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Juan Pérez Cabezas, el médico de los animales

Atravesando la antigua y noble calle de Los Bonmanses, como un cuchillo lírico, o camineramente lírico, y sin más sangre derramada que un zumo de naranja amarga de los naranjos de La Plazoleta, el caminante, con la mochila del alma llena de pasados viejos, pasajes sublimes y gentes y paisajes en sus calaveras, se asombra siempre de que todo haya cambiado tanto, en la rapidez del en menos que canta un gallo, ya sea gallo afónico y viejo de corral, según nos muestra el muestrario antiguo de las postales amarillas y las fotografías gastadas, o más cansadas que gastadas.

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Fotografía: Miguel Pérez Navero

Yendo el caminante, caminero y bohemio, un poco alunado y un poco lelo por la lelez del sol sobre la cabeza, y algunos chocheos más de cincuentón peregrinero, y en su chanclas de verano que le recuerdan a aquellas sandalias de goma del ayer, por donde los sudores de las caminatas dibujaban sus sudores negros perfilando sobre la piel de los pies el negativo acuoso y fotográfico de las gomas, el vagabundo de las calles de Porcuna siempre se asombra de encontrarse las puertas cerradas y las ventanas sin sombras, y dibujada de por aquí y por allá aquella cosa antigua y anacrónica de aquellos tiempos en que, el otro caminante de su ayer, correteaba las calles de Porcuna con los pies niños, demandando flores para los altares y aguilandos para los días de Navidad, y todas las casas estaban abiertas y las ventanas sólo se cerraban para no dejar pasar a los vientos de los inviernos lluviosos, y a las lluvias también, aunque siempre dejaban entrar las esquelas de amor y los jazmines cerrados que el amor posaba sobre los suelos.

Por la calle de Los Bonmanses, las antiguas casonas agrícolas, palacetes de las espigas y las ramitas de olivo, donde, los medios días se hacían con migas y las cenas de las noches con tocino, con melón y con pan de higo. Calle adoquinada y con balcones a la calle donde tendían los vientos el revuelo de los visillos de ganchillo blanqueando tras los cristales algún alma en pena asomando, o algunos ojos enamorados presintiendo al galán de sus días en su altanero caminar y porfiar la proclamación del beso primero.

Calle de procesiones y sonoras ausencias, donde las casonas grandes, vigadas, pedregosas, con cuadras y con corrales, dibujaban la rima del arriero con fanegas tendiéndole a las pisadas un sonido hueco y una gravedad de campo sonando por las cámaras de los trigos y las pajas, acompasada y misteriosa, y laboriosa también.

Por la antigua y noble calle de Los Bonmanses, la casa consulta de don Carlos Ruiz Jurado, el médico, asomando a la calle con un olor de medicinas y sustos infantiles. Madres con niños tomados en brazos. Niños que, antes de llegar a la consulta de don Carlos, ya iban llorosos, enrabietados y con mocos para las mangas de los jerseys de lana, como si don Carlos fuera, más que el médico de las enfermedades, el brujo de las agujas que pinchaba las inyecciones en la magia potagia del alcohol ardiendo, el que dispensaba los supositorios, las pastillas amargas y los jarabes apestosos.

Mujeres haciendo cola a la puerta de la consulta de don Carlos Ruiz Jurado, enrejada y ausente como un todo de silencios o de oraciones a media voz, soñadora y enamorada de los amores imposibles entre el alma cándida y el alma lírica.

Atravesando la calle antigua del antiguo y noble nombre de Los Bonmanses, un túnel largo y caserero, señorial de olivos y de yuntas de mulos, dando al final en el mar de la fuente del agua, y una casa castellana, informe, cuadrangular y recoleta asomándose al todo del Llanete de San Juan, como faro de playa alumbrando los destinos y las secuencias.

El Llanete San Juan, es llanete, que, como todos los llanetes de Porcuna: Llanete Cerrajero, Llanete de la luz, Llanete de San Benito, Llanete de San Lorenzo, Llanete de las monjas o Llanete de San Cristóbal, se adorna y se viste de antiguo de cuando Porcuna lucía su estética de ser villa castellana con su herencia y esencia árabe donde todo lucía en una cruz de hierro o en una cruz de piedra, siendo los llanetes, el lugar de las tertulias de los aldeanos, las tabernas sin vino, y las sombras, nubladas nubes haciendo sombrillas o techados de bosque sobre las cabezas y hasta vendas sobre los ojos.

Caminante noctívago, gris y celiano, con los bártulos del pan, el salchichón, el lápiz y el cuaderno, puestos sobre los hombros, asomándose a este Llanete de San Juan, por aquellos años del blanco y negro de las fotografías, donde todo se retrataba aún con una protección de velos y labriegas oraciones a las virgencitas de las capillillas de madera puestas sobre el altar de una mesa, entre trigos y mulos y una cosa como de aristocracia de cortijo, sencilla, con callos en las manos, legañas en los ojos y blanco de cal en las comisuras de los labios, vivida y sentida en sus faenas, montaraz y egregia, y adolescente siempre en la adolescencia eterna de los campos. Una visión distorsionada y picante que se refugiaba en sus arneses y en su peroratas de quinqué, para aliviar en los zaguanes de los escalones de piedra los humos de las chimeneas y los humos de los espíritus, revoloteadores, malqueridos, arrieros y pulpitosos, paseando por las noches de las tenues bombillas de las paredes el ayer de sus arreos, practicando el despide de no poder o no saber o no querer despedirse nunca de aquellos sus tiempos tan vividos.

La infancia caminante y asombrada, vagabunda por las entrañas de Porcuna. Las esquinas del Llanete de San Juan dibujándole al entrono sus cuatro cosas constantes y cortantes también, y sus faldas largas y negras haciendo rodete de mesa camilla: faldas oradoras y faldas del sustento y todo alumbrado por el sentimiento noble y oloroso, mulero de lanza y de serón, de los tiempos en que vivieron nuestros abuelos los quehaceres de aquellos días, y Porcuna aún era castellana y piedra, y sombría y austera, gruñidora y rojiza y suspicaz, campestre del campo caminero, donde el bocado del pan se sudaba en la frente y en los blusones almidonados por el sudor de los trabajos agrarios.

El caminante de hoy, llega al Llanete San Juan, convertido de pronto en un caminante de ayer, un espíritu vagador y lírico y campechano, cargado de alforjas y pidiendo posada a las buenas gentes de las casas del lugar, y hasta que esto ocurra, hasta que le pongan el mantel y le sirvan el condumio y el buen vino de la viña de Rafalito Torres, se sienta sobre un pino de piedra, aún con la farola de brazos alumbrando el triángulo de la plazuela, sin más naranjos amargos y confiteros que un futuro valenciano traído a Porcuna en las maletas forasteras, albuferazas y abismales.

El caminante, así, alcarrero y celiano, moro, judío y cristiano en la trilogía del solo Dios, ya sea Dios unipersonal, se asombra de los tiempos estéticos del ahora, y por eso, saca la tarjeta postal de los antiguos fotógrafos, y se le espabila la memoria, se le enternece el alma y se le suelta la labia y alguna lagrimita de monja besada en casto pañuelo blanco, para crear el sonsonete trasero, allende y hasta póstumo del Llanete San Juan en los buenos días de sus recuerdos, que como caminante lírico, todo le resulta en una rima caprichosa y remirada. Un llanete solo, donde un caminante, sin posarle ni requerirle al fotógrafo el retrato para la mesita de noche, la secuencia afantasmada de sus pasos por la fotografía, camina de un aquí hacia allá mirando siempre al frente de la callejuela de Los Bonmanses, la escapada hacia otras calles, mientras, un niño y una niña miran, parado ante la puerta de la iglesia de San Juan, el extraño artilugio de un coche grisáceo y sombrío; una iglesia de San Juan que era iglesia de pobres y de agricultores: iglesia blanca de cal; sensación aún de ser iglesia santona con santos sin procesión, no más santos de rezo y de vírgenes chiquitillas luciendo brocados antiguos, y las espadas de los dolores siendo espadas de hojalata. Iglesia santona de barriada, de llanetillo, oratorio particular en una capilla con tumbas y letras olvidadas; encalada de blanco, luciendo desconchones afantasmados de ser ya casi iglesia difunta, donde el caminante viajero presentía ver y sentir antiguas profecías de maimones en caras acontecidas y acongojadas y beatas, en sus más chiquitas congojas y beaterías. Techumbre de teja por donde rebailaban las vegetales uñas de gato y las uñas de los otros gatos, los que hacían en el ayer de los tejados las peregrinas caminatas por las alturas de las casas y por las alturas de las cosas, ojos avizores con los rabos entre las piernas siempre, por si las moscas.

La iglesia de San Juan, tan olvidada ya si no fuera por las imágenes ilusionistas de los retratistas, alumbraba toda una fachada amplia y arisca, que, más que parecer iglesia parecía fachada de cortijo a la que sólo le hacía falta una parra dando uvas en septiembre y avispas todo el verano, donde el leve campanario de piedra hacía sonar su sola campana de forja, sin más sinfonía que un marcar la hora de las oraciones y los suspiros de las plañideras de los muertos , mientras por el ojo de buey, redondo y vidriero, uno siempre presentía el ojo triangular de Dios vigilando ese llanete de San Juan tan austero, tan del negocio de los campos o de las consultas médicas. Eje central de las subidas desde los arrabales sombríos y jolgoriosos, un descanso en el camino lleno de cenachos de varetas, vacíos en las subidas, llenos de manjares en los caminos del retorno. Un descanso en el triángulo de los bancos pinos de piedra donde nacían las conversaciones y se cascaban las chácharas de los acontecimientos más sencillos, de los más escandalosos, a veces, también, que de todo había y hay en la viña de las lenguas, tanto en los antaños como en los hogaños del muy Padre Señor Nuestro: Amén. Y en la fonda de la iglesia de San Juan, los cuartuchos de los santeros, esas dos piezas de nada para el descanso de siempre, como una limosna sanjuanera que el santo entregaba a esos dos viejecillos para el tañer de la campana, la limpieza y pulcritud de los suelos y de los altares, quitando telarañas y creando velos, abriendo y cerrando puertas, apagando velas y encendiendo vigilias. Y en el cuartillo de la sacristía dando a la calle en su puerta estrecha, la zapatería del maestro zapatero Manolo “Chumiqui”, ahí puesto en su banqueta baja y baja mesa, arreglando zapatos y zapatos componiendo, donde todo era un olor a cueros y a cerotes y a almanaques de calendarios donde en lugar de desnudos se representaban imágenes sagradas por el respeto al lugar de los rezos y donde todas las coplas cantadas se volvían cantos gregorianos cantados por monjes zapateros. Luego, cuando los años del progreso derribaron la iglesia y las imágenes tuvieron que emigrar hacía otros altares u otras capillas, Manolo “Chumiqui”, el zapatero religioso, trasladó su cuchitril a la cochera de Pulido, cuando ya la calle de los Bonmanses emprendía sus nuevas aventuras estéticas, por suerte, en sus mínimas excentricidades.

El caminante guarda en el morral de su memoria, la Porcuna en blanco y negro de sus días idos, como la del Llanete San Juan, que es un algo así como una espina que quiere y pretende ser desclavada para verter una sangre y una selladura con algodón y esparadrapo, y alguna conseja que aún le hable en pesetas, en perrillas, en gordas y en monedas de dos reales, hasta ahuyentar los bloques de pisos y las calles con cementos y alquitranes.

Llanete de San Juan con adoquines de piedra y losas en su acera principal, reunidas en la reunión de las botas de Segarra y los blusones anudados al cuello deteniendo el baile de la nuez, que era un algo así como detener las palabras o descansar los suspiros machos, para quedar todo en un ea o un cucha tú, sin intromisiones decorativas y afeminadas; y un medio luto en la manga con el rodete negro del dolor pespunteado en dolor pasajero y recuerdo más pasajero aún.

Por el Llanete San Juan sus hornacinas bajo los aleros de las tejas, capillitas de las fachadas, hornacinas de cal con sus santicos de yeso, sus ramilletes de flores de plástico y sus nocturnas velas encendidas dando luz al llanete oscuro y tenebroso en las noches de los vagos espíritus trasnochadores. Un rezar hacia lo alto y hacia lo albo de los santillos del hogar y un tirarles chinas de niños para dar en la aporreadura del santo, apagar una vela levantando un olor de cera muerta, o derramar una lluvia de pétalos de plástico, amarillentos y religiosos, cayendo sobre las aceras hasta ondular un vuelo de leves y voladoras alas de ángeles despeluchando sus camisas de bicha hasta crear nuevas camisas y nuevas alas para los nuevos meses de los vestuarios, nuevos y primorosos.

Y en la esquinilla aquella del Llanete San Juan, intacta como si por ella no hubieran pasado los años ni los desguaces, la tiendecica de la Niña Desamparados, la viuda de los cohetes y los fuegos artificiales, la viuda de las chispas hechas sangre y hechas feria de ganado, despachando a los niñas de las Escuelas de las Monjas, o a los adolescentes del Instituto, sus bolsejas de golosinas y sus chicles Bazooka para el arreglo de los dientes y el inflar de los globos aerostáticos , tan grandes y tan rosas, que uno podría presentir, de pronto, que las niñas pudieran ser izadas hasta los aires, y pinchados sus globos de los chicles por los pájaros cigüeñas, descender en paracaídas hasta caer en unos brazos, que, enamoradamente, las llevara hacia el altar vestidas de blanco, o en su defecto marital de los pajares o las arboledas, de negro vestidas, ya fuera negro del pensamiento.

Y mientras la Niña Desamparados despachaba pipas, jobitos, Palotes y caramelos de eucalipto, Frasquito “el mago” deletreando en el aire sus juegos de manos, femeninas de bailes o de brujerías con aspavientos despistadotes, sacaba monedas de las cabezas que eran monedas de plata guardadas en el tesoro de los inconscientes; y por aquí deshacía un lazo y por allá adivinaba las cuarenta, y mirando hacia el techo de la nada, hacía el mago el malabarismo de los artistas circenses, hasta hacer gato del león, y sueño de lo que todo hacía parecer realidad. Y luego se retiraba a sus celdas para encontrar los objetos perdidos, bordar los pañuelillos de las lágrimas y rezar las oraciones de los curas sin oficio y sin iglesia.

Observador del llano y de los rincones, y del triángulo esotérico de los bancos de piedra, el caminante que ya ata a su cabeza pañuelo con cuatro nudos hasta crear una leve sombra del sol, come su achicado y declinante trozo de panete, con unos cachillos de morcilla y de chorizo, también en sus menguas, mientras bebe del agua de la cantimplora sus frescos sorbos que desatascan el gaznate y hacen una buena digestión en la mezcolanza de los amases panaderos.

Las fuentes del agua, preciosidades porcuneras, monumentos históricos y lugares necesitados, donde tanto se pasaba y se pensaba y se pesaba la vida, en sus piedras en sus hierros y en sus latas; abriendo grifos como si se abrieran las compuertas de los ríos o las místicas libertades de los mares para recrear en los sonidos de sus músicas, tan monótonas y tan precisas el desplome de las cataratas. La fuente del Llanete San Juan, con su filas de cántaros alineados militarmente, y sus mujeres de negro aguardando la hora del manar propio del agua hacia su cántaro propio: una escena damajuana y cantarera, sencilla y esencial y tan extraordinaria, que el caminante contempla con otros ojos mucho más antiguos, aunque no tan antiguos como la fotografía en blanco y negro pueda parecer y sienta recrear; la edad media de la fuente del Llanete San Juan escuchada desde sus cuatro entradas: una música de aguas murmuradoras y claras, mientras, el niño enfermo, el que nunca se puso bueno, el predestinado a ser niño de caja blanca y lápida con angelitos niños, el niño blanco de la cara sin sonrisa, sentado al sol de los bancos de piedra, se contaba los cuentos de los aguinaldos y de las princesas moras, y el tonto del garrote y la diplomacia con galones de capitán general, arreaba a las mujeres de las colas el varetazo en las posaderas imponiendo un orden tan absurdo como complaciente con los avisadores de los murmullos y las proclamas.

Por la fuente del Llanete de San Juan, el caminante de hoy, ya maduro en sus años y en sus canas, se disfraza, se enmascara de niño de ayer y pide a la vieja dispensadora del agua un sorbo de líquido por caridad, y la viejecita de moño y delantal, le abre el grifo sonoro y cae en su boca el milagro del agua, como si en lugar de caer en su boca cayera en la palangana de sus entrañas hasta sentirse confesado y comulgado; y otra vez a mirar el transcurrir de las horas mientras anota, en su libretilla de rayas, los tiempos huidos y los tiempos quedos.

Y al lado de la fuente del agua, el caserón de don Juan Pérez Cabezas, con su entrante porche amurallado en piedra pidiendo paso y pago de castillo por entre los lunaretes de los agujeros donde se escondían las esquelas de amor que nunca se leyeron y los mechones de cabellos de las abuelas de los moños: enseñas que hacían de los vallados los muros de las lamentaciones cristianas, en sus populares y peculiares hábitos, aunque, más que lamentar, eran como joyeros donde se guardaban las joyas de los amores nunca sabidos, de los besos nunca dados y las joyas de los cabellos de plata. La imponente mansión de la familia Pérez-Navero, con su portalón de madera vieja, con grandes clavos que olían como los clavos de olor, madera de la antigua en sus amases de ceras o plastilinas, con su aldaba de hierro y su mirilla conventual, sus grandes balconadas con macetas proclamando las enseñas verdes de los jardines colgantes, o unas sombras de laurel perfilando un bosque imaginario, y sus muchas ventanas, ventanas de habitaciones, ventanas de divanes y ventanas de sótanos donde se maduraban los quesos y los jamones y se refrigeraban los melones de invierno, y donde se guardaban los trastos viejos de labranza y las damajuanas verdes de las aceitunas aliñadas, siendo por los divanes donde se ordenaban las cosas antiguas de los mobiliarios, los espejos cóncavos ya en sus cobres, ya en sus grises, los percheros de los maniquíes y los baúles con los vestidos de los disfraces o las vestiduras del ayer de los bailes de fiesta.

Por la grande, y bella y hermosa e historiada casa de los Pérez-Navero, el caminante austero y soñador, señorial en los señoríos de su lírica, y cariacontecido también, asoma su vellón de oveja y su camiseta sudada por tanto sol y por tanta agua, para asistir al parto literario y rememorativo de don Juan Pérez Navero, el médico veterinario de Porcuna de los años cincuenta, sesenta y setenta, y mira por la mirilla imaginaria de los ayeres enseñados para sentir de sus interiores los calores antiguos de la familia Pérez-Navero, o aquellas visitas de luna que, en algunos días de los años ochenta, hicimos los Poetas Otilinos de Porcuna queriendo encontrar por el aura de las habitaciones de oro el alma de la musa perdida, encerrada en el violonchelo añoso de las músicas sublimes.

Juan Pérez Cabezas nació en Lahiguera, cuando ésta, aún, era la Higuera de Arjona, antes de la independencia de nombre, con su Salado de Arjona- que este no quiso saber de independencia- surcándola en sus campos de olivos y de cereales, un quince de agosto de mil novecientos diecinueve. En esas tierras de Lahiguera de los Galanes, los Mercado, los Zafra y los Barraganes, siendo, en su caso, Pérez el nombre paterno de su nacimiento.
Olivos y cereales formando a Juan Pérez Cabezas en sus procelosas simetrías de las cosas ganaderas: los oficios del campo de los animales en sus menesteres técnicos y sus útiles de academia con vacunas y microscopios.

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Fotografía: César Cruz

Juan Pérez Cabezas, estaba iniciando sus estudios de veterinario en la Universidad de Córdoba, dejando del pueblecito agrícola sus esencias de tierras y labrantías, para fraguarse en Córdoba la conciencia adolescente de las ciudades universitarias, con todos sus trasiegos y todas sus inquietudes, y todas sus rondas nocturnas a la luz de la luna tocándole a las noches la mandolina de las canciones enamoradas, cuando, cursando la Carrera veterinaria le pilló el Alzamiento Nacional del general Franco combatiendo en la hermandad de los combates caseros, de las disputas familiares, que suelen ser las disputas más arriesgadas, el prematuro fallecimiento de su padre lo obligó a retornar a los sitios de Lahiguera, para asumir, tan de pronto y tan repentino, las responsabilidades familiares como cabeza visible de la familia, apenas un muchacho de menos de veinte años, alto y espigado, moreno y de amplios ojos, y aún luciendo juventud como divino tesoro, el alma quieta y las manos prestar para tirar de la casa y de los arreos entre fusiles.

Poco después, acabada la guerra, y todo en su nuevo orden, Juan Pérez Cabezas se licenció de veterinario poniéndole el don académico delante que no gustaba de utilizar, que en su llaneza y en su bonhomía , era el don un don para todas las gentes, y trabajando en sus quehaceres veterinarios, donde el pueblo llano era uno de sus santos y de sus señas, el trato campechano lo elevaba al cielo de las amistades y lo posaba en los suelos de las palabras sencillas y las palmadas sobre las espaldas como un campesino con talega, que en los cantares del gallo, emprende sus tareas agricultoras. Sus primeros pasos como doctor veterinario los empezó a andar en su pueblo natal, la aún Higuera de Arjona, pueblo donde se casó y estableció inicialmente su familia en sus primeros retoños y en todos sus primeros asuntos de sus trabajos y sus convivencias.

Con la insignia del Torreón de la Tercia prendida en el interior cofrecillo de su corazón, para no descabalgar del todo su nacimiento, su casta higuerense, y su cosa campechana y sabida, en el año de mil novecientos cincuenta y siete, y cuando todo se alumbraba aún en el arco triunfalista de la postguerra y todo pertenecía aún al anuncio publicitario y ruinero de las Regiones devastadas, el veterinario Juan Pérez Cabeza, con la reata trasera de la familia y de las mudanzas trasladando sus bártulos, como buhoneros de los caminos con sus casas a cuestas, su hogar y su veterinaría de la Higuera de Arjona a Porcuna, hasta sembrar nueva patria, posesión y quehaceres , en el caserón de piedra, señorial y balconado del número dieciocho del Llanete San Juan, siendo recibido por el invierno de las cosas y las destemplanzas de los momentos, por una Porcuna senil que hacía todo lo posible por volver a ser la Porcuna historiada de aquellos los otros tiempos, con más convivencias y menos derrumbes, con menos ojerizas y más tenderse las manos de la paz.

Por el porche claustral de piedra, recibió el Llanete San Juan a la familia Pérez-Navero, con esa siempre curiosidad de las nuevas vecindades, que eran casi, nuevas poblaciones, mientras los niños del llanete, en guantes y en bufandas, jugaban por entre las piedras de los adoquines a los juegos del arrimaíllo, y por las losas aceradas, el juego de las chanflas se desdibujaba ya del yeso de sus dibujos que lo encerraban en sus marcos hasta esperar la nueva fotografía de los pies calzados, mientras unas manos jardineras podaban y pulían los arriates de las flores, con sus rosales de olor, sus geranios gigantes y sus ramajes de periquitos marchitándose en el invierno de las escarchas, para recibir bien recibido a los nuevos señores de la casa, esa nueva familia que descargaba muebles y enseres de ajuar en el gran claustro inaugural de la gran casona, a la vez que, manos ofrecientes se ganaban las cuatro pesetas del acarreo hacia el gran adentro de los grandes salones, las habitaciones aireadas, los sótanos con sus telarañas y los divanes con sus fantasmas jugando al escondite de las sábanas blancas, convirtiéndose en maniquíes de alambre y de madera, y espiando por los resquicios de los limbos a esa nueva familia dando músicas nuevas a tan silenciosas batallas de espíritus antiguos, mientras, por los patios, naranjos de sol y limoneros de luna, ofrecían verdes y frutos, como quien ofreciera el té de las cinco de la tarde, bajo el parasol de los aleros y un vuelo de golondrinas locas y despistadas, buscando en el reflejo del agua de los charcos la imagen de todos los Narcisos del mundo.

Los Pérez-Navero en Porcuna en sus nuevas vivencias, en sus nuevas calles, en sus nuevas amistades y en sus nuevas costumbres, ocupando palacio presidencial ordenando la arquitectura de las otras casonas de los alrededores y dejando entrar por las ventanas abiertas el tenue sonido, sin más música, que un crujido de la campana de la iglesia de San Juan, ya casi música de réquiem saliendo de la campana como invitando al vecindario al entierro venidero de la iglesia-cochera viviendo sus últimos días y presagiando la muerte estética del antiguo Llanete de San Juan, tan castellano y tan de siempre en esa especie de Plaza del trigo porcunera.

Don Juan Pérez Cabezas en su oficio de veterinario, por los días, por las tardes, por las noches y por las madrugadas de Porcuna, que don Juan Pérez, el veterinario, nunca podía presentir cuando llamarían a la aldaba de su puerta para el parto de una yegua, el parto de una burra o el parto de una vaca, de esos partos dificultosos que hacían imprescindible la presencia del médico-veterinario convertido en partero: el doña Estela de los animales, de los que venían al mundo para formar el gran Arca de Noé de la animalandia porcunera:

-Don Juan, que parece que mi sultana viene con el parto malo y me temo perderla, y ya sabe usted que, vaca que se pierda dineros que menguan, ganancias que no se ganan y leche que no se vende.

-Ea, pues vamos para allá, amigo Herrera, a ver si la hacemos parir a la sultana decentemente su parto y se conservan madre y cría para rato.

-Allí esta despatarrada y mugiendo sus dolores, que son hasta los dolores que yo siento como si fueran propios, sabe usted, que, de entre todas las vacas, la Sultana es la niña de mis ojos y la que más ánforas de leche me llena.

A la vuelta de las esquinas, de todas las esquinas de Porcuna, Porcuna era una granja encerrada en sus casillas, en los corrales de sus casillas, y donde no se alumbraban vacas se alumbraban bueyes, o mulas y borricos, no muchos caballos aún, no más que dos o tres, señoriales y con abolengos de casta, para la romería de mayo, que la cosa porcunera del caballo llegó más tarde con el tiempo y los nuevos monederos, pero sí mucha bestia de carga, y mucha oveja, y mucha cabra: los mundos de las leches ordeñadas, de esas leches naturales que se vendían en las vaquerías, y que iban de las ubres a las bocas deshaciéndose en sus blancos, y que don Juan Pérez Cabezas analizaba a la tenue luz de su despacho, que más que despacho de libros y de papeles, era despacho de leches, de carnes y de vísceras, creando un revoloteo de moscas presentidoras y acechantes, golpeándose voladoras y chirriantes por el envés de los cristales de las ventanas intentando invadir el despacho-laboratorio del veterinario para tomar posesión de los aromas.

Don Juan Pérez a la serena quietud de la abierta penumbra de su despacho, buscándole a las carnes y a los líquidos las anomalías que las echaran para atrás volviendo no comestibles los sólidos y no bebibles los líquidos, en unos tiempos pasados donde escasamente los alimentos recién inaugurados, tras ser animales, tenían males de tirar a los estercoleros, o enterrar en los lejíos del pueblo, que, a la ingesta de los alimentos naturales, esas hierbas de los campos y los huertos, y esas de los lindones, y esas aguas de las frutas y esas carnes de los animales, y esas leches de las ubres, cuando aún no existían ni herbicidas ni pesticidas ni todos esos venenos malintencionados, ni otros inconvenientes de la química, eran las sagradas golosinas de los mundos, y no se sentían los dolores de barriga ni los males por envenenamientos, y las frutas se levaban con las salivas y las carnes con la luz del sol, y si alguna diarrea a destiempo, su Salvacolina, y todo listo para volver a andar los pasos.

Por el matadero municipal, las diarias visitas del veterinario, señor Pérez Cabezas, contemplando en vivo el degüelle y despiece de los animales, corriendo sangres rojas sin más mal que la propia muerte de la sangre, en todo caso, necesaria para otras muertes evitar; y en sus bolsas de plástico, don Juan Pérez Cabezas iba recogiendo las muestras de las vísceras y las muestras de las carnes, para luego, en la tranquilidad oscura y científica de su despacho-laboratorio, quizá con un fondo de música clásica tocando en el tocadiscos, por ejemplo, un aria de Bach, que es música que siempre viene bien para los asuntos graves, ya sean de corazón o ya sean de las entrañas, o de los trabajos meticulosos, don Juan Pérez Cabezas mirando por el ojo de buey de su microscopio, los miles de aumentos de las carnes por si alguna bacteria, por si algún bicho, por si algún inconveniente milimétrico y microscópico andaba entre tanto rojo intentando hacer de la carne comestible, carne de pudridero.

Visitador de las granjas, comunión de los animales, sagradas oraciones de los seres vivos, de los otros seres vivos, vaquerías, cuadras, corrales, cortijos, hijaeras, huertos y arroyos, don Juan Pérez Cabezas, caminando, celiano también; andariego por las periferias de Porcuna en sus campos del Señor y en su coral sonora de los animales, buscándole a la muerte su cosa de alma, a la sanidad su esencia franciscana, y al sacrificio animal, su cosa de alimento, su ancestral mantenimiento, su innata secuencia del crecimiento del mundo. Trajinero en traje de campo y hechuras de la cortijada de los animales, su esencia, su curación y su disponibilidad para el plato sobre la mesa; quizá con el alma encogida y un sentimiento como vegetariano, al contemplar, tanto sacrificio para el necesario vals de las proteínas.

Auscultador de los cuerpos sanos y de los cuerpos difuntos de los animales, animalillo él, también, hecho hombre y pensamiento, y también sentimiento, poniendo medicamentos a los animales enfermos y sellos rojos de tinta hasta proclamar la verdad de los cuerpos comestibles. Peregrino por las ermitas de los animales sueltos y por los puestos de la Plaza de abastos, donde el veterinario era recibido, a veces con alegría, y a veces con congoja, que no se sabía muy bien, donde don Juan Pérez podía poner su daga y su llaga por el bien común de los cenachos de mimbre y las alacenas de las casas, y si pollo con mal color, pollo de estercolero, y si pulmones con rosa extraño, pulmones para quemar y si pescado con bizqueras, pescados para los gatos, con su poca de penilla por las pesetas perdidas pero por la verdad de los alimentos perecederos dados en buena orden y en mejor cochura.

A la flor y al aire de las matanzas madrugadoras, don Juan Pérez Cabezas por las casas de Porcuna o por los cortijos a la luz de las matanzas, saludando a los caseros, a los vecinos, a los festivos y a los matarifes, y a los cochinos recién sacrificados colgados de los ganchos sobre las blancas paredes, que no daba abasto el veterinario para recorrer tantas casas y recoger tantas muestras; llenando bolsas y cenachos hasta formar un convite, y a la espera de los resultados, las magas porcuneras de las especias esperando la voz del caporal de los microscopios para empezar la confección de los embutidos.
Las bolsas de las carnes en el laboratorio del veterinario, analizadas y dados sus vistos buenos con firma y sello, muchas veces eran regaladas al personal del Ayuntamiento que las gastaban en sus ajillos, en sus fritos o en sus guisados, en los saraos domingueros de los cortijos y otro lugares del holgar en jolgorios de carnazas y bebidas; y cuando tocaba arroz, más carne que arroz dentro de los peroles, al igual que a los gaznates iba más vino que cerveza, y colorante de naranja para los remisos de los alcoholes y otras drogas del espíritu.

A don Juan Pérez Cabezas le tocó asistir, en Porcuna, al momento terrible porcunero del ahorcamiento de los perros. Una asistencia impotente y feroz y también silenciosa por el aquel decir de las gentes mayoritarias, ante el desastre animal que se organizó en Porcuna, cuando, desde el Ayuntamiento se emitió y comunicó la circular a todos los que tuvieran perros en sus casas, en sus cuadras o en sus cortijos, que, próximamente, tendrían que pasarse con sus animales de compañía por las cuadras municipales y otros mataderos, para, bajo pago, vacunar contra la rabia a los perros que nunca habían sido vacunados, ni contra la rabia, ni contra el moquillo, ni contra el mal de ojo de los perros con mal de ojo, bajo peso de multa si no se cumplía lo establecido por ley. Y por el pueblo de Porcuna se asistió al terrorífico instante de los perros ahorcados por no querer o no poder o no sufrir pagar las tasas municipales de las animales vacunas. Perros ahorcados por las casas y tirados a los lejíos, perros ahorcados por las vigas de las cuadras y enterrados en los estercoleros, perros ahorcados por los cortijos y tirados a los campos para ser comidos por las alimañas carroñeras nocturnas, perros ahorcados por los olivos de los olivares, y dejados ahí como adorno colgado de un árbol de navidad, mostrando un desfile de muertos a los pasos de las gentes, perros ahorcados por los granados de las huertas, perros ahorcados por las higueras de los huertos, perros despeñados por las canteras, muriendo lentamente sin la más mínima lástima, porque, los perros ya habían dejado de llamarse Toby o Karina, y ahora eran sólo perros a los que había que vacunar y encima, pagar las vacunas. Y hubo por unos días en Porcuna un olor putrefacto de perros ahorcados y un dolor del alma de Juan Pérez, el veterinario, que no se podía creer que pudieran ocurrir esas cosas. Porcuna se quedó vacía de perros y aún tantos perros habiendo, que no había casa sin perro ni perro sin casa, Porcuna se quedó silenciosa de ladridos. Y muchos perros abandonados por los campos y algunos perros merodeando por las callejuelas, famélicos y sedientos, sin explicarse aquel abandono y aquel pasar del amor a la nada, como una pareja feliz que, de repente, ha dejado de quererse:

-Y con tantos cientos y cientos de perros como hay en Porcuna, ¿acaso sólo han quedado cuatro para las vacunas?

-Las gentes no están acostumbradas más que a pagar lo necesario, don Juan, y entre lo necesario, no hay medicinas que para perros valga, pues no son animales de provecho.

-Madre del amor hermoso.

-Sin pecado concebida.

Juan Pérez Cabezas, se hizo en el breve instante de lo que dura un suspiro, porcunero de pro, de la cepa hispana porcunera, y se le pegó el miaque, y el ea como si hubiera tenido su nacimiento en la calle Los Garrotes. Amante de Porcuna, de sus gentes, sus costumbres y su idiosincrasia particular. En su familia, tomó Porcuna la esencia de sus vidas eternas y en Porcuna nacieron y crecieron y se acostumbraron sus sentimientos más profundos y comunicativos, hacia un lugar y unas gentes que lo recibieron como propio y a las que Juan Pérez Cabezas se ofreció en cuerpo y alma para crear la armonía de las manos estrechadas, sin miramientos ni idealismos, y respetando a las personas por encima de las sociedades, y enseñando la capacidad y el esfuerzo a través del trabajo y las cosas bien hechas, fueran cuales fueran las cosas por hacer, si de lo alto, si de lo bajo o si de lo medio: todos iguales y aunque todos distintos.

Porcuna, sus rincones, sus calles, sus fiestas, sus gentes y sus animales, sus charlas de altura, o sus chácharas de portal, formaron la esencia y la parte inseparable de su vida y de la vida de los suyos, y su quehacer cotidiano que transcurría atendiendo a sus animales, en sus vacunaciones, en sus partos, en sus enfermedades, en sus heridas, en la inspección de los alimentos y en los sacrificios, que eran los sacrificios por el bien de la comunidad y por el bien supremo de la salud, en un ir de aquí para allá para estar bien comunicado, bien atento y bien receptivo, y Porcuna lo premió con su reconocimiento, y aquel caserón solo del Llanete San Juan, ya no era el caserón solo, aquel caserón de los fantasmas y las piedras amarillas, sino el hogar de los Pérez-Navero, los que abrían sus puertas para los buenos días y para las tertulias, con el canoro sonido de los canarios amarillos repartiendo sus trinos y sus armonías por el verde de las plantas, mientras don Juan Pérez Cabezas, en los mediodías de la primavera o en las tardes de los otoños, leía sus libros cuando el sol templado iluminaba, más que calentaba. La serenidad tras los trajines y las fatigas de los jornales. El placer de un libro, el placer de una charla, el placer de una copa, bajo un toldo de ojos, un olor de jazmines y un coro de canarios cantando sus arias y sus adagios.

Juan Pérez Cabezas falleció un ocho de abril de mil novecientos ochenta y dos, en la primavera de sus lecturas , en el invierno de sus sesenta y dos años y el abril siempre de sus mejores días por venir, y muchos años por delante que nunca le llegarían, mientras, por las paredes del recuerdo y la memoria de aquellos sus días porcuneros por la casona del Llanete San Juan, parece que ha llegado la noche, esa hora diaria de la noche en que, Juan Pérez Cabeza, templaba la voz, abría la sonrisa y la magnitud y escogía sus palabras para decirle a sus hijos: “Chiquillos: hay que ir pensando en acostarse, que hay que madrugar mañana”
Buenas noches.

Por el Llanete San Juan, una casa sola habla, de un ayer con añoranzas y un destino con asombros, levantando los escombros que dan en arqueología. En el ayer de los días, y en el hoy para mañana, Llanete de las retamas por Llanete de los brillos, aurora de los corrillos de los tiempos de las chanflas. Una foto con nostalgias y una sombra con querencias. Del mundo de las ausencias los rostros necesitados. Del ay de los olvidados, la memoria literaria: Ave María con fraguas y luceros con retratos, y un Juan Pérez dedicado a las almas de las bestias; animales con conciencia y animales con potajes. Veterinario del antes y del después con bozales. La luz de los animales hicieron doctas tus manos: si perro, perro con amo, si vaca, vaca con leche. Caporal de las agrestes ondulaciones del clima, de la cuadra a la pocilga, y del ternero a la alondra. Canario que canta honda la canción de los silbidos, y el sueño de los olvidos y la estrella de las sombras. Los animales te nombran, cual sea su cometido, si es vivo para estar vivo, si es muerto para hacer mesa, que el dolor de las querencias, no es dolor de barriga: una historia conocida, del alimento en la boca. En estas horas que tocan en sus tres de la mañana, cierro tus días y abro, del baúl de los milagros y el alba de los recuerdos, tu esencia de porcunero y tu vida curadora, o tu vida de alimento. De un cuento para otro cuento y de una oda a otra oda, escucho en la caracola de los mares su armonía, y en el ayer de tus días tu nombre en cuatro papeles, salvado de los laureles, que en el laurel de la vida no hay laurel que mejor diga, ni homenaje más sagrado, que el haberme tú ayudado a escribir estas palabras.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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