La Iglesia ha tenido la habilidad histórica de mostrarnos un rostro de Jesús, el Hijo del Hombre, el Rey de Reyes, que distorsiona la realidad histórica. Las escasas fuentes que refieren la vida de Jesús no lo describen físicamente. El Jesús maduro que murió en Jerusalén brutalmente torturado por los romanos no era alto, rubio y con ojos azules. Ni siquiera era atlético y de anchas espaldas, como nos lo muestran las estampas, cuadros y, últimamente, las películas sagradas.
La idea distorsionada que tenemos de él, alto, guapo, de mirada serena, con barba partida, se copió del Sagrado Corazón de esculpido por el danés Thorvaldsen para la iglesia de Nuestra Señora de Copenhague, pero no es creíble que este Jesús nórdico reproduzca el aspecto de nuestro humilde carpintero galileo del siglo I.
Según un estudio antropométrico realizado por un equipo de la BBC y Discovery Channel, tras analizar calaveras de judíos compatriotas y coetáneos del Salvador, con la ayuda del forense Richard Neave (Universidad de Manchester), reputado especialista en reconstrucciones faciales, Jesucristo no sería muy alto, de tez morena, ojos melados, pelo corto y rizado, barba recortada y bigote.
A esta descripción responden la media de los habitantes del medio oriente del siglo I, originarios de la misma zona en la que debemos suponer que vivió el Mesías (y estamos suponiendo que que Jesucristo lo fuera).
Si acudimos al socorrido Antiguo Testamento en busca de testimonios de los profetas sobre el físico del futuro Mesías no aclaran nada. Más bien, se contradicen. Es el viejo truco bíblico de cubrir todas las posibles alternativas para acertar siempre.
Por una parte nos lo describen guapo: Eres la más hermosa de las personas, (Sal 44, 3). Por otra, más feo que Picio. No tenía apariencia ni presencia, y no tenía aspecto que pudiésemos estimar, (Is 53, 2).
Insistiendo en lo mismo, el mártir Justino describe a Jesús como deforme y de aspecto penoso (aeidouz). Clemente Alejandrino asegura que era feo (oyin aiscron). Tertuliano que no era siquiera de forma verdaderamente humana (nec humanae honestatis corpus fuit). San Irineo lo describe como informus, inglorius, indecorus.
Orígenes, simplemente lo describe como pequeño y desgarbado. Opinión que coincide con la de san Teodoro, san Cipriano, san Cirilo de Alejandría y san Basilio. Todos afirman que no excedía los 1,35 metros de altura, o sea un redrojo en las lindes de la enanez, un desperdicio humano que, además, de acuerdo con san Agustín, sería hasta deforme: La deformidad de Cristo os forma. Su deformidad es nuestra belleza. Algunos aseveran, incluso que padecía, o sufría una cierta variedad de lepra.
Estas son referencias de autores cristianos. Si recurriéramos a los paganos, enemigos del cristianismo, constataríamos que el juicio difiere poco. Ninguno le dedica lindezas ni lo tiene por guapo. El más influyente de ellos, Celso, filósofo griego del siglo II, lo describe como bajito, feo e innoble.
Esta tradición del Jesús feo y deforme se suaviza en siglos sucesivos a medida que crece la certeza dogmática en que era Dios encarnado. En el año 710, el cretense Andrés, describe un supuesto retrato fidedigno de Jesús pintado por el evangelista Lucas en términos no tan desfavorables: aunque es cejijunto (sunojrun) tiene los ojos bonitos, el rostro alargado y es alto aunque algo chepudo (epicujon).
Poco a poco van haciéndolo guapo, pero en la estatura hay menos acuerdo. El monje de Constantinopla Epifanio (hacia el año 800) indica que Jesús medía seis pies de altura (unos 175 cm), pero la Carta Sinodal de los Obispos de Oriente (839) afirma que no excedía los tres codos (unos 135 cm).
El aspecto físico de Jesús no le hacían diferente a sus discípulos. Con probabilidad, Dios-Padre hubiera enviado a Dios-Hijo y le hubiera obligado a adoptar un aspecto diferente al del resto de coetáneos. No existen testimonios que lo avalen.
Todo lo contrario, porque si hubiera sido sencillo diferenciarlo, la guardia del Sanedrín, encargada de arrestarlo, no hubiera necesitado de la ayuda de Judas para señalarlo con un beso. Mateo 26, 47-56 / Lucas 22, 47-53 / Juan 18, 2-11. Jesús estaba hablando todavía, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado esta señal: Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo y llévenlo bien custodiado. Apenas llegó, se le acercó y le dijo: Rabí, y lo besó.
El mito de Jesús con melena es falso. No tiene melena, sino el cabello recortado. Si hubiera alguna posibilidad de que llevara el cabello largo, san Pablo no hubiera escrito lo siguiente: ¿No os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la caballera, mientras es una gloria para la mujer la caballera? (Corintios 11, 14-15).
Otros investigadores afirman que Jesucristo, conocido como Yeshúa HaNotzri, Jesús el Nazareno o Nazarita, y no porque fuera de Nazaret, cuya población no existía en la fecha de su venida, sino porque había tomado los votos de la secta de los nazarenos, o nazaritas, a la que pertenecía su primo Juan el Bautista.
Sus seguidores no bebían vino y jamás se cortaban los cabellos (como Sansón). En Mateo XI, 18-19, sin embargo, se dice: Porque vino Juan (el Bautista), que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Lo que demuestra que no era nazarita y, por tanto, podía cortarse el cabello.
Lo que parece del todo irrelevante son las polémicas vacuas que lanzan los llamados sindonólogos que, basándonos en una reliquia en la que se ha demostrado no ser de la época, afirman conocer la verdadera apariencia de Jesús. El resultado: la impronta no deformada sino grotesca de un cuerpo de casi dos metros de altura, con melena y larga barba (cada vez que lo miro más se me parece a Leonardo da Vinci, ustedes perdonen).
La mancha, además, no es el resultado de envolver un cuerpo ensangrentado, sino frontal y lisa, como una fotografía. Además, la penúltima prueba realizada en los laboratorios del radiocarbono que analizaron el tejido, concluyeron que se trata de un lienzo del siglo XIV, o sea que es falso como un euro de corcho.
No obstante este veredicto de la ciencia, inapelable, los sindonólogos siguen afirmando, erre que erre, en la autenticidad del objeto. Pero, podría esperarse que Dios, en su omnipotencia, pudiera permitir que un cadáver del siglo I, el de su Segunda Persona, fuera envuelto en una sábana del siglo XIV. Por qué no…
Ese minúsculo lapso de tiempo, catorce siglos, apenas un milenio y pico, comparado con el abismo de la eternidad, es apenas una milésima de segundo. Nada para Dios. Por lo tanto aceptemos, como hacen los sindonólogos, que en el siglo I envolvieron un cadáver con un lienzo del siglo XIV y que, a partir de esa marca, reconozcamos el verdadero rostro de Cristo.
¿Cómo armonizar ese Jesús nada agraciado con su condición de Hijo de Dios? San Isidoro nos brinda una justificación teológica de la fealdad de Jesús. Era feo, escribe, porque ocultó la condición de maestro para revestir la del esclavo. Según parece, para el arzobispo santo, copatrono de Sevilla, los ricos son guapos y los pobres feos. Quizá no vaya del todo descaminado.
La idea distorsionada que tenemos de él, alto, guapo, de mirada serena, con barba partida, se copió del Sagrado Corazón de esculpido por el danés Thorvaldsen para la iglesia de Nuestra Señora de Copenhague, pero no es creíble que este Jesús nórdico reproduzca el aspecto de nuestro humilde carpintero galileo del siglo I.
Según un estudio antropométrico realizado por un equipo de la BBC y Discovery Channel, tras analizar calaveras de judíos compatriotas y coetáneos del Salvador, con la ayuda del forense Richard Neave (Universidad de Manchester), reputado especialista en reconstrucciones faciales, Jesucristo no sería muy alto, de tez morena, ojos melados, pelo corto y rizado, barba recortada y bigote.
A esta descripción responden la media de los habitantes del medio oriente del siglo I, originarios de la misma zona en la que debemos suponer que vivió el Mesías (y estamos suponiendo que que Jesucristo lo fuera).
Si acudimos al socorrido Antiguo Testamento en busca de testimonios de los profetas sobre el físico del futuro Mesías no aclaran nada. Más bien, se contradicen. Es el viejo truco bíblico de cubrir todas las posibles alternativas para acertar siempre.
Por una parte nos lo describen guapo: Eres la más hermosa de las personas, (Sal 44, 3). Por otra, más feo que Picio. No tenía apariencia ni presencia, y no tenía aspecto que pudiésemos estimar, (Is 53, 2).
Insistiendo en lo mismo, el mártir Justino describe a Jesús como deforme y de aspecto penoso (aeidouz). Clemente Alejandrino asegura que era feo (oyin aiscron). Tertuliano que no era siquiera de forma verdaderamente humana (nec humanae honestatis corpus fuit). San Irineo lo describe como informus, inglorius, indecorus.
Orígenes, simplemente lo describe como pequeño y desgarbado. Opinión que coincide con la de san Teodoro, san Cipriano, san Cirilo de Alejandría y san Basilio. Todos afirman que no excedía los 1,35 metros de altura, o sea un redrojo en las lindes de la enanez, un desperdicio humano que, además, de acuerdo con san Agustín, sería hasta deforme: La deformidad de Cristo os forma. Su deformidad es nuestra belleza. Algunos aseveran, incluso que padecía, o sufría una cierta variedad de lepra.
Estas son referencias de autores cristianos. Si recurriéramos a los paganos, enemigos del cristianismo, constataríamos que el juicio difiere poco. Ninguno le dedica lindezas ni lo tiene por guapo. El más influyente de ellos, Celso, filósofo griego del siglo II, lo describe como bajito, feo e innoble.
Esta tradición del Jesús feo y deforme se suaviza en siglos sucesivos a medida que crece la certeza dogmática en que era Dios encarnado. En el año 710, el cretense Andrés, describe un supuesto retrato fidedigno de Jesús pintado por el evangelista Lucas en términos no tan desfavorables: aunque es cejijunto (sunojrun) tiene los ojos bonitos, el rostro alargado y es alto aunque algo chepudo (epicujon).
Poco a poco van haciéndolo guapo, pero en la estatura hay menos acuerdo. El monje de Constantinopla Epifanio (hacia el año 800) indica que Jesús medía seis pies de altura (unos 175 cm), pero la Carta Sinodal de los Obispos de Oriente (839) afirma que no excedía los tres codos (unos 135 cm).
El aspecto físico de Jesús no le hacían diferente a sus discípulos. Con probabilidad, Dios-Padre hubiera enviado a Dios-Hijo y le hubiera obligado a adoptar un aspecto diferente al del resto de coetáneos. No existen testimonios que lo avalen.
Todo lo contrario, porque si hubiera sido sencillo diferenciarlo, la guardia del Sanedrín, encargada de arrestarlo, no hubiera necesitado de la ayuda de Judas para señalarlo con un beso. Mateo 26, 47-56 / Lucas 22, 47-53 / Juan 18, 2-11. Jesús estaba hablando todavía, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado esta señal: Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo y llévenlo bien custodiado. Apenas llegó, se le acercó y le dijo: Rabí, y lo besó.
El mito de Jesús con melena es falso. No tiene melena, sino el cabello recortado. Si hubiera alguna posibilidad de que llevara el cabello largo, san Pablo no hubiera escrito lo siguiente: ¿No os enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la caballera, mientras es una gloria para la mujer la caballera? (Corintios 11, 14-15).
Otros investigadores afirman que Jesucristo, conocido como Yeshúa HaNotzri, Jesús el Nazareno o Nazarita, y no porque fuera de Nazaret, cuya población no existía en la fecha de su venida, sino porque había tomado los votos de la secta de los nazarenos, o nazaritas, a la que pertenecía su primo Juan el Bautista.
Sus seguidores no bebían vino y jamás se cortaban los cabellos (como Sansón). En Mateo XI, 18-19, sin embargo, se dice: Porque vino Juan (el Bautista), que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Lo que demuestra que no era nazarita y, por tanto, podía cortarse el cabello.
Lo que parece del todo irrelevante son las polémicas vacuas que lanzan los llamados sindonólogos que, basándonos en una reliquia en la que se ha demostrado no ser de la época, afirman conocer la verdadera apariencia de Jesús. El resultado: la impronta no deformada sino grotesca de un cuerpo de casi dos metros de altura, con melena y larga barba (cada vez que lo miro más se me parece a Leonardo da Vinci, ustedes perdonen).
La mancha, además, no es el resultado de envolver un cuerpo ensangrentado, sino frontal y lisa, como una fotografía. Además, la penúltima prueba realizada en los laboratorios del radiocarbono que analizaron el tejido, concluyeron que se trata de un lienzo del siglo XIV, o sea que es falso como un euro de corcho.
No obstante este veredicto de la ciencia, inapelable, los sindonólogos siguen afirmando, erre que erre, en la autenticidad del objeto. Pero, podría esperarse que Dios, en su omnipotencia, pudiera permitir que un cadáver del siglo I, el de su Segunda Persona, fuera envuelto en una sábana del siglo XIV. Por qué no…
Ese minúsculo lapso de tiempo, catorce siglos, apenas un milenio y pico, comparado con el abismo de la eternidad, es apenas una milésima de segundo. Nada para Dios. Por lo tanto aceptemos, como hacen los sindonólogos, que en el siglo I envolvieron un cadáver con un lienzo del siglo XIV y que, a partir de esa marca, reconozcamos el verdadero rostro de Cristo.
¿Cómo armonizar ese Jesús nada agraciado con su condición de Hijo de Dios? San Isidoro nos brinda una justificación teológica de la fealdad de Jesús. Era feo, escribe, porque ocultó la condición de maestro para revestir la del esclavo. Según parece, para el arzobispo santo, copatrono de Sevilla, los ricos son guapos y los pobres feos. Quizá no vaya del todo descaminado.
ÁLVARO RENDÓN