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Ana Villa García, la adivinadora de las especias

Por la aceras de la calle Santa Ana se sucedían los años siempre con el perfume de los panes ocupando los ambientes, bien subiendo desde el horno de “La Niña”, bien bajando o subiendo desde el horno de Ginés y de Luciana, que la hacían perfumada calle de tahonas, de tahonas y de chiscos de leña ascendiendo los humos por el negro hollín de las grandes y altas chimeneas de obra para confeccionar sus propias nubes, las que no daban aguas, pero sí una brisa de cenizas descendiendo livianas sobre los amaneceres de las cabezas, tiñendo de aires marroquíes aquellas vidas tan pretéritas y tan preteridas.

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Fotografía: Alfredo González

Por las aceras de la calle Santa Ana, una calle ascendiendo en pendiente de escalones amplios, dibujados con guijarros brillosos en las lluvias o en las aguas de los fregados, y con sus calvas y melladuras, donde nunca llegaba el barrer de las escobas: socavones oscuros por donde asomaban los suspiros de sus milenarios habitantes hasta formar un talonario de nominadas calaveras exquisitas, vasijas rotas y columnas partidas, que nos deslumbran hoy, en sus ruinas, tal que si aún fueran capaces de revivirnos a nuestros heroicos antepasados, los de los taparrabos o los de las armaduras de bronce.

Una calle ascendiendo en sus amplios escalones, por donde, en el otoño de ser calle de sombras, emergían las verdes hierbas minúsculas y sutiles, aclamadas por los primeros rocíos, y regadas también por el agua chirle y jabonosa con que las mujeres de negro fregaban las losas de piedra de las aceras, esas aceras por donde las niñas con trenzas escolares, o colas de caballo con sortijas de goma, y algún niño con dengues y bordados y melindres, jugaban al carro de las chanflas, enseñándoles a los ojos de la muchachada en flor masturbatoria, el pequeño encaje virginal de sus braguitas blancas perfilándose dentro de la escasa hechura de las primeras minifaldas. Una subida de escalones con guijarros e hierbas otoñales, a las que las mujeres echaban sal gorda de las matanzas para quemar un bosque sin presentir un patio con árboles y un césped señorial.

Por las aceras de la calle Santa Ana se sucedían los años: llegaban y se iban las primaveras con sus cuatro geranios, unos jazmineros llenos de jazmines y de rosetas para los pechos de las mujeres y alguna dama de noche perfumando las noches santaneras como un perfume de la France traído por un emigrante de maleta de madera y mizo corredizo, y embotellado en los tarros de cristal de las bombillas; llegaban y se iban los veranos llenos de forasteros de Alcoy, del Carmelo y del Puente de Vallecas, y se escuchaban los gallos del corral lanzando sus cantos suicidas antes de hacerse carne frita en los arroces caldosos, y como llegaban se iban los otoños dejando sobre los rostros de Santa Ana unas expresiones como de luto, unos dejes de melancolía que ni los besos salaban, y alguna carta de amor guardada en una caja de cartón con un lazo rosa y muchos corazones pintados; y llegaban los inviernos y también se iban los inviernos, con sus aceitunas perfumando el ambiente de los campos y las almazaras: ajetreo de calles con ciñeras, refajos y talegas a cuadros desde donde caían a los guijarros la esencia roja de los chorizos dejando sobre la calle un reguero de manchas como si hubiera pasado una procesión de Semana Santa, o una letanía petitoria del Padre Tarín despertando de las conciencias el no sentirse en los cielos, ni en los cielos ni en los suelos, sino en un flotar, mitad aire, mitad losa: un limbo sacramental con muchos pecados aún por confesarle a don Martín.

Y Ana Villa siempre en su acera y siempre en su luto, sin más blanco que una rosa de jazmines prendida en su pecho, saliéndole del alfiler la esplendorosa maravilla de los blancos pétalos olorosos, abriéndoseles como si, directamente, fueran puntos de ganchillo que escapados de su chambra quisieran escapar de ella para darles la leche maternal a los invisibles angelitos que se dibujaban por los desconchados de las paredes. Ana Villa sentada en su silla de anea a la puerta de su casa, aquel número 32 donde transcurrían sus días con todas sus horas en la quietud vieja y acompasada de quien ya sólo se dedicaba a contar sus últimos días, sus últimos tiempos mirando para el adentro de su casa donde, tras el cortinón, su José Gallardo, su “Niño Artista”, le buscaba al envés de su trombosis el lado oculto de sus instantes, el revés de los espejos donde se le nublaban aquellos sus días de cortijo, por Los Borregos o por la Sarteneja, con sus mulos en el arar de los campos; ese aquel de sol a sol de las besanas abriendo surcos tal que venas para recibir de las manos agrietadas y secas como esparto, la bendición amarilla del trigo y de la cebada. Su “Niño Artista”, en aquel de sol a sol de las camisas en pie como si hubieran sido planchadas con polvos de almidón, cuando, todo lo más era el sudor del cuerpo, ese extraño pegamento, esa blancuzca gachuela invisible que momificaba las camisas hasta convertirlas en pieles de momias, secas, verticales, descoloridas: espantapájaros colgados del gancho de la luna junto a una lámpara de carburo o un quinqué de petróleo deletreándole a la noche el secreto de las estrellas. Y ahora ahí puesto, grande, enorme, cabezón, sin ser ciego, ciego pareciendo, buscándole al calor de las estancias sus antiguos pasos, los pequeños aromas de la apacible ala de los que nada anhelaban, sino era un amanecer con gallos y un anochecer con silencios, y con su Ana Villa durmiendo a su lado para sentirse tranquilo y protegido; esa Ana nocturna y oscura que por las mañanas iba a las casas capapardas a demandar los jornales trabajados como si fuera pidiendo limosnas o ruegos.

Ana Villa García a la puerta de su casa, viejecilla con moño y orquillas largas, metálicas, negras, arqueadas, invisibles, ya en sus años de ganchillo solo, mirando a través de las gafas de cerca las lejanías de sus placeres chiquitos, para encontrarle a la hebra y a la aguja el primor tardadero de los encajes nupciales.

-Primorosa la colcha la que teje tus manos, Ana Villa.
-Dos litros de aceite me dan por ella.
-Colcha para vestir una cama en la noche de los desposorios sin pañuelos.
-Con una chispica de suerte, dos litros de aceite y una orzica con alcaparrones me dará la virgen novia.

Ana Villa a la puerta de su casa, ocupando la acera de las chanflas y el desfilar de los hormigos civileros cargados de hojas o huevecillos con liendres. Vieja de negro en ese eterno negro de los dolores pueblerinos antiguos, tan castellanos, porque, a Ana Villa, como a todas las mujeres de negro, se le juntaban un luto con otro luto, que cuando no era un padre era una madre, o cuando no un hermano o un primo carnal que no daba ni para el medio luto, pero se vestía en el luto entero, o a lo más con un chispeado gris. Los lutos eternos de aquella Porcuna triste y coral, silenciosa y cantora en canto de tonadilla, y muchas veces alegre en aquellas alegrías del chiste y la moraleja lenguaraz, que ocupaba las aceras de sus calles penitenciales y dicharacheras con sus sillas de anea, desmochadas, atadas tomizas en todos sus nudos dándole a sus patas resquebrajadas el sabor de una escayola blanca en un brazo roto. Ana Villa sentada en su sillica de anea, la bajita, la de poder poner los pies en la tierra, quizá temiendo que, un poco más de altura la hiciera tan levítica, tan frágil y tan etérea, que le diera por volar por los aires como una sombrilla negra que se lleva el viento de una avecinada tormenta, temiendo quizá, que de no tener los pies en el suelo, el buen Dios de los creyentes se la llevara para su Reino antes de tiempo, sin darle coyuntura para rematar la colcha de ganchillo, la de los dos litros de aceite, y viniendo a bien, una orzica de alcaparrones con sus hojas de parra o su puñado de paja puesta al sol para quitarles el amargor, y en vinagre y sal volverlos comestibles en aperitivo, como los pimientos verdes. Las tardes con sonajas en los discos dedicados de las radios transistores, que si “Alegre despertar”, que si “Radio modistas” en sus mañaneras secuencias de las madrugadas de la aceituna, o el consultorio de doña Elena Francis con sus consejos lelos sobre cómo depilar unos labios inferiores o cómo decir que no a una proposición indecente por muy buena proposición que fuera.

Con las gafas sobre sus ojos, sus gafas de cerca para pillarle bien el entramado a la telaraña del ganchillo, y no se le fueran los puntos hacia el camino del volver hacia atrás, y destejer penelopemente lo ya tejido. Ana Villa miraba hacia el arriba de sus ojos como sólo las abuelas sabían mirar por el vacío alto de unas gafas, persiguiéndose en la frente el mechón salido para volverlo a su orquilla, o ver la salamanquesa de la pared, el gorrión cantarín de los aleros o la mosca pendeja sonando sus alas complacientes y gremiales.

Ana Villa en su acera, en su luto, en su ganchillo y en su vecindad charlatriza, siempre mirando hacia el interior de su casa, donde, tras el cortinón azul y tieso como tela de serón, estaba su José Gallardo descifrándole al silencio de sus huesos el por qué de esa inmóvil calamidad tan temprana, quizá, soñadoramente, un vaso de vino al señor Hilario, el tabernero, o un alcarcil del huerto de Saturnino, o un par de palitroques de bolillos de los de Misericordia para tocarlos y crear música antigua y popular.

También Mama Ana en su medio luto de antes, con su delantal de chispicos y su moño con orquillas, despachando en la Plaza de abastos, por detrás del puesto de Manuela “La Folleta”, donde vendía los huevos de las gallinas de la granja que había donde la antigua fábrica de aceite del Rocío, por la Puertas de Córdoba. Mañanas aquellas de los hortelanos y los vendedores antiguos. Su puestecillo con cuatro cajas de cartón rodeándola a Mama Ana como para sacarla en procesión, decorada de huevos y abejas silbantes para cubrirle de miel donde colocar su corona, y hasta pollitos saliendo de las cáscaras de calcio para adornarla con trinos y plumas angelicales.

Ana Villa a la puerta de su casa, siempre mirando hacia adentro, donde se perfilaba una de aquellas viejas y pobres casas de antes, las del encalaíco en primavera y la manica para los desconchones de los otoños. Una mínima casica mucho más larga que ancha, tan dadas a atravesar medio mundo hasta adentrarse en aquella Ronda Marconi de los estercoleros, los lejíos y las milenarias piedras ocultas.

Casas con portales, pocas chambres y muchas honduras, haciéndole fuego y pareado a las penas de las almas en pena, o las tranquilas almas del pan para hoy y para mañana Dios dirá, o quien lo tuviera que decir.
En su primer portal, su José sentado en su silla como ciego que pareciera ciego, grande, cabezote, buenón como pan, manso como seda, entero como roca, desvalido como inválido. Su cuatro sillas de anea y su mesa camilla con sayuela, tapete de ganchillo y porrón de verano con su rodete mosquitero. Para llegar al segundo portal su arco sin triunfo y su pabellón con muñequitas de feria vestidas de gitanillas, donde brillaba la aguja de los caracoles colgada de una alcayata, irisando en un oro extraño y oloroso de cilantro, de comino y de yerbabuena. Un segundo portal con sus cuatro cuadros costumbristas y regionales sacados de los almanaques viejos y enmarcados con primor de carpintería. Una habitación dormitorio con su catre, su mesita de noche, su cómoda y una estampa bíblica pegada como lapa a la pared, sin más luz que una bombillica con su capucha azul de plástico, a la que de vez en cuando había que quitar las cagadillas de mosca que la enlucían en traje de lunares.

Un primer corral abierto al aire de los buenos aires que llegaban de los campos, con sus arriates plantados de perejil, yerbabuena y periquitos de olor, nocturnos y veraniegos que daban aroma a la calle y a todos los sueños de las camas. Cuatro latas con geranios y alguna hierba amarilla. Su cocinilla a la derecha, con su fuego, su hornilla, y sus trébedes, donde Ana Villa cocinaba los guisos con más sabor, aquellos de los que las vecinas preguntaban las recetas y los ingredientes y que nunca les salían igual, como nunca les salía igual su caldo de pepitoria hecho con las gallinas de uñas largas, esas del duro matar y muchas horas de cochura, y su cantarera y su alacena con cortinillas de flores. Por el suelo rojo las tres orzas de la matanza, con sus chorizos, con sus torreznos y sus chicharrones crujientes. Y de las vigas colgados, una ristra de melones amarillos, dos jarretes ya sin carnes y dos badanas de tocino a las que espantarles las pejigueras moscas de los veranos, las que siempre venían cencerriles y negras para pintar de aves lo pequeño de la estancia. Y sus dos lebrillos para lavar el vidriao de las comidas, el uno con su agua jabonosa, de un día para otro día, como de un día para otro día era el agua de los aclares del lebrillo el otro.

Antes del segundo corral su cuadra con su borrico. Colgados de las paredes sus jáquimas, sus cinchas, su serón y sus aguaderas; mucho estiércol por el suelo y un cubo con agua, y en los altillos, sus diez alpacas de paja y un saquejo de cebada para los días festivos de los borricos juanramonianamente Plateros.

El corral último con su estercolero oloroso y bronce rodeado de piedras encaladas dándole una sensación de tumba micénica, redonda y pitonisa, donde el único tesoro encontrado era el abono de los antaños, y como suelo de pies donde se evacuaban los retortijones de vientre y los dolores de barriga. Un pozo de medianería para compartir con los vecinos colindantes, los de la part’abajo y los de la part’arriba, y alguno más que llegaba con su cantarilla vacía para llenarla de agua:

-Ana Villa, si usted quisiera, me gustaría llenar esta cantarilla del agua de su pozo.
-Faltaría más, ahí tienes todo el pozo para ti, hasta que lo dejes seco, cosa que no ocurrirá.

Por los vallados de piedra sus campanicas verdes y sus rabos de gato festejando un jardín vertical, con mareos y con vértigos, amarrado a la extraña arena de las piedras. Y en invierno su verdín tiñéndole a las piedras su estampa de bosque. Una pila de piedra y una tabla de madera, y un tendedero de alambre con dos gorriones cantores llamando a los gatos de los huertos y a los perros de los corrales.

-Muchas gracias Ana Villa por aprovecharme de su río.
-No son merecidas. Cuando tengas sed aquí tienes el agua que no falta.

Vecindades del ayer, tan cercanas, tan socorridas, tan complacientes, tan ayudadoras…

Ana Villa a la puerta de su casa mirando hacia adentro como si no quisiera ver la frentada de la Casa trepá donde los niños de los inviernos jugábamos al juego del pincho dentro de un carro dibujado sobre el barro con sus casillas del uno al nueve, a donde iban los grandes pinchos de acero, esos grandes tesoros de los niños del ayer, que dormían con ellos en sus camas sintiéndolos ángeles de la guardia.

Y por no mirar para arriba el poyete de la casa de los Canuto, donde los niños montábamos su caballo blanco y domado haciendo cabriolas por los aires que daban en aporreaduras con sangre y cinco lañas dolosas por la Casa socorro.

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Fotografía: Julia Moreno

Ana Villa tejiendo los primorosos zurcidos de las prendas rotas hasta componerlas casi nuevas, o las cochas de ajuar, pero sobre todo, la Ana Villa matancera, la maga de los olores orientales, la hechicera de los mejunjes, la adivinadora de las especias y las tripas de cochino. La Ana Villa madrugadora de los otoños y de los inviernos cuando por los barrios aceituneros de Porcuna se presentía la recolección de la aceituna por el olor de las matanzas saliendo por el humo de las chimeneas, y ese olor a sangre desprendido de las carnes sajadas de los cochinos que hacían un perfume extraño de pueblo en guerra y muertos por las calles, cuando todo era sacrificio de cochinos, un Aid Kbir cristiano, mítico y menesteroso que deslumbraba en las casas una festividad con zambombas.

Cuando a Ana Villa le llegaba sus vísperas del invierno, apartaba de su regazo, de su acera, de su silla de anea, el cenachillo donde se iban enhebrando las colchas de hilo, las rosetas de los cojines y los remiendos de las prendas viejas, remendaba del verano sus calores del membrillo para convertirse en Ana Villa la matancera, la maga de las especias, la sacerdotisa sacramental y agnóstica de la limpieza bruja de las tripas, para pasar a ser ya la Ana Villa ancestral y reminiscente, la mitológica, la apañadora de los embutidos invernales, los torreznos de orza y las zurrapas para los untes de los panes y los panetes, aquellas grasas rojas a las que coagulaba el frío y derretía el verano para pasar a ser el aceite aromatizado de los guisos.

Ana Villa era la matancera por excelencia de Porcuna, la viejecita con moño tras ser mujerona con vientos, que sacada de alguna celestina estampa de calderos y potingues se apañaba su cenacho mago lleno de especias liadas en papales de estraza y pociones mágicas e invisibles, para pasearse medio pueblo de Porcuna, donde tan requerida era, para el asunto aquel, ya mitológico casi, de hacer de la carne fresca, de los frescos tocinos, de las sangres y las especias la gustativa maravilla de los embutidos de antaño. Ancestral como los tiempos de las parrandas y los aquelarres con brujas y sortilegios, bosquimanos de los saltos de agua, las piedras sagradas y los adornos con espliegos, lavandas y mandrágoras, Ana Villa le descorría al invierno su cortinilla de encaje y comenzaba su diario trajinar por las casas, los corrales y las cuadras de Porcuna, donde se aliviaba la crudeza del invierno y el comienzo de los grandes trabajos con la ostentación sacrificial , galana y festiva de la matanza del cochino, que prácticamente no había casa periférica de Porcuna que no tuviera su pocilga y su cochino, guardado y alimentado como un algo de oro, como un tesorillo sereno y gruñón que tantas horas habría de dar de comer, tantas bocas cumplir y tantos estómagos saciar; ni casa señorial, ya fuera con cuadras o con cortijo, que no tuviera su piara de cochinos, como tenían su niños de Primera comunión guardando la piara por aquella vileza del mantenimiento, para llenar de chorizos y de morcillas, de jamones y paletillas, de torreznos y pancetas todas las cámaras de todas las casonas o de todas las casillas.

Ana Villa recogía sus arreglos del ganchillo, los metía en la oscuridad costurera de la alacena o del mechinal, vestía de la cómoda el luto más desgastado, metía por la cabeza y enrollaba a la cintura el delantal de chispicos o de florecillas grises, volcánicas, carbonizadas, le hincaba al moño sus cinco o seis orquillas de arco para mantenerlo altivo y en su sitio, agarraba el cenacho de las brujas matanceras del que sobresalían los papeles grises con las delicias orientales, aquellas de las conquistas y aquellas de las guerras sumarísimas, y andurreaba los caminos de las calles de Porcuna parándose ante las puertas con matanzas, donde el olor de las cebollas picadas, esas que en las vísperas se pelaban, con toda la casa llorando el requemar de los efluvios , hacía acercarse a media familia de la casa matancera y a media vecindad, de la de hincar el diente, participar en la fiesta y menearle el rabo al cochino; daba tres o cuatro porracillos a la puerta de madera y la puerta de madera se le abría a Ana Villa recibiendo a una novia o a una visita con autoridad.

Por la Casa grande, tan vecina de la casa de Ana Villa, la única casa que cada año celebraba y ofrecía su matanza, su sacrificio anual del mes de noviembre, era la casa de Alfredo “Callao” y Carmen “La coja”, pero toda la vecindad de la Casa grande participaba de la matanza como si de cochino propio se tratara, o de cochino criado en comunidad, donde cada cual recibiría su presente y su conseja, o cuanto menos su jolgorio, su pestiño o su copilla de anís. A la matanza del cochino en la Casa grande se acercaba la familia de los Callaos, y la vecindad de medianerías: Misericordia, Encarna, Eduardo, Rafaela, Soledad, Vicentillo, y toda la chiquillería de los hijos para tan día de fiesta, y de la callejuela de la calle Huesa, Manuela y Antonio con sus hijas de la mano.

Cuando Ana Villa entraba por los portalones sin puertas del Corralón, al clamor de barro y de guijarros de la multitudinaria Casa, ya el día era amanecido, los matanceros del cerdo se habían ido con sus herramientas y sus dineros para otra calle, otra casa y otra matanza, y el cerdo estaba colgado de la pared del número 44 recibiendo moscas imprecisas, miradas y relamidos de lengua en un apetito caníbal o de carpaccio italiano, y había por toda la Casa grande un olor a carnes frescas y derramadas, a las que trocaba Ana Villa por un olor a especias que salían de sus bolsillos y de su mundo, esparciendo por los aires la delicadeza roja del pimentón dulce, la delicada y amarga espiga de los granos de comino, la mágica adquisición trafiquera de la pimienta negra, y la ocre nieve de la pimienta blanca, dulzona y asca , y esa gracia parlanchina de Ana Villa, la iletrada sin letras, la sabía de los números, la que firmaba con el dedo y un toque de la vista, y sin embargo leía los periódicos reconociendo todas las letras: “es que lo difícil es escribirlas sobre el papel, que leerlas, ya ve usted con la soltura que las leo”, la que espurreaba de su cuerpo una aureola de aromas matanceros descubriéndole a la matanza sus enseñas serranas. La Ana Villa que, cuando llegaban a la calle los emigrantes de la Francia, les pedía que le enseñaran los billetes grandes, ya fueran billetes franceses “porque me gusta verlos así, amontonaícos, y con tantos números y con tantos colores”, haciéndole reloginas a las maletas para que le contaran la vida tras las fronteras.

La Casa grande, cuando por ella entraba Ana Villa para perfumarla toda con su encarnación de aromas, derramándola a ella esencial y lozana como una transformación mítica, se alegraba como si sonaran campanas o recibiera la visita de la virreina del Corralón, magistral y poderosa. De su entrada cojitranca de mujer en sus medios lutos o en sus negros más lavados, se desprendía todo el mundo de los colores y los aromas, y los niños recibíamos a la sacerdotisa de los embutidos pretendiendo tocarla, cogiéndonos y acogiéndonos a su bambo y a su delantal con encajes cual si nos sujetáramos a la abuela mayor, a la abuela de las abuelas, con un poco de miedo mago, y un mucho de circo en el truco de sus manos fabricando los alimentos, la que nos traía el regalo de los olores para perfumarnos de dichas y el regalo de los sabores para ofrecernos las comidas extraordinarias.

Del gancho colgaba el cerdo, abierto en canal y deseable. De los sacos llenos de cebollas peladas se vaciaban sus redondeces ácidas, mientras el palo de las dos cuchillas cruzadas en manos de los mancebos fuertes y varoniles, picaba las cebollas hasta volverlas de escamas de cera, prontas a derretirse en el embutido genial de las negras morcillas.

Ana Villa abría su corpachón ancho, clemencial y parlador, ordenaba todas las órdenes civiles por ordenar, y a su alrededor pululaban las mujeres serviles, alegres y ofrecientes, para que a Ana Villa no le faltara ni su rosco de anís ni su perruna tostada, ni este o aquel utensilio, y ni esta ni aquella inquietud, y hasta una copla cantada a la par del embutido por una radio sonando sus querentorias coplas de Quintero, León y Quiroga.

La gran caldera sobre la gran trébede de hierro elevaba un efluvio de nieblas de ruciá, caliente y tormentosa, que ascendía por la chimenea hasta convertirla en nube. Apoyadas en los filos hirvientes de la caldera cuatro cañas cruzadas dibujándole puentes sobre un volcán donde serían colgadas las morcillas de cebolla.

Las carnes troceadas salían diminutas y sangrantes de la picadora de hierro pulsada por manivela, y a su descenso se le unía un espolvoreo de especias al ojeo de las manos de Ana Villa hasta teñirlas de negro, hasta teñirlas de rojo, mientras manos de mujeres las ondulaban como removiendo tierras de maceta hasta formar una amalgama bicolor de rojos y de blancos en los chorizos, de negros y de blancos en las morcillas, cuanto de las sartén puesta sobre el fuego, chirriaban y escupían los alegres bailes de los torreznos sobre el aceite de oliva.

Ana Villa condimentaba las carnes en sus medidas justas al ajuste de su ojo sabio y de su mano escanciadora, su rojo, su marrón, su blanco de la sal, su negro pimentero: una lluvia de olores aromatizando las carnes y descubriéndole al muerto el provecho de su muerte. Y cuando las mezclas cumplían, en su amor más complejo, en su armonía más gustosa, Ana Villa hacía la prueba final del chorizo y la final prueba de la morcilla, cogía de sus manos unas pizcas de carnaza condimentada y la miraba a la luz antes de llevársela a la boca para buscarle al trasluz su rubí o sus piedras de pizarra.

Las tripas lavadas en vinagre y agua obtenían la blancura de las entrañas sin pecado y pasaban a la embutidora encontrando el maridaje machihembrado de la cópula genial, en tanto la descolorida palanca daba vueltas y vueltas soltando carnes y especias hasta rellenar las tripas de la comida invernal.
Ana Villa ataba las morcillas con el primor de la cuerda del ganchillo, y con el primor de la cuerda le cosía coleta y tirabuzón a la largura de los chorizos pinchados con una aguja para airearles sus adentros, mientras de aquí cantaba una copla y de allá un rosco de vino y hasta un paladar de dulce de aguardiente.

En las cámaras altas de la casa, al aire de una ventanita de casa de muñecas, se colocaban las cañas, o se clavaban los clavos, con los chorizos colgando esperando el viento de su maduración en un ahorcamiento rojizo a los que hincar el diente en los breves días venideros. Las morcillas eran introducidas en la caldera hirviente para hacer de la sangre y la cebolla una hinchazón que llenaba de olores la pequeña estancia tan aromada ya, tan matancera ya, pasando luego a ser colgados en la cámara a la hermandad de los chorizos.

Cuando todos los embutidos estaban en sus tripas, y colgados en sus aires, a Ana Villa se le regalaban un par de morcillas y unos cuantos chorizos, se le daban las pesetas de sus trabajos, de sus magias, se lavaba las manos en el lebrillo de barro, quitándose el delantal se lo colgaba de un brazo y salía por el portalón de la Casa grande con la matanza acabada, dejando sobre las gentes del Corralón la sensación de una visita con magia, que los recibió pobres y los despidió llenos de abundancias, a la par que los hombres cargaban en los serones del borrico algún jamón, alguna paletilla y alguna badana de tocino para llevarlos al saladero de Frasquita, donde la sal le daría a la carne fresca la enigmática riqueza del corte de jamón o el taco de tocino para que el hoyo del campo no fuera sólo un almuerzo de pan con aceite, alcachofa y raspas de bacalao.

Por la calle Santa Ana, Ana Villa en sus matanzas, una maga en las estancias de palacios orientales, donde aprendió las bondades de las especias de Oriente. De los brillos de su frente a la manga de su bata, la magia de las fogatas tiñendo en rojo los bosques de un aquelarre bifronte de chorizos y morcillas. Por la acera de Ana Villa los encajes de ganchillo levantándole altarcillos a los ajuares de novia. Silla de anea con blondas y gafas de cercanías para tener la armonía virginal de la blancura. Por San Benito los curas cantando sus letanías, por Santa Ana, Ana Villa rezando el rosario albero de una estancia con puchero y manzanas blancanieves. Maga de las mil mujeres en una sola mujer.

Hechicera del ayer de un tajo para otro tajo, que en el tajo del trabajo, cuando no lo uno lo otro, que si encajes que si cerdos, que si campo que si huevos, que si casa con macetas, con marido y con cocina, que si el árbol de la encina o la calma pepitoria. Ana Villa con la gloria de sus cabales de darle al ajo sombrajo y a la magia candelarias. Las siempre horas más largas, las horas bellasdurmientes, donde la vejez no siente del descanso su placencia. Ana Villa colmenera de las abejas sin miel. Tornadera de la hiel por la mar de las especias; de tus manos, manos viejas, las delicadas hechuras de esparcir soles y espumas hasta crear tu presencia. Los lutos de la violencia te quitaron los colores, pero vistieron con flores la escancia de tus aliños. Te recuerdo siendo niño entrando a la Casa grande, llevabas algo de sangre en el dorso de tu mano; me acerqué como un enano acercándose a una diosa, y vi que la sangre era, más que estampa del dolor, un toque de pimentón lloviendo su lluvia roja.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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