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Antonia Heredia, la santera de San Benito

La calle San Benito, bajándola como sólo se sabe bajar la calle San Benito, es como un río que desciende impetuoso y breve, en torrente y plácido, hasta desembocar en el mar o en el lago, o en el estanque del Llanete de San Benito, o en un gran charco donde sus blancas casas formaban un todo blanco de guijarros brillando al sol y al son de las primaveras del santo Patrón moreno y crepuscular, siempre puesto en negros y en dorados, y capucha benedictina por si lloviera acaso por el mes de septiembre y lo pillaran aún en las eras cadenciosas, con todos los granos ya recogidos y aireadas las parvas, que es donde siempre suelen laborar sus trabajos los santos patrones de los labradores, o luciera demasiado sol por la primavera del mes de marzo del que él inaugura sus coloridos y sus trigales, le echa sus primeros cohetes al pueblo y le abre el telón de las claridades a Porcuna, tras el que queda el invierno como un actor de morralla y cosechas guardadas en las almazaras.

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El Llanete de San Benito es el charco al que se asoma la historia de Porcuna para mirarse narcisamente la cara como si fuera un espejo donde Porcuna se reconoce autóctona, esencial, embellecida y nacionalista del terruño porcunero, y hasta su ausencia también, y esa especie de aristocracia sin medallas ni condecoraciones por la que se abre Porcuna a sus cuatro puntos cardinales, sus cuatro esquinas, abierta y desprendida; esencia y también su conciencia y su miramiento: rinconcillo con sus cuatro naranjos de hoy, con sus naranjas amargas; rostros de gentes que siempre se han mirado en sus adoquines, aquellos escalonados, como buscándole a éstos las piedras de la historia y hasta la voz de la historia, tal que si los adoquines del Llanete de San Benito llevaran serigrafiados a fuego y a cincel los sagrados mandamientos y cumplimientos de Porcuna, su cosa gitana sin más pañuelo que una telón de fondo con manchas que se lavan cada día en las aguas de las fuentes que rodean a Porcuna milenariamente regada, su autonomía como pueblo, su razón social, y de Porcuna su domicilio visitado por donde deben de pasar todas las cartas recibidas antes de ser entregadas por los carteros de los domicilios, y también su cuna, la cuna donde nace y se acuna al niño porcunero de las primeras pisadas y de las primerizas habladas palabras; Llanete donde se cantó la primera nana , se forjó la primera espada y se consagraron las primeras alianzas; puerta del recibimiento y del asiento de sus primeras gentes cuando todo estaba desierto y todo por hacer, cuando se abandonaron las cuevas y se descubrieron las casas, cuando el campo se quedó en campo y se pusieron los primeros adoquines para la vida vecinal.

Al Llanete de San Benito siempre le han hecho falta sus arcos de piedra, a falta de sus soportales castellanos, esos arcos antiguos que daban la bienvenida al pueblo, y no arcos de victoria, sino arcos-puertas por donde entraban sus habitantes desde los campos de las labranzas, sus viajeros desde los cuadernos de viaje, sus comerciantes desde sus carros y desde sus descubrimientos abriéndole a Porcuna la manta por donde asomaban mostradas las cosas insólitas traídas de todos los continentes del mundo, sus mendigos desde sus hambres o desde sus libertades, y sus sabios confeccionándole a Porcuna sus manuscritos y sus huellas dactilares. Arco entrando por Obulco, Arco por la entrada de San Marcos, Arco por el vallado del recreo de la escuela de la calle el Moral, Arco por Padre Galera y por la bajada de Santa Ana: Arcos hacía el Llanete de San Benito, con sus naranjos de naranjas amargas mirándose en los adoquines de piedra queriendo penetrarlas hasta descubrir los esqueletos de su milenaria historia.

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Si la cuesta de San Benito es el río de interior de Porcuna, su gran vena, manque, río metafórico, río imaginario, corriente poética preciada en versos romances y diseminada en cantos y en rituales mágicos o costumbristas, pastorales, por donde bajan los pasos como si fueran nados de pececillos de plata buscando el dorado de las pepitas de oro, el Llanete de San Benito es su desembocadura, el lugar de allí donde van a parar todas las aguas de Porcuna para sentirse auténticamente porcunera, porque todas las calles de Porcuna precisan de su bautismo y de su autenticidad por el gran aguazal del Llanete de San Benito, abierto siempre, como dos manos leales, francas y campechanas puestas hacia arriba, ofrecientes, dadoras y cumplidoras como palabras que se dan gitanas y se cumplen moras por las altitudes de Porcuna, por esos alcores, por esas almenas, por esas atalayas por donde Porcuna es el pueblo que se derrama hacia abajo buscando los campos y que es también buscando las gentes: los campos que son sus campos , y las gentes que son sus gentes. Pero siempre ese Salao urbano derramándose hacia el Llanete de San Benito como queriendo comulgar y concordar con los principios de su historia, con su sacerdocio, con la historia de Porcuna, de nuestra historia que tiene mucho que ver y todo que decir por ese Llanete de San Benito, la sensación y la pureza de nuestra construcción y de nuestra constitución. Afluyentes de cuestas que todas toman su verdad de la cuesta de San Benito yendo hacía esa desembocadura de ese gran charco para tan pequeño Llano, que es el ágora de Porcuna, lo más fantasma de Porcuna, su plaza mayor, su comercio y su charla: la gran apertura y abertura que a la vez que recibe a Porcuna la abre y expande como abriendo abanicos, por eso, al Llanete de San Benito siempre le han hecho falta arcos, arcos de piedra que quizá tuvo en su día cuando la Porcuna de ahora era romana y ni se imaginaba que un día se llamaría Porcuna, porque Porcuna, como tantos otros lugares, es el nombre que tuvo antes otros nombres y otros habitantes, pero una misma sangre agradablemente mezclada y multiplicada, nueva, rejuvenecida siempre, pero siempre con un algo de su esencia inaugural.

Por eso y por más, en el Llanete de San Benito está su patronazgo, que es su patronazgo agrario: su piedra y su misa, su agrupación y su encuentro, porque el Llanete de San Benito es el encuentro de Porcuna, y su escuela, y su plaza pública y su plaza abierta, su ejemplaridad y su viveza: su casa grande, su kilómetro cero y su puerta del sol, porque en ningún lugar de Porcuna el sol es más sol y luce más que por ese Llanete de San Benito, por eso, hay siempre como un sol grabado en el alma del Llanete de San Benito, en las gentes del Llanete de San Benito, un sol que es una voz y es una palabra: la palabra de Porcuna, y el lugar donde se escriben sus libros, se pintan sus cuadros y donde se levantan sus esculturas, se razonan sus pensamientos y se adivinan y autorizan sus porvenires.

El Llanete de San Benito siempre se retrata en blanco y negro, como un perro mirando a través de su mirada sin colores, porque el Llanete de San Benito siempre tiene su ciencia y su memoria en blanco y negro, y es como un viaje en el tiempo todo lleno de huellas antepasadas por donde se nos muestra nuestro ahora como invitándonos a una ofrenda o una muestra de nuestras sangres, donde se miembran las cosas abiertas en todos los álbumes fotográficos, nidios, torcederos; por donde el ea y el miaque se habla como sacado de una biblia , y por donde se exponen todas las barrumbadas, las jactancias y los repotentes y decidores caracteres que nos visten, nos adornan y nos sangran.

El Llanete de San Benito es el alma del blanco y negro de Porcuna, como incluso de mucho antes de ser alma del blanco y negro era el alma de los ocres y de los soleados. Llanete de los mennynnos y de las gentes en sus guarnimientos. Un viaje en el tiempo donde el tiempo parece siempre detenido para no sentirnos extraños ante las circunstancias que nos han nombrado siempre como si nos llamaran desde muy lejano, y todo fuera un eco que se repite eternamente, o una estrella que brilla a pesar de llevar tantos miles de años muerta; por eso es también el lugar fantasma de Porcuna, porque por este Llanete de San Benito moran todos nuestros antepasados, y todo se nos va en un ir descubriendo huesos y piedras enterradas: huesos que nos pertenecieron siempre, huesos que son nuestros propios huesos pero con mucha antigüedad aunque un mismo adn, y piedras enterradas o piedras al aire libre de los cantones y los bordes de los caminos que cantaron siempre los levantados hogares o los pasos caminados, y que al tocarlas hoy, estamos tocando milenios, eternidades, principios y silencios.

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En el blanco y negro del Llanete de San Benito de los años sesenta habitaba la Antonia Heredia Garrido de este cuento contado cuarenta y tantos años después, como si ya fuera cuento con solera o cuento clásico, y casi cuento con leyenda, y aún la cal era más cal, y más adoquines los adoquines, y la noche por el Llanete de San Benito era una noche extremeña tan parecida a Trujillo, con sólo la pequeña bombilla de la iglesia de San Benito, en cal y en piedra, alumbrando esas oscuridades con sombras donde todo se vivía y presentía en nobles silencios nocturnos, y todo era como un vuelo de capas yéndose por las callejuelas y por los abiertos de los huertos y los lejíos, por donde siempre parecía escucharse pasos, pasos que no llegaban nunca, pasos que eran más pasos de corazón que de gentes andando, y era la noche un recital de aullidos de perros saliendo de los corrales, de perros esqueléticos que caminaban la noche del Llanete de San Benito pegados a las paredes de sus casas blancas y que, ante la distorsión de las pequeñas bombillas con platos de metal, se expandían haciéndose gigantes sobre las paredes; perros esqueléticos deambulando por las aceras y por las sombras de las aceras sin más pan que la cal ni más agua que el escupitajo de las salamanquesas de las paredes, esos escupitajos de las salamanquesas de las paredes de los que nuestras madres nos guardaban o nos advertían apartarnos siempre, para que no se nos cayeran los cabellos, al igual que nos advertían del peligro de los aceites hirviendo, que, si se nos caían sobre las cabezas, correríamos el peligro de volvernos pelirrojos como los vikingos de los nortes de Europa.

La nocturnidad solitaria del Llanete de San Benito en blanco y negro, en el blanco y negro de los retratos del ayer; una nocturnidad con perros vagabundos, que no eran perros abandonados sino perros libres y espectrales que al amanecer volvían a sus casas, a sus cuadras y a sus yuntas para dar los buenos días sonando los cascabeles de sus amanecientes ladridos, y los gatos sobre los tejados, cuando los gatos nocturnos del ayer eran gatos por los tejados cazando moscas y salamanquesas y ronroneando celos con paritorios, y había gentes que presagiaban muertes escuchando los maullidos, como presentían malos farios con los vuelos panzones de los abejarucos negros y brilladores.

Antonia, la santera de San Benito, tocando la campana imaginaria de las primeras horas de cada mañana despertando a las gentes, y a los mulos, y a las huertas y al horno de la Niña el horno, y a los pupitres de las escuelas de Padre Galera, a los maestros con aguardiente matinal y a los niños con bollos de chocolate. Imaginaria campana que sonaba cerrándole a la noche sus cortinas y alumbrando el sol para que se abrieran todos los ojos y todas las luminarias de las tempranas bombillas de las casas y los carburos de las cuadras.

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Por el Llanete de San Benito sus vecindades antiguas dándose los buenos días mientras imaginaban barruntando otro día más como el día de ayer pasado, sin más prisas que el quehacer de las cosas cotidianas y un sálvese quien pueda de ser eternidad o ser pereza.

Por el Llanete de San Benito en las rejuntas asamblearias y trabazonas de las tardes primaverales después de haberle arreglado al Patrón de San Benito su carro para el paseo procesional del Veintiuno de marzo, adornado de espigas y de amapolas dentro de los jarrones de alpaca, aquellas las vecindades abriéndose cautas y decidoras en el medio arco de las sillas de anea como en tantas otras vecindades por aquellos años de Porcuna ocupando las aceras y las calles, con las casas ya arregladas y las mesas puestas esperando las tortillas de patatas de las cenas, o el “sucio” de cocido con cebolla o el otro “sucio” de habichuelas con naranjas, o el café de puchero servido en olla comunal, muy azucarado y migado con galletas, las mujeres en sus haciendas laborales de costurero, y los hombres ya venidos y vueltos de los campos con sus jornales ganados y entregados en sus monedas a las señoras de las casas para sus siempre administraciones matriarcales, o venidos de los huertos caminando los lindones de los lejíos, con las espuertas llenas de cebolletas, rábanos y alcarciles, o de cardillos para los emperejilaos , collejas para las tortillas, y tomaticos de moro para los sabañones de las orejas, y puestos ahí, en ese medio arco ocupacional, congregacional, charlador y chapurrero de las juntas por los atardeceres del sol dando todas las caras a las fachadas de las casas puestas en el blanco de la festividad patronal, quizá cosiendo unas albardas a las que se les habían escapado los hilos de unas costuras o arreglando unas aguaderas a las que se les habían escapado unas varetas, y los niños valientes de los juegos por el Llanete, nunca hechos al hacer de los deberes escolares pero siempre comiendo la merendilla del hoyo con azúcar y Cola Cao dándoles al juego de la Pita, que, en ningún sitio como en el Llanete de San Benito se jugó en Porcuna al juego de la Pita, sobre aquel teatro disimulado o escondido del Llanete, donde la cabecera de las dos piedras y el palo horizontal por el sitio de honor del Horno de la Niña dado en amplitudes hacía abajo, era todo un escenario libre de estorbos por donde volaban los palitroques de la Pita dibujando por el aire sus acrobáticas cabriolas circenses, mientras el corredor de fondo se desvivía cuesta abajo para alcanzar el aterrizaje de la jabalina y medir el largo del recorrido en sus palmos hechos a base de palo, mientras las heridas de las caídas se retenían en las cabezas como no se retenían las lecciones de las escuelas.

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Casas puestas en sus blancos primaverales con sus vecinos en la calle: Antonio González “Pamblanco” calculando mentalmente sus costales de trigo de la cosecha por venir, y Carmen Huertas “la Taleguera” recontando los puntos de las rosetas de ganchillo, puesto el velo sobre su cabeza para sombrearla de sol, Manuel González “Pamblanco” calando boina y barba áspera mientras le sacaba al “Ideales” todos los jugos de la nicotina, y Ana Gascón “la Batata”, confeccionado y coleccionando risas y contando chascarrillos de andar por calle, a la vez que le buscaba dedo al dedal de lata e hilo a la aguja, Pilar “la Lechugina” rememorando en su memoria el ayer de las otras gentes y de los otros usos del lugar y dejando su lugar de acera limpia de los estiércoles que iban al huerto de su Gregorio Huertas para hacerles los mejores acolchados vitamínicos a las plantaciones de su huerto, Ana Vallejos “La Pinorra” dando nombrajo femenino al clan familiar, en tanto, su Luis Heredia se agitanaba dicharachero apuntando en su cuadernillo de bolsillo el listado de los porcuneros y otras gentes vecindadas, que se irían con él a Francia para la recogida de la manzana, Antonia y Manuel pidiéndoles a San Benito y a la Virgen de la Soledad un nuevo milagro proclamado que en lugar de ahuyentar tormentas y acarrear taraes de los Salaos, les pusieran un niño en su cuna siempre vacía para no morirse nunca de soledad, y Guadalupe ensartando en su salterio de oro los días que le hacían falta a una para ocupar su nicho de cementerio, con tantos años ya a cuestas, mientras pelaba cardillos para la tortilla francesa de la cena, Antonia “la de Gómez” acongojada por los saltos de los niños que se metían por entre las sillas buscando las pelotas de goma y siempre dando en aporreaduras de lobinos que se curaban con cuatro salivas, cuatro cruces, un par de Padres nuestros y una moneda de a duro puesta sobre el chichón, durante que su señor marido relataba aquel encuentro con los moros bebiendo agua de la Fuente de la Galga mientras les rezaban a Ala los rezos mahometanos; Manuel “el Hortelano” contando uno a uno los alcarciles de la cosecha, cortando brotes de pencas después de haber atado con briznas de anea húmeda todas las lechugas romanas de su huerto rectangular y tan visitado por los niños asalta huertos, y su Isabel estirándose de la bata negra hasta tapar decentemente las rodillas haciendo fronteras con los calcetines negros, Domingo el afilaor siendo el individual alejado, y el libre de los corraleros, entretenidamente afilando los cuchillos que les llegaban a su casa, las hoces de las siegas y las hachas de las cortas, mientras el sol se le colaba por su boina vasca calentándole la sesera, y estaba su Adelaida vestida de gitana canastera con delantal y moño discerniendo antepasados históricos hasta volverlos de acera, y Antonio “Peluso” se crecía en la ínfula notarial y aristotélica de sus tres fanegas de tierra de olivos viejos por la Mata vieja, llenando cuatro sacos de aceituna que daban en cientos de tanto y tanto contar, y estaba su Vicenta Sansaloni repasando el árbol genealógico de su nobleza italiana por ver en qué rama debía poner su retrato baronal sin que se le fueran a caer los anillos.

Y en la puerta de la iglesia, Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, dándole baños de lejía y estropajo a las piedras cenefales, o quitando los polvos de las bestias adheridos a las nobles maderas marrones del su santuario guardar, dejando abierta la pequeña ventana rejada y confesional por donde siempre se escondía la oscuridad de la iglesia cerrada, pasada ya la Novena, y al fondo el Cristo de Güeto deslumbrando en sus luminarias de marfiles, y a todo, su Rafael Moreno Morales, dando siempre a todo el mundo su extrema bondad de hombre santo, anotando en el alma de los santeros viejos los días que iban pasando, uno detrás de otro, y todos iguales y tan infértiles de alumbramientos negados, mientras iba tocando en la pandereta festiva el cuatro por cuatro de los pasodobles nunca bailados, y haciendo sonar el sonajero de los cepillos, para ver cómo se habían portado en esa Novena las almas de las dádivas de las limosnas patronales, de las que el cura le daba su óbolo para que no todo fuera vegetarianas comidas de huerta o cuatro pajarillos sueltos pillados con las trampas puestas bajo la higuera.

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Y en el telón de fondo del Llanete, en su altura de gradas teatreras míticas, la ya cerrada iglesia de Santa Ana dejando escapar por la chimenea de su horno los últimos humos de los rescoldos del chisco cocedor, un tropel de niños del Llanete y de las calles avecinadas entreteniendo la tarde con merendillas de pan comer o de pan llevar, y todo siempre alumbrado o deslumbrado por la luz subterránea de la ciudad de Obulco, oculta pero siempre y siempre apareciendo en algo, dormida pero siempre espectante, adivinada siempre por aquella vecindad del Llanete de San Benito, presuntuosa y mágica con el devenir de la Historia de Porcuna, naciente y ofrecida como sólo se pueden ofrecer las cosas sagradas.

Siendo esta la Estatua de Antonia Heredia Garrido, la de la calle Altozano número veintiocho, también lo es de Rafael Moreno Morales, el de la calle Molino Viejo sin número, el suyo marido desde el veintinueve de noviembre de mil novecientos y cuarenta y seis, el matrimonio sin hijos que un día vinieron a ocupar de la iglesia de San Benito, tan avecindada, cuando ermita fuera en los tiempos de su construcción, aunque siempre dada a los campos y a sus horizontes profundísimos, la vivienda de su santería, con los miramientos nunca escritos de los cuidados de santo lugar repartidos en sus muchos apartados y en sus quehaceres de las diarias vigilancias, los diarios mantenimientos, y las diarias aberturas a la Porcuna fiel de sus santos habitantes, ocupando lugar en la humilde casa oscura y blanca que puso al matrimonio en santería antigua y sin adornos, no más calendario de pared, sin más ofrendas dinerarias que una vivienda de gratuidad y unos recibos pagados en sus luces y en sus aguas, un huerto para plantar sus vegetales, y de vez en cuando, un tanto por ciento de aguinaldo de las recaudaciones limosneras del cepillo eclesial que daba lo justo para no vivir y comer del solo de las hortalizas del huerto, y así, de la Plaza de abastos, se traía Antonia cada mañana para la cocinilla de la santería sus carnes y sus pescados, en aquellas diarias compras de cuando no había neveras ni otros útiles de enfriar donde poner las carnes de cerrados corrales, y las carnes de los mares abiertos.

Para el oficio de santera, que era una cosa literaria como mágia y como bruja y como bosque, y como ritual ancestral y oscuro, a Antonia Heredia Garrido no le hicieron el examen de las campanas, aunque las tres campanas de la espadaña de la iglesia de San Benito eran su día y su obra musical, y sólo sabía que eran campanas que al ondear de la soga del badajo la hacían sonar dando los tres toques de sus manos y nunca se preocupó del yugo del contrapeso, ni del asa, ni del hombro, ni del tercio, medio, pie, labio, borde y medio pie, sino que, el idiófono percusionista del concierto eclesial estuviera sonando todas las veces que tuviera que sonar en los diarios negocios musicales de la directora de orquesta con un único músico y un único instrumento tocando y sonando su única campana.

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Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, se despertaba ya sonando en campanas, quizá en campanas ya soñadas, o con campanas imaginarias de las que claman los sueños sus tres toques de queda. Le descorría al día su juego de cama y se adentraba en la iglesia conventual de San Benito por el portalón del patio que daba al anciano refectorio para comulgar a solas con las esculturas santas; se persignaba ante todos los pasos, le encendía sus dos velas al Patrón de San Benito, y ante la capilla de su Virgen de la Soledad rezaba sus oraciones de la mañana, mirando lágrimas y sintiendo presencias subterráneas que la elevaban santera mítica en santoral, y egregia reinante acogida en las humedades de las cales desconchadas de las piedras góticas, románicas, visigodas, barrocas, neoclásicas y mudéjares. Le abría a las dos grandes puertas su puertecita chiquitilla, como puerta de casa particular que espera una visita de ocasión, o puerta de alacena recibiendo el óbolo de los alimentos, para dejar pasar dentro de la iglesia los tímidos primeros rayos del sol matutino despejándole las sombras a sus interiores:

-Buenos días tenga la señora santera de San Benito.

Le decía y proclamaba la vecindad, si de mujeres, enfrascadas en los diarios arreglos del barrer y el fregar de las aceras, y si de hombres, aparejando bestias de carga para salir a los campos.

Dejando la puerta abierta, Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, con el abanico de su alma saliéndosele por la boca, aireaba las frías y sagradas estancias ahuyentando las moscas de las columnas y echando a dormir a los espíritus noctívagos de los silencios que gustan pasar las noches formando rizos o telarañas; ordenaba las bancas movidas, e iba quemando inciensos para perfumar las estadías santorales y oradoras con el olor de la imaginaria misa de las mañanas, esa que solo sabe cantar una santera con oficios y virtudes de catecismo.

A los jarrones les cambiaba sus aguas estancadas, les ponía sus nuevas aguas y sus gotas de vinagre o su pastilla de aspirina, para meter las nuevas flores del mes de marzo que todas venían a dar en lirios blancos traídos de los patios de la iglesia o de la parroquia, o lirios que traían las vecindades o las fieles visitadoras, porque la iglesia de San Benito no se concibe sin el adorno floral de sus lirios blancos con sus badajos amarillos que siempre soñaron sonar como campanas, campanas de una boda blanca sobre un ramo de novia, y sus rosas inglesas, compactas y olorosas que se criaban a manojos por los patios y que venían a poner en la iglesia de San Benito su mata de jardín y su perfume francés.

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Antonia la santera de San Benito, siempre puesta en bambos y en alpargatas tan de casa, si en el antes de sus mejores años, bambos estampados en sus tonos más discretos y menos provocadores y más consentidos abiertos en sus mangas decentísimas como bambos de verano, que luego pasarían a ser bambos negros cuando a Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, le dio por vestir en lutos y se le pusieron crespos los cabellos hasta hacerla viejecilla enclenque, liviana y refunfuñona, como una abuela sin nietos, a la que ya todo se le volvían lutos, duelos y aflicciones, aunque no hubieran muertos de por medio, sino, renegridos tristes de mujer metida a monja, que la fueron convirtiendo en mujer austera y con mirada tristona y vidriada que andaba lanzando ojerizas para que las gentes no se le desmadraran y se le descompusieran , ni dentro ni fuera de la iglesia, que de la acera de la iglesia hacia todos sus adentros, Antonia, la santera de San Benito era la guardadora y la vigilante que todo lo acaparaba, y a la que había que pedir permiso hasta para toser o para lanzar un suspiro, no fuera a ser que el tose o el suspiro no se avinieran con la sobriedad y decencia sagrada del lugar de las oraciones, y fueran provocaciones irreligiosas y descreídas viniendo a profanar el santuario de las adoradas Imágenes de los inciensos, abrir rejas y crear fuegos.

Su puertecica, salvando el escalón, y Antonia la santera a la puerta haciendo de portera de los sagrados interiores visitados, si se adentraban mujeres mirando mucho la decencia y el comportamiento de los ropajes, y las composturas de los pasos y las evidencias de los ojos; si eran hombres, mirando en los enveses de las miradas su otros yoes ocultos, por si venían a la iglesia a rezar los rezos a las Imágenes, no fuera que se vinieran a roncar sus siestas de verano al fresquito del templo de piedra, por donde en la soledad de las tardes veraniegas, se veía a Antonia, la santera de San Benito, a través de la pequeña ventanilla, sentada y sola, sobre un banco de madera donde se quedaba adormilada, fresquita y juvenil dentro de la gran nevera ocre de las plegarias:

-Buenas siestas se pega la santera de San Benito al fresquito de las tardes, encerrada entre las piedras de hielo.

-Malos pensamientos tiene usted, que siesta no dormía, y si cerrados los ojos, es porque estoy rezando desde los interiores del alma.

-¿Y ni tan siquiera una cabezada pega Antonia, la santera de San Benito?

-Si alguna se pega, es como un asentimiento ante la Virgen de la Soledad, como si le estuviera acariciando una de sus cuatro lágrimas de cristal.

El suyo marido, don Rafael Moreno Morales, entre tanto, en las horas de las labranzas por los patios de la iglesia de San Benito, asomando al día su rostro y su cuerpo campero de hombre servicial y bondadoso, al que las virtudes de sus buenas maneras se le adherían a su cara como si también fuera él rostro santo al que hubiera que venerar, salía de la santería por el arco mudéjar de medio punto con alfiz del priorato benedictino para pasar a convertirse en el monje hortelano de sus huertos, donde Rafael tenía plantadas sus hortalizas para el consumo de los santeros, y algunos frutos que regalaba a la vecindad o a las autoridades, como una ofrenda benedictina bendecida por el santo Patrón de los labradores.

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Labrador de la era sagrada del huerto de San Benito, Rafael Moreno Morales, el también santero de esta crónica matrimonial de santeros al uso de antes, se afanaba a diario en los plantíos de las pencas, las lechugas, los tomates y las habas que crecían lozanas dando sus mejores recompensas, como si estuvieran siendo regadas por las aguas bendecidas y milagrosas de la iglesia, o maravilladas por una lágrima que caída desde el lagrimal de la Virgen de la Soledad fuera lágrima de aromas y de sabores dando cosechas celestiales.

Y en los intermedios y fumadas del labrador, sentado bajo la sombra de la higuera en flor, Rafael Moreno Morales descansaba de la azada y del almocafre, mientras miraba la lejanía sonámbula por donde aparecían las tormentas míticas de todos los veranos de septiembre, las reales, las místicas, las presentidas y celebradas, y por donde se escondía el sol por los atardeceres de Córdoba , y después se daba un aseo de pila de piedra antes de entrarle a la noche con toda su jornada labrada buscando los descansos del tálamo nupcial, sin olvidar haber dejados puestas, bajo la sombra de la higuera, sus cuatro trampas de alambre con sus alúas volando para la caza del gorrión para los fritos con ajos, y del zorzal para los arroces caldosos.

Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, de vez en cuando se convertía en el espantapájaros del huerto calatravo y hospitalario, y con la alpargata en la mano, espectante y enrabietada, y guardadora también, y miradora por su casa todavía, como un muñeco autómata dando en ejes de hojalata, esperaba que a los vallados de su huerto sagrado y primordial se le subieran los asalvajados y libres niños del barrio, que, haciendo equilibrios circenses sobre las piedras verticales saltaban al huerto para robarles a los santeros las habas y los alcarciles, y que, valerosos y corredores, aunque reposados, comían bajo la misma higuera olorosa donde Rafael Moreno Morales descansaba de sus trabajos de hortelano:

-¡Manditalmas, ladronzuelos: salid corriendo que os voy a moler a palos…!

Y los niños arrojaban a la santera, que corría tras ellos con la alpargata en la mano y el nervio protector en la boca bufando palabras altas de ofendida, guijarros y puñados de tierra, mientras la toreaban sin capa y la mataban sin espada, acongojándola, equilibristas recorriendo el vallado mientras la santera de San Benito, con la alpargata en la mano, daba saltos de cabra sobre los sembrados ahuyentando el mosquerío de los zagales con lamparones que escalando los centenarios muros del huerto la hacían burlas a la santera desangelada y vigilante, como espantapájaros de huerto.

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-¡Arderéis todos en el infierno, desalmados, asalvajados, que eso es lo que sois, unos asalvajados que no tenéis educación…!

-¡Ea, ea, la santera se cabrea!

Gritaban los niños comiendo habas verdes sobre el equilibro del vallado mientras le tiraban a los pies de la santera las vainas vacías.

-Déjalos mujer- la reprendía el Rafael bonachón, como un San Rafael, pusilánime y confidente de sus juegos de niño- que tampoco se nos va a hundir ni acabar el huerto por cuatro habas que se coman.

-Pero, cuatro hoy y cuatro mañana, y cuatro pasado mañana, en cinco o seis días acaban con el habar, y luego les meterán manos a los alcarciles y a las lechugas romanas, y ya me dirás tú que nos va a quedar para comer nosotros…

-Siempre nos quedará el potaje de bacalao con garbanzos y panezuelos, Antonia.

-Hasta que los ladronzuelos encuentren y abran la alacena y se lleven el bacalao, los garbanzos y los panezuelos, y nos quedemos los dos comiendo maimones, Rafael.

La santera de San Benito le tenía ojerizas a los niños de las tardes por el Llanete de San Benito que acudían a la iglesia para la misa de ocho de los sábados, aquella misa a la que muchas mujeres de las vecindades llegaban con sus sillas de anea bajo el brazo por si estaban todas las bancas ocupadas y no quedarse de pie, la misa que ofrecían don Rafael Vallejo, o don Rafael Valdivia o don Martín, y así los esperaba a la puerta de la iglesia con el imaginario garrote de la guardiana de su castillo o de su cortijo, por ver si identificaba a aquellos que le hicieran burlas, le tiraran piedras y le robaran las habas de su huerto, y si no:

-A ver tú, ¿a qué vienes a misa a rezar o a jugar?

-A confesar algunos pecados, Antonia.

-Los pecados que tú tienes se confiesan con cuatro buenos alpargatazos que te dé tu madre.

-¿Y cómo se comulgan entonces, santera de San Benito?

-Con un buen pelao al cero de los que le hace el Pancho abuelo a sus nietos, y con cuatro noches sin cenar, y ya después, angelitos todos…

Al sonar de las campanas, Antonia, la santera de San Benito se convertía en la Antonia levitadora, que agarrada a la soga que hacía ondear el badajo hasta hacer correr la relojera rueda de las campanas, era un volar sin alas; negra de luto y de cabellos blancos, subía y bajaba la santera al ritmo musical de las campanas, convirtiéndola en golondrina despistada atrapada en la frescura de la iglesia, que quería salirse por el agujero de la cuerda y echarse a volar convertida en espíritu por entre los tres toques de campanas.

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Ahí la santera de San Benito, agarrada a la soga musical, como si se agarrara al mundo, creyendo que si se le escapaba la soga se le podría escapar la vida; por eso sonaba y sonaba los toques de la campana para pasar a ser toques eternos, que aún ya dejando de sonar, seguían sonando en sus ecos agudos y broncos por los aires evangelizados del barrio de San Benito.

Subiendo y bajando: levitadora santera dando la buena triste o alegre a las gentes que entraban recogidas a la iglesia vecinal como si fuera la saludadora que les enviaba un ángel musical vestido de plumas oscuras y viejas, y gafas de aumento. Ecos que salían de su boca como ecos polifónicos ascendiendo y descendiendo como los ascensos y descensos de la santera de San Benito que ya, más que santera de tierra, era santera que se echaba a volar sin querer volar del todo, no más sus vuelos equilibristas subiendo por la soga hasta alcanzar un trapecio, sus bailes de bailarina clásica elevando piruetas de puntilla sobre sus alpargatas negras que en el aire, parecían zapatillas de raso elevándose levíticas y musicales.

La santera de San Benito flotaba agarrada a la soga de las campanas, con tantos callos ya en sus manos, que ni notaba la rigidez de los espartos, y todo eran suavidades de aceites oficiantes puestos a orear, y cuando Antonia acababa sus tres toques de llamada y oración, o sus muchas músicas festivas, y ya quedaba definitiva la santera de luto posada en la tierra de los ladrillos, daba la sensación de ser imagen de madera que, en cualquier momento, y en un descuido místico, podía ser subida en su carro procesional y acompañar a San Benito llevándole el libro fundacional y el báculo de caminante.

La santera de luto, sin ser luto, sólo negros que la vestían de abuela tan temprana, para la Semana Santa de la magna Procesión del Viernes Santo, mientras ayudaba a vestir a la Virgen de la Soledad y se subía al carro procesional para que todo quedara inmaculado mientras le cambiaba a la candelería artificial sus bombillas fundidas.

La santera de San Benito, teofónica en la fiesta primaveral del Patrón de San Benito, al que le echaba la capucha sobre su cabeza monjil, a la vez que le tocaba su cara negruzcamente gitana, de piconero sin picones, para pedirle o rogarle los milagros de la mucha salud.

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La santera proedría y señorial en sus batas negras, que aunque estuviera sentada siempre en la última fila de los bancos rezadores, siempre era la santera de San Benito la que tenía todos los derechos principales de la misa, la que cantaba sus cantos y contaba sus cuentas, la que decía la misa, como si fuera el altavoz parlante y repetidor del cura párroco repetida de eco en eco y de piedra en piedra, para que fuera escuchada en las últimas filas, y aún en esa última banca de madera le daba a esa última banca privilegios de banca principal tan cerca del altar, la aristocrática, la señorial, la primera de la fila de las bancas, las que primero tomaban la comunión, sin hacer cola para llegar al confesionario, que por eso era Antonia Heredia Garrido, la santera mística, a la que única y siempre le hablaba el San Benito de piedra enterrado en los profundos de la arqueología, lo mismo que a Arturé era al único que le hablaba la Virgen de Alharilla, y en eso no era de extrañar que, mientras estaba hincada de rodillas fregando las losetas, la santera de San Benito pegara sus orejas al suelo para escuchar del San Benito de piedra la mayor antigüedad de sus palabras, sus proclamas y sus versos.

La santera de San Benito, escoba en mano barriendo la iglesia de San Benito, o agachada en sus rodillas, dándole fregadas a los suelos de la iglesia, ayudada por las mujeres de la calle y de otras feligresas ayudas que se llegaban hasta la iglesia de San Benito con las escobas, los recogedores, los cubos y los trapos, para ayudar a Antonia Heredia Garrido en el averiguar tan grandes estancias y tan trabajadas en sus arreglos.

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La santera de San Benito, encendiendo y apagando velas, y ordenándole al cura el cáliz y los trapos blancos de las misas: ofreciente monaguilla, que sin parecer estar, lo estaba siempre, como presencia o como sombra; sacerdotisa sin más sacerdocio que el tenerlo todo a mano y todo a punto para las ocho de la tarde de aquellos viejos sábados con misas vecinales.

La santera de San Benito, en verano o en invierno llenando la pila del patio con adoquines tan viejos y tan historiados, del agua fresca de cada día, lavando las ropas de los Oficios con jabón casero, dejándolos del blanco más angelical: los Purificadores, los Velos post-comunión, los Corporales, la Toalla del lavabo y las Toallas bautismales, las Ropas blancas sin bordados, los Manteles de credencia, y las otras Ropas blancas y grandes. Bajo el arco de herradura, la santera lavandera de los beatos paños, como una figurica lavandera de un Portal de Belén puesta sobre un río de papel de orillo, y luego de lavados y luego de tan blancos, la santera los tendía sobre las ramas grises de la higuera para que se secaran al sol del mediodía, y asín que el sol los purificara, y luego planchándolos con la plancha eléctrica o con la plancha de hierro puesta a calentar sobre las ascuas de un chisco, y los doblaba cuidadosamente según el ritual aprendido de cómo doblar tan sagradas prendas, y los guardaba en el armario de la sacristía junto a los membrillos amarillos y las bolas de alquitrán blanco para ahuyentar polillas y crear aromas.

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La santera regañadora de los niños, echando pestes de las criaturas que le revolvían, le alborotaban y le profanaban su iglesia, le ensuciaban la acera, le estrellaban balones sobre las eclesiales puertas, y le asaltaban su huerto para robarle los frutos de sus plantaciones.

A Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, un veintidós de junio de mil novecientos ochenta y seis , se le murió su Rafael Moreno Morales, aquel bonachón guardante metido a monje hortelano, el hijo de Manuel y de Carmen; vistió ya eternamente sus lutos más rigurosos y comenzó a sentirse viuda y vieja, más viuda aún, y más vieja todavía, y más incapacitada también, aunque apenas andaba por los sesenta y siete años, aquellos sesenta y siete años de antes, en que, si no fuera porque la santera de San Benito nunca usó moño a la manera de las abuelas del lugar, se hubiera vestido de más vieja aún, y hasta de más viuda.

A Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito, no la jubiló la edad de la jubilación sin paga de los santeros de antaño, sino la edad de sus muchos años y sus más cansados esfuerzos, bregas y cometidos, cuando ya su cuerpo no daba para más bullangas de cuidadora de la iglesia de San Benito, y le empezaron a fallar sus ojos y a dolerle todos sus huesos, y hasta a acrecentársele las lágrimas de su viudedad, y un día se vino por ella para Porcuna su hermana acompañante de los veranos y se la llevó para Leganés a la hija de Francisco y de Antonia, los de la calle Altozano, muriendo en el pueblo madrileño un veintiocho de agosto de mil novecientos noventa y uno, quedándose la iglesia de San Benito sin su santera espiritual, sin su presencia mítica, sin sus regaños y esfuerzos, aunque, cada vez que se echan a volar y a sonar la campanas de San Benito, sean y son campanas siempre sonando por obra y gracia del cuerpo o del espíritu levítico de Antonia Heredia Garrido, la santera de San Benito.

El mundo de las rutinas retenido en tres campanas, las conciencias aldeanas desnudadas entre las piedras, un algo como leyenda construyendo su camino, un tiempo ya sin destino cuando se nombra la ausencia y la moderna apariencia no sabe labrar pasados, sino los momentos vagos de una memoria cansada. Por el reino de las hadas y las brujas milenarias, un bosque lleno de abetos y cuatro huesos por tierra: sepulturas de una guerra sin más batalla que el agua y un almanaque de estampas volviendo el tiempo amarillo. Llanete de San Benito alfombrado de adoquines, vecindad en sus Sanfermines dejando pasar el toro como si pasara sombra de una voz que ya no nombra, de un nombre que ya no asiente. El pasado es un silente monasterio de palabras, diccionario donde guarda el ayer su abecedario como si fuera un milagro tocando sus tres campanas de una iglesia en piedra y mirto y una santera acertijo levitando como pluma. La santera de las brumas construida en blanco y negro, dejando pasar el tiempo hasta volverla sentencia. Donde no puede la ciencia, el adn del verso recupera del recuerdo sus restos por San Benito en el altar chiquitito donde rezó nuestra infancia los salmos de la nostalgia y los cantos de los huertos. El pasado con sus muertos, y el presente con sus rosas, mil alas de mariposas tiñendo al viento que pasa dejando sobre las casas las huellas de la memoria. San Benito con sus sombras descorriendo las cortinas. Teatro de las albinas moralejas de los dichos, y Antonia corriendo niños con la escoba como espada, enfrascada en la batalla de defender oraciones, ahuyentando a los cantones los juegos de la niñez. Mirándose en el envés del espejo de sus ojos, Antonia pinta de antojos su maternidad sedante mientras pule los diamantes del lagrimal de la Virgen de los lutos, procesionada en el Viernes Santo, de San Benito hasta el Arco de la Carrera mundana. Santera de las proclamas universales del rezo, casera en los azulejos de las aguas milagrosas. San Benito fue tu esponja y tu vuelo con campanas abriéndole a las mañanas su otro sol y su otra vida, la de las cosas sencillas cascadas a pie de acera, el tiempo de la aguadera, del cántaro y de la madre, levantándote en el aire, levítica y fantasmal en un Llanete de cal, una iglesia y unas eras, y un sinfín de adormideras hervidas con sal de azúcar. San Benito te hizo bruja y mujer con miramientos, y a tu lado los momentos eran momentos parados, mirando hacia el otro lado por no caer en la hoguera: Antonia Heredía santera cantada a los cuatro gritos: Llanete de San Benito, mitad hoy, mitad eterno, Llano vestido de invierno y abierto en la primavera cuando coge la santera la soga de las campanas y San Benito la llama para encenderle sus velas y sus espigas de trigo. Yo soy, santera, aquel niño, que un veintiuno de marzo, tras tu rezo y tu trabajo, le pusisteis en sus manos un caramelo de fresa.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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