al que ya le hacía sus gracias y sus ayudas montado sobre un cajón de madera para llegar al horizontal de la barra de azulejos blancos y al horizonte de las cabezas parroquianas para ofrecerles y servirles el vino de los vasos y el mamado aprendizaje de ser hijo de taberneros de postín, y comenzando a ensayar los magisterios antiguos del buen tabernero de oficio y el beneficio que se precise, el atento y el despreocupado, el que estaba pero parecía no estar, el tabernero con confianza que tras la barra de obra iba aprendiendo la virtud y la casi santidad del sentir eficazmente y la despreocupación de dejar a la gentes hacer, con muchos oídos pero la boca precisa, y de no sentirse elector, aunque confidente ante el mundo visitador de los bebedores de vino, que en el fondo, era un mundo de confidencias al amor de una candela.

María Hueso Delgado nació en Lopera, y desde chiquitilla venía todos los años a la recogida de la aceituna por los grandes tajos del Llano acompañando a sus padres, José Hueso Merino y Josefa Delgado Melero, en los traslados a pie por aquellos rudos caminos de invierno llenos de barros, escarchas y aceitunas, cargados de ropas de cama, ropas de campo y ropas de fiesta , primero como niña por la guardería del Llano, y cuando estuvo en la edad, y siempre en la edad temprana de aquellas niñeces trabajadoras del ayer, de poder agacharse para recoger de la tierra la negra alfombra de las aceitunas derramadas, trabajadora ya por los trabajos de las recolecciones de invierno.

María Hueso Delgado por la finca y los hogares de don Tomás López Luque, por aquella casona balconada y magistral, esquina vecinera con la ermita de la que subía María sus escaleras de piedra sintiéndose princesa por un día, para asomarse al gran cierre de hierro desde donde se presentían las lejanías y también los recuerdos.

Viajes de ida y vuelta de Porcuna Lopera y de Lopera a Porcuna de los aceituneros por temporadas en aquellos años en que las temporadas de la recogida de la aceituna duraban tantos meses, en sus tareas y en sus descansos de lluvia, pero siempre los aceituneros asomados a las puertas de las casonas o a las puertas de los cortijos para, a la primera aclarada de las nubes, coger de nuevo sus pertrechos y volver a los olivos como si no hubieran caído lluvias y aunque hundiéndose por los barros del trabajo, por aquellos largos inviernos y tan fríos por la aldea de Alharilla, tan alfombrada de escarchas y tan ancha de miras.

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Hasta que un año, el loperano dueño de sus fincas de Alharilla con tan gran y buena casona en el Llano y tan llena de balconada, le propone a los padres de María establecerlos como caseros de la casona y trabajadores fijos de sus tierras, así, en el para siempre de la perpetuidad, y como así sucediera. Siendo de esta manera que desde aquellos mediados de los años cuarenta, los loperanos temporeros del aceitunar abandonaron Lopera y se hicieron del Llano de Alharilla sus nuevos habitantes, y ya no habitantes forasteros y como extraños por unos meses de invierno, sino, alharilleros del Llano, permanentes en los trabajos , las vidas y las convivencias de los moradores con solera, aquellos que hicieron de Alharilla su pequeña maravilla, su posada y su acera, sus barros, sus polvos, sus convivencias, sus rezos y sus puestas de largo.

Una aldea llena de gentes, apasionadas y desprendidas, acogedoras y prudentes, si no distantes, en las distancias que daban el sentirse y hacerlas sentir como si vivieran en los arrabales de Porcuna, en el barrio expósito a donde iban a parar los otros porcuneros, los cortijeros, los extraños, los abandonados, los que siempre tenían que estar mirando para abajo como si sólo pudieran tener derecho a mirar los zapatos de los visitadores, los que cuando iban a Porcuna, y siempre a pie, al llegar a Porcuna eran señalados como los que vivían fuera de la buena civilización, aunque de toda clase de uvas hubiera en esa buena civilización, pero cierto que al ser señalados como “los cortijeros de Alharilla”, eran mirados como los que estaban fuera de lugar, a los que se les notaba que nunca andaban por los asfaltos, a los que estaban más acostumbrados al barro que a los cementos. Los aldeanos de Alharilla que visitaban Porcuna en los higos a brevas de las visitas más necesitadas, algunas horas por la Fería real andando los cuatro kilómetros en sus idas y en sus vueltas, un paseo por el Ferial, una canción bailada, una bolsa con turrón y de vuelta al caminador terruño de su aldea que tanto los echaban de menos y a la que tanto echaban ellos de menos, o en alguna tarde dominguera de matiné por los cines, el del verano o el de invierno, cuando las adolescencias masculinas y femeninas de Alharilla iban del Llano hasta el pueblo vestidos con sus ropas de fiesta, de quizá sus únicas ropas de fiesta, andando quedamente los caminos para que no se les pegara mucho los polvos de las caminatas; caminadores en alpargatas o sandalias, y que al llegar a la Cruz blanca, escondían sus alpargatas y sandalias por los escondrijos de la Cruz blanca, o años después, dejándolas en las casas de María o de Magdalena, por la calle Alharilla, y sacando entonces sus zapatos de fiesta, los que calzaban para entrar más decorosamente al pueblo, y si señalados como los aldeanos de los campos, decentemente caminando las calles de Porcuna, que les parecían calles extrañas y caminares excesivamente cómodos para aquellas adolescencias acostumbras a caminar por los llanos de polvo, las carreteras mal asfaltadas, y los campos con jaramagos, y que siempre llegaban a Porcuna acompañados de una mujer vigilante, una mujer casada para no perderles ojos, no fuera a ser que se les desmadraran perdiendo virtudes y buenas maneras aldeanas. Y cuando las películas de los matinés daban su toque de fin y su toque de queda, de nuevo volvían para el Llano de Alharilla, se quitaban los zapatos de paseo y se ponían las alpargatas y las chanclas para hacer más cómoda la caminata, llevando quizá algunas bolsas con chucherías o algunos papelones de bizcochos de donde “El Pastelerito” para obsequiar a las madres con los dulzores y las delicias que sólo se encontraban en la capital del Llano por donde sólo se confitaban los roscos fritos, los pestiños con miel y las sopaipas con azúcar: esos postres árabes de aldea.

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Una aldea llena de gentes, bulliciosas, felices y acogedoras, por donde nunca había estorbos sino caminos tan amplios y solares tan abiertos, y tan claros cielos por donde les entraba todo el mundo en sus días con sol y en sus noches con estrellas, y por donde los días de las jornadas transcurrían en los campos tan a mano, tan vecinales los campos, como si más que campos, fueran huertos de corral a los que se les daban sus cavadas de cada día y se les recogían las cosechas de cada temporada, y a la tarde se hacían aldea y campos abiertos para las convivencias y los romances de antaño tan cantados en los cancioneros populares con flauta y tamboril, donde las niñas se vestían sus atuendos primaverales tan floreados, se ponían sus cintillos sobre las cabelleras largas y rizadas, y cogidas del brazo iban de la ermita al Humilladero como si fueran todas las tardes en procesión, o se perdían por los campos de olivos recogiendo margaritas silvestres y amapolas rojas con las que se tenían los labios para parecer mujercitas de Porcuna, y con los que se hacían ramilletes para prenderlos en el pelo o poner en vasos de agua sobre las mesitas de noche o los basales de las cocinas, mientras los muchachos de Alharilla iban detrás de las niñas comiendo e invitándolas a aceitunas pasas y haciéndolas los corros de las conquistas y los propósitos de los noviazgos tempraneros para los futuros matrimonios de los de durar toda la vida de la tierra y toda la vida del cielo, que así fue que un día Eligio de la Hoz le regaló a María Hueso dos margaritas silvestres en lugar de la sola margarita de la amistad, y esa ofrenda y preferencia de jardín de campo en un domingo de flores, que todos los domingos eran domingos de flores por el Llano de Alharilla, ese atrevimiento de margaritas a deshojar, y hasta esa provocación con flores silvestres dio en boda por la ermita de Alharilla ante la santa patrona de los alharilleros en el año de mil novecientos cincuenta y cinco, y ya desde entonces, recorrían los campos abrazados, invitándose a aguas de los pozos tomadas en las manos, a panecillos de las plantas malvas, y a besos de las bocas, compartiendo los esfuerzos, los trabajos, los entendimientos y las romerías, aunque, Eligio ya había puesto sus ojos en esa loperana de Alharilla años antes, desde aquel principiar de los años cincuenta en que don Tomás López Luque, el hacendado de Lopera propietario de tierras y de casona señorial por los campos de Alharilla, y al que servían como caseros los padres de María, le puso a María Hueso Delgado cruzada sobre su vestido blanco con lunares rojos, la Banda de Hermana Mayor por la Hermandad de la Virgen de Alharilla de Lopera, esa Hermandad de la que don Tomás López tenía el privilegio de ser su perpetuo Hermano Mayor, que para eso su familia era la que costeaba sus misas a la Virgen, pero que, de vez en cuando, delegaba su mayordomía perpetua en algunas gentes de Lopera, para que lo representaran en los festejos romeros del Llano.

Cuando a principios de los años sesenta, a José de la Hoz y a Sacramentos Galán les llegaron las edades de sus jubilaciones por el negocio de “La Casa de Pepe Lagañica”, se quedó su hijo Eligio con el negocio familiar, que tan requetebién había libado y aprendido los trabajos y los entresijos del negocio de la vinatería, y tan buen y mejor maestro tabernero había tenido, como tan buen espejo también para desempeñar el oficio de tabernero en esa casa-taberna del Llano de Alharilla, tan en sus sombras y tan en sus claridades, en sus recogimientos y en sus expansiones, que lo viera nacer, crecer, casarse y multiplicarse en sus dos hijas, la Conchi y la Pilar, le quitó a la casa el cartel a pintura de “La Casa de Pepe Lagañica”, la decoró a su entrada con el título de “Casa Eligio”, y desde aquel entonces hasta su cierre, Eligio y María se convirtieron en los sucesores y en los receptores de aquel ambiente de campo y de romería y de gentes que iban y venían de un lado al otro lado de la vida por ese cruce de caminos entre Porcuna y Arjona para establecer un magisterio heredado que dio al lugar su mejores años y su mejor solera, y el aprecio constante que siempre tuvo en Alharilla, esa ermita laica y principal de “Casa Eligio” por el Llano de Alharilla, en sus festividades de mayo, pero más aún en sus quehaceres de todo el año vivido en sus vivencias aldeanas, en sus compromisos aldeanos y en sus entendimientos con una aldea común donde durante mucho tiempo toda la vida del Llano de Alharilla pasaba por esa “Casa Eligio” que era un todo encerrado entre cuatro paredes: el establecimiento-hogar de la vida de Alharilla.

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Por “Casa Eligio” vieron pasar al todo, y al cuanto y al como y al porqué de las vivencias y las convivencias por el Llano de Alharilla, como una puerta de luz a donde iban las miradas tras la visita a la Patrona del Llano.

Por la “Casa Eligio” de Eligio y de María transcurrían todos los días como si todos los días fueran sus días nuevos, sus días nunca vividos, sus días eternos, y cuando Eligio y María abrían las puertas de su taberna asamblearia, el día amanecía por el Llano de Alharilla y por los cortijos que rodeaban al Llano como un adorno de piedras blancas encaladas que se veían sin verlas allá a lo lejos alumbradas de luna, y era como si “Casa Eligio” sacara su otra luz a la casa por aquel blanco y negro de Alharilla con sus moradores en las tareas del convivir tan a mano, y donde todos se conocían como si todos fueran de la misma familia y a todos los unieran la misma sangre y posaran siempre con el mismo rostro para el carné de identidad, tanto los hombres, las mujeres y los niños que vivían como familias de caseros por las grandes casonas de los señores del Llano, los Tomás Pérez, los Francisco Ostos, los Carlos Funes, los Gabriel Ruano, los Antonio Colmenero, los Tomás Marín de Vicente, los Condes del Prado, los Tomás López Luque, los Peralta en su almazara de los señores Puig de Andujar, y toda la saga de los Garrido, la Manuela, el Manuel, el Francisco, la Teresa, la Dolores, el Benito y el Ramón, el practicante aquel de boda tan celebrada, aquel siempre puesto en traje en camisa guayabera de manga corta y con su biscúter de fabricación patria, que era como un coche de juguete, dando sus vueltas de niño sobre sus edades de hombre, aquel practicante pequeño, grande y rechoncho que iba por los caseríos del Llano de Alharilla y de las cortijadas poniendo sus inyecciones sin cobrar una peseta a los lugareños enfermos, mientras les contaba a los escuchadores aquella su historia tan vivida de cuando en la guerra estuvo escondido bajo el vano de las escaleras de la casa de “Los Corazones”, por la calle de Los Gallos, cuando escuchaba pasar los aviones y caer las bombas, sonar los disparos y gritar las gentes…

Llano de Alharilla con sus caseríos y Alharilla con sus cortijadas repartidas, tan distantes para ir y venir a pie, pero tan cercanas como corazones que se comprendían tanto, porque estaban en sus mismos trabajos y en sus mismas necesidades y en sus mismas alegrías también: La Carraca, las Tuñonas, Pachena, la Atalaya, los Pavos Reales, Peralta, Pedro Serrano o Almoraide; cortijos mirando para todos los puntos cardinales de Alharilla, de Porcuna, de Arjona, de Lopera, y de los que todos los días bajaban sus cortijeros, sus amos temporales del corral de los trabajos, hasta el Llano sin fiesta de Alharilla a por las necesidades que no les ofrecían los cortijos con sus huertos y con sus animales de corral. Cortijos con sus tertulias nocturnas a la luz de los quinqués, a la luz de los carburos, a la luz de los candiles o a la luz de la luna de los poetas locos y de las ebrias mareas, donde se contaban los cuentos de Maricastaña o los cuentos de Mollete, se imploraban las leyendas y a los fantasmas de las leyendas para hacer dormir a los niños, y se abría el álbum de las fotografías de los recuerdos para no perder nunca las sangres ni los árboles genealógicos.

La casa-taberna de María y de Eligio allá por la capital de las aldeas era siempre la casa abierta, la casa acogedora, y la servidora casa para la mejor atención del cliente, la casa papal, la casa consistorial y la casa multiplicada, y hasta la casa encendida, la casa donde todo se ofrecía ante los ojos y todo se metía en las gargantas o en los cenachos. El depósito amplio y universal de la aldea, y unos días al año, por los meses de mayo la casa romera de Porcuna, su sacristía y su ambiente, y también la alcaldía de Porcuna con su alcalde pedaneo sirviendo vinos, María cumpliendo sinos de cocina y la Concha y la Pilar ayudando en lo que hubiera que ayudar para que todo el mundo se fuera contento y alharillero con Virgen procesionando. Aquella alcaldía de Porcuna cuando la tribu de Alharilla no se reunía bajo el gran álamo del Llano para sus asambleas legalistas, y la caja fuerte donde se depositaban las llaves del santuario y se aguardaban las horas de las visitas para abrirle la ermita a los visitadores de Porcuna, de Arjona, de Lopera, de Arjonilla o de Escañuela en sus encuentros dominicales con la Reina de la aldea.

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“Casa Eligio” era la otra despensa de Alharilla, su pequeña tienda o su gran supermercado, su oficina de Correos y su centralita telefónica, la llave de la electricidad y su pequeña oficina con su quinqué donde Eligio rellenaba y firmaba las pólizas de seguros o donde Eligio trataba los asuntos de las compras y las ventas de tierras y de casas por el Llano, y hasta en algunas tardes la guardería donde los niños hacían los deberes escolares cuando por las lluvias, los deberes de los cuadernos no se hacían con los niños tirados por los suelos del Llano o bajo la sombra de un olivo o escondidos y misteriosos bajo la sombrilla amarilla y verde de los jaramagos gigantes.

En su coche “dos caballos”, lo mismo que con bestías de carga antes del coche “dos caballos”, todas las mañanas, o todas las tardes, o en días alternos si estaba la “Casa Eligio” bien servida de provisiones, se iba Eligio para Porcuna para averiguar los negocios vendedores de su aldea. Sobre todo en aquellas mañanas de invierno en que los caseríos de la aldea y los pazos de las cortijadas se llenaban de aceituneros venidos de Valdepeñas de Jaén o de Écija, en que Alharilla multiplicaba sus habitantes y hasta sus devociones para aprovisionar su taberna como si fuera una tienda francesa de las comunas de Beaumont Monteux o de Chanos Curson, a la que había que aprovisionar de todo lo necesario, que era lo esencial y más urgente, para que los moradores de Alharilla, los propios y los ajenos temporales que llegaban para las varas y los fardos de la aceituna por los inviernos gélidos de Alharilla lo tuvieran todo a mano y todo conseguido en esa taberna-tienda de Eligio y de María, los del sentir alharillero.

Por la Plaza de abastos compraba Eligio su caja de pescados variados puestos en copos de nieve: boquerones, japutas, sardinas, pescadas, almejas y bacaladillas, que luego en Alharilla, María iba pesando y empaquetando en cartuchos hechos con papel de estraza en sus pesos de medios kilos, y que exponía a la venta sobre una mesa al lado del mostrador, ese mostrador donde Eligio seguía sirviendo sus vinos y alguna que otra cerveza, las menos, a los hombres de la taberna labriega y acogedora, mientras María iba repasando las listas con las compras que los hombres le entregaban, pesando los pesos y llenando las talegas, los cenachos y los costales.

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Eligio por Porcuna cargando el coche con los pedimentos de los aldeanos y de los aceituneros: garbanzos, habichuelas, arroces y pastillas de avecrén, las más comunes de las frutas, naranjas y manzanas, verduras otras que no daban los huertos de la aldea, para algunos encargos, aliños, lejías, detergentes para platos y detergentes para ropas, jabón, chocolate, azúcar, dulces de magdalenas y de tortas de aceite, chicles, caramelos, sobres y hojas y sellos para las cartas, hebras para hacer torcidas para los carburos, mariposas de luz para ponerlas sobre los aceites, tomate frito, velas: un almacén cargado en el “dos caballos” de vuelta para Alharilla. Y para antes de volver a la aldea, Eligio se pasaba por la casa de Magdalena Medina, en el número treinta y seis de la calle Alharilla donde el cartero de turno dejaba las cartas, los certificados y los paquetes para las gentes del Llano en aquellos tiempos en que tantas y tantas cartas se escribían y recibían, como desde la Central telefónica de la calle Colón, el niño de los repartos dejaba sus giros, sus telegramas y sus avisos de conferencia para que Eligio los entregara en mano a las gentes de Alharilla. Llenaba Eligio su saca con la correspondencia, como por los buzones echaba Eligio las cartas que se escribían desde ese Llano de Alharilla que nunca llevaba su nombre en el matasellos, y con todos los quehaceres hechos por Porcuna se volvía Eligio para Alharilla que era su casa y era su vida, tan su vida, que una vez pensó trasladarse a vivir a Porcuna y montar taberna por la calle San Cristóbal, pero, después de dar la señal de la compra se echó para atrás sin arrepentirse nunca, que eran tanto Eligio como María alharilleros del Llano que no sabían vivir sin aquella soledad tan compartida, y con aquella armonía tan bien avenida, y sin tener a su lado a esa su Vecinilla de la ermita, de la que eran sus santeros perpetuos, sus guardadores sagrados, y los que le abrían la puerta para que no se sintiera tan sola.

Y si sus idas a Porcuna no eran por las mañanas, lo eran por sus tardes, o en los días alternos, que por aquellos años de los inviernos con aceituna, también Eligio y María dedicaban sus jornadas camperas a la recogida de la oliva por los campos de don Tomás López Luque o los campos de Peralta, y acabada la jornada de la aceituna, un lavarse lo preciso y Eligio a preparar su taberna para recibir a los bebedores del vino, y María a preparar su pequeña tienda o su gran supermercado a la francesa para la venta expositora de los pescados, las frutas, las verduras y los demás alimentos o elementos de los cortijos, y abrirle la ventanilla de cristal a su estafeta de Correos, donde, como en una escena de soldados en la mili, María o Eligio iban pregonando los nombres de los destinatarios de las cartas:

-Rafael Gómez Uceda.

-Presente.

-Carta de Écija.

-Traiga usted p’acá.

-Concepción González García.

- La servidora no está, pero ya se la alargo yo al cortijo.

Nombres escritos en los sobres blancos para los aceituneros renegridos de las cortijadas. Correspondencias con nombres cantados como en una escena de patio de cuartel antes de bajar la bandera, mientras los destinatarios bebían el vino mirando las paredes donde no había televisión aún, aunque sí una radio por donde sonaba una copla, y un chisco de palos crepitando en sus llamas y en sus sonidos donde los aceituneros acercaban sus manos heladas de tanto estar al aire.

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La taberna-hogar de Eligio y de María por la aldea reina de todas las aldeas de Jaén en las tardes-noches de los inviernos, cuando Porcuna estaba tan lejos por los caminos a pie que la hacían imposible y más lejana aún que sus cuatro kilómetros. Taberna-hogar a la que cada día llegaba Ginés, el panadero de la calle Santa Ana con su mula cargada de serones de madera llena de panes para dejar sus diarias y cotidianas cargas de pan, panes, panetes, barras, bollos, roscas y bollería del horno de leña para los ciudadanos de la aldea y para los aceituneros de los cortijos, que había días de invierno en que Ginés tenía que hacer dos hornadas de pan con dos viajes al Llano, que de noche iban de los cortijos a la aldea de Eligio y de María alumbrados por los carburos de petróleo, que vistos a lo lejos parecía un desfile en fila india de una santa compaña alumbrada atravesando los bosques de olivos, un concierto de hormigas caminadoras vestidas de luciérnagas dando un toque de fantasma o de procesión nocturna y milagrera por los largos horizontes de los olivos alumbrados de pequeñas hogueras altas ,que eran como puntos de luz de estrellas caídas y danzarinas que se iban acercando inspectivas, comerciales, festivas y adoradoras.

La taberna de María y de Eligio llena de panes que los súbditos del lugar compraban en el día a día para el siempre de la jornada precisa, pan tierno que llevarse a la boca, y al día siguiente, pan nuevo para las talegas de los hatos, pero que los forasteros cargaban en los costales para varios días, que eran de los que gustaban del pan asentado cortado en rebanadas de un día para otro día, y si pan duro, para migas y paso para atrás, y también para no pegarse todas las noches las caminatas tan largas después de haber estado todo el día vareando olivos y cargando y descargando sacos.

Como, de vez en cuando sonaba el teléfono, que también la taberna de Eligio y de María era también su centralita telefónica cuando la novedad del teléfono llegó a la aldea, y la señorita Paquita le pasaba a los taberneros los avisos de conferencia, o las llamadas directas que llegaban a la central de los trescientos números telefónicos:

-A ver, Luis Serrano Bonilla, al teléfono…

Y el Luis Serrano Bonilla se ponía a hablar a gritos para que se le entendiera con las gentes que al otro lado del hilo comunicador le pedían novedades y saludos.

Bebedores de vino y compradores de alimentos por la taberna de Eligio y de María por el Llano de Alharilla tan de ayer. Una taberna de invierno, porque sólo los inviernos saben dar luminosidad de aldea a los sitios de los aldeorrios, con aquellos fríos glaciales de Alharilla donde siempre caían las primeras nevadas de Porcuna, aunque a veces ni a Porcuna llegaban, que siempre tenía Alharilla sus cuantos grados de menos, y siempre frío de nieve y escarchas que se formaban sobre los rostros como si fueran rostros polares.

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Bebedores de vino calentados al amor del chisco de la taberna, y tras la barra, el tabernero calmo y servicial, ese tabernero como eran los taberneros de antes, cuando era más una esencia que un oficio, donde el tabernero nunca se sentía camarero- esa novedad moderna- sino tabernero siempre, receptor de cantinas y de figones, un algo bebido en la sangre y expuesto como signo de identidad heredado desde muy antiguo y con muchas sapiencias

Hogar de las tardes-noches de invierno por el Llano de Alharilla. Un Llano de Alharilla celebrado en primavera pero siempre vivido en invierno, en aquellos inviernos largos y aceituneros, de días tan cortos y oscuridades tan largas, tan sombrías y tan apagadas, pero tan hermosas por las silenciosas y acompañadas quedadas de Alharilla.

Cuando el sol se escondía por los horizontes tan lejanos aún pareciendo tan cerca, de Porcuna, Eligio se salía de la taberna para darle su luz de bombillas a la aldea, subiendo el interruptor eléctrico situado en la pared de la Puerta de Molina, que daban a la aldea de Alharilla esos amarillos de luces de bombillas tímidas bajos las boinas blancas de hojalata , que la hacían aldea misteriosa, donde todo se presentía más que se vivía, y donde todo se tenía que hablar en voz muy baja, y andar los pasos muy quedos y muy quietos para que no se escuchasen las pisadas, y para no despertar a los espíritus de Alharilla que a la noche salen de sus escondrijos para hacer de la Reina de la aldea, la Reina de la aldea con castillos, con sábanas volando y cadenas sonando arrastradas por los suelos de barro. Y al amanecer de las mañanas, de nuevo Eligio o María en la pared de la Puerta de Molina bajando la llave del interruptor de la luz, apagando las luces artificiales para que sólo el sol alumbrara todos los espacios.

Aldea nocturna con su olor a aceites haciéndose por la casería-almazara de Peralta, la alquilada a los señores Puig de Andújar, por donde andaban los molineros de los granos de aceite en sus trabajos nocturnos, amontonando capachos y echando las mezclas de las aceitunas trituradas sudándolos de aceites y de aguas, separando los óleos de las linfas, y era el perfume nocturno de Alharilla, un perfume de petróleo de alpechín: sus olores rituales de las esencias, las médulas y las inherencias porcuneras.

La casa-hogar de Eligio y de María, y de Conchi y de Pilar y de la abuela Pepa dibujando sus filigranas de ganchillo mientras leía los periódicos, rememorando aquellos periódicos que leía en la loperana barbería de su padre en sus años jóvenes del siglo XIX, la familia de los taberneros ondeando por el aire sus querencias aldeanas, esas de sangre y de sentimiento, y de sus conciencias también, en unos años donde todo llegaba demasiado tarde, aunque sin prisas, y cuando llegaba , llegaba demasiado tímido, y los progresos se hacían en el día a día de las necesidades.

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La luz tardía y el agua sacada de los pozos de Colmenero o de los Garridos: las fuentes públicas de Alharilla, de donde se acarreaban los cántaros, las garrafas y las cubetas de lata para llenar los depósitos de Uralita, las pilas de piedra y los bidones de las petronilas, hasta que un día a Eligio le dio por escarbar por los corrales de su casa para descubrir la fontana de oro; corrales por donde cantaban los pavos y los gallos, cacareaban y ponían huevos las gallinas y se estaban en silencio los conejos, y por donde andaba su huerto dando sus vegetales para ponerles a las clientelas sus buenos platos de tomates trinchados aliñados con aceite y con sal gorda, y después de mucho profundizar, a Eligio le brotó el agua de la sed y de los milagros: el agua milagrera del Llano de Alharilla, a la que las gentes le levantaron la leyenda de que era agua que venía directamente del manto de la Virgen: el rojo, el azul o el negro de las fotografías de César Cruz, y a la gente de Porcuna, de Arjona, de Lopera, de Escañuela y de Arjonilla, los hermanos de la Virgen de Alharilla, les dio por creer que esa agua que le broto a Eligio de su pozo era agua para los caminos andados, y ya que por los caminos no había ni mulos ni borricos, empezaron a llevar hasta la cuestecilla de la casa de Eligio los vehículos de motor recién comprados, nuevos o de segunda mano: coches, camiones, tractores, remolques, motos y bicicletas sin motor, y le pedían a Eligio que les bautizara sus vehículos con el agua de su pozo que manaba del manto de la Virgen, y así protegerlos y salvarlos de los accidentes de carretera. Y aún ya, cuando Eligio murió, seguían llegándole al pozo de las aguas milagrosas los vehículos nuevos para darles sus bautismos por la casa-taberna de la aldea de Alharilla, y era entonces María, apesadumbrada, la que les espurreaba las aguas de su pozo a las ruedas trotadoras, manque…

-Esto, si tenía su cosa, era Eligio quien tenía su don o su virtud, o su a saber qué…

Cosas que aparecen, se dicen y se hacen, y luego se escriben reposadas en el gran libro de las leyendas, cuando ya las leyendas pasen a ser como muy antiguas…

Así que María, como ofuscada y tímida, dándole al bautizar ruedas y a recordar a su Eligio con cada golpe de agua del pozo de su corral: grandes, chicas y medianas bajando sonoras y rompientes por la cuestecilla de detrás de la ermita, bautizadas con esa agua milagrera y taumaturga del manantial de Eligio, que son aguas manadas directa y rectamente manadas del manto de la Virgen: el azul, el verde, el rojo o el blanco, o el manto negro aquel de las fotografías de César Cruz.

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Bullir de aldea la Alharilla del ayer, cuando la vida de Alharilla la hacían sus habitantes, sus moradores, sus aposentados, sus trabajadores, con su blanco y negro hirviendo en sus avenencias, sus virtudes, sus defectos y sus labores. Una aldea llena de hombres y de mujeres bien avenidos y mejor acompañados, servidores y servidos, y quince o veinte niños multiplicándose en los inviernos de los forasteros de la aceituna que iban a la escuela de Alharilla para aprender sus lecciones básicas e imprescindibles para vestirse de guardería en su guardería escolar. La primitiva escuela por los patios de la ermita donde andara la casa de la Hermandad de Arjonilla, con sus maestras pasando una detrás de otra por las lecciones de Alharilla, por aquella vieja escuela del año cincuenta que era escuela improvisada en casa con goteras, o por la otra escuela que se construyó aledaña al Llano de las parvas y los ablentos, escuela blanca mirando al horizonte de los olivos para verlo todo en verde como si fuera una esperanza: doña Carmen, doña Paquita, doña Mercedes, doña Juanita y doña Elvira; maestras aldeanas con sombreros de paja para protegerse del sol, cogiendo margaritas por los campos y ramas de olivo para coronarse imperiales, maestras de faldas largas y rebequitas de punto perfumadas con aguas de colonia y adornadas con collares de perlas blancas y anillos de soltera en sus magisterios recién acabados, dando clases a los niños de Alharilla y a los hijos de los aceituneros de temporada, incluso a los muchachos que ya no estaban en edades escolares pero que querían seguir aprendiendo cosas, y que cada mañana emprendían solitarios los caminos de los cortijos para asistir a la escuela, a los niños de aquellas lejanías de aldea caminadas a pie, en aquellos inviernos tan fríos, y aquellas primaveras tan templadas y tan floridas; tan fríos los inviernos, que cada niño y cada niña iba de su casa a la escuela con sus grandes latas de sardinas, aquellas redondas y sin sardinas ya que llenaban de las ascuas del chisco de la escuela, y las ponían debajo de los pupitres para tiritar menos, escribir mejor y aprender más. Aquel chisco de la escuela de Alharilla que todas las mañanas encendía el niño madrugador de turno, el de la gorra con orejeras y los guantes de lana y los calcetines recios y las botitas a medio tobillo, el que llegaba antes a la escuela, en el que confiaba la maestra la llave escolar, para amontonar los palos y prenderles fuego para encontrarse luego caldeada toda la estancia con su pizarra negra, su bola del mundo y su gran mapa con las comunidades españolas.
Niños jugando por tan amplios recreos por el Llano o por los olivos, trenzas y franciscanos, barros y costillas saltando por la aldea tras aprender las lecciones de la mañana, mientras la maestra los miraba retozar desde los cristales de las ventanas como si se estuviera contemplando en un espejo y se viera siendo niña con trenzas jugando al juego del escondite.

Y sin que fueran fiestas de romería, ni prolegómenos con cohetes, la aldea de Alharilla de sus vivencias y convivencias con aldeanos y aceituneros, también de vez en cuando, y cuando fuera de ocasión, se daba sus festejos, sus juergas con saraos, bailes y ropas de domingo en aquellos años de querencias habitadas en tan animada aldea de inviernos con cosechas.

Al aire libre si el frío o el viento no molestaban mucho, o la lluvia no provocaba al Llano levantándole sus barros escondidos, o si no, en los caserones de las casas, en Alharilla se vivían su vacación, su velada y su entretenimiento aceitunero, sus bailes de salón a donde llegaba “El Zopico” con su acordeón terciado sobre el pecho tocándole las teclas bicolor y abriéndole al fuelle musical sus discos dedicados, y poniendo a las gentes a bailar el baile de los sueltos y el baile de los agarrados rememorando bailes de cantina como en una película del Oeste mientras se servían vinos y limonadas, como también participaba tocando su acordeón, doña Carmen Cobo García “La Chumbita”, la maestra escuela de la escuela del Alharilla, alejada de su puesto de maestra para dar su concierto musical por el Llano o por los salones abiertos de las casonas, y todo oliendo a aceituna y a aceite recién creado por aquellos bailes de salón que pagaban los mozuelos rascándose el bolsillo de los ahorros y poniendo sus miradas sobre las niñas casaderas por ver si de aquellos bailes se alumbraba un anillo de oro o una sortija de tijeretas de parra con su gran diamante de flor de jaramago.

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Como, por el Llano, en aquellos inviernos de aceituna, y entre tanta concurrencia de propios y forasteros, Juan Cañas, el aperaor de doña Manuela Garrido, organizaba su teatrillo con escenario sin palcos, aunque muchas sillas de platea donde sobre el escenario improvisado, los actores eran los aceituneros del Llano y de sus cortijos, y donde, previamente ensayados en las noches largas de los candiles, se representaban cortos sainetes y comedias con pocos folios, de las de andar por casa sacadas de las comedias de vodevil y los teatrillos de las ferias, vestidos los comediantes con las ropas antiguas sacadas de los tiempos idos que se guardaban en las arcas como si fueran vestimentas ya sagradas sin heredades de moda. Y al día siguiente todo el mundo a los tajos de las aceitunas de los hacendados del lugar, a varear olivos y tender fardos, como si allí no hubiera pasado nada, sino un regusto de boca tendido hacia lo agradable, lo hablador y lo recordado.

Teatrillos y bailes de invierno por el Llano de la aldea de Alharilla, esa aldea tan suya, tan propia y tan íntima, a la que apenas iba las gentes de Porcuna, en unos tiempos y años aquellos donde escasamente había vehículos de motor, y todas las idas y las venidas se hacían a pie o montadas sobre las bestias de carga.

En vísperas de romería, mientras Porcuna preparaba sus carrozas, sacaban brillos de agua y de cepillo a las vestiduras jamugas de los mulos y los borricos, aireaban al fresco de los patios y de los corrales los trajes de gitana para las damas y los trajes de flamencos para los caballeros, “El Titi” tocaba su tambor por las calles de Porcuna anunciando el mayo, mayo, mayo del Segundo domingo de mayo, y la familia de don José Herrador Delgado por el Llanete de San Juan lo organizaba todo y todo lo demás para crear un lucido y bien avenido festejo de Romería de Alharilla, bien llevado y mejor administrado en su cosa de pueblo caminador hacia el Llano donde aguardaba la Virgen en su Domingo de gloria, por el Llano de Alharilla todo se hacía y se festejaba de otra forma y con otros hábitos, y con otras exposiciones sin fotografías, como también eran de otras maneras sus propósitos y hasta sus sentimientos hacia la Virgen de Alharilla, ese lujo de la Vecinilla de la ermita, aguardando siempre para que le llegaran las gentes de Porcuna, de Arjonilla, de Arjona, de Lopera y de Escañuela para celebrarla en su día universal para hacer a la Reina de la aldea reina de la provincia, la majestada, la procesionada, la alclamada, la lagrimada y lagrimera al abrirle sus puertas y ver ahí a su pueblo y a sus pueblos tan de domingo vestidos.

Las vísperas romeras de Alharilla, el Llano era una agitación de gentes de su corral en sus movimientos, sus trabajos y sus propósitos para dar esplendor de almanaque y pulcritud de brillos a la aldea en tan invitado y carnal día de las concurrencias festivas.
Bajo el gran árbol de Alharilla, se convocaba la asamblea de los habitantes de Alharilla para dictar las leyes de los trabajos y los acondicionamientos, vestir la aldea de blancos y de verdes para recibir a los romeros aquellos que venían andando o montados sobre sus mulos y sus borricos con sus talegas llenas de panes y de embutidos para comerse sus hoyos bajo las sombras glaucas de los olivos, esperando a que la campana de la ermita tocara sus Cinco de la tarde por aquellas romerías del ayer tan acogidas, tan recogidas y recogedoras, y tan vestidas de domingo, aunque a las claras se viera que no eran domingos iguales, y se presenciaran tantas diferencias entre unas gentes y otras gentes, entre unos dineros y otros dineros, pero cada cual y cada condición en su empeño de festejar a la Patrona que nunca tuvo ojos para pararse en las diferencias sociales.

Bajo el gran árbol asambleario de la aldea, en aquellos primeros días de mayo por el Llano, los hombres, las mujeres y los niños de Alharilla escribían las bases y los propósitos de sus estatutos festivos formando sus cuadrillas de trabajadores para crearle al Llano su primavera y su cara bonita tras un invierno dejada de la mano del dios de las vivencias y las inclemencias.

Acabada la asamblea bajo el árbol centenario que destruyó la tormenta vaciando la aldea, cerrando su escuela, y pasando Alharilla a ser la Alharilla de Porcuna, acercando las comunicaciones y las visitas, y alejados pero no dejados los recuerdos de aquella Alharilla del ayer plastificada bajo la capa de polvo de los eternos invisibles, los alharilleros con sus manos de obra dividiéndose en cuadrillas.

Cuadrillas de hombres cargando las espuertas, los rastrillos, los azadones y los almocafres y las manos desyerbadoras desyerbando, desbarbando el Llano de las secas yerbas del invierno y la vieja hierba que dejó la primavera temprana. Cuadrillas de hombres desde las primeras horas de la mañana desmenuzando y alisando los terrones de los barros desecados, mientras los niños acarreaban las espuertas de los yerbajos para llevarlos hacia las lindes ocultas donde hacían fuegos de cerillas como si estuvieran celebrando a San Marcos, o mezclándolas con las tierras dándolas abonos y semillas.

Mañanas teñidas de verdes arrancando yerbas. Mañanas vestidas de callos cavando los terrones, adecentando las cunetas, alisando los montículos y apartando piedras para formas valladicos y majanos.

Cuadrillas de mujeres desde las vísperas echando la cal en agua en los grandes bidones de lata, removiendo las mezclas de la cal y del agua hirviendo en burbujas como si fueran oxígenos respirando, bocas respirando bajo el agua hasta crear las gachas de los blancos y los encalados. Preparando las escobas de encalar, las brochas para los refines, las cañas para las alturas, las cuerdas para atar las cañas y las escobas, y los trapos para atrapar los polvos de los tantos días pasados.

Cuadrillas de mujeres vestidas en sus bambos de trabajo mientras los niños llevaban, de dos en dos, las cubetas llenas de cal, acercándolas a las mujeres encaladoras.

Los días festivos de los encalos avecinados, recordando aquellos encalos que se hacían por La Casa grande, donde los vecinos hacían sus primaverales festividades de las cales comiendo pestiños salados y maisas de sartén.

Tapando las manchas que la humedad del invierno dejó sobre las fachadas de las casas y las fachadas de la ermita, abriéndole a las frentes de los edificios el escenario cinematográfico de las sábanas blancas, vistiéndose los cuerpos de cal como si ya los estuvieran vistiendo de festivos trajes de lunares.

Mujeres por los adentros de la ermita, encalando, repasando desconchones, barriendo, fregando esos suelos tan amplios. Quitando polvos y telarañas, dando sus barnices a las bancas oradoras, pintando los yerros y dando sus manos de gasoil a las grandes puertas de la entrada para que brillaran como nunca, quedando ya de su olor impregnados toda la ermita y todo el Llano, y preparando los jarrones para las ofrendas florales.

Mañanas y tardes del mes de mayo, con un Llano lleno de alharilleros adecentando la aldea para recibir a los anuales miles visitadores de la ermita con su Virgen de Alharilla allí esperando siempre que las cuadrillas arregladoras del Llano, tan bien organizadas, acabaran los arreglos, las limpiezas, los desbroces y los encalos para venir hacia Ella, sacarla de su camarín y vestirla de fiesta para salir el Domingo de Alharilla guapa y adornada como una estampita dada a besar.

Y cuando acababa la romería, y las gentes de Porcuna y de los Hermanados pueblos vecinales se volvían para sus casas, la nueva asamblea bajo el gran árbol de Alharilla para repartirse los otros trabajos que eran trabajos que hablaban de recoger las basuras que dejaron los romeros de Alharilla, adecentar el gran escenario del Llano, el gran estercolero, el gran basurero de los olivos cercanos y dejarlo todo pulcro y sin estorbos, que tras la romería y ya los romeros en sus pueblos, en sus hogares y en sus vivencias y conveniencias, en la aldea de Alharilla se seguía viviendo también su vida, los días de sus convivencias, y había que adecentar el muladar de los desperdicios romeros, para que los aldeanos moradores del Llano de Alharilla dieran sus paseos de la tarde cogidos de las manos.

El gran día de las gentes del Llano de Alharilla, no era el día aquel del Segundo domingo de mayo, tan concurrido y tan aclaratorio, sino las antevísperas de todos los viernes de Alharilla, donde el Pregón de Alharilla no era un pregón de palabras sino un pregón de vestiduras: la puesta de largo de la Patrona, de la Vecinilla de la ermita, la sola, la proclamada, la silente y la habladora, la amada, a la que sacaban de su capillita para vestirla de fiesta las mujeres de Alharilla, ponerle entre Dolores la santera y don Rafael Vallejo, el párroco, su saya nueva y su nuevo manto, ponerla sus dorados y sus plateados, ajustarle su corona y su aureola de estrellas y subirla Ramicos el carpintero sobre su trono caminador y procesional: aquel viejo carro de madera barnizada.

Los viernes de Alharilla, aquellos del pregón de las vestiduras de la Virgen. Mujeres aún con los bambos puestos llenos de manchas de cal y pañuelos sobre las cabezas protegiéndose las permanentes rizadas, y alpargatas de invierno andándolas y exponiéndolas, vistiendo a la Virgen de Alharilla para las visitas del Domingo, y así, cuando la Virgen ya estaba vestida y puesta sobre su altar de madera, se abrían las puertas de la ermita, las mujeres de Alharilla se echaban al hombro la sagrada carga, la liviana carga de la Vecinilla de la ermita, y la sacaban a los abiertos de los campos, sin más campanas sonando que las imaginarias campanas del alma, mientras a la puerta de la lonja pintada, y ya expectantes, las esperaban los hombres y los niños de Alharilla para ver la salida de su Virgen, más alharilleros que nunca.

La Virgen de Alharilla puesta en la calle y de largo puesta, en aquellos viernes de Alharilla tan pretéritos, sin flores aún, quizá algunos ramilletes de flores silvestres, presentes primaverales que le cogían por los campos los niños de la escuela de Alharilla para adornarla.

La Virgen de Alharilla cargada en los hombros de las mujeres puestas en sus batas llenas de cal y manchas de cal por sus caras adornándolas de lunares blancos. La Virgen de Alharilla saliendo de su ermita en el viernes de Alharilla, mientras los niños tocaban por sus carrillos hinchados, las músicas de los tambores y las trompetas, para ofrecerla el pregón de sus moradores, el pregón de su puesta en escena. La Virgen llevada a hombros de sus mujeres, de la ermita a la ermita, dándole la revuelta del círculo por detrás del templo, por donde corrían las aguas de los bautismos, la casa-taberna de María y de Eligio, caminada por la carretera de Arjona y de Porcuna. Atrochándola por el Humilladero de los barridos llanos de Alharilla hasta devolverla a su ermita, en tanto se la cantaba y se la vitoreaba por sus alharilleros del Llano, y todos mirándola para verla en su vestido de paseo, y en su rebequita festiva, para ver cómo le había quedado la saya y el manto, la corona y la aureola, y entrándola en su ermita y devolviéndola a su altar de los anderos, dejarla posada allí como un algo ya que vuela, para que el Segundo domingo de mayo fueran sus costaleros de Porcuna los que la cogieran, la pasearan, la ondearan, la mecieran , la cantaran y la rezaran , que ellas, las mujeres de Alharilla, con sus bambos llenos de cal y sus rostros llenos de lunares blancos, ya habían cumplido con su deber, con sus ayeres, con sus presencias, con sus herencias, y con sus obligaciones sagradas.

Todo y siempre fue así, hasta que un año no fue así, y de camino, se pasó a crear una tradición y hasta una leyenda, a pesar de ser leyenda tan temprana, y una fecha histórica también, sin fecha determinada, que bien pudo ir hacia el año de mil novecientos cincuenta y ocho, que fue año en que se retrasó el encalo y cuando el viernes de Alharilla fue la Virgen vestida, y atardeciendo y a las cinco de la tarde las mujeres de la aldea se dispusieron a coger las andas para darle el anual círculo por el alrededor de la ermita, las llegó don Rafael Vallejo, el cura de Porcuna, reunió a las caseras y les dijo que lo principal era acabar con todos los trabajos para dejar resplandeciente la aldea, creando la conmoción y las lágrimas en las mujeres de Alharilla, pero prometiéndolas don Rafael, que para compensarlas, las dejaría sacar a la Virgen en el Día de las flores, que por aquellos tiempos caía en viernes, y así fue, como se instauró en las festividades alharilleras, lo de sacar a la Virgen de Alharilla en procesión a los hombros de sus mujeres anderas el Día de las flores, con la salvedad de que, en sus primeros y largos años, la Virgen sólo era procesionada por las mujeres que vivían en el Llano de Alharilla, hasta que, poco a poco, la aldea de Alharilla fue quedándose sin sus gentes moradoras, sin sus mujeres, sin sus hombres y sin sus niños, y poco a poco, bajo las andas de la Virgen se fueron colando las mujeres de Porcuna, y así, desde ese ayer de mil novecientos cincuenta y ocho, hasta nuestros días y los días que vendrán, las mujeres alharilleras llevan a su Virgen de Alharilla hasta el encuentro del Humilladero.

Los arreglos del Llano por la aldea de Alharilla en vísperas de romería y en el después de la romería también, y mientras tanto y también, por la taberna-hogar de Eligio y de María, el Eligio, la María, la Conchi, la Pilar y la abuela Pepa preparando a las alharilleras visitas las alegrías de la taberna abierta y bien aprovisionada para que a los festejantes no les faltaran ni mijita que llevarse a las bocas cuando llegara el domingo grande de Alharilla. Los De la Hoz-Hueso, la familia tabernera, colgando morcillas y chorizos para que se fueran oreando para sacarles los mejores sabores, enharinando y friendo las pescadas y los boquerones, que aunque puestas frías las fritadas, tanto se comían en el Domingo de Alharilla, limpiando mesas y sillas, fregando suelos y paredes y sacando brillos a la barra de obra y de azulejos, y como no había neveras por aquellos tiempos tan antiguos ya, las pocas cervezas que se vendían, que eran las gentes más de vino, y las botellas de los refrescos, se echaban en el pozo del corral metidas las botellas en los cestos de varetas para que las enfriarán las frías aguas del pozo.

Vivencias alharilleras por el Llano de Alharilla cuando los habitantes de Alharilla eran trabajadores del terruño y romeros visitándose todos los días del año, en sus soles o en sus lluvias, con sus buenas, con sus malas y con sus regulares, y con sus asambleas bajo el gran álamo comunal. Vivencias de Eligio de la Hoz Galán y de María Hueso Delgado, los taberneros, los tenderos y las otras mil cosas de la aldea habitada, los santeros espirituales de la ermita de Alharilla, los que tenían sus llaves y los que abrían sus puertas, los que hicieron de la mítica taberna de Pepe Lañica, la casa-hogar de “Casa Eligio”, donde Eligio y María le fueron dibujando a la aldea de Alharilla el día a día de sus ciencias y de sus convivencias hasta crear la armonía de las puertas abiertas y de los corazones entregados.

Del sentir alharillero hablan las gentes del Llano como María y Eligio, pregonando como hijos de la cosa de Alharilla el pregón de las sencillas convivencias aquellas que se proclaman en el libro de los hechos y las vidas de Alharilla. Los años contando días de una aldeílla habitada por un centenar de nadas que hicieron vestir un todo de vivencias y proclamas de las vidas cotidianas en un Llano con silencios gritado a los cuatro vientos hasta volverlo festivo. Amanecer de los quicios por la taberna de Eligio: hogar de los acertijos, los vinos y las ofrendas. Taberna quitando vendas y abriendo sus mercancías, por donde se entretenían las noches bebiendo vinos y alumbrando los caminos de los carburos de aceite. Una taberna ofreciente como unas manos abiertas, que ante la distancia incierta de estar todo tan lejano, para el sentido aldeano, Eligio tendía su mano y María sus servicios, encerrados en un nicho con flores alimentarias.

Por Alharilla sus aguas en nombre clarividente, dos aldeanos videntes bebiendo el vino del mundo que se vino hacia ese rumbo de caseríos y cortijos, donde todos eran hijos de la Vecinilla santa, en su casilla encerrada y abierta a los cuatro vientos de una aldea de alimentos y rezos a media tarde. A Casa Eligio le arden sus muchos años de historia, más que taberna, memoria de la esencia alharillera, un algo de adormidera y un algo de plenitud: galenos de la salud de los que enferman de risas y cantos rezando misas, y rezos abriendo el alma, y las tablas de las reyes bajo el árbol de las leyes firmadas en sus cortezas, y sin tener más certeza ni más sabios precedentes, que convivir como gentes dándose todos las manos en un mundo de aldeanos tan encerrado y tan íntimo. Alharilla encendiendo cirios sin cerrar la puerta nunca: Eligio sirviendo murgas de carnaval sin disfraces, y María en sus mitades de ser lo uno y lo otro, de Eligio su sobretodo, y de Alharilla su gracia, matrimonio con sonajas poniendo música al tiempo pa que la llevara el viento hasta el aire de Porcuna, haciendo de barro espuma y ala de mariposa viniéndose hacia las cosas y a los mundos de Alharilla, sin más razón que hacer vida de sus vidas moradoras. Alacena de las moras, aceituneros altivos de un campo lleno de trigos y de parvas por el Llano, y una Virgen que al reclamo de su Imagen soñadora, puso en María su aurora y en Eligio su candado con sus llaves abridoras, para que en todas las horas y en todo el tiempo del año, fueran caseros soñando todos los Mayos del mundo.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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