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María y Francisco, vidas paralelas: Los vendedores del barro

La estatua de hoy se amplia, se pluraliza; viene cogida de las manos como una historia de amor resuelta en un tálamo con criaturas y una almohada viajera, y serpentinas azules dibujando una acuarela con nombres, donde alcanzan los desconchones la esencia de los primitivos corazones, quizás altivos, en cuanto humildes.

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La estatua de hoy se desgrana dual, pareja, paralela, y acompañada, abandona el monólogo de las estatuas anteriores y se nos agrada parlanchina en el diálogo, locuaz, dicharachera en la compañía, subliminal y conversadora en el tú y yo del juego de café, ferial y tombolero, quizá tamborilero, quizá y también. Una estatua de la compañía, de esa compañía eterna de los matrimonios de ayer, de los maridajes con resonancias amatorias y cercanías conyugales en el por siempre, ayuntada de la elección en pareja del juego de los parecidos y las semejanzas, o en un cada quien con quien, eternamente clásico.

A la estatua la amanece la sonriente emoción de hablar en paralelos y en círculos concéntricos: tierra y luna unidas en un ideal ayudantil de querencias. Pareja con resonancias en sonidos de porrones recién posados en el suelo. Estampa de ambos a la par, anudando pies para el andar de los pasos más consecuentes en la antigua agenda donde se anotaban los quehaceres en el pie de página, como una creencia de hechos con semejanzas y compadreos de acera, cuando no, de desposados conciliábulos en el más altar de la abierta rosa de todos los días y de todos los vientos, donde se confesaban las haciendas del pan primero y el postrero caldo de todos los principios y de las consecuencias tantas.

Por una Porcuna de postguerra, y las hambres repartidas por entre los matojos estercoleros de las cáscaras de habas y las peladuras de patatas, dos viajeros a la entrada el Muro, dibujando una frontera cariacontecida de supuestos invasores, muertos de lumbres y de liviedades, cansados de campos y de caminos sin campos, pespunteados de polvo y gozosos de llegada: María de Haro López y Francisco Márquez Chicano: “Los Cacharreros”, apellidos nuevos para la nómina municipal, con un borrico cargado de serones donde se despertaban los enseres primordiales de las mudanzas pobres, de las mudanzas documentales, de los que abandonaban una población en guerra y un hogar en llamas, o huían de una peste mítica hacia un lugar sanitario: alguna manta, alguna hornilla, algún perol, cuatro mendrugos de pan, una chacina seca y un cántaro con agua, en la reminiscencia artística de los barros baileneros- la natal tierra- y unos niños con mocos y alegrías, mirando de Porcuna las casas derruidas, las calles levantadas, los niños jugando en los escombros con los juguetes de las piedras y de los huesos, mucho perro en sus costillas, muchos gatos sin raspas de pescado, unas cuantas mujeres sentadas al sol de los escalones, mirando sorprendidas a los recién llegados como si contemplaran fantasmas, a los que estaban ahí, dando los buenos días en sus acentos baileneros, rencos, cantarines, y unos hombres de blusón y rapaduras, ofreciendo en el buenos días de los recibimientos unas caladas de picadura de tabaco enseñado en las manos como si fueran pepitas de oro, y un sorbo de vino añejo, aguado y olvidante, para el desentumecimiento de los estómagos, quizá también alguna anisico de azúcar olvidado en un bolsillo.

Era por aquellos años de las curiosas anécdotas y las no menos curiosas vivencias del cura Pedro, el cura de la calle Llana, aquel que se llegaba a los puestos del pescado de Pastilla o de Bares por los medievales tenderetes de la Plaza antigua, haciéndole entradías a la Parroquia, y en un descuido, casi irónico, conscientemente ciego de los pescaderos, metía sus manos dentro de las cajas del pescado, cogía un buen puñado de sardinas o boquerones y se los metía por el bolsillo bajo de la sotana negra, aquella sotana negra , sacramental y pecadora, también hambrienta de cura de pedir, donde su asistenta Luisa, aquella de andar todo el día por casa vistiendo los santos de su nunca casamiento, había cosido unas formas de bolsillo para el buen caer de los latrocinios del pícaro y bueno del cura don Pedro, y que, cuando no era pescado lo que iba a los bolsillos de la sotana, eran habas o alcarciles del multitodo puesto de Barea, o una naranja de zumo o una manzana amarilla, o una almorzadilla de almendras o avellanas cordobesas, mientras, por los bordes del bolsillo de la sotana, los pecados confesados de las sardinas robadas brillaban por los bordes de su descolorida sotana, en la plata pegatina de las escamas brillando como lunares de lentejuelas, denunciando un hecho que todos miraban y callaban todos, como provocado pecado por un estómago vacía, tan fácil de perdonar, y más si era pecado de altillo y rezos bibliotecarios.

Aquel don Pedro, bonachón y campechano, pícaro y santurrón, trasportado a Porcuna desde los libros del Siglo de Oro, para hacer en Porcuna su testamento y su estampa clásica, picara y congratulada; el que al porrón del agua, en lugar de llenarlo de agua lo llenaba de vino tinto para estar así, todo el día ofreciéndose la consagración de la sangre de Cristo, bendecida, benigna, bonachona, beoda y rojita; más que rojita, colorada, palabra nueva que se invento la nueva España como eufemismo del innombrable color de las llamadas hordas. Y así andaba don Pedro, todo el día con su sed a cuestas, y conforme más sed tenía, mejor pronunciaba sus sermones, sus cantos y sus homilías, para a la noche, reposar y dormir sobre el colchón con tranquilla, las plácidas nublosidades de los borrachos clásicos, roncando con parpajo hasta el despertar del gallo mañanero de los corrales.


Las fiebres maltas y el paludismo, dieron con Los Cacharreros en Porcuna, que tenía Porcuna, por aquellos años de la guerra recién ganada o recién perdida, fama de ser pueblo con buenos aires y muy buenas benignidades para la salud, fama de ser hospitalillo al aire libre para el reposo, la curación, la vivencia y la convivencia de estas y otras enfermedades, que, por estos altos, por estos riscos y por estas chumberas hallaban su receta y su medicina, su medio ambiental y hasta su medio artístico. Y venía la familia de María y de Francisco como para devolver a Porcuna la ofrenda del cantarillo con bala de la María Bellido en otros cántaros por vender. La vuelta haciendo la ofrenda del intercambio cultural, como viniendo a la reconquista del otro Plan Porcuna, esta vez con una guerra acabada, más que planificada, y un olvido como cima y como consigna, y casi como religión orada bajo una vela con sombras oscuras.

Era el año 1942. El pueblo con ruinas y los campos con sequías y cosechas de aceituna en su arqueología de aceitunas pasas de los años sin recolección aún brillando en ensueñe maléfico, horizontes por todos lados de tierras calmas listas para el sembrado de los verdes céspedes de los cereales en sus cercanías, y donde los olivos sólo eran pequeñas manchas dibujando un luengo horizonte, lejano, bastante lejano.

La familia de Los Cacharreros, de doña María de Haro López y de don Francisco Márquez Chicano, buscando la posada del hogar por el nuevo callejero de Porcuna, de donde desaparecieron los antes nombres republicanos para adornarse ahora con los nuevos nombres de los héroes de la guerra y otros adeptos con tronío y bigote varonil. Ahora, la casa por la calle Cementerio, con el telón de fondo del campanario de la Parroquia, bombardeado y redondo como iglesia bizantina griega sonando aún el bombardeo en el rito de sus campanas; que después por la callejuela de la calle Castillo, dando lugar y vecindad a los mercadillos callejeros de la Plaza de los Mártires, centrales y multitudinarios, siempre aparejado a la puerta el borrico de las mudanzas para el saber la casa del mañana, como un designio, una predestinación o una profecía que los llevaba de casa en casa y de calle en calle, siendo todo pasajero, liviano e imprevisto. Por la Cruz de la Monja su nueva casa, y después por la calle Carmona, entre Garrotes y Yerro, un intermedio hogareño de vecindades con tejas y camaritas con catres, y baúles con palitroques de bolillos, y hasta algún nido de golondrina cantando en la artesanía de sus barros, y yendo, finalmente a parar tanto aire de mudanza sin suelo fijo, al definitivo hogar de San Benito, en esa casa fachandosa y blanca, que fuera de María y de Manuel “El cabo los guardas”, y por allí hasta el fin de sus días, y el fin de sus cacharros, que ya no fueron días baileneros sino porcuneses profundos, trabajadores y traslaticios, jugando al juego del trompo en el dar vueltas y vueltas por el espíritu sonoro de los tornos del barro, ese barro que siempre canta sus horas tardías, sus pretéritas horas, de la arcilla al amase, del amase al torno y de ahí a las formas de los útiles, de los enseres o de los adornos de pared o de alacena, y un horno o un sol para el secado.

Como bueno ciudadanos de Bailén, como baileneros del barro, que llevan el barro como teta alimenticia y nutricional, teniendo el sabor siempre de las familiaridades ceramistas, Los Cacharreros, don Francisco y doña María, no podían dar en otras cosas en Porcuna que a las cosas de la dedicación a la cachirula, al chirimbolo y al trebejo de los cacharros de barro, bien en sus cántaros, bien en sus porrones, en sus botijas, en sus platos, en sus lebrillos o en sus macetas y arriates decorados, en lo perfecto del acabado o en lo imperfecto de lo mocho, en lo entero o en lo desorejado, en sus barros claros o en sus barros encarnados: todo un mundo concebido alrededor del barro, de la alfarería, y la artesanía de asiento y rotación; una lírica ancestral y tan milenaria arqueología, ocupada en la más alta y sagrada reminiscencia del hombre, donde el descubrimiento de las esculturas del barro dio paso a la modernidad de los útiles esenciales.

También Francisco y María con sus temporadas de aceituna, que los barros daban sus dinerillos pero estos no pasaban de ser dineros menguos a los que había que regalar de vez en cuando sardina en el varear de los olivos, por Porcuna o por Torredonjimeno, donde mejor se diera, por el Pilar del Tío Pavo o por el Pilar de Moya, de una agua a otra agua, de una higuera a otra higuera, de este a oeste, enfrascados en dos frentes de batalla, siendo los medios, el lugar de las ofrendas campestres de los lindones, y entre jornada y jornada, y entre camino y camino, una regalía de espinacas, cardillos, collejas y ajos porros, que servían para la alimentación familiar , o para el comercio, a real el manojo.

El primer puesto de doña María y don Francisco, ya para las ventas trashumantes , antes de pasar a ser los Cacharreros de San Benito, ocupado frente a la iglesia parroquial, bajo un toldo de morera, sin gusanos de seda pero con muchas moras y muchos dulzores, y como alumbrados por cirios pascuales y musicados por campanas con nombres, las que daban las horas o las que daban los muertos; teniendo por frente la taberna del Pajarico o del Grillito, donde también el cura don Pedro, sisaba de vez en cuando, entre rezo y rezo, a lo Manolo “El helaero”, unas pipas de girasol o unas cuantas aceitunas aliñás al menor descuido de los taberneros. El borrico aparcado al lado buscando entre las pajas algún grano de cebada. En las alegrías bullangueras de aquel mercado porcunero de aquellos días, al aire libre como mercadillo del siglo XV; en aquella idílica plaza de las frescuras al instante y los primores hortelanos, los arreos del bien pasar y las telillas de las confecciones, alguna heladera con helados, algún ciego para las limosnas y algún Vicentillo con su cesta de mimbre llena de ociosidades con diente, el puesto de Los Cacharreros con sus enseres del hogar, ordenados, sacrosantos, amontonados en delicadezas piramidales; en un por este montón, la altura de los cantaros, los de hechuras perfectas o los mochos con el descuento, los del sonido ronco y sus perrillas de menos, los lebrillos para los gazpachos y los aceite vinagre o el amase de las tortillas de harina, las macetas para los geranios o las flores de olor, los dornajos para el salmorejo, los platos de adorno para los patios señoriales y los porrones del agua, si de verano con sudores de barro, si de invierno con dibujitos de esmalte:

-¿No tendría usted, señor Francisco, o usted, señora María, un porrón sin asa?- preguntaba el peonero.
-Tenerlo, buenamente, no lo tengo, pero, apañárselo se lo apaño en un santiamén- contestaba El Cacharrero, con esa cosa de la ironía de los vendedores expertos.
-¿A cuánto lleva usted en porrón, don Francisco?- demandaba el peonero.
-A una peseta, que más barato imposible.
-Caro se me antoja, si tuviera usted uno sin asa, de esos para un apañe de campo, que con un pedazo de alambre lo dejo yo como nuevo- decía el peonero.

Y así, don Francisco, cogía el martillo de los desmoches y las aporreaduras con lobino, le pegaba el cachapazo al lindo botijo con asa y como en soplido le descomponía el agarradero, dejando el porrón listo para el arte del alambre o de la guita.

-¿Qué le debo?
-Pues lo dicho, una peseta.
-Pues aquí la tiene usted
-¿Le pongo también el asa rota, por si la quiere aprovechar para otro menester?
-Mejor se la guarda
-Guárdola, por si alguno quiere un porrón con dos asas, que hay manías para todo, aunque haya que pegarla con gachuela de harina con agua.

Y ahí se iba el peonero con su porrón de a peseta con el asa rota, sin caer en la cuenta de que el precio pagado, era el precio fijado para el porrón con asa, nuevecito y galante como un porrón de museo.

Los cacharros se los traían a Los Cacharreros desde Bailén, como si fueran recuerdos de infancia, recuerdos antepasados de ayeres ya nunca venidos, en una camioneta andadora y renqueante, lenta y caprichosa, a la que a veces había que empujar las cuestas arriba o descargarla de la carga de la alfarería, para que le entrara de nuevo el ansia de volver a andar, ya perezoso fuera ese andar, para al menos, llegar al Muro y cargarle los serones a la borrica hasta llegar al hogar.

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Y en días en que no había el remedio tranquilero de un puesto en la Plaza, en la Plaza de la Parroquia, o en la Plaza del nuevo mercado de abastos, que heredó de la Plaza su nombre semejante y eminentemente porcunero, don Francisco aparejaba la borrica, le ponía sus serones, o sus angarillas, y el bozal de su cabestro, llenaba de artilugios hasta el colmo del aparejo, y se hacía el Cacharrero las caminatas de los cortijos anunciando a sus puertas su comercio del barro o sus adornos de chimenea, jutándosele alrededor una corte de marias y niños pelados al cero solicitando del comerciante las sustituciones de las alfarerías rotas, por Lora y por el Zurraque, por Infante, por la Carraca o por la Malena, el Cacharrero ofreciendo la arqueología del barro, de sol a sol, o de luna en luna, con un candilito alumbrándole la señal de los caminos, y unos cuantos billetes sonando a muchas monedas en el suelto de los bolsillos.

Baileneros sin Bellidos ni Marías con arrestos. Exiliados de los restos de las fiebres con toxinas. Cacharreros con espinas buscando el asentamiento. Colonos de los asientos alfareros de los tornos. Niños sin flores ni adornos, niños sin cornos ni loores, en el primor de las flores vuestros claveles ausentes. Francisco clarividente, María persignadora, de la yunta de las horas vuestras análogas voces. Paralelos altavoces cantando vuestro destino. Alianza de los sinos baileneros en Porcuna. Aquí el pedazo de luna alumbró vuestra morada. Un cuento, sino de hadas, sí cuento de andar por casa. Paradojas de las guasas en lo tuyo con lo mío. María con el cumplido sentir de la buena tierra. Francisco labrando en tierra su secuencia porcunera. Artesanos de las gredas, vendedores de los barros. Cacharreros de los agrarios menesteres de los cuencos. Para el agua o el puchero, para la flor o el adorno. Bartuleros de los hornos, alianzas de los ocres. Cantareros de los pobres, esmaltes de los pudientes, bajo la morera ardiente vuestros bártulos expuestos. Una taberna sin vientos, una manta con roturas. Anillos de las hechuras disfrazados con acentos, de vuestro andaluz sediento de ser agua del Salado, espiga de algún sembrado, olivo de algún alcor. En Porcuna vuestro amor os dio casa y residencia. Yo pongo en vuestra presencia una lucecica rosa, y en vuestra ausencia canosa, un salmo con vuestros nombres. Cacharrero con los hombres, Cacharrera con estelas, vuestras vidas paralelas dieron a Porcuna un sol, una secuencia con voz, una sentencia con liras; análogas mayorías hechas de luna y acera. Por San Benito aún resuena vuestra zambomba sonora, en el ayer de las horas, y en el hoy de los recuerdos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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