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José Manuel Ruiz, de machetes y modernuras

La modernidad en Porcuna no se entiende sin la figura gracil, pequeña y clarividente de José Manuel Ruiz Cabeza, el uno de los dos “Los Machetes”, que heredaron el mote patriarcal del padre José Ruiz, que, como siempre queda dicho, es la gran herencia que solemos tener, de fijo, los porcuneros y porcuneras, la del nombrajo clarividente, lírico y proverbial, esa dignidad sin alcurnias ni principios elementales, pero con mucha música y mejores esencias. Aquel nombrajo de “Machete” que le vino impuesto a don José por el quítame de aquí estas pajas de una apuesta de ambigú por la centenaria y mítica taberna de Pepito Gamboas , que era como la segunda casa de tantos hombres, de arriba y de abajo, y del centro hasta los adentros de Porcuna, y hasta de algunos hombres más, hasta su primera casa, a la que sólo le hubiera echo falta echarse unos colchones por el suelo para pasar la noche roncando las extrañas y cantoras clarividencias del vino blanco, que es el único vino donde las canciones suenan en canciones flamencas, y que si se tiñe de rojo el vino, viene todo lo más a dar en un remiendo de Chanson francaises, esa lengua de la que Alfredo Callado Hueso decía que no era lengua de cristianos, o en un gorgorito de cuplé cantando en una cueva con águilas y perneras grandilocuentes.

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La cosa del apodo “Machete”, vino a dar en apuesta de machos, de esas donde se alzan mucho la voz y se proclaman las hombrías, aunque sólo sean hombrias de trapillo, con muchas umbres y mucho desate de lengua, en el decir del apostar , que a ver cual era el guapo que al día siguiente se presentaba en la taberna de Pepito Gamboas con una carga de aperitivos para hacer mucho y mejor pasar el vino por los gaznates, en unos tiempos cantávedes aquellos en los que sobre las barras de las tabernas no se estilaban, ni de lejos ni de cerca, los platillos con las tapas , tan urgentes hoy de demandar, aunque no se coman, y a todo lo más que daba el acompañamiento del vino por algunas tabernas de los lugares porcuneros, era a un esturreo de cuatro o cinco habas fritas y locas, y duras también, cuando no pasadas de temporada en sus mosos y ranciedades, haciendo bailes de canicas saltadoras sobre los mostradores, como lo hacía Juanillón “El Macareno” en su taberna de la Plaza:

- Juanillón, a ver si va llegando ya la hora y el día, en que, en lugar de regalarnos las mimas habas fritas de siempre, nos pones unas rodajillas, manque sea de salchichón, o al menos, que las habas tengan menos rancios y mejores paladares.

-Eso se hará, paisano, el día que a ti se te ocurra traerme unas cuantas perdices de las de poner en escabeche, que si en eso quedamos, juro a Dios, que nunca faltarán perdices sobre este mostrador que vengan a sustituir a las habas, que si no, y mientras tanto, la cosa no da más que para habas, y gracias debes dar de que al sólido que te bebes le calme las hambres con unas cuantas habas de los habares.

De los equis varones que acordaron una apuesta de aperitivos para degustar en la taberna de Pepito Gamboas, ya fuera en raspas de bacalao o en rodajas de mortadela, que tampoco se pedían gansos ni ocas para hacer pasar mejor el vino, el único que se presentó a la taberna con su papelón de estraza relleno de boquerones fritos y carne de pollo con ajos, fue el don José Ruiz cuando aún vivía por el Camino Alto, y antes de mudarse a Paulino Molina, intentando buscarle a la barriada su cruz y su monja, y sin encontrarlas jamás, aunque bien Clementina Quero Callado pudiera servir de la una y de la otra, de cruz en su cristiandad colgándole del cuello y su cosa de convento cuando en sus años de juventud profesó de novicia y acabó escaldada.

Y que a lo dicho digo, que don José Ruiz fue el único hombre que en la taberna de Gamboas se presentó con aperitivo, y que todo fue hacerle fiestas mientras los irresolutos y miedicas apostadores a lo que todo se les fue y se le quedó en bocas comían compartiendo bonachonamente los calores de los fritos viniendo a nombrar a José Ruiz como el más macho de todos los allí presentes, o como el único macho, el más aguerrido, el más guapo y el más cabal de las hombrías porcuneras, que con el tiempo vino a quedar en “Machete”, en “Machete” quedó y en “Machete” pasó de padres a hijos y de hijos a nietos, y siguiendo la digna e insigne constitución de los nombrajos porcuneros, don José Ruiz, aquel mulero por las fincas de don Ángel Fernández Palomo se nombrará en tatarabuelo de su nombrajo, cuando las cosas del paso del tiempo sean tan distintas y diferentes como también lo sea la vida, y aún más si cabe, de lo que ya lo es hoy en día.

Por los días y los meses del año de mil novecientos cuarenta y nueve, vino a dar en nacer José Manuel Ruiz Cabeza, en el número veintiséis del Camino Alto, aunque pocos años le duró sus estancias por aquella calle y aquellos sitios y territorios aún a medio conquistar, no más los años de sus primeras leches maternas, sus primeras gachas de maicena, y sus primeros juegos de futbolista con balón de goma por la afamada y niñera “Era de Carlicos”, a la que ya se llevaba a su hermano Ángel para que se perfeccionara en el juego de la pelota, por si ese hermano menor le saliera en figura de los campos de futbol y las figuras esféricas, aunque, en no llegando a eso, le salió figura de la electrónica y de la música con guitarra. Y entre un balón para todos y el todos para el balón, los otros juegos de los niños de aquellos antes y entonces, Como el famoso juego de las peleas, que aunque hoy nos llegue a parecer demodé, y un poco bárbaro y salvaje, en el entonces aquel era juego divertido, que a veces daba en aporreadura con raja y lobino, con su poquita de sangre para su pequeño susto y su pequeño alcohol con su mancha final del cicatrizante que llamaba mucho la atención de las niñas con trenzas que ya soñaban sus primeros besos con aquel héroe bárbaro con tanto grana resbalándole por la frente, que en el aquello del jugar a pelear, en patria tan bizarra y de tan nobles y valientes fines guerreros, el entablar batallas era remedo de la fuerza del poder, y un tantico así de recordatorio del como se han solido siempre pelear los hermanos españoles de las guerras civiles. Y en las noches peleas de hermanos durmiendo en la misma cama, en un vete pallá, o en un no me roces más.

Entre balón y pelea sus quehaceres de la enseñanza en la escuela familiar que Manuel Casado “Botines” montó por aquellas tierras tan lindantes, hasta que la familia emigró del Camino Alto hasta la calle Paulino Molina, con su Cruz de la Monja al lado, cogidita de la mano para llegar a buen término y a mejor vecindad, y así pasaron de un límite a otro de Porcuna, si de allá el límite jaenero, de acá el límite más cordobés, y hasta con otros acentos diferenciales que se sentían en las palabras y en las formas de nombrar y de decir las cosas, que más o menos entre los límites y hasta en los corazones, en que siempre ha andado Porcuna, que perpetuamente ha estado con el corazón partido, no sabiendo nunca si irse al ronquido castellano, o tirar al andaluz de lo verde, quedándose siempre en el centro, y pueblo fronterizo que con pegar un brinco, se saltaba la aduana, y en llegando a Cañete de las Torres pareciera que respirara otros aires, los aires arcaicos y antediluvianos de las viejas hermandades y trueques alfonsinos y sabios en sus destinos, y también en sus literaturas.

De la calle larga a la calle corta, a la calle de ocho casillas, y de la calle de los doscientos metros lisos a la calle de los pocos metros con obstáculos, con los obstáculos de las esquinas, las callejuelas y esa cosa de misterio que siempre tienen los lugares con mucha historia y con muchas piedras ocultas clamando bajo los adoquines, o entablar el juego de la Maisa corría, con carreras cortas y saltos de calidad. Y del jugar al balón en la “Era de Carlicos”, a despeñarse por los cantones del Balbina, y si menos trigos y menos carreteras, más caminos, más chumberas y más cercanos huertos donde robar los alcarciles, y si menos horizontes, un Pozuelo con agua y con pila bautismal donde, quedándose los dos hermanos en calzoncillos se bañaban en su alberca como si estuvieran en la mar, mientras por las comisuras de los labios les resbalaban los azúcares de los higos chumbos, aquellos que daban en tan difíciles y complicadas deposiciones, y de vuelta, a jugar a los juegos de las peleas, ya que difícil era por esos pedregales, intentar atinar con la maña del balompié, dando vueltas y vueltas al mito sin caverna, aunque con ecos del Peñón rebailaor, o escalando, montañeros sin más garfios que sus manos, a lo alto de su cima poniéndole victoria con camisa de tirantes, a otear las veredas de las perspectivas y los confines, por donde andaban los agricultores, y por donde iban y venían mulos y mulas con los peoneros montados al través de las usanzas femeninas, como si continuamente estuvieran yendo y viniendo de romería en romería, vestidos con pantalones de pana y tocados con sombreros de paja.

Por Paulino Molina, José Manuel Ruiz Cabeza, en los inviernos de aceituna, yendo a la acera de enfrente para acudir a la escuela-guardería- más guardería que escuela en tiempos de aceituna-de doña Clementina Quero Callado, la que en explicando al niño los números, las letras y las oraciones del catecismo, el niño José Manuel no hacía más que llorar, y mirando el reloj imaginario de los niños con todas las prisas del mundo, hasta encontrar ante las puertas de cristal de la casa de Clementina, a la madre Encarnación recién llegada del tajo y vestida aún de refajo y delantal, con el pañuelo islamizándole y castellano sus cabellos y quizá con una mata de esparraguera para que los niños compusieran y decoraran su árbol de Navidad, para coger al José Manuel y al Ángel como si fueran niños salvados, y ya en la casa, calmarlos contándoles cuentos de hadas y de bosques, el de Hansel y Gretel o el de Crispín y Crispina, por donde los héroes y los niños se encontraban con todas las aventuras del mundo y con cestas de mimbre llenas de bayas y zarzamoras, y a falta de unos libros de cuentos que la familia no se permitía el lujo de comprar por aquellas cosas misteriosas de las pobrezas, la mama Encarnación, en papeles de estraza, le dibujaba a los niños, con los lápices de colores de la escuela, o con el negro del lápiz único, o con el pizarrín en la pizarra, los dibujos de los árboles y las casonas, de los ríos y los Garbancitos por los bosques, y los lobos, y las abuelas con mucho frío por donde se deslizaban las aventuras que iba contando hasta improvisar el maravilloso mundo de los dibujos animados.

Durante muchos años de su savia y existencia, la vida de José Manuel Ruiz Cabeza no puede disociarse ni deslindarse de la vida de su hermano Ángel Ruiz Cabeza, desde la escuela hasta los juegos, desde el Camino Alto hasta el nuevo enclave y cónclave familiar de la calle Paulino Molina, y desde el compartir la misma cama, como no podía ser menos en todo pobre que se preciara o se tuviera, hasta compartir los TBO del “Jabato”, o del “Capitán Trueno”, esos que leían una y otra vez, y que acabados, eran vueltos a leer para saberse aún más sus ya sabidas historias, y quedando los tebeos para el arrastre de las desencuadernaciones con los dedos manchados en sus páginas como huellas dactilares dejadas en un fratricidio, como compartían los cuentos que les contaba y les dibujaba la madre Encarnación, en aquellas horas en que las palabras contadoras aligeraban los cuerpos y los ponían como a descansar, y como compartieron también sus primeros proyectos que fueron desde el taller de reparaciones del número 11 del Camino Alto hasta su siguiente ubicación enfrente de la Parroquia, con el escaparate grande y los lujos asomando y quemando los ojos que no miraban más que colecciones de ajuares y alguna aguja de tocadiscos, desde aquel comercieo musical con Los Dinamita, cuando pasaron de ser el grupo orquestal La Forquesta, a ser grupo yeyé con guitarra electrica y caras de niños buenos cantando canciones rebeldes, pasando por los billares de la Carrera, la Caseta de la juventud en los septembrinos días de feria, a la discoteca JR en sus primeras etapas. Y hasta más, hasta compartir aquellas tardes en que el padre José Ruiz montaba a sus dos hombrecillos de la casa a los lomos de la mula campera del mulero, y se los llevaba a la era donde estuviera trabajando el padre para echar la noche y afanarse al raso para comenzar el padre a trabajar recién puesto el sol sobre los altos azules con tal de volverse temprano a casa antes de la llegada de las fuertes y bochornosas calores de las dos de la tarde, poco después de comer el gazpacho que preparaba José Ruiz como un todo gazpacho tradicional porcunero al que no le faltaba de na, salvo que las cucharas con que se lo comían, en lugar de ser cucharas metálicas, las hacía el autor ahuecando trozos de manzana y pinchándolas con unas varetillas de olivo, quedando la manzana ya preparada directamente para el postre. Y durmiendo en la noche bajo el tendedero de un refugio campero montado con las albardas de las bestias, mirando mucho las estrellas por las que caminaban ya los proyectos ensoñadores y proféticos, y escuchando a lo lejos el dulce sonar de las esquilas de los mulos pastando las hierbas y rastrojos, recogidas en sus trabas para que no se alejaran mucho.

Noches al sereno por los campos de Porcuna, del cantar de las ranas y el rasguear de los mochuelos. Noches de grillos y silenciosas serpientes deslizándose zalameras buscando las presas de los roedores; campos de antiguamente abiertos de tierras calmas con sus trigos y sus cebadas, sus algodones y sus matalahuvas, alguna mancha de garbanzos y una cuartilla de tierra con ajos, cuatro melones sueltos y una choza de melonero cantándose a sí misma.

A Ángel Ruiz, con la edad de nueve años, su maestro escuela sin titulación pero con muchas sapiencias, muchos resabios y muchas zalamerías, Manuel “Botines”, le amañó y le acomodó la edad de su nacimiento para poderlo inscribir al Ángel Ruiz Cabeza en la Escuela de electrónica a distancia, y en lugar de poner en el casillero de la edad sus nueve años y unos días, Manuel “Botines”, afinó el bolígrafo, saco del Registro civil la apócrifa, supuesta e inventada data de nacimiento para poder ocupar los cuadraditos de la edad y convertir los nueve años niños de Ángel en un abril de catorce años adolescentes, con sus primeros granos y su primer flequillo modernero, y un simulado afeite de barba y bigote en sus primeras pelusillas, y entre tanto, el Ángel Ruiz se pagaba los haberes de los cursos de electrónica con los veinte duros en billete marrón que le pagaba Celia, la administrativa del Ayuntamiento, por tocar el bombardino, casi tan grande como él, en la Banda de música que creara don Mariano Gutiérrez Solís.

Y mientras Ángel, con nueve años montaba su primera radio y asombraba a media calle con aquellas cosas raras que hacía e inventaba el niño de la Encarna y del José, poniéndola a sonar y convocando vecinos como si estuvieran descubriendo el nuevo mundo de lo imposible, José Manuel comenzó a trabajar, en aprendería, pero en trabajo, en el horno de José María Salas “Jarrete”, allá por la esbeltez aceitera y cemental de la calle Tolosa, donde a José Manuel, en aquellos doce años, le pusieron en las manos un cabestro de mula vestida con dos serones de madera cargados hasta los topes de panes, panetes, bollos, barras y roscas de pan, y algunos dulces populares de las reposterías típicas de Porcuna. Y por ahí andaba, tan tempranamente y tan a oscuras aún, caminando a veces, y montadas las más sobre el cuello de la mula, José Manuel Ruiz Cabeza trajinando por las calles de Porcuna donde el maestro hornero tenía sus buenas clientelas de mujeres madrugadoras pasándoles las escobas a las puertas y dando los buenos días a las cuatro bestias que iban y venían dejando estiércoles y cagarrutas por los limpiados. Pregonero de los panes multiplicados, José Manuel, en la voz del niño que se iba haciendo hombre tan irremediablemente, y al que, pos su cabeza ya le empezaban a sonar los ecos de las otras cosas y de los otros negocios que le llegarían con el transcurrir de los años, mientras tanto, en aquellos principios de los años sesenta, a repartir los panes y a soñar con los peces, y ya empezando José Manuel a ser aprendiz de todo, y si ahora tocaba llenar los cajones con hogazas, a llenarlos pues en el no quedar más remedio, panes aún bullendo y quemando en las manos. Aprendizajes sabidos, aprendizajes aprovechados, y calles recorridas por donde José Manuel iba conociendo a las gentes y a las inquietudes de las gentes, y haciéndose conocer por las otras tantas gentes más, aquellas de infancia, que en el ahora eran niños con esollones y niñas sin pintalabios en tan tempranas infancias, pero a las que el día de mañana pondría a bailar en su baile de Los Machetes, y en su discoteca JR, y si no, tiempo al tiempo…

Hasta el luego del después, el campo fértil de las calles voceando el pan y pregonando los olores de la tahona, y metiendo en su cartera de cuero metida en cintura con correa, las monedas que le iban dando, y de aquellas monedas tan usadas del pan vendido, las de su salario para llevar a su casa y contribuir con su ayudita en el todo del mantenimiento, en casa tan de andar al día, ya con los cuatro hijos de por medio y una a por ahijada hija de las seis niñas de “La tiíca”, que se había asentando en la casa de Paulino Molina y también exigía su plato de cosa caliente, su cuento contado y dibujado y una muñeca de trapo a la que ir poniéndole y cambiándole vestidos imaginarios.

Y en los ratos libres de los horneros ajetreos, y con unos panes llevados a su casa como propina de voluntad y de mejor reparto, estudiaba también en los mismos libros de electrónica en que estudiaba su hermano Ángel: aquellas dos almas gemelas, estudiosas y hacendederas, aquel Dúo Dinámico de los propósitos y de las enmiendas, como siameses pegados a un mismo saquito rojo, que le pegó por los años, y entrambos una colleja al pescuezo de la vida porcunera para sacarla de sus antiguallas y sus estereotipos, y ponerla al día de las cosas capitalinas y de las edades modernas para brindar al sol de los venideros tiempos su sensación de ingravidez y su mucho meneo de caderas.

Entre estudios de electrónica y panes repartidos, los años pasando irremediablemente fértiles y ensoñadores, entrando en la adolescencia con el paso recto y las ideas claras.

Con trece años, José Manuel Cabeza Ruiz cogió su bicicleta, aquella de los ahorrillos y de las propinas de la chimenea de las harinas y las levaduras, y se fue caminico para Lopera, en sus rectas y en sus curvas, y en sus miradas a las fuentes y a las crecidas de agua despeándose por los lindones, para ver a sus parientes “Los Picaores”, en una visita que quedó en residencia temporal en la vivienda de la tía Milagros, y trabajando en el céntrico bar que “El Picaor” tenía por los paseos loperanos, donde a José Manuel le cambiaron el nombre por el de Josele, y avispado y campechano como un niño que se iba haciendo muchacho y que se las iba sabiendo todas, empezó a poner en mejor práctica su innato don de gentes y de hacer gentes, y hacer amigos, como muchacho que se sabía y preciaba en las relaciones humanas, y así José Manuel le empezó a coger gusto al gustirrinín de los negocios, mirándolo todo y quedándose con todo, relaciones públicas de si mismo para los demás para ir convirtiéndose en hombre con muchas inquietudes, y unas aptitudes extraordinarias para un muchachejo en esas edades, que ya en esos años brillaba en las aptitudes del gran mercader, del hombre que no se estaba quieto nunca, y si parado, pensando siempre, y no estaba en un negocio cuando ya estaba reflexionando concentrado en el negocio futuro por si el negocio entre manos y montado iba mal y decaía, que nunca se sabía con esa prisa repentina que le iba entrando a los tiempos, que lo que hoy era moda, mañana era demodé y puesto en sepia. Previsor de los futuros José Manuel Ruiz Cabeza, profetilla y arúspice porcunés de lo otro que habría de venir, de los tiempos que se avecinaban azogados y trepidantes para desanquilosar los adoquines de Porcuna de su pasado heroico y ponerlos a brillar en los nuevas oportunidades que como bocanadas de aire puro y virtuoso se avecinaban incontenibles, y así, mientras servía cervezas y chatos de vino, por su cabeza bullía el runrún de las abejas fabricándole mieles y ceras para llenar unos cuantos tarros, ponerlas a degustar y a la vez, que fueran degustadas por las nuevas juventudes que llegaban pidiendo de los días la oportunidad de otros caminos y otras sendas jamás por otros recorridas.

De vez en cuando, y en los algunos días de descanso de los lunes del bar de los “Picaores”, cogía y montaba José Manuel su bicicleta y se venía a Porcuna, con sus monedas salariales quemándole en los bolsillos y su primer reloj de pulsera marcándole las horas no inmediatas, si no las horas que le habrían de venir.

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Y en eso que le pilló uno de esos aconteceres que se graban en la memoria de un pueblo, y más en la memoria hacedora y ganancial de aquel joven y sobrado preclaro de la electrónica llamado Ángel Ruiz, que a la edad de trece años montó, como salida de la nada, aunque de la nada de sus manos privilegiadas, su primera televisión, aquella televisión que se enchufó y vio por primera vez en la casa de Amando Morente, porque era la única casa de los alrededores de Paulino Molina donde había antena puesta sobresaliendo de las tejas del tejado como si fuera un ave extraña que traía todas las imágenes del mundo y que parecía campanario donde hacer su nido una cigüeña extrañada cuan perdida por esos nuevos tiempos de las antenas de las televisiones.

Los elementos en que Ángel Ruiz construyó su primera televisión, a la edad de trece años, se los compró en Granada, con los dineros que José María Salas “Jarrete”, el hornero, le diera y el que también lo acompañó por aquellas extranjerías de Granada, para que no se le perdiera el Ángel o se quedara a vagar eternamente por aquellas tan embrujadoras calles granadinas, y cuyo esquema era tan grande como una sábana abierta, y metidos en una caja que era más grande que él y que pesaba como cuatro.

La televisión la enchufaron y la televisión comenzó a funcionar asombrando a todo el mundo, ya se sabe, por aquellas cosas del talento innato, y a los catorce años, a Ángel Ruiz le dieron el título de Técnico de televisión, a esa edad en la que muchos acaban la escuela principal, mientras el alumno de doña Clementina, de Manuel “Botines” y de Mariano Gutiérrez, que le ofreció todo su amor por la música y que tan bien la supo aprovechar, ya era capaz de montar una televisión como salida de un juego de magia.

A la par de esos inventos y esas construcciones, José Manuel ya andaba recorriendo mundo, el mundo interior e hispano de Barcelona y de Ibi, ciudad y otros lugares por donde andaban familias, y con los ojos inmensos, asombrados y expectantes, del muchacho que lo quería ver todo, para asimilarlo todo, y sentir por donde corrían los tiempos y a donde iban los tiempos, para traérselos para Porcuna e iniciar la modernidad y el avance emulando los progresos y los decires europeos.

Adolescentes con ganas y fuerzas y entusiasmos a espuertas por hacer algo distinto, y sin querer pensar ni sentir que el campo era la voz única con su única y sempiterna llamada para llevarse todos sus esfuerzos, y con las pesetas que les dejó José María Salas para comprar todo el instrumental necesario, y con los hermanos apenas muchachuelos imberbes sin más novias aún que las novias de sus ilusiones y sus empeños de querer comerse el mundo chiquitillo de Porcuna, montaron su primer taller de reparaciones electrónicas y todos los arreglos más que se les vinieran a las manos por el número once del Camino Alto, que era la calle de sus nacimientos, a donde les iban llegando sus primeros encargos y sus primeros dineros ganados, y también sus ganas satisfechas, y no solamente encargos de reparaciones y otros impedimentos de los cacharros rotos o averiados, que para eso estaba Ángel en su cosa aquella de los milagros de hilos de cobre y destornillador de acero, sino que ya también metido en su tarea de crear una radio por un lado y el invento del televisor por el otro, montando Ángel con su ojos cirujanos las composiciones de aquellos cuerpos extraños, como también andaba Ángel con los viajes a Córdoba a buscar las piezas que le faltaran para las reparaciones, y como hombre de la vida, y un tanto hippy ya, nada mejor que hacer los viajes en auto stop y montando en el vehículo que le parara, coche, moto o camión cargado de paja donde poder echar mullidamente una siesta mientras durara el camino. Por entonces a su empresa, a esa medianía medianera de los dos hermanos, ya le pusieron su nombre escrito con pintura sobre la puerta de la casa “Taller de reparaciones Hermanos Ruiz”, siendo Ángel el encargado de la parte técnica del lugar, a penas saloncillo, siendo José Manuel el encargado de la pieza comercial y administrativa, que en donde el uno fallaba valía el otro, y todo era asentir y llevar por el mejor camino posible cada uno con lo suyo, como una hermandad del bien hacer buscando sus provechos propios y los provechos ajenos para los demás.

Tan bien les iba yendo el negocio, que al poco tiempo trasladaron sus reparaciones y sus comercios para la Plaza de Andalucía cuando aún se llamaba Plaza del Generalísimo, aunque ya anduviera el general sin más plazas que sus múltiples agonías, allá por los enfrentes de las piedras de la Parroquia, donde la empresa ya se lucía en escaparates, amplitudes interiores y en especias de estanterías, con muchos brillos y muchas novedades del buen gustar y el más grato adquirir, que ya no dependía todo sólo de los arreglos técnicos si no que se fue haciendo tienda con muchas novedades que comerciar, y taller de reparaciones, con la cara visible de José Manuel detrás del mostrador de madera y de cristal, atendiendo al personal del público, y por los adentros invisibles, por donde se escuchaban y relumbraban las chispitas brillar, tapiado como un monje de rezo y clausura, andaba Ángel Ruiz entre cables, enchufes, bujías y lámparas de televisión, fusionándolo todo para el arreglo elemental y eterno, en unos tiempos aquellos donde todo se arreglaba y nada se tiraba, porque todo tenía su arreglo, y si a una plancha se le había ido estropeando su calor, su calor se le devolvía y tal como nueva, y si a una tele se le había fundido una lámpara, volviéndose gris y como nublada, y quedando las imágenes en rayas horizontales que subían y que bajaban como en un subilibaja de feria, la nueva lámpara instalada le volvía a dar a la tele su luz en blanco y negro, mientras José Manuel Ruiz fue llenando los escaparates y los anaqueles con los primores y las novedades que más se embellecían ante los ojos miradores.
Sólo los papeles de las facturas podrían hablar y decir cuantas radios y cuantos radiocasés salían de ese establecimiento cargados de cintas vírgenes para grabar las novedades de “Los 40 principales”, y cuantos baúles de novia se fueron llenando con los ajuares de las cuberterías, las cristalerías y las vajillas blancas con sus flores chinas dibujadas, y los juegos del “Tú y yo” cafetero aunque sólo sirviera de adorno sobre las repisas del mueble bar que nunca podía faltar en una casa de recién casados que bien se lo mereciera, y que solía ser casi siempre, lo del mueble bar, la dote que el novio llevaba al matrimonio, junto al fardo de camisetas, calcetines y calzoncillos blancos sin estrenar.

Un comercio moderno para la modernidad que ya estaba a las puertas de las casas esperando recibir una buena y calurosa bienvenida, y todo pagado a cómodos plazos y en letras de carpetas de cartón con sus separadores alfabéticos, abonadas mensualmente en un tratado más de manos que de firmas. Un fiado elemental y sin prisas aunque también un fiado sin pausas.

La inquietud siempre como visionaria y del más allá del siguiente día, sin más volver la vista atrás que justo lo necesario para no perderse mucho en el camino, hacía que José Manuel Ruiz Cabeza no se andara en la mística contemplativa de a lo tenido tenido está, dándolo por más que suficiente, si no que, al día de mañana bien podría ponérsele un nuevo empeño y una nueva apuesta, por si ganarla ganada y si perdida, d’autant plus grave, a lo hecho pecho y otro nuevo pajarito piándole en la sesera abriendo otro nuevo sino.

Cuando de la Banda de música del maestro Mariano Gutiérrez Solís salió la primaria Orquesta Dinamita, ésta, con los meses, vino a dar en el grupo Los Dinamita, con su música yeyé con sus flamantes instrumentos musicales como los que veían tocar en los programas musicales de la tele a los músicos profesionales y exitosos, y su voz femenina llena de gafas oscuras y ágiles contoneos de piernas al ritmo de la música más de moda vertidas al español para que fueran mejor comprendidas y asimiladas, José Manuel Ruiz Cabeza se convirtió, de corrido, en el mánager del grupo aún sin llegar a los veinte años: el representante de los músicos modernos que, teléfono en mano andaba al habla con los alcaldes provinciales ofreciendo a Los Dinamita para actuar en sus programas de ferias y fiestas, o en alguna verbena popular donde hiciera falta música en directo, que para esos menesteres ahí estaban esos Beatles porcuneros que tanto y tan bien les daban a los instrumentos electrizantes, y aquella voz timbrosa, juvenil y carnicera que tan decente y animosa entonaba las canciones más de moda a la vez que movía, y sin perder voz ni trino , sus piernas recién puestas y expuestas en minifalda para pasar a ser la diva de los escenarios, el cuerpo femenino por todos los ojos machos y adolescentes mirado, y la imagen moderna y progresista en la que se miraba la juventud femenina, que tras verla en aquellos conciertos de aquellos Dinamita que le habían levantado al pueblo sus adoquines de piedras y echado cementos por sus calles, se encerraban en sus cámaras y con hilo, aguja y dedal, a cada actuación de Los Dinamita, le iban acortando un centímetro más a sus faldas tobilleras ante el escándalo de las gentes de Porcuna con tanto velo aún y tantas decencias aún aprisionadas por sus almas, que en viendo aquellas reducciones de telas por las faldas, pensaban y sentían que Los Dinamita eran la viva y mala reencarnación pecaminosa y malvada del demonio, ese demonio que se había metido de repente a sastre y andaba siempre con las tijeras en las manos en sustitución de su bíblico y apocalíptico tridente, cortando telas cada vez más indecentemente, que ya lo murmuraba el alcalde, el cura y el maestro escuela en aquel legendario video televisivo de Alfredo Amestoy, que es una de las mejores joyas porcuneras para ser tratadas en su tiempo y con su tiempo, un monumento, si no de piedra, sí que de pedrada, o de varazo al lomo, y más que ilusión óptica, verdad que se avecinaba de la mano de José Manuel Ruiz Cabeza, el profeta porcunés de los nuevos instintos y los modernos instantes de la vida, el hombre de la cadencia serena y de la cabeza visionaria, avanzada y mejor amueblada, el que comenzó a dibujar y a diseñar la modernidad de Porcuna, el que tijera en mano fue acortando las faldas para dar a descubrir la minifalda parisina, y que con los restos de las telas sobradas de las faldas, empezó a coserle a los muchachos las campanas de los pantalones, el que a las melenas femeninas, tan comprimidas y peregrinas en colas de caballo y trenzas indias de la escuela de doña Iluminada Millán, las fue soltando al aire para alborotarlas con los ritmos musicales rejuvenecidos y alocados que exigían mucho pelo suelto y mucho saber mover las manos, y con los cabellos que les sobraban a las niñas destrenzadas ya, puso sobre las cabezas de los muchachos adolescentes y boquiabiertos ante tanta pierna al aire y ante tanto desmelene tan sorpresivo, aquellos de los cuellos de cisne y las camisas tan repegadas y con tantas flores, las pelucas de sus melenas, que ya habían dejado de lavarse con jabón de turbios para ser lavados con champú Sunsilk fabricado al huevo, que daba más brillos y mejores ondas, y así echarlos a bailar, y entre melena y melena, los besos por la Redonda, a esas horas en que la luna se tapaba las ojos para no mirar o se ponía una nube por delante como un velo musulmán tapador de tanta indecencia o tanto simulacro de indecencia. Aquel que sentenció el “Mirando al mar” de Jorge Sepúlveda, o lo apartó en las estanterías del recuerdo para rescatarlo luego y hacerlo sonar en aquellos bailes de boda de la discoteca JR, cuando aún no se bailaba el vals de los recién casados y sí el “Toro” de The Lolitas Show cuando ya los cubalibres empezaban a hacer sus efectos quita vergüenzas, y en los amarradillos sin mejillas aunque con mucha cara sobre los hombros, le puso las baladas de Mari Trini y de Nilsson, y al lugar suelto del “Porompompero” o el “Amigo conductor”, le puso la marcha discotequil de Middle of the road , Christie, o el “Jaleo en el salón de baile” de los Sweet; el que trocó y trucó la tuna por el tuno, y en lugar de andar el toro enamorado de la luna andaba el melenudo que perdía los sesos y los sexos por la linda niña que cortó sus coletas de colegiala y se peinaba a los garçon montada sobre unos zuecos de corcho de medio metro de altura para mejor atinar con los besos y los bailes amarradillos, tintados con Kanfor blanco, como si ya se estuviera vistiendo de novia de altar con un ramo de azahar y un anillito dorado. Y en lugar de jazmines por el pelo y rosas por la cara le puso a las niñas pillaviejos con flores lacadas, cintillos conquistadores, rojos por los labios y muchas pinturas azules por los ojos, y a los muchachos les escondió por el olvido el agua de colonia de limón y les modernizó las melenas y las caras rociándolas con colonia Varón Dandy, aquella colonía que se compraba por suelto en medidas de botecillos espurreadores de plástico para poder llegar a todos los espacios sin que ninguno se quedara sin su olor.

José Manuel Ruiz Cabeza, con Los Dinamita, fue y fueron, los que dieron el pistoletazo de salida a la modernidad en Porcuna ante el pequeño aunque vocero escándalo de la sociedad franquista o la sociedad timorata y todavía asustada y callada tanto de Porcuna, y ante los aspavientos, la resignación y las muchas oraciones ante los nuevos y modernos vientos del lugar, fue y fueron dibujándole a Porcuna su nueva cara. Pero de Los Dinamita ya se hablará en su día, y ya se les pondrá caras y ya se contarán sus otras historias…

Averiguada la tienda y puesto en buen lugar su nombre en las cosas de los comercios y los primeros entretenimientos musicales con los Dinamita, la siguiente idea que se le vino a José Manuel Ruiz Cabeza, y a la cabeza de su segundo apellido, fue montar el salón de billares por la Carrera de Jesús cuando aún se llamaba Avenida Queipo de Llano, y las aceras eran más anchas y apenas había coches circulando por su calle central, y aún parecía la Carrera, Carrera clásica, con sus casonas señoriales o sus casillas de época con buenos balcones y mejores tejas, y en ella abiertas las barberías y las tabernas del ayer, y por sus casinos iban y venían las gentes tapadas y las gentes agrícolas, como iban y venían los vendedores de pipas y de pistolines colocando sus cestas de varetas sobre los trípodes de madera y cadenas de hierro, haciendo esquinas y luciendo pobrezas de pedir, y un ciego vendía las iguales apoyándose por las paredes, y la gente se moría menos aunque pareciera que se moría más por aquello de la exhibición de los lutos negros, y en lugar de carros de la compra o bolsas de plástico, las mujeres iban cargadas con sus cenachos de dos tapas por donde olían los pescados su par de días sin hielo, y por donde aún se veían algunos velos como coránicos y un municipal montando guardia en la Farola, y algún perro callejero y puras costillas, buscando las sobras que nunca sobraban, e iban las borricas cargadas de panes llamando a las casas, y por donde se veían a los borrachillos del vino de los de antes, con sus cigarrillos apagados en las comisuras de los labios, dándose al baile de acera en acera, con las portañuelas desabrochadas y las barbas blancas, cantándose algún cante de tablao, y teniendo y gozando de la sabiduría y la seguridad, de que nunca serían pillados por algún coche, a todo lo más, atropellados por un aro de metal llevado en guía por un niño en pantalón corto.

Por la Carrera los billares de José Manuel Cabeza, con sus billares de césped verde en el billar a tres bandas o en el billar americano, y sus futbolines donde un equipo de madera siempre iba vestido de blanco y el otro de blanco y de rojo, y sus máquinas de las bolas subiendo y bajando la iluminada cuesta bajo el cristal hasta caer en los premios, y una multitud de jóvenes nuevos que nada supieron de aquellos billares antiguos de la calle Torrubia, y de pronto descubrieron aquel parque de atracciones con muchos ruidos y muchos compañeros de escuela masticando chicles o comiendo pipas y disputándose los marcadores deportivos de los juegos mientras por las ventanas veían la vida pasar, y sintiendo, que la vida que pasaba era la vida que a ellos les correspondía, y que esa vida que pasaba tras el cristal de las ventanas era una vida distinta a la vida que les contaban, que les explicaban, que no conocían y que se negaban a reconocer.

Los billares del ”Machete”, eran el encuentro de los muchachos melenudos de los campos o de la albañilería, y de los muchachos académicos, instruidos y cultos recién planchados en sus flequillos con la raya al lado, los unos a la derecha y los otros a la izquierda, que andaban por la universidades de las capitales de provincia, y cuando volvían al pueblo volvían con muchos resabios y con muchas lecciones aprendidas, y se entablaban por aquellos adentros de los billares del “Machete”- que ya no era José Manuel , el de la tienda con reparaciones, sino “Machete” para toda la vida- una batalla campal que siempre daba en los campos de guerra del billar o del futbolín, o en el tiro al blanco de la diana, o en el agarre y lance de las bolas subilibaja de las máquinas de las bolas.

Los billares del “Machete” eran la distracción de la nueva adolescencia masculina- que la adolescencia femenina andaba en otros muchos o pocos asuntos y , a pesar de las avanzadas modernidades, aún había remilgos de cosas no permitidas, y menos en los días normales, laboreros y como de andar perdidos- la que iba dejando poco a poco los infantiles juegos de las calles y empezaban a mocear en otros juegos y en otras novias que las novias del beso casto en los encuentros de escalón, con las pesetas amarillas y negras sonándoles en los bolsillos para echarlas en las tragaderas bocas de las máquinas, aquellas pesetas que, ya con la puerta cerrada y las persianas bajadas de los billares, se ponían a contar, como en secretillo de sumario, el José Manuel, el Ángel, que es el que se encargaba de reparar la máquina que fallara, la Mari Pili y la Milagros, poniéndose las manos perdidas de pringues de pesetas, y haciendo montoncitos de columnas hasta llegar a la luna del techo, y luego llenar cajetillas de cartón para al día siguiente ir al banco a cambiar las monedas por billetes de papel antes de comenzar la nueva jornada de los billares de José Manuel Ruiz Cabeza, “El Machete”.

Culillo inquieto y de mal asiento aquel hombre José Manuel Ruiz Cabeza, el “Machete” de “Los Machetes”, siempre sereno y siempre atento, y siempre firme y siempre asombrado, y siempre sabiendo lo que tendría que hacer al día siguiente, para que no se le adormeciera la clientela, se volviera la cosa al antiguamente, y se le echaran para atrás y a perder, los proyectos conseguidos y las ideas por conseguir.

Por el Paseo de Jesús, y en los días de Feria de la primera semana de septiembre se montaba una de las atracciones más legendarias de la Porcuna del siglo XX, uno de esos lugares patrimonio de la historia popular de Porcuna, y sin popular también, de las que hacen memoria y se señalan en los calendarios de los días festivos y de los días vividos como un hecho inolvidable que siempre gusta de recordar y de contar, tan inolvidable, que al lugar aquel de aquellas ferias aún se le sigue llamando y nombrando como “El Baile de los Machetes”, por mucho templete de música que se halle en él ahora, hollando aquellos sagrados cimientos de la gran jaula verde, aunque la juventud reivindicadora y botellera de hoy en día haya hecho del templete de la música el lugar de sus bebidas, de sus bailes, de sus charlas y de sus magreos, como rememorando, sin saberlo ellos, pero como si por ahí anduviera el fantasma de José Manuel Ruiz Cabeza, que en aquel lugar se hicieron las fiestas y los bailes más memorables que se recuerdan por Porcuna, cuando ellos no habían nacido, ni estaban, siquiera, en proyecto de nacer, pero en ese mismo lugar, aquellos que hoy son padres o incluso abuelos, andaban desmelenados y danzadores en aquel “Baile de los Machetes”, que anda gozado en prosa y en lírica por aquel redondel musical donde cada vez que suena una orquesta hace evocar a aquellas orquestas y a aquellos grupos vocales que los Hermanos Ruiz contrataban para los días de Feria para actuar en aquella inmortal Caseta de la Juventud, en aquel bosque cerrado con sus vallas de madera verdes con sus aberturas de oxígenos, vallas que eran miradores, ventanas abiertas en sus leves resquicios sin tablas por donde los niños nos asomábamos por ver y hasta sentir qué era aquello que se estaba cociendo adentro, y a qué venían aquellos ritmos y aquellos jaleos que siempre sonaban más que la música pasodoblera del baile de La Píldora, que era el baile de los pobres, más que las elegancias musicales y vestideras del baile de la Peña, por la Glorieta de las ranas, que era el baile de los señoritos, e incluso más que las atronadoras músicas que llegaban desde los cacharros del Llano de Jesús, tan animado siempre de feria en feria, en aquellos ayeres cuando los cacharricos de la feria eran el todo para el niño vestido de feria, y los que hoy han perdido la mucha de su gracia de tanto ir a los parques de atracciones y a otros asuntos similares o iguales.

El cerrado aquel del “Baile de los Machetes”, en su Caseta de la juventud, aquel cerrado verde de enrejado monacal, por donde también asomaban los ojos de los padres y de las madres por ver si veían a sus niñas dándoles a las lenguas en bocas ajenas, o fumando cigarrillos ofrecidos, y en plan pingolocos copiándoles las maneras descaradas de las niñas forasteras que venían de las capitales para visitar a los abuelos, que eran ya niñas sin trabas, pero en el pueblo, aún, niñas miradas y más que remiradas por las boinas y los velos temiendo que de sus actos les fueran a malgastar las buenas crianzas decentes de sus vástagos femeninos.

Para los días de feria, los Hermanos Ruiz: “Los Machetes” de esta copla que tan buena compañía nos están haciendo, que tan bien suenan y tan mejor sueñan, rememoran y se recrean, traían a sus orquestas y a sus grupos vocales, aquellos que cantaban las canciones que más sonaban en las ondas del día, aquellas canciones de los grupos pop y rock españoles y extranjeros que se solían pedir en los discos dedicados del “Saludos compañeros” de Radio Cabrá, o en la canción veraniega que todos los años competía por ser la canción del verano de Radio Popular, con su Juanita Pastor tragándose los micrófonos, , o por las que, por la Radio Jaén de la Cadena Ser hacían menear siempre las piernas a las oficialas modistas de las confecciones o a las bordadoras de los ajuares.

Y era aquella Caseta de la Juventud de los “Machetes”, como el lugar donde la juventud se sentía libre y no espiada, aunque ojos hubieran siempre mirando por las mirillas de las vallas verdes, y mientras los músicos tocaban sus instrumentos y cantaban sus canciones de guateque, ya sin saber lo que fuera aquella cosa del guateque del que tanto hablaban las madres, o si en algún descanso de los músicos sonaban los discos del tocadiscos, los muchachos con melenas y pantalones de campana se bebían sus cervezas de los botellines marrones con el castillo de Jaén serigrafiado en blanco, y las adolescentes con minifaldas y botas de plástico blancas hasta las rodillas, meneaban sus cuerpecillos al estilo de la Salomé eurovisiba del “Vivo cantando”, bebiendo de vez en cuando una Mirinda de naranja y fumando como a escondidas algún cigarrillo Piper mentolado, todo era un vivir cantando encendida la juventud dentro de ese bosque de vallas verdes, en una vida que seguía progresando y de un mañana que ya se veía venir imparable, extraño y libre, e impuesto en Porcuna por la visión moderna y futura de José Manuel Ruiz Cabeza, que en esto de la música de la Caseta de la Juventud ya le estaba haciendo su diseño a la calle Conde de Guadalhorce, para, subiendo a la izquierda, abrirle al aire juvenil de Porcuna el escándalo social de su primera discoteca.

Mediando el año 1973, José Manuel Ruiz Cabeza ya tenía en mente ofrecerle a Porcuna el jaleo peleón y danzarín de una discoteca que la convirtieran en pueblo capitalino y en presencia avanzada, o al menos en darla a bailar todos los días, situando un grupo de reunión de las juventudes al estilo de aquella Caseta de la juventud, por donde se hiciera una feria todos los días, o todos los días de los fines de semana, y en el año de 1974, por la calle Conde de Guadalhorce, hoy Antonio Aguilera “Gronzón”, se le subió la persiana a la discoteca JR del “Machete”, aunque unos años después esa entrada de grandes cortinones rojos y de pendiente escalera dando a sótano iluminado, le abriera su puertas más amplias por la calle Matadero.

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A la discoteca JR le iban aquellas juventudes de la Caseta de la juventud y otras juventudes más que no eran de la Caseta de la juventud, pero que también andaban en el mundo de las danzas desmelenadas y de los colegueos con cubalibres, y esa vida de andar entre similares moviendo el cuerpo en aquella pista central de la discoteca JR por donde sonaban las músicas discotequeras por aquellos tiempos de las músicas bailables en su Fiebre del sábado noche, que hicieron furor en los finales de los años setenta y principios de los ochenta que puso a Porcuna a bailar desenfrenada y desmesuradamente en unos tiempos en que se adornó todo con la nueva bandera de la democracia incipiente y cojitranca, y aunque las gentes tardaron todavía su poquillo de tiempo en cogerle el gusto al aquello de ser todos iguales, o cuanto menos parecidos, aunque, en el fondo siguiéramos siendo distintos y cada uno de su señor padre y de su señora madre, se consiguió una convivencia bien o mal avenida, aunque los extremos se pelearan a naranjazo limpio y amargo por el sitio de la Plazoleta, pero convivencia al fin y al cabo que era lo democráticamente imprescindible.

En su puesta en escena de la discoteca JR, a contracorriente de las gentes de Porcuna, aquellas del silencio, del misterio y del ¡ay que ver!, le endiñaron al nuevo invento de José Manuel Ruiz Cabeza todos los vicios y todas las depravaciones, que si bien eran reuniones de melenudos y niñas largas, juntos pero no revueltos, para las mal pensantes cabezas era el todo de lo infame y del escándalo, que si no quedaba mal de feria en feria, y pasada la feria se cerraba el telón, si te he visto no me acuerdo, cada mochuelo a su olivo y aquí no ha pasado nada, y cada cual y cada quien a confesar sus pecados, que es la gran panacea del catolicismo, y su base más caprichosa, pecar para arrepentirse luego, una confesión, unas oraciones y pelillos a la mar, que Dios está en todo y a todo pone su remedio, aquella novedad de cambiar las reuniones con “veteranos” del Bar de Milla y los bailes a discreción, con mucha claridad y con mucha luz para ser bien vista desde la calle de la “Discoteca de Paco”, de Paquito Ruiz por el Cine Recreo, por el descoque subterráneo, como boca de infierno, y tan oscuro en sus rincones donde todas las manos podrían llegarse a confundir en una sola mano orgiástica, el desmelene del allí todos revueltos, creó en el aún pacato, prosapio y posopinante mundo propio porcunero ante el nuevo invento danzarín, muchas ojerizas, muchos denuedos de alargar de nuevo las faldas y cortar melenas y muchas miradas de esas de refilón, que si no mataban sí que llevaban cuchillos, como si José Manuel Ruiz Cabeza, en lugar de ser dueño de una discoteca a la moda de las capitales, con aquellas luces rojas, aquellos rincones, con aquellas oscuridades y aquel estar en el revolcón de la danza, el roce y el sabe Dios qué más, izaron pullas, crearon eccemas, como si en lugar de lugar de baile fuera lupanar y almoneda perillana en su relajación de las rancias costumbres entre adonis y apolos, y entre pasiegas y vestales ante los cautos vocabularios de las venerandas mentes tiraleques de los que aún andaban en las verbenas y en los clavelitos de mi corazón, a las que el paso de los días y del tiempo de los días fue reblandeciendo cuando se hicieron voz de las urnas de cristal, a pesar de tantos embarazos de esos sin ennoviar o ya ennoviados, de los que se culpaban a la discoteca JR, como si más que lugar de música y diversión fuera olla de infierno, donde se ofrecían las camas redondas para los cuerpos desnudos y concupiscentes de la muchachada en el desenfreno del todos para una y una para todos.

Bajando la empinada escalera por el centro, que a derecha e izquierda estaban los adolescentes fumando cigararillos, Lola, Goya o Mencey, creyendo entrar en una nube, el telón rojo y pesado que al abrirlo descubría a los nuevos ojos que nunca antes habían visto un salón de baile tan acondicionado, y todo lo más quedaba en los recuerdos guatequeros de la Discoteca de Paco por los altos del Cine Recreo, el telón central de un mundo de luces que se iban y que se venían de arriba abajo desdibujando o dejando en arco iris espeso los cuerpos danzadores que ya se vestían en pantalones vaqueros, Wrangler, Lois o Cimarrón , o en la temporal y escasa moda de los pantalones de pana, a ser posible de carrujo grande y muy repegados, como una segunda piel marcando formas, vestidos sobre zapatillas Kelme o Paredes, y adornados en la altura de los troncos con las primeras sudaderas que traía la modernura de la primitiva tienda Mayka por el Llanete Cerrajero, y que aún no se llamaban sudaderas sino saquitos modernos.

En el centro de la pista las luces de colores subiendo y bajando formando jaulas, y aquellas otras intermitentes y alocadas que desfiguraban los cuerpos y atormentaban los entendimientos, mientras el desenfrene de Boney M, Donna Summer o Gloria Gaynor marcaba los nuevos ritmos bailables y hasta los nuevos sentimientos, y un bombo de cristales que giraba sobre sí mismo lanzando destellos y señales hacia todos los rincones donde las parejas de recién conocidos y reconocidos se daban los besos del sí quiero o los morreos de pasar el rato y sanseacabó.

Luego se encendía la barra fosforescente de luz morada que daba paso a los bailes lentos, aquellas ternidades que ponían las cabezas sobre los hombros dando siempre los mismos pasos, amalgamados los cuerpos y las almas fundidas y confundidas, como si fuera lo más importante del mundo estar así eternamente abrazados y felices de ahora y para siempre al compás de las tiernas baladas de los Camilos y los Camachos.

Como la discoteca JR era la más afamada sala de baile de entre los pueblos de los alrededores, a la discoteca JR le llegaban las adolescencias de los alrededores aplastadas en coches que donde cabían cuatro entraban ocho, de Arjona, de Cañete, de Lopera, de Arjonilla, de Valenzuela, de Bujalance y de Higuera de Calatrava, y empezó por Porcuna el intercambio cultural y matrimonial, sobre todo de las gentes de Arjona y de Lopera que nos levantaron las tiernas bellezas femeninas del lugar de la discoteca, se enamoraron, se ennoviaron y se casaron para emigrar a los otros pueblos para formar parejas y hogares con niños aportando a Porcuna sus relaciones internacionales y sus conquistas de otros pueblos y otras hablas.

Bajando, a la derecha, la barra del bar con su buen surtido de bebidas dulces o espiritosas y donde triunfaban los combinados de granadina con naranja, el batido de cacao o de vainilla con ron y las aguas tónicas para las más serenas, y donde siempre estaban apoyados los codos y las posturas camperas de los que no bailaban nunca, aquellos que se quedaron en mocicos viejos de barra y mirada, sin pensar nosotros que algunos de aquellos que danzábamos en la pista eléctrica y multicolor también acabaríamos un día en el carné de identidad de los mocicos viejos y apoyados los codos en otras barras de otro bar o de otra discoteca cualquiera.

Y en lo alto, como faro costero del cotarro bailador y colorista, o centinela vigilando aquel mundo del baile y del placer, el antro mínimo y estrecho de la cabina del pinchadiscos de los discos de vinilo, que era el rey de la fiesta, el que manejaba el cotarro de la música, en lo suelto y en lo lento, en su media hora de rock duro y en sus cuantas sevillanas que también se pusieron de moda por aquellos años, al que le iban todas las demandas como si fuera el pinchadiscos el locutor de los discos dedicados, como también al pinchadiscos le iban todas las palabrotas y en alguna que otra ocasión alguna regada de cubalibre tirado a su cara poniéndole perdidas sus flamantes ropas modernas, por parte de los que no comprendían que la libertad del pinchadiscos era libertad sagrada, y maniática también.

Por la discoteca JR pasaron porteros, los que vendían las entradas cortando papeletas de sus tacos grapados, a cincuenta pesetas la una con consumición- las niñas gratis, sin más bebidas que el beber de los ojos, o algún monedero amigo que la invitara a una Fanta de naranja: Manuel “Botines”, Manolo “Perillán”, Pedro “el de la Capota” o Julián Cervera, que siempre pedía al pinchadiscos, hasta que a la JR le empezaran a llegar sus danzantes o sus miradores, las canciones rancheras de Rocío Dúrcal , de las que era fervoroso admirador.

Como por la discoteca pasaron sus múltiples pinchadiscos, los que iban a Discos Pioneros de Jáen a comprar lo último de lo último, o a pinchar los singles que llegaban de promoción, donde el pinchadiscos siempre anotaba “suelto o lento; buena o mala”: Francisquín “el del Brasilia”, que se quedó en la música de los años setenta, el “Niño Balillo”, que le dio a la discoteca su impaciencia de rock con los King Crimson, Elton John, o Rolling Stones, y otras formas de mover las melenas, siendo el que mejor las movía el Macario cuando venía de Madrid, tocando siempre las guitarras invisibles que tocaban siempre los roqueros; Alfredo, que le dio a la discoteca sus inicios de la música funk, con Earth Wind and Fire, o el discotequeo pleno con Erupcion o Labelle, y que en lo lento se atrevía con las baladas de Rocio Jurado y los Pecos que andaban pegando fuerte; y Paco “El Pancho de San Benito”, y Benito “Pelotas” y Periquín “el electricista”.

Porteros muchos y pinchadiscos más, pero en la barra de la discoteca JR siempre la presencia del camarero Manolo “Sartén” sirviendo combinados y bebidas refrescantes, y en los momentos jaleosos de las noches en los fines de semana, el mismo José Manuel Ruiz Cabeza sirviendo copas en las nuevas modalidades de los medios cubalibres o los cubalibres enteros, aquella depravación alcohólica con las que las madres se santiguaban las caras y los pechos:

-Niña, tú nada de cubalibres, no mas una Fanta de limón.

-Sí, mama.

-Niña, y ten cuidado no sea que te echen algo malo en la bebida, por ejemplo una aspirina que mezclada con el alcohol dicen que hace perder las cabezas, y luego te hagan lo que no te deben hacer.

-Sí, mama.

-Ten cuidao, niña, y no te metas por los rincones oscuros, que te llegan los aprovechaos, y ya se sabe que sólo buscan echar el rato.

-Sí, mama.

-Niña, y a la hora de bailar, tú baila decentemente, sin marcar mucho la figura ni subir mucho las manos.

-Sí, mama.

-Ten cuidao niña, y cuando cruces las piernas estírate bien la falda.

-Llevo pantalones vaqueros, mama.

-Y si uno te saca a bailar agarrao, niña, tú siempre baila con decencia y separaica, y tócale las manos al mozo, y si en ellas sientes callos, lo despides sin templazas y te buscas un otro que tenga las manos lisas y blancas.

-Sí, mama.

-Y ten cuidado niña…

Y de esta forma se quedaba la mama tranquila, el papa con la mosca detrás de la oreja y la niña incumpliendo todos los síes dados y prometidos.

Luego, a los años, a José Manuel Ruiz Cabeza se le ocurrió la idea de montar por los altos de la discoteca JR, con entrada dando a la calle Matadero, su hermoso y espléndido salón de bodas, y a las bodas porcuneras le empezaron a llegar sus nuevos tiempos del menú marital, cambiando los ágapes y convidadas de cuchara con sus pepitorias y sus pollos al ajillo de los salones del Sindicato o de Paquito Ruiz por las buenas mariscadas de gambas y langostinos: “camarero, a esta mesa que nunca le falten gambas…”, solomillos en su salsa de champiñones con menestra de verduras que bordada Mari Carmen en la cocina del salón, sus empanadillas de carne y sus croquetas de pollo, y su tarta de nata con dos novios de plástico coronándola en su altura y una espada de metal que siempre había que devolver; como a los bolsos de las marías se les solía incluir, junto al monedero, el pañuelo de nariz, el pintalabios y el bote de colonia, su bolsilla de plástico para llenarla de gambas y langostinos para llevar a los niños que se habían quedado viendo la tele y pudieran degustar esos nuevos manjares de las cocinas festivas que nunca solían llegar a las casas:

-Camarero que a esta mesa se le han acabao las gambas y no han llegao las mariscadas.

-¡Va otro plato!

-Enrique, saca la otra bolsa de plástico.

-Como tú digas, Encarnita.

Y tras llenarse los estómagos restaurantes con las viandas exquisitas, sus cuatro o cinco horas de baile por el centro de las luces de la discoteca, ese gran asombro para las gentes mayores que bailaban sus pasodobles acordándose del baile de la Píldora, hasta las tantas de la madrugada, que era la excusa perfecta de las niñas para llegara tarde a sus casas, que ya se sabía aquello de los horarios “a ti para las diez te quiero ver llamando al timbre”, salvo la Lola “la Cartulina”, que siempre llegaba a la hora que llegaban los muchachos, y no había más nada que explicar:

-Mama, me dejas hoy venir un poco más tarde que hay en la JR baile de boda.

-Vale, pero sólo media hora más y sin que se entere tu padre.

Y con la excusa del baile de boda por la discoteca JR, la niña se iba para la discoteca Tívoli de Andújar para volver a las tantas por un descuido relapso de los relojes:

-Es que se me paró el reloj, papa.

-Pues, pa la próxima le das más cuerda, pero este sábado no sales de la casa como que me llamo Benito.

Los esquemas programáticos de la cabeza de José Manuel Ruiz Cabeza, que no paraban nunca de darle cuerda a ese reloj suyo de futuro que llevaba en su segundo apellido como una seña de identidad despierta y madura aún en sus edades más tempranas, y que lo diseñaron en la habilidad de la ley de vida poniéndole puertas al campo para que en el pueblo entrara, del campo, no más que lo justo, lo preciso y elemental , y admitiendo de Michel de Montaigne que el estilo es el hombre, y que de las sombras sacaba luces y de los abismos lóbregos arrestos y el día p’adelante y con urgencias de corazón, como si la vida se le fuera a ir de inmediato y en un respiro que no había más que quedar en un respiro, como en verdad se le fue un veintisiete de marzo de mil novecientos noventa a la temprana edad de cuarenta y un años, con muchos proyectos en la cabeza aún, o con una vejez rodeada de hijos u de nietos a los que contarles su historia, que fueron sus historias, y que se quedó para siempre llena de nombres, de ideas y de lugares a los que ya no se podría volver, para que Porcuna no se le durmiera nunca, y ante la más mínima siesta el descabece temprano y el volver a alzar los ojos mirando de los días presentes los más días venideros.

Pero, aún le dio tiempo, en el mundo de los negocios, a José Manuel Ruiz Cabeza, de montar una nueva discoteca en Cañete de las Torres, y cuando cerró la tienda de los Hermanos Ruiz, la cafetería Brasilia, y por la Ronda Marconi, su otra cosa y su otra fiesta, veraniega y en recreo, y en el terreno que había comprado por la carretera de Alharilla, junto a su chalecillo, construir su pista de tenis, donde las gentes de Porcuna vieron que, a parte del futbol del equipo campeón que cantaba Arturé, había más vida y más deporte que el mismo fútbol, rellenando terrenos baldíos y terraplenes con los escombros que compraba de las obras, por donde en las mañanas y en los atardeceres se veían a los tenistas aficionados luciendo sus flamantes equipos profesionales y dándole a las mallas de las raquetas y a las pelotas verdes, en singles o en parejas, sin mucho estilo pero con mucho empeño y voluntad, como los empeños y voluntades que José Manuel Ruiz Cabeza, “el Machete” le ponía a todos sus asuntos, que eran también los asuntos de Porcuna, y a las modernidades y los progresos de Porcuna, rescatándola del tiempo ido para ponerla al día, porque, José Manuel Ruiz Cabeza fue aquel hombre que desde chiquitillo comprendió que sólo se podía hacer vida mirando cara a cara al futuro, y porque la modernidad y el avance de Porcuna, en sus oficios y en sus diversiones, no se entiende sin la figura de José Manuel Ruiz Cabeza, aquel niño que un día se puso a repartir pan montado sobre un mulo para ver la vida desde las alturas, por donde se veían pasar mucho mejor los acontecimientos.

Para las sombras su luz, y para cruz su clarividencia, que sin ser cosa de ciencia si era raigón de conciencia adelantada a su tiempo. Machete de pan y cuento pintado en papel de estraza; los caminos de su danza y las ventanas abiertas. Sin ser esteta vistió a Porcuna en vaqueros dejando su vida en cueros y con las manos abiertas, y su canción soñolienta durmiendo al mundo en sus manos, y a la nana del verano su despertar con veleros. Muchacho de los aquellos mirando mucho las cosas, de donde las gentes nombran los gritos del porvenir. Machete sin presumir siendo Machete del mundo, que saliéndose del rumbo de los afectos sencillos, le dio a Porcuna su brillo adelantando el reloj; sus muchas vidas al son de un ayer con desengaños y desganas sin medida, a un futuro con cosquillas y sonrisas en las bocas. De estar Porcuna en su jota y en tuna los clavelitos, la desnudó el Machete de ritos antañosos y obsoletos para pintarla en sujetos bailando la danza cobre, que en su sentencia de pobre creó su mundo de empeño, en un mundo sin más dueño que el sueño de un muchachillo que sin nada en el bolsillo y con un mucho de esfuerzo, le puso verdad al sueño y al sueño cuerpos bailando, y juventud proclamando el adiós al cementerio, o esa sustancia de infierno clamado por bocas tantas. José Manuel se levanta y escribe su nuevo plano, y donde pone su mano brota una lluvia distinta, que ni mangas de camisa ni bajar los pantalones, si no creando ilusiones como mago ilusionista, siendo el reino de las pistas su mente clarividente poniendo a Porcuna en danza y a la juventud constancia y al pasado buenas noches, y al mañana más canciones y una copita de anís, por donde va el colibrí cantando su dulce trino, sin héroe ni peregrino, si no, sintiendo que el todo es un poquito de modo y un tenue pase de moda, y una asceta caracola murmurándole al oido, “si del ayer has vencido, serás dueño del mañana”, sin olvidar la reclama del ayer como una siembra escrito en piedras y en prosas donde el pasado reposa escribiendo su memoria.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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