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Estela Gutiérrez (...y en agosto, de parto)

Hubo un tiempo en Porcuna, que ya parece parte de la prehistoria, en que los dolores y los quejidos parturientos atronaban y sobrecogían por las calles, en sus amaneceres o en sus nocturnidades, sin premeditación ni alevosía; quizá también en algún atardecer con jazmines y unas charlas de vecindad a las puertas de las casas.

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Tiempos en que, por las ventanas de los dormitorios con lámparas y de las cámaras con vigas, cañas vistas y ventanitas sin cortinas, silbaban las bocas los dolores tremendos del parto, sintiendo las vecindades esos dolores y esos alaridos como si fueran propios. En que las mujeres de las escobas se detenían ante las puertas de las mujeres parturientas preguntando novedades con lloros mientras santiguaban en sus caras los cuatro signos de las persignaciones con el In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti, sin latines y con bravuras y alguna indecencia con monotonía, teniendo como respuestas un “ahí va la cosa: esperando” y había alrededor del hogar una algarada guerrera difundiendo buenaventuras, parabienes y ramas de perejil para el bien nacer de la criatura y el mejor dar a luz de la madre, en que los niños se alumbraban en sus primeros lloros tras los visillos, se declaraba por las ventanas un habemus filiis con lloriqueos y las buenas nuevas corrían por las calles como los arroyuelos de las lluvias, mientras el bien nacer era recibido con sonoras aclamaciones de callejuelas con bautismos.

Eran los tiempos en que las mujeres parían en sus casas, en sus cortijos o en sus caminos; tiempos en que Estela Gutiérrez Arroyo, doña Estela “La partera”, ejercía los malabarismos de los partos por las casas de Porcuna; en que los males de ojo se santiguaban con el pan cruzado sobre las barrigas de las parturientas, en que los ombligos se sellaban con atarcillos de cuerda, los hipos con algodones mojados en saliva, y los caldos de gallina hervían desde las vísperas de los dolores en las ollas de las cocinas para el buen transcurrir del postparto. En que el pueblo se alumbraba cada día en un parto, en uno o en varios partos, y andaba doña Estela en sus caminatas porcuneras, ahora en un aquí y ahora en un allá. En que las casas de Porcuna se le abrían a doña Estela como abriendo los telones de una escenario teatral, por donde aparecía una mujer con su vientre y con su grito, con sus sudores y con sus quejidos, y un sácamelo por Dios socorrido en una boca, que no era murmullo sino súplica, casi orden y como un decir “después de este sanseacabó” aunque luego otros más vendrían. Y ahí estaba doña Estela en la calma de la matrona con título y con conocimientos, con calma y sapiencias ancestrales, trayendo a la luz de las alumbrantes, más quejidos y más vidas.

Porcunera del año veintinueve antes del XXI, Estela Gutiérrez Arroyo, hija de Consuelo y de Germán, cañetera y porcunero en la buena mezcolanza de la Campiña con cebadas y espárragos trigueros; hija única y mimada que siempre echó de menos algún hermano para sus juegos, y en vistas de que no, quiso ser ella la anunciadora de los muchos hermanos y de los muchos hijos y abrazó de los partos sus sapiencias hasta crear en Porcuna una familia numerosa de partos y más partos hasta formar el gran hogar de los hijos conclusos, para hacer del egoísmo su antónimo y su no presencia. Niña con cartillas, con cuadernos y con lapiceros en las clases de don Antonio Ruiz Ollero, sobresalió en los estudios escolares como en las labores del hogar, en el buen hacer de las lecturas, y en el mejor sentir de las ayudantías. Universitaria por Madrid y por Cádiz, sacó el mejor expediente de la carrera de practicante y después la carrera de matrona, donde también obtuvo el mejor expediente. En las oposiciones consiguió el primer puesto y eligió para ejercer sus trabajos a su pueblo, Porcuna, al que adoraba, a pesar de que sus maestros, los doctores Eduardo García Triviño y Pío Aguirre le insistieron para que se quedara en Jaén, porque, como matrona, en un pueblo de ocho mil habitantes, era un trabajo excesivamente duro y más, teniendo en cuenta que era la única matrona de Porcuna en unos años donde cada día había un parto, cuando no más de un parto, y cuando no, partos múltiples, y tenía que sacrificarse de una casa a otra casa, y de una calle a otra calle, cuando no de un cortijo a otro cortijo, y quien sabe si un parto de urgencia en un camino, arropada la escena por un toldo de olivo y un adorno floral de jaramagos y amapolas cubriendo la escena como un manto de divinidad.

Casó con don Juan López Pérez, que a insistencia de doña Estela se hizo también practicante, consiguiendo la plaza en Porcuna, por derecho de consorte después de aprobar una Oposición. Y tuvieron tres hijas naturales, y doña Estela, cientos y cientos de hijos repartidos por todas las casas de Porcuna, en todos sus números y en todas sus camas. Cristiana fervorosa y rezadora, devota de San Benito, de Nuestro Padre Jesús y de la Virgen de Alharilla, pero sobre todo de la Virgen de los Dolores, a la que dedicaba su devoción más fervorosa, y con la que colaboró activamente en lo espiritual y en lo económico para sus rezadurías y su mantenimiento. Humana, humilde, sencilla, ofrecida y ofrecedora, inteligente y trabajadora, madre excelente y madrastra ejemplar en sus muchos hijos porcuneros, a los que no solamente se encargada de traer al mundo, sino que, a veces, cuando los nacidos nacían con la dificultad de la vida, ella se encargaba de asistirlos en el bautismo con el agua de los cántaros y una sensación beatífica de sacerdotisa mítica en la urgente salvación de las almas cristianas que no más aspiraban a ser angelitos del cielo. Caritativa con los que caridad pedían, era su casa una casa abierta donde comían los necesitados, como el ínclito, extravagante y dicharachero Arturé, que cada mañana pasaba por el hogar de doña Estela para recoger, de su cocina, los diarios alimentos.

Doña Estela falleció en Córdoba un diez de julio de 2003, y con su fallecimiento, Porcuna no sólo enterró a Estela Gutiérrez Arroyo, sino que dijo adiós a la madre más aclamada de Porcuna, aquella que trajo a la vida, como madre portentosa a esa gran multitud de porcuneros de los años cincuenta, sesenta y setenta, aquellas décadas en que la mujeres parían en sus casas y era doña Estela “La partera” la sabedora matrona de tantos días nuestros y de tantas secuencias nuestras, la que se erige en monumento y en aclamación para ser una de las más dignas hijas predilectas de Porcuna, desde la excelencia de su vida a la excelencia de sus trabajos.

En las calles de Porcuna, todas las calles eran las calles de doña Estela, como todas las casas eran sus casas, y todos los partos sus partos. Doña Estela, por los paseos mañaneros de los lugares públicos, saludaba a las hinchadas barrigas como dándole a las barrigonas los augurios de los tiempos alumbradores y por los semblantes reconocía el calendario de los meses y los preparativos de cuna. Doña Estela, la de los días largos y las noches con sudores y sus muchas esperanzas del germinar florecillas de babas y pelos con flujos. Por el caminar de las calles sonaban y resonaban, en una letanía de lunas desprendidas, los caminos de la partera. Sus pasos acercadores ponían calma en los dolores, ahuyentaba de las conciencias la extraña sensación del miedo con nacimientos, al cuanto que las barrigas gozaban del saber de en el buenas manos estar. Dichosas las parturientas, y dichosas las manos de la partera: qué buenos maridajes.


La mujer de las noches y de los días. La maga de las calenturas y las manos impuestas encendía las bombillas y las mariposas de aceite; la aurora de las horas aquellas en que se avenían, deslumbrantes y sufridoras, sufridoras y esperanzadas, alegres y dichosas el desinfle de las barrigas para sacar a la luz la bienaventuranza de un llanto despertado por los azotes.
En la Porcuna aquella de los partos a domicilio, la siempre presencia de Estela Gutiérrez Arroyo, escuchando tras las puertas, como espía de los primeros latidos, las sonrisas amorosas que se escondían en el interior de los hinchados vientres.

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Pongámonos en un día cualquiera, en un día, por ejemplo, de los años sesenta. Las calles en adoquines y blancas cales sin azulejos. Estela Gutiérrez Arroyo en su casa, nunca tranquila, siempre expectante. En sus manos un libro que hablaba de horas y hablaba de luz y esa magia de los partos recorriendo las líneas de las letras. Un timbre que suena o unos nudillos aporreando su puerta con la desesperación del apremio, la ansiedad, la angustia y el temor de las aguas rotas. Doña Estela, por la presura del sonar apremiante, sabía que tras ello había un principio de dolores, un ardor dilatándose y un parto a la espera. Doña Estela viste su rebequita y coge su maletín; quizá la noche sea oscura como una leyenda de candiles, serenos y perros vagabundos. Ante el rastro apremiado y bonachón que le pedía su confianza, doña Estela le ofrecía la serenidad de su sonrisa, de sus labios rojos, de sus ojos que sabían mirar con la azul mirada del optimismo y de las cosas afortunadas.

Ante doña Estela no existían las puertas cerradas, ni entornadas las ventanas. Ante doña Estela todo eran puertas abiertas y un sonrojar de geranios abriéndose nacientes sobre las macetas de barro. Ante el pisar de doña Estela se le abrían las alfombras burguesas, las esteras de los pasillos para el ganado y las losetas con lejía, y muchas manos que la recibían, y que al estrechar sus manos, sabían que estrechaban vida, vida nueva, buenaventura del primer llanto sobre la tierra, el llanto más alegre que escucharse pueda, un llanto de cachetadas sobre las carnes y como un despertar al alma de sus adormecimientos de placenta.

En la cama, la parturienta apretaba sus dolores en el crujir de sus dientes, pidiendo auxilios que sólo vendrían con el parto hecho, y al divisar a doña Estela, los ojos de la parturienta se iluminaban como en una procesión de resucitados. Amable, madre, inteligente, tierna, atenta, profesional, doña Estela auscultaba de la parturienta la intimidad de sus dilataciones, fijaba pulsos, ofrecía palabras, cronometraba contracciones, daba esperanzas, secaba sudores y peinaba cabellos, abría piernas y cerraba ventanas, pedía soledad con la compañía necesaria, ahuyentaba presentes y descanso de horas, o se ponía manos a la obra en brazos sujetadores y sonrisas ofrecientes.

Los visillos de las cortinas ondulaban suaves como algo que se estima esperando su fumata blanca. La calma de sus manos sobre el vientre era una calma cálida e impositiva, como manos milagreras que calmaban los dolores y asentían las luces alumbradoras.

Las bombillas iluminaban un todo de inquietudes. Los ocupantes miraban el quehacer de doña Estela, aguantando gritos y sintiendo calmas.

Sobre la mesita de noche la palangana con el agua caliente, los paños, los trapos, las toallas, inmaculadamente blancos y limpios, el alcohol y el yodo, las tijerillas para el corte umbilical, el bisturí para el corte del desgarro, y las cuerdecillas de algodón para el atar de las tripas en la separación de un todo que nacía en eternidad; y una inquietud de esperas reposando en los rostros contempladores, en los inquietos rostros familiares que observaban la escena sintiendo muchas otras escenas anteriores, recordadas o presentidas, hereditarias, atávicas, familiares.

Las respiraciones se hacían costras y auxilios de oxígenos. Doña Estela miraba a la parturienta con el amor de una madre contemplando un acontecimiento profundo, hermoso, candeal, maravillado. Con tocar la frente de la parturienta, los sudores se le volvían perlas y un no sé qué de diadema. Los hervores del parto acudían a sus manos presintiéndose en las inquietudes. Doña Estela pedía esfuerzos y empujes mientras sus manos llamaban a una cabeza que asomaba lentamente, ciega, húmeda, improvisada, paciente, rastreante y esquiva, y cuando el todo del nacimiento se le hacía en las manos, doña Estela pedía la toalla blanca acogedora, envolvía al recién nacido, daba unas palmadas en los cachetes para el llanto de la bienvenida y le daba su primer baño con agua caliente para retirar del naciente los flujos, las sangres y las aguas olorentes; colocaba al incipiente sobre el pecho de la madre, ya reposada y exhausta, mientras se le buscaba parecidos y nombres, a la vez que, doña Estela ordenaba mucho caldo de gallina, mucho reposo de cuarentena y mucha teta para la alimentación, firmaba la esquela de las pesetas, abría su monedero para la alcancía y salía del hogar parturiente hacía el nuevo aviso y hacia el nuevo parto, viendo en un hoy para mañana, las cunas llenas de niños, los pechos llenos de leche y un olor agradecido de jazmines, damas de noche y otras flores blancas confundidas entre el blancor acogedor de las sábanas y los amaneceres.

A doña Estela, de vez en cuando, se le presentaban partos dificultosos, partos de esos del mal venir, partos de los imposibles partos en domicilios, partos de los atravesados, de los contrarios, de los imposibles de parir. Partos de hemorragias o de sudores extraños, partos para los que sus manos expertas no encontraban más solución que llamar al hospital de Jaén avisando de una urgencia y de una complicación con quirófano de cesárea. Entonces, en Jaén, cuando era doña Estela la que llamaba al teléfono, ya sabían que no se presentaban comodidades de parturienta, sino parturienta con temores y peligros. Montaban en un coche, en un cualquier coche y hacía Jaén se iban la parturienta y doña Estela sacando los pañuelos blancos por las ventanillas abiertas como mostrando palomas mensajeras a las que debían dejar los carriles libres y el sol en las cabezas, y temores en los cuerpos, y tranquilidades en las palabras, un mucho mimo de manos, un hacer aire con abanicos y un secar sudores con trapillos, mientras asistía a un lucha del querer nacer y no poder, del apretar y no salir, del sufrir y no sentir más que un sufrimiento con dudas.

Y aquí se me aparece otra imagen de mujeres embarazadas por los campos en las faenas del algodón o en las faenas de la aceituna, por aquellos tiempos en que las mujeres trabajaban en el sol a sol del día y día en los quehaceres de la agricultura y a las que sorprendían los dolores del parto en plenos aclares o en plenas recolecciones. Cargadas de barrigas como impedimentos, imposibles para el trabajar pero trabajadoras, jornaleras con el parto en las bocas y unas hambres sin golosinas, sujetando el peso de sus barrigas en un amarre de delantales y refajos para que no les cayera el vientre a tierra dejando las rodillas libres para el arrastre de los suelos. Al primer dolor una borrica aparejada con el serón o con las aguaderas, una mucha agua empapando frentes, un temor con alucinaciones y un camino de tierra largo e imposible, interminable, sentencioso y temeroso como sueño de pesadilla. No era alucinación ver por esos caminos de los campos y las cortijadas ese arreo arriero de un borrico sin prisas o unas mulas con retrancas, y una mujer con dolores agarrándose el vientre para no parir, mal parir o morir por el camino, y un hombre o un marido llevando a la reata esa especie de huída a Egipto con un niño aún sin nacer, intentando que esa Virgen María dolorida y temerosa no se le cayera a los suelos, hiciera aguas por el camino o cosas peor aún de contar. Si por el camino del parto el labrador y la labradora encontraban a un mozuelo atleta, urgente le pedían un correr muy aprisa para avisar a doña Estela que el parto se le venía de camino, y cuando el jumento aparcaba sus pasos sobre la acera, ya estaba doña Estela con las manos de los partos dispuestas a acoger al caminero retoño, temblequeante y movido como un carrusel de feria.

Y cuando no, los avisos del parto por los cortijos, aldeas y caseríos, de Pescolaz a las Albarizas, de Alharilla a los Granaillos, de San Pedro a las Torrecillas, doña Estela montaraz haciendo el circuito de los partos exteriores, bien para los habitantes del lugar o para los forasteros que en épocas de aceituna se venían hasta las cortijadas de Porcuna para echar la temporada de la emigración de invierno. Muchas barrigas extramuros de la población, sin más luz que las candelas o los candiles de aceite, migas con panceta y camas con sogas y colchones de farfolla, crujientes como costras de pan recién horneado. De un cortijo hacia otro cortijo, doña Estela con su maletín médico atendiendo partos y hasta voluntades con resfríos, aguardando las horas del alumbrar sentada en los poyos de piedra, contemplando un horizonte de tierras calmas en sus primeros verdes y un fondo de Porcuna recortada a lo lejos como una quietud blanca y piedra, leyendo un libro con poemas de amor, una obra menor de los Álvarez Quintero, o unos últimos adelantos de obstetricia; si con sol, sombrero de paja sobre sus cabellos y un esperar y esperar la secuencia de las dilataciones, contemplando huertos y persiguiendo hormigas, mientras todo se hacia tarde o se hacia noche, o se hacia madrugada con el grito en los labios y el parto tardío, acariciando escarchas y sintiendo estrellas, niños con luna y una Venus desnuda tiritando en el azul como un planeta que muere, y algún cantar de grillo o algún brillar de cigarra iluminando nocturna las hojas de las higueras en las tinieblas de la noche.

Y un nunca descanso nunca, que nunca se sabía bien si la hora del parto llegaría a la buena hora del amanecer, o a buena de Dios de las madrugadas. Expectante y atenta las veinticuatro horas del día. Partos de pueblo y partos de cortijadas y partos de capital; y partos de caminos de polvo y vientos solanos, agresivos como días de tormenta. Partera del pueblo y de los diminutos blancos de los horizontes. Partera de día y partera de noche, partera de luz y partera de sombra. Mujer sin sueño y sin calma. Para doña Estela, los partos eran los reclamos de su magnificencia, las voces de los gritos desgarradores el aviso para su presencia, y el llanto de un recién nacido su mayor alegría y su única música.

Tesorillo de las cunas y los encajes con lazos. Estela de los abrazos cadenciosos y silentes. Mujer del crujir de dientes y el aviso con reclamo. Estela de los vulcanos y las estatuas muy frías. Partera del buenos días y el buenas noches con aguas. Madre del mar de las enaguas y las pechillos con leches. Palpadora de los vientres hinchados y agradecidos. Dama de los paños fríos y de los paños calientes. Chimalma de las lucientes velas de los santuarios. Cristiana del más cristiano traer las vidas al mundo. Comadrona de los sumos ladridos de las llantinas. Niña sin rosas ni espinas, no más secuencias de un beso. Alma de los aspavientos de las mujeres dolosas. Madre de todas las cosas que dan sentido a la vida. En Porcuna tu venida traía niños al mundo. Por las calles tus rotundos pasitos alumbradores. Sentencia de los candores milagros de las paridas. Mujer dadora de vida, mujer dadora de fuentes, en el ayer de tu frente los sudores de los partos te abrían el alma a pedazos para repartirla toda. Arroyo de las cantoras aguas de los bajos vientres y los aromas silentes de las lavandas de luna. Carpintera de las cunas y los trajes bautismales. Calmada risa de altares en el altar de tus manos; no hay manos con más reclamos que tus manos nacedoras. Doña Estela de las horas que van del parto a la luz, por Porcuna va tu cruz impartiendo bendiciones, escribiendo a las canciones su estribillos de vida, yo te escribo estas coplillas agradeciéndote a ti, tus muchos meses de abril en tus muchas primaveras. Del compás de las aceras tus pasos abriendo vientres para alumbrar las nacientes alegrías de las casas. Los niños que fuimos causa por el nacer de tus manos, abrimos nuestros aclamos para bendecir tu nombre, en este hoy de los hombres que vieron su prima luz mirándote al contraluz de las conchas aperturas. Estela por las alturas, Estela por los abrigos, desde el hoy de estar contigo al ayer de estar por siempre, bienvenida tu simiente hasta este lugar de miradas. Estatua tuya sagrada, mirada mía con flores. Sacerdotales amores de haber traído a la vida a este cantor con espigas y tantos campos con trigos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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