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Manuel Casado Moreno, con un par de muletas

Con un par de muletas, Manuel Casado Moreno se plantó en la vida, y las dos muletas bajo sus hombros lo llevaban de un aquí para allá, sin más obstáculos que los propios del pensamiento, que los del andar los tenía todos hasta que se fue acostumbrando y se dijo: “es lo que hay, y vamos a tirar p’adelante por lo que pueda pasar”, y alguna que otra insensibilidad de ojos revirados, cuando no, contemplativos en sus miradas.

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Fotografía: María del Pilar Casado

Con un par de muletas y una pierna jarrete penduleando, del verbo pendulear, que es verbo inexistente por ser verbo dado y tendente al sarcasmo, inconexo y a su albedrío libre- como deben de ser e ir los filósofos siempre, ya sólo sean filósofos de mesa camilla y Café ambulante- Péndulo buscando el agua subterránea bajo el firme de las calles: alambre imantado buscando la electricidad, y nunca llegando; pierna jarrete tocando campana en la libertad absoluta de lo que va por su cuenta: una anarquía con zapato negro que nunca llegaba al suelo: onírico y metafórico zapato, el colmo del zapato, ser zapato que nunca llega al suelo; siempre zapato levítico, zapato teresiano y excéntrico, incongruente, genial; siempre zapato de vestir, zapato caballero, zapato que nunca necesita betún ni cepillado, zapato con greguería del Serna que va por el Rastro buscando maniquíes , muñecas hinchables, y poniendo flores de plástico ante el Soldado desconocido, al que siempre intentaba reconocer mientras compraba semillas de cáñamo al vendedor ambulante de las cosas prohibidas; inmaculado siempre zapato nuevo; zapato municipal de Farola, siempre indicándole el camino, zapato veleta dándole al norte su orientación, y en su ondulación, siempre jarrete intentado buscar un cuchillo.

-A ver, Narciso, carcelero de la Torre nueva, Caballero templario guardando el alma de las gentes del castillo, a ver ese par de zapatos del escaparate, los de los cuarenta duros, séase el uno para el andar, y el otro no más de adorno. Qué de tiempos luchando para que existan los calzados para cojos, los de los números impares que siempre acaben en uno, al igual que Valle-Inclán, don Ramón María- que es lectura obligatoria y obligada y también agradecida sobre todo para despejar de nieblas, y otros impedimentos, a las cabezas cuadradas y servidoras, que vagan y divagan, y hasta aciertan, aunque también yerren, en el pensar privilegiado- exigía siempre los guantes impares para su brazo manco, los de piel para sus paseos por los Jardines del Buen Retiro en las tardes de otoño, que como buen bohemio pasando hambre, era la estampa del otoño, o los de cabritilla por si hubiera de lucirlo en una noche de chotis por las oscuridades madrileñas y tantas sombras por las esquinas concediéndole marquesados o bradomines con bufanda, y mucha lírica, y muchas encomiendas, y muchos manuscritos medievales.

-¿Los negros o los marrones, señor don Manuel “Botines”?

-Qué anden, o que, al menos, ande uno, que el otro ya se sabe: de adorno, y que no se lleven muy mal el uno con el otro, que en dos piernas, siendo la una coja, más que hermana es hermanastra la una de la otra, y hasta hermana de convento cantando maitines y otras líricas con campanas y gregorianas almas vagando por los papeles sagrados de las Escrituras.

Y también pierna sin parar mientes, ni más digresiones que las necesarias, y más que pierna difusa, ínsula pierna teniendo de gobernador a Sancho Panza. Péndulo parlador, lenguaraz y sacamuelas, sonando a música campanil y sicalíptica: arco de violín tocando su música en el pernil del pantalón, donde todo era vacío: un algo dentro de un saco con vida propia, independiente, incontrolable, verdaderamente anarquista.

Con un par de muletas, ya a la legua, aún fuera legua de celemín, a Manuel “Botines” ya se le veía venir, y se le hacían las buenas tardes de la educación y hasta de quitarse el sombrero, como una estampa dieciochesca y capellada, y caballero el sentir y hasta el respeto, que en lugar de cederles el paso a las señoras con gafas de sol y pañuelos en las cabezas como si fueran siempre turistas de Matalascañas, y a los caballeros con pañuelos en el bolsillo izquierdo de sus chaquetas, sin fumar pero ostentoso , a Manuel “Botines” el paso le cedían, por delicadeza, y por eso del par de muletas, que lo hacían una cosa calamar, y como con olas y hasta olor a sal, y el renqueo cojitranco que lo ondulaba y lo expandían como vestido nupcial al que se le olvidaron las blondas, los encajes y las flores de abalorios, pero educado don Manuel, era él el que cedía el paso, su único paso de cuatro patas a la señora por cortesía de ser señora, y al caballero por si llevaba más prisa, que él, el Manuel “Botines” de las dos muletas, por prisas las pocas, como si siempre le importara más el llegar, aunque siempre llegara tarde:

-Manuel “Botines” con un poquillo de retraso me llegas, y ya estoy a punto de cerrar…

-El andar con muletas es difícil andar, y nunca lleva reloj, ni marca las horas solares, ni pone a cero el cronómetro de los minutos. La pierna perdida tiene esos y otros más inconvenientes, y llega cuando puede llegar, o cuando le dejan sus ánimos, que pierna jarrete es de muy melancólicas añoranzas y fácil a la lágrima, por eso va siempre con el pañuelo forro del bolsillo pegado a la nariz y un poco a los ojos. Y también porque, aunque a usted le parezca que no, y a usted le resulte en imposibles, también se cansan las muletas de madera, de ser traídas de acá para allá: el sentimiento de las cosas; de andar de un lado para otro en el trajín de la pierna manca, y de vez en cuando me piden parada y descanso, y yo, caballero educado y comprensible, descanso las doy.

Con un par de muletas de madera, las dos con sus altillos de cuero esponjado para el no dañar mucho al sostén de las axilas, Manuel Casado Moreno se enfrentaba a la vida sin más poder que sus manos y la clarividencia de su cabeza que nunca le anduvo en cojeras ni en despistes que no fueran solucionables, sino con muy buen pie, a pesar de los tiempos y las muchas dificultades, y del roer la vida breve, fallera profecía musical, que, después de todo, igual le venía bien a ilustre corredor, que, al sabido muletero y muletilla, al que se le veía venir desde lejos , como anunciando un algo, que no se sabía qué, pero bienvenido, y un algo sin prisas y sin vientos que le empujaran o le persiguieran, y si vientos hubieren, que en cualquier momento le pudieran molestar al andar o al echar la capa a volar de su cuatro piernas: las dos de madera, la de carne sensible y el jarrete sin jamón, que sólo le servía para llevarla en el aire, y era como verla danzar una cabriola de danzante ruso, flameando en el aire como una pierna semítica, y ugarita, teresiana siempre por su mística levitadora, que bien pronto podría escribir un verso o una vida en el oreo clausural de las alucinaciones.

La malafondinga de la vida le dio al niño Manuel una poliomielitis y muchos viajes a Jaén y a Córdoba, consultando medicinas y visitando farmacias para haber soluciones que vinieron en sus pasables, en aquellos sus tres años, mientras la pierna se le iba quedando en pata, y la pata en paticoja, renca, traspatrás, un atrofio que se le iba volviendo insensible, como si fuera la pierna, pierna para siempre anestesiada, alucinada, sola y libre viviendo en su eterno éter hasta llegar a ser la cosa que acompañaba al niño y que acompañó al hombre Manuel en su de aquí a la eternidad, y hasta quizá fuera que fuese a la que más cariño tomó , como si hubiese sido su niño enfermo, su insensible niño enfermo al que había que cuidar mucho y darle todos los mimos de la generosidad, al que había que ayudar a acostar y tapar con la sábana y hasta cantarle una nana que no le dijera cosas de cojitos y faltos para que no se desvelara en la noche y tuviera un mal sueño volviéndola sonámbula y afligida, ella, que nunca aprendió a correr ni a ir por su cuenta a pesar de tanta libertad, y parecía estar siempre como disculpándose por todo.

Por la calle Ribera parece que suenan y resuenan aún las tardes todas de la infancia de Manuel Casado Moreno, ya comenzando a ser Manuel “Botines”, aunque el “Botines” le llegara de herencia y no por pie maldispuesto, de la calle a la puerta de la tienda de “El Betis”, y de la puerta de la tienda de “El Betis” a su casa, siempre dejando por detrás alguna trastada, alguna educación y algunas palabras incomprendidas del niño que sabía más que Pepeleches y hablaba como adivinando el futuro de los papeles escritos, , y buscando siempre una relación o una comunión con las gentes, sabiendo, presintiendo, que en el hablar iba a estar la salvación de su cojera, y de niño que pedía siempre una poquilla de atención y un mire usted de aquellas bromas y aquellas cosas del ingenio y la imaginación, que, pierna silente, vale, pero que, en su cabeza la ocurrencia se construía como quien quiere escribir un relato cada día, una historia que guardar para contar en el futuro, que es el tiempo en que más y mejor, sobre todo más, se cuentan las historias pasadas, siendo todos los presentes los momentos de las ocurrencias, las salidas y las agudezas, las gamberradas y los sentidos sinsentidos , sacadas a la calle o metiditas en casa, como niño arrastrado por los suelos, que, haciendo de serpiente o de soldado en campo de guerra y hasta en campo de gules, reptaba por los suelos y volaba por los aires, persiguiendo de cada instante la oportunidad para lucirse el niño Manuel y dejar una impronta en el tiempo niño que sabia más que los ratones coloraos , y a falta de pierna mucho ingenio y mucho planificar la batalla de la vida:

-Josefa, a tu Manuel bien se ve que una pierna le falta, pero, por el contrario, la otra pierna se le arrastra y le corre como dos, sus manos, más que dos, parecen cuatro, como cuatro su cabeza, que piensa por mí, por ti y por todo el que pasa por su lado, que más que niño simple, parece niño compuesto y multiplicado que en toda residencia se haya y en todos los casos asoma su cabeza, y más, si es para poner una trampa, una zancadilla o un resabio imaginativo.

-A falta de pierna, bienvenida su cabeza, y bien venidos sus años, que aunque frescas, arbitrarias y ocurrentes sus travesuras y disparates, amén de mal enlechadas y antigüillas, como si fueran rabietas y travesuras quevedescas y gongorinas, travesuras de un Lazarillo de Tormes bañadas por el Salao, que es arroyuelo principal, y que también hubo de tener su picaresca como tuvo su milagro de San Juan de la Cruz, con pierna rota y borrica paciendo, que esas cosas de las travesuras, son cosas que se le pasarán con los años, como se le pasaron a todo hijo de vecino, a ti, a mí, y al vecino de enfrente, que nada pinta y menos habla en esta charla de dos.

El niño de Antonio Casado, “Botines el albardonero” y de Josefa Moreno, de profesión sus labores y algún jornal de aceituna; sus muchas labores en una casa con ocho hijos, todos pisándose las edades como si hubieran venido al mundo desesperadamente, para antes de que a la madre se le pasara la fertilidad y hasta las ganas de lecho: muchas bocas, muchas manos, y quince piernas, contando la pierna impar, era todo el día como un vivir en vivir en ella, y un cansancio nocturno donde se le ofrecían los mejores sueños y un descanso eterno hasta el cantar del gallo o el asomar el sol por la ventanica.

Los arrestos del niño Manuel y sus ocurrencias de niño marisabidillo, como en ese día en que, en la casa de Manuel se esperaba a la modista, y para antes que llegara, ya se había encargado Manuel de desmontar la máquina de coser, pieza a pieza, como alumno avisado y aventajado en el aprendizaje de la mecánica, que le quería descubrir a las máquinas su alma, o al menos el altavoz de su ruidillo, y como en la idea sabia de esconder las piezas en los inteligentes escondites, y que por cada pieza hallada o entregada, se embolsaba Manuel su perragorda: las primeras ganancias de sus primeros trabajos, aún pareciendo ocios y gamberradas, o mejor, de sus primeros negocios, que ya se veía que Manuel iba para tratante o mercader, con su jarrete detrás arándole el camino, sin levantar ni una mota de polvo, y en todo caso, una ráfaga de viento alborotando papelillos de feria.

O cuando, envalentonado el niño, por sus éxitos desmanes y por sus gracias bufonas, ante la imagen de una boa de cartón y el trozo de piel simulando cuerpo, puesta sobre el arca donde la madre guardaba las perrunas y los mantecados para las ocho bocas de los niños de la casa, no se atrevieran a comerlos hasta que a los dulces les llegaran su hora, y el atrevido Manuel, arrastrándose por el suelo, o jugando a la pata coja tirando chinitas de piedra, espantó a la serpiente de cartón y ante los ojos de los hermanos descubrió el tesoro de los mantecados y las perrunas, y ese rugir de los estómagos, y esas lenguas relamiéndose, ante la imagen de la confitería. Evidentemente, Manuel pagó el pastel por todas las bocas que lo comieron.

O cuando lo de las gallinas y la bicicleta, el niño Manuel con su pierna mala intentando aprender a montar en bicicleta, y ese no poder controlarla y estrellarse contra un corral dejando por el suelo algunas gallinas muertas y muchas plumas pelirrojas y sin cacareo ya, y aún así, librándose está vez de la manta palos en un milagro que ocurría las veces contadas.

O de aquello otro, cuando asustaba a la casa y a la vecindad que se presentase, en esas horas en que se apagaban los candiles con que se acompañaban a los niños a la cama, esas camas de ayer de los hogares pobres donde dormían dos, o tres, o cuatro para estar muy calentitos en invierno, aunque fueran difíciles los veranos; aquel Manuel imitando los lamentos de “el quejío”, que se decía, escuchábase saliendo lastimero de entre las paredes de piedra del Torreón de Boabdil, llorándole al rey moro su desconsolada alma en pena y presa, provocando a los durmientes las titiriteras del miedo, y un Manuel escondido envuelto en sus risas y adivinando el mundo de los fantasmas románticos.

La guerra civil puso en estampida a la familia Casado-Moreno, de Porcuna a Jaén donde la guerra, más que guerra, parecía un entretenimiento de hermanos disconformes, y un entrar y salir de gentes haciendo de Jaén, capital turística, por donde aún la vida se sentía ininterrumpida, y si no bonita, pasable en sus exilios interiores. Y por Jaén puso el abuelo un puestecillo por el mercado de abastos que daba para comer a tan numerosa familia, y una casa de residencia por el camino que llevaba al Seminario.

Acabada la guerra la familia volvió a Porcuna, ya con Manuel “Botines” alejado de sus antiguas gamberradas- la guerra abrió muchos los ojos y cerró mucho los semblantes- y poniéndose al día de sus futuros, ya fueran los más inmediatos futuros. Al pulso de su cojera, y ya en sus dos muletas que le habrían de acompañar para los restos, el padre apartó al Manuel del oficio familiar de albardonero-guarnicionero, que tocó en suerte a sus otros hermanos, y sacando la familia esfuerzos de todos los sitios y de todos los sentimientos, y ahorros de no se sabía donde, buscole el padre a Manuel, de asiento, una formación académica que alejara al niño cojo de ser cojo de pedir, o cojo de nada encerrado en casa viendo pasar los días sin más remedio que ser cojo contemplativo, para volverlo hombre de provecho en sus apaños y en sus sabidurías también, y lo volvieran también hombre comunicativo y hombre organizado.

Los estudios y los saberes quedaron en el punto máximo hasta donde la familia pudo costear, que donde no había, no hubo más, que para el salir de Porcuna para los estudios universitarios no había dineros en la casa por mucha guarnicionaría que se tuviera que coser, que, a más eran las bocas que alimentar y los cuerpos que vestir, dineros ni suficientes ni insuficientes que pararon los más progresos de Manuel, pero sintiéndolo en muchacho académico, que en cualquier esquina pregonaba su saber y exponía sus lecturas y conocimientos para quien lo quisiera escuchar.

Espistolariamente servido y vestido a lo Manolo Camuñas, Manuel “Botines”- qué de Manueles por estas estampas aún siendo Porcuna la tierra de los Benitos- comenzó el académico adecentar y demostrar sus letras y sus lecturas, menudeando en los vecinales asuntos de las correspondencias postales, leyendo y escribiendo cartas que le traían las vecinas como tesorillos volando en unas manos, diciendo buenas o comunicando malas, que de todo había en las cuartillas escritas: rellenar giros y rellenar telegramas, impresos del Ayuntamiento o impresos del Juzgao, alguna letra de pago y alguna multa en reales, o hacer paquetes postales bien envueltos en papel y llenos de chorizos y morcillas, garbanzos y unos granos de anís por aquello del aroma que iban para la mili de los cuarteles, quizá alguna rosa de papel y alguna hoja de almendro. Interviniendo también de escribano en aquellos tratos de la compraventa de casas, corrales, fincas y animales, teniendo siempre a la vera de su ojos y al tacto de sus manos, aquella vieja máquina de escribir Hispano Olivetti que el padre le comprara a plazos y que costó doscientas veinticinco pesetas, de las de antes, que hacían tan grandes números entonces y que tan buena trampa hacían. Máquina de escribir de Manuel “Botines”, la que se abría y tecleaba sobre el mostrador de su estanco, cuando tuvo su estanco, y que era como su otro yo, su otra vecindad y aurora de sus otros trabajos, y donde más de un niño aprendió a escribir, guiado desinteresadamente por el Manuel, también, profesor de mecanografía, sin título también, pero con mucho oficio, buenas pulsaciones y mejores velocidades, sin comerse una coma y sin cometer ni una sola falta de ortografía.

Mocetón ya Manuel en sus dieciséis años, y alejadas todas las ínfulas y todas las imaginaciones de niño, más inventivo que travieso, como si en lugar de hacer travesuras estuviera inventando cuentos o situaciones para discernir sobre ellas , montó escuela Manuel en el número cuatro de la calle Albercón, por donde comenzaron sus jornadas docentes de maestro amigo sin título pero con muchas lecturas y muy buenos conocimientos en lo esencial del saber, que le dieron reputación de buen enseñante, y clase donde acudían los niños y acudían los mayores, de los que apenas sabían leer ni escribir, y a los que él enseñaba las reglas básicas para desenterrarlos del analfabetismo y ponerlos en la vida sabiendo de los papeles sus letras y de las matemáticas sus números. Como también tenía alumnos que le venían con los conocimientos básicos de las letras y los números, a los que Manuel “Botines” daba lecciones de Aritmética, Lengua, Geografía, Literatura e Historia.

Por el Albercón número cuatro su aula- qué de aulas clandestinas en aquella Porcuna a la que tanto tienen que agradecer unos muchos porcuneros que apenas sabían coger un lápiz- montada en uno de los salones de la vieja casa, con sus bancos alargados y sus alargadas mesas, llena de niños y de adultos y mocetones adolescentes entre medias, peleándose con los conocimientos de aquel mozuelo que salió ilustrado y comunicador, si no conocimientos para montar academias, sí al menos para que no se las dieran mucho con queso, y en alguna conversación de bar o de Paseo, sacar a relucir lo del Descubrimiento de América, lo de Isabel y Fernando, tanto montando la una como el otro montando, aunque la verdad del dicho sea verdad contradictoria, o recitar unos versos con golondrinas a las mozas casaderas que comían pipas de girasol.

Por las alargadas bancas, los niños y los adultos con sus libretas, sus lapiceros y sus gomas de borrar, y sus navajas afiladoras dando al lápiz o a la naranja, cada uno en lo suyo y el maestro adolescente Manuel en lo de todos, y por las paredes del salón, una pizarra negra y un mapa de España y un retrato monárquico de unos reyes a los que ya nadie conocía ni nadie recordaba, y que, aún siendo monarcas tan recientes, ya parecían reyes del siglo XVI, o reyes Godos sin nombramientos escolares.

Manolo “Botines” ya cojo en conciencia, ilustrado y cojo, también en conciencia, con los conocimientos suficientes para enseñar a los demás en una especie de dádiva que el maestro ofrecía por unas cuantas monedas, de esas de poca monta y escasas sumas, y si no, el trabajo pagado en especies , como si fuera maestro de las academias griegas o maestro medieval en el trueque, cambiando palabras y números, cantos e historias por huevos y gallinas, o gallos con crestas paras las sopas, melones y tomates, pepinos y habas, cuando no unas espuertas de aceitunas para machacar y echar en aliño o una anforilla de aceite, y si en buen empeño y mejor disposición, y hasta en preferible ofrenda, unos paños de tela para hacerse un traje, por donde la pierna momia ya se vestía en pierna decente y elegante, comunal y de buen porte. Los alimentos que tan bien venían para la casa con tanta boca y tantos pedires y tanta alacena por llenar, y los dineros para la alcancía de barro, para hacerlo, al romperse, muchacho independiente el Manuel “Botines” de las dos muletas, hasta que, de tanto ir la moneda a la hucha, tantas juntó que, al hacerla sonar, de tan llena, las monedas ya no sonaron, y en rompiéndola a golpe de martillo, dejó por la mesa profesoral un derrame de monedas llovidas como granos de arroz aporreando a unos novios recién maridados; montón suficiente de monedas, para entablar conversaciones y negocios con las “Pinorras” de la calle Ramón y Cajal, alquilando de estas hermanas un pequeño local arrimado a la casa, de apenas unos pasos; una habitacioncilla lo suficientemente cómoda para llevarlo sin peligro y sin muchos estorbos, de un lado para otro.

Y ahí, en la habitacioncilla oscura, montó Manuel “Botines” la que sería su “Papelería y Librería nueva”, no obstante todo el mundo la conociera como “el estanco de Botines”; aunque también se llegó a decir que Manuel Casado dejó de ejercer su docencia académica de ser maestro sin título por alguna que otra denuncia con borla y algún que otro ser señalado en intrusismo laboral y de la competencia, que lo hicieron desistir de la enseñanza y lo pusieron a la orden del pueblo en su estanco de Ramón y Cajal, que fue el lugar del que , a Manuel “Botines” recordamos todos los porcuneses que pisan o superan el medio siglo de vida. Aquella vieja papelería, aquel viejo estanco sin sellos de correos, aunque con muchos sobres y muchas cuartillas, que ya parecía viejo y con solera, aún no siéndolo tanto, quizá, por el color de sus maderas, quizá por la oscuridad de su clausura y esa luz tan poco alumbrada que lo paisajeaba todo como visto desde muy lejos en un día nublado de niebla. El estanco de Manuel “Botines”, el que lo retrataba en esencia, y a veces en su ausencia de aquellos momentos de meditación o de otros asuntos negocieros y de máquina de escribir, en la propiedad de su trabajo definitivo, su gran ilusión, su mayor motivo, su más emotiva puesta en escena. Allí, “Botines” sobre su taburete alto y giratorio sin girar un palmo, y todo ese decorado de carpintería oscura y muchos cristales buscando la luz imposible, por donde se transparentaban los útiles escolares. Imagen magistral la de la calle Ramón y Cajal, con su tienda de armas y su posada, y banco de crédito , su tabernilla de Gamboas, y su tienda de electrodomésticos de Morales, y las telas de Amelia Gallego y un barbero con sus navajas barberas, y el pequeño estanco de Botines ahí, entre medias, por donde pasábamos y paseábamos los niños que bajábamos a las escuelas del Camino Alto, o los que hacíamos el camino bifurcador, y en lugar de tirar por la calle Salas, para llegar a los Grupos, y a una parada antes de gredas y orines por la cuesta tobogán de barro del Depósito del agua, para llegarnos a la cuevecilla del señor “Botines” para comprar el lápiz o el borrador, y aquel pegamento tan malo para pegar los alfileres de madera con los que contruíamos los trabajos manuales de las mecedoras, las mesas y las sillas, y que tanto adornaban, barnizados en las repisas de las casas; aquel pegamento que tardaba tantos días en secar, si es que secaba, pero que era el más barato, aunque, apenas fuera agua con unas gotas de cola.

Comunicador y parlanchín, dicharachero y genial irónico, obrero de la palabra bien dicha y acondicionada, envolvente, de los asuntos escolares y otros muchos asuntos más, con aquella simpatía y aquella complicidad innata que dibujaba a Manuel “Botines” en su especie de algarabía contagiosa, que se entregaba de gratis como si ofreciera un tanto por ciento de descuento.

La fotografía nos lo muestra ahí, joven aún, ya despejada la frente como si fuera un estorbo el pelo para el conocimiento, en su blusón blanco tan celebrado, posando para el fotógrafo de las vacaciones o del apunte de prensa, rodeado de espejos donde se reflejaban los cartuchos de cartón llenos de lápices y bolígrafos, y cuadernos montados los unos con los otros, y cartillas con las primeras lecciones y los primeros ejercicios, y adornado más que vestido con chaqueta por si el invierno de la estufa eléctrica no calentaba lo suficiente.

Al lado del mostrador de madera maciza y lustrada, e ilustrada también, como se hacían los mostradores de antes, como si se supiera que no sólo habrían de durar lo de toda una vida me quedaría contigo, sino las vidas que vinieran detrás y después, el batiburrillo de los asuntos escolares rodeando a Manuel “Botines”, envolviéndolo barroco, recortándolo retratero de postal , una máquina sacapuntas en un extremo del mostrador en ele, y en el otro extremo, una máquina que regalaba bolicas de anís o bolicas de chicle echándola una perra gorda. Y cuadernos, cuartillas, lápices, plumas y plumines, pizarrillas negras y pizarrines grises, gomas de borrar, reglas y maquinillas, papel secante y papel de calca, y ese olor siempre como a madera de carpintería que iba dejando el afilar de los lapiceros, y ese otro aroma de la tinta Pelikan vendiéndose a granel que pasaba a la jeringuilla para llenar los tinteros; y el papel de seda, y el papel de Manila, y los folios dobles y sencillos, cuadriculados, olorosos, vespertinos…

Libros y cartillas por las estanterías cerradas en armarios de madera y cristal, el Catón, el Parvulito de Álvarez, catecismos espulgados y álbumes de cromos, con Ben-Hur, con Rin-Tin-Tín, con el Cid o con los Diez mandamientos, o los dibujos animados de Hanna Barbera, la Hormiga atómica, o los Autos locos. El alma de los tebeos en sus aventuras, la Papelería nueva de Manuel “Botines, exponiéndolos todos y decorando el alcance de las manos: El Jarabo, El Capitán Trueno o Roberto Alcázar y Pedrín: aquellas historietas simples y llanadas, donde todos eran buenos, o donde los buenos siempre ganaban, y los malos estaban como tachados con rojos: recortables de muñecas para las niñas de hogar y mantelerías, con sus vestiditos de papel a la última moda nacional. Y los montocitos de tarjetas postales pilladas con gomas elásticas, por aquellos tiempos en que, a falta de regalos sobrados, se regalaban tarjetas postales a las que se les ponían “en vez de un sellito te pongo un besito”, de enamorados con corazones y santos con aureolas, de ciudades cosmopolitas y paisajes con arboledas, monumentos nacionales y muñequitas con sonrisas. Y libros de lectura en el mundo envolvente y envolviéndolo de Manuel “Botines”: novelas del oeste y novelas patrióticas, novelas de amores castos y besos de mejilla y novelas de aventuras de Mallorquí, y antologías poéticas de Agustín de Foxá y Dionisio Ridruejo. Y en el armario misterioso, con los cristales nublados con fotos y con tarjetas postales y algunas estampas de almanaques, el armario que estaba cerrado siempre y la llave siempre en el bolsillo de “Botines”, el bolsillo que daba a la pierna mala, a la pierna sin pierna, al jarrete que él nombraba son sarcasmo y como riéndose del mundo, y como buen filósofo, ante todo, riéndose de sí mismo, para no tener que empezar la casa por el tejado. El armario misterioso, cerrado a cal y canto donde se guardaban las publicaciones prohibidas, los libros que no se podían leer, los censurados libros de los Regímenes: los políticos, los religiosos y los sociales, los libros que nunca deberían estar en una biblioteca, junto a algunas que otras revistas de las que cruzaban fronteras, estaban escritas en francés, y traían a Porcuna los emigrantes de la Francia, por donde se mostraban los encantos de los desnudos femeninos y algunos otros asuntos pornográficos, y que Manuel Botines vendía a la clientela con mucha confianza, y al decir de antes, siempre jugándose el pellejo de los Vallejos y de los Bigotes, y quizá en un fondo secreto del secreto armario sellado con llave de dos vueltas, el fichero de los izquierdistas clandestinos, la nómina de los socialistas y los comunistas viviendo en la oscuridad de los ojos tristes a los que se hacían llegar los periódicos políticos de la lucha de clases y otras llamadas a la revolución.

Entre tanto y tanto, entre el despacho del lápiz y la goma de borrar, Manuel “Botines” rellenando cuestionarios y escritos con su máquina Hispano Olivetti, sonando a música sus tecleos, como si estuviera encendida una transistor de repisa donde todo fuera música de piano o de tambor tocando a rebato.

Retratado ahí, dentro de su estanco, la imagen de Manuel “Botines”, un Botines ya, más que apodo, apellido, no sólo lo retrata a él, sino que retrata a una época y nos retrata a todos los que, directa o indirectamente, surcamos por esos río y por esas torrenteras, y también por esas piedras donde se tropezaba tanto, hasta caer, golpeándonos las cabezas hasta sentir crecer y lucir una luz que sería la luz venidera de los otros y más encuentros.

Con dos muletas y ya Manuel en lo hecho y derecho de ser personaje con solera en Porcuna, siendo ya “Botines el del estanco”, aun siendo Manuel el hombre múltiple, el hombre orquesta, el hombre de los muchos nombres y de los muchos hombres, el hombre aparecido que estaba en todos sitios y en todos se le esperaba, un dios seglar y venidero que, allá donde se chascaban dos dedos aparecía, para lo uno y para lo otro y hasta para lo del más allá, y para todo lo que hiciera y le hicieran de menester. Hombre multiplicado, con la pierna coja a la rastra, danzando las acrobacias y las volteretas de sus dos muletas de madera, que más que piernas, sus brazos. Manuel “Botines” tridimensional y expansivo como un campo que se abre y se ofrece; el hombre de todas las cosas y el que pregonaba y se pregonaba en todos los menesteres y en todas las cuestiones, las propias y las ajenas, que también eran propias, hasta llegar a convertirse en la vida social de Porcuna, otra vida social distinta y como esporádica, que, por todos los lados y por todos los acontecimientos se hacía como imprescindible la presencia de Manuel Casado Moreno, haciendo de santo y seña del pueblo en sus inquietudes, en sus diversiones y hasta en sus políticas, ya fuera en sus más elementales inquietudes, diversiones y políticas venideras.

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Fotografía: María del Pilar Casado

Época activa aquella de Manuel Casado Moreno en aquellos años cincuenta y sesenta, y algún setenta de por medio, esas actividades de Acción Católica, organizando excursiones de autocar descubriendo las alhambras y las mezquitas del mundo, organizando partidos de fútbol y encuentros musicales, y aquella famosa tómbola que se instalaba en la Feria real, y de la que Manuel “Botines” era el parlero altoparlante que con el micrófono en la mano llamaba a las gentes a jugar el juego de las papeletas, anunciando premios que existían y premios que no existían, y que no salían nunca pero que quedaban muy bien anunciados, pregonando calidades cuando apenas adornos vanos y algún juego de café donde café no se tomaba, y de donde los matrimonios enferiados se volvían a las casas con sus regalos debajo del brazo, y los niños con sus rifles y las niñas con sus muñecas de plástico que apenas sabían hacer nada, o igual se iban intercambiando los regalos para lograr el futuro de la igualdad deseada. Y el último día de Feria, la tómbola de Manuel “Botines” organizando la rifa de las papeletas no premiadas, donde se sorteaba el “Cajón mágico”: una enorme caja de cartón con muchos regalos dentro, tantos, como para llenar una casa o colmar el gran sueño del año.

Lector de libros, de periódicos y de revistas: Manuel “Botines” se leía todos los periódicos del mundo, del pequeño y malinformado mundo de Porcuna, y todas las revistas que le llegaban, de historia, de política o del corazón, que, en el estar bien o mal informado, también se le iba la vida al estanquero de Ramón y Cajal y las dos muletas de madera, y la camisa blanca, y la americana decente: lecturas para el discernimiento, para la tertulia o para los secretos democráticos.

Con la gente de su edad y los que se le allegaban queriendo descubrir de “Botines” todos los conocimientos que le aseguraban, y todas las aventuras de andar por casa, montaba Manuel sus tertulias de tarde o de mediodía, de café, de escalón, de mostrador de estanco, convertido en rebotica, o de mesa camilla lenguaraz y charlatana y con reservas, donde entraban las artes, las lecturas, la política, la religión, los tiempos de aquel ahora y los cotilleos que envolvían a Porcuna dentro de tantos silencios y de tantas, también, animaciones. Contertulios a la vera de Manuel “Botines”, aquel que fue maestro y aquel otro que dio en militar, y aquel que tocaba la trompeta y aquel otro que echaba las cartas adivinatorias, aquel Carrillo cuyo padre vendía el gasóleo y ya dejaba apuntar futuros con melenas, y Arturo Pérez que luego fuera notario, y Antonio Recuerda, que luego diera en Cronista de la ciudad, y que ya andaba por ahí indagando archivos y apuntando notas, y algún músico con guitarra y algún aprendiz de farmacia, y algún maestro de escuela , algún practicante de todo y algún funcionario sin máquina de escribir, jóvenes con inquietudes y en todos sus aprendizajes, de los que abrían nuevos ojos y exigían nuevas comunicaciones y ahuyentaban censuras vagas, mientras escuchaban otras músicas y leían otras literaturas.

Y aún los niños por el estanco de Manuel “Botines”, que, cuando pasaban por el lugar en aquellas viejas mañanas de invierno de camino a las escuelas, con sus escasas ropas de abrigo, se entraban en el estanco de “Botines”, más que para comprar, para estar calentitos dentro al amor de de la lumbre de las dos resistencias de la estufa eléctrica, hasta ver pasar a los maestros e irse detrás de ellos. Y para animar la espera dentro del horno del estanco, leíales Manuel con su armoniosa, melódica y teatral voz, como de teatro de radionovela, las aventuras de Miguel Strogoff por las siberias rusas, los caminares alucinados del Quijote de la mancha, entre molinos y ventas, de la vieja que vendía fósforos, o de aquel llegar a la luna de los astronautas de Julio Verne, o les contaba la historia de Ulises como si se tratara de cuentos infantiles leídos al amor de la leña del hogar.

Animador de los niños en las mañanas de invierno. El estanco de “Botines” convertido en teatrillo, quizá para que Manuel no olvidara aquellos sus principios de maestro escuela, ambulante y sin diploma, enseñando alfabetismo a los que apenas sabían escribir la o con un canuto, y sin embargo, salieron de allí sabiendo leer y escribir, y señalando en el mapa, los sitios de París y de Toledo, y se aprendieron de memoria los ríos, los valles y las cordilleras de España, y los nombres de los reyes y de los héroes desgraciados, de los santos y los mitos, y de las guerras de Flandes, y el por qué del arado, y el invento del fuego y la lupa de aumento.

La papelería adornada por Navidad: espumillones, figuritas de plástico y belenes, y bolas de colores y zapatitos de pasta, donde la familia colaboraba en las exposiciones y los decorados; los juguetes de Reyes almacenados en grandes cajas de cartón en la oscuridad de las cámaras de la casa familiar.

Músico de tuna: Manuel “Botines” tocador de la bandurria en sus doce cuerdas sonoras; polifacético Manuel, hombre ilustrado, que las muletas tenía que quitárselas de encima a bases de aprender mucho y colaborar en todo donde hubiera una luz o un poco de esperanza que derrotara al desánimo y al aburrimiento, o un mucho de diversión para las horas jóvenes y atrevidas. Ensayando en su casa tras las horas de la papelería las notas de la bandurria, o de rondalla por las calles tocando músicas de novias o de romances oscuros, con algún cubo de agua mojando a los de la tuna, de algún vecino enojoso asomado a su ventana, que no soportaba el tanto ruido de los músicos, y como era Manuel el que no podía correr, toda el agua para su cabeza: una ducha fría que bien venía para despejar la mente y abrirle mucho más los ojos.

El hombre multifunción, el hombre orquesta, el hombre que nunca llegó a entender por qué la gente se podía aburrir tanto habiendo tantas cosas por hacer, tantos caminos por abrir y tantos sabores que sacarle a la vida, ya fuera en sus ensueños mínimos, y también tantos humores en hogar de tanta picaresca, y tantas maneras de lucir sabor y danza, o cuando no, un pequeño juego de barrio, y una especie de fuego quemando papeles viejos para dibujarle sonrisas a la existencia, que así lo exigía el hombre multifunción, al que la vida le dio dos muletas y muchos obstáculos por salvar, y los fue salvando, con mucho amor propio, con muchos esfuerzos y una esperanza siempre puesta en los poderes de la mente y en el variopinto mapa de las ilusiones y de las palabras.

Por los domingos de partido, Manuel “Botines” en la taquilla del campo de fútbol vendiendo las entradas, o vendiendo también las entradas en la Caseta juvenil que José Manuel Ruiz y su hermano Ángel, montaban en los días de Feria real: aquella muralla verde con rejas y con tanta música moderna dentro, y tantos bailes desenfrenados, donde se lucían las primeras melenas y las primeras minifaldas, o también vendiendo las entradas en los primeros tiempos de la discoteca JR, también de “Los Machetes”, en aquellas primeras veces en que a la juventud le daba como miedo bajar sus escalones y apartando las cortinones rojos, encontrarse un mundo tan diferente al mundo de las calles ofrecido en una pista de baile, aunque con muchas tentaciones a su alrededor, y un todo de libertades. O en las giras por los pueblos de alrededor del grupo moderno y yeyé de “Los Dinamita”, haciendo Manuel las presentaciones del grupo, en un ir y venir de furgoneta, instrumentos musicales botellines de cerveza y bocadillos de salchichón. Incluso organizando concursos que animaban al personal, sin cobrar nada, quizá aceptando un pequeño detalle, todo lo más por poner alegría y unas cuantas notas de color alrededor de lo negro, y del jarrete de su pata, tan íntima amiga, una distancia de oro por la que caminaba todo su cuerpo, como si fuera su alma la que lo caminara todo.

Y funciones teatrales con escenario, o representaciones caseras, montando y escenificando obras, como actor, como director, como apuntador, como figurante y hasta corrigiendo y adaptando guiones, y encontrando desencuentros y gentes con ganas de un algo más de diversión, como la tan afamada representación de la obra “Manolo ponte el bigote”, que puso en escena el grupo de teatro aficionado de Porcuna y que tantas representaciones tuvo, tantas risas levantaron y tantos aplausos recibieron los actores del reparto, fotografiados ahí, en sus disfraces de escena, como si estuvieran jugando a un carnaval.

El hombre orquesta de Porcuna, el que no paraba nunca, pues si paraba, se le podían cansar las muletas, y en cansándosele las muletas, le dejaban el cuerpo sentado en una silla o tendido en una cama. El que pareciendo que siempre llegaba tarde, llegaba antes que todos porque llegaba ilusionado y participativo. Manuel Casado Moreno era todo lo contrario de la quietud y del silencio. Hombre de calle y hombre de gentes, que, aún estando en sus encierros siempre se le veía caminar llevando una alegría o una palabra cortés por los caminares de Porcuna, que, a veces parecía fantasma multiplicado por todos sitios, como una aparición mariana que dejaba satisfecho a todo el mundo, ya fuera aparición sin velas y sin oraciones que rezar, pero que en su presencia múltiple, se abrían ventanas y se encendían luminarias.

Finalmente, el estanco de Manuel “Botines” cerró su puerta , como cerrarán sus puertas todos los estancos del mundo, se apagó su escaparate y se fueron desdibujando sus interiores como si hubiera pasado una niebla o un pintor que borra de un cuadro sus figuras y sus colores devolviéndolo al blanco original, y el estanco de Manuel, en sus paredes vacías. Manuel “Botines” puso el punto y final a sus muchos años de oficio, a aquel sueño de la Papelería y Librería nueva, regalando a sus amigos las colecciones de tarjetas postales de la Porcuna en blanco y negro que no se pudieron vender, lapiceros de colores a los niños, y papel de seda a las modistillas de los bordados en bastidores. Echó el cierre a su hogar y lugar de tantos años, para entrar en la política y en las iguales de los ciegos, pasando a ser ya Manuel Casado, el Manuel “Botines” de las esquinas para las nuevas gentes, siendo siempre para los de su tiempo, el Manuel “Botines” del estanco; el hombre parado vendiendo cupones de la ONCE, habiendo sido él, el hombre orquesta, el hombre que nunca se podía estar quieto, el hombre de las muletas más caminadas de Porcuna. Anunciando premios de ciegos que daban siempre en el premio de sus terminaciones, y alguna vez, unos cuantos miles de duros que bien venían para alegrar unos ojos y lanzar unos gritos, y en el ciego oficio conociendo a la mujer de su vida, a su Pilar la marteña, en uno de esos viajes organizados por la ONCE por la zona de Garrucha, allá por los finales de los años setenta, mirando al mar que los miraban para dibujar una historia de amor en tan buenos momentos, con la que contrajo matrimonio y tuvieron a su hija María del Pilar, que fue su más grande alegría y lo más deseado de su vida y de sus vidas.

Y un punto final del Manuel Casado Moreno político, político de andar por casa, y al que, con su cargo de concejal socialista en el Ayuntamiento de Porcuna, ya daba cosa llamarlo “Botines”, por aquella cosa de la autoridad, ya fuera gremio de pueblo y albarda campechana y campesina, renaciéndole del ayer su nombre completo, aquel que dicen los libros testimoniales en sus bautismos y en sus defunciones. Militante socialista desde que tuvo uso de razón, y militante clandestino en la camaradería de Manuel Quero Barerra, Manuel Salas Gascón y Manuel Montilla, y aquellos otros viejos militantes socialistas clandestinos de Porcuna que, en 1979 dieron en concejales del PSOE de aquellos tiempos nuevos que parecían devolverlos a una II República, tan distanciada y tan a mano, siendo Manuel Casado Moreno, el concejal de las dos muletas de madera, y la mano derecha de Manuel Salas Gascón, y el hombre intelectual y aventurero, y el hombre orquesta y servicial sentado en el Salón de plenos del Ayuntamiento, rubricando firmas y augurando progresos, mientras por su mente ya pasaba el retiro de todo, de sus muchos días de trabajos y sus muchos años yendo de aquí para allá enseñando alegrías y matando penas, con sus dos muletas de madera penduleándole el jarrete de su pierna mala para descubrir de la vida, el oro de las cosas; así que, un día, cerró el candado y puso fronteras de por medio, y con su dos Pilares, la madre y la hija se fue para Martos hasta que el ala sagrada de sus últimos días lo dejó descansando sobre un campo de cipreses y una bandurria tocándole el responso de los hombres clementes y de los hombres buenos.

Al lado de la retranca, las muletas esperando que una camisa de blanco las ponga bajo sus brazos para salir al ocaso y despejar unas nieblas. Manuel Botines se aferra al andar de las maderas en un andar con cojera al que nadie adelantaba, siendo el andar su mirada y el hablar su sabia toda. Botines de estanco y coda y colección de postales, esperando a los chavales del lápiz y el folio doble; chiringuito de los odres de la tinta Pelikan, un mar que sin llegar a mar, también tenía sus olas, sus sonoras caracolas y sus arenas de harina, dando a la papelería un algo así de sirena, quitando de aquí una pena y de allí una risa leve, Manuel Botines se atreve con todo lo de delante; si el paso es renco p’adelante, y si se cansa descanso, que el andar de pierna manco es andar dificultoso, salvo que el todo armonioso de una mente con destinos, olvide los desatinos poniendo a la vida agallas, una sonrisa canalla y una esperanza con sueños, un poco y mucho de empeños y un abrir mucho las manos. De niño, sultán soldado de las huestes callejeras, un caer una escalera, o inventar una leyenda, el quejío de la ofensa y el corral con las gallinas, cuatro plumas vespertinas y un sopapo con dos manos. De adolescente una escuela y veinte niños pelones: mochuelos con cigarrones y letras de abecedario, el dos por dos dando en cuatro, y el dos por siete catorce, de la lista de los torpes veinte niños aprendiendo, y Botines sacudiendo lo cojo de su jarrete. Papelería con juguetes en los libros de aventuras, estanterías oscuras y cristales transparentes, un sacapuntas silente y un teclado musical queriendo mecanografiar los suspiros de las almas. La calle llena de calmas y las noches con verbenas, Manuel bailando la yenka del danzar a cuatro pies, y una risa de ballet dibujando dientes blancos. Animador de los parcos aconteceres de un pueblo, donde el yerro es puro yerro, y el mar un sueño sin olas. Vocero de las auroras y las risas compartidas, en el final de tus días dos pilares para ti, una mujer de organdí y una niña cantarina, sacando de las cortinas los besos más necesarios. Concejal stradivarius sonando en tu pata coja una sonata de esponjas en un campo de violines. A ti te dieron delfines las hadas de los presentes, y cupones invidentes tus últimos días de trabajos, luego te vino un descanso, de tan corto, inconsecuente, que después de tanto duende te dejó el duende tirao como si hubieras pecao pidiendo más días de vida. Desde esta selva amarilla que nos une y avecina, lanza la prosa su rima y el recuerdo su sentencia, valladar de la conciencia en dos muletas de seda.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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