(1979) El amplio complejo de la Oficina de Emigración de la República francesa de Figueras- hoy Figueres, y a saber mañana…- era tal un campo de concentración nazi, con sus barracones médicos a derecha e izquierda de un descampado amurallado con apenas un par de árboles que apenas daban verdes y menos, sombras, y unos cuantos rosales que mediaban entre el francés y el catalán sin ser ni de lo uno ni de lo otro; unos rosales criados en un desierto, con apenas unas rosas escuchimizadas de colores extraños, colores pasados de tiempo como colores sacados de las viejas tarjetas postales amarillentas, rosas que sólo se podían cortar para regalar en el día mundial del desamor, o para celebrar un divorcio, ese San Valentín contrario, paradójico e infiel; y menos aún para llevarlo en ramo de novia en el intercambio de los anillos nupciales, ya fueran anillos de cobre, o anillos de lagartos.
A derecha e izquierda la dos hileras de barracones nazis, a cuyas puertas verdes- de esperanza extraña- esperaban los administrativos, los médicos y las enfermeras galos, que eran los encargados de realizar a los emigrantes de los sures de España los Reconocimientos médicos- así, con mayúscula, que es como venía en los papeles escrito- antes de cruzar la frontera franco-española, esa línea de montes bajos y viñedos para el cava sembrados en escaleras, esos escasísimos metros que separaban los pueblos de Portbou y Cerbère: el enfrentamiento entre la apatía del tórrido verano de los rastrojos contra los dinerales pagados en francos de los negocios agrarios. Pero el emigrante esperaba siempre, que en cualquier momento, estos sanitarios franceses, con más cara de científicos alemanes de aquellos nazismos, nos cogieran a los emigrantes para destinarnos a los experimentos médicos de los conejillos de indias.
Y uno, o la melancolía, o también la pena, presentía siempre que, tras una de aquellas puertas cerradas a cal y humo, debería estar la cámara de gas, de la que en cualquier momento podría salir una chimenea invisible, ascendiendo como un periscopio, y una multitud de humo dejando por el ambiente magistral del Museo Dalí, ese extraño aroma de huesos carbonizándose, como huelen los huesos quemados de pollo que ardían en los chiscos o en los braseros de antesdeayer. Quizá por eso, en Figueras estaba siempre nublado; por eso quizá, las gentes de Figueras tenían todas unas caras como avinagradas, lánguidas, pesarosas, que iban dictando sentencias para los pobres emigrantes de las profundidades del mapa: era un país extraño el país de Figueras.
Por las techadas aceras de los pabellones médicos, con su algo también de pabellones militares o pabellones carcelarios, bancos de obra en sus ladrillos rojos descoloridos, donde hacer las muchas horas de espera descansadas y recordatorias- que, hasta cruzar la frontera los emigrantes porcuneros, creían estar aún por Porcuna esperando en la Plaza la ocasión de un jornal de urgencia- para los cientos de emigrantes, hombres y mujeres, más hombres que mujeres, bajo el cielo encapotado gironés, y ocupando la verticalidad de las paredes, un sinfín de maletas de plástico, de cuero, de madera, de tela, de cartón, todas con sus candados y todas atadas con sus cuerdas, con sus ramales, con sus sogas o con sus correas.
Cientos de maletas alineadas como para pasar el reconocimiento de un examen de conciencia y compostura, y de donde salían los inconfundibles aromas de los jamones, las morcillas y los chorizos exhibiéndose en el aire figuerense una nostalgia de matanza andaluza o extremeña. Cientos de maletas migratorias como aves de invierno que volaban al sol y que al ser levantadas dejaban en los brazos un peso de latas de conservas, paquetes de arroz, garbanzos, habichuelas y lentejas, y unas manchas de pringues por los suelos, como si hubieran convertido los suelos médicos en suelos de almazara. Cientos de maletas para los cientos de acentos de los emigrantes, Y cientos de mochilas, de bolsos de viaje, de bolsas de plástico y cajas de cartón. Un cargamento exagerado de mulos con corazones de hombres, sin más serones que las manos, los hombros y las espaldas.
A veces, en aquellas horas de espera, llovía una lluvia catalana y cálida, y a los emigrantes les entraba una extraña melancolía, una modorra apesadumbrada que tenía que ver con el amor y con las mañanas de invierno- lo difícil siempre era el antes de la frontera, luego, como que se curaba el alma dibujando sonrisas futuras- Y si acaso salía el sol, también les entraba a los emigrantes otra extraña nostalgia de campos trillados, salmorejos y siestas en camastro. Todo lo más, el cielo nublado los volvía mansos e incluso satisfechos de sus salvavidas condiciones con los pasaportes en las bocas y los pantalones bien amarrados.
Cientos de emigrantes aguardando la hora del Reconocimiento médico francés, que, a veces daba la casualidad de que coincidía en fiesta francesa, española o catalana, que los billetes de tren que enviaban desde Francia tenían sus fechas marcadas sin mirar ningún calendario, y el Centro Nacional de Emigración cerraba sus puertas como en señal de luto más que de fiesta, y ahí nos teníais a los cientos de emigrantes de los sures de España buscando pensiones baratas, hostales de media estrella o habitaciones con cama sin más estrella que una estrella caída en el jardín de una maceta de balcón. Pensiones y hostales de estos de quinientas pesetas donde pasar la noche catalana y festiva. Hostales y pensiones con sus camas dobles o triples en nueve metros cuadrados con sus duchas comunitarias olorosas a jabón y a algo de cera dalisiana. Y el ajetreo quieto y sardanero de las calles silenciosas de Figueras cantándole a la noche su romanza del:
“Baixant de la Font del Gat
Una noía, una noía,
Baixant de la Font del Gat,
Una noía y un soldat”
cantada por una coral de niños mientras por los aire se elevaba la torre humana de un castell adornado con muchas barretinas rojas esperando sus almohadas.
Cientos de emigrantes buscando posada, perdidos, como Jesús y María en un desierto interminable para encontrar el Egipto soñado de los francos franceses.
Cientos de emigrantes esperando junto a sus maletas. Dándose turnos imaginarios que acababan en una relación escrita, y entregando pasaportes verdes y Cartas de llamada, que más parecían cartas de auxilio social, y también, cartas esperanzadas, y, después de todo, cartas agradecidas, si no para besar pies, sí para al menos, un sentimiento amable y una sonrisa muy amplia.
Y todo seguía siendo una melancolía, que poco a poco, se iba volviendo melancolía cansada, soñolienta, lánguida, sedante, indolora.
A la puerta de los barracones las enfermeras llamando guturalmente a los agricultores de las maletas:
-¡Ángel Gutiegez Guano!
- ¡A sus órdenes, mi generala! Y el Ángel Gutiérrez Ruano entraba al barracón sin saber lo que se iba a encontrar dentro, por muchos años que ya hubiera tenido la misma experiencia.
-¡Luis Gagido Gamigez!
Y el Luis Garrido Ramírez cargado con la maleta, o llevándola a la cuerda como si llevara un corderillo lechal que huye del sacrificio, remolón y tierno.
-Dege la valise a l’extegior, pog favog.
Y el Luis dejaba la maleta en el exterior, por favor o sin favor, echándole de vez en cuando una mirada celosa, como si dejara a una amada mirada por tantos ojos.
En las salas de los barracones de los hombres – las mujeres aparte, a pesar de la France- los hombres enfilados esperando el momento del Reconocimiento médico. Los fonendoscopios llegando a los corazones que latían más de la cuenta en un sentimiento de arritmia y de miedo, para comprobar si eran los corazones, corazones sanos para pasar la frontera, o corazones con soplos sin permiso de residencia, esos corazones malamente sonoros que cogían el caminico para atrás, de vuelta al hogar y al verano sin los francos franceses atados por el interior de los calzoncillos, en sus taleguillas blancas almidonadas: eran los desgraciados a los que no se les permitía entrar en Francia, que en Francia querían hombres sanos, y sino alegres, al menos optimistas; los que retornaban al camino de vuelta, en el fondo, apesadumbrados y terribles, lagrimantes, pesarosos, destinados a otra cámara de gas: a la cámara de gas de los rastrojos de trigo y los higos chumbos.
-Pog favog, bagense los pantalones y los slips.
Y las dos filas de hombres, firmes como en cuartel pasando la revisión en traje de paseo, padres, hijos y hasta el espíritu santo de la vergüenza, bajándose los pantalones y los slips para mostrar al doctorado gabacho y napoleónico las hechuras masculinas del afamado macho ibérico patrio, patrio del sur claro, que es de donde emanaba el macho absolutamente ibérico- ahora ya parece que no emana de ningún sitio, afortunadamente, aunque también habrá por ahí ahora, algún que otro, ahora que estamos volviendo a ser, otra vez, los alfredos landas playeros-, y mirando de reojo por si acaso un poco de envidia o un poquillo de risa micropene. Y también, y sobre todo, la sorpresa tremenda y crucial- para la mentalidad de un emigrado a la France, de la modernité y de la espabilé de la vecina de arriba, con tantos siglos de democracia a cuestas- en las voces de las aguerridas, ariscas y guardianas, enfermeras francesas, enseñándonos a aprender, a decir y a recordar, que pasando la frontera existía un vocabulario nuevo, donde se llamaba slip a nuestro querido y patrio calzoncillo blanco, o pantalón blanco de los abuelos. Y al decir esta nueva palabra tan europea, el emigrante empezaba a sentirse en una grata comunión con lo que les esperaba cuando se abriera la imaginaria reja divisoria.
El gustillo aquel de las nuevas palabras modernas aprendidas, para luego lucirse en los corrillos de las gentes en la Feria real, que es cuando volvían muchos de los emigrantes, cargaditos de billetes para el niño de la tómbola.
Los médicos palpaban los testículos y los entremedias de los testículos emigradores, por ver si había algún quebrado, y no quebrado de matemáticas, sino de carnes, para devolverlo al sur a apañárselas como pudiera, o quizá devolviendo a los rastrojos de julio a algún superdotado, por el temor de que fuera capaz de preñar a media población de madamas francesas y parieran niños morenos y con el ea en los labios, lo que también devendría en peligro trágico.
Luego hacían la caridad del reparto de los alimentos, y multiplicaban bolsas de plástico como Jesús multiplicaba los panes y los peces. En bolsas individuales los primeros primores culinarios de la France, los tradicionales y los nunca vistos: un bocadillo de salchichón, sino de la Provence, asimilado, una lata de sardinas y otra lata de atún, una lata de paté, cuando aún lo llamábamos foigrás, un par de porciones de queso de “la Vache qui rit”, una tarrina de confitura, un plátano, una naranja y la gran sorpresa de un botellín de agua embotellada, para nosotros, que todavía andábamos acarreando agua de la Fuente de Cerrajero, aquel adelanto extremo que a los pueblerinos de los olivos nos seguía pareciendo aguas de Marmolejo vendidas a se doña Araceli.
De Portbou a Cerbère, la guardia civil por los vagones del tren de los emigrantes buscando semblantes raros o pantalones vaqueros, aquel tren cuatro latas de hierros mosos, asientos de madera tapizados de plástico azul cobalto, mullido e indoloro, aunque doloro y como con fístula pululando, donde aún se podían abrir las ventanas de cristal para dejar entrar los paisajes corriendo, los que iban y los que venían, los que nos llevaban pobres y nos retornaban con los bolsillos llenos de extraños billetes tan coloridos. Vagones por donde flotaban siempre los humos de los cigarrillos, y por los suelos, desperdigados, los desperdicios de las basuras.
Por Cerbère ¡voila la France, et voila les enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!, y las hablas francesas tan extrañas, tan sutiles, tan pecaminosas, tan laxantes, y Europa desvistiéndose en sus otras cosas, una de las cuales era la libertad, y esa sensación de sentir que no tienes sobre ti unos ojos mirándote, ni unas bocas hablándole a la nada del murmullo.
Los emigrantes descendían de los vagones del tren en sus indumentarias españolas, y los emigrantes notaban tantas diferencias y tantos sentimientos contrapuestos y comparativos y contradictorios también, que creían sentir como alas, escuchando del Mediterráneo entre rocas, el vaivén sensorial de las olas meciendo una cuna de madera y una conciencia distinta, y aún utópica.
Enfilados como para entrar en los barracones carcelarios, y aún siendo jóvenes pareciendo viejos de tan acomplejados, y aún con los primeros pantalones vaqueros cubriendo las piernas y abriendo extremamente las cabezas, los muchachos melenudos, cuando cruzaban la frontera y llegaban a Francia parecían muchachotes aún en calzoncillos blancos, vistiendo panas o telas de tergal, que creían en Janes Joplin cuando en el fondo sentían en Ana María Drack.
Enfilados, asustados, tristes, melancólicos, solos ante tanta gente, solitarios en tantas compañías, atrapados en la incomprensión de la lengua que te hablaban. Los emigrantes cargados con sus maletas, mulos con serones, jáquimas y bozales, no más dejando asomar como una cabeza de burro, que todo lo demás eran cargas de maletas, de bolsas, de macutos, de paquetes. Y de entre toda esa mudanza, la cabeza del emigrante con el pasaporte en la boca y una sonrisa forzada que daba en papel higiénico y un retrete de urgencia por si los acasos musicales de las barrigas, mostrando sus credenciales diplomáticas al señor guardia civil, que era la salida, y la salida fácil, sin problema alguno, como diciendo, allá tú con lo tuyo, y el siguiente, y ante la policía francesa de azul oscuro y como vestidos todos de Fernandel, que aún a dos metros de distancia ya sembraba otra clase de modernidades en acentos raros que en nada recordaba al acento torpe del francés que aprendimos en la escuela.
La policía francesa solía ser severa cuando le venía en gana, según le pillara el cuerpo o según la mirara el tuerto o hubiera pasado y sentido la noche en el lecho nupcial, y para mostrar y demostrar esa severidad elegía al tuntún a este o a aquel emigrante asustado y español para registrarle la maleta, el macuto, la bolsa y la caja de cartón, con lo que le había costao a su señora hacer tan bien hechicos los paquetes.
-Pog favog, abgra la maleta.
Y ahí tenías al paisano desanudando las sogas y abriendo la maleta, la bolsa y la cajeta de cartón, y llenándole al policía el mostrador de toda una tienda ambulante compuesta de jamón, embutidos variados, huesos de jarrete y huesos viejos, badanas en sal, chorizos en rojo, y morcillas en negro, conservas, legumbres, ropas, jabón, champún y cuchillas de afeitar… Un mercado ambulante expuesto ahí ante la cara de la policía francesa como mostrándoles y rogándoles por sus tesoros más preciados, y perfumando el aire con el tufo genial de las matanzas ante tanto perfume francés, todo arrejuntado y oloroso, como para hacer un buen caldo, pasaba que, algunas veces ese caldo no era el caldo de una pelea en broma y la policía francesa requisaba el cargamento, pero sobre todo, los jamones, que nunca se sabía el porqué de esa inquina francesa hacia el jamón español, haciendo con ellos, en las afueras francesas de la estación la gran montaña de los jamones de la Balilla o de Frasquita, amontonados, solitarios y apetitosos, dispuestos para ser prendidos en el fuego de un chisco de San Marcos, y cuando los jamones ardían, los chiflidos de sus grasas ardiéndoles por dentro y por fuera , a los emigrantes nos parecían lagrimillas de pobres llorando la pérdida de sus joyeros con sus diamantes.
Pero al frente estaba Europa, y volver la vista atrás era pecado y recesión. La Europa soñada, la real, la distinta, la que le descubría su verdad al catálogo a color y las inquietudes bárbaras, la que nos alejaba de África y nos abría el mundo como granada del granado que estallaba rociándonos de golpecitos rojos los despertadores de las frentes y las miradas. Y por el frente de esa Europa tan callada, tan desconocida, tan utópica, tan irreal y tan fantástica y tan proclamada, Manuel Benito González Coca, “Manolo Peluso”, el patriarca santanero y benitillo de la emigración dando el paso al frente, enfrentándose al goce de la utopía y de los francos franceses, con su tropilla porcunera detrás, el Ángel, el Manolín y el Alfredo chiquitillo aún, como un adolescente menguo, lírico de Bécquer y narrativo de Galdós, Papa Peluso guiando a la tropa hacía el asalto de la montaña, que si la montaña no venía al emigrante, el emigrante iría a la montaña; plantando sus reales porcuneros en su tan conocida Francia de tantos años ya, incluso en su amada Francia, por qué no, si con el roce le había cogido el cariño aunque ese cariño resultara tan difícil de entender, pero tan sencillo de vivirlo y hasta de sentirlo, y sonara tan raro; su otro país, ya casi convertido en país de adopción y hasta de adaptación, su otra casa, su otro mundo, y hasta su otro yo, su mister Hyde particular, y al fin del acabe francés, su otra alegría, su más alegría, la alegría aquella de los dineros bien ganados tras infinitas horas de trabajos que se anotaban en la libretillas cuadriculadas de los estancos: “día uno, once horas, día dos, dieciséis…” de los trabajos bien pagados, asegurados y con el hecho insólito de los derechos obreros. Dineros bien servidos y mejor labrados y el contento excepcional, no sólo de la vuelta al hogar, sino el tener la sensación y el afecto de los patrones, para volver el año próximo y que la rueda siguiera girando su vuelta por estos mundos. Que sin la ayudica de la Francia, que malos meses se hubieran pasado por el pueblo… Y con tanta calor hasta llegar el invierno, y con tanto camastro y con tantas rabiauras.
-Ea, pues ya estamos aquí- decía Manolo Peluso- asi que, a partir de ahora, a trabajar bien trabajaíco, de la cama árbol y del árbol a la cama, y a escribir muchas cartas, y que los meses acaben pronto, que esto se pasa en una volá, y luego nos alegramos p’al resto del año.
Los caminos de trenes de los emigrantes, de Porcuna a Jaén, de Jaén a Barcelona, de Barcelona a Figueras, de Figueras a Portbou y de Portbou a Cerbère. De Cerbère a Perpignan y de Perpignan a Narbone, de Narbone a Montpellier y de Montpellier a Avignon hasta llegar a Valence, Manolo Peluso y su tropilla cargados de maletas hasta los ojos cambiando de un tren para otro tren hasta llegar al destino: cuatro mulos corriendo cargados de serones y sin perder las composturas. Dos días de viajes y un par de kilos de menos pero siempre esperanzados en el sonar de los francos y los seguros sociales.
(1935) El abuelo Peluso, el don Manuel republicano, el que emigró al Buenos Aires querido en los principios del siglo XX, y se trajo para Porcuna un tango y una modernidad parisina y muchas monedas de oro dentro del morral del barco que lo trujo navegando por los mares, el abuelo Peluso, el de la taberna de San Benito, 26 y vivienda en el número 24, el de la copla carnavalera, el prestamista judaico de los duros de plata y las semillas de las cosechas para los capapardas entredudas, entredeudas y empellizados de las muchas tierras calmas y las ganancias menguas, le prometió a su hijo menor, Manuel Benito, que de grande, lo mandaría a la universidad para que estudiara una carrera universitaria que lo convirtiera en un hombre de provecho que lo alejaran de las rudas sementeras de los arados o las barras de taberna, para igualarlo en nombre y categoría, a la otra rama de “Los Pelusos”, la de los ilustres, los hacendados, los instruidos, los aristócratas de mantel y vajilla de plata, para entablar corresponsalías altitudes y embajadas con la rama familiar de los diputados, los terratenientes y los boticarios con botica.
(1937) Pero estalló la guerra y vinieron las proclamas, el intercambio de las banderas, de los himnos y de los odios antiguos del Duelo a garrotazos de Goya mirándose de reojo, con estrabismo y muchas dioptrías, y el niño Manuel Benito refugiado en Jaén, recogido en una casa de señores republicanos, con criadas, piano cola y té de las cinco, de allá por la calle Llana, donde el niño Peluso recontaba las perrillas de la ayuda familiar y la golosina barata sin tener que perdigüeñar nada ni a nadie, voceando y vendiendo los periódicos republicanos, con su pantalón corto, su camisetilla blanca, sus tirantes elásticos, sus sandalias de goma y su gorrilla chulapa, donde escribía Miguel Hernández, y al que de vez en cuando veía por la Casa del pueblo, y le regalaba un caramelo de limón y un besillo en los churretes que sonaba como un verso yuntero.
Luego el refugio en Albanchez de Úbeda, recogido en la casa de unos hortelanos, y sus hermanos en otras casas y con otros hortelanos, en el pueblo blanco por donde no pasó la guerra, ni se vieron los aviones, ni se oyeron los tiros de los fusilamientos. Un pueblo perdido y lleno de huertas donde el niño Manuel Benito ayudaba a los hortelanos en la recogida de las frutas y las hortalizas, con su borriquillo plateado llevado de la rienda por los bordes de las acequias, mientras seguía voceando titulares de periódicos como si cantara una tonadilla o un canto de libertad.
Al retornar a casa en el 1939 a Manuel Benito González Coca se le trunco y tronchó la carrera universitaria, como al pedigrí de la casa del abuelo Peluso se le truncó la alegría y los blasones ilusorios, para pasar a dibujar la extraña laxitud de las conciencias por los suelos y las ganancias robadas. Se perdieron las rentas, se malvendieron las tierras; otras tierras fueron robadas, capapardamente usurpadas por las huestes nacionales de las tierras colindantes por el tronío terrero de las lindes y los bandos vencidos, las que entraron por San Benito 24 y 26, como entraron meses atrás las tropas moras, las que comenzaron a desnudar a la octogenaria abuela Saturnina, de negro y oro, para violarla sin miramientos ni cortapisas, hasta que se pusieron en pie los vecinos de las casas ante esa crueldad mora, y espantaron a los sarracenos enseñando crucifijos, rezando oraciones y enseñando patrias, mientras la abuela Saturnina, temblando como frío se tapaba las arrugas con la enaguilla blanca de encajes. Los ladrones oficiales del régimen entraron en San Benito 24 y 26 para provocar el caos de las cosas robadas. Se llevaron la gramola cantora y la radio con chirridos, los mármoles del mostrador de la taberna y las mesas y las sillas de madera, se llevaron los papeles de propiedad para cambiarles el nombre y hacer proclamarse propietarios nuevos de las tierras; se quemaron los billetes republicanos y las monedas de lata dejando la casa en la casa rota y en la banca rota las alcancías bancarias. Los capapardas vencedores del conflicto se negaron a pagarle al abuelo Peluso, que ya no era el Manolo Peluso padre sino el rojo Peluso, las muchas deudas acumuladas, los muchos préstamos y las muchas trampas judías. Cuando todos los ladrones con sus banderas nuevas y sus amplias gulas salieron de la taberna de San Benito, asolada, desolada, derrumbada, vejada, triste y con tantas gentes dentro, dejaron una soga sobre el brocal del pozo, con la que el derrotado y robado abuelo Peluso se quitó la vida en un olivo de un estacar de Alfredo Callado, su futuro consuegro, también doloso y encarcelado, por la Huerta del Comendador, al que luego tambien le quitaron las faneguillas de olivos donde el abuelo Peluso sentenció su extraña paz. Y Manuel Benito González Coca se quedó sin universidad, sin carrera universitaria, sin gramola, sin radio y sin mostrador de mármol; cambió el futuro traje universitario por un pantalón de pana y blusón pajizo de niño con el pelo rapado de los simpiojos, y empezó en un cortijo, y de lástima, la guardaduría de los cochinos del capaparda vencedor, ladrón y usurero, por un trozo de pan y un colchón de paja, y aunque mucha luna por el cielo, demasiada noche siempre…
Y sus momentos intelectuales en que Manuel Benito empezó a leer y a escribir con primorosa caligrafía, con una mano en los cochinos y la otra en las enseñanza del letrado casero, caligrafía educada también por alguna clase nocturna de don José Jalón, que en gran estima lo tenía, cuando el benjamín de los Pelusos volvía a casa del cortijo para los cambios de ropa o alguna fiesta de guardar, que siempre en Manuel Benito anidó la benigna mano del aprendizaje, ese afán de conocer los mundos del mundo, las historias del mundo, y pedía enciclopedias para conocer a las gentes y los pensamientos de las gentes, mapas del mundo para hacerse su álbum de países, y las gozosas matemáticas de las estadísticas por donde aparecían los números dibujando sus hermosas palabras árabes.
Y luego le llegaron los años y se acumularon las vivencias y las convivencias con su Marina, su Manolín, su Eduardo y su Alfredo, y el siempre recuerdo de la niña Marina que murió sietemesina en Elche rodeada de palmeras e iberas damas de piedra, y le llegaron los trabajos mal pagados hasta dar con Manuel Benito de Porcuna en el Manuel Benito de la maleta de un país a otro, que si Alemania, que si Suiza, que si Francia…
(1979) A Manuel Benito González Coca, el Papa Peluso de esta historia fronteriza y agrícola, se le abrían las fronteras y se le dibujaban mariposas por la mente y mariposillas por el estómago, y muchos brillos de vuelos por los ojos; un vértigo agradecido y sentimental que le diseñaba los apacibles buenos futuros de trabajos y monedas, a pesar del dolor dejado atrás, ese dolor extraño de la viuda temporal sin viudedad alguna, aunque con muchos presentimientos extraños, arracimada bajo el emparrado verde que daba entrada a la cuadra de la Casa grande, con conejos y gallinas para pasar el buen verano de la mujer del emigrante, y tirando del salario del Eduardo hijo, y algunas pesetillas ahorradas de la aceituna, hasta que volviera el emigrante con su maleta de madera; la Marina de las alegres rosas en sus bambos estampados y las veraniegas babuchas con calaicos para el refrigerio de los pies. Y siempre esperando cartas…
Papa Peluso siempre se asombraba cuando la frontera dejaba atrás lo medieval, caminero y oratorio de la España aún franquista, aún y a pesar de todo, y ante él se le abría la modernidad y el progreso de la Europa de los mapas, las enciclopedias y las tarjetas postales, la fantástica, la clementísima, la asombrosa, la laica, la costumbrista pero moderna, mientras balbuceaba su peculiar gramática del francés, pero que la entendía todo el mundo, aunque, a veces, parecía que sólo la entendiera él solo y el monsieur Blanc, Jean Claude, el patrón de los paraísos frutales, pero que lo comprendía todo, desde el alabe al insulto, pasando por todos sus intermedios. Y lo que no se decía, para lo que no tenía palabras que confrontar, o no las había aprendido aún, lo señalaba con el dedo, o hacía la gracia coral de los mímicos geniales, y así, más o menos, todo se lo apañaba bien, y sino, unas carcajadas, que era el lenguaje universal de la comprensión. Desde el esto del aquello balbuceando su francés, del que Moliere se echaba las manos a la cabeza, pero que, las gentes del campo de la Drôme, los paysans de las bajas montañas frutales, aplaudían en sus esfuerzos y hasta en sus gracias con el pastís de los mediodías y las tardes apresuradas.
Francia, para el hombre de la maleta con tomiza, esa maleta de madera que le fabricó Jesús Pérez cuando aquel tiempo del servicio militar, para el pueblerino ilustrado de las cosas esenciales y de las que no lo eran tanto, aquel con su bigotillo entrecano, su libreta de notas y su bolígrafo plateado, el de las tardes con la brisca en la taberna del Motoso, el de los campos de trigo y las matalahúvas en el pedacillo de tierra de Benito Morente, el de los silencios y los presagios malos, Francia, la Francia republicana, libre, liberal, solidaria, democrática vieja con canas y de De Gaulle, el otro mundo, la otredad, la del oui y la del non. La del merçi y el s’il vous plaît, que Manolo Peluso pronunciaba “sil vu cuplé” con un cachondeo tabernil a lo Olga Ramos, era el país de los asombros aún en sus paisajes pueblerinos, donde toda la vida era una vida de paisanos y agricultores en monos azules y en boinas, las sensaciones se percibían de otras formas, de otras maneras. Papa Peluso se asombraba de la modernidad y las culturas, donde el paisano viejo, por mucha boina y por mucho azul de mono y mucha agricultura de tractor remolquero, era hombre que leía todos los días la prensa, ya fuera la prensa amarillenta del Dauphiné Libéré, y poseía una buena biblioteca con los clásicos franceses del siglo de oro francés del XIX en el lugar de invierno de la chimenea, y en los ratos del asueto, asombraba al porcunero, ayudando a su madame en las tareas del hogar, con escoba o con tendedero, o arreglando las florecillas del jardín, labores femeninas que el emigrante de Porcuna tardó en comprender, pero comprendió, poniéndolas en práctica en su casa de Santa Ana.
Papa Peluso se asombraba de los buenos trenes franceses, de las excelentes autopistas, de los grandes supermercados y las grandes superficies comerciales, y se asombraba de la educación en las maneras y en los conceptos, donde siempre se daban los buenos días estrechando las manos, todo se pedía por favor y la palabra gracias, siempre presente, era palabra que comenzaba a enseñarse desde el nacimiento, cuando venía del país de los trenecillos de juguete, las carreteras como caminos de polvo, las tiendas callejeras como si en ellas se jugara a las casicas de juguete, y había todavía como una especie de pudor macho y asexuado que prescindía del gracias y el por favor como si dieran vergüenza o un toque de femenino.
Por Beaumont Monteux, una pequeña comuna de cien casillas típicas provenzales en sus colores ocres, en sus marrones pálidos, con su monumento a los héroes de la Segunda guerra mundial en un jardincillo con verdes y con árboles, con su corona de flores con la bandera francesa brillando en sus tres colores, jardines cuidados en sus flores de temporada, su pequeña tienda que era una tienda de todo y su escueto bar-restaurante, con su mesa de billar y su máquina de bolas donde las pocas juventudes del pueblo disfrutaban de los fines de semana bailando las canciones pachangueras de Debut de Soiree, Lagaf o The Gipsy Kings; su oficina de la Poste llena de cartas migratorias vestidas de extrañas golondrinas blancas. Algunos viejas y algunos viejos que se asomaban a las puertas de sus casas adornadas con floraciones de gitanillas francesas para ver la anual llegada de los emigrantes españoles, portugueses, argelinos, marroquíes y tunecinos, para más tarde ser polacos y ucranianos, cuando la emigración española declinó y en España se abrían los mundos de los trabajos, de las buenas oportunidades laborales y otros ensueños que el tiempo colocó en su traste y disloque. Viejos y viejas asomados a sus puertas contemplando el tráfico de tanta maleta atada con ramales y de tantos olores a embutidos de matanza emanando de las cajas de cartón.
Una cabina telefónica con su teléfono único, donde siempre había una larga cola de emigrantes para hablar con los hogares de sus países, bicicletas de lance ordenadas simétricamente, despintadas, con los faros rotos, muchas linternas atadas para el cruce nocturno de los caminos y los timbres sin sonido, y los sillines forrados con viejos jerseys de lana. Y al fondo el Ayuntamiento, nuevo, señorial, opalescente, todo lleno de escaparates de cristal e irisados espejitos donde se peinaban las greñas sudorosas los emigrantes domingueros en las tardes de los descansos, y al lado, el chalecillo del exiliado republicano español, aquel que decía que nunca más volvería a España, y que, a pesar de tantos años ya de exilio seguía sin adaptarse a la lengua de adopción y pronunciaba una mezcla fonética de lenguas y de dialectos hasta formar la palabra sonora y más o menos entendible:
-Entonces, ni por las vacaciones de verano vuelve a usted a España, monsieur Garrido.
-Hasta que no muera Franco, nanay de la Chine, mon amour.
-Ya lleva varios años en el Valle de los Caídos, monsieur Garrido.
-Eso es lo que vosotros os creéis…pandilla de ilusos y pardillos, que os la siguen dando con queso, y queso duro y rancio.
El río L’Isère, caudaloso y olorente, bravo y eléctrico en su dignidad de gran río con barquillas de madera pescando sus peces gato, que nunca maullaban y eran sosos al paladar español, más acostumbrado a la sardina y al boquerón plateado. Abiertas las contrapuertas para inaugurar las cataratas artificiales en sus aguas sonoras y espumosas. El río que separaba como una mano pequeña de puentes, las dos poblaciones melocotoneras, Beumont Monteux y Châteauneuf-sur-L’Isère, donde estaba el médico y el practicante de las inyecciones. Algunos lagos drenados y adecentados con arenas de mar para convertirse en las playas interiores de los veranos multitudinarios, con sus muchas arboledas y sus muchos guijarros, el lago de l’Aiguille, más campesino y gremial, y el lago de Turnon, como con más realengo o autoestima, y ya más de Rhône que d’Isère, donde los emigrantes de la correa bajo el pecho y los pudores sobre el alma, contemplaban atónitos las tetillas al aire de las impúdicas bañistas francesas para la alegría manirrota de los sueños nocturnos.
Y por los campos muchas villas asomando, muchos chalés, muchas fermes y muchas casonas con las paredes de guijarros, las contraventanas de madera y las chimeneas con humos, y un castillo al fondo, metido entre las arboledas ocultadoras subastando sus adentros con cuadros de Sorolla, Solana y Dalí a precio de ganga y ruina aristocrática.
Campos de frutales: cerezas, melocotones, albaricoques, kiwis, viñas, manzanos, perales, y sembradíos de soja, de mijo, de maíz y de heno. Y una libertad campestre alucinante y alucinada. Y mucho regadío bailando en los surtidores de hierro, las tierras firmes de los sembrados, tierras que no eran tierras, tierras que eran arenales de monte, expoliado a la naturaleza de los bosques hasta crear el paraiso artificial de los árboles frutales. Tierra estéril, arenales sin calidad, donde nunca se hundían los pies por muchos miles de litros de las abundantes aguas alpinas que la mojaran, y a la que sólo el agua hacía productiva, tierra que parecía asfaltada en carretera por donde corrían las liebres, las perdices y los faisanes con sus crías, mientras por los bosquecillos correteaban los lobos, los zorros y las serpientes silvantes para la escopeta de Jean-Pierre Vossier, el cazador de aquellos montes, el caballista del caballo blanco, el tractorista del patrón, el bombero siempre de servicio, el bebedor del pastís y la novia pastelera.
Por los campos del agua, Manuel Benito y su cuadrilla de especialistas melocotoneros, de la ferme de los señores Blanc, Jean-Claude y Marie-Théresè, los amables patrones modernos, que trabajaban con el obrero y regalaban cada sábado a la cuadrilla de Manuel Benito, un conejo o un pollo y unos pastelillos franceses que se deshacían en la boca, y a los que, Manolo Peluso ofrecía gazpacho, salmorejo, algunas lonchas de jamón y tortilla de patatas, una ofrenda patria y alimenticia, desconocida y golosa por las tierras de la Vichysua, los tomates rellenos de arroz y las cremas de menta.
Para Manuel Benito, el Manuel Benito emigrante por los campos de la Drôme y el Bois de Fardel, de espliegos y de lavandas, castañas salvajes, zarzamoras para las confituras, endrinas para los alcoholes, y nogales en sus nueces verdes olorosas a laurel, que dejaban en las manos sus manchas oscuras, y en la boca el extraño sabor de los manjares de leche, no había cosa más hermosa, tras los trabajos, que esperar al cartero con las cartas de España. Lo primero que hacía el emigrante, nada más llegar a la chambre al mediodía, tras los trabajos, era mirar el buzón de correos para reconocer las letras queridas.
-Monsieur González, aujourd’hui, trois lettres de la femme!!!
-C’est bon ça.
Las cartas llegaban de una en una, de dos en dos o de tres en tres, dependiendo siempre de la prisa o el retraso, retraso que era siempre retraso español, que de la frontera a casa, total, un par de suspiros. Las cartas con sus muchos sellos y sus muchos papeles escritos donde la mama informaba sobre los veranos de Porcuna y las necesidades precisas, las vueltas prontas y los bolsillos llenos; cartas llenas de imágenes de melones, alcaparrones en agua, ensaladas de lechuga con mucho caldo y de los ponches preparados para celebrar la feria, y mucho calor de puertas afuera, y mucho amor de puertas adentro.
A Papa Peluso, por las tierras francesas, le llamaban “le Padre”, y con le Padre se quedó; le Padre para distinguirlo del otro Manuel, el hijo, y le Padre por aquí y le Padre por allá, muy querido, y muy respetado, en sus trabajos y en sus composturas. Y el Padre era conocido en todo el departamento veintiséis, y en todos los contornos que circundaban los campos frutales, de Chanos –Curson a Tain, de L’Hermitage a Romans, y de Romans a Pont de L’Isère, y al afamado padre lo venían a visitar los lugareños expatriados, los hijos de los exiliados y los españoles asentados definitivamente en Francia para charlar de las cosas del país y tomarse unos vasos de vino tinto y unos taquitos de jamón, y a los que Manolo Peluso regalaba cajetillas de cigarrillos Celtas con filtro como una ofrenda de adivinanza patria.
Por el chambre del emigrante, cuarenta metros cuadrados sin separaciones, el suelo de madera y el techo con vigas enormes de álamo negro pintadas de cal. Cuatro camas al fondo con sus sabanas de entretiempo y sus edredones para las noches del frío provenzal, un armario de mueble para las ropas de bonito y otro armario empotrado para las ropas de faena, las botas de agua y los impermeables verdes, y dos mesitas de noche para colocar las fotos de la familia, los ceniceros y las cartas recibidas. Y las maletas al aire visto de los ojos, que el emigrante no era de esconder la maleta debajo de la cama, sino tenerla a la vista, como una urgencia, como si tuviera que salir a prisi corriendo, temiendo que al tener la maleta escondida los días se le pudieran hacer más largos, pasaran lentos, febriles y cariacontecidos, o se pudieran olvidar los mejores recuerdos, esos recuerdos que siempre estaban dentro de la maleta junto con otros espíritus invisibles y torturadores.
Un hogar con cuatro fuegos y una botella de gas, amarilla y pesada, el lavadero de los platos y el aseo de las caras y los afeitados mañaneros con su espejito cariado sellado con esparadrapo. Una mesa rectangular con su hule floreado y seis sillas de madera, y un sillón rojo de plástico, cómodo y pegajoso. Una alacena llena de legumbres y un mueble lleno de conservas. Un frigorífico con carnes y botellas de vino tinto, y por el techo colgados, los jamones, los chorizos, las morcillas y los salchichones. Dos ventanas al campo por donde entraban los melocotoneros en sus hojas verdes y en sus frutos rojos, las viñas con sus racimos de uvas formándose, los manzanos con sus manzanitas niñas y los espárragos trigueros apareciendo salvajes de entre los troncos, y muchos aromas de media montaña en sus plantas aromáticas de menta, poleo, lavanda y tomillo salvaje, que recolectábamos de los caminos para hacer las infusiones de las tardes.
Y bajando la escalera una ducha en cabina esmaltada en blanco, con su agua caliente y su agua fría, otra modernidad más que hacía olvidar los baños en pila o en barreño de lata.
Y siempre el sentir del agua cantando en los surtidores, y el croar nocturno de las ranas cantándole a la luna sus versos enamorados, unas músicas frescales compitiendo con las canciones que salían del radiocasé, donde siempre sonaban las voces de Juanito Valderrama, Antonio Molina o la Niña de la Puebla, o los chiste de Cassen o de Arévalo, o la emisora de Radio Nostalgie dejando por el aire de la chambre sus gozosas melodías de la Chanson française, bohemia y parisina, de Maurice Chevalier o de Edith Piaf.
A Manuel Benito González Coca, de siempre le llamaban el Padre, dicho quedó, por aquello de distinguirlo del hijo, el otro Manuel, el Manolín, al que francesamente llamaban Enmanuelle o Manolán, y como el Padre era conocido por todos los alrededores de los campos patronales, de donde venían a verlo los emigrados o los del lugar.
En algunas tardes de julio, Manolo Peluso y su cuadrilla se acercaban hasta Tournon para esperar la llegada de los ciclistas del Tour de Francia que se adentraban en las subidas a las montañas, para ver como rayos, en instantes de segundos, los sudorosos dorsales de Ocaña, Delgado, Indurain o Lejarreta, al que los franceses pronunciaban “Legageta”, respondiendo Manolo Peluso.
-Como se os atrancan las erres, preciso es que os den unas buenas clases de pronunciación, espabilaos.
Y a ver al Padre venían gentes de los campos de Saint Marcel, exiliados de la guerra, emigrantes asentados o emigrantes eminentes que plantaron definitivamente por esas tierras sus fueros y sus costumbres, pasando de temporeros a ciudadanos con chalecillo, Carta de residencia y voto municipal. Venían a ver al famoso Padre, y el Padre los invitaba, a veces, a un buen cocido bien guisado o a su famoso arroz que sabía a carne aunque carne no llevara, que era Manolo Peluso cocinero de postín en sus platos más esenciales, los que le enseñó a cocinar su Marina en las vísperas de las esperas, los platos del mediodía, que para la noche sencillo, huevos fritos con patatas a los que se apuntaban los jóvenes de las montañas que residían chez Blanc en los meses de cosecha. O se bebían el vino caguetoso en la balconada de la chambre, subiendo las escaleras metálicas y anaranjadas, donde siempre había algunas macetas con claveles chinos y moradas petunias olorosas y bellas colocadas por los salientes de los poyos, que en los descansos de los trabajos escuchaban versos lánguidos, tristes y melancólicos recitados por el poeta, agreste y seglar, ensoñador y callado.
Y tantas horas de trabajo en los lomos de Manuel Benito, desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, con apenas el descanso para el almuerzo del potaje y el postre de las mermeladas recientes o las frutas más jugosas, aquellas que creaban sus azúcares enganchadas a las ramas. Horas y más horas en la recolección de los frutos, sabiendo que cada fruto iba dejando sus francos en la alcancía de los bolsillos hasta que, pasados los meses, la alcancía rebosaba y las monedas se cambiaban por billetes, aquellos primorosos billetes que abultaban poco pero multiplicaban mucho al cambio por las lánguidas y pobres pesetas, subiendo hacia arriba como un bizcocho de borracho en el horno.
Por los campos de Beaumont Monteux, el emigrante Manolo Peluso en sus horas y en sus trabajos, con sus almuerzos franceses a las doce y sus cenas españolas a las diez, y en el entremedias de las tardes, la balconada de hierro con su mesa puesta y sus botellas de vino, donde el padre, el Manolín y el Ángel “El Moni” se reconvertían en porcuneros esperadores y dicharacheros, porcuneros de taberna con brisca o julepe en la baraja española, donde todas las charlas eran charlas que hablaban de la nostalgia, el reajuste de las horas trabajadas y los dineros ganados para juntar un buen fardo, y la ilusión del mañana, y cuando la Feria, voy a hacer un esto o voy a hacer un lo otro, por ejemplo, un buen pollo asado comido con música de baile y cacharritos marchando; pagar trampas y construir futuros, donde no todo fuera aceituna y cuatro peones de quema de ramón, o suelos por los olivos.
Y de vez en cuando una fiestecilla francesa y comilona; una oveja rellena de garbanzos y golosinas en el chalecillo de la amable familia Vossier, monsieur Pierrot, el cocinero del manicomio, bueno como pan, gracioso como cabrilla, bebedor de Pastis 51, y madame Mari Lou, trabajadora de Chez Blanc, inquieta y amable, cocinando ratatuille y criando perros y aves y hasta jabalíes de monte hasta al monte devolverlos o asarlos a la lumbre, y Valerie y Jean Pierre y Bruno y Cristine, y los acompañantes de las villas colindantes acompañando en la fiesta con sus adolescentes carcajadas. O en la casa de los Brets, por la ville de Romans separada por un puente, donde Elena, Patrick, Alain y sus familias españolas brindábamos con vino del lugar comiendo comidas del lugar con alguna esencia española; o el pastis de las tardes chez monsieur Cheval, donde trabajaba Ángel, sentados a la puerta de la ferme contemplando los verdes horizontes y sintiendo la música de los surtidores del agua regando las arenas, y con la madre de monsieur Cheval, chocha y dicharachera, diciendo sus romances y sus plegarias de leyenda en la provenzal y crucigrámica lengua de OC.
Y cuando la noche daba sus horas en el reloj de los corazones, y el recogimiento se hacia ideal para el descanso, el emigrante Peluso y su cuadrilla de artistas agrarios, apoyados en la mesa rectangular o haciendo mesa con silla, escribían las largas cartas a las familias, a las mujeres y a los hijos, derramando alguna lágrima que convertía la tinta en estampa de acuarela. Luego se apagaban las luces y todo era un sonar de ronquidos y suspiros compitiendo con la música de los surtidores y el croar de las ranas entrando por las ventanas. Mientras por el fondo más lejano se escuchaba la armonía soñadora de un tren silbando sus trinos, y así el emigrante se adormecía para soñar que ese tren, en no pasando muchos días, lo devolvería a su hogar de Santa Ana para inundar de alegrías y de billetes franceses los floreados delantales de su Marina Callado.
Las maletas migratorias descubriendo sus creencias. La medicina francesa indagando en los sureños la duda de los ensueños de las pestes africanas: una modorra sin hadas, una nada con sus dudas. El placer de las oscuras caminatas de los pobres. Si viento norte con norte, si viento sur con hambrunas, las cuatro o cinco aceitunas y un colchón para los sueños. Manuel Benito arriero de los caminos de hierro. Abajo trochas y yerros, arriba campos y soles. En el andar muchas flores y dos caricias lejanas. El emigrante proclama de las tardes su alegría, tras diez horas de fatigas, el descanso de las cartas y el vino rojo Burdeos. Peluso con los arqueros de las longas caminatas. Peluso de las fogatas y los frutos provenzales. Navegan tus ideales por la idea de la razón. Mi Peluso cabezón como ha de ser buen Peluso, mitad listo, mitad iluso, mitad soldado de ciencia, sin más saber ni creencia que una abierta enciclopedia. Manuel de las horas quietas en las altas inquietudes. Dibujador de virtudes y cuentas en las libretas. Aprendiz de las concretas circunstancias de la vida. Enseñante de las idas y las venidas francesas. Aurora de tu conciencia los buenos pasos seguidos, los mismos, los permitidos, los que te quiso el destino; al pan pan y al vino vino, y al ayer, flor y mortaja, y en el baile de la alianza tu Marina floreciendo. Peluso de los abiertos encendidos del saber, vas del hoy hacia el ayer, y del ayer al mañana, con una risa de escarcha y un pasar como flotando por el limbo de los casos y el sonar de la zambomba.
Te persiguieron las sombras de las cabezas rapadas y te maltrató la nada cuando todo te era bello. La cabeza con sombrero y en los dedos la añoranza, una gramola con danzas y un aura universitaria. Te robaron las estancias y te vistieron las dunas, con cuatro o cinco aceitunas y arenales del desierto. Ibas del todo a lo cierto y en lo incierto te quedaste, sin rechistar ni un instante, sin volver la vista atrás. Los ojos en el más allá del futuro con campanas. Manuel Benito proclama su vida como un atino, mitad rosa, mitad vino, mitad pena y alegría. En las horas de mis días planto yo tu luz eterna. Aurora de mi conciencia, memoria de mi poesía, timón de mi rebeldía y perfume de mi estancia. En estas horas tan mansas de verte así, viejecillo, doy un paso a ti y te digo, de todo lo por decir, muchísimas gracias, Papa.
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Fotografía: Alfredo González Callado |
A derecha e izquierda la dos hileras de barracones nazis, a cuyas puertas verdes- de esperanza extraña- esperaban los administrativos, los médicos y las enfermeras galos, que eran los encargados de realizar a los emigrantes de los sures de España los Reconocimientos médicos- así, con mayúscula, que es como venía en los papeles escrito- antes de cruzar la frontera franco-española, esa línea de montes bajos y viñedos para el cava sembrados en escaleras, esos escasísimos metros que separaban los pueblos de Portbou y Cerbère: el enfrentamiento entre la apatía del tórrido verano de los rastrojos contra los dinerales pagados en francos de los negocios agrarios. Pero el emigrante esperaba siempre, que en cualquier momento, estos sanitarios franceses, con más cara de científicos alemanes de aquellos nazismos, nos cogieran a los emigrantes para destinarnos a los experimentos médicos de los conejillos de indias.
Y uno, o la melancolía, o también la pena, presentía siempre que, tras una de aquellas puertas cerradas a cal y humo, debería estar la cámara de gas, de la que en cualquier momento podría salir una chimenea invisible, ascendiendo como un periscopio, y una multitud de humo dejando por el ambiente magistral del Museo Dalí, ese extraño aroma de huesos carbonizándose, como huelen los huesos quemados de pollo que ardían en los chiscos o en los braseros de antesdeayer. Quizá por eso, en Figueras estaba siempre nublado; por eso quizá, las gentes de Figueras tenían todas unas caras como avinagradas, lánguidas, pesarosas, que iban dictando sentencias para los pobres emigrantes de las profundidades del mapa: era un país extraño el país de Figueras.
Por las techadas aceras de los pabellones médicos, con su algo también de pabellones militares o pabellones carcelarios, bancos de obra en sus ladrillos rojos descoloridos, donde hacer las muchas horas de espera descansadas y recordatorias- que, hasta cruzar la frontera los emigrantes porcuneros, creían estar aún por Porcuna esperando en la Plaza la ocasión de un jornal de urgencia- para los cientos de emigrantes, hombres y mujeres, más hombres que mujeres, bajo el cielo encapotado gironés, y ocupando la verticalidad de las paredes, un sinfín de maletas de plástico, de cuero, de madera, de tela, de cartón, todas con sus candados y todas atadas con sus cuerdas, con sus ramales, con sus sogas o con sus correas.
Cientos de maletas alineadas como para pasar el reconocimiento de un examen de conciencia y compostura, y de donde salían los inconfundibles aromas de los jamones, las morcillas y los chorizos exhibiéndose en el aire figuerense una nostalgia de matanza andaluza o extremeña. Cientos de maletas migratorias como aves de invierno que volaban al sol y que al ser levantadas dejaban en los brazos un peso de latas de conservas, paquetes de arroz, garbanzos, habichuelas y lentejas, y unas manchas de pringues por los suelos, como si hubieran convertido los suelos médicos en suelos de almazara. Cientos de maletas para los cientos de acentos de los emigrantes, Y cientos de mochilas, de bolsos de viaje, de bolsas de plástico y cajas de cartón. Un cargamento exagerado de mulos con corazones de hombres, sin más serones que las manos, los hombros y las espaldas.
A veces, en aquellas horas de espera, llovía una lluvia catalana y cálida, y a los emigrantes les entraba una extraña melancolía, una modorra apesadumbrada que tenía que ver con el amor y con las mañanas de invierno- lo difícil siempre era el antes de la frontera, luego, como que se curaba el alma dibujando sonrisas futuras- Y si acaso salía el sol, también les entraba a los emigrantes otra extraña nostalgia de campos trillados, salmorejos y siestas en camastro. Todo lo más, el cielo nublado los volvía mansos e incluso satisfechos de sus salvavidas condiciones con los pasaportes en las bocas y los pantalones bien amarrados.
Cientos de emigrantes aguardando la hora del Reconocimiento médico francés, que, a veces daba la casualidad de que coincidía en fiesta francesa, española o catalana, que los billetes de tren que enviaban desde Francia tenían sus fechas marcadas sin mirar ningún calendario, y el Centro Nacional de Emigración cerraba sus puertas como en señal de luto más que de fiesta, y ahí nos teníais a los cientos de emigrantes de los sures de España buscando pensiones baratas, hostales de media estrella o habitaciones con cama sin más estrella que una estrella caída en el jardín de una maceta de balcón. Pensiones y hostales de estos de quinientas pesetas donde pasar la noche catalana y festiva. Hostales y pensiones con sus camas dobles o triples en nueve metros cuadrados con sus duchas comunitarias olorosas a jabón y a algo de cera dalisiana. Y el ajetreo quieto y sardanero de las calles silenciosas de Figueras cantándole a la noche su romanza del:
“Baixant de la Font del Gat
Una noía, una noía,
Baixant de la Font del Gat,
Una noía y un soldat”
cantada por una coral de niños mientras por los aire se elevaba la torre humana de un castell adornado con muchas barretinas rojas esperando sus almohadas.
Cientos de emigrantes buscando posada, perdidos, como Jesús y María en un desierto interminable para encontrar el Egipto soñado de los francos franceses.
Cientos de emigrantes esperando junto a sus maletas. Dándose turnos imaginarios que acababan en una relación escrita, y entregando pasaportes verdes y Cartas de llamada, que más parecían cartas de auxilio social, y también, cartas esperanzadas, y, después de todo, cartas agradecidas, si no para besar pies, sí para al menos, un sentimiento amable y una sonrisa muy amplia.
Y todo seguía siendo una melancolía, que poco a poco, se iba volviendo melancolía cansada, soñolienta, lánguida, sedante, indolora.
A la puerta de los barracones las enfermeras llamando guturalmente a los agricultores de las maletas:
-¡Ángel Gutiegez Guano!
- ¡A sus órdenes, mi generala! Y el Ángel Gutiérrez Ruano entraba al barracón sin saber lo que se iba a encontrar dentro, por muchos años que ya hubiera tenido la misma experiencia.
-¡Luis Gagido Gamigez!
Y el Luis Garrido Ramírez cargado con la maleta, o llevándola a la cuerda como si llevara un corderillo lechal que huye del sacrificio, remolón y tierno.
-Dege la valise a l’extegior, pog favog.
Y el Luis dejaba la maleta en el exterior, por favor o sin favor, echándole de vez en cuando una mirada celosa, como si dejara a una amada mirada por tantos ojos.
En las salas de los barracones de los hombres – las mujeres aparte, a pesar de la France- los hombres enfilados esperando el momento del Reconocimiento médico. Los fonendoscopios llegando a los corazones que latían más de la cuenta en un sentimiento de arritmia y de miedo, para comprobar si eran los corazones, corazones sanos para pasar la frontera, o corazones con soplos sin permiso de residencia, esos corazones malamente sonoros que cogían el caminico para atrás, de vuelta al hogar y al verano sin los francos franceses atados por el interior de los calzoncillos, en sus taleguillas blancas almidonadas: eran los desgraciados a los que no se les permitía entrar en Francia, que en Francia querían hombres sanos, y sino alegres, al menos optimistas; los que retornaban al camino de vuelta, en el fondo, apesadumbrados y terribles, lagrimantes, pesarosos, destinados a otra cámara de gas: a la cámara de gas de los rastrojos de trigo y los higos chumbos.
-Pog favog, bagense los pantalones y los slips.
Y las dos filas de hombres, firmes como en cuartel pasando la revisión en traje de paseo, padres, hijos y hasta el espíritu santo de la vergüenza, bajándose los pantalones y los slips para mostrar al doctorado gabacho y napoleónico las hechuras masculinas del afamado macho ibérico patrio, patrio del sur claro, que es de donde emanaba el macho absolutamente ibérico- ahora ya parece que no emana de ningún sitio, afortunadamente, aunque también habrá por ahí ahora, algún que otro, ahora que estamos volviendo a ser, otra vez, los alfredos landas playeros-, y mirando de reojo por si acaso un poco de envidia o un poquillo de risa micropene. Y también, y sobre todo, la sorpresa tremenda y crucial- para la mentalidad de un emigrado a la France, de la modernité y de la espabilé de la vecina de arriba, con tantos siglos de democracia a cuestas- en las voces de las aguerridas, ariscas y guardianas, enfermeras francesas, enseñándonos a aprender, a decir y a recordar, que pasando la frontera existía un vocabulario nuevo, donde se llamaba slip a nuestro querido y patrio calzoncillo blanco, o pantalón blanco de los abuelos. Y al decir esta nueva palabra tan europea, el emigrante empezaba a sentirse en una grata comunión con lo que les esperaba cuando se abriera la imaginaria reja divisoria.
El gustillo aquel de las nuevas palabras modernas aprendidas, para luego lucirse en los corrillos de las gentes en la Feria real, que es cuando volvían muchos de los emigrantes, cargaditos de billetes para el niño de la tómbola.
Los médicos palpaban los testículos y los entremedias de los testículos emigradores, por ver si había algún quebrado, y no quebrado de matemáticas, sino de carnes, para devolverlo al sur a apañárselas como pudiera, o quizá devolviendo a los rastrojos de julio a algún superdotado, por el temor de que fuera capaz de preñar a media población de madamas francesas y parieran niños morenos y con el ea en los labios, lo que también devendría en peligro trágico.
Luego hacían la caridad del reparto de los alimentos, y multiplicaban bolsas de plástico como Jesús multiplicaba los panes y los peces. En bolsas individuales los primeros primores culinarios de la France, los tradicionales y los nunca vistos: un bocadillo de salchichón, sino de la Provence, asimilado, una lata de sardinas y otra lata de atún, una lata de paté, cuando aún lo llamábamos foigrás, un par de porciones de queso de “la Vache qui rit”, una tarrina de confitura, un plátano, una naranja y la gran sorpresa de un botellín de agua embotellada, para nosotros, que todavía andábamos acarreando agua de la Fuente de Cerrajero, aquel adelanto extremo que a los pueblerinos de los olivos nos seguía pareciendo aguas de Marmolejo vendidas a se doña Araceli.
De Portbou a Cerbère, la guardia civil por los vagones del tren de los emigrantes buscando semblantes raros o pantalones vaqueros, aquel tren cuatro latas de hierros mosos, asientos de madera tapizados de plástico azul cobalto, mullido e indoloro, aunque doloro y como con fístula pululando, donde aún se podían abrir las ventanas de cristal para dejar entrar los paisajes corriendo, los que iban y los que venían, los que nos llevaban pobres y nos retornaban con los bolsillos llenos de extraños billetes tan coloridos. Vagones por donde flotaban siempre los humos de los cigarrillos, y por los suelos, desperdigados, los desperdicios de las basuras.
Por Cerbère ¡voila la France, et voila les enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!, y las hablas francesas tan extrañas, tan sutiles, tan pecaminosas, tan laxantes, y Europa desvistiéndose en sus otras cosas, una de las cuales era la libertad, y esa sensación de sentir que no tienes sobre ti unos ojos mirándote, ni unas bocas hablándole a la nada del murmullo.
Los emigrantes descendían de los vagones del tren en sus indumentarias españolas, y los emigrantes notaban tantas diferencias y tantos sentimientos contrapuestos y comparativos y contradictorios también, que creían sentir como alas, escuchando del Mediterráneo entre rocas, el vaivén sensorial de las olas meciendo una cuna de madera y una conciencia distinta, y aún utópica.
Enfilados como para entrar en los barracones carcelarios, y aún siendo jóvenes pareciendo viejos de tan acomplejados, y aún con los primeros pantalones vaqueros cubriendo las piernas y abriendo extremamente las cabezas, los muchachos melenudos, cuando cruzaban la frontera y llegaban a Francia parecían muchachotes aún en calzoncillos blancos, vistiendo panas o telas de tergal, que creían en Janes Joplin cuando en el fondo sentían en Ana María Drack.
Enfilados, asustados, tristes, melancólicos, solos ante tanta gente, solitarios en tantas compañías, atrapados en la incomprensión de la lengua que te hablaban. Los emigrantes cargados con sus maletas, mulos con serones, jáquimas y bozales, no más dejando asomar como una cabeza de burro, que todo lo demás eran cargas de maletas, de bolsas, de macutos, de paquetes. Y de entre toda esa mudanza, la cabeza del emigrante con el pasaporte en la boca y una sonrisa forzada que daba en papel higiénico y un retrete de urgencia por si los acasos musicales de las barrigas, mostrando sus credenciales diplomáticas al señor guardia civil, que era la salida, y la salida fácil, sin problema alguno, como diciendo, allá tú con lo tuyo, y el siguiente, y ante la policía francesa de azul oscuro y como vestidos todos de Fernandel, que aún a dos metros de distancia ya sembraba otra clase de modernidades en acentos raros que en nada recordaba al acento torpe del francés que aprendimos en la escuela.
La policía francesa solía ser severa cuando le venía en gana, según le pillara el cuerpo o según la mirara el tuerto o hubiera pasado y sentido la noche en el lecho nupcial, y para mostrar y demostrar esa severidad elegía al tuntún a este o a aquel emigrante asustado y español para registrarle la maleta, el macuto, la bolsa y la caja de cartón, con lo que le había costao a su señora hacer tan bien hechicos los paquetes.
-Pog favog, abgra la maleta.
Y ahí tenías al paisano desanudando las sogas y abriendo la maleta, la bolsa y la cajeta de cartón, y llenándole al policía el mostrador de toda una tienda ambulante compuesta de jamón, embutidos variados, huesos de jarrete y huesos viejos, badanas en sal, chorizos en rojo, y morcillas en negro, conservas, legumbres, ropas, jabón, champún y cuchillas de afeitar… Un mercado ambulante expuesto ahí ante la cara de la policía francesa como mostrándoles y rogándoles por sus tesoros más preciados, y perfumando el aire con el tufo genial de las matanzas ante tanto perfume francés, todo arrejuntado y oloroso, como para hacer un buen caldo, pasaba que, algunas veces ese caldo no era el caldo de una pelea en broma y la policía francesa requisaba el cargamento, pero sobre todo, los jamones, que nunca se sabía el porqué de esa inquina francesa hacia el jamón español, haciendo con ellos, en las afueras francesas de la estación la gran montaña de los jamones de la Balilla o de Frasquita, amontonados, solitarios y apetitosos, dispuestos para ser prendidos en el fuego de un chisco de San Marcos, y cuando los jamones ardían, los chiflidos de sus grasas ardiéndoles por dentro y por fuera , a los emigrantes nos parecían lagrimillas de pobres llorando la pérdida de sus joyeros con sus diamantes.
Pero al frente estaba Europa, y volver la vista atrás era pecado y recesión. La Europa soñada, la real, la distinta, la que le descubría su verdad al catálogo a color y las inquietudes bárbaras, la que nos alejaba de África y nos abría el mundo como granada del granado que estallaba rociándonos de golpecitos rojos los despertadores de las frentes y las miradas. Y por el frente de esa Europa tan callada, tan desconocida, tan utópica, tan irreal y tan fantástica y tan proclamada, Manuel Benito González Coca, “Manolo Peluso”, el patriarca santanero y benitillo de la emigración dando el paso al frente, enfrentándose al goce de la utopía y de los francos franceses, con su tropilla porcunera detrás, el Ángel, el Manolín y el Alfredo chiquitillo aún, como un adolescente menguo, lírico de Bécquer y narrativo de Galdós, Papa Peluso guiando a la tropa hacía el asalto de la montaña, que si la montaña no venía al emigrante, el emigrante iría a la montaña; plantando sus reales porcuneros en su tan conocida Francia de tantos años ya, incluso en su amada Francia, por qué no, si con el roce le había cogido el cariño aunque ese cariño resultara tan difícil de entender, pero tan sencillo de vivirlo y hasta de sentirlo, y sonara tan raro; su otro país, ya casi convertido en país de adopción y hasta de adaptación, su otra casa, su otro mundo, y hasta su otro yo, su mister Hyde particular, y al fin del acabe francés, su otra alegría, su más alegría, la alegría aquella de los dineros bien ganados tras infinitas horas de trabajos que se anotaban en la libretillas cuadriculadas de los estancos: “día uno, once horas, día dos, dieciséis…” de los trabajos bien pagados, asegurados y con el hecho insólito de los derechos obreros. Dineros bien servidos y mejor labrados y el contento excepcional, no sólo de la vuelta al hogar, sino el tener la sensación y el afecto de los patrones, para volver el año próximo y que la rueda siguiera girando su vuelta por estos mundos. Que sin la ayudica de la Francia, que malos meses se hubieran pasado por el pueblo… Y con tanta calor hasta llegar el invierno, y con tanto camastro y con tantas rabiauras.
-Ea, pues ya estamos aquí- decía Manolo Peluso- asi que, a partir de ahora, a trabajar bien trabajaíco, de la cama árbol y del árbol a la cama, y a escribir muchas cartas, y que los meses acaben pronto, que esto se pasa en una volá, y luego nos alegramos p’al resto del año.
Los caminos de trenes de los emigrantes, de Porcuna a Jaén, de Jaén a Barcelona, de Barcelona a Figueras, de Figueras a Portbou y de Portbou a Cerbère. De Cerbère a Perpignan y de Perpignan a Narbone, de Narbone a Montpellier y de Montpellier a Avignon hasta llegar a Valence, Manolo Peluso y su tropilla cargados de maletas hasta los ojos cambiando de un tren para otro tren hasta llegar al destino: cuatro mulos corriendo cargados de serones y sin perder las composturas. Dos días de viajes y un par de kilos de menos pero siempre esperanzados en el sonar de los francos y los seguros sociales.
(1935) El abuelo Peluso, el don Manuel republicano, el que emigró al Buenos Aires querido en los principios del siglo XX, y se trajo para Porcuna un tango y una modernidad parisina y muchas monedas de oro dentro del morral del barco que lo trujo navegando por los mares, el abuelo Peluso, el de la taberna de San Benito, 26 y vivienda en el número 24, el de la copla carnavalera, el prestamista judaico de los duros de plata y las semillas de las cosechas para los capapardas entredudas, entredeudas y empellizados de las muchas tierras calmas y las ganancias menguas, le prometió a su hijo menor, Manuel Benito, que de grande, lo mandaría a la universidad para que estudiara una carrera universitaria que lo convirtiera en un hombre de provecho que lo alejaran de las rudas sementeras de los arados o las barras de taberna, para igualarlo en nombre y categoría, a la otra rama de “Los Pelusos”, la de los ilustres, los hacendados, los instruidos, los aristócratas de mantel y vajilla de plata, para entablar corresponsalías altitudes y embajadas con la rama familiar de los diputados, los terratenientes y los boticarios con botica.
(1937) Pero estalló la guerra y vinieron las proclamas, el intercambio de las banderas, de los himnos y de los odios antiguos del Duelo a garrotazos de Goya mirándose de reojo, con estrabismo y muchas dioptrías, y el niño Manuel Benito refugiado en Jaén, recogido en una casa de señores republicanos, con criadas, piano cola y té de las cinco, de allá por la calle Llana, donde el niño Peluso recontaba las perrillas de la ayuda familiar y la golosina barata sin tener que perdigüeñar nada ni a nadie, voceando y vendiendo los periódicos republicanos, con su pantalón corto, su camisetilla blanca, sus tirantes elásticos, sus sandalias de goma y su gorrilla chulapa, donde escribía Miguel Hernández, y al que de vez en cuando veía por la Casa del pueblo, y le regalaba un caramelo de limón y un besillo en los churretes que sonaba como un verso yuntero.
Luego el refugio en Albanchez de Úbeda, recogido en la casa de unos hortelanos, y sus hermanos en otras casas y con otros hortelanos, en el pueblo blanco por donde no pasó la guerra, ni se vieron los aviones, ni se oyeron los tiros de los fusilamientos. Un pueblo perdido y lleno de huertas donde el niño Manuel Benito ayudaba a los hortelanos en la recogida de las frutas y las hortalizas, con su borriquillo plateado llevado de la rienda por los bordes de las acequias, mientras seguía voceando titulares de periódicos como si cantara una tonadilla o un canto de libertad.
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Fotografía: Jean-Claude Blanc |
Al retornar a casa en el 1939 a Manuel Benito González Coca se le trunco y tronchó la carrera universitaria, como al pedigrí de la casa del abuelo Peluso se le truncó la alegría y los blasones ilusorios, para pasar a dibujar la extraña laxitud de las conciencias por los suelos y las ganancias robadas. Se perdieron las rentas, se malvendieron las tierras; otras tierras fueron robadas, capapardamente usurpadas por las huestes nacionales de las tierras colindantes por el tronío terrero de las lindes y los bandos vencidos, las que entraron por San Benito 24 y 26, como entraron meses atrás las tropas moras, las que comenzaron a desnudar a la octogenaria abuela Saturnina, de negro y oro, para violarla sin miramientos ni cortapisas, hasta que se pusieron en pie los vecinos de las casas ante esa crueldad mora, y espantaron a los sarracenos enseñando crucifijos, rezando oraciones y enseñando patrias, mientras la abuela Saturnina, temblando como frío se tapaba las arrugas con la enaguilla blanca de encajes. Los ladrones oficiales del régimen entraron en San Benito 24 y 26 para provocar el caos de las cosas robadas. Se llevaron la gramola cantora y la radio con chirridos, los mármoles del mostrador de la taberna y las mesas y las sillas de madera, se llevaron los papeles de propiedad para cambiarles el nombre y hacer proclamarse propietarios nuevos de las tierras; se quemaron los billetes republicanos y las monedas de lata dejando la casa en la casa rota y en la banca rota las alcancías bancarias. Los capapardas vencedores del conflicto se negaron a pagarle al abuelo Peluso, que ya no era el Manolo Peluso padre sino el rojo Peluso, las muchas deudas acumuladas, los muchos préstamos y las muchas trampas judías. Cuando todos los ladrones con sus banderas nuevas y sus amplias gulas salieron de la taberna de San Benito, asolada, desolada, derrumbada, vejada, triste y con tantas gentes dentro, dejaron una soga sobre el brocal del pozo, con la que el derrotado y robado abuelo Peluso se quitó la vida en un olivo de un estacar de Alfredo Callado, su futuro consuegro, también doloso y encarcelado, por la Huerta del Comendador, al que luego tambien le quitaron las faneguillas de olivos donde el abuelo Peluso sentenció su extraña paz. Y Manuel Benito González Coca se quedó sin universidad, sin carrera universitaria, sin gramola, sin radio y sin mostrador de mármol; cambió el futuro traje universitario por un pantalón de pana y blusón pajizo de niño con el pelo rapado de los simpiojos, y empezó en un cortijo, y de lástima, la guardaduría de los cochinos del capaparda vencedor, ladrón y usurero, por un trozo de pan y un colchón de paja, y aunque mucha luna por el cielo, demasiada noche siempre…
Y sus momentos intelectuales en que Manuel Benito empezó a leer y a escribir con primorosa caligrafía, con una mano en los cochinos y la otra en las enseñanza del letrado casero, caligrafía educada también por alguna clase nocturna de don José Jalón, que en gran estima lo tenía, cuando el benjamín de los Pelusos volvía a casa del cortijo para los cambios de ropa o alguna fiesta de guardar, que siempre en Manuel Benito anidó la benigna mano del aprendizaje, ese afán de conocer los mundos del mundo, las historias del mundo, y pedía enciclopedias para conocer a las gentes y los pensamientos de las gentes, mapas del mundo para hacerse su álbum de países, y las gozosas matemáticas de las estadísticas por donde aparecían los números dibujando sus hermosas palabras árabes.
Y luego le llegaron los años y se acumularon las vivencias y las convivencias con su Marina, su Manolín, su Eduardo y su Alfredo, y el siempre recuerdo de la niña Marina que murió sietemesina en Elche rodeada de palmeras e iberas damas de piedra, y le llegaron los trabajos mal pagados hasta dar con Manuel Benito de Porcuna en el Manuel Benito de la maleta de un país a otro, que si Alemania, que si Suiza, que si Francia…
(1979) A Manuel Benito González Coca, el Papa Peluso de esta historia fronteriza y agrícola, se le abrían las fronteras y se le dibujaban mariposas por la mente y mariposillas por el estómago, y muchos brillos de vuelos por los ojos; un vértigo agradecido y sentimental que le diseñaba los apacibles buenos futuros de trabajos y monedas, a pesar del dolor dejado atrás, ese dolor extraño de la viuda temporal sin viudedad alguna, aunque con muchos presentimientos extraños, arracimada bajo el emparrado verde que daba entrada a la cuadra de la Casa grande, con conejos y gallinas para pasar el buen verano de la mujer del emigrante, y tirando del salario del Eduardo hijo, y algunas pesetillas ahorradas de la aceituna, hasta que volviera el emigrante con su maleta de madera; la Marina de las alegres rosas en sus bambos estampados y las veraniegas babuchas con calaicos para el refrigerio de los pies. Y siempre esperando cartas…
Papa Peluso siempre se asombraba cuando la frontera dejaba atrás lo medieval, caminero y oratorio de la España aún franquista, aún y a pesar de todo, y ante él se le abría la modernidad y el progreso de la Europa de los mapas, las enciclopedias y las tarjetas postales, la fantástica, la clementísima, la asombrosa, la laica, la costumbrista pero moderna, mientras balbuceaba su peculiar gramática del francés, pero que la entendía todo el mundo, aunque, a veces, parecía que sólo la entendiera él solo y el monsieur Blanc, Jean Claude, el patrón de los paraísos frutales, pero que lo comprendía todo, desde el alabe al insulto, pasando por todos sus intermedios. Y lo que no se decía, para lo que no tenía palabras que confrontar, o no las había aprendido aún, lo señalaba con el dedo, o hacía la gracia coral de los mímicos geniales, y así, más o menos, todo se lo apañaba bien, y sino, unas carcajadas, que era el lenguaje universal de la comprensión. Desde el esto del aquello balbuceando su francés, del que Moliere se echaba las manos a la cabeza, pero que, las gentes del campo de la Drôme, los paysans de las bajas montañas frutales, aplaudían en sus esfuerzos y hasta en sus gracias con el pastís de los mediodías y las tardes apresuradas.
Francia, para el hombre de la maleta con tomiza, esa maleta de madera que le fabricó Jesús Pérez cuando aquel tiempo del servicio militar, para el pueblerino ilustrado de las cosas esenciales y de las que no lo eran tanto, aquel con su bigotillo entrecano, su libreta de notas y su bolígrafo plateado, el de las tardes con la brisca en la taberna del Motoso, el de los campos de trigo y las matalahúvas en el pedacillo de tierra de Benito Morente, el de los silencios y los presagios malos, Francia, la Francia republicana, libre, liberal, solidaria, democrática vieja con canas y de De Gaulle, el otro mundo, la otredad, la del oui y la del non. La del merçi y el s’il vous plaît, que Manolo Peluso pronunciaba “sil vu cuplé” con un cachondeo tabernil a lo Olga Ramos, era el país de los asombros aún en sus paisajes pueblerinos, donde toda la vida era una vida de paisanos y agricultores en monos azules y en boinas, las sensaciones se percibían de otras formas, de otras maneras. Papa Peluso se asombraba de la modernidad y las culturas, donde el paisano viejo, por mucha boina y por mucho azul de mono y mucha agricultura de tractor remolquero, era hombre que leía todos los días la prensa, ya fuera la prensa amarillenta del Dauphiné Libéré, y poseía una buena biblioteca con los clásicos franceses del siglo de oro francés del XIX en el lugar de invierno de la chimenea, y en los ratos del asueto, asombraba al porcunero, ayudando a su madame en las tareas del hogar, con escoba o con tendedero, o arreglando las florecillas del jardín, labores femeninas que el emigrante de Porcuna tardó en comprender, pero comprendió, poniéndolas en práctica en su casa de Santa Ana.
Papa Peluso se asombraba de los buenos trenes franceses, de las excelentes autopistas, de los grandes supermercados y las grandes superficies comerciales, y se asombraba de la educación en las maneras y en los conceptos, donde siempre se daban los buenos días estrechando las manos, todo se pedía por favor y la palabra gracias, siempre presente, era palabra que comenzaba a enseñarse desde el nacimiento, cuando venía del país de los trenecillos de juguete, las carreteras como caminos de polvo, las tiendas callejeras como si en ellas se jugara a las casicas de juguete, y había todavía como una especie de pudor macho y asexuado que prescindía del gracias y el por favor como si dieran vergüenza o un toque de femenino.
Por Beaumont Monteux, una pequeña comuna de cien casillas típicas provenzales en sus colores ocres, en sus marrones pálidos, con su monumento a los héroes de la Segunda guerra mundial en un jardincillo con verdes y con árboles, con su corona de flores con la bandera francesa brillando en sus tres colores, jardines cuidados en sus flores de temporada, su pequeña tienda que era una tienda de todo y su escueto bar-restaurante, con su mesa de billar y su máquina de bolas donde las pocas juventudes del pueblo disfrutaban de los fines de semana bailando las canciones pachangueras de Debut de Soiree, Lagaf o The Gipsy Kings; su oficina de la Poste llena de cartas migratorias vestidas de extrañas golondrinas blancas. Algunos viejas y algunos viejos que se asomaban a las puertas de sus casas adornadas con floraciones de gitanillas francesas para ver la anual llegada de los emigrantes españoles, portugueses, argelinos, marroquíes y tunecinos, para más tarde ser polacos y ucranianos, cuando la emigración española declinó y en España se abrían los mundos de los trabajos, de las buenas oportunidades laborales y otros ensueños que el tiempo colocó en su traste y disloque. Viejos y viejas asomados a sus puertas contemplando el tráfico de tanta maleta atada con ramales y de tantos olores a embutidos de matanza emanando de las cajas de cartón.
Una cabina telefónica con su teléfono único, donde siempre había una larga cola de emigrantes para hablar con los hogares de sus países, bicicletas de lance ordenadas simétricamente, despintadas, con los faros rotos, muchas linternas atadas para el cruce nocturno de los caminos y los timbres sin sonido, y los sillines forrados con viejos jerseys de lana. Y al fondo el Ayuntamiento, nuevo, señorial, opalescente, todo lleno de escaparates de cristal e irisados espejitos donde se peinaban las greñas sudorosas los emigrantes domingueros en las tardes de los descansos, y al lado, el chalecillo del exiliado republicano español, aquel que decía que nunca más volvería a España, y que, a pesar de tantos años ya de exilio seguía sin adaptarse a la lengua de adopción y pronunciaba una mezcla fonética de lenguas y de dialectos hasta formar la palabra sonora y más o menos entendible:
-Entonces, ni por las vacaciones de verano vuelve a usted a España, monsieur Garrido.
-Hasta que no muera Franco, nanay de la Chine, mon amour.
-Ya lleva varios años en el Valle de los Caídos, monsieur Garrido.
-Eso es lo que vosotros os creéis…pandilla de ilusos y pardillos, que os la siguen dando con queso, y queso duro y rancio.
El río L’Isère, caudaloso y olorente, bravo y eléctrico en su dignidad de gran río con barquillas de madera pescando sus peces gato, que nunca maullaban y eran sosos al paladar español, más acostumbrado a la sardina y al boquerón plateado. Abiertas las contrapuertas para inaugurar las cataratas artificiales en sus aguas sonoras y espumosas. El río que separaba como una mano pequeña de puentes, las dos poblaciones melocotoneras, Beumont Monteux y Châteauneuf-sur-L’Isère, donde estaba el médico y el practicante de las inyecciones. Algunos lagos drenados y adecentados con arenas de mar para convertirse en las playas interiores de los veranos multitudinarios, con sus muchas arboledas y sus muchos guijarros, el lago de l’Aiguille, más campesino y gremial, y el lago de Turnon, como con más realengo o autoestima, y ya más de Rhône que d’Isère, donde los emigrantes de la correa bajo el pecho y los pudores sobre el alma, contemplaban atónitos las tetillas al aire de las impúdicas bañistas francesas para la alegría manirrota de los sueños nocturnos.
Y por los campos muchas villas asomando, muchos chalés, muchas fermes y muchas casonas con las paredes de guijarros, las contraventanas de madera y las chimeneas con humos, y un castillo al fondo, metido entre las arboledas ocultadoras subastando sus adentros con cuadros de Sorolla, Solana y Dalí a precio de ganga y ruina aristocrática.
Campos de frutales: cerezas, melocotones, albaricoques, kiwis, viñas, manzanos, perales, y sembradíos de soja, de mijo, de maíz y de heno. Y una libertad campestre alucinante y alucinada. Y mucho regadío bailando en los surtidores de hierro, las tierras firmes de los sembrados, tierras que no eran tierras, tierras que eran arenales de monte, expoliado a la naturaleza de los bosques hasta crear el paraiso artificial de los árboles frutales. Tierra estéril, arenales sin calidad, donde nunca se hundían los pies por muchos miles de litros de las abundantes aguas alpinas que la mojaran, y a la que sólo el agua hacía productiva, tierra que parecía asfaltada en carretera por donde corrían las liebres, las perdices y los faisanes con sus crías, mientras por los bosquecillos correteaban los lobos, los zorros y las serpientes silvantes para la escopeta de Jean-Pierre Vossier, el cazador de aquellos montes, el caballista del caballo blanco, el tractorista del patrón, el bombero siempre de servicio, el bebedor del pastís y la novia pastelera.
Por los campos del agua, Manuel Benito y su cuadrilla de especialistas melocotoneros, de la ferme de los señores Blanc, Jean-Claude y Marie-Théresè, los amables patrones modernos, que trabajaban con el obrero y regalaban cada sábado a la cuadrilla de Manuel Benito, un conejo o un pollo y unos pastelillos franceses que se deshacían en la boca, y a los que, Manolo Peluso ofrecía gazpacho, salmorejo, algunas lonchas de jamón y tortilla de patatas, una ofrenda patria y alimenticia, desconocida y golosa por las tierras de la Vichysua, los tomates rellenos de arroz y las cremas de menta.
Para Manuel Benito, el Manuel Benito emigrante por los campos de la Drôme y el Bois de Fardel, de espliegos y de lavandas, castañas salvajes, zarzamoras para las confituras, endrinas para los alcoholes, y nogales en sus nueces verdes olorosas a laurel, que dejaban en las manos sus manchas oscuras, y en la boca el extraño sabor de los manjares de leche, no había cosa más hermosa, tras los trabajos, que esperar al cartero con las cartas de España. Lo primero que hacía el emigrante, nada más llegar a la chambre al mediodía, tras los trabajos, era mirar el buzón de correos para reconocer las letras queridas.
-Monsieur González, aujourd’hui, trois lettres de la femme!!!
-C’est bon ça.
Las cartas llegaban de una en una, de dos en dos o de tres en tres, dependiendo siempre de la prisa o el retraso, retraso que era siempre retraso español, que de la frontera a casa, total, un par de suspiros. Las cartas con sus muchos sellos y sus muchos papeles escritos donde la mama informaba sobre los veranos de Porcuna y las necesidades precisas, las vueltas prontas y los bolsillos llenos; cartas llenas de imágenes de melones, alcaparrones en agua, ensaladas de lechuga con mucho caldo y de los ponches preparados para celebrar la feria, y mucho calor de puertas afuera, y mucho amor de puertas adentro.
A Papa Peluso, por las tierras francesas, le llamaban “le Padre”, y con le Padre se quedó; le Padre para distinguirlo del otro Manuel, el hijo, y le Padre por aquí y le Padre por allá, muy querido, y muy respetado, en sus trabajos y en sus composturas. Y el Padre era conocido en todo el departamento veintiséis, y en todos los contornos que circundaban los campos frutales, de Chanos –Curson a Tain, de L’Hermitage a Romans, y de Romans a Pont de L’Isère, y al afamado padre lo venían a visitar los lugareños expatriados, los hijos de los exiliados y los españoles asentados definitivamente en Francia para charlar de las cosas del país y tomarse unos vasos de vino tinto y unos taquitos de jamón, y a los que Manolo Peluso regalaba cajetillas de cigarrillos Celtas con filtro como una ofrenda de adivinanza patria.
Por el chambre del emigrante, cuarenta metros cuadrados sin separaciones, el suelo de madera y el techo con vigas enormes de álamo negro pintadas de cal. Cuatro camas al fondo con sus sabanas de entretiempo y sus edredones para las noches del frío provenzal, un armario de mueble para las ropas de bonito y otro armario empotrado para las ropas de faena, las botas de agua y los impermeables verdes, y dos mesitas de noche para colocar las fotos de la familia, los ceniceros y las cartas recibidas. Y las maletas al aire visto de los ojos, que el emigrante no era de esconder la maleta debajo de la cama, sino tenerla a la vista, como una urgencia, como si tuviera que salir a prisi corriendo, temiendo que al tener la maleta escondida los días se le pudieran hacer más largos, pasaran lentos, febriles y cariacontecidos, o se pudieran olvidar los mejores recuerdos, esos recuerdos que siempre estaban dentro de la maleta junto con otros espíritus invisibles y torturadores.
Un hogar con cuatro fuegos y una botella de gas, amarilla y pesada, el lavadero de los platos y el aseo de las caras y los afeitados mañaneros con su espejito cariado sellado con esparadrapo. Una mesa rectangular con su hule floreado y seis sillas de madera, y un sillón rojo de plástico, cómodo y pegajoso. Una alacena llena de legumbres y un mueble lleno de conservas. Un frigorífico con carnes y botellas de vino tinto, y por el techo colgados, los jamones, los chorizos, las morcillas y los salchichones. Dos ventanas al campo por donde entraban los melocotoneros en sus hojas verdes y en sus frutos rojos, las viñas con sus racimos de uvas formándose, los manzanos con sus manzanitas niñas y los espárragos trigueros apareciendo salvajes de entre los troncos, y muchos aromas de media montaña en sus plantas aromáticas de menta, poleo, lavanda y tomillo salvaje, que recolectábamos de los caminos para hacer las infusiones de las tardes.
Y bajando la escalera una ducha en cabina esmaltada en blanco, con su agua caliente y su agua fría, otra modernidad más que hacía olvidar los baños en pila o en barreño de lata.
Y siempre el sentir del agua cantando en los surtidores, y el croar nocturno de las ranas cantándole a la luna sus versos enamorados, unas músicas frescales compitiendo con las canciones que salían del radiocasé, donde siempre sonaban las voces de Juanito Valderrama, Antonio Molina o la Niña de la Puebla, o los chiste de Cassen o de Arévalo, o la emisora de Radio Nostalgie dejando por el aire de la chambre sus gozosas melodías de la Chanson française, bohemia y parisina, de Maurice Chevalier o de Edith Piaf.
A Manuel Benito González Coca, de siempre le llamaban el Padre, dicho quedó, por aquello de distinguirlo del hijo, el otro Manuel, el Manolín, al que francesamente llamaban Enmanuelle o Manolán, y como el Padre era conocido por todos los alrededores de los campos patronales, de donde venían a verlo los emigrados o los del lugar.
En algunas tardes de julio, Manolo Peluso y su cuadrilla se acercaban hasta Tournon para esperar la llegada de los ciclistas del Tour de Francia que se adentraban en las subidas a las montañas, para ver como rayos, en instantes de segundos, los sudorosos dorsales de Ocaña, Delgado, Indurain o Lejarreta, al que los franceses pronunciaban “Legageta”, respondiendo Manolo Peluso.
-Como se os atrancan las erres, preciso es que os den unas buenas clases de pronunciación, espabilaos.
Y a ver al Padre venían gentes de los campos de Saint Marcel, exiliados de la guerra, emigrantes asentados o emigrantes eminentes que plantaron definitivamente por esas tierras sus fueros y sus costumbres, pasando de temporeros a ciudadanos con chalecillo, Carta de residencia y voto municipal. Venían a ver al famoso Padre, y el Padre los invitaba, a veces, a un buen cocido bien guisado o a su famoso arroz que sabía a carne aunque carne no llevara, que era Manolo Peluso cocinero de postín en sus platos más esenciales, los que le enseñó a cocinar su Marina en las vísperas de las esperas, los platos del mediodía, que para la noche sencillo, huevos fritos con patatas a los que se apuntaban los jóvenes de las montañas que residían chez Blanc en los meses de cosecha. O se bebían el vino caguetoso en la balconada de la chambre, subiendo las escaleras metálicas y anaranjadas, donde siempre había algunas macetas con claveles chinos y moradas petunias olorosas y bellas colocadas por los salientes de los poyos, que en los descansos de los trabajos escuchaban versos lánguidos, tristes y melancólicos recitados por el poeta, agreste y seglar, ensoñador y callado.
Y tantas horas de trabajo en los lomos de Manuel Benito, desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, con apenas el descanso para el almuerzo del potaje y el postre de las mermeladas recientes o las frutas más jugosas, aquellas que creaban sus azúcares enganchadas a las ramas. Horas y más horas en la recolección de los frutos, sabiendo que cada fruto iba dejando sus francos en la alcancía de los bolsillos hasta que, pasados los meses, la alcancía rebosaba y las monedas se cambiaban por billetes, aquellos primorosos billetes que abultaban poco pero multiplicaban mucho al cambio por las lánguidas y pobres pesetas, subiendo hacia arriba como un bizcocho de borracho en el horno.
Por los campos de Beaumont Monteux, el emigrante Manolo Peluso en sus horas y en sus trabajos, con sus almuerzos franceses a las doce y sus cenas españolas a las diez, y en el entremedias de las tardes, la balconada de hierro con su mesa puesta y sus botellas de vino, donde el padre, el Manolín y el Ángel “El Moni” se reconvertían en porcuneros esperadores y dicharacheros, porcuneros de taberna con brisca o julepe en la baraja española, donde todas las charlas eran charlas que hablaban de la nostalgia, el reajuste de las horas trabajadas y los dineros ganados para juntar un buen fardo, y la ilusión del mañana, y cuando la Feria, voy a hacer un esto o voy a hacer un lo otro, por ejemplo, un buen pollo asado comido con música de baile y cacharritos marchando; pagar trampas y construir futuros, donde no todo fuera aceituna y cuatro peones de quema de ramón, o suelos por los olivos.
Y de vez en cuando una fiestecilla francesa y comilona; una oveja rellena de garbanzos y golosinas en el chalecillo de la amable familia Vossier, monsieur Pierrot, el cocinero del manicomio, bueno como pan, gracioso como cabrilla, bebedor de Pastis 51, y madame Mari Lou, trabajadora de Chez Blanc, inquieta y amable, cocinando ratatuille y criando perros y aves y hasta jabalíes de monte hasta al monte devolverlos o asarlos a la lumbre, y Valerie y Jean Pierre y Bruno y Cristine, y los acompañantes de las villas colindantes acompañando en la fiesta con sus adolescentes carcajadas. O en la casa de los Brets, por la ville de Romans separada por un puente, donde Elena, Patrick, Alain y sus familias españolas brindábamos con vino del lugar comiendo comidas del lugar con alguna esencia española; o el pastis de las tardes chez monsieur Cheval, donde trabajaba Ángel, sentados a la puerta de la ferme contemplando los verdes horizontes y sintiendo la música de los surtidores del agua regando las arenas, y con la madre de monsieur Cheval, chocha y dicharachera, diciendo sus romances y sus plegarias de leyenda en la provenzal y crucigrámica lengua de OC.
Y cuando la noche daba sus horas en el reloj de los corazones, y el recogimiento se hacia ideal para el descanso, el emigrante Peluso y su cuadrilla de artistas agrarios, apoyados en la mesa rectangular o haciendo mesa con silla, escribían las largas cartas a las familias, a las mujeres y a los hijos, derramando alguna lágrima que convertía la tinta en estampa de acuarela. Luego se apagaban las luces y todo era un sonar de ronquidos y suspiros compitiendo con la música de los surtidores y el croar de las ranas entrando por las ventanas. Mientras por el fondo más lejano se escuchaba la armonía soñadora de un tren silbando sus trinos, y así el emigrante se adormecía para soñar que ese tren, en no pasando muchos días, lo devolvería a su hogar de Santa Ana para inundar de alegrías y de billetes franceses los floreados delantales de su Marina Callado.
Las maletas migratorias descubriendo sus creencias. La medicina francesa indagando en los sureños la duda de los ensueños de las pestes africanas: una modorra sin hadas, una nada con sus dudas. El placer de las oscuras caminatas de los pobres. Si viento norte con norte, si viento sur con hambrunas, las cuatro o cinco aceitunas y un colchón para los sueños. Manuel Benito arriero de los caminos de hierro. Abajo trochas y yerros, arriba campos y soles. En el andar muchas flores y dos caricias lejanas. El emigrante proclama de las tardes su alegría, tras diez horas de fatigas, el descanso de las cartas y el vino rojo Burdeos. Peluso con los arqueros de las longas caminatas. Peluso de las fogatas y los frutos provenzales. Navegan tus ideales por la idea de la razón. Mi Peluso cabezón como ha de ser buen Peluso, mitad listo, mitad iluso, mitad soldado de ciencia, sin más saber ni creencia que una abierta enciclopedia. Manuel de las horas quietas en las altas inquietudes. Dibujador de virtudes y cuentas en las libretas. Aprendiz de las concretas circunstancias de la vida. Enseñante de las idas y las venidas francesas. Aurora de tu conciencia los buenos pasos seguidos, los mismos, los permitidos, los que te quiso el destino; al pan pan y al vino vino, y al ayer, flor y mortaja, y en el baile de la alianza tu Marina floreciendo. Peluso de los abiertos encendidos del saber, vas del hoy hacia el ayer, y del ayer al mañana, con una risa de escarcha y un pasar como flotando por el limbo de los casos y el sonar de la zambomba.
Te persiguieron las sombras de las cabezas rapadas y te maltrató la nada cuando todo te era bello. La cabeza con sombrero y en los dedos la añoranza, una gramola con danzas y un aura universitaria. Te robaron las estancias y te vistieron las dunas, con cuatro o cinco aceitunas y arenales del desierto. Ibas del todo a lo cierto y en lo incierto te quedaste, sin rechistar ni un instante, sin volver la vista atrás. Los ojos en el más allá del futuro con campanas. Manuel Benito proclama su vida como un atino, mitad rosa, mitad vino, mitad pena y alegría. En las horas de mis días planto yo tu luz eterna. Aurora de mi conciencia, memoria de mi poesía, timón de mi rebeldía y perfume de mi estancia. En estas horas tan mansas de verte así, viejecillo, doy un paso a ti y te digo, de todo lo por decir, muchísimas gracias, Papa.
ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO