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Retrato de un poeta

Fabricar una imagen perdurable en el tiempo que resuma, no un determinado individuo, no una cosa, un hecho; sino las cosas y los hechos y “el todo” sobre aquel a quien se retrata, requiere de un preámbulo alargado como aquel camino perdido que finalmente acaba en una cabaña. Porque crear se convierte así en una madeja de procesos que se dan en el tiempo y que tienen como cometido conseguir “la obra”, una obra soñada por el creador y finalmente puede que universal.

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A este cometido primordial se dedica el pintor, a contar sin palabras, decir sin voz, murmurar, no un hecho concreto de lo expresado, sino la historia completa. Pero lo hace a través de una superficie de dos dimensiones: el lienzo. La superficie pictórica es terriblemente austera, temible el blanco del lienzo, como un folio vacío que exige palabras y versos. El lienzo pide ser dibujado, cubierta su superficie con los primeros toques aguados de color, volver a dibujar con el pincel, empastar con la brocha plana, redibujar, marcar los contornos, anular otros; buscar entonces, entre esa masa informe, un camino a seguir. Surgen así los claroscuros, las zonas de luz y las de sombra, aquellas otras que deben quedar para que se alcen sobre ellas empastes duros y opacos por los que a su vez resbalarán las leves veladuras de color, anulando su presencia, tapando pero dejándose ver.

El cuadro se convierte entonces en un campo de batalla, en un “tú a tú” entre el arte y el que crea, entre el soldado del arte y la guerra impuesta que no tolera deserción posible.

Porque, tras la base de fondo de “tierra de Siena”, surge el contorno de una figura de torso, surgen de pronto los ojos, la simetría de una faz que comienza a vislumbrarse por la mirada acusatoria, el rictus primero de los labios, la respiración de los orificios de la nariz, las primeras sombras de los pabellones auriculares que entonces lo hacen estallar todo. Porque cuando dotas a ese que te mira de oídos, sientes que te escucha, y entonces se inicia un diálogo de dos; precisamente cuando la soledad del que crea es aún más necesaria, cuando todo el mundo, su mecanismo demoledor, se pone en funcionamiento para que no se cumpla el Arte, para que no sea verdad esa verdad de una nueva criatura, que trasvasará el tiempo.

Porque si la obra se hace grande, y nace y toma vida, ya nadie se podrá zafar de ella, ya ella será la que mande, ya ella nos perseguirá con esa misma mirada, con esos labios, con la espada de lo perentorio, para incomodarnos, reírse a gusto, “echarnos en la cara” que es de una naturaleza superior, que nos sobrevivirá; que cruzará el umbral del mundo y alguna vez será mirada por otros ojos impensables en su devenir. Ojos que la interrogarán, que no sabrán a lo sumo que aquel que mira desde la eternidad fue un Poeta de Obulco. Que ese que se atreve a sonreír tuvo alguna vez un nombre y una memoria. Surgirá entonces lo que la obra verdadera de arte suministra: una interrogación continua sobre el retratado, pero también sobre las manos que lo hicieron posible, y sobre la propia pintura y su proceso.

Hablar sin palabras, con pigmentos (más aún si uno conoce al retratado) es el más difícil todavía; sobre todo si se trata de un Poeta en el Cenit de su talento ¿Cómo expresar? ¿Cómo reflejar el torrente interior del retratado? El artista, entonces, solo puede manipular la apariencia física y mutarla en síquica, conseguir ese milagro de que los gestos, que “el todo” se manifieste indicando un símbolo, no un reflejo iconográfico, sino “el todo”; y además en una imagen fija. Por tanto el modelo real no tiene por qué parecerse necesariamente a la obra; sencillamente porque el lenguaje de la pintura así lo requiere, sencillamente porque para eso están las fotografías de ese modelo y los posibles retoques artísticos al ordenador. Para eso estaría el mundo de la imagen. El retrato no es una imagen sino un Icono de algo más.

La última fase del cuadro, tras dejar la mancha primera perfectamente definida y estructura, con sus valores de claroscuro, con sus matices, con su dibujo y composición, es la más delicada. Porque comienzan los toques del brillo de los ojos, el pincel seco con sus arrastres, las veladuras, el fondo que nace como una grafía, una escritura a la que se sobrepone un aura, un fondo imposible de contener, por el cual se quiere escapar la figura.

Y, más abajo, el contorno oscilante de los hombros, el cuello, el “verde Veronés” como símbolo de una esperanza en el poeta, una esperanza que siempre parte además de él, como si creyera, a pesar de todo, en el mundo; y fuera para el mundo –como así es- para quien escribe sus poemas y construye su Obra. Precisamente para que alguna vez, en el desierto de la soledad de toda época, puede que alguien encuentre esta obra, y se interrogue sobre ella; busque, bajo el pálpito de la desesperación, las palabras, los versos, la obra, al Poeta de Ipolka Alfredo González Callado: Aquello que un cuadro solo se atreve a gritar con sus pinceladas.

LUIS EMILIO VALLEJO
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