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La mirada y las estatuas

Al lado de los monumentos, las personas; sobre los altos sagrados de los edificios, los subsuelos de las tumbas, por el runrún caminero de las calles, por lo oscuro y por lo claro, atrayentes imanes sobre la música de las aceras, los rostros asomando por las ventanas, las manos abriendo puertas y cerrando abismos: los cuerpos amándose u olvidándose ancianos. Enhebrados en el tiempo como el jersey nunca acabado de Penélope, siempre esperando el acontecer mágico de la resurrección, como un renacimiento de Ulises extraviado entre los oleajes.

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Fuente: Alberto Garrido Ruíz de Adana

Las personas: proclives a los abismos y al recordatorio de las estampitas, escritas o sepia. Sombras que van y sombras que vienen por las sombras nuestras; las sombras que nos desvisten impúdicas y con misterio, nos oscurecen y nos anhelan, nos esclarecen también, y nos anhelan como un ángel de la guarda que más que guardarnos nos aguarda o nos refleja: la huella que vamos dejando, invisibles, por la sacrificada doblez de nuestros pasos, tan inseguros, el extraño orgullo que nos sigue y nos persigue como espejo: espejo que no nos refleja sino que nos oculta, nos plasma en fotocopia, una fotocopia sin rasgos, una cosa de luto, esa cara oculta de nuestros días, ese abismo de, en el fondo, no ser nada nadie después de muertos, sino huesos o cenizas, pero, ay, siempre el posible rescate…..

Nunca he dudado que nuestra alma es nuestra sombra, y que nuestra sombra es lo que queda cuando la sombra se queda sin cuerpo; ese otro yo incontrolable que nos hace sentir el peso o el vacío de la nada, o la nada de la nada, o el todo del todo; creer en la hondura de los pozos y aspirar al otro yo que nos abisma profundamente irreconocibles.

Todos los pueblos están formados por sombras, habitados o deshabitados por sombras, las sombras del hoy y las sombras de la melancolía que, a veces, suelen dar en la nostalgia, al menos en sus cercanías; la nostalgia del afecto, la nostalgia de los papeles o de las acuarelas, y cuando no, las afantasmadas sombras de los orates poetas alucinados, como yo, que me gusta tenerlas como estatuas, porque, en las estatuas es donde mejor suele posarse la mirada.

Crear estatuas es como crear mundos. Los hombres, desde los tiempos de la cueva a los tiempos del espacio, que es abismo, siempre hemos pretendido en estatua, porque, la estatua es lo otro, lo imperecedero, la nunca muerte, ya sea estatua viva o estatua decapitada. La estatua es como una voz que nos llama desde las piedras, desde los mármoles, desde el yerro o desde la lírica. La estatua siempre está ahí, en la materia o en el ensueñe. Puede ser tocada o puede ser presentida: materia o palabra; ser conciencia o ser improvisación, o incluso fuego, y juego incluso, retórica o lírica, cuando no retórica y lírica al mismo tiempo, que también.

De entre todos los materiales de la estatua, las que a mí más me interesan, son las estatuas de la lírica, o de la palabra sin lírica, que es un imposible mío; las que se recrean en el espíritu, se adueñan de la inconciencia y se abren al mundo de la mirada, y acaban en el papel, casi como fotografías veladas en lo oscuro para ser desveladas en lo imperecedero, y en eso, la escritura puede ser lo que se abre, por donde asoman los desaparecidos para ser aparecidos: huesos que desaparecen, fantasmas que nos visitan.

“La Mirada y las Estatuas”, pretende ser un rescate y quizá hasta una salvación- al menos para mí salvación son- una añoranza que es recuerdo y pretende ser presencia, un ayer rescatado para un hoy frío, iconoclasta en falso o en asfalto y mansamente dejado. Un vivir el revivir de los rostros que nos formaron en los últimos tiempos, tan últimos que ya parecen ser tiempos nunca vividos- tan proclives somos al olvido, a ese desaliento, a esa injusticia, a esa inconsecuencia, a ese error que descubrimos tarde, en lo tarde en que sentimos que también ya, nosotros, estamos en el mismo camino, y entonces es cuando nos aterramos volviéndonos dómitos y tan mansamente ridículos- estando tan cercanos, tan a la mano, tan a la memoria, tan al pasar la callejuela de nuestras secuencias y nuestras consecuencias; una reconstrucción simbólica y gramatical, un pequeño homenaje al Patrimonio Humano de Porcuna, que no todo el ayer se quede en la piedra, que no todo sea piedra, sino que a la piedra le demos también su carne, y si no su carne, al menos, eso tan sugestivo con que volver a revivir los huesos de los esqueletos, y si no tampoco, al menos el espíritu de la memoria, el que queda grabado por las paredes de las sombras- las sombras siempre- la recreación sutil y personalísima del ayer de las gentes.

La Historia de un pueblo no debe quedar sólo en la cosa monumental, en la cosa fría, en la historiada cosa. La Historia de un pueblo no debe cerrarse en torno a los eminentes nombres, a los nombres con tronío, solera y placa con callejero, que muchas veces suelen ser nombres falsos, inminentes, o ensueños de nombres, cuando no, consecuencias temporales- como una recolección de aceituna o una siega de trigo, de cuando el trigo se segaba,- vestidas o revestidas de aureolas cuasi divinas, extrañas púrpuras, melifluos dorados o incongruentes batallas, que caen iconoclastas como iconoclastas ascendieron: ese suspiro que brilla, esa llovizna queda y mansa de la que se hace silencio al avecine de la tormenta.

Un pueblo no es nada sin sus gentes sencillas: las sencillas gentes de los anonimatos, las que no están acostumbradas a escribir la historia, esas que vienen y van por el bien común de las aceras, de las que nos conocemos sus nombres y sus nombrajos, sus dimes y sus diretes, y hasta sus hechos y sus desechos: las del vivir en el cada día, con sus luces, con sus sombras y con sus retahílas de cortinón hacia fuera, o de cortinón hacia adentro, con un agujerito por donde se cuelan los ojos, las cartas de amor o las tonterías que hacemos cuando nadie nos ve, quizá también lo impúdico. Las gentes anónimas de los buenos días o del ahí te pudras. Las corrientes gentes que nos conforman y nos hacen sentirnos vida, porque, en el fondo no somos nada sin las gentes que nos acompañan, para bien o para mal, que de todo hay en esta viña de tan escasas uvas; y si estamos en la soledad, los retratos que nos acompañan siempre desde todos los silencios, y desde todos los rincones, incluso desde todos los secretos: la compañía más deseada para los abismales poetas sentenciados a la pena de muerte de las remembranzas, que también es pena de muerte salvadora.

Por “La Mirada y las Estatuas” van a desfilar una serie de personajes, de hombres, de mujeres y hasta de niños que nunca se hicieron grandes: personajes que, en el fondo, quizá, siempre fueron personajes niños, o personajes que, en el fondo, sólo fueron o pretendieron ser sensaciones: personajes jugando a vivir. Y como esto que aquí pretendo, en su significado, es un asunto, eminentemente personal, me cato y me rescato en el ayer, para perfilar una serie de retratos, una sensación de estampas que, personalmente, me marcaron, que marcaron aquel ayer mío de mi infancia, de mi adolescencia y de mi madurez porcunera, y que, a la vez, fueron también personajes que vistieron a Porcuna de esa especie de niebla hablada por donde fueron sus pasos, como levíticas formas que hacían de la realidad de sus presencias una sentencia casi distinta a la realidad, aunque, la realidad lo deba ser todo. Pero que, en su mayoría, y sin pretenderlo en absoluto, fueron gentes eminentemente populares, en sus gracias o en sus desgracias, por unas razones o por razones otras, a veces desde la admiración, y otras desde el oprobio, la burla y hasta el mal de ojo; gentes que hicieron del anonimato una cosa distinta del no existir, su paradoja. Gentes del tú y del yo y del nosotros, gentes quizá, a las que nunca prestamos atención y otras le prestamos demasiada, y no muy bien intencionada atención. Gentes de calle y de acera por todas las calles y todas las aceras de Porcuna: andadores ocupando el otro lado de la realidad tangible. Rostros olvidados pero que fueron rostros tan vividos, gentes que desde la oscuridad levantaron manos y crearon cosas, nos alegraron los ojos y nos tomaron de la mano para mostrarnos sus creaciones, y enseñarnos sus múltiples caminos. Gentes que no fueron gentes sino personajes, dentro de sus pobrezas, dentro de sus trabajos o dentro de sus alegrías: unas alegrías que también puede ser la belleza. Gentes que ya acabaron su historia y pretendo renacerlas en la pequeña historia nueva hasta conformar un álbum familiar imperecedero, un arbolillo en otoño donde los personajes decorarán sus verdes. Un ojo para el no olvido. Un cicerone circular por nombres que nos ofrecieron tanto. Gentes para que nunca se nos olvide que fueron gentes nuestras. Gentes de Porcuna para una sonrisa, para una lágrima, o para un trabajo; para un cucha tú, para un miaque, para un ea, o al menos, para un mínimo instante en el recuerdo- ese gran aliado nuestro- de los que aún, aunque parezca increíble, las recordamos, si no vivos, sí vividos. Y para los que no llegaron a conocer a estas gentes tan nuestras, al menos para que aprendan a apreciar el porque las gentes forman un mundo y un todo, en el ayer, en el hoy y en el mañana.

“La Mirada y las Estatuas”, no pretende, en absoluto, escribir unas biografías, como tampoco pretende escribir ficciones, sino recrear unas miradas: la estampa que al poeta se le quedó grabada en la retina de esas gentes del ayer, curiosas, hermosas, alunadas, laborales, peculiares, distintas, otras y las mismas, poéticas, sublimes, analfabetas o letradas, paradójicas, raras o iguales, que a saber, donde comienza la igualdad y donde acaba la rareza, y quizá también se hable de estas gentes del ahora mismo, con tal de un poco de magia, de luz o de misterio. A saber. Pero sobre todo, gentes aquellas que nos hacían volver la espalda, mirar profundamente mucho, o cuanto menos, gentes a las que sentíamos tan nuestras siéndonos tan ajenas.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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