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María Valverde Benítez, 'María La Santa' (El dolor con pizarrines)

Mi madre me decía: “Es María la Santa”; y mirando tras el cortinón de la puerta, que era la puerta de tela siempre abierta de todas las casas, apesadumbrado y oculto como un niño con miedo que no veía más que fantasmas y sombras tan a fantasmas parecidas, y no escuchaba más sonidos que rebuznos y las coplas flamencas de las radios, dejada como ventana una mínima rajilla por donde entraba un mínimo sol de primavera en su sanbenitillo mes de marzo, y la veía a ella, a la santa, andar calle Santa Ana arriba, mientras todo se hacía silencio o todo música de órgano, y presintiendo yo, que, dentro de otras casas, tras otros cortinones, había más ojos aún que miraban esa especie de sombra en sus ropas negras, esa cosa chiquitilla y lala en sus delirios chochos vestida de moño, teñida de luto y ahíta de rezos y oraciones, que, al paso más lento de los pasos, subía de la calle Santa Ana sus adoquines y sus escalones.

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Fotografía: Antonio Recuerda

-“Es María la Santa”. Me decía Marina, intentando ocultar un delirio o persignando una duda.

Y María la Santa, muchos años después de ser María Valverde Benítez, se me quedó parada enfrente, cargada de rosarios, crucecitas y estampitas con sagrados rostros dibujados. Y yo juro que me miró, como asevero que de su boca salió la diatriba tenebrosa de los que estábamos en el infierno: “Arrepentíos hermanos, y mirar para el cielo donde Dios espera aún vuestro arrepentimiento para entrar en Su Reino…. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo y Bendita tú eres…”

Los rezos tortuosos, oníricos, espectrales, ascendían con ella la calle dejando en el ambiente rural de Santa Ana, un no sé qué de llanto o un no sé qué de súplica: un ascenso calvario que dibujaba cruces y fuegos, tenebrosos espejismos de hachas encendidas por donde se anunciaba de la eternidad su eterna paranoia, su quejumbre añeja, mientras por el rosario de sus manos las cuentas quemaban como suelen quemar los delirios agónicos de lo incierto; esa otra mirada sin más ojos que una luz, cuando no súplica o cuando no, un halo de misantropía de la mujer rezadora que ya no espera de lo humano su salvación sino su regocijo en llamas.

María la Santa, en sus averiguaciones seniles y místicas, en el chocheo aquel de las poseídas, de las santas levíticas e ilustradas, parecía que iba exhortando, en sus delirios bíblicos, a todos los ateos de los barrios pobres, y parecía que iba arreando y reconviniendo a todo el mundo para devolver a los infieles al redil de las ovejitas mansas, al pecado del cementerio por blasfemia, a las almas del limbo por pereza, a los estertores de la carne por nefasto. Luego, María la Santa se perdía por las cuatro cruces de las Cuatro esquinas, pero yo sentía, que por mi calle había dejado un algo así con olor a incienso por la cal de las paredes, a cera derramada por los verdes de los guijarros, y como una pesadumbre en las almas y en los cuerpos sin memoria; que sus oraciones se quedaban pegadas a las paredes, intentando entrar por las cerradas ventanas y las entornadas puertas por donde todo entraba, que las profecías de María la Santa pesaban por el aire como deben de pesar los pecados no confesados, y sentía que, tras María, subía Santa Ana arriba una procesión de almas en pena o de tinieblas con fuegos; que de pronto, el mes de marzo de la novena de San Benito iba andando las aceras y haciendo de la primavera un nuevo invierno con aguas, que el frío volvía y que sentía tiriteras y hasta remordimientos de conciencia, y hasta pesar por haberla espiado tan oculto, y hasta por haberme mirado, y no saber ni sentir lo que María la Santa había visto en mis ojos:

-“Es María la Santa, que ya ha perdío la cabeza y anda desvariando con sus oraciones de todos los días” – me decía mi madre- Y yo presentía, que, detrás de esas oraciones, detrás de aquel éxtasis con lírica y exhortos, habrían de haber muchas escenas pretéritas y mucho dolor con sangre:

-“¿Y hace milagros, mama?”
-“¡Anda, y métete p’adentro ya!”

Alquilada en Porcuna desde las alquerías del mar, de los viñedos de pasas y los almendros en flor de Sorvilán, donde, como en Porcuna, un San Marcos de viña reina de Patrón secundario sin más patronazgo que ser Señor de los campos, y que, al igual que en Porcuna llaman chiscos a las lumbres y a las candelas, María Valverde Benítez hizo de Porcuna su casa, su maestrazgo y su república de colores, su morada con olivos y su pasión con rezos, su vía crucis, su magnificencia y su martirio; su rebeldía y su esclavitud, ascendencia para sus peregrinaciones y sus oraciones seniles, la filosofía de la razón republicana reconvertida en loas y postraciones apesadumbradas. Mujer de aquellos abriles en que las mujeres salieron de sus armarios y de sus cocinas y se pusieron a pensar y a aprender las oraciones gramaticales y las cuatro reglas primordiales de los números.

Pero, con María la Santa todo pueden ser suposiciones, si no fuera porque se tienen tantos datos que bien podrían dar en biografía, tan parecida a tantas otras biografías de las no escritas y de las que sólo el silencio sabe de sus procedimientos, sus verdades y sus misterios.

Republicana con bríos y ensoñaciones extrañas y mucho dolor de balas y de presidios con pestes. Un hermano socialista, concejal en el Ayuntamiento porcunés de Rafael Montilla, fusilado tras la guerra en la cárcel de Paterna, un hijo dado en la muerte por las balas nacionales, dos hijos de cárcel y agua sin más vislumbres que un espanto secuenciado cada día, y su Eulogio Gutiérrez por los montes o las cunetas del mar, y cuántas muertes más y qué años del hambre, y que odios y qué destinos, y qué designios con teas, y que sensaciones oscuras.

La tragedia en moño y en ropas negras. María la Santa recomponía, día a día, la perorata con el nombre de sus muertos y de sus presos: “Mi Rosendo, mi Manuel, mi José, mi Jacoba, mi Eusebio, mi Yo misma….” María la Santa iba coleccionando muertos, encarcelados y desaparecidos como otros coleccionaban sellos o refranes viejos: “Mi Jacoba, mi Manuel, mi Rosendo, mi José…

Quizá fuera su hermana Jacoba, maestra nacional, la que enseñó a María Valverde las primeras palabras de los diccionarios y los primeros números de las matemáticas en las tardes de verano bajo el palio de las higueras y el murmullo de las cantarinas aguas de los pozos, y fueran las avispas de los panales, esa presencia de Dios, esos angelitos divinos, esas almas querubinas del nidal de las uvas o las sombras de las tejas, sus primeros rezos.

Por la República un celo de María sin santidad, diseñándole a las mujeres el cuaderno de las letras al ritmo de pierna de los bordados en punto de cruz. En el alba de las igualdades, María Valverde, octubrera y reciente, pergeñando de los tiempos sus calidades de oro y sus cualidades de viento.

Por Porcuna, a María se le hacía bandera la República y en Himno de Riego las canciones, y en el sestear de los designios, María blandía la consigna Campoamor del voto femenino en un amanecer con despertares y conciencias.

Luego a María le vino la guerra: “Mi Manuel, mi José, mi Eulogio….”, y empezó a coleccionar muertes de su sangre y de las sangres todas fluidas del genocidio. María huída por los campos toxirianos, buscando un agua de mayo y quizá una soga al cuello. Luego las cárceles de su reclusión perpetua, calva y con lazo, esa insignia cruel de la derrota con insultos y pedradas, Porcuna con sotanillos y en Amorebieta en la cárcel de mujeres, sin más pecado ni más delito que su ser femenino, sus cuatro oraciones sintácticas y quizá cuatro besos y una poesía de Miguel Hernández bajo una reja de hierro. Y María Valverde contando muertos y cantando salmos. María ya sólo servía para contar sus muertos y cantar sus rezos: “Mi Rosendo, mi José...”

Luego le vino la libertad y el arrepentimiento con fusiles. Unos caminos de vuelta desde el norte hasta el sur con el perdón a sus espaldas y una maldición de mujer con palabras y momificantes silencios, y tantos dolores tantos guardados donde se guardaban los dolores que no se podían decir, ni sufrir, ni exclamar, que entró en un mundo mudo donde fue salvada por los niños, como si volviera a nacer, niña también, en un mundo nuevo, donde los jazmines olían extraños y eran extrañas y peligrosas las sensaciones de las sombras: esos ojos espías que lo sabían todo, imaginárselo todo, o todo inventar para denunciar todo; un jugar al escondite, siendo, más que juego, autoprotección con murmullos de callejuela con cuchillos y reojos asombrados.

Bajo la égida de su santidad y el amor servil de las maestras sin título, sentó cátedra de guardería para ganarse el pan de las cuatro perras gordas de las manutenciones. María Valverde, quizá ya en el comienzo de su milagro- que milagro fue pasar de aquel uno con rejas a aquel otro con pizarrines- y las escenas bucólicas del andar por casa, puso escuela en su calle, en esa calle que , popularmente lleva su nombre como en un homenaje, en esa ascensión de calle que va de la calle Gallos a la calle Sardinas, y que en Porcuna se conoce como la Cuesta de María la Santa: un aclame de esos chiquititos, sin prebendas ni confiterías, dado al decir cotidiano, de donde nacen las curiosidades, las secuencias ancestrales y el verdadero sentir del pueblo en sus dimes y en sus designios.

Un par de habitaciones de techo bajo y de altas miras, lleno de banquitos y niños sin chupete, un patio con geranios y una cuadra sin jumento, y una madre con chocheces y huevos crudos con quinas. Un perdón de autoridad, y como compensación, muchas migas, muchos delirios y muchos olvidos, y hasta una cesta con manzanas, carne de membrillo y pan de higo, para tapar de las bocas las posibles injurias, las posibles represalias y los señalamientos impíos.

A la puerta de la escuela, más que escuela guardería, veinte niños pelones y veinte niñas con trenzas, en extraña mezcolanza sin prurito levantar ni razonamientos sin conciencia, en aquellas horas del verano que daban a Julio y Agosto. Cada niño, en sus manos, su pequeña pizarra negra y el lápiz de su pizarrín para escribir las palabras y averiguar los números. Su apañejo con agua, su banquito, su sillita o su silloncillo. En cada bolsillo una perrilla o una perra gorda para pagarle a María las clases de la jornada, mucho moco en la nariz y mucha baba en la boca, y un cierto aire de academia griega de aquellos tiempos arcaicos del aprendizaje con viejo, en aquellas fiestas veraniegas del guardar a los niños en las aulas improvisadas, como una siesta de asiento, gramática y bendiciones.

En el aire de la escuela, los ecos enseñadores dibujaban una escena de aprendizaje en cortijo: el dos por dos de las cuentas silbando sus soluciones, el artículo con nombre predestinando una frase, la bonanza del saber escribiendo redondito cuatro palabras en grises que en polvo se evaporaban: “la ele con la a: la, la eme con la e: me”; el habla hecha dibujo de ovejitas con rabillo, y María la Santa estampando un decorado con palabras aprendidas, sin más geografía ni historia que el rato de enseñar caligrafías, mientras los alumnos pelones y las alumnas con trenzas escuchaban de María las insignias alfabetas, para ser del mañana, cuanto menos, una firma con filigranas de arcos.

Niños cariacontecidos y niñas sin labores, posando para una foto de recreo en plena calle, en el laboreo maternal de una lala de aceituna. Arrejuntados y tibios en la hora del ordene y un aprender las lecciones a pizarrín y trapillo. A las doce la Oración, María la Santa en sus letanías de la miga con misa, si perdonando pecados, si corrigiendo improperios, que si dando coscorrones o silbidos de palmeta que siempre quedaban en el aire o en sonido de viento tan parecido al solano; y que si castigo al patio, a parlar con las aspidistras o las damas de noche, o comulgar con la menta caracolera de la hierbabuena, o en la hora en que la clase marcaba sus finiquitos, los castigados portando los banquitos y las sillas hacia el lugar de la cuadra, donde quedaban amontonados y lasos en cremalleras, mientras por el abierto de la cocina, los condumios de los guisos abrían las bocas, los bostezos y los retortijones de barriga a los cuarenta niños, o más, y a las cuatro vecindades de la cuesta.

Por el aire de la sala las lecciones murmuradas y los números cantados dando en un coro de niños con graduaciones. Los viernes rosario en el Ave María Purísima, y todos los días una salve de abuelilla con nietos a los que enseñar nociones básicas, los números que daban del uno al cinco y los primeros dibujos de las palabras sobre las pizarras: una niebla que borraba un trapejo con estampados, una esponja de colchón o el bajo de la camisilla, y cuando sonaba la hora de la salida en tropel, parecían las calles unas calles con jaurías de niños corriendo los cuatro caminos de Porcuna, cada uno a su casa, y cada casa en su mesa puesta.

María mesaba sus cabellos en moño, se sacudía de sus negros bambos las blancas llamadas de las tizas, recomponía el gesto, aguantaba una lágrima, recordaba a un muerto, rezaba una oración determinada; echaba la retranca al portalón de madera y se despedía del día, y al volver la vista adentro sentía una paz de lágrima y una sensación como de abandono, y todo se le hacía un nudo mientras recontaba, una a una las monedas de las clases, y todo eran apartaduras y lunaricos sin fondo, donde caían las perrillas como si cayeran en un pozo muy hondo que daba al corazón, por donde sonaban los ecos palabras incompletas.

María de las horas muertas en hogaños telarañas. María de las entrañas acomodadas y tísicas. Santa pía de las místicas de santería en caverna. María muerta de pena profunda como puñal. Maestra de la orfandad recluida en una esquina. Santa de las cantarinas loanzas de los Evangelios. Monjita de los misterios y las albas serpentinas. Peregrina de sandalias y rosarios de aceituna. Sin ser viuda, viuda, y sin huérfana abandono. Maestra del tomo y lomo con pizarra y pizarrín. María de lo del servir y arroyo de los canales. Rezadora de los males y de los bienes ajenos. Vagabunda de los cerros que dan a las Cuatro Esquinas. Acróbata de las niñas y los niños montaraces. Abuela de los encajes y las muñecas de trapo. Sufriente del arrebato insipiente del silencio. Dolora de los espejos con los rostros de la sangre. María muerta de hambre, en el hambre de la ausencia. Republicana de crestas en los nuevos mandamientos. Aurora de los lamentos, pañuelo para las penas. Tañedora de las quenas de las tripas sonadoras. Mujer de todas las horas y en cada hora su lloro. Guardadora del decoro y los niños con paperas. Enseñadora de teas apagadas por el viento. Mujer del te cuento un cuento y te canto una canción que siempre da en un recreo. Saludadora de un Credo y una vejez con delirios. Para ti todos mis lirios en esta noche de marzo, sentidos como un abrazo, tenidos, como un martirio.

ALFREDO GONZÁLEZ

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