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Botas de agua

Tenían doce y trece años y pedaleaban por el bosque, rumbo al lago. Daniel había dicho que los extraterrestres estaban allí. Martina decía que su perro se había perdido. Sus padres lo habían perdido. No habían tardado en llegar todos a la conclusión de que los extraterrestres se lo habían llevado.

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Pablo fue el que propuso ir con las bicicletas hasta allí, como siempre. Era el de las buenas ideas. Alicia y Verónica, que eran gemelas, aseguraban que podrían encontrar al perro con el poder de sus mentes cuando llegaran. A Daniel sólo le importaba ver extraterrestres. Martina no sabía qué buscaba exactamente.

Era una fría mañana de noviembre y no había sido difícil saltar la valla del colegio y coger las bicicletas sin que ningún padre les viera. Luego habían pedaleado por carreteras que les estaban prohibidas y se habían metido por el camino forestal rumbo al lago. Subían y bajaban cuestas. Alicia y Verónica gritaban de vez en cuando y Daniel pedaleaba con todas sus fuerzas pero no les llegaba a alcanzar nunca.

El lago era oscuro y liso. Alicia y Verónica tiraron piedras, rompiendo la monotonía del agua. Daniel estaba sentado en un tronco caído, recuperando el aliento. Pablo había cogido una rama y golpeaba plantas con ella. Tenía las rodillas huesudas y llenas de moratones. Como los demás, se había puesto botas de agua. Las suyas eran azules.

–Y, ¿ahora qué hacemos? –preguntó Verónica. Alicia saltaba en la orilla, intentando empezar una guerra con Martina.

–Buscar al perro, ¿no? –dijo Daniel–. Para eso hemos venido.

–Creía que sólo te interesaban los ovnis –soltó Alicia. Martina le dio una patada al agua, empapándole la falda de cuadros que llevaba. Llevaba botas de agua rojas. Las de las gemelas eran de color amarillas. Las de Daniel, verde oscuro, de pescador. Le quedaban un poco grandes.

–Pero si buscamos al perro, encontraremos a los ovnis –dijo Daniel.

–Estamos dando por hecho que hay ovnis y yo no he visto ninguno todavía. –Pablo se puso bien las gafas.

–Porque hay que buscar. Tan listo para unas cosas y tan tonto para otras –soltó Verónica–. Vamos.

Dejaron las bicicletas allí, en la orilla del lago, y se adentraron en el bosque. Cada uno había cogido una rama por si algún zorro intentaba atacarles. En su imaginación, los zorros eran sustituidos por lobos y osos, y las ramas por espadas y lanzas. Luego, entre risas y carreras, dejaron de buscar al perro y se persiguieron los unos a los otros. Uno era en un momento el dragón y otro el caballero, una era una bruja que lanzaba hechizos y transformaba al dragón en lagartija. Otra era una salvaje, que entre gritos se manchaba la falda de cuadros y la cara y atacaba las pantorrillas de todos con su rama, transformada en un temible látigo.

Saltaban de troncos caídos, buscando volar. Eran los villanos y eran los héroes, eran los extraterrestres, que venían a por ellos. Eran bailarinas y eran arqueros. Entre risas, el bosque se convirtió en un ilimitado escenario donde se transformaban en sus sueños con sólo nombrarlos en alto.

Daniel, que era regordete y tenía problemas de asma, era un caballero que podía con todo. Pablo, a quien sus padres no escuchaban, era el monstruo de la historia. Martina, que nunca conseguía hacer reír, era una bruja que lanzaba hechizos. Alicia y Verónica, a las que pocos distinguían la una de la otra, eran una bailarina y una guerrera de los bosques. Y cambiaban los roles, y cambiaban la historia. El perro había desaparecido de sus mentes y para ellos sólo había horas de juego. Difusas y breves, pues debían regresar a las puertas del colegio a tiempo. Sus profesores no importaban, pero si sus padres se enteraban de que se habían saltado horas para ir a jugar al bosque, estarían castigados hasta el verano. Y eso era una eternidad.

Regresaron a la orilla del lago, pero no donde habían dejado las bicicletas. Estaban manchados y empapados por la humedad del bosque. Se sentaron en piedras, dejando que el sol les secara e hiciera costras el barro. Después las quitaban y se las tiraban entre ellos.

–No creo que tu perro haya sido secuestrado por extraterrestres –dijo Daniel.

–No, yo tampoco –respondió Martina. Se miró los pies y frunció el ceño–. ¿Yo no tenía botas rojas?

La miraron.

–Sí –dijo Verónica–. ¿Por qué no son rojas?

–¿Habrán desteñido? –propuso Pablo.

–¿A negro? No creo.

–Tal vez te metiste en algún sitio y están sucias –propuso Alicia. Martina rascó la superficie, pero era goma. Se encogió de hombros.

–Pues no. Están limpias. Quizá sí han desteñido.

–No hay otra explicación –dijo Verónica–. A no ser que seas una bruja de verdad y algún hechizo haya salido mal.

–No digas tonterías. –Alicia se inclinó sobre las botas de Martina. Luego miró las suyas.

–Los demás tenemos bien el color de botas –dijo Pablo, colocándose bien las gafas–. Lo he comprobado.

–Esto es muy raro –dijo Martina.

–¿Por qué no regresamos al bosque y buscamos por dónde hemos estado? –propuso Daniel–. Si han desteñido tiene que haber un lugar manchado de rojo.

Estuvieron todos de acuerdo y se adentraron nuevamente en el bosque. Recorrieron los caminos que habían abierto en su juego, buscando bajo helechos, en rocas y en troncos de árbol.

–Esto es inútil –soltó Alicia, subiéndose a un montículo. Los demás detuvieron lo que estaban haciendo.

–Alicia, tus botas… –Verónica le tiró de la falda y Alicia miró hacia abajo. Eran negras, como las de Martina.

–Las mías también –dijo calmadamente Pablo–. Y las de Daniel y Verónica. Tiene que haber algo que las haya hecho desteñirse o algo así.

–¿Algo así? –Daniel temblaba–. ¿Y si han sido los extraterrestres?

–Y, ¿para qué querrían cambiarnos de color las botas, listo? –Verónica ayudó a Alicia a bajar–. Será mejor que regresemos a por las bicis. Tiene que estar cerca la hora de salida del colegio.

Deshicieron el camino, buscando dónde habían dejado las bicicletas. Iban en silencio. Ya no eran monstruos, villanos o héroes. No eran guerreras o brujas o bailarinas. Eran cinco adolescentes asustados. El bosque no era ya un campo interminable de juegos, sino un sitio donde lo que entraba no salía del mismo modo.

En la orilla del lago estaban sus bicicletas, pero también algo más. Sus botas, sus colores, estaban allí, y las llevaban niños parecidos a ellos. Pero su piel estaba formada por humo. Estaban mirando las bicicletas cuando llegaron, como si no supieran para qué servían o qué hacían allí.

Se quedaron sin aliento, sus espectros no tenían expresión.

–Son extraterrestres –susurró Daniel.

–Son extraterrestres –susurró el espectro de Daniel.

–Son extraterrestres y lo primero que hacen es una broma de repetir lo que dices. Qué bien –soltó Alicia.

–Son extraterrestres y lo primero que hacen es una broma de repetir lo que dices. Qué bien –soltó la espectro de Alicia.

–No creo que estén bromeando –dijo Pablo. Su espectro repitió lo que había dicho. Se miraron entre ellos y luego lo hicieron los espectros.

–¿Qué hacemos? –preguntó Martina, en un susurro. Su espectro la imitó. Pablo se encogió de hombros. Su espectro le imitó.

–No nos están atacando –dijo–. Tampoco pueden ser tan malos.

Su espectro repitió lo que acababa de decir. Aparte de la piel, eran copias perfectas. Como mirarse en un espejo. Pasado el sobresalto inicial, Alicia se acercó. Su espectro se acercó también.

–No la toques –pidió Verónica.

–No la toques –pidió la espectro de Verónica.

Pero ambas Alicias ignoraron lo que sus gemelas les habían dicho. Levantaron la mano y las acercaron. Las apartaron rápidamente, riendo.

–¡Da cosquillas! –exclamaron, mirando a sus amigos.

–Vámonos de aquí –pidió Martina. Le temblaban las piernas. Su espectro repitió lo que había dicho, pero no temblaba.

–Sí, es buena idea –dijo Pablo, colocándose bien las gafas. Su espectro repitió lo que había dicho y hecho.

Cogieron las bicicletas, y sus espectros imitaron sus movimientos, pero sin sostener nada más que aire. Los cinco adolescentes se internaron en el bosque, a donde no les siguieron los espectros. Pedalearon con fuerza por el camino forestal, intentando salir de allí cuanto antes. Jadeaban, creyendo que el camino era mucho más largo que cuando vinieron. No veían el final y estaban a punto de desesperarse cuando escucharon los coches y, finalmente, llegaron al fin del bosque, al arcén. Se detuvieron a coger aire. Sus botas habían regresado al color de antes. Estaban manchados de barro y pálidos. Poco a poco tomaron conciencia de que todo había pasado, de que estaban vivos y de una pieza.

–¿Sabéis? –dijo titubeante Pablo–. Me fijé en que todas nuestras cosas de goma se habían vuelto negras. Tal vez era cosa suya.

–¿Creéis que eran peligrosos? –preguntó Martina.

–No nos hicieron daño ni nos persiguieron –apuntó Alicia.

–Ya, pero si son extraterrestres seguramente no sabrían si nos estarían haciendo daño o no –dijo Daniel. Todos lo miraron y él enrojeció–. Es algo en lo que pienso a veces, no sé. Puede que para ellos cosas como dolor o alegría sean inexplicables. Puede que no podamos sentirlos con nuestros sentidos y por eso toman esas formas. No sé.

–¿Alguien más tiene ganas de regresar o soy sólo yo? –dijo Alicia.

–Es más tarde de lo que creíamos –señaló Pablo–. Nuestros padres ya deben de saber que nos hemos saltado clases.

–Entonces regresemos. No tenemos nada que perder. –Sin esperar a nadie, Alicia volvió a internarse en el bosque. A regañadientes, su gemela la siguió. Martina hizo amago de seguirlas, pero se detuvo al ver las expresiones de Daniel y Pablo.

–No tendréis miedo, ¿verdad? –preguntó.

–Claro que tenemos miedo –respondió Pablo. Pero orientó su bicicleta hacia el bosque–. Y también curiosidad.

Los tres siguieron a las gemelas a cierta distancia. En el claro, los espectros aguardaban hablando entre ellos. Al verles, sonrieron. Su piel seguía siendo como humo, pero parecían otros.

–Hola –saludó Alicia.

–Hola –saludó el espectro de Pablo. Se evaluaron con la mirada.

–Vinimos a buscar a mi perro –probó Martina–. ¿Lo habéis visto?

–¿Qué es un perro? –preguntó el espectro de Daniel.

–Pues… No sabría explicártelo –reconoció Martina–. Supongo que no lo sabrás si no lo ves.

Los espectros parecieron tomar aquella respuesta como buena. Una nube tapó el sol y miraron al cielo. Luego al lago. La tranquila superficie empezó a temblar, como si algo sumergido se retorciera.

–¿Por qué todo lo de goma se vuelve negro cerca vuestra? –preguntó de repente Pablo. Su espectro se encogió de hombros como lo haría él.

–No lo sé. No nos lo han explicado. No sabemos qué es la goma –dijo. Los niños de carne y hueso asintieron, tomando aquella respuesta como buena.

–Debemos irnos –dijo la espectro de Verónica, de repente, mirando al lago y su temblorosa superficie.

–¿Volveremos a veros? –preguntó Alicia, ansiosa.

–Puede –respondió el espectro de Pablo–. Todavía estamos aprendiendo.

Los espectros se sumergieron en el lago, sin provocar ondas en el agua. Poco a poco, el lago volvió a estar en calma y la nube dejó de tapar el sol. Sus botas habían recuperado su color normal.

–Regresemos –dijo Pablo–. Seguro que están preocupados por nosotros.

En silencio, deshicieron el camino. Se despidieron escuetamente en la plaza del pueblo, cada uno sumido en sus pensamientos. No necesitaron advertirse. Jamás contarían a nadie lo que había pasado en el lago. Para el resto del mundo, ellos eran unos malos niños, unos sinvergüenzas, unos gamberros y unos egoístas que nunca pensaban en la preocupación que provocaban a sus padres. Serían eso y mucho más para los que les rodeaban, pero nunca dijeron una palabra de lo ocurrido y sus mentes, con el tiempo, empezaron a transformar los recuerdos.

Para Pablo, aquel día no pasó nada extraño, simplemente se perdieron. Para Daniel, comieron bayas que les sentaron mal. Martina, que recordaba a la perfección lo sucedido, creyó que su imaginación la había protegido de algo terrible que les había pasado allí. Las gemelas, tal vez por hablar entre ellas, llegaron a extrañas conclusiones, pero el tiempo también las convirtió en meras anécdotas que no pensaban revelar a nadie.

Diecisiete años después, cuando se reencontraron en el pueblo, rieron y propusieron regresar al lugar de los hechos, para esclarecer lo sucedido y como un acto de rebelión infantil. Cuando llegaron había cinco pares de botas de agua negras.

CARMEN SUÁREZ
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