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El cementerio de Porcuna de César Cruz

La obra maestra es la obsesión de todo artista, de todo creador exigente. La obra así llamada queda para siempre y circula por el tiempo, aparece y desaparece de la historia, sumida en letargos y vuelta a la vida por acción de un imprevisto: el encuentro casual.

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César Cruz nace en Baeza en 1924. Llega a Porcuna en 1948, a la Fonda La Esperanza en plena calle Ramón y Cajal de Porcuna. Y durante los casi 60 años restantes lo tuvimos inventando un pueblo, sabiéndolo querer como él lo quería, mimándolo con su mirada esquiva. Creando para nosotros los monumentos: la foto del Arco de la Plaza que enmarca la Iglesia, la Torre de Boabdil que interrumpe La Carrera, o nuestra mirada en aquella foto de nuestra Primera Comunión, aquel niño sumergido que aún conservamos adentro.

El creador tiene siempre en cuenta los materiales, los artilugios con los que trabaja, sus características, las temperaturas adecuadas de revelado, tiempos que son décimas o segundos de fijación, baño de paro, tiempos medidos en el reloj interior de César en su laboratorio, mientras me enseñaba a positivar a color, con su método propio. O aquellos secretos de las grandes fotografías, realizadas, como la del Arco de la Plaza que me regaló tras su jubilación; o el retrato de grandes dimensiones de una de sus hijas, la proyección sobre el papel inmenso y luego los secretos al pasar la esponja con pericia sobre la superficie química impresionada.

El formato lo era todo para César, desde los primitivos negativos de cristal, hasta los formatos como el que nos ocupa: El celuloide cuadrado, el negativo cuadrado. El cuadrado como forma geométrica perfecta, inscribe un círculo cuyo centro es el punto donde las diagonales se cortan. El cuadrado así genera un centro geométrico perfecto y, en torno a él, un campo de fuerzas centrífugas y centrípetas dentro de las cuales actúan los elementos del lenguaje gráfico. El cuadrado delimita en la fotografía el enmarque. En este caso el negativo es cuadrado y así mismo la fotografía original. En esta obra de César asistimos, por tanto, a la decisión del artista de elegir, de entre aquella realidad frente a él, qué partes se verán y aquellas que solo se apuntan levemente, qué elementos quedarán en esta aparente instantánea.

La obra maestra es esa que se va puliendo durante años, quizás toda la vida, sin descanso. En sí se forma de una primera intuición que se patentiza en el tiempo que el artista tarda en conseguirla. Son duros años, de paciente trabajo, pero al final queda ultimada. Pero la obra de un fotógrafo, tan inmaterial, la obra que lo recuerde para siempre se hace tan solo de sospechas, de pequeñas dudas e indecisiones, que se resumen sin remedio en el momento propicio pero inesperado para crearla.

César pasaba por la carretera. Era el mes de Julio, las nueve de la tarde-noche. Cuando volvía hacia el pueblo, miró a un lado: El Cementerio: un leve vientecillo había mecido los cipreses, su punta en lanza, viento bueno para aventar en las eras el trigo, viento bueno para cualquier fotografía de unos cipreses centenarios que se reclinan. Pero a eso se unió el contorno cercano de unas figuras fantasmales que se acercaban, que entre el sopor, cansinamente, lentamente, acariciaban el camino, se fueron acercando, proyectadas sin sombras contra las tapias terribles del cementerio.

Y de aquella claridad de la cal, los muros internos del cementerio, los bloques de nichos con sus elevados tejados de jaramagos calcinados, sobre las tumbas blancas con su cruz de mármol, comenzó a crecer esa foto, a tomar forma. César espera, prepara el objetivo, la apertura del obturador (f11), la velocidad adecuada (1/1200); comienza a retreparse, como el francotirador aislado de una guerra agotada. Las dos mulas avanzaban, llegaron de izquierda a derecha y rebasaron la parte baja del cementerio, la parte dedicada a los nacidos sin bautizar, la parte donde se enterraban los suicidas. César esperando entre el fulgor del agotamiento de la calima de aquel verano de finales de los años 60. César con sus gafas, parapetado, con su blusa crema, sus pantalones marrones, sus zapatos acharolados de polvo blancos, levemente vertical, con la cabeza sobre su pecho, la barbilla clavada firmemente en el esternón, mirando desde arriba al visor de la caja cuadrada de su cámara: aquel mundo al revés, aquellas mulas lentas sobre el techo del espejo que reflejaba esa realidad que en ese momento preciso, él estaba creando, como un dios solitario en un universo sin testigos.

Y de aquel “clac-clac” metálico de aquella cámara superpuesta, surgió un aparente mundo, hecho a imagen y semejanza, pero nuevo, totalmente inverosímil, callado y bello, equilibrado. Aquella fotografía definitiva, tantos años soñada, fue presentada al único concurso fotográfico al que César Cruz concurrió, “el primero y el último”; el premio, fotografía premiada, una suscripción anual a una revista de fotografía.

El otro premio: la profunda satisfacción de esa obra, mientras me hablaba, me susurraba cercano, de los pormenores de aquella foto, 25 años después, en su estudio, mirándola ambos, desde el susurro de su modestia, mientras pulsaba con los pies los registros de su órgano y subía la cabeza y se emocionaba, y sus dedos acariciaban las teclas marfil y marrones, César, tocando “Carros de Fuego” de Vángelis, poniéndole fondo musical, a esta foto magistral, mientras la yunta de mulas subía y subirá eternamente la cuestecilla del Cementerio de Porcuna, hacia el pueblo, con sus costales de trigo. La mula rubia, “La Platera”, con sus dos costales y sobre ella, de espaldas, el agricultor Juan Francisco Cespedosa Garrido, y detrás, sumisa, la más alta, con sus tres costales, la negra, “la Sevillana”, subiendo hacia el pueblo el duro trigo, en busca de las cámaras para ser almacenado, y ese tiempo justo del anochecer de Julio para volver de nuevo a la era, con el puchero de garbanzos recién hecho, alivio de los extintos segadores de los últimos 6000 años de Porcuna.

LUIS EMILIO VALLEJO
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