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Arturo del Pino, Arturé Primero de Porcuna

Pocas chichas y muchas huelgas paseaba Arturé por las calles de Porcuna, por todas las calles de Porcuna. Transío como una sombra o un sueño desvanecido, de una esquina hacia otra esquina para protegerse del viento o de un sopapo municipal con pedigrí de delincuencia o como tonto de pueblo, y quizá, para no oír de las bocas canoras y en mala leche, la canción maldita del “Arturo se limpia el culo con un billete de veinte duros”, Arturé se tapaba los oídos como queriendo parar el tiempo de las estigmática canción, de la perorata absurda que inventaba el aburrimiento y las ganas de hacer fuego, y recoge el cancionero popular como un sagrado remanente clásico; desoír la música, la cantinela de la música sin pentagrama, o ponerle una zancadilla a la pejiguera furiosa de las malas lenguas burlándose de él y de todo, del tiempo y del destiempo, de las calinas veraniegas y de las hambres arrecidas.

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Luego se retiraba Arturé a la sombra de un árbol de morera, en el calor de las cinco de la tarde, y, en lugar de presentir una muerte, sacaba del bolsillo de su misma chaqueta de siempre, aquella de boda, o aquella de postguerra, esfraguetada, pingoloca, señorial, una naranja mandarina, y mientras la pelaba, mientras regaba el suelo con una granizada blanquecina y anaranjada, su cabeza loca se le iba al lugar de los gorriones por si pudiera pillar un sitio, o una vez, en sus nidos, donde protegerse de las voces, pedir prestadas una alas de plumas artificiales, para ascender al mundo azul de los estadales alharilleros, y olvidarse de todo, mientras su boca negra sacaba de los anaranjados gajos la sensación de las vitaminas, el pío pío de los gajos corriéndosele por la barba como una saliva antigua desvestida en un beso de mujer o una caricia de guante y sortijas de oro curándole las heridas, las del cuerpo, las del alma, y las de su cabeza en pájaros de mal volar, aunque volados sonoros.

Por el Paseo de Jesús iban los tontos, solitarios, en los cuarenta grados de la tarde de julio, inventándose silentes las gracias para los señoritos de las juergas cortijuelas o las tabernas por las capitales señoritas de Andalucía, la Córdoba sultana, la Sevilla tamborilera o la Jerez flamenca; los abundios del vaso de vino invitado, del chiste desgraciado y la peseta de limosna, haciendo de bufones palaciegos dentro de los saraos con alcurnias y fanegas de tierra, derribando de la tarde su pesimismo de lástima. Los desdentados bufones faltuscos , reconocían en Arturo la semejanza de un hermano, por eso Arturo compartía sus naranjas mandarinas con los tronados de boina, blusón y alpargatas de Antonio Barranco, haciendo entre ellos una comunión religiosamente atea y un refugio de miradas para no sentirse eternamente solos en la parda vida que los había visto crecer.

Por el Paseo de Jesús, los sarasas de los mandados, las rancias damas apantalonadas del amaneramiento y el cenacho de ganchillo, buscaban por sus cabezas el lugar de los destinos mientras comían gominolas de color rosa rubí. Persiguiendo moscas como si fueran efebos, los mandaderos de las alcurnias se escondían entre los árboles, no por miedo a ser vistos, sino para que algún viento en las ramas de los árboles gigantes les acariciaran sus no acariciadas pieles como si fueran manos blancas y virginales, mientras miraban a los faltuscos, a los alunados, a los caricatos de la casta suprema, contarse los chistes y las gracias de las saradas encomiendas, escribiéndose sus autobiografías en las cortezas de miel de las moreras.

Bajo la sombra de las moreras, Arturé hilvanaba los capullos de los gusanos de seda inventando el lenguaje de las transformaciones. A su sombra volaban las mariposas de las cosas esturreadas mientras por su cabeza navegaban los barcos de los imposibles destinos, los que lo llevaran aventurero por los mares de Robinson Crusoe para dejarlo en una isla donde todo fuera silencio o un susurro de aves que no supiera pronunciar la cantinela del billete de cinco duros, y olvidar de su cabeza enfebrecida y malpensante la atronadora festividad de las maisas de olla de los tiros escuchados en la guerra por aquellos montes, por aquellos campos y por aquellos refugios, pero sobre todo, para olvidar las manditalmas voces de las bocas estallándole en su cabeza como fuego de artillería que lo volvían excéntricamente violento, cuando a todo lo más, Arturé aspiraba a una soledad de horas bajo la sombra de un árbol de morera comiendo naranjas mandarinas y soñando unos versos que lo elevaran a rimas o a callejuelas de tierra.

Arturé se reconocía en los tardos y en lo recaderos, en los inocentes y en los niños, en los que iban por la vida pisando sin sombras, y todo lo más pedían una sonrisa sincera y un buenas tardes sin miedo, quizá una soledad sin voces y un todo de la mirada parpadeando los vuelos de los colibríes, sin más sonido que el canto del pajarillo del agua anunciando lluvias sobre las escenas campestres de los agricultores.

Sonámbulo por las calles y por las voces, pero nunca sombra. Arturo secuenciaba de su cuerpo, de la presencia de su cuerpo, los silencios elementales, y en un ir y venir, de un lado hacia otro lado, le dibujaba a Porcuna su cosilla medieval, su picaresca clásica, su sonora cadencia de los tipos ciegos cantores antiguos, de esos desaliñados con barba y mascota que contaban y cantaban sus líricas y sus leyendas bajo los soportales de madera de las plazas mayores. Más castellano que andaluz, tal vez por eso de Porcuna que es esencia y hasta conciencia castellana, sobriedad con castillo, latiguillo con potajes y sisonerías de pizarra: sus ropas negras, sus velos negros, sus medias recias, su cenacho y su incógnita, su mirada oscura y sus muchos rezos de ermita románica.

Vagabundo delirante y lírico, con su naranja mandarina en el bolsillo de su blusón festivo y republicano de un Primero de mayo sin festividad. Frangollón del mizo sujetándose el alto de los pantalones, salvo una correa por caridad, por donde ascendía su camisa blanca para salir bien pintado en los retratos de César Cruz, las únicas secuencias físicas que de él nos quedan, casi convertidas en momias, por donde aparece el Arturé de las grandes ocasiones, de los solemnes momentos, de los gloriosos instantes, saludando al ministro de trabajo, por el simple y sólo hecho de saber qué se podría sentir con una mano de un ministro en su mano; quizá la suavidad de una damisela aterida, virginal y beata, dada a los muchos rezos y a los besos pocos, en manos tan blancas y en manos tan suaves, e igual con la otra mano, con la que le quedaba libre, la que protegía la mandarina como protegiendo una esmeralda naranja, intentara substraer , que no robar- el “Yo no robo nunca, yo substraigo” de su fráse mítica y genial- la medalla del trabajo que el ministro llevaba para prender en la pechera de don Antonio Aguilera, para imponérsela él sobre su blusón con máculas para poder proclamarse Arturé Primero de Porcuna, fundar una monarquía de estadales, coronas de hojalata y naranjas mandarinas, donde todos los desarrapados serían duques y marqueses en la gran Santa Cena Viridiana de Porcuna, y elegir la morera como árbol sagrado donde grabar con clavo de carpintería sus sagrados nombres genealógicos ; adoptar y adoctrinar hijos con churretes, faltuscos y líricos, y dedicar un día del año a celebrar el día mundial de los apaleados carcelarios.

En la otra fotografía aparece Arturé convertido en el Señor de los estadales, transido y postrado de Virgen de Alharilla, orgulloso de paso sobre el barro del lodazal del Llano, llevando a la virgen dentro de una soledad de árboles y rebequitas de punto, y él ahí, posando para la historia romera, en la más sublime estampa de la virgen de Alharilla en procesión, con sus zapatos rotos y sus abultados bolsillos llenos de naranjitas dulces y mendrugos de pan.

Inocente como las cosas sencillas y avinadas, agarrado al varal de una virgen solitaria en su manto negro y en el nublado del nublado acechante. El paso socorrido, el peso leve, liviano, apenas pluma posándose en el hombro del Señor de los estadales, al que habría de perdonar la virgencita santa todos los pecados del mundo, los propios y los que a diario le adjudicaban, incluso perdonarle las burlas que provocaba en los delirantes caretos de los voceros injuriosos, los que le ponían las zancadillas, los que le tiraban de su chaqueta, los que le descorrían el mizo para que se le cayeran los pantalones y provocar una carcajada de carnes flacas y calzoncillos amarillos de orina, incluso hacerse perdonar las palizas oficiales que recibía y sus encierros dentro de las piedras sublimes. Tambaleante y andero en la romería de los anderos de antes. Alharillero de aldea, y novenero del camino con un polo de fresa pintándole los labios con una esencia de besos imposibles. Arturé ataviado para la historia de la fotografía porcunera, la mítica, la iletrada, la secuencial, la irreverente: barro y Virgen secuenciados en un delirio de negros, y el Señor de los estadales ronroneándole al gato manso del perdón de mayo, su chispica de compasión y su poquillo de milagro.

A las carnes de Arturo del Pino Casado, o más que ese nombre y esos apellidos, a las carnes de Arturé, que eran como dos cosas distintas, aunque parecieran iguales, se le notaban, se le transparentaban los morados de las palizas municipales por mucha ropa que llevara puesta, vestido en simple, sin la excentricidad manirrota de Juanito “el bicho”, con su camisa blanca, y Arturé enseñaba a la gente de las puertas de las tabernas los grandes violetas sobre sus carnes azotadas, Ecce homo aporreado andurreando las calles en el ganarse el pan de sus días, con la mano tendida de la vejez mendiga, y una cara como de máscara que la gente no sabía trocar por picaresca cuando era picaresca toda, menos los ojos morados, que era picaresca boxística de las porras y los puños uniformados. Desastrado y alegre como un romance de ciego mal romanceado, el hijo de Amador y Magdalena era el sultán de las calles y el monarca de su república popular y trabalenguas, y pudiendo como pudiera, sorteaba de los toros de las gentes sus malignas cornadas, enseñando sus dientes negros y la sonora risa delirante del que hacía de todo, el mundo de las incongruencias sagradas.

Republicano en la guerra. Republicano bananero en las cárceles de la dictadura. En lo sumario de la urgencia de una guerra perdida, por auxilio a la rebelión izquierdosa, aquella gran extravagancia léxica, administrativa y judicial, por un no sé que de sindicato, por la iconoclasta quema de santos y vírgenes a las puertas de las iglesias de Porcuna, que si por cocer cabezas para un caldo religioso y un azote con mano de brazo de madera, más que incorrupto, carcomido, el guerrillero Arturo del Pino, antes de ser Arturé, de una cárcel a otra cárcel con su oligofrenia cargada como cargando un sambenito de delirios y ensoñaciones, intentando encontrarle a las celdas la extraña lírica montecrista, mientras el hambre de las lentejas en caldo le iba perfilando su cuerpo, más de huesos que de carnes, y en las humedades de las celdas el resfriado eterno que lo hacía ir siempre en chaquetilla, blusón o pelliza, luciera el calor que luciese, ya hiciera calor de piscina, que para él estaban hechas todas las sombras de las arboledas de Porcuna, y si no, siempre habría un olivo en flor para bautizarlo de florecillas de trama, perfumándole su testa con limpieza de jabón, y si fuera olivo con ahorcado, alguien a quien contarle sus desventuras y sus delirios eclécticos , sabiendo que de la boca abierta, más que palabras, sólo saldría una lengua morada como manoseado badajo.

-“Arturo se limpia el culo con un billete de veinte duros”; le cantaban a Arturé las delicadas, cuan insidiosas voces de los mocosos de la bocamanga a la salida de las escuelas.
-Si yo tuviera un billete de veinte duros, bien sería para pagarme el vino de las tabernas, o la sardina arenca de las latas redondas; que para el otro menester, no me faltan malvas ni ortiguitas picadoras, u hojas de higuera perfumadas de leches…

Por el número quince de la Cruz de la Monja, su lugar del catre y la cocinilla de carbón donde el hervor del potaje de habas con berenjena perfumaba las amarillas estampitas matritenses de las paredes desconchadas.

-Arturo, qué buen olor te sale de la cocinilla.
-El potaje de habas, Clementina.
-A ver cuando invitas, Arturo, y yo te doy unas clases de matemáticas de gratis, para que no te engañen en las cuentas.
-A ver cuando sobra Clementina, que está la cosa muy escasa.
-No me seas roñoso Arturo, que bien se ve que hay colmo en la olla.
-Es que, si invito hoy, no tengo para mañana, Clementina.

Bajo la sombra de la parra con sus solas avispas, la siesta en mecedora de madera, con el estampado costumbrista de las estampas con flores, los únicos geranios de aquella estancia. Quizá un gato ronroneándole a Arturo la raspa de la sardina, o las canciones dedicadas de la radio transistor, o un perro cargado de pulgas ladrándole al queso de la luna las madrugadas tan silenciosas y tan en celo.
Por la Cruz de la monja ni monja ni cruz: una escuela con niños en permanencias, una panadería con panetes y tortas de aceite y muchas vecindades en sus necesidades, en sus tareas y en sus alegrías doloras con tonadillas cantoras.

-Arturo, qué bien huele el potaje.
-La sobra para mañana.
-Ni tan siquiera para una cucharada.
-No me ande usted pidiéndome imposibles.

Con el guardia civil la trifulca de la pelea y la esencia de la detención: “si no tuvieras la pistola me ibas a pegar, so chulo”.

Y con la hostia viva al calabozo de cabeza, al calabozo medieval de la Torrera carcelaria, donde la Torre de las Armas; su único preso, el de siempre, el de todos los días, cuando no por una borrachera, por un insulto o un amago de rebelión, o un cualquier invento cualquiera hacia el Arturé de turno, que no, hacia el Arturo del Pino Casado, que ese era otro cantar que sólo contaba en el carné de identidad. Del uno al nueve, el preso números todos, y más números más, para más adelante, que cuando no era con un esto era con un lo otro, que Arturé era siempre el visitante siempre ilustre de las piedras calatravas, su señoría en el reinado de Arturé Primero de Porcuna, un rey depuesto para el privilegio de los romances de celda:

-Buenas noches, señor “Panete” y familia.
-Buenas noches, Arturé Primero de Porcuna. Hacía horas que no lo veía por aquí.
-Manías de los municipales, sabe usted…
-Anda y tira p’adelante, mantamojá, si no quieres que te caliente el otro costado, que tú bien te conoces ya el camino de tu residencia.
-Qué disfruten su cena los “Panete”
-Después te daremos algo, Arturé.

Por la casa de los “Panete”, los guardadores del castillo, los torreros de la Torre nueva, se entraba a la celda carcelaria de la Torrera, la tan visitada celda de castigo del Arturé excéntrico, provocador, peligroso; beodo del vino y de la esencia lírica, el de la navaja onírica y la lengua desatada. Por el comedor de la casa blanca de “Panete”, se entraba a la celda de piedra, donde el catre de piedra y el frío de piedra esperaban a Arturé para dolerle en los huesos.

-Ya le podrían poner al catre su poquilla de paja.
-Para los borrachos como tú, hasta la cosa más dura es cosa mullida.
-Se ve que usted no duerme aquí, señor Municipal.
-Tampoco es preciso dormir; haz como que estás de guardia.
-Para eso es preciso fusil, señor Municipal.
-Invéntate uno como inventas tus tonterías.

Padre, madre e hijo en la disposición de la cena recibiendo a los carceleros municipales y al encarcelado Arturé levantándose de sus sillas por aquello del respeto a la autoridad. Arturé con sus cuatro o cinco guantazos enrojeciéndoseles en la cara como una sangre aflorando y diciendo maldiciones, y un diente roto en la mano pidiendo su ratoncito Pérez. Sobre la cama de piedra medieval la ausencia de la manta, que Arturé ya iba calentado de palos y de vino y hasta de sulfurosos improperios y palabrotas, y el blusón abrigando, con su algo de mugre dibujándole chimeneas de barcos y chiscos con picones.

Quizás estos momentos perpetuos de Arturé entre las cuatro paredes de castigo de su celda, eran los momentos en que Arturé se iba para el hacia atrás del tiempo, y en aquella soledad del mochuelo sin olivo, acompañado sólo por el masticar la cena de los “Panete”, Arturé le reavivaba a su cabeza dislocada y ebria, la media lengua y la media baba de sus reminiscencias y de sus oficios, que si aquella guerra perdida, que en él era como el niño perdido en una guerra de juguete, que si de aquellas tardes de sindicato, que si aquella huelga general y aquel piquete con tirachinas y aquellos concejales socialistas en boina y pantalón de campo; que si aquella mili en Canarias, y aquel barquito sin velas que lo llevó aguas adentro hasta descubrir las arenas de las playas, que si aquel informe psiquiatra que lo aliviaron de la cárcel, por no sabía cuantas veces más, que si aquel salir de Porcuna y aquel otro volver a Porcuna, que si aquel cantarazo al Matías, el municipal de la farola, que si bien cántaro de latón, su buena aporreadura le hizo, aunque luego viniera la paliza descomunal, satisfecha y salvada por la gran heroicidad; que si aquella cosa guerrera en el campo de futbol, de cantarle a Reina, el portero juvenil del Córdoba, las cuarenta y las diez de últimas con su “Viva Porcuna campeón”, aunque paliza le volviera a costar y otros ratos carcelarios; y ese ir de un sitio a la Torre y de la Torre a la Torrera, con las esposas en las manos como si fuese delincuente de categoría, cuando todo lo más, borrachín de vino, mitad loco, mitad sátiro, mitad ángel y mitad demonio, más o menos, como todo el mundo, pero, ay del aquel de la ojeriza, que al día le buscaba su sombra y a la sombra la incomprensión de aquella carta al diario Madrid que principiaba, señalándole con el dedo y con el látigo: “Principio por decirle que no tengo nada contra los subnormales y los deficientes mentales…”

- Nunca fui yo de entender las bellas palabras de la lírica falangista.
- Tanto mejor para vos, Arturé Primero de Porcuna, tanto mejor.

Y en esto de un despertarse y no despertarse del lecho de piedra, sin tan siquiera paja, de la Torre de Armas, un mirar por la exigua ventana vertical por donde se apuntarían los fusiles al enemigo del horizonte, el poco de luz de una bombilla alumbrando tímida y besucona, el callejón de la Plaza de Abastos, por donde sentía sus mañanas hortelanas ayudando a Nazario en su puesto de verduras y de frutas. Y era todo como un ensueñe de vino y una algarabía de toque de rosas, ya fueran rosas artificiales, casi de plástico, que le cantaban en su cabeza las letanías de los madrugones en el ajetreo tenderil del mercado de abastos.

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El desarrapado mañanero en su media lengua y en los huesos de su cuerpo dando el do de pecho en el ayudantía del verdulero Nazario, con el carrillo de mano entrando al puesto los convoyes de las frutas y de las verduras, y quizá la latica de atún llena de ascuas para el frío tan de mañana, con lo que se ganaba el pequeño sustento del al menos comer naranjas y lechugas, mientras de un puesto pillaba unos pescuezos de pollo, y de otro una almorzá de garbanzos, o un trozo de tocino añejo o una lata de sardinas, quizá una rosa fresca cogida de un rosal, y un porroncico mocho para refrescar el agua del verano, y hasta unas Iguales para hoy, de ciego que nunca le tocaban porque siempre le daban el cartoncillo del día anterior, el caducado sin premio, para gastarle una broma.

A Arturé se le gastaban siempre bromas, por eso se cabreaba tanto. Bromas que unas veces le sentaban bien, y otras le sentaban mal, como a todo el mundo, según le pillara el cuerpo, o según le funcionara la cabeza:

-Arturé, es menester que a la chaquetilla le des un lavaillo.
-Lávate tú lo que justo te huele por debajo del ombligo, vieja loca.
-No alces mucho la voz que al laíco mismo tienes la celda de castigo.
-Más que agustico se está en ella. Un poco duro el colchón.
-Cualquier día de estos amaneces tieso y sin compaña, que hasta olerá tu cadáver a los cuatro días después.
-Todos amaneceremos así, unos detrás de otros, sin remedio.
-¿Quieres un par de pesetas?
-Mejor un par de besos de tu boca.
-Anda manditalma, regalón, faltusco, pejiguero, esfraguetao, espeluznao, que habría que echarte Flix como a las moscas…

A Arturé, que no a Arturo del Pino Casado, como ya ha quedado dicho unas cuantas veces, se le amontonaban todos los adjetivos calificativos, y todos los recibía como si fueran lluvias espurreadas de una boca para hacerle el mejor planchado, y si estaba bien y en sus cabales, o en día festivo con banda de música, por donde iba él delante de los músicos haciéndoles la pantomima de los instrumentos musicales, las soportaba bien y estoico, juncal, graciosillo y saltimbanqui, y si estaba mal, y le pillaba con la cabeza ida o con los efluvios en vino, a los adjetivos calificativos les buscaba sus dobles sentidos, sus esencias peyorativas, sus despectivas sustancias, y los afrentaba con sus propios adjetivos calificativos, o cuando no con sus manos propinando tortazos o cuescos a las pelonas, y si hacía falta cantarazo, cantarazo que iba, hasta que llegaba la autoridad con gorra de plato y de nuevo al presidio de la Torrera, donde ya los “Panete” le estaban esperando para rezar el ángelus de su compañía.

-Mucho tardabas hoy, Arturé Primero de Porcuna.
-Es que empezó tarde la cosa, y el vino no daba los efectos de desartarme la lengua y calentarme las manos.

Y si no eran las mañanas acarreando frutas y verduras al puesto de Nazario, era en las tardes, acarreando, en su carro de madera, hacia las tabernas de Porcuna, del Motoso, del Rano o del Guiñolero, las garrafas y las damajuanas de vino Montilla-Moriles, en sus arrobas de la marca Tomás García y la representación porcunera de Emilio Ruiz Herrera, el que soportaba los berrinches de Arturé como se soporta a un hijo que ha salido un poco alelado o más listillo de lo exigible por las normas de urbanidad y del comportamiento exquisito:

- ¿Qué puede usted esperar de un iletrado, señor Emilio?
- Eso mismo me preguntaba yo, señor Arturo.
- Así que, más vale que nos llevemos con una mijita de mano blanda y una botellilla de vino con sus cuatro pesetas de propina.

Arturé, así, con su solo nombre y en su sola métrica y en su solo verso y estribillo. Niño cantor más listo que el hambre y muchos pesos sobre sus espaldas. El del cuerpo con cardenales saltando de losa en losa el juego de las chanflas de teja o las chanflas de ripio.

Portero de noche en las veladas musicales de Porcuna cuando las campanas de la parroquia sonaban a boda e iban los novios de la mano subiendo y bajando las escaleras de piedra para darse el sí quiero definitivo de los arroces.

Si de día por la Plaza en el acarreo de los vegetales, y en las tardes con el llevar a las tabernas las arrobas de los vinos, de noche, y en el mismo traje de todos sus días, quizá con un lavado a pila o escupitajo para los churretes, y un planchado urgente con plancha de hierro, Arturé de portero en los bailes de boda, que, cuando las bodas se hacían en las casas, con su pepitoria, su pollo frito y su tarta rellena de flan, se celebraban en los altos del bar América, por la Carrera, o en los altos del de Porrillo, por el enfrente de los casinos, o se hacían en sus comienzos en el salón de bodas de Paquito Ruiz, allá por el cuartel viejo.

Arturé se ponía en postura de marqués o en su posición de frontera, capaz de echar a las gentes p’alante o a las gentes p’atrás, en las escaleras de entrada al salón musical, donde el tocadiscos sonaba en sus pasodobles, en sus marchas de zarzuela o en sus coplas melancólicas que hacían a las parejas juntar las caras como si se quisieran mucho, para que sólo pasaran al salón los invitados a la boda, los comilones de la pepitoria, el pollo frito y la tarta de flan, aunque al final, Arturé, al baile, dejaba entrar a todo el mundo, con tal que fueran amiguetes y le llamaran Arturo, o le dieran un cigarrillo, unas pesetas o una naranja mandarina para sus horas bajo el árbol de la morera.

Eran sus tiempos cantables, de su cuerpo danzarín, borrachuzco y lenguaraz, cuando envestía al toro de las gentes para ponerlas en su sitio con cuatro quiebros y una mirada de tigre. Sus tiempos de estar, más que en la vida, sobre la vida, para tenerla por compañera y casi como amante, antes de que la vejez lo descabalgara como cosa perdida y se anduviera a la mendicidad del no tener paga de jubilación, ni fuerzas ya para ganarse el potaje de habas, hasta que Estela Gutiérrez lo acogió en su comedor social, donde cada día recibía Arturé sus fiambreras de comida para toda la jornada, que, nunca así había comido jamás, y se le notaba el engorde y hasta el brillo en la cara, y había sustituido su tomiza por las trabillas del pantalón por una correa de cuero que enseñaba a las gentes como si señalara el mundo de las abundancias, aunque sus pantalones, se le seguían quedando tobilleros y sus andares siguieran siendo ese deambular de una acera hacia otra acera, buscándole al baile su dulzura de ballet clásico y de un entierro hacia otro entierro con el pésame sentido haciendo la genuflexión cabezá.

Por las calles de Porcuna no ibas tú sino tu sombra cantándoles a las gentes la murga de los toreros. Arturé en todos los entierros dando su sentido pésame a las mujeres de negro y a los hombres con cintillo, que no había entierro al que Arturé no acudiera para dar la cabezá, con la mascota en la mano, y alguna lágrima sentida. Curica masculino, no creído y creyente en tus principios sonámbulos y en tu virgen con estadales. De ti se reían los hombres de las barbas, las mujeres de los bambos y los niños sin chupetes, pero nadie quería saber de tu tragedia. Te apaleaban los municipales y las palabras de los mozos boxeadores y hasta los niños a los que tanto querías y a los que regalabas, de los carrillos azules y de las cestas de mimbre, pistolines de eucalipto, bolicas de anís y anisicos de colores. Y cuando todo se te hacía insoportable y perdías la cabeza, o encontrabas la inspiración iletrada de tu grandeza insultada, se te abrían en las heridas la incomprensión de tus tiempos y te ibas bajo un árbol de morera para comerte, solitario, una naranja mandarina, mientras por el Paseo de Jesús, paseaban tus amigos de siempre, los fatuos y los trolos, los santos inocentes de los cuellos con sonajas, las espaldas con muñequitos, y las almas con cascabeles, sintiendo de la soledad, su paz estremecedora.

Arturé Primero de Porcuna, sin tener ya conciencia alguna de la inconsciencia hacia ti, te regalo un colibrí y una sirena cantora. Monarca de las doloras alcobas del torreón. Mitad luces de león, casi campana sonora. Por la acera de tu sombra, tú rescatado en el tiempo. Inmortal de los conciertos menesterosos del alma. Por la esencia de la calma tu nombre grabado a fuego, sobre el oscuro sendero de los simples soñadores. Arturo con los deudores, Arturé con los adeudos. Señor feudal sin más feudo que una morera sin moras, y una siesta soñadora de naranjas mandarinas. Por el huy de las esquinas, la sombra de tu chaqueta, dejaba a la gente quieta como un entierro que pasa. Monarca de las murgas y los partidos de fútbol, en los amaneceres turbios tus frutas y tus verduras, y en las tardes de los curas, tus acarreos de vino para sacarle al tocino su sustancia apetitosa. Si no fueras todo rosas te quitaría las espinas, con una sombra de encinas y un ukelele canoro. Arturé de los escombros, Arturo de los suspiros, alunado con los trinos de los pájaros del agua. Por el envés de las faldas tu boca soñando besos, ya fueran besos convexos o besos de niños pobres. Salutación de los hombres en estas horas sin mañas, del ayer tu nombre engaña a este hoy melancolía. De aquellos tus tristes días del pasar besando el suelo, rescato tu desconsuelo para cubrirlo de rimas y de nombre recordado. Pasa la vida sus lados, y todos a fin de cuentas, somos carne de tormentas bajo una tumba sin nombre.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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