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Francisco Ruiz Puerto, veranos del Cine Recreo

De aquellos buenos tiempos de las grandes películas, bien hablan los cines de antaño de Porcuna, aunque a Porcuna no llegaran todas aquellas míticas películas creadas en Hollywood, ni las del cine francés, ni las del cine nórdico, ni las grandes obras maestras del cine japonés, pero a los cines de Porcuna nunca les faltaban sus películas de Oeste, ni sus películas de aventuras y de amores no correspondidos, ni de Cantinflas, ni de Charlot, y de aquellas que llegaban, lo hacían con el corte y confección de la censura más retrograda cortando un beso, desguiñando un ojo, pintando o cubriendo con echarpe un escote desmesurado a los ojos de las rebequitas y los botones abrochados hasta los gaznates, o cambiando un guión o un diálogo que no casaba muy bien ni con el Régimen católico, ni con el decoro de aquellos años de confesionario y chocolate sin churros. Pero sí que llegaban a Porcuna los grandes y sonados estrenos de las películas españolas, las buenas, las malas y las regulares, las que arreglaban las inclementes manos de los amigos censores, que no pasaba más allá que alargar una manga o sustituir una palabra mal dicha en el guión, o aquellas que la censura no sabía captar en sus mensajes ocultos, o en sus más claros e irónicos abracadabras y se les escapaban los mensajes de los guiones, y allá donde se veía guasa y folclore con gitana coplera y pasacalles con banda de música, en el fondo había un todo escondido, tan quevedesco y tan lleno de ironías con carcajadas.

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Eran los tiempos en que ir al cine era como ir a una fiesta, y donde en el fondo, quizá, daba igual la película que se proyectara sobre las pantallas blancas, porque tampoco se tenían buenos conocimientos ni mejores sapiencias de lo que ofrecía el cine mundial, donde la crítica cinematográfica aún no se había inventado, siendo todo acontecimiento que dejaba mudas a las gentes y alucinados a los ojos, y donde toda película proyectada en una pantalla de tela, de madera o de cemento de alguno de los cines de Porcuna era un hallazgo y unas horas de entretenimiento llenas de amores rasgados y amores sagrados, llena de indios, de vaqueros, de monstruos, y de romanos, y de guerras donde se disparaban los cañones de cartón-piedra, y donde se sentía la inquietud aquella que más daba a estar presenciando una realidad que una ilusión, y donde no se comprendía el cómo si un actor o una actriz había muerto en una película volvían a aparecer vivos en la siguiente película proyectada. Horas de entretenimiento donde se cascaban pipas de girasol y se bebían aguas de los porrones, se agarraban manos tan llenas de amor o tan llenas de miedo o tan llenas de esperanzas, y hasta se ofrecían besos cuando todo estaba oscuro y apenas se distinguían las cabezas, pero siempre enfrente, la pantalla blanca llena de luces por donde se movían los actores y las actrices, y donde los paisajes eran todos los mundos descubiertos, aquellos por donde corría la otra vida, la vida ilusionada quizá, la vida imposible, y las gentes de Porcuna que asistían al cine no se preguntaban al final de cada película si la película era buena o era mala, porque, cinematográficamente, aún no se sabía distinguir una película buena de una mala, que de esas quisquillosas elucubraciones y entendimientos se encargarían después los críticos de la materia, ofreciendo críticas que no llegaban a los pueblos, porque sólo era cine el cine que se ofrecía a Porcuna, y era realmente algo maravilloso contemplar esas vidas ejerciendo sus vidas ajenas , mostrando sus ficciones por las pantallas blancas, porque, ante todo, el cine era la diversión, y la diversión única si no se cuentan las sesiones de radio con sus radionovelas y las músicas de los discos dedicados, y las gentes de Porcuna iban al cine para encontrarse con un espectáculo tan impresionante y tan impresionable, y para encontrarse también con la otra realidad, con la otra fantasía, y con la otra mentira también, y así, las dos horas de cine eran como la absolución de los silencios, el Cinema Paradiso italiano de un Edén extraordinario, donde todo parecía lo que parecía y lo que no parecía también, y era como una sugestión que al cerrar los ojos proseguía en los sueños, como si la sesión de cine hubiera sido el sueño compartido y comunal del Bienvenido mister Marshal de Berlanga posándose sobre un pueblo triste y oscuro, de casas de piedra con su alcalde surrealista y campechano pespunteando su sonora fantasía sobre las sabanas blancas donde los matrimonios, antes de echarse a dormir, se contaban la película vista, y hasta quizá repitieran al día siguiente, aunque ya se conocieran las escenas, como pretendiendo aprendérselas de memoria para no salir de aquel sueño de pantalla blanca y sillas de anea que por un par de horas les hicieron olvidar los presentes tan distintos y tan distantes...

Hasta once cines se recuerdan en Porcuna, y quizá hasta algún cine privado en alguna gran casona céntrica y aristocrática con pequeña sala privada emergiendo de un salón de té y pastitas de horno.

Hasta once cines en Porcuna en sus distintas épocas y en sus distintos escenarios tan céntricos y hasta tan distantes también, y hasta la algarabía de haber tres o cuatro cines coincidiendo en un mismo tiempo, haciéndose la competencia unos a otros como si fueran cines de ciudad, por donde, las gentes de Porcuna se vestían sus galas, sus mejores galas de fiesta, o las más decentes ropas de domingo para ascender descendiendo en anfiteatro, al paraíso de los cines con sus actualidad de películas programadas, aquellas que se anunciaban en las carteleras y en los programas de mano, aquellas octavillas que se entregaban por las calles ofreciendo su publicidad cinematográfica y entregadas por los mancebos de gorrilla y pantalón bombacho por las cuatro perrasgordas de las caminatas.

Por La Carrera se abrió el primer cine de Porcuna, el Cine Carrera, por los primeros años del cine mudo y cuando las películas aún no se llamaban películas sino un algo así como secuencias cotidianas, y por la sábana blanca se paseaban Oliver Hardy y Stan Laurel haciendo trastadas, Harold Lloyd parecía estar siempre pendiendo de las agujas del reloj en “El hombre mosca”, Buster Keaton se bordaba a sí mismo en “El maquinista de la general”, Tomasín hacía las delicias de los niños con sus alocadas carreras, mientras Richard Barthelmess haciendo de boxeador alcohólico, maltrataba a la delicada Lillian Gish en la obra maestra de Griffith “Lirios rotos”, y existía un piano que tocaba en vivo la banda sonora o animada de las proyecciones intentando con las melodías poner voz a lo que voz no tenía, corriendo el siglo XX su año de 1910, y era aquel cinema de la prehistoria del Cine Carrera un cinico como de corral o de corrala teatrera, con apenas un puñado de sillas que en muchos casos los asistentes al espectáculo del cinematógrafo llevaban desde su propias casas, y por donde se ofrecían muchas admiraciones y hasta muchos temores en aquel espectáculo que era como un algo así de la otra vida, una especie de brujería dando en lo satánico de la que tanto sermoneaban los altares y donde tantas confesiones habría que hacer a los confesionarios sobre aquel invento de los Hermanos Lumière por el que el siglo XX se abría al mundo en su imágenes más insospechadas, en sus más notables sorpresas , en sus más increíbles alucinaciones, y en sus secuencias más vividas. Aquel cinillo con sus escasas sillas amontonadas en el circo del corral que luego pasaría a llamarse Cine España, y ya las películas que le llegaban a Porcuna comenzaban a tener voz y a ser escuchados y entendidos sus diálogos, pasando al rincón del olvido aquel piano con su primera y primaria banda sonora. Siendo un cine de verano al que luego se techó mudando a ser saloncillo cinematográfico y cine de invierno, y al que en 1950 se le hundió su techo, pasando aquel primer cine de Porcuna a la historia comentada del cinematógrafo porcunés.

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Por los corrales que daban al Torreón de Boabdil existió el cine de verano llamado Cine Castillo, tan aledaño del Cine Carrera y España, y era como un respiro souvenir de antiguos patios de armas medievales, y Paseo de Porcuna durante tantos años cuando aún no existía el Paseo de Jesús, y desde donde, como una megafonía universal porcunera, los sonidos y las palabras de las películas circundaban a Porcuna, y las gentes que no habían entrado al cine, se sentaban por los alrededores de la Torre para escuchar las películas y presentir sus escenas de joyas del cinematógrafo como “El pequeño Lord Fauntleroy” de Cromwell, o “El hombre de Utah” de Bradbury con John Wayne de protagonista comenzando la serie de esplendorosas películas de indios y de vaqueros.

Durante años, por el Paseo de Jesús, aquel Paseo aún desierto, en tierra y sólo con sus farolas de hierro forjado, se instalaba, en llegando los buenos tiempos de la primavera, y prolongándose durante todo el verano hasta que Nuestro Padre Jesús daba su bendición anual del Catorce se septiembre, el Teatro Molina, que, aparte de traer a Porcuna lo más granado de los teatrillos populares, las grandes representaciones de las capitales con sus artistas ambulantes, y las mejores actuaciones musicales que se daban por el país, en sus coplas y en sus pasodobles, cuando no había teatro que ofrecer, ni espectáculo que cantar ya fuera en café cantante del tipo que había instalado en la calle Alharilla, se le tendían y tensaban con cuerdas su sábana blanca al escenario tan bullidor y tan aclimatado, y se proyectaban, sobre la sábana blanca, las películas más aclamadas del momento, como “El arca de oro” interpretada por James Stewart y Paulette Goddard.

Por los locales del pudiente Círculo de la Unión, por la Plaza de Andalucía, cuando era esta la Plaza Mayor, y por aquel Casino aristocrático y burgués de Porcuna, con sus tan buenos salones y tan buena biblioteca, y donde tantos conciliábulos y asonadas se pronunciaban, también existió su pequeño cine de verano por el patio del local, un cine con las entradas tan restringidas, a las que sólo tenían acceso los socios numerarios del brazo de sus acompañamientos femeninos del Circulo de la Unión y donde los asistentes se entretenían con los estrenos españoles de “Don Diego Corrientes” , aunque se disfrutara más con “La hermana San Sulpicio” o “La Quimera del oro” de Charles Chaplin.

El Cine Plaza era un cine de invierno que también lo fuera de verano cuando las películas se proyectaban en los patios de su terraza, y que estaba situado por el antiguo y reivindicativo salón de la que fuera Casa del Pueblo en la II República, allá por el llanetillo sindical y lugar de los guardias de campo de la Plaza de Abastos, y que también sirviera para la organización de aquellas bodas caseras del ayer, con sus pepitorias, sus pollos fritos y sus tartas de borracho con flan de vainilla. Un cine de invierno rectangular y tan profundo con su escenario de resillas y yeso, donde las viejas proclamas de la República quedaron en los sueños animados de las películas proyectadas. Aquella oscuridad de las luces apagadas, y aquella luz del proyector por la que volaban las palomicas blancas de las bombillas protagonizando también sus momentos de película, atravesando las paredes blancas de la cal hasta dar en la gran sábana extendida hasta crear la ilusión de la vida ajena haciéndola creer y sentirla como propia y así poder competir con el “Plácido “ de Luis García Berlanga, aquella crítica feroz y lírica, y en días de procesiones por Semana Santa con el “Marcelino pan y vino “, dirigida por Ladislao Vajda.

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Por la Plazoleta de la Iglesia o Plazoleta de los Gallos, allá por los años de la II República, por aquella placilla donde se ofrecían al pueblo de Porcuna sus verbenas populares, y desde 1932, estaba instalado el Cinema Plazoleta, que primero fuera de verano y luego se techó en parte para pasar también a ser cine de invierno. Cine que desapareció tras el estallido de la Guerra Civil y ya nunca más volvió, como en el fondo, no volvieron jamás tantas y tantas cosas más, y donde películas como “El juez Priest” de John Ford, o “Bajo la lluvia” con Joan Crawford” hacían las delicias cinematográficas de las gentes de Porcuna.

En la calle Carnicerías, abrió doña Gracia Dacosta su Cine Rialto, en sus dos apuestas de temporada, con su cine de verano y su cine de invierno, y por los que ya se comenzaron a estrenar aquellas películas en las que intervenía el actor porcunés llamado Manuel Aguilera, aquellas películas donde el actor porcunero decía sus papeles de actor secundario en títulos como “La otra sombra”(“en la que toma parte nuestro aplaudido y distinguido paisano don Manuel Aguilera” en una de las mejores películas de la temporada”, que anunciaba la publicidad); “Recluta con niño”, “El tirano de Toledo”, o la aclamada por las masas de la época “Esa pareja feliz”, mientras días antes de su proyección, la señorita Gracia Dacosta anunciaba a bombo y platillo, en sus papeles propagandísticos de la Imprenta Bersabé el inminente estreno de “Casablanca” …

“-Para el jueves próximo y a petición de este distinguido público: CASABLANCA”

Casi colindando con el cine Rialto, por la calle Salas, se encontraba el Cine Avenida, aquel cine de verano haciéndole la competencia al monumento de la Señorita Gracia, compitiéndole en películas y en clientelas, pero siempre bien avenidos y mejor comulgados. Cine de verano por sus patios, coqueto y templado, por donde las películas se seguían en sus escuchas por las vecindades sentadas a las puertas de las casas:

-Lástimica que no podamos ver a los actores y a las actrices.

-Pero se escuchan los diálogos como si de radionovela se tratara, y hasta se presienten las escenas.

-Mama ¿Me das chocolate?

-¡Calla niño, que no me entero de lo que hablan en la película!

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Aquel recordado Cine Avenida de la calle Salas, donde se produjera el gran escándalo de la cinematografía porcunera el día que estaba anunciado el estreno, aunque ya con anterioridad se había estrenado en otros cines, la película “El Niño de la bola”. Con el cine abarrotado, las gentes esperando la proyección de la película y los rollos que tenían que venir en el coche correo de Villa del río, pero no llegaron. Directamente, alquilaron o cogieron coche los dueños del cine y se fueron a Villa del Río a por la película, entre tanto, sobre la pantalla, y en la espera, se fue proyectando otra película. Cuando al fin llegó y con los nervios mascados por la tensión, el proyeccionista confundió los rollos poniendo en primer lugar la segunda parte. Tal fue la asonada del distinguido público asistente, menos distinguido que nunca, que las sillas volaban por loa aires llegando las autoridades de la porra y de los tricornios para poner orden y pegar unos cuantos mamporrazos, y con algún detenido que fue directamente al calabozo de la Torre, mientras el llamado Villica, que a la sazón ejercía de portero del Cine Avenida, exclamaba a voz en grito: “No me tiréis las sillas a mí, que yo estoy con vosotros…”

Por donde anduvo la sede del Círculo de la Unión se abrió al público el célebre y tan recordado Cine Alcázar, un cine-teatro de verano y de fiesta, tan rodeado de piedras con historia, tan protegido de murallas centenarias, y tan verde de hiedras, y tan amoroso de gallineros con parejitas de novios intentando auscultarse en la oscuridades de las manos. Cine en donde la proyección de las películas también dejaban paso, sobre su amplio y blanco escenario de obra, a las actuaciones musicales de los artistas del momento, en sus coplas, en sus rumbas y en sus sevillanas, Los Romeros de la Puebla, Perlita de Huelva o Antoñita Peñuela, y por donde de vez en cuando actuaba Manuel Toribio del Pino, “El Niño Porcuna”, en sus cantes flamencos y en sus coplas por Farina, y en cuya platea, en los días de Feria real, se montaba ring con cuerdas, con banquetas y con toallas, y se ofrecían combates de boxeo, en sus pesos mosca y en sus pesos gallo, a donde acudían los boxeadores aspirantes al Cinturón de campeón de España pasando el examen-ensayo de proclamarse y ser, campeón en Porcuna.

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La modernidad le trajo a Porcuna la amplitud, la elegancia, el minimalismo, las butacas de calidad, el sonido envolvente y casi el progreso faraónico de su Cine Municipal con su bar de La Soga al lado, como un cine de capital. Cine de invierno que es el único cine que ya le queda a Porcuna, aunque ya apenas se ofrezcan películas, como películas ya tampoco se ofrecen en ningún pueblo. Cine con películas de actualidad y sus dos intermedios, y escenario para las actuaciones musicales de la Feria o de temporada, o las representaciones de aquellos teatrillos del destape y del chascarrillo de finales de los años setenta, aquellos espectáculos de variedades, plumas y tetas al aire que llegaban a Porcuna en los meses de la recolección de la aceituna, que tanto se repetían luego en los comentarios de los tajos, y que eran ya como un soplo de libertad y de democracia:

-¡Centeno! ¿Por qué eres tan chiquitillo?

-¡Porque me segaron verde!

Y el comentario chistoso era un todo reír de pueblo haciéndole palmas a las guasas simples del caricato Centeno.

-¡Mozuela, quítate también la parte de abajo, que hace calor!

Y en sus mañanas de domingo, en su función de las doce, o en su función de tarde de las cinco, el Cine Municipal ofrecía sus películas del matiné (de la matinée francesa vertida al español) para los niños y las mocedades más jóvenes de Porcuna, que, abonando las cinco pesetas de la entrada disfrutaban del embrujo animado de la pantalla en sus películas infantiles que, cuando no daban en una película del Oeste daban en una comedia de Mario Moreno “Cantinflas” , o en alguna superproducción americana de Dibujos animados, convirtiéndose el cine en un jolgorio de recreo de escuela pero sin maestros, aunque el lunes por la mañana el maestro preguntara al alumnado qué les había parecido la película del matiné, y hasta igual pedía que escribieran un resumen de la película vista substituyendo al diario esfuerzo del dictado.

Pero la mozuela del destape nunca se quitaba las braguitas, a todo lo más una insinuación de bosque negro y prohibido trasparentándose ante las bancas primeras, aquellas ocupadas por los mozos más calenturientos y que hacían cola con mucha antelación para ser los más cercanos en contemplar los momentos del destape.

Hasta llegar al Cine Recreo del que habla esta Estatua, y a Francisco Ruiz Puerto, que es la Estatua que se asienta en esta Estampa que habla de los cinematógrafos de Porcuna, aquellos entretenimientos, aquellos casi únicos entretenimientos , de los que no se saben ni se recuerdan las películas contempladas o simplemente cumplidas, aunque nadie olvida aquellos instantes de los noticieros del NODO, con su banda sonora marcial, por donde aún aparecía el General inaugurando pantanos, puentes y túneles, la Señora del General luciendo collares y entregando llaves de vecindad, certificados de natalidad en sus familias numerosas, y donde nunca faltaban los bailes regionales de los que había que adivinar los colores de sus vestimentas, como nunca faltaban, entre NODO y película, su pequeño corto de dibujos animados para el entretenimiento de los niños que acompañaban a sus padres en los grandes estrenos del cine español, y los anuncios publicitarios de los comercios y oficios de Porcuna, que siempre eran recibidos con pitadas y pataletas tan estruendosas que llegaban a ser escuchadas por las gentes de Abades y San marcos, y por donde aparecían en sus diapositivas, por ejemplo, la droguería “Casa Barranco” con sus adornos de azadones, almocafres, palustres, picos y palas, o la mercería de Izquierdo, con sus hilos, sus encajes, sus botones y sus cremalleras.

Nada, más que poco, habría de pensar la ilustre familia de los Aguilera-Salcedo, la egregia, eminente y célebre familia porcunera con escudo de armas y noblerías diseñado en el animal del águila y en el jardín del sáuce adornando la entrada linajuda de su casa-solar con arco en piedra del siglo XVIII de la calle Los Gallos, o General Aguilera, que tres siglos después se instalaría en tan magistral escenario aquella especie de tesoro llamado el Cine Recreo, aquel Cine Recreo que, en sus primeros tiempos, y con más teatrillos de corrala de comedias que cinematógrafo, fuera explotado por un empresario nacido en el lugar, hasta que del mismo cine se haría cargo allá por el año de 1950 don Francisco Ruiz Puerto.

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Solariega casa que también, en sus tiempos otros, cuando fue abandonada por los Aguilera-Salcedo, tuviera su alojamiento la Casa cuartel de la Guardia civil, pasando a ser conocida la casona como la del Cuartel viejo, y cuando la Guardia civil abandonó tan nobles y blasonadas estancias para situarse más a las entradas de Porcuna, por donde más se abrían los caminos y las vigilancias, hasta bien entrados los años treinta del siglo XX se instalaron en la casa-solar varias escuelas para niñas, uniformadas de blancos babis con los cuellos oscuros, y todas las niñas con los cabellos cortados a media melena, apenas tapándolas los cogotes siguiendo los estilos de las maestras.

La familia de Francisco Ruiz Puerto era familia procedente de Priego de Córdoba. Cuántos apellidos de la provincia de Córdoba vinieron para instalarse por estas calles, por estas tierras y por estos parajes y escenas de Porcuna. La tierra hermana cordobesa, tan flamenca, esa razón de espejo entre Porcuna y Córdoba, esa especie de narcisismo mirándose en el río Salado, que siempre ha hecho a los porcuneros sentirnos, más que fronterizos con la provincia cordobesa, más que sentimiento fronterizo con muralla, tierra avenida, tierra compartida, hermana y afín. Esta Porcuna que siempre ha andado entre los dos caminos no sabiendo nunca con cual acento quedarse y en que lugar instalar su puesto de aduana y su estancia de observación, que es Porcuna población que siempre ha andado con el corazón dividido entre el Santo reino y la Tierra califal, reviviendo siempre intercambios clásicos y de leyenda y mudanzas en el mapa, aunque, quizá, en el fondo, Porcuna tenga su mucho de Castilla, de Castilla acogedora, conservadora, sobria y velada: la Pequeña Castilla de Andalucía enclavada ahí, altiva en loma como dama vigilante siempre, abriendo sus puertas a los forasteros para que lleguen y ocupen las tierras y los corazones.

Principiando los años treinta sus dígitos en los calendarios por el siglo XX, desde Priego de Córdoba, los Ruiz-Puerto, don Antonio Ruiz y doña Dulce Puerto, se trajeron para Porcuna la prole de sus nacimientos formando familia numerosa, un matrimonio joven aún, con la reata y la retahíla infantil de sus once hijos, andándose en sus medios la figura niño de Francisco Ruiz Puerto en sus diez u once años.

Por Priego de córdoba, la familia arrendataria de tierras y de cortijos, vino a dar en Porcuna igualmente como agricultores arrendatarios del cortijo llamado de la Fuente del Charco Alta, cortijo y tierras de labor mirando para las tierras cordobesas de Baena, Valenzuela y Cañete de las Torres, como quedándose aún con el algo de sentimiento cordobés que no los alejara mucho del terruño abandonado, ya fuera en acentos, ya fuera en horizontes, en hermandades o en costumbres de la sangre.

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Un cortijo solanero y blanco para el matrimonio y los once hijos del matrimonio abriendo el camino de las idas sin retornos, ocupando las estancias, expandiéndose por los campos como avecillas volando en un vuelo de reconocimiento de esa nueva conquista tan puesta en sus manos, y muchas fanegas de tierras calmas donde plantar los cultivos y proclamar las siegas. Un cortijo solanero tan lleno de familia, tan alumbrado de quinqués, con los trabajadores que desde Porcuna le llegaban al cortijo para los trabajos de toda la temporada, el arar las tierras, el sembrar las semillas, el segar las espigas y el acarrear los sacos. Asalariados que llegaban desde Porcuna para hacer de la cortijada también sus estancias temporales, y en visiones de tertulias, los acuerdos y los recuerdos.

Cortijo con su huerta y con sus ganados de aves y de cerdos, con el porcunero Maroto trabajando las piaras y preparando las matanzas.

Antonio y Dulce con sus once hijos viendo al fondo norte las alturas de Porcuna como si fueran alturas del Machu Pichu cantadas por Neruda, a las que de vez en cuando iban para recorrer sus calles y plantar sus nombres en aquella labradera con lugareños, por aquellos tan lejanos y tan a mano lugares. Descubriendo de Porcuna al pueblo acogedor que les abrió sus puertas , les tendió sus saludos y sus invitaciones a pasar, y como no, y faltaría más, asignándoles directamente la receta porcunera, y no sólo la receta representativa, ancestral y culinaria de la pepitoria, la gallina en leche, las “guitarras”, o el potaje de habas, sino ese bautismo porcunero del nombrajo para la comunión porcunera más armoniosa que hiciera a los cordobeses suyos para siempre en el remoquete seudonimal de “Los Fulanos de la Fuente el Charco”

Francisco Ruiz Puerto, con todo, era el que no quería ser hombre de campo, sino hombre de ciudad, no hombre de silencios y muchas lunas sino hombre de voces y trapicheos de adoquines y de aceras. Francisco Ruiz Puerto era el muchacho inquieto y el muchacho extrovertido , bullicioso, y desasosegado, el avispado muchacho al que no le tiraba el mundo de las labores de las agriculturas y los encierros clausúrales de la cortijada por mucha libertad, por mucho viento, y por mucha tradición familiar que hubiera, que a Paquito Ruiz, cuando ya su nombre se le hizo nombre porcunero de Porcuna, le bullían por la cabeza los mundos de los comercios, las clientelas y los tratos más directos con las gentes, y su pretensión era trocar serenidades por griteríos.

La “Quinta del biberón”, se llevó mozuelo a Francisco Ruiz a Valencia para luchar en la guerra en cumplimiento del servicio militar obligatorio, y fue en su estancia en Gandía donde conoció a la muchacha Josefa Domingo Serralta haciéndola su novia e inmediatamente su mujer para toda la vida, como en un juego y abalorio de madrina de guerra, de soldado que en las tierras valencianas se sentía tan joven y tan perdido, con la que contrajo matrimonio en Gandía cuando ya la guerra apagaba sus últimos humos, sus últimas explosiones, sus últimas conquistas, aunque, ciertamente, dejar Gandía, para Josefa, para pasar a vivir en un cortijo tan aislado de todo en aquel férreo Porcuna tan lleno de sombras, tan sembrado de silencios, y con todo tan oscuro tras tres años de combates, le planteó a la joven matrimoniada valenciana sus dificultades de aclimatación a cambio tan radical, que era Josefa muchacha de ciudad y muchacha de mar, acostumbrada a las calles y a las olas y a las gentes arracimadas y a los afectos de la vida ciudadana, pasándolo fatal en sus primeros momentos en tan eclesiales soledades, encerrada en un cortijo, con mucha naturaleza pero escasos asuetos, pero el amor venció, y encerrada en un cortijo sin luz, sin agua y sin nada, y siendo todo campo y noches tan silenciosas, el amor por Francisco la cubrió de gloria, y la promesa de Francisco de que no serían sus vidas, vidas de campos para siempre, la hacían florecer sonrisas y esperanzas en esas esperas del mañana, ese mañana que iba a llegarles tan temprano.

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Mientras los hermanos de Francisco siguieron con la tradición consanguínea y familiar de los arrendamientos de tierras y de cortijos, Francisco Ruiz ya se preparaba para dejar de ser el Francisco Ruiz de los campos para pasar a convertirse en el Paquito Ruiz que hizo su historia en los tiempos nuevos de Porcuna hasta dibujarle al pueblo, con los años, sus primeros colores de juventud, su modernidad y su osadía. Y así, un buen día, Francisco Ruiz cogió del brazo a su Josefa Domingo, y sin volver la vista atrás abandonaron los campos con sus tierras calmas llenas de cosechas, y con su hermoso cortijo tan lleno de blancos y tan calmo de incomodidades de la Fuente del Charco Alta, con tanta mirada aún hacia los terruños de la sangre cordobesa, disfrazó Francisco su acento cordobés, y Josefa su acento valenciano con el ea de Porcuna, y se vino el matrimonio para Porcuna para ser de Porcuna sus habitantes definitivos, y así Francisco Ruiz sonreía cuando veía en la cara de su Josefa del alma la sonrisa de la que empezaba a recuperar sus otras respiraciones.

El mundo de los negocios porcuneros se le presentaron a Francisco Ruiz Puerto, primero en el Bar América, aquel establecimiento que siempre nos estará oliendo a vino en la memoria, en sus discusiones de barra, en su maestro con bigote y alcarciles, y en su camarero gangoso pregonando en los días de fiesta que los calamares se estaban friendo, y después con la adquisición en alquiler de la repostería del Círculo Artístico Cultural, “La Píldora” donde estableció negocio, posada, conversaciones y servicios hasta que en el año de mil novecientos cincuenta le llegó la oportunidad de alquilar los locales del Cine Recreo por la calle de los Gallos, uno de aquellos maravillosos espacios geniales de Porcuna.

“La Píldora” era un lugar recompuesto tras la guerra. El lugar de la agricultura de salón tras la agricultura de campo. La Porcuna campo reunida por las tardes para seguir hablando del campo. El campo-hogar dentro de tan amplias estancias y movimientos tan indolentes y sosegados, y tan soleadas paredes con tantas aberturas por donde andaban las mesas con sus juegos de cartas, sus juegos de dados y sus juegos de dominó sin apuestas, o con apuestas clandestinas por los rinconcillos oscuros y vigilados.

Y por allí, Paquito Ruiz tras la barra del mostrador controlando el cotarro de la clientela de boina y mizo, y el ir y venir de los criados de “La Píldora”, que así era como se llamaba a los empleados del casino, los que igual atendían al encendido de los braseros, llenar y acercar botijos de agua, dar barajas y fichas de los entretenimientos de mesa, y servir de camareros en las comandas para los abonados en sus mesas, o poniendo la sábana de luto sobre el balcón de hierro cuando moría un socio, o también, hacerles los mandados de urgencia a los socios entretenidos cuando los mandados fueran de menester: Benito Zambrano, Benito Millán, Rafalito Anera, Román “El Litri”, Eliseo o Rafael “Pajarico”, aquel “Pajarico” que coleccionaba mariposas y otros insectos disecados, por los bajos del casino y mostraba a los niños y a los curiosos cuando acudían a los bailes del Domingo de Piñata.

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Paquito Ruiz por el Círculo de Obreros haciéndoles su círculo también y hasta su reverencia de servidor tan atento y tan comprometido, hasta que un día, quedó sin inquilino el Cine Recreo, Manuel “Lagarto”, el propietario de la gran casona noble y cinematográfica, aquel Manuel “Lagarto” que tenía tienda con horno entrando al Camino Alto, en una de esas charlas tertuliadas de “La Píldora”, le ofreció a Paquito Ruiz la oportunidad de quedarse en alquiler la explotación del cine-teatrillo, y ni corto ni perezoso, como buen hombre de negocios que no le temía a nada, y era atrevido en todo, cumplidor y “echao p’adelante”, cogió a su familia para la nueva mudanza, la echó a volar de “La Píldora” a la calle de los Gallos, abrió los portalones de tan blasonada estancia, instaló a su familia en la planta baja del Cine Recreo, con su salón, sus dormitorios, su cocina y su cuarto de aseo; le lavó la cara a los interiores del cine, le encaló sus paredes como vistiéndolo de gala, y hasta le abrió su cielo para ponerlo de nuevo en pie para la congregación entretenida de las masas de Porcuna, con su escenario para las actuaciones musicales y de variedades y sus nuevas ilustraciones cinematográficas; hizo quitar la sábana blanca que hacía de pantalla en las antiguas proyecciones animadas sustituyéndola por tablones de madera, que todos los años, a los principios de la primavera llevaba a montar Manuel Moreno, el carpintero de la calle Salas al que todos llamaban Victoriano, acompañado de sus hijos aprendices del oficio, el Benito, el Rafael y el Fernando. Entre los cuatro, montaban sobre el escenario de las actuaciones, empalmando las grandes planchas de madera de pino unas con otras, a las que luego , entre Josefa y Paquito se encargaban de encalar de blanco, dándole el albugíneo fondo por donde anochecía la vida de las películas hasta crear en los ojos la verdad más hermosa de las mentiras. Y cuando la temporada del Cine de Recreo llegaba a su fin, pasados siete, ocho o nueve meses, que todo dependía de cómo llegara el otoño, y si refrescaba mucho o refrescaba menos, de nuevo Victoriano, el carpintero de la calle Salas y sus tres hijos, desmontaban la pantalla de madera, y amontonaban las tablas por los departamentos interiores del escenario, esos departamentos oscuros por donde andaban las sillas pasando sus inviernos, y por donde los artistas de las actuaciones musicales maquillaban sus rostros y vestían sus trajes flamencos antes de salir a actuar.

Desde su arco de piedra con su escudo nobiliario del águila y el sauce de los Aguilera-Salcedo, atravesando las grandes puertas de madera atrancadas con retrancas y abiertas por llaves de castillo, esas grandes puertas que se vinieron abajo un día de verano por una avalancha de gentes que llenaron el cine a rebosar en sus mil doscientas sillas cuando la mítica actuación de Pepe Marchena, el más grande los grandes maestros del flamenco, hasta el fondo de la pantalla con aquellas vistas a los descampados con farolas y luego grandes arboledas del Paseo de Jesús, y ante el cielo abierto y estrellado de todas las noches del Cine Recreo, era el Cine Recreo, ya en sí, como un monumento de Porcuna, la atracción total, y cuando uno entraba al Cine Recreo, creía uno estar entrando a un teatro o a un anfiteatro romano, atravesando la anchura de la entrada, cruzando su callejuela hasta dar en la gran platea, por la que uno esperaba, que, en cualquier momento, por aquella platea, y saliendo de ese túnel blanco, aparecieran los gladiadores para sus batallas metiéndose luego en la pantalla para continuar la película, o aparecieran entre hierros y yerros primeros, los cristianos para ser entregados y sacrificados a los leones. Una entrada a un anfiteatro tan espléndido y tan blanco, como si más que cal, las piedras ya llevaran grabados sus encalos blancos como una seña de identidad en el tiempo y con el tiempo, y con su suelo de tierra como una Arena sin toros, por donde levantaba el polvo la gracia de sus vuelos creando como una niebla desértica y baja que tan bien le venía a las películas del Oeste, y que al día siguiente, con escobón de vareta en mano, Antonio Ruiz se encargaba de barrer, en los intermedios de las horas y horas de estudios, recogiendo colillas, cáscaras de pipas, envoltorios de chicles y bolsillas de plástico. Y firme de tierra que con los años fue solado en buena parte por la decencia entrecomillada del cemento, que aunque le evitó las voladuras del polvo de la tierra, por otra parte le quitó ese encanto de Arena esperando al toro que nunca llegaba, y esa especie de coso romano esperando a sus gladiadores, y ese caminar la tierra como si se caminara un cine puesto al aire libre del campo.

Entrando, a la izquierda, la taquilla donde se compraban las entradas y por donde Josefa Domingo, o su hija Dulce Ruiz, con los tacos en las manos, sellados en violeta, cortaban y vendían las entradas que daban al paraíso a través de los puntos y comas de sus agujeros, y a los lados las carteleras con los fotogramas y los carteles de las películas despidiendo colores y rostros artistas en sus escenas legendarias, o en los carteles de las películas programadas, las que llegaban, más tarde o más temprano, un decorado hecho museo con los hermosos carteles rotulados de las películas llamando a los ojos con todas sus suertes de magias, y unos pasillos más adelante, Paquito Ruiz recogiendo las entradas y dejando a la gente pasar hacia aquel esplendor nocturno con tan melancólicas bombillas que hacían del Cine Recreo un todo indescriptible, un algo brujo y un algo sentimental con tantos blancos, tantos fondos y tantos paisajes.

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A mano derecha de la entrada de la callejuela del Cine Recreo, al cielo abierto de cada noche, una pequeña puerta de madera daba al llamado gallinero, con sus dos puertas de los urinarios al lado, el de las mujeres y el de los hombres, como también existían sus dos urinarios en la parte derecha de la platea de las sillas de anea, gallinero más de gallos que de gallinas, sobre el que, años después, se construiría la terraza que daba al bar, y la primera discoteca, más sala de baile juvenil que discoteca, que hubo en Porcuna, la llamada en los años setenta, “la Discoteca de Paco”.

La parte del gallinero adonde iban a sentarse los jóvenes ennoviados o singles, como también los jóvenes iban hacia el lado izquierdo de la entrada al cine, la grada de aquel escenario romano, una terraza escalonada con sus sillas de anea, algunas sueltas, otras cogidas por tablas, como si fueran sillas novias ya, y a la más izquierda de esa entrada juvenil, la horizontalidad del lugar de la parra por donde era más incómodo ver las películas, pero por donde andaban los novios dados al placer de los besos y de los tocamientos escondidos, aquellas parejas de novios libertinos y solos, que libremente iban al cine para no disfrutar nunca de las películas, que luego había otras parejas de novios a las que siempre acompañaban, a sabiendas o a escondidas, los padres de las novias, los que se sentaban a sus lados, o en la cercanía de los ojos avizores, más que prestar atención a la película que se proyectaba , se dedicaban más a controlar las descontroladas manos sobonas y suavonas de los yernos.

Por los bajos de esta grada escalonada, tan llena de sillas y tan oscura, ponía su tenderete de gaseosas el llamado Moreno, aquel hombre inesperado y presente siempre que cada tarde cargaba sus bidones y sus espuertas con los bloques de hielo y sus gaseosas de litro que eran las modas de su tiempo en sus sabores de naranja, de limón y de fresa: “Pitusa”, “La Inesperada”, “La Revoltosa”, que los cinéfilos compraban y se bebían al trinque como si fueran los botellones de hoy en día.

Y debajo, el decorado amplísimo de la platea decorada con su multitud de sillas de anea, unas sueltas, y otras cogidas en parejas, a donde iban los matrimonios, los viejos y los niños, aquellas sillas de anea que cada año, días antes de abrirse el cine para su larga temporada de primavera-verano tan cargada de películas y de números musicales, eran desinfectadas por un equipo de desinfección venido expresamente de Sevilla para matar las plagas de los escondrijos y de la hibernaciones de todas las sillas, aunque algunas se debían de escapar al matado de bichos, y siempre había algunas chinches hurgando sobre todo en las piernas al aire de las muchachas cuando empezaron a ser adolescentes minifalderas. Y sillas que día sí y día también necesitaban de su mantenimiento, para lo cual menester estaba contratado en el Cine Recreo, Juan, llamado “El Silletero”, aquel hombre cojo que vivía por la Silera y que todas las tardes subía al Cine Recreo a componer los descompuestos del mobiliario de la platea, bien en ajustarle las maderas a las sillas o a fabricarlas sus nuevos asientos con aneas que le traían de Sevilla y que Juan metía previamente en agua para el mejor y más fuerte agarre de los trenzados.

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Hasta mil doscientas personas cabían en aquel cine de recreo de los grandes veranos porcuneros cinematográficos, en sus mil doscientas sillas, aunque si el estreno era más que sonado, como aquel sonado estreno de la fallida película “Lucecita” en el mil novecientos setenta y seis, interpretada por Analía Gadé, Juan Luis Galiardo y Susana Estrada, más gentes entraban en el cine, y gentes que llegaban directamente desde sus casas cargadas con las sillas de los portales para instalarlas donde hubiera algún hueco libre, y sino, en el túnel-corralillo y escalonado de la entrada, y de cuya proyección salió medio pueblo escarmentado y lanzando bufos y palabros ante las explícitas escenas sexuales de la inocente muchacha ciega y la porno actriz secundaria; aunque bien es cierto que, según los más viejos del lugar, ningún lleno llegó tan a rebosar como cuando el estreno de la película “Ama Rosa” en el año de mil novecientos sesenta, con Imperio Argentina y Germán Cobos en sus papeles principales, y basada en el serial radiofónico ideado y escrito por el célebre Guillermo Sautier Casaseca Mil doscientas sillas que se ocupaban en su totalidad con los grandes acontecimientos musicales o con la programación de las películas que daban en sus noches, sobre todo si en la película intervenía Manolo Escobar, que era el que llenaba siempre, en película o en escena cantando sus coplas.

Al fondo, la pantalla blanca que primero fuera de sábana, que luego fue pantalla montable y desmontable de tablones de madera encalados, y que cuando llegó la moda del cinemascope, el nuevo invento requería de una pantalla más larga, y para ese menester, ya la pantalla se hizo de obra de resillas enlucidas con cemento y arena y nuevamente encalada con el blanco de la cal, aunque para ello desapareciera su escenario de las actuaciones, quedando un todo de pantalla y una consecuencia de películas, teniendo a su izquierda la gran higuera de los higos verdes, y a su derecha el puestecillo de chucherías de Librada y Antonio, “Los Pantalón”, aquellos viejecillos cargados de cestas y de bolsas que vivieran por los finales de la calle Padre Lara, por aquella casa que días antes estuviera ocupada por las meretrices de la casa de citas llamada de la “Levaura”, y que compraron “Los Pantalón” en su precio cómodo cuando las señoritas del alterne y los himeneos de capital abandonaron la mancebía de los ojos verdes, pero que en tan grandes aprietos y ojerizas pusieran a Librada y Antonio, como si más que habitar casa de lupanar habitaran casa encantada con su detente en la puerta a modo de escapulario, hasta que se mudaron al llanetillo de la Cruz de la Monja como yendo en busca de la tranquilidad. Un cuchitril de ladrillos enlucidos y encalados y detrás el Antonio y la Librada con sus bolsas de pipas, de jobitos y de chicles “Bazooka”, agarrando las pesetas antes de soltar los encargos por si las manos largas corrían más que las lenguas parlantes, y unos cuantos porrones de agua llenados de las fuentes puestos encima y debajo del mostrador de obra, de los que Antonio y Librada cobraban a una gorda el trago hasta que el bebedor quedara saciado, aunque sin pasarse, que los mozos llegaban al cine haciendo la digestión del cocido de garbanzos y le dejaban a los tenderos de las chucherías los botijos listos para el apaño:

-¡Para tú, para tú, y echa p’allá, que tienes poca barriga para tanta agua, y tiene que haber para todo el mundo!
-Antonio, habría que traer vasos para que no nos roben en los tragos.
-Sí, para traer vasos está la cosa, Librada…

A la derecha e izquierda de la gran pantalla de obra los departamentos de los trasteros, donde se guardaban las sillas cuando el cine cerraba en su temporada de otoño-invierno, y donde se guardaba el piano de cola tapado con su manta, aquel piano que en los tiempos de las actuaciones, Paquito Ruiz ponía en manos de los maestros musicales de los artistas para darles sus melodías, abonando sólo las voces de los contratos.

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Y desde el fondo de la pantalla, mirando al otro fondo desde donde se ofrecía el panorama de las gentes sentadas esperando que se apagaran las luces y comenzara el espectáculo de las películas, la lucecita blanca siempre volada de mariposillas despistadas del proyector cinematográfico salido de la habitación alta del Cine Recreo, aquellas estancias altas del caserón, deshabitadas y fantasmales, por donde sólo existían los fotogramas antiguos amontonados como en unos juegos de cartas de baraja gigantes, los carteles de las películas ya pasadas de moda, comulgando con los silencios de los polvos y los hilos de telaraña, y Benito del Pino allí, el proyeccionista, el cacaro y el endejo, el operador de la gran máquina proyectora , el que colocaba las películas en su ruedas giratorias, expandiéndolas y recogiéndolas, ordenándole sus fotogramas y revisándoles sus atranques, y hasta preparando las tijeras por si alguna llamada telefónica le avisaba de suprimir tal o cual escena. Benito del Pino encerrado allí junto a la gran máquina, esa máquina que convertía su frialdad de hierro en un calor de amante femenina obedeciendo siempre a las manos de Benito del Pino mientras Benito del Pino miraba hacía el fondo de la pantalla, cuadrando la imagen para que no se le saliera del fondo blanco. Ojo vigilante y único y solo, faro que guiaba una luz hasta crear un todo de paisajes y de sueños en movimiento.

Un todo armonioso el Cine Recreo de Porcuna, aquella leyenda de anfiteatro en casa solariega venida en derrota que dio a Porcuna sus mejores días de cine, y por donde pasaron las mejores actuaciones musicales que se podían ver por los escenarios españoles, cuando por el Cine Recreo también se abría su escenario delante de la muralla de piedra de los trasteros, y a donde subieron las primeras espadas de la música española, en su flamenco puro o en su copla de pasodoble: Pepe Marchena con sus fandangos, seguidilla o soleares, Lola Flores con su “Pena, penita, pena”, Manolo Escobar cantando su “Almería”, Antoñita Moreno en “El cordón de mi corpiño”, la Niña de Antequera “Con los bracitos en cruz”, Rafael Farina con “Las campanas de Linares”, o Juanita Reina en el pasodoble de “Francisco alegre”, completando los llenos absolutos del gran teatro festivo, mientras por las partes altas de la casona, Francisco Ruiz Puerto hacía cuentas con los representantes de los artistas, sumando y restando números, firmando papeles y dándose las manos como bien avenidos compadres en el aura de los artistas, descontando de los emolumentos el alquiler del piano de cola si es que el piano de cola era el que ofrecía Paquito Ruiz para hacer menos trasiega la venida de los copleros.

Al corriente siempre de las novedades cinematográficas, Francisco Ruiz Puerto era un libro abierto que nos hablaba de la historia del cine en Porcuna cuando en Porcuna el cine era el gran espectáculo del mundo y la sola guía, sino de la modernidad, si la fotografía de los otros lugares, aquellos lugares por donde la vida parecía pasar tan diferente a como se la veía y se la sentía pasar por el pueblo, y por ahí Paquito Ruiz siempre al habla con las distribuidoras cinematográficas y con los representantes artísticos, haciendo viajes y protocolos hacia los lugares donde se cocían los guisados de los estrenos y de las actuaciones, preparándose en los meses de invierno el guión de las películas para la temporada de verano y alguna que otra actuación de las de abrir bocas y firmar pocos autógrafos.

Por la Carrera, en la pared que daba a los Futbolines de “Los Machetes”, cada día en su mañana, Paquito Ruiz le ponía al blanco de la pared sus dos carteleras cinematográficas anunciando el estreno del día o la película de la jornada nocturna. En la cartelera cuadrada pintada con polvo “Blanco España”, los doce o quince fotogramas en blanco y negro o en color de la película recomendada, y a su lado, la cartelera rectangular y vertical con el afiche cartel de la película, y eran todo ojos los que se paraban ante las carteleras eligiendo películas y mirando escenas y hasta suponiendo sugestiones, que por aquellos años no había pregunta más usada en Porcuna que aquella de “¿has visto las carteras para hoy?”, o aquella otra excusa de “Voy a subir a la Carrera a ver las carteleras”, que eran las carteleras de los cines el anuncio publicitario más sugerente, y el lugar de encuentro y de reunión de las juventudes porcuneras.

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Paquito Ruiz con su comprada programación de películas para echar el verano porcunés de los estrenos, atesorando las películas en la parte alta del Cine Recreo metidas en el baúl de madera donde silenciaban los fotogramas hasta su puesta en luz, y con todo, Paquito Ruiz siempre pidiendo y esperando el visto bueno de las autoridades eclesiásticas que eran las que se encargaban de dar el bien del cielo o el mal del infierno a las películas que Paquito Ruiz tenía pensado proyectar al día siguiente de todos los días siguientes, que aunque eran películas que en sus estrenos en las capitales no habían tenido problema alguna de la censura, al ser traídas a Porcuna, el cura de turno, por ejemplo, don Rafael Vallejo “el nuestro”, el de la sotana al fresco de la Redonda y sus sentadas con pantorrillas al aire y al solecico en los sillones de madera de la Peña el Triunfo, miraba a Francisco Ruiz Puerto con todos los reojos del no fiarse mucho de aquel hombre moderno, acentuado en seseo cordobés y alegre como unas castañuelas, y dialogante como un libro abierto, no fuera a ser que ese alquilador del Cine Recreo fuera a traer a Porcuna todos los males capitalinos, que si bien, bien quedaban para las capitales donde todo estaba compuesto por una masa heterodoxa, nada tenía que ver con la Porcuna eclesial y pueblerina en sus crónicas de un pueblo, donde todo tenía que ser dado en el beneplácito y la bendición del habitante de la Parroquia si no quería enemistarse no ya con don Rafael Vallejo, sino con la mismísima palabra de Dios, y para eso, cada día anterior al estreno de una película, Paquito Ruiz telefoneaba a la Central Telefónica de Porcuna, donde siempre se ponía la señorita Paquita para atender esa llamada demandadora cinematográfica y que venía a dar en aquello de que, en la Central telefónica que comandaba en armonía y oración la señorita Paquita, cada día le llegaban por correo las octavillas impresas y detalladas en sus títulos, intérpretes, directores y guiones de las películas a estrenar. Paquito Ruiz informaba a Paquita de los títulos a estrenar en ese día o en los próximos días, Paquita buscaba en los ficheros las películas reseñadas, las sacaba de sus escondrijos como sacaba de sus escondrijos su colección de sellos pegados en cuartillas blancas, y las llevaba personalmente a la Parroquia donde las colgaba en frente de la entrada, a mano izquierda del primer pilar, dentro del expositor de madera y de cristal, anunciando a los feligreses la conveniencia o no de asistir a aquellos estrenos que Francisco Ruiz Puerto se traía hasta Porcuna para modernizarla y lanzarla al mundo, en sus siguientes calificaciones: Si la película era señalada en la parte alta con un 1, significaba que la película era perfectamente tolerada para ser vista por los niños, si se le ponía un 1R, venía a decir que la cinta era recomendada para niños pero con reparos, aunque sin especificar cuales deberían ser los reparos, si por el contrario a la película se la señalaba con un 2, era señal que, de ella podrían disfrutar los jóvenes casquivanos, entre la Galga y la Cruz Blanca, , y a ser posible, del sexo masculino, pero sin gran prohibición, aunque bien sin señalar tampoco a qué edad se podía considerar uno como joven para cambiar la calificación del 1R por la calificación del 2, si un 3 señalado en su parte de arco, era filme sólo para mayores, y si un 3R para mayores con reparos , con muchos miramientos y hasta con sus tres persignaciones, en la frente, en la boca y en el pecho, antes de ocupar las sillas de anea, y hasta si fuera menester, tapándose púdicamente los ojos ante cualquier escena, digamos que, demasiado atrevida. Por el contrario, finalmente, y como mancha extrema, si algún filme era señalado con el número 4, como “Gilda” o “Lo que el viento se llevó”,venía a decir, eclesialmente, que la película era gravemente peligrosa y de prohibida visualización, y que si alguien se atrevía a asistir a su visionado , inmediatamente debería pasar por el confesionario de don Rafael para confesar su pecado intenso, tener su penitencia de Padrenuestros, y quien sabe si el salvoconducto infernal de la excomunión vaticana, aunque algunos rezadores se pasaban por las salves sean las partes las recomendaciones de don Rafael, y acudían a los estrenos prohibidos y tan cortados del Cine Recreo para presenciar y hasta para aprender como se tenían que dar verdaderamente los besos de amor. Evidentemente, todas las películas de Manolo Escobar eran estrictamente recomendadas, incluso se vio a don Rafael Vallejo celebrar con vivas y aplausos el estreno de la película “El padre Manolo”, aquel veinticinco de julio de mil novecientos sesenta y seis en su primer pase de las ocho y cuarto de la noche, celebrada con más rapidez aún que su habitual rapidez suma, la misa de ocho de la Parroquia.

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Por el Cine Recreo pasaban todos los años el anual estreno de una película de James Bond, el superagente 007 creado por Ian Fleming, del que cada año se estrenaba en España su una o sus dos películas: “Desde Rusia con amor”, con Sean Connery y “Al servicio de su majestad” con George Lazenby, hasta “Moonraker”, con Roger Moore, y todas las películas del agente 007 las traía a Porcuna Paquito Ruiz, y eran películas que se ponían una y otra vez y siempre había gentes viendo las películas de James Boond tan recordadas en su proyecciones en aquel paraíso del Cine Recreo, como recordado fue aquel cartel de una de las películas de James Boond que con catorce años pintara el gran José María Recuerda a tizas de colores y que fue como su primer cuadro expuesto, cuadro que se despintaba cuando se le pasaban los dedos quedando en las huellas digitales un algo así como arte evanescente y mítico, como años después también se encargaría de pintar José María Recuerda el cartel anunciador de la llamada “Discoteca de Paco”, y que representaba un gorila marrón lleno de colores y aspectos musicales de guateque con los ritmos yeyes de las melenudas y minifalderas juventudes de los años setenta.

En los días de Feria real al Cine Recreo se le quedaban en pocas su sillas para recibir a las parejas feriadas que sólo iban al cine en los días contados de las festividades, y a Josefa Domingo no le daba abasto para coger, sellar y vender tacos y tacos de entradas amarillas y anaranjadas, y a Paquito Ruiz se le iban las manos recogiendo entradas de un lado para otro lado confundiendo los colores y llenándose los bolsillos, y si alguno venía sin entrada por aquello de los bolsillos vacíos, Paquito Ruiz lo dejaba pasar y tal día hizo un año, que de siempre fue Paquito Ruiz desprendido y generoso, por eso apenas junto nada, ni capital ni encomienda, como alma cordobesa y mora que sabía acoger como igual sabía desprenderse, aunque fuera recto en lo que recto se tenía que ser, calmo en las conversaciones y en los debates pero no pusilánime en las deliberaciones, sin ideas fijas pero con ideas claras que daban en un todo de educación y de respeto y en un saber compartir para saber y poder tener.

Pero el gran acontecimiento anual del Cine Recreo llegaba con la celebración de los días veinticinco y veintiséis de julio de la festividad de Santiago y Santana (Santa Ana), aunque, cinematográficamente en Porcuna la festividad de los dos santos se alargaba unos cuantos días más para que ningún habitante de Porcuna se quedara sin asistir al estreno cinematográfico más esperado del año en Porcuna traído e implantado en Porcuna, año tras año, de la mano de Francisco Ruiz Puerto para el deleite más gozado del cine en el pueblo, el estreno anual de la anual y última película de Manolo Escobar, que al igual que los mantecados siempre llegaban en Navidad, las películas de Manolo Escobar le llegaban a Porcuna en la celebración del apóstol Santiago el día veinticinco de Julio, al igual que el día veintiséis se proyectaba otra gran película de máxima actualidad, pero sobre todo, la del día veinticinco que protagonizaba Manolo Escobar junto a las siempre mismas acompañantes, Conchita Velasco y Gracita Morales: “El padre Manolo”, “Un beso en el puerto” o “Mi canción es para ti”, que eran esas festividades porcuneras las que daban al final de las siegas o los descansos de campo en el mes más veraniego del verano, y los segadores y labradores de las eras volvían a Porcuna con ganas de diversión, y ninguna otra diversión más importante en la Porcuna de la época que la proyección de la última película del más popular de los cantantes y actores del momento, aquel Manolo Escobar peinado a lo galán de fotonovela, y con aquella sonrisa que hacía soñar a todas las mujeres de la época con poner uno como él en sus vidas sólo fuera para que las cantara el porompompero.

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Tal era la expectación que el estreno de una película de Manolo Escobar causaba en Porcuna, que la película se volvía a proyectar los días veintisiete y veintiocho, y hasta se volvía a reponer en las semanas siguientes hasta que la película no daba más de sí, pues, su estreno mundial porcunés del día veinticinco estaba prácticamente reservado para los que aligeraran más el paso, que siempre eran los jóvenes, que se acercaban hasta las puertas del Cine Rocas con bastante tiempo de antelación para poder pillar los mejores lugares, teniéndose que prolongar dos días más la película para que a la misma pudieran asistir las gentes de los barrios extremos de Porcuna, aquellos matrimonios cogidos de la mano que asistían al estreno de la película del cantante acompañados por su reata de niños endomingados, llegándose al cine cargados con sus porrones llenos de agua, y los que aún no había cenado e iban con prisas para pillar entrada y asiento, llevándose sus fiambreras con embutidos y tortillas de patatas haciendo en los intermedios de las películas su día de campo mientras las luces encendidas los iba perfilando como si más que asistir a la película fueran ellos los protagonistas de la película rodándose al estilo del neorrealismo cinematográfico italiano. Y cerradas las fiambreras y gastados en tragos los porrones de agua, con la mirada huraña de Antonio “Pantalón” mirando a los bebedores de agua como si les estuvieran haciendo la compendia, la nueva oscuridad daba paso a la continuación de la comedia, donde siempre había un beso robado, o una gracia chillona con una copla de Manolo Escobar que hacía exclamar a las desvergonzadas marías de las costuras: “tenían que haber nacido siete como tú, y para mí, uno…”

Tiempos de cine aquellos de los tiempos de Porcuna por el Cine Recreo de Paquito Ruiz, donde más que asistir a una proyección cinematográfica, el publico asistía a una contemplación mítica con estrellas, desde sus bajos y desde sus altos, como viviendo una representación con dos mil años de historia en remembranza de los teatro romanos. Una fiesta en blanco y negro proyectada en colores, donde a veces, más que asistir a la magia de una película, la misma magia era estar ahí, encerrados y abiertos a la vez, en aquel Cine Recreo, que ya de por sí, era toda una película y un estreno cinematográfico colosal del que se perdieron sus entrañas y se difuminaron sus recuerdos. El colosal coliseo de Porcuna abierto como para contribuir, para hallarse y para proteger a la historia dentro de esa corrala de comedias donde todo era una fantasía recogida entre muros de piedra.

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Llegando el año de mil novecientos setenta, el avezado y avisado observador de los tiempos que estaban llegando, Francisco Ruiz Puerto, influenciado por su hijos Antonio y Dulce que andaban en sus juventudes de melena, ponchos de lana y pantalones de campana, y que ya no eran los que escuchaban las músicas de Manolo Escobar ni de Rafael Farina, sino que andaban en las modas de los cantantes yeyés que se escuchaban en los discos dedicados de las radios y en los tocadiscos de las verbenas por las casas particulares, por los cortijos ya más de recreo que de agriculturas, o por la piscina de la Galga en aquellas noches de aguas verdes y ocupaciones legales o ilegales, Francisco Ruiz Puerto ideo la celebridad de ofrecerle a la juventud de Porcuna su primera discoteca a la que las juventudes rebeldes, más que él mismo Francisco, le dieron el rótulo de “La Discoteca de Paco”, como así lo anunciaba el cartel pintado por José María Recuerda del que ya se habló, aunque Paquito Ruiz la siguiera mentando como “El Club Recreo”, como si fuera una continuación, y que lo era, del Cine Recreo, y para eso, aledaño al Cine Recreo, y en sus altos subiendo la empinada escalera desde la puerta de metal acristalada que daba a la calle de Los Gallos, Paquito Ruiz abrió su bar discoteca con su terraza abierta dando a los lugares del gallinero del cine, y desde donde, más que ver películas, los que tenían la suerte de coger sitio en la terraza parecían estar asistiendo al nacimiento del universo. Para la discoteca de las juventudes yeyés, al techo del local con barra de bar y bebidas espiritosas- que casi siempre daban en cervezas para los jóvenes con melenas o con bigotes, pantalones de campana en tergal, zapatos de tacón alto para crear altura, y camisas repegadas sobre finos jerseys con cuellos de cisne, y para las mozuelas desmelenadas en sus cabellos lisos recogidos en ondas con pillaviejos de colores y minifaldas plisadas en cuadros escoceses con alfileres dorados y zapatos blancos de plataforma o zuecos de madera, sus bebidas de gaseosas con sabores que las hacían bailar los ritmos más desenfrenados de Los Bravos, los Diablos, Fórmula V, Lone Star, Barrabás o Los Canarios, mientras se embelesaban los ojos y se promulgaban los noviazgos a la sombra de los bailes agarrados con las canciones melancólicas de Camilo Sesto, Manolo Otero, Tony Landa o Pedro Ruy Blas- se le idearon sus artilugios de las bombillas de colores como si fuera el techo la iluminación de un árbol de Navidad, bombillas fijas que ni parpadeaban ni cambiaban de color, ni daban vueltas sobre las vueltas desenfrenadas de los bailarines, pero que adornaban tanto y desconcertaban más, dando la sensación de estar en alguna de las discotecas capitalinas, aquellas discotecas de las capitales de las que tanto hablaban los forasteros que en los meses de verano volvían a Porcuna, y como no, acudían al Cine Recreo para ver su película de rigor, su actuación musical o darse sus bailes juveniles en la recién inaugurada Discoteca de Paco.

De poner la música se encargaban unas veces Álvaro Fernández y otras Antonio Ruiz y hasta Ángel Ruiz, el que le ideó a la Discoteca de Paco su primer plato de música con dos tocadiscos, pues en principio, la música, escondida en una habitacioncilla aledaña al salón de baile, se ponía en un solo tocadiscos por donde salían los cables que daban a los altavoces, y así, entre canción y canción, el descanso para cambiar de disco, y si disco rayado, un cuesco a la aguja del tocadiscos y el disco nuevamente sonando.

Por la Discoteca de Paco, de Francisco Ruiz Puerto, otro avanzado, el primer baile de la juventud de Porcuna en su sólo tocadiscos y en el mucho santiguarse de las buenas y decentes gentes del lugar que veían en esa diversión del Club Recreo, la peregrinación más ociosa para hacerse la juventud su lugar de oro en el infierno, y por donde se verían-decían las lenguas largas- promiscuidades, desenfrenos y besos de tornillo como los que ofrecían ya las primeras películas del destape que iban llegando a Porcuna, con Ágata Lis, María José Cantudo, Susana Estrada y una imaginada “Estela Reynold” ofreciendo los encantos de sus cuerpos desnudos y sus posturas delicadamente transparentes y sexuales, las que se estrenaban en el Cine Municipal y por las que siempre andaba Pablo del Pino pidiendo el carné de identidad a los sospechosos adolescentes, y las que también se empezaban a poner en el Cine Recreo de Paquito Ruiz, con la salvedad de que, en el Cine Recreo, ni Josefina Domingo ni Paquito Ruiz pedían nunca a nadie el carné de identidad para no dejar pasar a los menores de dieciocho años.

Tiempos aquellos tan idos de los cines de Porcuna por el siglo XX, como el Cine Recreo regentado en su segunda, última y larga etapa por aquel porcunés de Priego de Córdoba llamado Francisco Ruiz Puerto, pero al que todo el mundo llamaba Paquito Ruiz; aquel cine de primavera y verano, que se abría por la festividad de San Benito y que se cerraba con la bendición de Nuestro Padre Jesús a no ser que la clemencia del buen tiempo alargara la temporada cinematográfica, y que muchas veces llegaba hasta los días de Santos y Difuntos, aunque ya hubiera que echar mano cuando no de la rebequilla del echarpe, que le traía a Porcuna los estrenos más sonados de la cinematografía universal, y el pueblo de Porcuna respondía ocupando sus sillas de anea para soñar después que, tras aquellas vidas fingidas de los actores y de las actrices, existía una vida real que también le pertenecía.

La pantalla blanca y un cielo de estrellas, una luna llena y un jardín nocturno, un piar profundo de anteriores feudos, y un soñar despierto lleno de caricias. Un cine de brisa como un mar abierto, un cine de espejo mirando a Porcuna desde la nocturna sonrisa de un mago que jugando al juego de los altiplanos mostraba las manos de las maravillas. Mil doscientas sillas y al fondo la aurora de las amapolas sobre el mundo abierto, la vida de un cuento contado en la noche donde los fantoches de los fotogramas robaban del alma de las bocas mudas la quimera oscura de las utopías. Cine de los días largos del verano, cine de secano con porrón de agua, cine de las hadas y los duendes ebrios, cine de los pueblos vestidos de aldea. Cine adormidera y cine conciencia, cantar de las eras finadas de julio, almohada de abundios y niñas con pecas, sonador de estetas, precursor de auroras. Por el Cine Recreo la sombra de Obulco dibujando un mundo pasado de huella, Paquito Ruiz con voz de sirena embrujando el aura de las cosas quietas hasta hacer concretas las vagas e ilusas sonrisas del viento. Navegante incierto dibujando velas bajo la escalera del anfiteatro, un rumor de asfaltos quitando adoquines y hasta serafines de los quietos cielos. Bajaste hasta el suelo los años setenta, y abriste la puerta que daba a la vida sin tener cabida los tiempos oscuros. Del pozo profundo, el triunfo del agua: sonora esmeralda teñida de verdes.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
FOTOGRAFÍAS: ANTONIO RECUERDA, MANUEL AGUILERA, BRAULIA PALOMO, MANOLI QUERO, ANTONIA DEL PINO, DULCE RUIZ Y ANTONIO RUIZ
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