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Ángeles Millán, la abadesa de las harinas

Allá por los finales de los años cincuenta, cuando Juanito Gallego Casado y Ángeles Millán Medina se quedaron en alquiler con el horno de la medieval iglesia de Santa Ana, por la calle Padre Galeras, apenas las almas de sus antiguos habitantes, comentados en sus murmurios y en sus apariciones de cal sobre las paredes, habitaban el aire de la calle, el aire más silencioso de la más silenciosa de las calles de Porcuna, de la calle más desconocida, la calle que para todo el mundo era la calle sin nombre, la calle que daba a San Benito, San Benito mismo adoquinándose en la sonora soledad de la calle sin habitantes.

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Fotografía: Ángeles Millán

Cuando la Ángeles y el Juanito se vinieron en sus trabajos para la calle Padre Galeras, la calle Padre Galeras era la calle sin casas, sin aquellas vecindades ya, sin aquellas lindes ya de principios de siglo, el Antonio Juárez Garrido, el don Pedro Cubero del Pino o la Benita Ramírez Salas, ni tan si quiera el finado panadero de los dos tiros por la espalda, el Luis Juárez Villa. Calle sin vecindades y sin gentes de casas habitar, a pesar de ser calle tan transitada, tan animada, tan voceada y tan cuchichía en sus canoros pasodobles de radio, y calle también tan jacarandosa y tan ilustrada en su vejez de siglos y de acontecimientos, y tan calle de algarabías en las escuelas de San Benito, tan nuevas, tan adornadas, tan maestriles y tan de babis, de babas, de trenzas y de pantalones cortos.

A la calle Padre Galeras se le perdía su nombre por el impuesto nombre del abad Patrón cisterciense, su nombre sin letrero para adornarse, a pesar del granito decoroso y decorativo, sin embargo, siempre era una cale adornada en sus más aromáticos aconteceres de la vida diaria, de su vida diaria. Calle sin casas, calles sin puertas, sin ventanas, pero, por la que, a diario, ascendían o descendían los hombres y las mujeres de los trueques, como calle medieval en sus cercanías enciclopédicas y agrarias del sustento más necesario; calle de los negocios de los intercambios en sus más mínimos cuanto amplios ofrecimientos. Si por aquí subía el hombre de los cuatro espárragos para apañar las dos pesetas del condumio potajuelo del medio día, si por allí se dejaba ver a la mujer con su canastillo de esparto lleno de verdes collejas, espinacas de los lindones y ajos porros de los humedales, para venderlos por las puertas de los caudillos de las otras calles y de las otras casas, o a la puerta del horno, o a la puerta de la escuela, o para cambiarlas por los productos de otras cestas, intercambiando verdes por dorados, o verdes por carnes; e igual por este o aquel lado de la sombra de los tejados, aparecía el trampero de los pajarillos y de los zorzales desplumando aves y destripando vientres para el hambre de las gentes callejeras, y anunciando por los atardeceres de las sequías y de las siestas sus frescas carnes recién cogidas de los suelos de los olivos.

La calle Padre Galeras era el ascenso o descenso de los apaños mañaneros o de los apaños de tarde de los verdes de los campos de nadie, como una sombra de toldo en donde se juntaban las sombras de los negros y se secaban las frentes con los pañuelos bordados de los ajuares de novio; calle en la que se componían los cestillos y se refrescaban los alcaparrones, los higos chumbos y las ancas de rana recién cogidas de las verdosas charcas del gran arroyo. Una calle con gentes que iban y venían, atribularias, mercaderas, pero escasamente se paraban si no era para el pan o para el aula. Y si se paraban dejaban sus asuntos como posando cosas sobre una mesa, para volverse luego a las cocinas de sus asientos y sus asuntos de hogar.

Calle del ir y venir del marzo, del abril y del septiembre de los rezos y los milagros, por donde ascendían las procesiones de Semana Santa, con el llanto de la Soledad hecho de cristales doloros, la crucifixión del Jesús de Güeto mirando hacía el cielo de su dolor y de su encuentro, o el Señor muerto que nos daba tanta pena a las vecindades. La procesión del santo Patrón de San Benito, negro y frailero, cargado de pitos, jaramagos y hábitos monacales oscuros y dorados, apoyado en el marrillo como viejo de mal andar, y el 4 de septiembre, la Soledad y el Benito celebrando milagros y ferias de ganado.

La calle Padre Galeras de las procesiones y los santigües, era la calle abandonada, la calle sin ventanas, sin mujeres dándose los buenos días al fregado de las losas de piedra de las aceras, ni hombres a las puertas de sus casas o de sus cuadras, aparejando los mulos y preparando el día de las parvas por los trigales ya amarillos para las siegas de hoces y de pañuelos, o al rebusque de las hierbas de los campos para los emperejilaos o los revueltos con huevos, o el trueque del cambiar un alimento por el alimento otro: aquella realidad ancestral del ayudarse los unos a los otros para la paz duradera de los estómagos.

Y sin embargo, y a pesar de ser calle sin casas, qué calle tan habitada siempre la calle Padre Galeras. Qué calle tan transitada en sus mañanas de niños entrando a la cercada escuela de las aulas blancas, las maderas verdes y los barrotes de hierro despintados ya de sus pinturas, por donde habitaban los pupitres su amaneciente despertar de los niños sentados, abiertos los cuadernos y las libretas de dos rayas, los lapiceros de colores y las reglas con los número borrándose de haber pasado de unos niños a otros, como prestando mundos interiores y necesitados; y el maestro en su traje pajizo cuando pareciera señorial, el maestro en su pared con su cruz y su Cristo, su Franco y su José Antonio, y su bandera de España, poniendo orden, ordenando números y corrigiendo caligrafías. Un recreo con balones de plástico y juegos del escondite, o juegos de bordados con bastidores de madera. Y cuando la escuela, con los años, dejó de ser escuela de niños y pasó a ser escuela con hombres analfabetos, sin letras y sin más números que el haber aprendido a contar con los dedos o el contar con los garbanzos de las abuelas puestos sobre los hules de las mesas; un alumnado de adultos volviendo a la niñez de disparar bolitas de papel a través de los transparentes tubos de los bolígrafos de tintas:

-Maestro, que “El Torcilisogas” me está tirando bolas de papel, el atontao…

-A ver “Tórcili”, hombre, que ya tienes los huevos bien negros, cuando no peor, a ver si dejas ya de una vez de molestar a Manolo “Pitilillo”, que el hombre está ahí en sus cuentas y en sus letras pillándose la lengua con los dientes, como si le costara muchos trabajos, y así, las rencillas particulares las dirimís en el recreo, o jugáis al trompo, a la pita o al salto del borrico…

Pero esa escena ocurrió muchos años más tarde, y en su educación de adultos analfabetos, cuando a las escuelas de San Benito, que, en realidad eran de Padre Galeras, le desaparecieron sus viejos retratos victoriosos del ayer, y sus viejos maestros en trajes de chaqueta, y en las paredes se pusieron los otros retratos, los borbónicos, ya en color y como sellos de Correos europeizados, y los nuevos maestros vinieron ya en sus camisas de a cuadros o en sus camisas de a rayas, y ya no se repartían, como entre los niños de los años sesenta, las botellitas de leche “Puleva”, leche para la que los niños llevaban sus dos cucharadas de azúcar, y sus dos cucharadas de Cola Cao envueltos en papel de traza, que se echaban dentro de las botellitas de cristal para agitarlas fuertemente como si se estuvieran tocando las maracas de Machín, y si no, con su palitroque de árbol o su palitroque de caña; y los recreos del juego del escondite o del intercambio de cromos de futbolistas se habían sustituido por el recreo de los adultos, donde los hombres se salían a las puertas de las aulas para fumar sus cigarrillos negros, principalmente, desemboquillaos o con boquilla de filtro para la más modernidad y el menos escupe de las pajizas tagarninas húmedas, como un echar una fumá en una parada de tajo de aceituna, antes de entrar de nuevo en las aulas para suspender las matemáticas , u obtener el muy deficiente de los exámenes de Lengua.

El barrio de San Benito, el amplísimo barrio de San Benito, no se concibe, en sus amarillentos ayeres, si no es con un amanecer de humos saliendo de la gran chimenea de la tahona de la iglesia de Santa Ana, horno ya, perfumando los madrugones del sol, de los gallos y de las gentes, con ese tierno, delirante, henchido olor del pan horneándose al lado de las ascuas de la leña, los raigones y los ramones frescos. Un olor matinal deslumbrando la virginidad del día y vistiendo a las gentes para las mismas tareas de siempre, del siempre mismo de todos los días mismos. San Benito, Santa ana, Padre Galeras, Huesa, Llana, Sileruela, Gitanos, Cristóbal López, Peñuela, Sebastián de Porcuna, Hermosas, Cruz de la Monja, Marconi, no se concebían sin los amanecedores olores de los panes saliendo por las chimeneas de piedra encaladas de los hornos que rodeaban estas calles como panadera ciudadela mora.

Barrio de los horneros matrimoniales. En las panaderías se daban la comunión perfecta del matrimonio. Ningún otro oficio daba en su hombre y su mujer, matrimoniado en los oficios de los amores, los reposos y las cochuras de los panes. Las tahonas nos ofrecían siempre el oficio de las relaciones matrimoniales de altar, en los matrimonios que no sólo se casaban por amor, sino, también por oficio en el siempre conjunto del querer mancomunado: los lados del altar y los lados del trabajo, en el lecho del amor y en el suelo del oficio. Hombre y mujer entre las harinas, las levaduras, las leñas ardiendo y los olores sutiles del pan eterno de cada día cociéndose al amor lento de los hornos antiguos. Maridaje en el oficio panadero: Ginés y Luciana, Ángeles y Juanito, y si fulano y mengana. Hornos matrimoniales de Porcuna besándose en los labios y concibiendo hijos madrugadores y panaderos, hijos del oficio, hijos con las caras manchadas de harina y las manos blancas como monjes de monasterio.

Barrio de las panaderías despertando en el cada día de los azules, de todos los tonos de los azules y los muchos amarillos, alumbrándose en los panes horneándose: aromas madrugadores invitando a la fiesta del pan con aceite, al azúcar de los dulces derramándose por los humos hasta crear un dulzor de desayunos para los niños de las escuelas.

La iglesia medieval de Santa Ana, iglesia de los hombres y de las mujeres en sus cofradías de antaño, paritarias y rezadoras, iglesia de las parturientes y los Aves Marías rezados en el polvo de los blancos cereales del trigo, con sus huertos, con sus cuadras, y sus asentamientos romanos, sus altos antecedentes, y su crimen con pistola en las espaldas del maestro patrón panadero, el don Luis Juárez Villa, al que, el Manuel Juárez Rossell, el de la piel incolora de los eccemas y la bolsa de trabajo le descerrajó dos tiros a la traición del tiro por la espalda, en lugar de ser tiro de culata, después de haberse bebido entrambos dos todo el vino del mundo de las tabernas de Porcuna, como buenos compadres, campechanos, ebrios, dicharacheros, bienavenidos, allá por el año treinta y tres de la Segunda República española, que dejó su sangre, que dejó su muerto, su duelo para el finado y su cárcel para el asesino de los dos tiros a traición por un quíteme usted estas pajas del salario malconvenido. Y dejó una cosa de la memoria tenebrosa de los tiempos liberales y liberados.

La iglesia de Santa Ana con su interior conventual, refectorio de las pepitorias comidas y los violetes de carne consagrados y secretos. Altar de los santos austeros, los otros del calendario: Ana, Guía, Joaquín; santos de la santidad chiquita en sus hornacinas pardas y en sus andas procesionales, antes de ser funerarios de iglesia derrumbada, abandonada, para ser santos prestados a las otras iglesias o a las otras ermitas, o ser sólo santos de sacristía o de capillita oscura sin más luces que las luces divinas de las ensoñaciones.

Por la iglesia de Santa Ana, el horno de La Niña el horno, de la Ángeles Millán Medina, y del Juanito Gallego Casado, era, sobre todo, el horno de La Niña el horno:

-Adivina adivinanza de los nombres supuestos y los nombrajos laborales. Adivinanza con flores y con harinas derramándose, dejando sobre las cabezas el blanco bautizo de los panes: ¿Cómo se llama la Niña el horno, si es que tiene nombre de verdad, o es sólo una ilusión sin carné y sin certificado de nacimiento?

A la Ángeles Millán Medina la bautizaron las hablas populares de los trigos y los delantales como la Niña el horno, y como Niña el horno se quedó para todos los restos de los restos, los venidos, los estados, y los por venir y también por estar: redonda de carnes y ligera de alas, voz tronera de mujer amplia y sonrisa siempre alumbrándole los dientes, los ojos, y el colorete rubor de sus mejillas por el tanto calor de las leñas ardiendo, paseaba el horno de Santa Ana, que ya era el horno de su nombre, sanbeniticamente santo, ondulándole a los panes los dibujos de las bobicas de agua, ese pan de ayer, tierno, acuoso para las bocas sin dientes , para los paladares del buen comer del pan, o para los cuerpos enfermos guardando reposo: el pan disfrutado; los enganchados de las roscas de pan, crujientes y tiernas, mordiéndose la cola como pescadilla de mar, y pinchaba con su aguja de calceta las segundas plantas de los panes y de los panetes para que soltaran por aquellas coladoras rejas de aguja el aire del humo, y se hicieran cochuras tiernas, mientras Juanito, y los hombres de Juanito, con la navaja de acero, casi navaja barbera, a los panes y los panetes les hacían la cicatriz de la medianía para separar los suelos de las caras y bautizar así los hoyos de los aceituneros, mientras las redondas máquinas amasadoras giraban sus giros de carrusel templado poniéndole una música de fábrica a tan sacras estancias panificadas, y cubrían después con telas amplias y amarillas para el repose de la levadura y el aumente de la carga, hasta luego cortar y pesar las porciones exactas en aquellos pesos de balanza con sus pesas de hierro pesando sus gramos y sus kilos.

Madre abadesa de aquel convento de Santa Ana, a la Niña el horno todos los panes le salían como panes consagrados, panes de altar, panes de sacrificio, panes ofrecidos, dadores de los trigos, ofrendas de los campos, y al tomar uno trozos de aquellos panes dorados y mullidos, crujientes y musicales, se convertían en blancos, como si se fuera a tomar una hostia consagrada tras los pecados veniales o los pecados de alcurnia , a los que sólo hacía falta decirles amén como si fuera pan bendecido por el Padre Pío, venido del Vaticano para anidar sobre las tablas de madera y las bandejas de metal del horno de Santa Ana.

Por las paredes blancas del horno de la Niña, se dibujaban los hollines de los fuegos y los suspiros de las gentes, perfilando viejas leyendas de santos apócrifos y vírgenes milagrosas que daban a la gran nave de los panes el fulgor eclesial, la ilusión sacra de estar siempre bendiciendo algo, y, cuando los concurrentes de la gran nave de la Niña y de sus panes dorados tocábamos esas paredes amarillentas ya de sus blancos puros, creíamos estar elevándonos para un besamanos o inclinándonos para un besapiés en las antiguas imágenes sagradas que ya eran fantasmas de las paredes, que, al ser encaladas, en aquellos encalos bianuales o por quinquenios, desaparecían para volver siempre con el transcurso de los días, y el maquillaje blanco de las harinas, las levaduras y los azúcares perfilándose por las paredes de piedra, tan antañosas, tan historiadas, tan misteriosas, rezadoras y olvidadas, hasta volverlas paredes antiguas, paredes en sus tiempos principales; paredes con rostros y con miradas que exploraban los sutiles adentros de nuestras almas intentando encontrar en paraíso perdido para los niños pobres.

La Niña el horno, malabarista, madama bullanguera y eclesial de aquellos adentros de nave conventual, abadesa de la abadía de Santa Ana, pregonándoles a las monjitas de los velos, los dulces, las ancestrales recetas de las reposterías conventuales; aquellas viejucas de los negros, las tocas y los velos, recogidas en sus moños como recogiéndose en sus penas, en sus duendes y en sus miserias, besando de los panes el polvo blanco de sus harinas y pasándoles sobre los azúcares de los dulces, las bífidas lenguas de los pecados confesados. Comunión de los negros en la eclesial panadería de Ángeles y de Juanito. Un desfile de negros y de lutos, de velos y de tocas, con las manos recogidas como por los adentros del sobrepelliz conventual mientras rezaban el extraño rosario de los malos pensamientos de la gula, que fueran tantos y tan necesitados fueran por aquellos años de los desconchones, los aparejos, las “guitarras” de habas con berenjenas y las sopaipas de harina con su espolvoreo de azúcar para hacer la delicia de los paladares en las noches de las cenas en familia, jugando al parchís o contando historias que ya eran historias de fantasmas.

La Niña el horno en sus ropas negras y holgadas, amplias, refrescantes, siempre mujerona de carnes y de brillos como brillantes, y negros cabellos caballémente acolchados. A la Niña el horno, tan de negro, la harina, la levadura y el azúcar, se le derramaban por la cabeza, por los hombros, por los brazos y por las manos hasta hacerla novia niña de un amor muy grande diciendo el sí quiero siempre de las corresponsalías, no se sabía nunca si de monjita consagrada y conservera de los huertos de los panes, o de esclava de su señor don Juanito Gallego, el del amor eterno para compartir la vida y compartir los hijos que dieron en hijas para heredar el nombrajo de la Niña, la Palmi, la Ana Pilar, la Manoli y la Juani, y también tanto compartir el trabajo siempre de todos los días. Quehaceres de cortijo en la gran cortijada de los panes. Niña acariciada en los blancos y por los blancos, Niña blanca comulgada.

Las madrugadas se estrenaban en el horno de la Niña el horno- redundancia sagrada- tan de tempranos y tan laboriosos. De lunes a domingo el despertar de los amases, que si panes, que si panetes, que si bobicas de agua, bollos para los bocadillos de atún recién calentitos, y roscas para la delicia entretenida de los aperitivos de media mañana:

-Niña, dame otra rosca que esta ya me la he comío yo, y si llego a la casa sin la rosca, mi Alfredo se me enfuruña y le da por los silencios; lo que tampoco es mala cosa para la inspiración del poeta.

-Niña, ¿Y tendrías una gotilla de aceite para el desayuno de un canto de bobica de agua, tan tierna, tan esponjosa, tan caliente, tan celestial?

En el horno de la Niña se hacían los primeros desayunos del pan recién horneado, y siempre tenía la Niña preparada su aceitera con su aceite de ogaño para la urgencia del hoyo del cantico de pan, no más un par de mordiscos de tierna harina ya hecha comida de necesidad, o tal vez de gula pastelera:

- Tú ves, Niña; ya con este cantico de hoyo ya estoy yo comía pa tol día, que, poca cosa más pide mi cuerpo, y el resto para los hombres de la casa, los trabajadores de los campos por los cortijos de los vientos. El pan guardado, reservado para los que traen a la casa las pesetas de las mesas puestas. Los que deben de hacer del pan el sustento de los jornales, pues, si pan les faltare ¿qué se podría sentir de esos cuerpos sin más alimento que el aire, cuatro majoletas y un trozo de arrezul?

Era así en los años aquellos de las grandes crisis alimentarias, cuando el pan que entraba a las casas era reservado para los que daban el diario jornal de los trabajos, y si algo sobraba, se daba en comunión al resto de sus habitantes, con un poco de caldo de gallina, como si se diera de comer a una parturienta en su cuarentena. Y había días y había hogares, donde al pan se lo celebraba como tarta de cumpleaños, como si fuera un bollo de flanín o un bollo de chocolate.

Sentada a la mesa-escritorio de su despacho panadero, la mesa que daba a la gran ventana que daba sus vistas a las escuelas, por donde entró la mano del ladrón para quedarse con la alcancía del día trabajado, y que se fue a contar sus pesetas a los retretes de la escuela, con su hule estampado y las pesas de los pesos y el lapicero casi gastado y humedecido en saliva y la goma de borrar, y mientras Juanito Gallego hacía el reparto de los panes por las calles y las cortijadas de Porcuna, si en antaño, con el pan colocado dentro de los grandes serones de madera que cargaba el mulo, tapados los panes con las mantas del invierno, si en más progresistas tiempos, ya con el cuatro latas blanco recorriendo las calles de adoquines, y con la cartera de cuero abrochada a la cintura donde las monedas sonaban como si dentro, en lugar de monedas, hubieran cascabeles, la Niña el horno arreglaba las cuentas en la caja metálica de los dineros, todo duros y pesetas, quizá con la alegría de un billete en sus mínimos números, mientras contaba los vales del pan, de panes y medios panes, agrupándolos en montoncillos. Aquellos vales de pan tan manoseados, que cambiaban los trigueros para cuando estuviera el trigo ya listo para la venta, o las gentes de las calles, cuando juntaban las pesetas necesarias para cambiarlas por vales de pan, y que, al menos, el pan no faltara en los hogares, a los hombres de los campos ni a los niños de la teta para hacerles sus maimones o sus leches migadas con migas de pan: la blanca carne de los platos sin carne:

-Mira Niña, pa dentro de na, ya estará salvada la media faneguilla de trigo, que ya andan los segadores rejuntando las parvas y cerniendo los trigos; así que, déme usted a cuenta, Niña el horno, vales por el valor de doscientos panes, y unas cuantas tortas de aceite, y unos cuantos roscos de anís, que ya haremos cuentas cuando te lleguen los trigos de las harinas.

En la libreta escolar de a dos rayas, la Niña iba anotando el debe y el haber de la panadería, los gastos y los ingresos, a veces, lo comido por lo servido; cuentas que iban del cero al cero o del uno al mil según se aviniera el día: veinte sacos de harina y tres cargas de leña, doscientos panes y sesenta bollos, tres docenas de magdalenas y veinte tortas de aceite…

Calándose las gafas panaderas como Clementina se calaba las gafas escolares en las letras menudas, la Niña el horno afilaba los números como afilaba los lápices con la navaja vieja de los desusos hasta formar el ballet de los números bailándole sus fandangos y sus sardanas. Por el otro lado de la libreta las deudas de los deudores y los préstamos bancarios que en nada tenían que ver con el pan: “para la fulana de tal, quinientas pesetas para la pieza de Uralita, que la fulana nombraba “laurita”, para el techo de la cámara que se le cala con las lluvias y le moja la cama matrimonial: PAGADO. Doscientas pesetas para la zutana de cual, para componer la puerta que se le ha venido abajo en la humedad del invierno y tanta tabla mal encuadernada; veinte pesetas para un barreño donde lavar la ropa, y diez para una sayuela y tres sacos de carbón: PAGADOS.

Los débitos que se pagaron todos, las ayudas de su caja de caridad del monte de su piedad del horno de Santa Ana, Cáritas sin parroquia, Cruz roja sin crucecita para las vecindades necesitadas, y entre cuenta y cuento, entre el debe y el haber, y el de aquí para allá, y en los momentos aquellos de la inspiración mística, la Niña el horno componía sus líricas, decentes, románticas y eclesiales poesías; un desfile de versos sentidos y rimados que iban a dar en San Benito, en la Virgen de la Soledad o en la Virgen de Alharilla. Y allí estaba la Niña el horno, entre el ruido de los escolares de las escuelas en sus juegos o en sus guerras de recreo, o de los quince muchachuelos jugando al juego de la pita por los enmedios de la calle Padre Galeras, pensando concienzudamente qué rima le vendría bien a la palabra antecedente:

-Algarabía: pía, melodía, cofradía, día, porfía… De alguna de estas saldrá la rima para el siguiente verso, pero, a ver con qué rimo yo este viento: ¿con contento, con lamento o con testamento….? ¡Ay señor de San Benito, que difícil resulta esto del buen rimar…

La Niña el horno rimando sus versos, y le salían versos numerales; ángeles contándose en voz alta sus puestos en las filas o sus lugares en el cielo.

A la vera del portalón trasero que daba a los corrales del horno de Santa Ana, donde los eclesiásticos de la antigüedad tenían sus huerto, sus cuadras, sus corrales, sus estercoleros, sus retretes de agujero y sus acequias con aguas subterráneas, el remolque de los palos, dejado por el tractor, esperando a los niños del barrio, y así, al remolque de la leña se le juntaba una algarabía de niños de medio palmo: Pelusos, Marañas, Batatos, Encalaores: Juan Pedro, Salvador, Manolín, Julián, Alfredo, Pedro…, para descargar los palos de la corta de los olivos y llevarlos hasta las paleras de los corrales y de las cuadras, o a los altillos del horno, esa camarilla con nubes por donde ascendía el altísimo altar de la iglesia cuando en sus antaños de misas, donde, sobre todo, se amontonaban las ramas tiernas para la buena combustión de los palos, ramas de olivo lloviendo las hojas secas de las hojarascas hasta formar un mullido suelo donde podían anidar los pájaros golondrinas, y donde, de vez en cuando, caía un nido de una rama, un huevecillo blanco y huero, o un pajarillo muerto, o un lazo cazador invisible y olvidado. Pelusos, Batatos, Marañas y Amolanchines descargando leña como niños trabajadores; y cuando la Niña el horno tenía toda la leña amontonada y protegida y los niños sudaban la gota gorda de los sudores negros de niños teñidos de hollines, de líquenes y de aceitunas pasas, la Niña el horno nos daba a cada niño su duro plateado, que rápidamente iba a ser cambiado por las chucherías de los carrillos o de las canastas de vareta, y unas cuantas tortas de aceite, y unos cuantos bollos de chocolate. Para Juan Pedro “Batato” más, que era Juan Pedro orondo y grande en carnes y en estaturas, y con el estómago más amplio de Porcuna, donde las tortas iban cayendo y sonando huecas, como música o ruido que suena en una hucha cuando se le acaba de echar su primera moneda.

Y aquellas trabajaderas de los acarreos del agua, que, cuando se secaba el pozo de medianería que daba a los bajos de las escuelas, ya bajando el anfiteatro de San Benito, y que, en una de sus partes, la más adentro, pertenecía a la casa de Domingo “El afilaor” y de Adelaida, su santa y agitanada esposa, y la otra medianería era un medio pozo de puertas abiertas para la vecindad de los menesteres, sin más candado a su puerta metálica que el candado imaginario de las casas abiertas de aquellos tiempos remotos, con su cubeta de lata siempre puesta en su brocal, y su carrucha chirriando las humedades de la soga. Si no, con mulo o con borrico, ándele que te ande hasta la Huerta del Comendador o a las aguas de la Fuente chica; no era raro pues, que de tan buenas aguas, salieran tan buenos panes y tan deliciosos dulces.

Pero, cuando realmente, el horno de la iglesia medieval y abandonada de Santa Ana se convertía en horno conventual, en multitudinario horno lleno de beatas de misa en San Benito los sábados a las ocho de la tarde, era cuando al horno le llegaban sus vísperas de Semana Santa, y a la nave de la iglesia, tan amplia, tan opulenta, tan oradora y panificadora, se desbordaba en panal de abejas donde la Niña el horno era la abeja reina que iba de un lado para otro lado fecundando los lebrillos de las masas, y era su voz, un altoparlante que ponía orden a los desconciertos de las mujeres e ingredientes esenciales para el buen cuajar de los amases pasteleros.

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Fotografía: Ángeles Millán

Oh, tiempos aquellos de las vísperas de Semana Santa en los hornos de Porcuna, cuando al horno de la Niña lo colmaba un hervidero de mujeres, cada una con su lebrillo y cada una con su cenachillo lleno de los ingredientes y componentes para la elaboración de la pastelería casera y semanasantera: los huevos, la leche, el aceite, la sal y el azúcar, la levadura, la canela, los limones y los moldes de papel de cera para el embasado de las magdalenas, los redondos y los rectangulares. Los moldes de las magdalenas rectangulares se confeccionaban las vísperas en las casas particulares, pasando las mujeres las tardes y las noches enteras haciendo las mínimas cajitas para el líquido de las magdalenas: mujeres en sus sillas bajitas recortando pliegos, plegando bordes y encajando esquinas con las manos recién lavadas en agua con limón, como si fuera agua de colonia; los redondos ya venían hechos, apelmazados como torre de Pisa, de la que salían los envases individuales soplando un soplo de labios como si se diera un beso.

Decenas y decenas de mujeres sobre las alargadas mesas de madera, tablones sobre los caballetes encadenados en sus hierros, y todas las tablas llenas de lebrillos de barro, donde se iban poniendo los ingrendientes para la bollería festiva de la muerte de Cristo, una forma quizá de aligerarle a la muerte su pecado de sangre hasta hacerla muerte resucitada en el deguste de los dulces de azúcar: bollos de chocolate, bollos de flanín, tortas de aceite y tortas de leche, roscos de azúcar y cáscara de limón y magdalenas subiendo como subiendo un suspiro, en sus redondeces o en sus alargaduras, y los borrachos típicos porcuneros,en sus grandes bandejas rectangulares y metálicas donde se cortaban en porciones, se bañaban en aguardiente y se los nevaba de azúcar blanquilla, mientras Antonia, la santera de San Benito, tocaba festivamente la campana de su iglesia bendiciendo a las mujeres pasteleras y esperando, por caridad, que algún dulce le llegara a su mesa y se le llenara el hule de migajitas para las hormigas:

-Gracia, no te pases con el aguardiente para el borracho, no sea que vayas a convertir el borracho pastelero en borracho de taberna. Marina, raya ya el limón y se lo vas añadiendo poquito a poco a la masa de los roscos. Manuela, pesa bien el azúcar y no te vayas a pasar, sino, luego, las magdalenas pican de tan dulces. Dolores, me creo yo que te has pasado con la harina, y las tortas se te van a endurecer antes de tiempo. Ana, los roscos más delgados, e híncales bien el molde para que no se te hagan rebabas: Julia, Eulalia, Juana María, Gloría, Adelaida, María Francisca… las vecindades del barrio en los anuales apaños de la bollería de Semana Santa, mientras los niños mendigábamos de las madres algún resto de masa sobrante de los roscos para confeccionar nuestras canicas, que poníamos al sol hasta que se secaban para convertirlas en canicas romanas sacadas de la arqueología.

Así, por el horno de la Niña, los olores más universales de todos los olores, el olor del azúcar, el olor de la canela, el olor del limón y el olor del aguardiente: arco iris de aromas descomponiendo la diaria tarea de los panes, el envés del pan, la otra cara de la harina, y la gran nave del horno de la iglesia de Santa Ana, lleno hasta sus topes, hasta todos los topes de aquella gran garganta ardiendo en sus aguas, sudando en sus calores, infierno sin más pecado el que el pecado venial de la gula subiendo en sus huevos y en sus levaduras. Y la Niña de un lado para otro, corrigiendo lebrillos, gustando masas, degustando pruebas. Un aquelarre sacro de mujeres de convento llenando cestos de mimbre y cajas de cartón tapadas con paños de cocina para que a los dulces les tardara en llegar las durezas de los días vencidos, esas durezas que hacían, que, de los bollos de chocolate, sólo se comieran sus centros, donde el chocolate andaba crujiente de marrón y de azúcar, ya momificado, como chocolate de tableta.

A la vera de la leña ardiendo, la Niña el horno componiendo la sinfonía genial de las harinas, como una novia niña vestida de polvos blancos y aureolas monacales. La Niña de los adarves en sus adarves del pan; pan con aceite mojar la sentencia de los hoyos. Por Santa Ana, los bollos y los panes de dos pisos, una elocuencia de trigo ancestral y milenaria. La Niña el horno proclama la amalgama de las masas. Niña de las argamasas de la comunión diaria; una conciencia de faldas con los cenachos de mimbre. Madrugada con candiles y velas alumbradoras. La fogata cantadora ardiendo dentro del horno: calor de invierno y de lloros, sudorosos en verano. A la aurora de tus manos le nacían los pasteles de la bollería medieva: dulce de sol, gris de niebla: alba de luna en tu cara respirando la proclama de los panes horneando. Niña del besar andando los redondos de las masas. Varillas haciendo gasas y tules almidonados. A la cruz de tus costados se le enredaban las cañas soltando sus dulces aguas y sus soles escondidos. Madre Galeras del trigo, abadesa del convento, sin más rezo que aderezo del huevo sobre el hornacho. Aguardiente del borracho, y a los toricos de azúcar, una escultura caduca hecha de barro y de greda, que, al subir las escaleras de tus pasteleras manos, resultaba en toro manso que se deshacía en la boca. Niña pastelera y loca en la locura del humo, al ayer de tus asuntos le sumo palabras tiernas, y un verso rimado a medias que dice mi nombre niño. Niña de los dulces aliños y las poesías sentidas; de San Benito la guía panadera amaneciente, desde que tú no estás, se siente una iglesia con fantasmas, donde los panes reclaman sus olores de tus días, cuando, monja, bendecías los panes y los borrachos, el agüita de los cántaros, la leña de las paleras, las telarañas costureras de los rincones tan altos, tejiéndote a ti sus palios para hacerte consagrada. Y como santa cucaña golpeo yo tu cabeza con versos y con cometas, y mis sagrados recuerdos nombran tu nombre bendito, desde el bajo San Benito hasta tu nube de estrellas. Salvado el Padre Galeras, sagrado tu nombre Niña, aquí un siervo de tu viña muerde la uva del sol y te hace la labor de un manto para tus pies.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO

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