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María Francisca Coca Márquez, la Chiquita Pinanta

A María Francisca Coca Márquez, desde el momento en que la empezó a requerir el Manuel González García, en amoríos, tensiones y noviazgos de los de dar y juntar en las antiguas usanzas de los requiebros y las miradas, con muchos hierros, muchas oscuridades y escasos besos, y sin pegarse más que la liria, no más un cogerse las manos con poca luz aunque con muchos ojos que siempre andaban distraídos en todo menos en lo que deberían estar, lo que es decir, en los razonamientos propios y en las propias preocupaciones, mientras las bocas de los hombres y alguna mujer del descarrío...

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...o las modernuras parisinas, fumaban cigarrillos de matalahúva, y las orejas eran todo puertas de par en par, vacías de ceras y llenas de ecos, con muchos lutos oscuros y distracciones pocas, donde se cobijaban las cortas entendederas, aunque con muchos resabios quisquillosos y metomentodos, los muchos miramientos y el mucho entrar el cuerpo en caja, cuando no perdiendo todas las guerras con la Cuba y las Filipinas narradas por los políticos con levita y las hojas sueltas de los periódicos que se leían en los casinos y otros antros del alto parlar antes de dar en servir de envoltorios para el pescado, la suegra Saturnina, le endilgó a la nuera el nombrajo de la Chiquita Pinanta, cuando la nuera laboraba todas las horas de su oficio por aquel telar a pedales que los Coca tenían por la calle Silera, en el que laboraba, junto a María Francisca, la María “la Coca”, que luego se encargaría de inventar los pirulines de caramelo que ella hervía en su propia casa pegados a palillos de dientes y pinchados sobre las hojas de las chumberas, y donde se confeccionaban los paños para las geometrías de los sastres; la Saturnina aquella, que también en venganza, le puso el sobrenombre, porque la nuera María Francisca, antes, le había puesto a la suegra el decir de “La Larga”, en aquello que Saturnina García era mujer alta y compuesta, altiva y con brios de antiguos poderes, y con muchos brillos aún de aquellos antiguos esplendores perdidos de tan antiguamente, cuando los “Pelusos” tenían su residencia por el sito del Sulfuro, con casona de campo y tierras de labrar, y por San Benito tenían su casona de pueblo comprendida en las actuales seis casas de San Benito, las que dan entre los números dieciséis y veintiséis, con patios y corrales a la otra vecindad de la calle Llana, y que vino a menguar de poquito a poco, una vez vendiendo un solar y cuando no un patio o una cuadra sin ganados hasta dar en la fisonomía actual, pero aún conservando en su número veintidós el dintel de rombos y una especie de escudo, si no con noblezas, sí que posiblemente con nombre o con fecha de inauguración, la empezó a nombrar la bisabuela Saturnina a la nuera María Francisca con maña en el sonsonete de la Chiquita Pinanta, por el eso de que la María Francisca era chiquita, y casi dada en Maripaca, que no más alzando del suelo el vuelo de una capa y unas ropas hasta los tobillos que la menguaban aún más, y en Pinanta por el aquello otro de ser nerviosa y temperamental, decidora, desenvuelta y fibrosa, que no se podía estar quieta ni a la hora del sueño soñado en voz alta y con muchos desasosiegos, ni quieta se podía estar la chiquita ni a la hora de estar con la cuchara en la boca, e iba de un aquí para allá teniendo siempre muchas cosas que hacer y muchas coplas por cantar, de la mesa a la casa y de la casa a la calle para medrar en el amortazado de los cuerpos alicaídos que al acabar los almuerzos del garbanzo o la pepitoria daban en siestas prolongadas, más de cama que de camastro, cuando había tantas cosas por hacer, como tampoco era la que se hacía en el mirar por cima del hombro, ni se rebajaba en el arrugarse por bajo de ningún pie.

Al igual que la bisabuela Saturnina, la podía haber llamado a María Francisca, académica, marisabidilla o ministerial, por aquel su decir de que sabía más que un ministro dinamarqués, que según el refranero de la época tan dada a finalizar el siglo XIX como a empezar el XX, eran eminencias ministeriales y desconocidas dadas al saberlo todo, lo de la razón y lo de la sinrazón también, y dado al obrar de las maneras menos petulantes y desgarradoras, y sí más sobrias y más con los pies sobre la tierra, sin chanzas, amaños ni martingalas, ni pateaban en rutineras manías de ver en blanco lo negro y negro lo blanco, y al pan pan y al vino vino, apartando de la usanza y práctica de las horas la malafollá a espuertas, y abriendo mucho los ojos para lo que fuera de menester y más preciso, o sea, tal como un ministro dinamarqués.

Como en el decir del caricato Centeno, aquel cómico ambulante de los teatrillos por los cines de inviernos y otros escenarios recogidos y cálidos, que al reproche de su tamaño respondía: “chiquitillo soy porque me segaron en verde…”, la lala María Francisca Coca Márquez, era chiquitilla y dichosa, guarnicionada en chambras y escueta en talla, en su vejez metida en sus batas negras y en sus alegres bambos, y siempre que la alegría viniera a dar, dando en puntitos y estrellitas, como dando en sobrios y bestolados colores blancos y colores grises, de los del poco lucir pero en cómodo llevar, con alguna flor de hueco en hueco viniendo a dar en flor marrón, sin que a ese bambo le faltara nunca ni la moña de jazmines, ni el clavel o la rosa, que cuando no iban al bambo iban para su cabeza en el adorno y tentempié de sus cabellos.

La lala María Francisca se agachaba como se le iban agachando los años y los tiempos de la fatiga, tan acumulados, que se le iban convirtiendo ya en años quietos, con quehaceres pocos pero con lengua mucha, alegría por arrobas y decencias hasta en lo más profundo del alma, para ponerse sus alpargatas negras con lacitos, cómodas y duraderas, como las que vendía Antonio Barranco, con las que andaba de la puerta a la cocinilla y de la cocinilla al corral, espantando fantasmas de romance y cogiendo limones amarillos para que se volvieran dulces en su boca, y sus medias recias, de aquellas a las que nunca acudían las carreras por mucha carrera y Carrera que caminara María Francisca, o por mucho que se enganchara en las espinas de los rosales, no más ya caminatas en sus años finitos, de las charladurías alfeñiques de las puertas de la casa hasta la cocinilla y el patio.

Sobre su cabeza el pelo corto, estirado y recogido en su sola onda como un peinado masculino, tan bien colocado, que ni se le notaba el moño ni las orquillas anchas que lo sujetaban, y que se le negaba a encanecer del todo, sacando más vida de su color que de las carnes de María Francisca, que se ponía sobre las arrugas compotas y ungüentos de huevo batido con limón para tener la seguridad o la ilusión de su cutis terso y juvenil, al que luego le daba unas friegas con aceite de oliva para que lo dejara brillante y luminoso, como para ir a una feria, o pasear garbosa, de San Benito, su cuesta arriba y su cuesta abajo, diciendo retartalillas o convocando poemas, o cantando cancioncillas de las de andar en confección de ajuares y otras cosas del coser y del bordar.

Y se adornaba María Francisca el pecho o el peinado con moñas de jazmines o rosas frescas, tempranas y olorosas que la envolvían como en agua de colonia capaz de ahuyentar a moscas y mosquitos y capaz aún de conquistar aún a los viudos de los requiebros, siendo ella mujer de su sólo hombre, aquel que en otro tiempo…

Atrás recogido el moño que no se le veía y en su canas que no aparecían, a todo lo más en grises para tapar con los lapiceros del carbón, como para decir a todo el mundo de ella la juventud eterna posada sobre sus cabellos, y ese arte de ir en grises y en blancos y que parecieran colores vivo, alegres y revoltosos, una amalgama soponcia emperifollada y marimandona por donde se le quedaban marcados sus pensamientos que en muy otras cosas se posaban y en otros más requerimientos se daban y ofrecían.

María Francisca Coca Márquez, La Chiquita Pinanta, con su nombre sonoro y su nombrajo dado a andar por los tablados como primera cupletista dando conciertos de coplas o recitales de versos trágicos, en su vejez por los aires y las campanas de la cuesta y el llano de San Benito, cuando lo tenía todo dicho y hecho en la vida, y por la casa todas las faenas trabajadas, que pocas cosas se podían hacer donde mujer sola habitaba, en sus cuatro garbanzos guisados con tomate y acelgas, y en sus manos los menos quehaceres de limpieza, que donde poco se ensuciaba poco había que limpiar por lo tanto, y así se manejaba como reina en el trono caoba de su sillón tan elegante y tan sin tiempo, acomodando su bata y su cuerpo tan chiquitillo, tan escurrido y tan menudo, que acogida en el calor del ensoñado meceo, volvía a ser niña de cuna a la que acunaba la vecindada para que nunca dejara de decir cosas, de imaginar cosas, y de construir en las tardes del sol sobre los patinillos de escalones de la acera la divina comedia suya, donde la comediante divina exorcizaba a la concurrencia con solo poner unos versos o unos cantes en el resbale magistral de su lengua sin silencios.

A la puerta de su casa, en el mítico número veinticuatro de la Chiquita Pinanta, María Francisca Coca Márquez convocaba al vecindario alrededor de sus faldas para escuchar y sentir sus proclamas, como gallina de corral convocando a sus polluelos bajo el calor de sus alas, y el sonar de sus cacareos, a donde llegaban las mujeres y las niñas del lugar con las labores de las lanas, los ganchillos y las costuras, y con las sillas bajas bajo los brazos como si llevaran cantarillas de agua, para formarle a María Francisca la rueda del forum político, y por donde la dicharachera e inventiva, y recordatoria lala, requerida era para el contar de sus años por la vida, el cantar de sus cantares, ya rezados las letanías sobre su rosario de cuentas negras, o el recitar de sus poesías, las propias y las ajenas: si las propias, las que María Francisca inventaba cuando se iba a dormir e iba apuntando en la libreta de su memoria para ser dadas luego a decir en remembranza de los antiguos trovadores analfabetos componiendo versos de tradición oral, y en los poemas ajenos, las poesías y romances de Federico García Lorca, o “La viuda enamorada” de Rafael de león que siempre le pedían las vecinas, las viudas, las casadas por enviudar y las solteras que pensaban en las viudedades como una solera de velos sin más lágrimas que las precisas y en presencias nuevas, y amantes con miradas ardientes y sospechosas:

“Siempre pegada a tu muro
Y al filo de tus almenas;
Siempre rondando el castillo
De tu amor, siempre sedienta
De una sed mala y amarga,
De desengaño y arena…”

Las Estatuas hablan mucho, y hasta todo, de aquellas juntas vecinales, y que ya son como juntas mitológicas que quizá nunca recojan los libros de historia, que, al evocarlas en una y otra Estampa se tiñen como de misterio cuando sólo sienten en sí el mundo puebleril y con bombillas, y abierto de las tareas y las charlas de vecindad al amparo de las puertas de las casas. Un mosaico antiguo sacando de nuevo sus sillas a la calle para asentar los trabajos del día y venir a escenificar las coqueterías de las distracciones en los tiempos aquellos donde la mayoría de los ocios y los entretenimientos, sobre todo femeninos, se concebían, obraban y confeccionaban en las charlas de vecindad, convivencia y cercanía, y a falta de televisiones, y con las radios escasas y precisas que nunca se movían de sus posados sobre las cornisas, en las bocas de la vecindad se abría el teatro de todos sus mundos, por donde las tragaderas abrían sus presentes o sus pasados, no atreviéndose nadie a pronosticar futuros o el hablar del mañana, que el mañana aún no se había inventado y si venía, estaba siempre en la mano y la voluntad de un Dios dirá sin muchos miramientos, sonando con muchas campanas y pregonado por muchos curas, que eran los únicos que sabían la verdad del día de mañana, si no a la vuelta de la esquina, si cuando al pueblo se le hubieran acabado todas sus esquinas, y al vivo todas sus ganas, todas sus fuerzas o todos sus todos.

Juntas vecinales como Juntas de Castilla sin castillo que defender pero defendiendo siempre la alcazaba de su calle, que no más venían a abrirse en pliegos de cordel y de murmurios, donde se hacían cañamazos como se confeccionaban trajes y se elevaban alegrías y aleluyas que eran los esfuerzos sublimes de las convivencias, por donde se contaban las cosas que se podían contar y hasta las otras cosas, las que estaban en los silencios de las casas de cada uno, pero que, a la calentura de las bocas de la velada, del corrillo y del coloquio, del círculo y del circo, se explayaban las palabras, haciendo del corro de sillas y de gentes el confesionario laico donde se confesaban los pecados que ni tan siquiera pecados eran, si no, cosas de estar de los corrales adentro, sin grandes voces, y con muchos miramientos: palabras prohibidas, relajaciones e impedimentos, o hechos que no se podían decir no más si uno se calentaba mucho, o eran preferibles no querer recordar, que también, para así sentir de la tranquilidad que se le quedaban a los cuerpos hablados, su asistencia y su aquiescencia, y del mal menor de la conciencia, su dejarlo estar, y su tal día hizo un año.

Corrillos de gentes como los que se le formaban en sus faenas, y en las algaradas de su alrededor a María Francisca Coca Máquez, haciendo a la Chiquita Pinanta primera figura del toreo en aquella plaza de toros donde la Coca daba capotazos al toro de su vida, y si no con muerte, que a tanto no llegaba el torear del crepúsculo, cortando sí las dos orejas y el rabo, con muchos pañuelos blancos celebrando y una vuelta al ruedo de las sillas preparando su próxima historia o su próxima jaculatoria, que en aquello del querer saber , siempre tenía María Francisca una historia por contar, una su historia por contar, igual en sus pesadumbres con recuerdos que en sus recuerdos con dichas, que más que abrirla la encerraban en sí misma, que iba tocándose las mejillas como payaso que de pronto ríe, se le alegraba el rostro a la Coca y se ponía a cantar cancioncillas antiguas y muy romanceadas, como aquella que una murga de carnaval le compuso a su Manolillo “Peluso”, y que le cantaban en su día de máscaras durante el vino de la taberna:

“Por quién vota usted, Perico,
Dice el señorito al Peluso infeliz,
Voto por los socialistas
Y asín que me mate no voto por ti.

Toma dos pesetas
Y un pantalón roto,
Y una manta vieja
Y un jarro de pringue
Y me das el voto”

Y ya se ponía María Francisca a contarles y a referirles aquello que decía:

“- Cuando mi Manolillo “Peluso” regreso del Buenos Aires de la Argentina, a la que se fue no más maridados y con la hija Dolores en sus andares y el hijo Eduardo recién nacido, para ganarse y ganarnos la fortuna de los buenos dineros que le devolvieran a la casta orgullosa e ilustrada de los otros “Pelusos”, aquel orgullo de trapillo y mando , y honores y beneplácitos tan perdidos, y a saber por cuales despilfarros o por qué trocarse y trucarse los papeles, que de papeles con seriedades dieron en papeles de andar con lo justo , sin hambres, pero haciendo muchas cuentas y muchos apartados mensuales para que a nadie le faltara lo suyo, y a fin de mes, las cuentas pagadas, los estómagos llenos y a ir por la treintena venidera con la cabeza muy alta, o cuanto menos, no agachada.

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Mi Manuel González García tardó treinta días de barco en llegar a la Argentina y solamente cuatro cartas me llegaron por la mar en el más de un año que se pasó por las tierras aquellas; cartas con pocas palabras pero con buenos futuros en las que nombraba negocios que eran negocios sin nombre pero con los que iba llenando el arca de los dineros hasta pesarlos en quintales: “ Los negocios bien, María Francisca, y empenas que el arca se vea en mejor ver en sus colmos de monedas y billetitos, me cojo el barco de vuelta, y me vuelvo al pueblo, que buena falta me hace y nos hace a todos…”

-¿Y cuánto tiempo tardó en volver su “Peluso”, María Francisca?

“-Pasado más de un año tocaron a la puerta, e iba yo con mi Eduardo a cuestas desde los hondos del corral hasta la puerta de la casa para abrirle a los avisos de nudillos, y al abrir la madera y apartar los ojos del sol para mejor ver la presencia, me encontré con un galán de traje claro y sombrero antillano, que decía ser mi marido, aunque, tan cambiado estaba y tan blanco parecía, que una creyó que era una visita del más allá de los sebastianes que venía por recetas o venía por brujas.”

-¿Y qué se hizo después, María Francisca?

“-En un carro tirado por mula, traía mi Manolillo las maletas con las prendas y el arca con los dineros, que en contándolos nunca se acababan de contar del todo.

Mi Manuel, que ya no estaba para más trabajos que los trabajos con pocas bullas y con menos movimientos y azogues, que estaban sus huesos derribos y cierres, se apañó unas tierrecillas de olivos y tierras calma por los alrededores y montó también taberna partiendo la casa en dos mitades, quedando la vivienda en el veinticuatro y la taberna en el veintiséis, que al poco tiempo vino a dar en taberna sin nombre, pero a la que todos nombraban como “la taberna de Manolillo Peluso”, viniendo a dar en la taberna más afamada y más concurrida de Porcuna, en sus lujos y en sus servicios, qué bonico era el Manolillo, que le vino a poner a la taberna su mostrador de madera tallada, con relieves relicarios de escudos, insignias y florituras; sobre el mostrador su paño de tres metros de mármol, y sobre el mostrador su gramola, a la que se le decía la máquina cantaora, y sobre su repisa una buena radio hablando en español y en otras lenguas bárbaras, que tal novedad era que las gentes de Porcuna se acercaban hasta la taberna para ver y escuchar esos inventos tan del diablo. Sus ochos mesas con sus veinte sillas: mesas de madera con sus tarimas de mármol, y las sillas talladas por los mejores carpinteros del lugar. Piso con flores bordadas, y por las paredes abriéndose las alacenas por donde colgaban los embutidos de las matanzas y las ristras de sardinas arengas colgadas como si fueran ristras de ajos recién traídos de las eras, y los barriles de vino blanco, de Montilla y de Jerez, pero, sobre todo, vinos de los lagares de Lopera, que tenía el Manolillo a un zagal del “Cavaor”, que todos los días le iba a Lopera con la mula para traerla cargada de garrafas de vino de las bodegas de la viuda de Valenzuela.

Tal solera y composición tenía la taberna de “Manolillo Peluso”, que a ella venían las gentes desde todas las calles de Porcuna, desde la más retirada a la más cercana, que nunca faltaban buenas compañas y mejores migas que en el espacio de esa taberna donde ser servían aguardientes, vinos y carnes con tomate, y hoyos con habas y bacalao, y guisos quinquilleros con mucha carne de por medio. Taberna la de Manolillo “Peluso” a donde venían a tocar los músicos todos los días, los músicos de acordeón, de bandurria, de trompeta, del saxofón, de la guitarra o del violín, mientras en otras veces yo, tocaba las castañuelas que siempre se me dieron muy bien, y me marcaba unos bailes aragoneses a los que sólo le hacían falta una gaita y un acompañante maño con pañuelo bandolero a la cabeza, y un clavel en la boca. Y en Carnaval, la taberna era una fiesta a la que acudían todas las murgas de Porcuna, la de los cojos, la de los zapateros, la de los músicos, la de los quintos, a cantar sus ironías y a beber sus vinos, y cuando no, a la taberna se traía el Manolillo al caricato de los chistes y de las hambres por los caminos, a los contadores de historias y a los magos de las magias, y a la puerta de la taberna se le formaba una cola de gentes que no podían entrar pero todo lo escuchaban, o se traía el Manuel González García a una cantaora para que cantara unas coplas, o si hacía falta, a un mudo para que contara sus mímicas, y sus sombras chinescas por las paredes.”

-Jolgorios serían esos, María Francisca, los jolgorios de San Benito, que más que calle apartada, parecería vestirla de calle principal.

-Se me erizan las carnes cuando recuerdo y hablo de aquellos años por aquella taberna de San Benito, vecinas, que siempre se cerraba tarde, y a veces tan tarde se cerraba, que tenía que venir la autoridad para echarla el candado.

“-Luego pasaron los años y siguieron viniendo los hijos, y el abuelo Manuel me puso niñera para los niños, mientras yo atendía a mis otros hábitos, o refería historias o recitaba poesías haciendo sus posturas dramáticas o sus posturas cómicas, y a la parte de adentro de la taberna, cruzando el mostrador de madera y mármol y apartando la cortinilla de los ocultos, tenía el tabernero Manuel la salita de las reuniones a donde venían los capapardas y otra linduras de las tierras a pedirles préstamos al Manuel González García, en sus dineros o en sus semillas, y por aquellos adentros se firmaban los papeles de los préstamos y los débitos; préstamos y débitos que, cuando acabó la guerra ninguno le quiso pagar ni devolver por aquello de ser la casa-taberna republicana, que, hasta entre la alacena de los embutidos y la alacena de las sardinas arengas, tenía puesta el tabernero las fotos de Galán y García enmarcadas en maderas, y en la otra pared la bandera tricolor desplegada haciendo decoración y mereciendo respetos. Y detrás del mostrador, el cajón con los dineros y la pistola de reglamento, para lo que fuera menester, que nunca lo fue, aunque pregonó al suicidio remediado a tiempo.”

A María Francisca Coca Márquez la conmovía poner motes y nombrajos, y más de un concurrente de sus reuniones de silla y trapos hubo de soportar su cosa quevedesca, sarcástica y guasona con la que la Chiquita Pinanta le echaba el agua a sus otros bautizos, y para cundir con el ejemplo del bien que podría hacer un nombrajo bien puesto y más o menos avenido, nada mejor que empezar por su casa donde se le amontonaban los hijos y los nietos que le llegaron, como una junta de grillos donde todos querían llevarle la voz cantante, de cuando ya fue viuda, tras la guerra, pero haciéndoles saber siempre con un par de chistidos y una cancioncilla, que ahí, de aquellas puertas para adentro, donde ya no había taberna, se perdió la guerra , se colgó de olivo y cuerda el Manolillo, y se fueron vendiendo, de a poquito a poco los estacares comprados por el tabernero de la Argentina, comenzaron a llegar las escaseces y hubo que hincar las rodillas y el lomo, la que mandaba era la María Francisca Coca Márquez, y para eso les cantaba:

“Se armó la garabería,
La escobilla se perdió,
Y quien encala mi casa
Y echa la cenefa, soy yo”

Y así quedaban todos achatados y firmes, convirtiéndose en la majestad rotunda de esa casa de San Benito, a la que arruinó la guerra y ensombreció la gran sombra del huido, y con tantos gastos, que de tan amplia en los pasados nobles cada vez había menguado más, viniendo a quedar en no más que los suficiente: un pasillo con el dormitorio de María Francisca entrando a mano izquierda, confortable dormitorio de la Coca, con su escena de la Virgen del Carmen presidiendo la cabecera de su cama, su sillón, y su jarra de agua junto a su rosario de cuentas negras de la Argentina sobre la mesita de noche. Un escueto portal-comedor donde se amontonaban los hijos a la hora de la cuchara y una escalera estrecha viniendo a dar a las dos cámaras con sus dos ventanillas, la una dando a la calle, y dando la otra a los corrales.

Por el comedor, una mesa camilla con hule de ganchillo y unas cuantas sillas alrededor, y a un lado, el silloncito donde se criaron todos los hijos y algunos nietos que hubieron de venir, y sobre una mesilla las tijeras de bordar con la que se cortaba las uñas y cortaba las uñas a todo el mundo, que una de las fobias de María Francisca era el no soportar ver uñas largas en nadie. Y más detrás la cocinilla con su chisco de palos y las paredes colmadas de ollas, cacerolas, sartenes y paletas, un lavadero con dos lebrillos de barro y unas cuantas sillas bajitas, unas alacenas, una cantarera con cuatro cántaros y unas repisas con vasos y platos de los que no robaron las gentes cuando la guerra del treinta y seis. Y tras una puerta los corrales, con su suelo de tierra y de guijarros, su limonero, su higuera y su parra, una pila de piedra con su tabla de lavar de madera, y su pozo con tres macetas y muchas aguas, unos arriates con rosales, y una cuadra con palos, y al fondo dos puertas de madera vieja y encalada que daban a la calle Llana, por donde se abría el otro mundo de los “Marritas”, y otras gentes con agallas.

A los hijos en fila, y en sus edades, que daban, ende los que ya iban para boda como los que andaban en vísperas de Comunión, María Francisca Coca Márquez, la Chiquita Pinanta de mi copla, les fue endilgando a cada hijo el bautismo civil de su nombrajo:

-A la Dolores se le pondrá “Culo bajo”, y sobrando explicaciones, y al Eduardo “Cara jarro”, a ver si se le alegra esa cara y se le quitan esos orgullos Pelusos del pasado, en tiempos estos que ya nada tienen que ver con los ayeres patricios. A mi Filomena “la Garrampona”, que bien podría ser pintada por un nuevo Romero de Torres para decorar otras iglesias vestida de Virgen celestial y con muchos azules y rodeada de muchos angelitos; a mi Antonio, “El Habichuelo”, y el día que deje de comer habichuelas y se pase a los brísoles, se le puede cambiar el motete por otro que le convenga y se le avenga mejor, mientras tanto “Habichuelo” que te crió; a mi Manuel “Media pistola”, que igual con los años se agranda tanto que de pensar sería el del cambiarse su sino y su destino otro, y a mi Cristino, “El Señorito”, , que, aunque con un solo traje y con un mismo peinado, va siempre estirado como marqués y oliendo a agua de colonia, y llevando pañuelo bordado a la mano como refinado panolis en un baile antiguo de sociedad, con muchos polvos y con muchos mires.

Y con estos nombrajos impuestos, se quedaba tranquila la Chiquita Pinanta, dedicándose entonces a las otras muchas cosas que también eran las suyas.

-María Francisca, cántanos otra copla, o cuéntanos otra historia, o dinos alguna poesía de esas que usted escribe con el pensamiento antes de coger el sueño.

María Francisca Coca Márquez andaba en la paradoja de saber leer, pero no sabiendo escribir, y leía con reposo y sosiego las letras grandes y con mucha tinta, y más si estaban en letras de molde, y así juntaba las palabras y le nacían las escenas que siempre daban en rimas, que eran las literaturas que le gustaba leer y las que componer gustaba, y firmaba con letra mayúsculas sus dos nombres y sus dos apellidos, pero no sabía escribir, que aquello que leía cuando lo intentaba hacer en papel se le iban las letras y se le formaba lo ilegible; manías que tienen muchas veces las cosas de la vida, y ocurrencias extrañas que le sucedían a María Francisca. Pero, estando en sus silencios, y en esas instantaneas líricas y de ensoñaciones del antes de cerrar los ojos, María Francisca era la poetisa que se iba inventando versos hasta crear sus poesías y romances, repitiéndoselos una y otra vez para que no se le olvidaran en el despertar del amanecer siguiente, mientras los iba anotando en el cuaderno de su memoria para los recitales venideros ante el corro costurero de las gentes, con sus excesos de teatralidad que ponía en sus recitales, que la convertían en trovadora de escenario, y cuando no recordaba sus versos inventados, se iba al rimar de los otros rimeros, de los que venían en los libros de los poetas cutres y desangelados de los romanceros para damas suspirantes y tiernas, como aquel que decía:

“Eran dos hermanos huérfanos
Nacidos en Barcelona:
El niño se llama Enrique,
La niña se llama Lola.

El Enrique se ha marchado,
Se ha marchado al extranjero.
Navegando en altos mares
Se ha hecho un gran caballero,

Disfruta de lo que quiere,
Disfruta de su mejora,
Disfruta de los regalos
Sin acordarse de Lola”

O aquel otro romance que tanto le pedían las niñas adolescentes mientras andaban liadas con el cañamazo en las manos, y en las cabezas, ya se sabe, aquellas cosas de la edad:

“Un morito valiente español
Cuando coge a un soldado prisionero,
Se lo lleva a su cabila amarrado,
Amarrado y preso.

Con un sol de esparto maullando sobre su cabeza, La Chiquita Pinanta; haciendo María Francisca de cariátide de carne a la esquina de Emilio “Malaspatas”, el cabrero de San Benito y de los cencerros y de la leche espesa. Posada ahí, hierática y templada como una diosa de mármol: caracol sacando al sol tibio, tempranero y templado, los cuernos de sus orquillas, recogiéndose las manos como si no quisiera perderse del todo, la Chiquita Pinanta pasa su mañana cálida en el sol tornadizo del invierno mientras espera las avecillas pasando de la misa al horno de “La Niña”, y del horno a la tienda de María “La Zapatera”. Guacharrillo que se sale del nido para echarse a volar libre y vagabundo, pero con pocas aleluyas y menos aún exaltaciones, no más las alas cortadas que la aquietan viejecilla y torpe, con lo que ella era de trotante, pinanta y primorosa, yendo de un lado para otro lado, llevando las buenas, las malas y las medianas, sin más pudor ni quietud que la libertad de abrir su boca para gritar sus adentros, y con un silencio interior por donde le bullían y se le guardaban las palabras que no se podían decir.

María Francisca Coca Márquez se muestra como lo que es, una sombra de vieja a la que los días le parecen todos los días iguales, y toma el sol pegada a los blancos con aquel capricho de los viejos que ya sienten mucho frío siempre; sus manos unidas como si escuchara una misa, manos a las que se les ha caído el rosario de las cuentas negras por las que iban sus letanías y sus rezos silabeados y mudos del antes de dormir, no más un mover los labios como en rezos interiores.

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Asombrada María Francisca ante el fotógrafo barcelonés, el nieto Andrés de la Filomena, que la retrata abuela centenaria de la que no hay que perder sus poses y sus gestos, para no perdernos todos por el submundo de la amnesia y otros torpes asuntos que nos van destruyendo, si no tenemos los ojos muy abiertos y las orejas marcianas para escuchar las vivencias, las secuencias y hasta las somnolencias de los viejecillos con remoquetes, en unas edades en que a los viejos sólo les apetece hablar de sus ayeres jolgoriosos, trabajadores y hasta desdichados, firmando el testamento de sus días y de sus horas, y escribiendo sus páginas en las tertulias, para que no tengan que indagar mucho los arqueólogos de los supuestos por las silentes etnografías de los hábitos pretéritos.

La Chiquita Pinanta en la cara al sol de la esquina, llamando a la nieta Ana Mari González Sansaloni para que le fuera por el mandado:

-Anda, pulpo, y veme al cuchitril de Segundo “El Motoso”, y toma esta vacía botella de anís por la que hacen música los cuchillos, las cucharas y los tenedores, para que te la llena Segundo de aguardiente dulce, no más un par de pesetas, que, como tú sabes, a mí, a eso de media mañana me gusta beberme mi copichuela de aguardiente dulce, no más que un sorbo en la copa parisina que nos quedó de la taberna del abuelo, que es como un elixir y un reconstituyente que me aligera el estómago, me reconforta el alma y me alegra las horas que se han de pasar por el día, y en esta otra botellilla que me ponga Segundo medio litro de vino blanco, que también me gusta , por el tentempié del mediodía, tomarme mi vasejo de vino, que el vasejo de vino al mediodía tiene la virtud de abrir los estómagos y las ganas de comer, amén de que es placer el vino loperano cuando se toma con mesura, sobriedad y moderación, en el no más del acompañamiento, que además trae buenas digestiones para las que no dormimos la siesta.

Una copilla de anís a media mañana y un vasejo de vino con el comer potajuelo del mediodía, lo mismo que al amanecer, al despertar y al levantarse, tomaba María Francisca su perla de magnesio con un buche de agua para que le desentumeciera los huesos, y de postre, un caldo hervido con hojarascas de olivo, verde y azucarado, que le combatía todas las enfermedades y las malas estampas de los recuerdos, le ahuyentaban los fantasmas y la apartaban de los malos pensamientos.

Y mareando la perdiz de la tarde, María Francisca Coca Márquez, como cada vez de cada día, requintando a su alrededor de mesa camilla con historias y dichos, a la vecindad trajinera de las sillas de anea y de las cajas con costuras, en aquello que, las sombras se iban haciendo sombras chinescas sobre las fachadas, y en el fresquito que iba tiñendo de aromas los ocasos y las salidas de la luna, María Francisca contando las historias que no eran sólo las historias de su vida, sino las historias de la vida en general, mancomunadas, que se paraban en las aceras de San Benito, como igual vendrían a pararse en otras tantas aceras de otras tantas calles, en otras calles cualesquiera, donde también habría una viejecilla con moño o algún viejecillo con marra abriendo de sus bocas sus escasos dientes, y de sus memorias aquellos años pasados que al recordarlos teñían las tardes de rosa, los ayeres de amarillos y de verdes cuando eran recordados y expuestos a la mengua multitud de las gentes sabedoras:

“-Cuando la refugiada casa de los Pelusos volvió de la guerra hasta las casas familiares de San Benito, nos encontramos a la abuela Saturnina, “la Larga”, nonagenaria y sorda, sentada en el portal de la ventana, contándole a sus dedos los días que le faltaban para ser muerta de cementerio. Contenta y aún conociendo la bisabuela, de recibir a sus hijos y a sus nietos que habían estado repartidos por aquellos pueblos jaeneros por donde, por no pasar, ni paso la guerra, sólo el olvido, ni se oyeron los bombardeos ni los tiros por los campos santos , y asustada aún la abuela Saturnina, recordando y refiriendo la vorágine cruel de aquellos moros africanos que un dia le llegaron a la taberna, a la hora en que mueren los toreros, llevándole ropas para lavar y planchar, cuando el ejército nacional ocupó Porcuna entrando por la Cabra mocha, dejaron las ropas por los suelos, descolgaron las fotografías de Galán y García, arrancaron de la pared la bandera del gobierno de la República, hicieron pila inquisitorial a la puerta de la taberna, y mientras ardían las insignias y los estandartes, empezaron a desnudar a la indefensa abuela Saturnina para tenerla y poseerla entre todos en violación, aquellas carnes de arrugas, aquella cabeza cana, aquellos fríos, aquellos miedos y aquellas nauseas, y aquella boca pidiendo socorro a la que le llegaron los pocos vecinos de la calle esgrimiendo palos y ramas, con Manuel de la Rosa y María levantando manos y soltando puyas e improperios, ahuyentando a esos moros desastrados y sucios oliendo a pútridos cueros de oveja, guerreros, violentos y violadores que intentaban desnudar a la abuela Saturnina vengando en sus carnes tan viejas y tan sin encanto el tener en su casa divisas republicanas.

Cuando la vagabunda casa de los Pelusos volvió a su casa y a su taberna, de la taberna habían sido robadas todas sus pertenencias y todas sus alegrías, siento todo cerrazones y oscurecimientos como si la guerra se hubiera metido dentro de ella, destruyéndola, lo que, hasta hacía nada, era un esplendor de taberna concurrida con vinos, con músicas y con sardinas arengas. El mostrador tallado había sido arrancado de cuajo y llevado a saber que otra casa y otras exposiciones, el blanco mármol del mostrador, años después, apareció en una tienda esquinera de la calle San Ildefonso, a la que entraba el que esto escribe, camino de la escuela del Instituto, no para comprar chucherías, si no para ver de cerca y tocar de cerca aquel lienzo de mármol de la taberna del abuelo.

Robadas las sillas y robadas las mesas para adornar salitas de gentes capapardas que ostentaban el robo como trofeos de guerra conquistados al enemigo. Robados los toneles y bebidos sus vinos. Robada la máquina cantaora y los discos de pizarra, que años después, me encontré yo, María Francisca, sonando su música y su fondo de tertulia en la casa de una nueva gente con troníos y victorias celebrándose, mientras repasaba prendas recién confeccionadas hasta recoger mi jarrica de pringue y mis cáscaras de habas. Robada la radio que hablaba en todas las lenguas, las decentes y las bárbaras, y la repisa de madera con su tapete de bolillos desde donde sonaba la radio. Robados los platos, los vasos y las copas, y levantadas las baldosas del suelo como si hubieran estado buscando tesoros escondidos, menos la pistola con balas de mi Manolillo, guardada en la puerta falsa del cajón de los dineros, la que un día la hija Filomena quitó a Manuel González García de las entradas de su cabeza haciéndolo recelar, asustado y hundido ante tanta ruina en donde tanto esplendor hubiera, pero al que no se le pudo quitar la soga de esparto, con la que un día marchó hacia su estacar de la Huerta Comendador para ser péndulo del reloj de un olivo; hundido y amargado tras ver su casa y sus negocios destruidos y su pasado muerto de héroe con taberna, con clientes y con hogar, colgado del muro de las lamentaciones de los derrotados, y no sólo derrotado, si no, destruido: dineros que no servían, olivos que se cambiaban por unos panes de harina y unas pellizas viejas y unas jarras de pringue para componerle a los guisados su poquito de aroma y su sabor de carne ajena”

María Francisca Coca Márquez se entenebrece como una pintura toledana, ante la quietud escuchadora y expectante de las mujeres con las costuras sentadas en sus sillas bajas de anea, y las niñas posadas como pajarillos, sobre las ramas de los escalones, con sus cuadros de cañamazo haciéndoles crucecitas, que animan a María Francisca a cantarlas una canción ,recitarlas una poesía, o alguna ocurrencia o retartalilla de las suyas, de las que le salían al voleo y de las que siempre parecía tener María Francisca sus alforjas llenas, para hacerle olvidar episodios tan terribles cuan tan vividos, y hacerla alegrar un poco, para verla y sentirla así, alegre y dicharachera poniéndole las musas las rimas en su boca en aquel gran recital de cada tarde lleno de rimas, estribillos y ataharres:

“El alguacil, del gitano, en un juicio:
Señores, traía unos calzoncillos
Que no tenían buenos
Más que los bolsillos;
Traía un jamón de buen parecer,
Que tenía su madre pintado en la pared”

A las afueras del alma le iban saliendo sus ronchas, y en sus interiores la paz aquella, pagana y suspicaz del que no se consuela es porque no quiere. Salpicada en el barro como si fuera juntando pétalos y aguas perfumadas, María Francisca Coca Márquez iba tachándole a los calendarios cada uno de sus días venidos e idos ya, y pronosticando mañanas, profética y sentimental como un profeta clásico, ahuyentaba los nudos de los malos vientos que se le acercaban como nubarrones negros pespunteando en los almohadones de su corazón la animada casa por donde habitaban los hijos antes de que se los fuera cargando de fábulas y aires nuevos, y la hija tan joven y tan viuda ya, cosiendo por las casas de los señores, antes de que se hicieran maletas y se les fueran yendo para las capitales de los oficios dejándola como huérfana y nostálgica, y con tres nietos que le vinieron como tres gotas de agua para llenar el jarro de sus flores, a los que fue sentando uno tras otro en el silloncito donde se criaban los niños para cortarles las uñas con sus tijeritas de bordar, y que también se le fueron yendo, el uno detrás del otro, hasta el nunca jamás de los muchos kilómetros:

“Al final del túnel
Veo un cielo blanco,
Con pajarillos azules
Volando”
(AGC

Las campanas de San Benito llevaban a misa a María Francisca, y la campana con tenazas del chisco con trébedes la llevaban a la mesa familiar con tantas bocas comiéndose los estacares que iban menguando, olivo tras olivo, y palmo a palmo, hasta que ya no quedó más estacar que vender ni más aceite que recoger en sus ánforas, y entonces hubo que ahuecar el ala fuera del hogar y como salir huyendo, que era como el salir pidiendo socorro:

“-Cada año, vendía yo, de las escrituras olivareras, un estacarillo del Manolillo “Peluso” que en paz descanse en la tumba comunal de los suicidas. Un estacarillo con sus treinta, sus cuarenta o sus cincuenta olivos, no muy mal pagados del todo, aunque pagados en menos de su valor, que iban a parar o juntar con los olivos de los amos linderos ampliando terrenos y nombres, y a esa venta de estacar, con el poquito de la cosecha y algunos jornales del campo traídos por algún hijo, y alguna boca que ahorraba por estar guardando cochinos por esos cortijos, la cosa iba tirando como mejor se podía, pero sin que en la casa faltara de nada, y menos una comida caliente de cuchara y paso atrás puesta sobre la mesa que llenara los estómagos, y de vez en cuando alguna alegría con algunos cantes, algunas gracias y algunas bromas, que también eran buenos y acogedores remedios para las gentes pobres.

Pero, como no todo podía ser bueno o pasable en la casa del pobre, los olivares se fueron consumiendo, y en acabándose, y ya con un hijo y una hija por los comercios de Barcelona, otro hijo por Madrid, y la otra hija por Córdoba, y con tres nietecillos a mis cuidados, no más remedio tuve que liarme la manta a la cabeza para salir de los apuros, y pensando siempre, que no nos hubiera venido mal otras faneguillas más de tierras compradas con aquello dineros que mi Manolillo perdió un día yendo para Córdoba, en el autocar de línea, y allá por los años treinta, que todos los primeros de año, el Manuel González García agarraba de los escondrijos de la casa los dineros ahorrados y se iba para Córdoba para ponerlos al resguardo de algún Banco o de un Monte de Piedad, aquellos dineros que luego no sirvieron para nada, cuando fueron declarados fingidos y colaboracionistas, cuando más falta hacían, y en esto que aquel año, vísperas de la matanza entre hermanos de la guerra y yendo el abuelo para Córdoba, o bien se le cayeron los dineros de la chaqueta o bien, algún listo acompañante con el que trabó conversación, y de sabido nombre, y más listo que el hambre, le echó mano a la chaqueta y se quedó con las tres mil pesetas de la taberna y de la aceituna, que bien invertidos hubieran dado para comprar seis fanegas de tierra; que fue entonces, a la vuelta, con aquel capital perdido o robado, cuando al Manuel González García se le fijó la vista en la muerte de la pistola; y fue una pena muy grande que llenó la casa de lágrimas y de congojas, que cerró los estómagos y puso lutos por las paredes, y las gentes que venían por la taberna nos daban el pésame como si se nos hubiera muerto un ser muy querido, pena que se agravó con la guerra que se encargó de llevárselo todo:

-¡También fue pena, María Francisca!

-¡También fue pena, Gloria: también fue pena!

“-Pero, con lo del estacarillo por año vendido se fueron echando y pasando algunos años y como si aquí no hubiera pasado nada, y dada la casa de la taberna en casa de alquiler, también se juntaban unos dinerillos, si no para carne, sí que para pan y para leche de cabra.

Acabados los estacares, iba una repasando y zurciendo ropas por las casas por donde andaban las modistas, y de unas sacaba unos reales y de otras unos garbanzos o un medio litro de aceite, y en la casa haciendo ganchillos, confeccionando colchas, cojines y tapetes de mesa que luego iba vendiendo a los encargos de las casas. Luego el alma de alguna influencia me llevaron a entrar en el comedor de los Servicios Sociales del Molinillo Viejo, donde no hacía más que limpiar lentejas, que sólo y poco más lentejas había por el mundo aquel de la cocina, quitando chinos y quitando pajas antes de pasar a las grandes ollas, que en dineros me daban más bien nada que poco, pero que me alimentaban la manutención propia y la manutención de los habitantes de la casa de San Benito veinticuatro, a la que todos los días volvía yo cargada de fiambreras y bolsas con manzanas y naranjas, para pasar la jornada con más que aceptable pasar.

Y ansí pasando los días y sintiendo por la frente una perla de arrugas arroyándose por las arrugas, hasta que la casa se fue quedando cada vez más vacía y más sola, que mi Manuel González Coca compró casa por la calle Santa Ana, y para allá se fue con mujer y tres hijos; las paredes se fueron vaciando de presencias reflejadas y se las fueron adornando de retratos que iban envejeciendo, y a los que se le iban caducando las fechas y marchitándose sus flores, y yo bajaba hasta el cementerio para llevarles flores de geranio al nicho de la abuela Saturnina, y a la fosa común donde se me confundían los huesos de mi difunto con otros difuntos gentiles, e iba yo mirando de aquí para allá, buscándole a mi futuro su nicho vacío para hacerme la ilusión de los viejos, la de quedarme en paz para siempre, y ya con todo arreglado tras tantos años de luchas, y con tanta vida llevada, con su pena mucha y su mucha alegría también, pero ya cansada de andar por estos mundos de Dios donde pacemos las mujeres y los hombres, en el buen o mal pacer de los animales con voluntades y con palabras.”

En la mañana del Viernes Santo de abril de mil novecientos setenta y cinco amaneció muerta María Francisca González Coca, La Chiquita Pinanta, metidita en su caja de madera con sus mismos últimos lutos de entonces, con su cara arrugada a la que le daba aceites para tener muchos brillos, su moño ondulado que aún se negaba a estar de canas, y con su boca abierta como si aún quisiera seguir contando historias, cantando coplas o recitando versos; por sus manos ensartadas descansaba su rosario de cuentas negras, y era así María Francisca Coca Márquez, como La Chiquita Pinanta de la foto donde aparece la Coca apoyada en la esquina de la cabrería de Emilio “Malaspatas” recibiendo el sol del mediodía, pero puesta del revés, tendida y con los ojos cerrados, que se le fueron nublando cuando cerraron con tapa su hogar definitivo, y su voluntad última, ya sin voluntad ninguna.

Por la calle San Benito, La Chiquita Pinanta tira del hilo de la manta para cantar sus canciones, canciones siendo emociones de la poetisa sin pluma, con una mente de espuma y más brios que un trapecista. Oscura como una ninfa y clara como una estrella, María Francisca sestea las buenas tardes del tiempo tañendo sus sentimientos con notas de espuma y heno, entre un corro de jilgueros que en lugar de trinar trinos, escuchan hechos y dichos de La Chiquita Pinanta .Mujer de copla y de gracia, vieja de tiempos y sinos: peregrina de un camino dando siempre hacia su ermita, deshojando margaritas sin poner puertas al campo, no más sus hojas de acanto para embellecer su templo, con su poco de lamento y su poquito de dicha. Primor vestido en sonrisa tejiéndole a su cornisa un encaje de bolillos por donde juegan los niños y laboran las mujeres, y pasan los alfileres pinchando moñas de olor. Desde al ayer del dolor al también ayer con risas, María Francisca acaricia por su boca sus presentes, las palabras ofrecientes dibujándole su historia, la concha de su tramoya, su escenario comediante, con la Coca paseante abriéndose exclamativa. Chiquita de hacer cosquillas a la Pinanta nerviosa, que deshojando su rosa abre en jardín a Porcuna. ¡Miradla ver las alturas de porcunera dichosa!, tañendo su tul de hermosa hasta crear su oración, su enternecida canción, su iglesia con muchas flores, y en un suspiro de amores la casta condescendencia. María Francisca se aprieta la chambra que la protege mientras en sus manos teje vestiditos a la luna, con su copita de bruma y su sorbo de añoranza. Viejecilla en la distancia tocando el tambor del tiempo y dibujando un contento para que rían las gentes. Al ayer su paz de muerte y un escrito en un cuaderno; al hoy su rebelde acento y una polka con cerveza, y al mañana una conciencia de los avisos pasados. Chiquita con los callados, Pinanta con los astures. Una escultura con nubes sacando brillos al cielo, y por el suelo una huella que al pisarla culebrea creando prosas y versos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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