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Manuela Corpas Huertas 'La Maestra' (La mujer, o el campo)

La primera estampa de esta serie de cromos porcuneros, es la imprevista, la necrológica, la improvisada, la que uno, emocionalmente, nunca creería verla en estatua; la que acelera para ocupar las primeras palabras, para anunciarse en una despedida- la contrariedad del hola y el adiós- tan reciente, en un adiós tan en la boca, como bordada en rouge y condecorada con penitentes jardines fúnebres.

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La primera estatua es una reciente estatua, no más ayer piedra de cantera, piedra aún húmeda por el invierno de las aguas, piedra a la que no ha dado tiempo a ser secada por el primer sol de la primavera. Piedra que, al esculpirla, resbalan por las manos los hierros perfiladores soltando areniscas de hielo, y que aún no gozan de la agilidad ni el pudor para perfilar los rasgos.

Estatua no más ayer carne, carne asumible y asumida, y carne sensible iluminando un rostro donde las arrugas formaban el todo agrícola de una tierra arada, y donde los ojos querían aún sentir la belleza extraña de los rostros queridos y las cosas acogedoras, y aún sonreían cuando le llegaban las cariñosas palabras. La estatua reciente es una sonrisa asomando blanca, como nieve nueva aún, a pesar de tanto puente y tanto hueco por donde silban los vientos de las voces y de los besos. Estatua como una lírica derramada en alma y aún cubierta por velos, derramándose en niebla como una alta montaña.

La primera estatua, en este desfile de ayeres y blancos y negros, es una imagen en color reciente a la que apenas se le acaba de dar el pésame.

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Mujer del hambriento ayer de la postguerra. Pequeñas manos para tantos afanes puestos en un cuerpo de niña apenas surcando la vida, ya casi como una condena, y cadena tanta. Adolescente de la cueva y los velos negros. Los grajos del luto oteando a la niña trabajadora, de sol a sol, de sombra en sombra. Nido de pajar con jumento en cabestro y cuatro tomates y veinte habas en el plantío del huerto; tres gallinas y un cochino de invierno para dar de comer a tantas bocas. Y caminatas con luna haciendo sombras al polvo de las calzadas para amanecer en los sembrados de los algodones por Las Ollas, por Albalate o la Cruz de San Pedro, arpegiar los vislumbres de la luz matutina de Los Llanos de Pezcolar, con tanto Salado en aguas de pescadores, con sus olorosas sembraduras de matalahúvas desgranándose como diminutos trigos pasteleros.

Atardecer en el quitayerbas verde de los garbanzales en las manos, esos frutos de leche en acuarelas, allá por la blanca cal de Las Torrecillas. Caminares de Porcuna; peregrinación de las mujeres de Porcuna hacia las amplias ondulaciones de los campos verdes, cuando los campos de Porcuna no se anunciaban en alturas de olivos, y era todo como más llano y más humilde. Aquellos madrugadores edenes de las ateas rezadoras, donde las manos femeninas se afanaban en la providencial maniobra de los arreboles y las recolecciones a mano: algodonales, garbanzales, matalahúvas, sembrados del cuerpo inclinado en carnes jóvenes o en carnes viejas; secuencias femeninas en el arreo de los faldones, los árabes pañuelos en las cabezas y aquellas hondas cicatrices pespunteando en negro sobre las delicadas blancuras de las manos agricultoras. Las agricultoras mujeres de Porcuna; aquellas secuencias negras que se veían desde la Redonda como lejanas hormiguitas surcando los añiles de la tierra, en sus idas y en sus venidas.

Manuela “La Maestra” –el por qué de “Maestra” es otra historia que habría que preguntárselo a Antonio Gallo en una vida que no es esta- aquí, como una imagen de las mujeres labradoras de Porcuna en aquellos tiempos de brumas muchas y salarios menguaos, los justos para el pan negro, las “guitarras” con berenjena, los maimones de harina, las sopaipas y las sopas de ajo. Manuela con la recua de hijas pidiendo el pan con el aceite y unas cuantas palabras que aprender en la miga de la maestra, asomando sus cuerpecicos de lana por el vientre olivarero de las aguaderas.

La magnitud de los campos. Manuela casera en los caseríos de Los Granaíllos. Maestra de todas las faenas, en todos sus dimes y en todos sus diretes. Y en el aparecer de la blanca plata de la noche, tras tantas horas de fatigas con tan escasas bonanzas, con los huesos molidos como por maza de almirez, muchos garbanzos y un exceso de tocino rancio, y patas de gallina y crestas de gallo para la imaginación de las otras carnes; el calabozo del hogar, la pequeña luz por la ventanita de los suspiros, donde apenas un geranio, sembrado en lata, descolgaba sus colores caducos como una alegría de idílico Edén peregrinando por la iglesica de San Benito, donde iban a rezar las ateas sus rezos cristianos. Y en los adentros de los descorridos visillos la aparición de las hadas benefactoras, esas lucecitas como polvo de luz de bombilla.

Tras los huesos molidos de los campos, la hornilla con su carbón y el lento hervir de los pucheros, mientras por aquí atendía a un llanto, por allá quitaba mocos, y por todos lados tapaba bocas, y por el pringue nublar de los jabones, la lavaduría en lebrillo de barro con jabón de aceite y frotar de esparto en el vidriao. Bajo las escarchas de las estrellas frías, una pila de piedra, como sarcófago de Obulco, y aguas de hielo, estrujando la riera de las ropas sobre la costillera tabla de lavar, sin más espuma que el polvo de la ceniza o los blancos pulimentos del ancestral mineral de la Tiza, y los polvos americanos, como cristales mina, de la tienda de Anita “Las Primores”, haciendo de lo oscuro un lugar para la misa.

Y en la otra noche ya, la noche en que los cuerpos, derrengados, caían sobre el colchón de espuma como muertos que caen en tumba, el rezo del no saberse las oraciones, todo lo más, algunas gramaticales, y un contar con los dedos las pesetas, durmiendo pecheramente en su taleguilla blanca entre las matrimoniales sábanas amarillentas de los ajuares de boda y un olor a membrillos maduros sobrados del yantar azucarado de Todos los Santos, y a hinojos y a tomillos como efluvios saliendo vaporosos de las orzas donde fermentaban las aceitunas machacás. Y si amor había, una agreste música subiendo desde el trenzado rústico de las sogas de esparto del somier, enhebradas artesanamente por el recio volumen de las maderas de la cama.

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Luego, en la tarde de los tiempos, Manuela “La Maestra”, en sus bambos claros y en sus zapatillas de estar por casa, dibujadas en margaritas y otras flores sin olor. Por la plazuelilla con pozo y casas pitufas de la calle Huesa, Manuela en sus ajetreos vecindarios, ya criadas las hijas, y cada una en sus aferes y entretenimientos; ya venidos los nietos, ya modernizados los cuchitriles, ya añejos los colchones hundidos, y olvidadas las maritales colchas con bordados de la China. Antonio Gallo cantando las bondades amantilladas y los juegos del gilei o del julepe, como sombras de los juegos de sombra de los cortijos: lagartijas luciendo chinescas sobre las blancas fachadas y sentados en los bancales de piedra donde se contaban las historias los hombres de boina.

Manuela por la calle Huesa, en sus primeras arrugas, no más dibujos de jolgorio dibujándole aquellas sus risas de galandoria. Por la calle Huesa, del panadero el pan y de la tienda de Anita el jamón de corte, como lujo oponiéndose a los sombrajos de las raspas de bacalao y el cuarto y mitad de mortadela con aceitunas. La tranquilidad de las horas muertas de las tardes, ya con paga de los gobiernos, con sol o con lluvia, por la calle Santa Ana hasta su número 40- hoy 36-, a casa de Marina que era también su casa, como Marina era también su hermana, y los hijos de Marina sus otros hijos y sus otros besos. En las tardes de la televisión, las telenovelas en blanco y negro, “El conde de Montecristo, con Luisa Sala, Francisco Valladares y José Bódalo, o las corridas de toros con El Niño de la capea dándole pases de manuelina a un toro negro, y las películas del Escobar y la Gracita Morales, asomando sus cantes y sus gracias en el pequeño cine de mi casa; aquel arrejunte de vecindades comiendo tortillas de harina mojadas en café con leche de puchero, entre sonajeros de charlas y de risas.

Manuel bajo el toldo verde de las parras por los adentros de La Casa Grande: aquella reunión de vecinos y allegados en el charlatán chafardeo de las habladurías sin sustancias y sin sentencias. “La Maestra” bajo las sagradas ubres de los racimos de uvas esperando que llegara septiembre para llenarlas de azúcar. Sonrisa siempre sobre toda la Casa. Bondad siempre sobre todas las virtudes. Madre secundaria para el que esto escribe, nunca sustituta, siempre aliada; presente siempre como una cosa mítica donde la unión no entendía de sangres sino de fondos y de almas. Vecindades de La Casa Grande, donde Manuela siempre era la risa y la galandoria luciendo siempre bajo la techumbre caracolada en permanente de la Joselita, por donde la calle Sardinas.

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Qué fortuna para la vida, que, tras tantas pesadillas, tantas penalidades, tras tantos trabajos y tantos esfuerzos, siempre en Manuela su risa dibujada, agua surcando las arrugas de su rostro, como sudores bajados de una frente, como lágrimas que reían bordando de abanicos sus profundas ojeras aterciopeladamente sedantes.

Y luego el tiempo maltratador de los cuerpos ancianos, Manuela ya siendo toda una profunda arruga, un rostro de cartón, unos ojos que aún querían brillar como siempre aún teniendo tantos dolores ya y tan pocas ganas de seguir siendo pesadilla. Manuela sin voz, ella que era la voz, que me hablaba con lágrimas en los ojos, las lágrimas de las reminiscencias, sintiendo el dolor cruel de no ser entendida- balbuceos de niña de teta- y haciéndome saber que la queríamos tanto. Sus manos en mis manos, envejecidas y tiernas como en un amor de abuela. “La Maestra”, que al mirarme quería encontrar en mí todos sus rostros de antaño y a todas las gentes de antaño, las gentes que también se les fueron ya: Marina, Gracia, Ana, Misericordia, Juana María…, dibujadas en mí como espejo, marchitas y líricas. Manuela ya pajarillo al que dan de comer mientras soportaba sus últimas horas despidiéndose de todo y de todos: adiós calidades eternas, manos, ojos, paredes, retratos: acuarelas de todos los días aquellos- todo pasado- y de aquellos tantos rostros que ya se le confundían llamando por nombres extraños a los queridos nombres. Ablandando las horas del infortunio con sus últimas pinceladas de risas, alejando mármoles y primeros de noviembre, como si aún creyera en los milagros de la vida eterna sobre la eterna tierra. Y luego, como un irse a las nubes de la inconciencia, a las querubinas nebulosas de la inocencia renacida.

El 28 de enero estuve por última vez con mi Manuela querida, y ya sus ojos no me reconocían. Sus labios besaron mis mejillas que ya podrían ser todas las mejillas del mundo. Sus manos palparon mis manos, por la sola y tierna compañía, por tener ese calor, esa luz que la sacara de las sombras- las sombras siempre- para alejar los negros presentimientos de sus adioses y la salvaran del abismo, ese abismo donde la vida ya no sabe protegerse, incluso, ya no debe protegerse, sino aspirar a ser lo otro, o en la lírica de Cernuda, no ser nada, no querer nada, no esperar nada…

Manuela “La Maestra”, como símbolo de la mujer-campo, de la mujer-hogar, de la mujer-familia y de la mujer-alegría. Por mucha vejez siempre niña, por mucha muerte, siempre presencia.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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