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Soledad Morente y Vicente Chiachío, la Casa Grande

Yo, amable lector, y en verdad de la de jurar a pies juntillas y con la cabeza estragada, renca y decorosa, la conciencia tranquila y el espíritu alado, casquivano y en volandas de atrios y menesteres, como en volandas el vuelo de falda blanca, vaporosa y con encajes de una dama niña de la antigüedad, muy puesta en moños, lazos y miriñaques, he visto en mi vida pocos muertos, y de los pocos, los más allegados, y a un ahorcado con la correa al cuello y cuando ya fue el ahorcado descendido para llorarlo y arrancarse las carnes con las uñas, mirado y juzgado por las leyes del lugar, pero aún con la correa al cuello, y por las baldosas del suelo no estaba él sino un algo de él que miraba como sombra o como hechizo, y sólo su lengua hinchada, quizá con un poco de saliva aún, como si acabara de beber un sorbo de agua y se le hubiera quedado ésta parada en la lengua como en un símbolo o un éxtasis de beneplácita agonía, como único símbolo no pálido. Pero, la verdad, es que sólo he visto cuatro o cinco muertos, cuatro o cinco muertos blancos, hieráticos, y con las manos cruzadas sobre sus vientres, como recogiéndose en sí mismos, queriendo volver a ser fetos, fetos que vuelven al vientre materno, pues, quizá la muerte sea sólo eso, esa sola sustancia, volver al vientre y a la oscuridad, y a la humedad en la sauna alimentaria y mamaria del vientre.

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Y en franqueza y perogrullada también, sólo he visto dos agonías, y a dos agonizantes en el delirio de no saber dónde estaban, si en el aquí o en el allá, a los que les faltaba el aire y sus pechos subían y bajaban desesperados como un fuelle de fragua dando el aire a la hoguera de su vida que se les iba, irremediablemente.
De estas dos agonías y unas muertes, vistas por mí, indagador de todo, curioso del más acá y del más allá, niño de ojos alucinados al que todo se le volvían maravillas intensas, lo fueron la agonía de Soledad y el cadáver recién muerto de Vicentillo, aquel que se encontró Manuel “Batato”, un día uno de enero en que fue a invitar a Vicentillo a un mantecado para celebrar su santo, pero Vicentillo ya no estaba para mantecados, sino para llorarle, para luto, para vela y para nicho, blanco de cera, y repentino, en la muerte antigua del morir “ de un repente”, que constaba en los archivos mortuorios parroquiales, por los interiores de la Casa grande, y cuando yo era un enano saltarín y aún sin poesía, aunque rodeado de muchas líricas y fantasías, de apenas ocho o nueve años, pero los estoy viendo como si aquellas agonías y aquellas muertes estuvieran y me estuvieran sucediendo en estos mismos momentos, en que, cuarenta y tantos años después las recuerdo y las recreo leves, sólo en aquellas imágenes sublimes y finales, para poder comenzar a escribir esta historia que habla de muertos, de unos cuantos muertos, pero también de vivos y de vidas, de muchas vidas en aquella España negra, dieciochesca, medieval y solanera de la Casa grande, aquel gran vientre del ayer que resumo hoy porque llevo ya muchos años queriendo recrear instantes extraños, entrañables y tan vividos, y motivos que hicieron de la Casa grande la gran casa del mundo, y dentro de Porcuna, la república independiente de Porcuna, donde se juntaban, anidaban y convivían, en unos, todos los derrotados de la guerra civil, los que perdieron sus casas y les dieron chavolas, los que pidieron exilio en la Casa grande como si esta fuera una embajada extranjera dando bienvenidas a los que se habían quedado sin techo, sin victoria y sin banderas, y no hacían más que agriculturas , partos y asilos, como un deber sangrado, más que sagrado, que los mantuviera en el olvido y en un aislamiento albarrano dibujando sus independencias, las independencias que daba la Casa grande, un ghetto de perdedores y trabajos de campo, y robos de adolescentes con bríos y hambres en las madrugadas por las rebuscas de las habas, los garbanzos, los trigos y las pajas para las bestias dentro de la gran casona compartida; sonámbulos de un tiempo que se hacía convivencia, aislados, ausentes, también salvados, moradores de un castillo con muchos fosos y con pocas aguas, tesoreros de un tesoro construido en cobres y pagado en pringues, bienaventurados de quedar ahí, escondidos como maquis que ya nunca podrían salir al asalto y a la reconquista, triunfadores de sus silencios y de sus desdichas, también de sus dichas, dichas y desdichas compartidas formando un comunismo sedante y callado donde todas las palabras ocultas se decían con las miradas, o en susurros de noche cuando la sola luna era la única centinela y la única escucha, quizá la única comprensión. Tendedero de gentes, de hombres, de mujeres y de niños chapoteando barros y estercoleros en la Edad Media de la Casa grande, la solitaria habitada, la sola y acompañada, la que estaba pero parecía no estar, la que raramente recibía pero la que siempre daba: comuna cristiana y atea por donde se construían las vidas y los disparates, y los juegos y las adivinanzas; legión extranjera sin más armas que las escobas y los azadones, y sin más ríos que surcar que las pilas de piedra: balsas navegantes y balsas quietas por las aguas escarchadas; volumen de formas dando consistencia a unas vidas que se quedaban siempre dentro; lugar de los secretillos que nunca traspasaban el arco de piedra, ese muro al que no podían traspasar los ojos ajenos, al que los guardias temían como si dentro del arco estuvieran escondidos y agasajados los bandoleros que ofendían como cardos borriqueros. Éxtasis de una soledad que nunca estuvo sola, una mística de moradores dada al evangelio de las manos abiertas y ofrecidas, que en cada buenos días ofrecían el pan para los que pan no tenían y el agua para los que tenían sed, peregrinos por la ermita de la Virgen de Tentudía (Et desto cantar fazemos que cantasen os jograres), la de los milagros chiquitos, agrestes y montaraces, a la que se ofrecían luminarias de candil y flores de jaramago, y panecillos de malvas para que comiera el Niño jesús, el desnudado y convidado al gran festín de las harinas con gusanos con las que se elaboraban las hostias sin consagrar en las tortillas con agua, y también una Casa alegre que se montaba sus ferias en los días en que todo Porcuna dormía o laboraba, adornando la Casa grande con ropas tendidas en los alambres y serpentinas de bichas colgando por los aleros de las tejas, que nunca se vio tanta alegría en ánimas tan desangeladas y en cuerpos tan poco vestidos, y en niños con tantos churretes, en hombres con tan pocos jornales y en mujeres con tantos servicios y tantas cáscaras de habas ofrecidas a las manos de sus pobrezas y a sus tantas ilusiones y con más sentimientos y más querencias de las que caben en todas las almas juntas. De puertas adentro la alegría incomprensible para las gentes que pasaban, que iban y que venían, y que miraban recelosas aquellos increíbles adentros, pero que nunca entraban porque nunca encontraron invitación en Casa tan sorprendente y tan extraña, tan cálida y tan agraz, llena de analfabetismos y maimones en sopas de ajos, donde las cuentas se hacían con los dedos de los garbanzos y las alacenas se abrían para mostrar los huesos de jarrete y los tocinos añejos; esplendor de todas las horas, comunión con santos extravagantes, habitantes a los que les cambiaba el ceño cuando salían y cuando entrababan se desvestían de pueblo y se enfundaban y tapaban con las acogedoras ropas de las compartidas corraladas, salvados dentro, quejumbrosos fuera; vidas anónimas y felices sabiendo que de afuera no les llegaban las amenazas ni los respingos de las otras amanecidas, ni los azotes de los otros vientos, las otras miradas y los otros imposibles. Lugar común y eterno la Casa grande. Años sesenta abriendo las cortinas del arco de piedra, sino triunfal ni historiado, sí arco con puertas, aunque no las tuviera, y campos abiertos por donde todo se volvía misterio, consagración y entendimiento, sabiendo cada uno, cada quien y cada cual, que lo que se traían entre manos, no era más que un episodio más de los episodios de Porcuna, sólo que más oculto, más familiar y más lírico.

Sobre el recto, sobrio y seglar arco de piedra, había un escudo de cantera y canto donde se dibujaban antiguas dinastías y familias con mérito que se llevaron los albañiles cuando la modernidad y los progresos elevaron las chavolillas para hacerlas casas decentes y del vivir más amplio. Un escudo de piedra tapado con cal, con cientos de manos de cal que se fueron dando un año tras otro hasta quedar oculto, protegido y misterioso, una arqueología que se quedó sin arqueólogos, que llegaron tarde o nunca, pero sobre el que había dibujadas letras y armas, y gules y campos, quizá alguna torre y algún águila sedante esperando el vuelo. El escudo descubierto ahí, sobre el arco de piedra de la Casa grande siempre nos dio a entender que aquel lugar ahora tan distintamente habitado, fue lugar de postín, casona de grandes nombres y mejores ropas que un día quedó inhabitado y ocupado por los vagabundos de los pantalones de pana y las manos del pedir. El escudo de piedra ahí, puesto sobre las piedras encaladas, al que, de tanto encalarlo fue desapareciendo poco a poco hasta quedar convertido en escudo invisible, en escudo arqueológico para ser descubierto un buen día por los milagreros de las arqueologías, pero al que llegaron tarde y se llevó un albañil, o se utilizó como piedra de muro, o se tiró a un escombradero, o se vendió pícaramente a algún coleccionista de estos que tanto amor ponen en las cosas antiguas y poco o nada en las cosas y los hechos de su tiempo. Un escudo nobiliario en piedra al que, vuelta tras vuelta de cal se lo fue ocultando hasta que quedó en nada, en nada o en tesoro conservado bajo la cal, tesoro, que, si no de oro ni de plata, sí tesoro con nombres y con heráldicas de los antiguos habitantes de la Casa grande, cuando, la casa era tan casa de solera que se le puso la Casa grande en una calle Santa Ana, donde aún vivían algunas aristocracias de Porcuna por aquellos comienzos del siglo XX, como viviendo en la calle de los grandes prohombres del ayer donde Porcuna comienza a escribir su historia, que unas cuantas casas más había de estas con solera y muchos dones y muchas plumas y muchos vestidos de satén y blondas, casas que se fueron tirando para ir repartiéndolas en sus casillas hasta formar una nueva civilización y unas nuevas ideologías tan distintas y tan distantes.

A ambos lados del arco de piedra que da entrada a la alcazaba castellana y castiza de la Casa grande las dos viviendas que la adornan como dos torreones que dan entrada a castillo, o sus dos muros de contención, dos casas que siendo de calle Santa Ana se adentran en la Casa grande como dos mangas de mar que se interiorizan para participar de la corrala ya sólo sea en sus muros castilleros a los que llegan sus voces y sus vivencias, y a donde participan, de hecho o de vecindad, pero adentrándose a la Casa grande como espadas que se fijan para sujetar a la Casa grande y que no se caiga, o se expanda derramándose hasta perder su soberanía, su potestad, su albedrío y su memoria, y no pase a ocupar otros lugares y otras más aberturas que la hagan confundir, cuando tuvo y tiene, autonomía propia y tan variopinta.

A la part’abajo del arco de piedra, triunfal sin triunfos de la Casa grande, la casa corralera y de Santa Ana de Manolo “Peluso” y de Marina “la Callá”, con los tres hijos: el Manolín, el Eduardo y el Alfredo, recién comprada en los finales de los años sesenta, con los dineros de las fruterías francesas por veinte mil pesetas de las cuarenta mil ganadas, que se tragó el Manolo en cuatro meses de fatigas y souvenires por las tierras del “OH, la, la”, y la carraspera de la lengua, dulce pero anginosa. Casa con bolillos y olor a cerrado, que, al abrirle sus nuevas puertas se aireó de calores y de vidas jóvenes y nuevas.

Y a la part’arriba del arco, la casona vieja , señorial e identitaria de Juana Hueso de la Cova y de Manuel Gascón, el de “los Pastores Manquillos”, esa casona que la familia compró a la Señorita Gracia por dieciocho reales, que después volvieron a vender a la Señorita Gracia por catorce pesetas, por aquello de la falta de dineros, quedándose ellos de alquiler, y que más tarde volvieron a comprar definitivamente a la Señorita Gracia, y así hasta que se le fueron yendo los hijos todos a vivir las otras españas, y también se fueron ellos de viaje o cementerio, y la casa pasó a otras manos definitivas. Un hogar con su inúmera familia adecentada con diez hijos de nombres sencillos: Luisa, Julia, Sebastián, Juan, Ángel, Manolo, Natalia, Miguel, Antonio y Soledad, la Soledad que estando un día de encalo en la fachada de la casa le cayó cal en lo ojos y se quedó cieguecica y adolescente, e iba con sus gafas negras a lo Niña de la Puebla, pero sin ganas de cantarle al Corralón de la Casa grande “Los Campanilleros”; ocultando ojos y ocultando lágrimas, lágrimas ciegas también, y una gran pena que le desdibujo el mundo, y que se le fue con el tiempo, y con los días del tiempo, que todo lo cura menos lo que cura no tiene, hasta dibujarla en la alegría de lo que ya no tenía remedio y se aceptaba con resignación y muchas ganas de vivir y de sentirse útil, y que iba palpando las paredes queriendo encontrarle verdades o palabras a los desconchones de la cal. Casa profunda y con sótano; un sótano frío y húmedo donde siempre quisimos entrar los niños, y algunos lo logramos un buen día; sótano con telarañas y toneles de madera, y mucha humedad por sus paredes de piedra sin encalar, y puestos sobre poyetes, los moldes de madera redondos donde se fermentaban los quesos, y ese olor a queso y rancio que presagiaba momentos de mazmorras y un sonido infantil de cadenas arrastrándose por los suelos que venían a nosotros para salir pitando de miedo. Casa profunda que se adentraba en la Casa grande como una inhiesta daga de oro para dar en todas las casas, en todos los corrales y en todos los estercoleros.

Las vecindades corraleras de la Casa grande, pintoresca, independiente y única, la de las siestas roncadas y breves, en aquellos años sesenta y principios de los setenta del siglo XX- da cosa a los que aún sentimos, decir lo del siglo pasado que nos hace tan viejos, tan de otro tiempo, tan intemporales como si ya fuéramos páginas que se escribieron en la historia que nos hace esclavos del ya no ser- nunca llamaban Casa grande a la Casa grande, sino Corralón, y Corralón por aquí y Corralón por allá, que lo de Casa grande era nombre que se le daba de puertas afuera, de las puertas afuera de las gentes- o de algunos papeles escritos, o de una leyenda muy vieja- que no conocían su vivencia, su ciencia y su conciencia, de las gentes que pasaban y miraban sin saber qué mundo había y habitaba dentro, qué tremendismo, que Goya, qué medievo, qué picaresca, que historia de cordel, qué matritismo, Casa grande nombrada por los que pasaban y miraban sin atreverse a entrar, no fuera a ser que, entrando, no salieran nunca, o no se los dejara salir, y quedarán dentro y siempre presos, poseídos por el espíritu malo de una santa hermandad sacrílega; de las gentes que pasaban y miraban sin saber cuántos mundos había dentro en su solo mundo compartido, y siendo tan recogido universo.

Pasando el túnel de la gran Casa- la Casa grande, corrala castellana, perdida en la noche de todos los tiempos, remota, insondable, inescrutable e inencontrable salvo en sus casillas quietas que tan poco han cambiado, cuando tanto han cambiado los Chiscos de San Marcos, las Casas rotas, los lavados de fardos y sacos en la Fuente chica, las tiñas de los lejíos y las fuentes solarinas de las aguas, y cenobio donde todos eran abades y todas abadesas- la vecindada enseñaba a los ojos sus vivencias y sus pobrezas, y sus alegrías también, y sus voces y sus entresijos, y sus juegos de niños dando sonrisas al encerrado; Casa grande con pobres viviendas, todas con sus chimeneas sobre las tejas y los cañizos con yesos, y todas las chimeneas con sus humos dando olores de mediodía a las narices y a los sentires y comires de las gentes. Verticales chimeneas que se deshollinaban solas con su magia, y si no, la juventud de la Casa grande se subía a los tejados y con cepillos de raíces atados a las largas cañas del Salao o de los encaladores, y cubos de agua subidos a la fuerza del músculo y la soga, las iban denegreciendo como puliendo sus grandes joyas y formando charcos de carbonillas en los suelos de losetas de las casas hasta clarear un mundo por el que entraba la luna para contar cuentos a los niños o dormir a los viejos cantándoles nanas.

Tras el portalón de piedra los goznes de sus antiguas puertas de madera que ya no había, las que abrían y cerraban la casa cuando era casa nobiliaria y de guardar, con escudo de piedra. Un primer techado sobre el que dormía el poeta, y el aire libre del cielo después desentumeciéndolo todo, aunque, bajo el primer cielo tras el portal, en el antiguo ayer, había un pajar que bombardeó la guerra, pero aún, de vez en cuando, de los agujeros de sus vigas caían al suelo briznas de paja, y era como si nevara en amarillo o en sepia, y dientes de ajos secos que eran como milagros caídos del más allá, y un recuerdo de guerra ya también seco, como paja, o a saber…

Dibujo de casillas blasonadas sin cartelas y sí con cicatrices y tantos matices, alineándose a derecha e izquierda de la gran casona, tras el patio de Manolo y Marina y la fachada de “Los Pastores Manquillos”, que se iban abriendo en abanico o en árbol con muchas ramas y muchos otoños, hasta dar a las huertas y a los campos, y a un algo de alma, o alga vaporosa que se iba alejando y expandiendo a medida que los pasadizos la iban caminando como descubriéndola.

Las casejas blancas en sus parvedades de ventanas, las casicas de cal y de cuento, los portalicos de Belén esperando a su estrella y esperando su Parto y esperando a su Niño en los años en que a las merendillas se las llamaba pan con aceite y azúcar con Cola Cao. Las albugíneas y lechosas casas de cal y de oscuras ventanitas con rejas pero sin rejas, porque ningún ladrón se atrevería a robar nunca donde no había nada, sino un vaso de agua y una taza de sopa, dibujadas como en un muro que las comprimían en sí mismas hasta hacerlas cuevas o lechos de enamorados: salientes de una muralla de huertos, eternizadas en la lírica y ofrecidas como floral ofrenda de geranios y periquitos.

El túnel de la Casa grande se abría en claros, vanos de ventana e implementos. Los cielos altos y azules, o blancos de nubes de algodón mostrando ángeles tibios y dibujitos sin acuarelas. Los suelos se ondulaban en tierras comprimidas, en piedras de arena y calvos guijarros que en invierno daban hierbas, caracoles y alúas , y matillas de manzanilla a las que respetaban los pies. Si en verano polvo, polvo que se recogía en los recogedores para volver a ser arrojados al mismo polvo de todos los días o a los arriates de las plantas. Y en los inviernos de las lluvias, los charcos y los barros por donde los niños jugábamos y saltábamos como saltando chiscos de San Marcos, cayendo en ellos y mojándonos en ellos, y llenándonos de barro las manos y las caras para jugar al juego del asustarnos vestidos de extraños monstruos salidos de las charcas; luego unas tundas de palos y un buen baño bañado en pila de piedra, y un hoyo de aceite con azúcar perdonando todos los pecados. Y entre barros y piedras, el pozo ciego, donde nos decían que se encontraba escondido, y aguardando a los niños, el tío del saco, por si nos portábamos mal salir en nuestra busca, atraparnos y llevarnos con él a las cuevas de los mundos subterráneas, y comernos poco a poco, como cuentan los infantiles cuentos de Calleja, hasta morirnos del todo. Pero el tío del saco era el hombre que vendía los quesos por la calle y que nunca entraba a la Casa grande por miedo, o porque no había billetes para poder comprarle sus quesos, o era el hombre de los hojaldres calentitos, que pasaba por la calle ya a la anochecida y en el frío de las noches de invierno, y que, a veces nos regalaba una milhoja de cidra y nos contaba un cuento, o Manuela “la Marrita”, que subía gitana en los arreglos de los paraguas , y se sentaba en un escalón de una casa del Corralón hasta confundirse con los rostros de las otras abuelas, lo que hacía que se le quitara la careta de bruja de su cara hasta crear ante nosotros un paraíso de nietos pidiéndole perras gordas.

A veces, desde el pozo negro de la Casa grande, subían extraños, retumbantes y espectrales ruidos como voces, que unas veces sonaban a llantos de almas en pena y otras a carcajadas de hombres de circo, dadas por duendes que sabían todas las verdades y todos los misterios. Voces de ultratumba retumbando en las profundas fosas de las puristas y normativas aras a donde iban las aguas y otros líquidos, que ascendían y salían por la grieta del pozo ciego hasta descubrir fantasmas presos estampados sobre las paredes, donde eran sombras que se movían cuando caminábamos sin saber que eran nuestras sombras.

Cuando en los años setenta le abrieron a la Casa grande su vientre para meter las nuevas acometidas, quitar barros, piedras y guijarros y dejarla en cementos grises y fríos, por el pozo ciego del Corralón no apareció ningún fantasma ni ningún hombre del saco, pero los niños de la Casa grande mirábamos por su hueco esperando encontrar y descubrir el secreto de aquellas voces, de aquellas penas, aquellas risas y aquellos suspiros. Al picar de los azadones y los martillos hidráulicos, apareció un túnel que subía hacía las Cuatro esquinas y bajaba hasta San Benito buscando sus orígenes de Obulco, y aparecieron arcos de piedra y tumbas imaginarias y subió hasta la Casa grande un olor agrio de cosas muertas, entrañas abiertas o excrementos mitológicos. Luego taparon el pozo y tapiaron los arcos, y el espíritu del pozo ciego quedó sepultado para siempre, pero a los ojos de los niños del Corralón, los propios y los ajenos, nunca se les fue aquella ilusión de túnel y arcos subiendo y bajando a San Benito hasta perderse en la noche de los tiempos.; pero, a la Casa grande se le quedó como un viento, cicatrices que se le abrían al cemento, y un fantasma nuevo en una saya pajiza y una melena de esparto, larga y sin ojos, que en las mañanas de invierno hacía equilibrios sobre el vallado de piedra del huerto de Josefina, que luego fue de Juana María y Manuel “Batato”, y que ayudaba al poeta a llevar los troncos de olivo desde la palera hasta el chisco de la abuela Carmen:

-No me explico como puedes acarrear ese tronco de olivo con lo que pesa, Alfredo…

-El fantasma del pozo ciego, lala, o el fantasma de la tía Tremedad que me ayuda en el acarreo.

-Ya estás con la locura de tu cabeza, manditalma, que me has salido “Peluso”, inventando lo que no existe, nada más que para asustarme.

-Míralo: ahí está el fantasma subido al vallado, esperándome para acompañarme en el camino de regreso…

En la una, la casa de Misericordia “La Gallica” y Manuel “El Beato”, con sus tres hijos: la Puri, la Pili y el Manolo. Misericordia en castaño con ondas, gallica poniendo en orden los gallos de su corral en el mandamiento de los jornales y las faldas bajo las rodillas, y Manuel en oraciones que sólo escuchaba él aunque su comulgue fuera eterno para toda la feligresía de la gran corrala, que unas veces lo tenían en cuenta y la mar de las veces no, y el resto vino aguado y pan de panadería. Mientras padre e hijo, el Manuel y el Manolo discutían acalorados sobre los partidos de fútbol, la Puri se planchaba la adolescencia y la Pili se cogía con sus dos manos de niña su corazón enfermo y dolorido, al que no había que dar sustos, mientras el ángel de la guardia de su cabeza le sacaba los orinales de latón bajo las camas para vaciarlos en el pozo ciego o en el humo mañanero de invierno de los estercoleros. Al mediodía cocido y a la noche, cocido frito con cebolla, y entre cocido y cocido, unos muchos hablares, unas muchas risas y otros cuantos decires y acontecimientos del quedar entre corraleros.

En la casa de al lado, la covacha de Alfredo “Callao” y Carmen “la Coja”, una casa con tres ventanicas, muchas piedras y losas, un mechinal donde siempre hubo un tesoro que no se encontró y que nunca buscamos, porque daba miedo asomarse a ese mechinal oscuro donde se amontonaban los trastajos que no se utilizaban jamás, y una orza con jabón de turbios, y un pajar con melones cogidos del techo, que, cuando ya no daban más de sí, derramaban sus azúcares sobre las alpacas para el mejor degustar de la plateada borrica, o del mulo zoquete del yerno “Peluso” y “Pinanto”.
Al abuelo Alfredo, recién salido de la cárcel, en la condena de sus años socialistas, los saluderos falangistas de los uniformes y el Cara al sol, le hicieron colgar un retrato de Franco al lado de la alacena, junto al retrato de la hija muerta Tremedad, y de vez en cuando se llegaban a la casa del abuelo “Callao” para comprobar que el preso no lo había quitado, pero, cuando se iban los falangistas, el abuelo Alfredo lo tapaba con un trapo negro, y se ponía a escuchar la Radio Pirenaica esperando y deseando sublevaciones de maquis, mientras lala Carmen le decía:

-El día menos pensao te vuelven a meter en la celda, y una ya no está en edad de ir andando a Jaén pa llevarte ropa y comida…

Y el abuelo Alfredo, pantocrátor laico, en lugar de agachar la cabeza y tomar el cahíz de las advertencias, maldecía como sólo él sabía maldecir, se salía de la casa y se ponía a mear en el estercolero que le pillara más a mano, mientras se fumaba un cigarrillo Ideales sin boquilla, y por el humo se le iban las opresiones y los sinsabores, y luego se ponía a comer el arroz quinquillero, con habas, chorizo, alcarciles y bacalao, como si allí no hubiera pasado nada.

Con los dos, con la lala Carmen y el Lalo Alfredo, vivía también el nieto Alfredo, “el medianero”, el del Manuel Callado y la Pilar del Pino de la Ronda Marconi, que, más que una boca más era una bendición de alegría para los viejecillos. “El medianero”, en los domingos por la tarde, tras dejar a su novia Aurorita en su casa del Llanete de las Monjas, le traía a los abuelos un papel de estraza con piononos del Pastelerito, que los abuelos comían como si nunca hubieran comido en su vida, mientras el nieto los miraba comer, aún más alegre que ellos, como también convivía con los abuelos, un gato pardo y maullero que siempre estaba durmiendo sobre los estampados de la mecedora.

Enfrente, tres casillas, y un llanetillo de guijarros desde tiempo inmemorial, con otra casa más y una cocina aparte.

En la una vivían, recién mudados a la Casa grande, Encarna “La Pina” y Eduardo “El afilaor”, el que tenía una moto vieja con la que se caminaba los pueblos de alrededor para afilar todos los cuchillos del mundo. La Encarna moderna y de los nuevos tiempos, con su jersey de lana anaranjado y su pelo rubio puesto en permanente, y sus hechuras de hembra puesta en alegrías, hacendosa y valiente como una mujer de tronío, y el Eduardo agitanao y sonriente, dado en patillas y en barba de tres días, gastando bromas y gustando vinos. Al hogar le nacieron cuatro hijos: Eduardo, Dulce, Adelaida y Elenita. Cuatro niños rosas y cetrinos que eran la alegría infantil del Corralón, y el desaguisado de las travesuras. Encarna acarreaba todos los días medio saquejo con panes y panetes del horno de Ginés y de Luciana, unas veces pagando y otras de fiao, hasta que trajera su Eduardo las monedas de los afilados, y el Eduardo, la Dulce, la Adelaida y la Elenita, cogían los suelos o las caras de los panes y de los panetes y se los comían tal cual sentados en los suelos de la corrala o en los escalones de las puertas, sin más otro manjar que el soñar con los embutidos dibujados en las cabezas para que nos les entrara el pan solo.

La casa de Eduardo y Encarna se compró por quince mil pesetas a Reyes “la Carmonica” y Fernando “el electricista del Ayuntamiento”, también corraleros de antes, egregios, solemnes y amigables que buscaron casa por otros lares. Quince mil pesetas pagadas después de un mes y medio por la vendimia manchega, y la inauguraron invitando a los vecinos a comer una olla con café de puchero adornado con galletas, como si fuera una boda que quería entrar en vecindad con el mejor pie y los mejores ánimos.

Más abajo, la casa de la Chacha Juana el Carmen “La Capota”, de oficio sus labores, de profesión viuda, y en virtud de vieja con lutos de los de durar eternamente, lutos con negros, con velos y con rosarios, y con moño enroscado a su nuca como un rodeo de honestidad y de principios viejos, que la elevaba en suspiros de oraciones poniéndola en aleluyas:

-¿Cuántos rosarios lleva rezados ya hoy Juana el Carmen “La Capota”?

-Con el que estoy mediando, va ya para el quinto, y si la noche se tarda, se me figura a mí que pueden caer un par de ellos más, que a lo de pasar las cuentas nunca me canso hasta que oscurece.

-Seguro que cuando te mueras, Dios te va a reservar un buen lugar a su lado, Juana el Carmen, por no decir, que el mejor, que bien te lo tienes merecido.

-Con tal que ascienda sin pecado, bienvenidos sean todos los rosarios rezados y por rezar.

Pared con pared de la casa de Juana el Carmen, la caseja, casi cueva, casi antro, casi nada, el lugar y el hogar de Vicentillo y Soledad, a los que volveremos luego cuando se presente el corralón y el vecindario. Minúscula casa donde les nacieron al matrimonio sus tres hijos, la Juana, la María y el Benito. Casilla con su puerta mínima de una sola hoja y sin ventana, nada más la mínima ventanica de las cámaras por la que apenas entraba el aire, y un mundo de suspiros y de querencias dentro, con su chisco en invierno y en verano: en verano para guisar, y en invierno para guisar y para calentar la pequeña estancia, y a veces con muchos humos de tiznones convirtiendo en incendio lo que sólo era palitroque mal negreado. Luego la Juana se fue a Barcelona y el Benito a Valencia a buscarse y ganarse las habichuelas de las industriosas capitales, y la María Chiachío Morente casó con el Manuel Caro y se quedaron a vivir con el Vicentillo y la Soledad, en donde a estos les nacieron nietos y a aquellos hijos color de aceituna, como hijos del picón: José Luis, María del Carmen, Manuela, y Salvador; luego el matrimonio y los nietos abandonaron la Casa grande para ocupar casa propia por las Puertas de Córdoba, donde les nació su Magdalena, quedándose la Manoli Caro Chiachío con los lalos, y para vivir y compartir en el corralón de la Casa grande todas sus vivencias, sus convivencias y sus juegos de niños, en esa anarquía habitable, donde todo era lo que parecía aunque nada parecía lo que era, una paradoja vestida y adornada de supuestos, que a veces se acertaba y otras veces quedaba en mera pregunta sin responder, y donde había como un telón de fondo por donde habitaban estas gentes de carne y hueso y de fatigas y de pobrezas, pero, al descorrer ese telón las mañanas de los despertares se alumbraba todo, y deslumbraba también, en una alegría dando los buenos días a los días buenos o a lo que el día trujera debajo del brazo, si bueno, bueno, y si no, migas con ajos y músicas de coplas cantadas por las mujeres jóvenes y hacendosas, mientras los hombres miraban los horizontes loperanos persiguiendo los jornales de los campos.

Y en el llanetillo antiguo e igual que siglos pasados, la casa última de Misericordia “la Pacharca”, otra vieja con moño y con velo, otra vieja con viudedad y con hijo ido a las capitales de provincia, otra abuela con las arrugas del cortijo y de las escarchas grabadas en su cara, y unos ojos profundos, pitonisos y adivinadores del mal de ojo que se le iban achicando cada día más hasta apenas ver la luz mortecina evaneciéndose. Misericordia “la Pacharca”, con su casilla alta, la casa aristocrática con ventanas, y la cocinilla fuera, en un aparte de cuadrilla con chimenea, por donde salían los vapores de los guisados y un porche sin vallar con guijarros de oro y hierbas de porcelana, y acerilla con losetas a la que acudían los niños para jugar a la comba o al juego de las chanflas.

El mundo peculiar y anárquico de la Casa grande y de los habitantes de la Casa grande, hacíales desplantes a la cosa concreta única para hacerlo todo repartido y compartido, y así, cada casa, salvo la casa de Encarna y Eduardo, tenía su descampado interior lindando con los vallados de los huertos de Juana María y Manuel “Batato”, y de Ginés y Luciana, un descampado último e íntimo con cuadras y con estercoleros, como unas segundas viviendas o un muladar de los tiempos todos.

Al fondo, por detrás de una pila de piedra tan historiada y tan de arenisca, donde tantos lavados de ropas se dieron y se hicieron, y tantos baños de verano en la pequeña piscina de los niños, la alta palera con troncos, ramas y raíces de olivo, y la cuadra de Manolo “Peluso”, con su borrica antes y con su mula después, con la que íbamos al melonar del abuelo Alfredo o a la rebusca de la aceituna última por los pedregales y blancos del paraje de la Tiza. Unas jaulas con gallinas, con pava siempre clueca a la que se alimentaba haciéndola tragar habas secas hasta atravesarle el gaznate, y conejos blancos y grises con sus conejillos, y un perro ratero que ladraba poco y comía pan y desperdicios, si es que había sobras de pan que no fuera pan duro, y hubiera muchos desperdicios, pero perro agradecido con lo que le viniera a caer en el comedero, andando a la buena de Dios de lo que se le pudiera echar, pero siempre había algo para el perro de la estirpe quijotesca de los galgos con costillas.

De vez en cuando caía un gallo a la cazuela, y se montaba una fiesta a la que estaba invitada toda la vecindad de la Casa grande y los algunos allegados que llegaban al olor del gallo frito con ajos, o para cuando en el verano, a la Casa grande le llegaban sus forasteros, los de Alcoy, los de Valencia, los del Carmelo o los del Pozo del tío Raimundo, que aprendían a decir lalo y lala, a vivir y a jugar entre escombros, andar con dificultades entre tanto polvo y entre tanta piedra, y bañarse en pilas de piedras o en barreños de lata, y todos los gallos eran pocos para dar beneplácito de estómago a tanta boca.

A la derecha de la cuadra, el estercolero de “la Gallica”, y al lado el estercolero de Misericordia “la Pacharca”, que eran los lugares donde se tiraban las sobras, si es que sobras había, pues tan pocas eran, y más si no había bestias con estiércoles, que estos estercoleros tardaban años ser escavados y vaciados, y por donde los niños del Corralón escarbaban para encontrar el tesoro de las latas de conserva vacías, oxidadas como hierros húmedos, para jugar al juego de las casicas, que era el juego principal de la Casa grande, donde todos los niños querían ser los tenderos, y si al juego de los médicos, todos querían ser los médicos de los púdicos tocamientos, y muchas pacientes, salvo la paciente que se quería enamorar del médico, y si se llegaba a buen término y mejor mercado, se organizaba una boda- como se organizaban las procesiones de Semana Santa, con estampitas de santos sobre tablones de pescado con flores de campo y tambores de lata- y se vestía a la novia con traje echo de bolsas de plástico y un velo de papel de estraza cogido con orquillas; se ponía a la novia , en sus manos, un ramo de flores con margaritas de los lindones de los lejíos, y el que hacía de cura bendecía la unión, poniendo en los dedos de los novios anillos de colores hechos con lanas de las madejas, aunque, en el fondo, lo que más le hubiera gustado al que hacía de cura era ocupar el puesto del novio para pasar a ser, así, el novio eterno y amante para toda la vida.

Pareja a estos estercoleros, la cuadra de “los Canutos”, trepada desde la guerra y sin reconstruir por falta de pesetas, y que cada día se iba cayendo un poco más, y donde los niños jugábamos a las funciones de circo, agarrados a sus vigas, dando vueltas de volteretas hasta ver el mundo puesto del revés, y un cielo abierto por donde volaban las golondrinas de los húmedos presagios, y los humos de los aviones. Los niños que siempre estaban en el peligro de que se nos cayera el resto de la casa encima, mientras girábamos y girábamos agarrados a las vigas de madera, haciendo palanca ascendente por las paredes de piedra, de la que una vez cayeron monedas y la cabeza de barro de una deidad romana que vendimos por doscientas pesetas a un señor coleccionista de la calle Salas.

Al lado de la cuadra en ruinas, la también cuadra en ruinas de Soledad y Vicentillo: una cuadra oscura y con telarañas, y ratones dando brincos y agarrando sustos, donde daba miedo entrar- tanto por lo oscuro y tétrico, como por Soledad y Vicentillo, que siempre estaban al acecho con la vareta en la mano para que les dejáramos sus propiedades en paz, no fuera que le aflojáramos su poco picón y sus pocas aceitunas- pero entrábamos acurrucados y sucios, buscando el placer de aquel mundo oscuro, donde tenían los abuelillos sus verdes damajuanas con aceitunas, su sacos de picón de vareta, y sus sacos de carbón para la hornilla, y amontonadas, las cosas que ya no se podían tener en la casa, que ya no servían para nada sino par los estorbos, pero donde siempre se podían encontrar tesoros: el tesoro de una rosa de tela, de un cintillo o de un vestido de fiesta de cuando la mocedad de Soledad, o un pañuelo con puntillas y encajes de la dote de Vicentillo.

A la orilla, subiendo un montículo de lindón, el estercolero también de
“los Canutos”, que, aunque no vivían en la Casa grande, ni eran linderos de ella, tenían propiedades de cuadra y de estercolero, de compras o de herencias, pero como era estercolero que “los Canutos” no utilizaban, no más de tarde en tarde para tirar ripios y yesos, y era estercolero de salvajes plantas de los campos, que los niños convertimos en cementerio de pollitos muertos, y de gatillos y de perrillos, y de cosas de tesoros, servía como retrete y como urinario para los impúdicos varones del lugar, un retrete y urinario al aire libre donde los menesterosos y urgentes varones de la Casa grande íbamos a hacer nuestras necesidades unas veces, mientras las mujeres las hacían en las escupideras o en las cuadras, tapaditas del todo y ocultas.

Bajo el estercolero de “los Canutos”, el padre y el hijo, el estercolero de Alfredo “Callado”, que era el único estercolero donde se echaban los estiércoles de las bestias, de las dos únicas bestias que había en la Casa grande, la borrica plateada del lalo, y la mula también plata de “Peluso”. A este estercolero, cada año, se le hacía su limpieza, y venían hasta el Corralón mulos con serones para llevarse los estiércoles para las huertas y para los olivares, mientras los niños estábamos expectantes por si asomaba el don de algún tesoro, siendo el gran tesoro, cuando el estercolero vallado de piedras encaladas quedaba vacío, y jugábamos los churumbeles a tirarnos a él, de pie más que de cabeza, como si nos zambulléramos en una alberca, una alberca a la que le faltaba agua, pero nunca le faltaban ilusiones de sirenas y de barquitos veleros.

A la ribera, la cuadra de Alfredo “Callao”, con su también vallado de piedra. Una cuadra con tres espacios y tres precisas, un espacio a la descubierta del cielo abierto con su pila de piedra y un arriate donde lala Carmen, “la Coja”, cultivaba sus altos geranios, casi arbustos ya, y sus olorosos periquitos de colores, jaspeados o lisos, y unas matas de perejil y otras de hierbabuena, y algunas acelgas donde en el tiempo de los caracoles se recogían un par de almorzás que apenas servían para apañar un parco y frugal guiso de arroz con habas y alcarciles.

En sus interiores, a mano derecha su cuadra con techadillo de Uralita y poyos de tablones donde se amontonaba todo lo que no cabía en la casa, y bidones petrolinas donde se recogían las aguas de las lluvias o de las fuentes, tejas para los tejados, telas metálicas para las jaulas, los arriates o las ventanas, garrafas llenas de aceitunas, machacadas, rajadas o enteras, verdes, negras y moradas, y calabazas secas llenas de pipas de melones para sembrar en su tiempo en el melonar del “Callao”, y al fondo la cuadra otra, donde estaba el borrico en toda su oscuridad de telarañas y salamanquesas, con su pesebre de piedra y yeso y con la cubeta de agua a sus manos, y sacos de picón de vareta, que, a veces el borrico mordía y el abuelo Alfredo montaba en cólera cosiendo los rotos de los sacos con aguja gorda y mizos amarillos.

Y en situación de la cuadra del “Callao”, la cuadra de Misericordia “la Gallica”, con los mismos usos de las otras cuadras y con barreño de lata para los baños corporales, sus garrafas con aceitunas y sus sacos con picón, unas macetas de lata con geranios de colores y una chimenea quieta y muda que nunca echaba humos, pero que, en tiempos atrás sirvió como cocinilla.

Y de una esquina a otra entre casa, huerto y cuadra, los tendidos de los alambres alzados con vigas de techo blancas de cal y agujeros de carcomas, que eran los tendederos de las ropas lavadas, o de las ropas que venían mojadas de los días de aceituna en que los aceituneros se volvían mojados de lluvia y zapatos con barro. Tendidos de alambre para toda la vecindad de la Casa grande, sin apartados pero cada casa sabiendo cual era el espacio para tender su ropa: telones de fondo llenos de pantalones, camisas y calzoncillos aireándose al sol caliente de los mediodías o al viento solano que entraba con los inviernos. Ondular de ropas tendidas con signos de identidad aunque sin identidades, y mujeres mañaneras colgando telas y poniendo pinzas de madera. Sábanas danzando en sus estampados haciendo telón de teatrillo por donde en cualquier momento podía aparecer una cupletista para cantarnos una monserga de palabras pícaras y de mensajes ocultos. Tendedero de la corrala, donde más que tenderse ropas se tendían y se exponían vidas, vidas compartidas y vidas disciplinadas.

El aposento de la Casa grande con tantos blancos y tan escasas ventanas, dando a todos los horizontes de Córdoba y de Sierra Morena, por donde los moradores y súbditos de la monarquía apócrifa y sin rey del Corralón se asomaban al vallado del huerto, donde las viejas del puesto, cuando se desenredaban los moños caninegros y en rodetes para lavarlos y peinarlos como princesas encerradas en sus celdas con bastidores y bordados, entre piedra y piedra, metían, enrollados los cabellos que se les iban cayendo, haciendo del vallado hortícola un muro de las lamentaciones donde cada mechón de cabello llevaba escrito un espurio y supuesto mensaje secreto, o unas palabras de amor que no serían leídas nunca, o suponía un secreter donde se escondían las joyas de los cabellos, o una caja de música por donde sonaban las melodías de los valses canasteros , mientras los señores tostados levantaban sus manos haciendo de muñequitas de plástico asomados al vallado horizontal con tantas profundidades y tantas vistas, como las gentes de la Casa grande miraban los horizontes hacia la ermita de San Marcos, y así eran los primeros en ver o en predecir las lluvias que llegaban lejanas y grises trayendo mensajes como palomas alocadas y venideras que nunca se equivocaban.

En la Casa grande, las cartas se leían en voz alta. Las cartas que llegaban desde el extranjero de las provincias españolas, que todo lo que no fuera Porcuna, para la Casa grande era el extranjero, incluso, el extranjero parecía todo lo que estaba fuera del arco de piedra de su entrada, donde parecía que siempre había una barra de frontera y un alma de policía pidiendo el pasaporte, o el salvoconducto para entrar en la embajada de la Casa grande.

En la Casa grande, las cartas se leían en voz alta, las no muchas cartas que se recibían, no más las justas, y donde casi todas iban a parar al número cuarenta y cuatro de la casa de Alfredo y Carmen, que tantos hijos tenían fuera, tantos, que raramente el cartero dejaba de pasar ni un solo día por la casa de “Los Callaos”, para traerles las cartas de los hijos que estaban en Alcoy, el Alfredo y el Julián, o la carta del Gaspar que estaba en Valencia, o la carta de la hija Tremedad que estaba en Madrid. Luego, la hija Tremedad murió, tan joven, y su cuerpo fue enterrado en San Sebastián de los Reyes, y ya no se volvieron a recibir cartas de la hija Tremedad, nada más que el telegrama azul de su muerte. Una muerte a la que los padres, la Carmen y el Alfredo, no pudieron asistir: el Alfredo porque, por expresidiario, no le permitía salir la autoridad, y la madre Carmen, porque la autoridad no la permitía viajar sola sin el marido. Así que, se hizo la vela en la Casa grande, como en la casa se hizo el entierro imaginario, a donde se trajeron coronas imposibles, y se llenaron muchos pañuelos de lágrimas.

En la Casa grande, las cartas se leían en voz alta, las que recibían “Los Callaos”, o las que Encarna recibía de sus hermanas, la Pepa y la Jacinta: la Pepa que andaba por Madrid, y la Jacinta que caminaba por Valencia. Como se recibían cartas en la casa de Vicentillo y Soledad, que les llegaban de Barcelona y de Valencia: de la Juana que vivía en Barcelona casada con el Juan, que trabajaba en el puerto y ganaba muy buenos dineros, y del Benito, que estaba en Valencia, y que un día lo pilló un tranvía y vio la luz de milagro, y que le leía su nieta Manoli, que ya sabía de la escuela las palabras y las leía lentamente, con mucha parsimonia, deteniéndose mucho, y con mucho amor y decoro.

Sentado los abuelos a la puerta de sus casas, si se hacía el buen tiempo del sol, o la mesa, si era el tiempo del brasero para dibujar las cabrillas de las piernas, el nieto les leía las cartas al Alfredo y la Carmen, y las contestaba, malamente escritas, a vuelta de correo, en sobre blancos si eran tiempos de paz, o en sobres con lutos negros dibujados en sus bordes cuando lo de la Tremedad. Pero en voz alta leídas siempre, para que todo el mundo supiera cuanto amor traían las palabras, y cuanto se querían todos a pesar de todas las distancias.

En las otras vecindades las cartas llegaban menos, o no llegaban nunca, que andaban todas las descendencias repartidas por el pueblo, y por donde había menos cosas que contar, y si se contaban, a viva voz y cara a cara.

Luego las cartas se guardaban en los cajones de las cómodas de los dormitorios, bajo las sábanas olorosas, que se perdieron para siempre con el tiempo, o se borraron como música que se va…

Era el mundo de la Casa grande, y la voz humana de la Casa grande en sus eclécticas gentes dándoles, cuando se podía, el palo al agua, aquella gran convivencia, con algunas voces de más, cuando las voces de más eran necesarias y algunas peleillas cuando se venían al caso, peleillas que quedaban en una calentura temporal que duraba pocos minutos, porque, en el fondo, todo era una convivencia pacífica, y un saber estar siempre en la atención y en la ayuda de todos, por todos y para todos, y si a una casa le faltaba pan, y en la otra pan había, que no viene a decir que sobrara, pan que se le daba, y si en una casa se ponía un arroz, con un para de puñados más comían otros cuantos más, y si migas, migas para todos, y si cocido, cocido que se abría para las bocas que fueran menester, aunque no fuera nada más que para caldo y para garbanzos.

La Casa grande berlangiana no tenía reglas, aunque silenciosas reglas se imponían sin abrirse siquiera en las bocas. Comunión de tratantes que en las tratas se quedaban de puertas adentro, clan gitano, tribu candeal que se amaba con locura y se convivía como en una gran y multitudinaria familia bien avenida, donde todos nos llamábamos hermanos, y nos llamábamos primos en lugar de vecinos. Una familia de siete casas hermanadas en el ADN de la misma sangre y de la misma comunión con la carne, los mismos trabajos, los mismos esfuerzos, las mismas carencias, las mismas necesidades, las mismas ilusiones y las mismas alegrías, pero donde nunca una boca se acostaba sin comer, ni una sonrisa sin reír.
A la Casa grande, placita mayor porcunera, vestida de Almagro o Tordesillas, que no tenía reglas, ni falta que le hacían, porque era todo asimilaciones y compañerismos, sí que tenía un precepto, norma y reglamento no escrito que todos respetaban y en la que se permitían pocos invitados que no tuvieran la cartilla completa con los cupones de la Casa grande.

Alguna familia no inscrita en el registro civil y moral de la Casa grande entraba a la Casa grande y ya eran tratados como corraleros del Corralón como si lo hubieran sido de toda la vida, los que andaban por la Casa grande como si anduvieran por sus casas, e incluso se les permitían tender su ropa en los tendederos de alambre, que, en el fondo, era la única gran propiedad con reglas y ecuanimidades, y eran tan hermanos de la Hermandad del Corralón, como sus propios pobladores.

De la calle Huesa, Manuela “la Maestra” y Antonio Gallo, con sus hijas Dolores, Juani y la Puritina; la Dolores y la Juani en sus mocedades de novieos y bailes yeyés con Los Brincos y Bruno Lomas, y las gónadas de las nuevas mujeres abriéndose en cunas, y la Puritina con sus juegos de niños, y a la que todos queríamos tener como novia y como futura esposa, al menos para que nos cocinara sus exquisitas tortillas francesas que tan bien le salían en la pequeña hornilla de su casa, que, para los niños de la Casa grande, la Casa grande era su parque de atracciones, la casa de los monstruos y su lugar temático, donde se practicaban y jugaban, todos los juegos del aire libre, sin la necesidad de traspasar el arco de piedra y salir a la calle en busca de aventuras, que, aunque la Casa grande, calle era, en calle se nombraba en la oficialidad de los papeles del Ayuntamiento, o calle pareciera a los ojos ajenos, no era calle ni calle fue, ni calle es ni calle será nunca, sino una cosa recogida y patente familiar con sus propias normas, pautas y bandos de puertas adentro, y sus propios compromisos, aunque ya hayan decaído, y ande todo, como en otras escenas tan extrañas.

También con paso sin pasaporte para la Casa grande, se adentraban Juana María y Manuel “Batato”, aquella delicia de ancianos, que hacían de las tardes del Corralón su otra morada. “Batato” con sus chistes y sus cosas picantes, y Juana María, de pelo blanco y delantal, en sus asombros ante la juventud venidera que reclamaba otras formas y otras libertades, y que decía Juana María: “las niñas para buscar maridos mansos y ganancieros, y las mujeres hacendosas y paridoras”, y Gracia “la Cartulina”, con sus recogedores de ascuas repartiéndolas por los braseros, y la Loli, la de las trenzas largas, que parecía estar siempre haciendo la Primera comunión en los retratos de César Cruz, que también era niña en el lugar de los juegos con las casicas, y de la callejuelilla alta de la calle Santa Ana, también visitaban el Corralón, con sus dimes y sus diretes de revista del corazón, Eugenia “la Gallica” y Damián, recién llegados de sus estancias por los caserones del Llano de Alharilla, y sus hijas, la Eugenia y la Manoli, que eran las más modernas y femeninas de la vecindad, y ya lucían minifaldas y botas de plástico hasta las rodillas, como si fueran vestidas de mayoretes desfilando en días de feria por la Carrera de Jesús, y de la calle Llana, Marina “la Maraña”, nonagenaria y aún con bríos, y de San Benito, la abuela Adelaida, agitanada y en delantal, cogida del brazo de su marido, Domingo “el Afilaor”, y los chachos Francisca y Gonzalo que no se querían perder el festín del circo del Corralón, y Manuela y Pedro “Maraña”, la Manuela para charlar y hacer lana, y el Pedro para contar chistes verdes con una viña de sol dibujada en su cara, Carmen, la hija de Carmen “la Amolanchina”, con su melena negra y su cara filipina, que traía habas verdes y alcarciles de su huerto, y marisabidilla inculcaba juegos nuevos de letras y de números, y pocas gentes más, sino algunas amistades de paso y algunas familias de exterior que venían a dar los buenos días o las buenas tardes, pero sin participar ni activa, ni pasivamente en la convivencia, y de los curiosos que se quedaban a la puerta, temiendo un pozo, como Encarnita “la Curica” en sus diarios recorridos por las calles de Porcuna, o cuatro perros sueltos a los que espantábamos a pedradas.

Cuando al Corralón le llegaba la hora de los juegos, estaban por allí siete u ocho niñas y unos cuantos niños, no más de dos o tres, con churretes y con azogues, que por eso no era de extrañar que siempre prevalecieran en los juegos de la Casa grande los juegos femeninos, con muñecas, con diávolos, con chanflas, con yo-yos, con cuerdas, con gomas, con tiendas o con casicas, y los juegos masculinos, a lo más que llegaban era al juego del médico o al juego del padre o al juego del novio, que ni trompo, ni pita ni arrimaíllo había por la Casa grande, si no un todo matriarcal y femenino como en los tiempos de la antigüedad egipcia, donde la mujer era el santo y seña de las leyes y los mandamientos, y los hombres eran los que estaban allí para tejer una alfombra por la que desfilaban las mujeres en sus batas de boatiné enarbolando la bandera de un feminismo que aún feminismo no era, aunque si jugábamos los niños al juego macho, y las niñas al juego marimacho de montarnos por los vallados y asaltar los huertos de Juana María y “Batato” y de Ginés y Luciana, para robarles a los hortelanos de tapadillo, lechugas y habas, higos y naranjas, rábanos y alcarciles con los que montábamos nuestra ufana merienda de la tarde, hartos de pan con aceite y azúcar, y si en ese día de los juegos se organizaba bodorrio con la novia vestida de plásticos y el novio tal cual, en pantalón corto o en pantalón largo, montábamos sobre las pilas de lavar las ropas, el banquete nupcial, llamando verduras a las verduras y carnes a las frutas, y de postre nos dábamos unos besos en las mejillas que vinieran a sustituir a la tarta nupcial, mientras se organizaba un viaje de novios a la luna de miel que iba de la pila al arco de piedra, y a la vuelta, ya venían los novios descasados y con ganas de empezar otro juego, con otra novia, con otro novio y con otro asalto a los huertos vecinales, mientras ladraban los perros y el Dios del cielo anotaba en su libro de pecados nuestras fechorías, fácilmente perdonables, y si no, adiós muy buenas y tal día hizo un año, y angelitos somos y en el cielo o en el infierno nos veríamos…

Días aquellos mañaneros para la Casa grande, los hombres en los campos, en la Plaza de las contrataciones de los manijeros o en las tabernas, las del barrio, la mayoría, o las del centro, los menos, los niños en las escuelas o en los juegos y las mujeres cantando coplas de doña Concha Piquer, mientras hacían las labores del hogar, que si el barrido, que si el fregado, hincadas de rodillas y con los espartos en las manos, que si con las compras, las comidas y los arrechuchos, pero siempre, en las radios de sus bocas, que otras radios no había salvo la del abuelo Alfredo, que siempre estaba sintonizada o en sus Partes o en su Pirenaica, las coplas flamencas, cantadas bien o cantadas mal, pero cantadas, que poco importaban los afines sino los sonidos, mientras por una puerta salían los “Ojos verdes”, por la otra el “Francisco alegre”, y si la Encarna cantaba “La bien pagá”, Marina le daba al “Capote de grana y oro”, y Misericordia cantaba “Mi jaca”, trotando con la escoba y el trapo de limpiar el polvo, a la vez que le urgía a su Manolo, a levantarse de la cama o de la silla y saliera al Paseo de Jesús a buscar novia, mientras las viejas de los lutos, de los moños y de los delantales que habían pasado la guerra, escuchaban a la juventud mujeril persignándose en los colmos de lo que creían desvergüenzas, siendo no más una extraña alegría de los discos dedicados.

Un arrejunte de sillas en la reunión de un círculo imaginario, como una tribu india alrededor de un fuego y una pipa de la paz hecha con limón y hierbabuena, en la hora quieta de las cinco de la tarde. Las puertas siempre abiertas, porque las puertas de la Casa grande nunca se cerraban ni de noche ni de día, a todo lo más se encajaban, o se ponían unas sillas por detrás para el que llegara tarde, y no tuviera llave, que las casas de la Casa grande eran de llave única que siempre estaba en posesión de las mujeres. Mujeres, hombres y niños en círculo de labores, de cigarrillos o de juegos, hablando de las cosas y los asuntos del día, de los antaños y de los hogaños, sin hacerles caso al mañana del día después, que, a falta de noticias o de los Nodos de los cines, se hablaba de los quehaceres de las casas o de algún escándalo de puertas afuera, o de puertas a dentro, que eran nimiedades tocadas en tremendismo por las cabezas sin academias y sin modernuras, entretanto las mujeres confeccionaban saquitos o colchas de ganchillo, o repasaban y reparaban ropas con agujeros, y los hombres barajaban las cartas o tomaban el vino blanco que era el vino macho de los hombres machos, y los niños escuchaban o reían o jugaban armando muchas bullas y muchas regañinas. O si en el invento de la televisión, que en la Casa grande el primero fue el de la casa de Eduardo y Encarna, las vecindad se arremolinaba en el portal de la Encarna, sentadas en sillas o tiradas por el suelo, para ver las telenovelas, los programas musicales o los Chiripitifláuticos, diciendo barbaridades y buenaventuras de los inventos modernos que traían las otras realidades o las otras aventuras, y un poco como de calma, y un cucha tú con los ojos abiertos y las bocas mudas y embobadas mirando del blanco y negro de las televisiones aquellas, las cosas reales que parecían manadas directamente de los sueños nunca soñados.

Y cuando llegaba la noche, si en invierno, cada cual en su casa y en su cama todos los que pudieran entrar en una cama, o dos o tres o cuatro…, que donde uno cogía bien se podría apañar sitio y espacio para los demás; y si en las noches de verano, donde al vecindario desocupado, sin sueño y casquero, le daba las tantas de la madrugada, y contra más luna más tardía se hacía la acostada, a la puerta de las casas, bajo los aleros de los tejados, se tendían los camastros de las mantas y de las sábanas, y los dueños de la corrala vecinal dormían al aire libre, con el cielo encima reluciente de luna, de estrellas y de planetas, mientras ladraba un perro, maullaba un gato o relinchaba un jumento, y cuando despuntaba la primera claridad del amanecer, tendidos en sus camastros, se daban los buenos días, y alguna preparaba una buena olla de café para invitar a todo el mundo, ya los camastros recogidos y puestos en cualquier sitio para la noche próxima.

Llegando el invierno, a la Casa grande le llegaba la matanza del cochino de los “Callaos” aquel que gruñía en la hijaera de la cuadra comiendo y bebiendo y temiéndole siempre al mes de noviembre, como miedo le tenía a Ana Villa cuando asomaba de visita por la Casa grande, oliendo a las especias del pimentón, la pimienta y el comino, y a cada gruñido daba un retortijón en los estómagos vistiéndolos de fiesta y de alimentos. Era ese día de la matanza del cochino, uno de los dos días de fiesta por la Casa grande, cuando toda la vecindad se juntaba alrededor y en los adentros de la casa de Carmen y Alfredo para asistir al jolgorio y al festín de la matanza, donde había comida para todos y tareas para los demás, para propios y para extraños, para los de aquí y para los de allá. Día glorioso aquel día de la matanza, tan madrugador y tan esclarecido, donde toda la Casa grande colaboraba, y cada cual pillaba su tarea y su trozo de algo, o su pizca de sal y su pizca de pimienta para cantarse algo, y en una farra y jaleo de vecindad en la noche quieta y sepulcral; todos con las manos en la masa y hasta las mujeres se bebían unas copillas del aguardiente de los hombres para acompañar al desayuno de los roscos de anís y de las perrunas.
La matanza del cochino era la gran fiesta del almanaque corralero, su día feriado, su feria real, y su romería, y su jarana primaveral, era la gran fiesta del encalo de la Casa grande: cuando se habían vaciado los estercoleros, los vecinos puestos en blanco, y el corralón puesto en comunidad y vestido de harapos, se encalaban las fachadas de las casas, los vallados de los huertos y de los estercoleros, los empedrados de las cuadras y hasta las pilas de piedra. Cada casa ponía su duro para la compra de la cal y el negocio de los ágapes del festín, que era trabajo y festín la gran fiesta del encalo de la Casa grande, un festín con tortillas de masa, palomitas de maíz, sopaipas de harina y huevo, buñuelos de azúcar, pestiños y picatostes con miel, vinos dulces y refrescos, y el radicasé de un adolescente avispado y puesto en melenas y modernuras, aunque melenas y modernuras muy flamencas, sonando en músicas de Juanito Valderrama y Rafael Farina, y chistes de Cassen y de Andrés Pajares. Manolo “el del picón” traía los pedruscos de cal, pagados religiosamente y al contado, los hombres acarreaban los cantaros de agua de la fuente del Llanete Cerrajero metidos en las aguaderas del mulo o del borrico, y echaban la cal en agua en los grandes bidones metálicos de las petronilas, en la víspera del encalo, y era un gozo mirar esos hervores de volcán queriendo derramarse en lavas blancas, y al siguiente día, en eso del después del yantar y antes de que se viniera la tarde encima, cada mujer con su escoba de encalar en una mano, y su cubeta llena de cal en la otra, cada una en su fachada y en comunidad, en la gran fachada de los vallados, las cuadras y los estercoleros, cada una puesta en un trozo hasta que antes del anochecer, la Casa grande quedaba en casa blanca, refulgente, olorosa y eterna para recibir a la primavera en recordatorio de antiguas deidades y festividades paganas y perdidas, y entonces se abrían los vinos y las limonadas, se soltaban por el aire el vuelo de las maisas para que descendieran hasta las bocas como papelillos de colores, y se comían los dulces y los chocolates, y se cantaban cantos y se bailaban bailes, en solterías o en parejas, y se gastaban bromas y se contaban chistes, y todas las vestimentas eran vestimentas alunaradas de gotas de cal, como si fueran trajes de gitana listos para irse de romería, y se convidaba al viento a entrar en el Corralón a dar el visto bueno del encalo, mientras las gentes que subían y que bajaban por la calle Santa Ana se quedaban mirando y se preguntaban, que si qué verbena era aquella y quienes eran aquellos locos llenos de cal que comían y bebían, y cantaban y bailaban a la sola luz festiva de una bombilla, con todas las casas abiertas e iluminadas, hasta que entraba toda la noche ya en sus buenas horas de la madrugada y los cuerpos cansados se retiraban a sus refugios, a sus abiertos amparos, porque, en la Casa grande, al igual que la puerta del arco de piedra era una entrada sin puertas, como una sombra de puerta siempre abierta, tampoco tenían puertas las casas de adentro, y todas estaban siempre abiertas de par en para demostrar al mundo, que en ese gran corazón de la Casa grande no había secretos que guardar y sí muchos sentimientos que compartir.

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Soledad Morente del Pino, “La Notaria”, y Vicente Chiachío Moreno, “Vicentillo”, eran de la Casa grande sus vecinos más antiguos, de esos que estaban ya desde antes de la guerra, los guardadores de aquella dinastía que se expandió tras acabar la civilada, cuando los soldados abandonaron sus cuarteles, y que trajeron nuevos vecinos y nuevas vidas, pero ellos ya estaban allí y eran los asombrados que veían entrar gentes ocupando las casillas, los que daban las bienvenidas ofreciendo las primeras palabras; moradores de su caseja chiquitilla, esquinera y blanca sobre sus piedras, montada en chimenea y con una sola ventanita, por la que entraba una luz que se quedaba siempre en la parte alta, que para la luz del hogar, era necesario siempre tener la puerta abierta, y que diera un sol muy grande alumbrando las paredes, las almas que daban el parabién a los nuevos rostros que abandonaban sus otras casas o sus otras calles, o descendían del ilusorio coche de caballos de los recién casados para venirse a crear historias y parir hijos por aquella alcazaba del Corralón.

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Soledad Morente del Pino, como una Soledad Montoya lorquiana en su cobre amarillo, y en su carne oliendo a caballo y a sombra: Cuánto Lorca siempre en las mujeres de luto del ayer de los duelos, en aquellas carnes arrugadas y en aquellas caras tan umbrías y cerradas.

A Soledad Morente del Pino le pusieron el mote de “la Notaria” las distraídas lenguas de las gentes que ponen y nombran los nombrajos, aunque bien viniera a ser notaria apuntando los nombres, los hechos y las cosas testamentales de los nuevos personajes que se adentraban a la Casa grande con sus colchones bajo el brazo, unas sábanas, una alcuza llena de aceite, dos platos, dos cucharas, un aguamanil de lata y un lebrillo de barro donde lavarse las manos y los brazos que ocupaban sus nuevas chozas para intentar ser felices para siempre tras tanta bala y tantas ausencias. A Soledad Morente del Pino la nombraban como “la Notaria”, por aquello de ser la criada de todos los trabajos y todas las cosas en la casa del notario llamado “el Notario de Espejo”, que tenía vivienda y posesiones con criadas de cofia y con criadas de negros, por aquellos años de postguerra y depresión , en el número uno de la Carrera de Jesús, y a cuya noble, bella y adamada esposa también la llamaban “La Notaria”, en una adherencia, trabazón y soldadura más poderosa que las alianzas, y mejor vista que otros nombrajos de bajo pelaje aunque de tan bellos sonidos y tan clarividentes designios.

Por aquello de los trabajos de criada de Soledad Morente en la casona de los Notarios del Arco de la Plaza, a la bienvenidera de la Casa grande se le quedó el remoquete de “la Notaria”, y tanto se le pegó el mote a su figura, su presencia y su prestancia, que como notaria ejercía en los adentros del arco de piedra, y como notaria tomaba notas analfabetas y las pegaba a su frente para que todo, en el corralón, tuviera su firma, su sello, y su beneplácito. Chacha y maritornes de los Notarios nobles en el día de sus jornales sin aseguranzas y sin jubilaciones posteriores ni jubileos con misas, de un lunes hasta un domingo lavando platos y haciendo camas, y fregando suelos hincada de rodillas con su cubo de agua y su esparto en la mano. Mujer hincada siempre sacando brillos a los suelos, por eso, ya en su vejez, se le quedó aquel cuerpo encorvado de haberse agachado tanto, en lo propio y en lo ajeno, más en lo ajeno que en lo propio, pues, amén de criada en la casa de los propios de la notaría, también era criada por horas que iba de señorito en señorito y de dama en dama, de alta cuna y de baja cama, quitando estorbos de en medio y suciedades ajenas, mientras las señoronas tomaban el té de la tarde hablando por la novedad de los teléfonos, o jugando juegos de tresillo, por las tres o cuatro cáscaras de habas que vinieran bien en darle, o aquella mítica jarrica de las que tantas y tantas criadas de postguerra, viudas, preseras o señaladas, obtenían por sus trabajos, y que eran desperdicios que bienvenidos eran para freír los cuantos pescuezos de pavo y los dos abanicos de boquerones:

Soledad Morente del Pino, a la puerta de su chavolilla, mientras se prepara y toma fuerzo la candela de las trévedes, limpia de unos puñados de harina los muchos gusanos que llevan:

-Soledad Morente del Pino, gitana sin guitarra y sin gitanería, ¿qué hace usted a estas horas de la tarde tan puesta en harinas y tan entretenida en los despiojes blancos?

-Aquí, que una la señora a la que le he fregado los suelos con agua y con lejía, me ha dado en compensación, esta estraza de harina llena de gusanos, a los que intento apartar de los blancos para que se los coman las gallinas.

-Más gusanos que harina se ven en tus manos, Soledad Morente…

-¿Usted cree, Juana el Carmen, que si estos gusanos, en lugar de que se los coman las gallinas, los fuera rejuntando para meterlos en las conchas vacías de los caracoles, pasarían estos gusanos y estos caracoles por caracoles de verdad con los que hacer un guiso con un algo de carne de alimento?

-Malamente resultarían, que se saldrían volando de las conchas para ocupar la casa, y andaría la casa tan llena de gusanos que más que casa, parecería ataúd de muerto reciente al que vienen a visitar los devoradores.

Soledad Morente del Pino, pone aceite sobre el perol, echa los puñados de harina, una poquilla de azúcar, un buen buche de agua, y comienza a menear el ungüento hasta formar la consistencia de las dulces gachas de harina y agua, que luego comen Soledad y Vicentillo al amor de la candela, con las unas manos comiendo, con más hambre que asco, y con las otras, apartando gusanos y grumos sin diluir, hasta quedar los estómagos repletos para tener un buen sueño, de esos como las siestas, roncados y sin desespero.

A la Soledad Morente del Pino, se la empezó a conocer mejor, por los nuevos habitantes de la Casa grande, cuando ya la Soledad Morente del Pino era viejuca arrugada que ya no paraba en las casas ajenas para hacer sus trabajos, que ya su cuerpo no estaba para andar tirada por los suelos, que bastante tenía ella con las ocho losetas de su casa y los jaleos de nietos que la colmaban de quehaceres y de buenaventuras.

Así que, Soledad Morente, a la Soledad del moño en la nuca estirado para atrás como una lengua que pasa, y con sus dos pendientes de plata en sus perlas negras, y sus ojos lánguidos, extraños y miradores, y su boca sumida ya, como boca sin dientes dada a todas las gachas ya todos los chupeteos, y las manos aún firmes aunque temblorosas y sin anillos, aunque arrugadas por tantos siglos, le endiñaron el cuelgavelas de “la Notaria”, que Soledad aceptó, como se aceptan las cosas que ya no tienen remedio, y aunque lo tuvieren, difíciles de volverlas del revés. Notaria sin más notaría que la propia de sus pobrezas, sus despertares y sus esfuerzos para llenar un puchero, tres hijos como tres soles que abandonaron el hogar para arrear hacia los hogares propios, y una carga de nietos que le llegaban para ocuparle su casilla con las inocentes risas que suelen dar los pocos años.

A Vicente Chiachío Moreno, le pusieron de adorno lo de “Vicentillo”, en la mordaza, la moraleja y la contradicción del mal acompañar a su talla, que era Vicentillo un hombre alto y enteco, delgado como vara y ondulante como mimbre, que se abrochaba su blusón pajizo hasta la nuez del pescuezo para ocultar la camisa que no llevaba, o para que nunca le entraran los tiempos en los adentros de su cuerpo avejentado, si en el verano, los calores derramados en chorreones por su pecho, si en invierno, temiendo que los fríos se le agarraran a su garganta y lo tuvieran en cama, arropado hasta los ojos y con la bolsa de goma del agua caliente pegada a su cintura como una mano cálida y clementísima, que malamente venía la cama al pobre con enfermedades, que día no trabajado era día no comido, o día de poco comer, si no, pan con aceite, y alguna raspa de bacalao que daba mucha sed pero poco aguante para la bandurría del estómago, o un cachillo de tocino añejo del de echar al cocido.

Ya también, cuando los nuevos corraleros conocimos a Vicentillo, al igual que su Soledad, Vicentillo ya era un viejecillo dado a las ganancias decorosas de otros asuntos, que ya pasaron sus años mozos hasta la sesentona, que mientras su Soledad se desalmaba andaba fregando suelos y quitando castañas y merluzas, andaba el Vicente Chiachío Moreno por esos todos los campos de Porcuna, si en la siega la siega, si en el garbanzo el garbanzo, si en la aceituna aceituna, y cuando no, tres cuartas de melonar con diez matas de melones, que cuanto menos, lo que por un lado se perdía por otro se ahorraba en fruta, y a falta de viandas, tajadas de melón y la imaginación muy amplia para ver en cada bocado una cosa de sangre bajando por la garganta llena de terneros y corderillos nadando en las aguas de su estómago, y cuando los campos daban en escaseces, en depresiones, en sequías o con los jornales de prenda mensual y pocas pesetas, Vicentillo se daba a otros asuntos y a otros menesteres para traer al hogar de la Casa grande sus monedas sueltas, y lo mismo se veía a Vicentillo en el amanecer de la Plaza de abastos ayudando a los hortelanos, carniceros, pescaderos y otras lindes del b buen comerciar en la Plaza a montar y a desmontar sus puestos haciéndole competencias al Arturé I de Porcuna, e iba descargando mulos y cargando carros de un puesto a otro, y a la vuelta del mediodía en el trabajo inverso de desocupar los puestos y las lonjas volviendo a cargar los carros y las bestias, llevándose para la casa unas cuantas pesetas y los avíos para un cocido o para una ensalada de verano, e igual por las tardes se iba a la tiendecilla escueta y oliendo a cueros de “Los Tonticos”, el Aurelio y el Amando, por la calle Villa que luego fue Fernán Pérez en honor del gran dóctor y meritorio escribiente, donde Vicente Chiachío hacia de todo un poco en lo que fuera precisar y menester, que lo mismo bajaba cajas de zapatos que despachaba betunes y envolvía coreíllas, que igual hacía las cuentas de la vieja para cobrar a los menesterosos de las compras, puesto entonces el Vicentillo en sus ropas más galanas y decentes, o de las de más preciso y precioso mirar, y con las manos blancas como si fueran manos de escribiente municipal, o en el tajo y el atajo de las bebidas, cogía carrillo y pies y se iba para las casas y para los bares llevando los toneles y garrafas de vino, las cajas de cerveza y las botellas de colores de las gaseosas, esquivando mulos y apartando piernas, varoniles o con medias sin sedas; de todo un poco en los ajetreados días de Vicente, aquel que no conocimos los recién llegados a la Casa grande por los años sesenta, pero del que hababan la memoria y las gentes del lugar, que cuando llegamos, ya andaba Vicentillo en sus años viejos y para las cosas de la fuente del agua y los chuches de los azafates cuando su Soledad le permitía meterse en ellos. Viejecillo ya el don Vicente Chiachío Moreno para los que llegamos a la Casa grande sin saber de sus pasados más que las marcas de los ayeres grabadas en sus ojos, en su frente despejada y en su pelo que se iba tornando gris y en sus orejas despegadas como de hombre que ha escuchado mucho y ha tenido demasiados ruidos de bombas y de disparos atronándole en la cabeza y rompiéndole los tímpanos:

-Vicentillo, el día que te quedes sin tu Soledad Morente del Pino, ¿que hará usted con tanta soledad y con tanto pensar los pensamientos antiguos y las antiguas compañías en hombre que ama tanto a su Soledad?

-Ya está el gafe, el sordomudo, el tontainas y el cenizo suponiendo ausencias como si en ellas le fuera la vida, la propia y la de los demás.

-Ya, entendido, Vicentillo Chiachío Moreno, pero ¿Qué hará el Vicentillo cuando el alma de su vida que es su Soledad se le vaya para siempre y ya no tenga querencias de mujer tan amada y ya no haga más que ver los retratos de las fotografías y los ajuares no gastados?

-Y sí me muero yo antes ¿qué?, que también me puedo morir yo antes, sabe usted…

-Saber lo sé, Vicente Chiachío Moreno, pero ¿qué hará usted si un día su Soledad se le queda muerta en sus brazos, como una Angustias y un Cristo, usted que no puede vivir sin su Soledad después de siglos siendo de ella su sombra?

- Arrempujar el carro de la Soledad de San Benito, en su Viernes Santo y en su Cuatro de Septiembre, que a falta de pan, de carne y de compañía, bien viene en el recuerdo de su nombre la Virgen de la Soledad a la que tanta devoción le tiene la Soledad mía, y así quisiera morirme yo, empujando el carro de la Virgen de la Soledad para hacer con la suya, una comunión mía y para que sienta siempre que nunca olvidarla pude.

Cuando murió su Soledad Morente del Pino, Vicentillo derramó todas las lágrimas del mundo, exclamó todos los te quiero guardados en sus boca y en su alma, y cada Viernes Santo, y cada Cuatro de Septiembre, se veía a Vicentillo detrás de la Virgen de la Soledad empujando su carro como una promesa de amor eterno, desde que la Virgen salía por la puerta de la iglesia de San Benito, hasta que la Virgen volvía a entrar por sus portalones. Un Vicentillo viejo con su mejor traje en su mejor blusón y en sus mejores alpargatas en los sudores de ir dando empujes al carro de la Virgen de la Soledad, y a cada empujón que daba al carro, Vicentillo sentía que se le abrían los cielos por donde aparecía el rostro de su muerta Soledad Morente del Pino guiñándole un ojo y saludándolo con sus manos. Qué imagen aquella tan retratada, y tan perdida, y tan oculta, y tan misteriosamente secreta la de ese cuadro de Semana Santa, con la procesión retratada de espaldas y Vicentillo inclinado sobre el carro milagrero ayudando a la Virgen de la Soledad a subir las cuestas, y en la bajada de San Benito, tirando de Ella para que no se le fuera a desbocar calle abajo y quedará incrustada entre los árboles pimenteros. Encerrada la Virgen, Vicentillo se la quedaba mirando, derramaba su racimo de lágrimas y en el rostro de la Soledad veía a la amada más guapa que nunca que lo miraba tierna y enamorada en ese amor que sólo saben darse los viejecillos y que sólo los viejecillos saben y comprenden, y luego se subía la calle Santa Ana hacia arriba, le abría a la Casa grande sus nunca vistas puertas, se encerraba en su caseja tan igual como siempre, en sus mismas hechuras y en sus mismos ingredientes, se metía en la cama y le pedía a la Virgen que para la próxima procesión, le tuviera ya reservado un lugar al lado de su Soledad Morente del Pino, que ya para qué más vida, si ya todo estaba hecho y todo el pescado vendido, y a día que amanecía, día quieto, y a día que anochecía, muchos recuerdos y muchas resignaciones contenidas.

Pero eso aconteció más tarde, en el aluego de la vejez profunda, de los cansancios últimos y del nicho con fotografía y flores en el Día de los difuntos por el sacramental.

Los desamparos de algunos de aquellos ancianos del ayer, los que tras años y años trabajando campos y sirviendo a señores, sin más seguros que el seguro de no ser contratados nunca más, con tal que a la mínima levantaran la voz o pusieran algún mal gesto, una mala postura o una peor caricatura, o alguna manía patronal dada en ideología y otras superioridades con poderes, hacía que a algunos vejetes sin paga de jubilación se les concedieran en el beneplácito de sus pobrezas y sus vejeces sin nada, unos puestecillos exíguos para vender chucherías, bien en sus casas o bien paseando canastos por las calles de Porcuna: “La Bartola”, María “la Coca”, Providencia o Soledad, a la que se le concedió licencia sin licenciatura para explotar negocios empresariales en sus más escasos beneficios y en su única trabajadora, no más que para el poder comer un hoyo con aceite, o una cena ligera de manzana sobre las ascuas, o algún desayuno como los que hacía Soledad, en el tibio amanecer de todos los días y de todas las estaciones de su vejez, en aquellos despertares aún oscuros en que se despertaban y se levantaban los viejos haciendo de gallos de corral y de mochuelos sobre los acebuches.

Soledad “la Notaria” en cada amanecer de sus años fatigados desayunaba en incubatia medicina, un huevo crudo batido con un chorreón de vino quina Santa Catalina, que más que vino era como medicamento para los ancianos, un componente vitamínico y drogado que le reconstituía su cuerpo arcaico, fósil y tan ajado y tan agachado ya, y unas gotas de miel de caña de la Virgen del Carmen. Y ahí se ponía Soledad Morente del Pino en el vano de la puerta de su casa y aún con el Corralón roncando, esperando la salida del sol. Sola en la madrugada como una umbría irreal recortada por los blancos de la cal que la hacían arco sobre su cuerpo menudo y de tan negro y tan encorvado, tocando el despertador de la cucharilla de lata en los adentros del vaso, moviendo y removiendo el huevo, la quina y la miel, hasta volverlo marrón y digerible. Entonces, Soledad “la Notaria”, con parsimonia de placer culinario, se acercaba el vaso con el mejunje a la boca y se lo iba bebiendo poquito a poco, espeso y dulce, a pequeños sorbos para que no se le hicieran nudos en la garganta ni vacíos en el estómago y la hicieran toser o arrojar, sintiendo por el interior de la casa los pasos quedos de su Vicentillo, que ya puesto en sus mismas ropas de siempre, se le acercaba para darle un beso de buenos días, mirando el cielo por si andaba nublo o andaba con estrellas, y saliendo al Corralón para ver las pilas de las aguas, si en estío con burbujas, si en frío, escarchadas como pistas de hielo por la que podían patinar los suspiros o los vahos de las bocas.

A la casa de Vicentillo y Soledad, íbamos los niños y los mayores, y hasta los de en medio, a comprarle a la dueña de la cesta las bolsas de pipas, donde, a veces salían billetes antiguos de cinco pesetas que ya no tenían valor o que eran directamente falsos y de juguete, pero que, como premio de tómbola, nos gustaba enseñar a las gentes sintiéndonos ricos por un día.

Soledad Morente mordisqueaba las gordas que le entregábamos para comprobar que eran monedas de verdad, las metía en su bolsillo del delantal y nos daba las chucherías para degustar en la mañana, antes de marchar para las escuelas, y a la puerta de Soledad se le formaba una fila india de niños cargados con sus carteras, con las cremalleras rotas por donde se asomaban las cartillas y los deberes sin hacer, quizá un nuevo lapicero al que se le rompió la mina, y si los Reyes magos habían sido buenos, un plumier con lápices de colores con los que ponerle colores a la vida.

Cuando la casa de Soledad se quedaba sin niños, agarraba Soledad su cesta con las delicias de las chucherías y se iba para la Plazoleta a pararse y ponerse en las esquinas por las que pasaban los demás niños, y las mujeres de la Plaza, y los hombres que, puestos a las puertas de la taberna de Benito “El Guiñolero”, aguardaban los jornales, que a veces llegaban, y otras veces no; y allí Soledad Morente, apoyada en su esquina como una meretriz de golosinas, que, cuando se quedaba sin clientes, se buscaba la vida por las calles, o se pasaba por la Acción Católica, si era tiempo de aceituna y guardería para buscar la concurrencia de los mocosos.

Soledad Morente del Pino de calle en calle, menuda como una llaga, solemne como una aparición, apartaba las nubes de la aurora ofreciendo en sus manos los cuatro cartuchos de pipas con sal tostadas en yesos, los palotes de fresa y nata, los turrolates de almendra tan de tiempos de aceituna y las chocolatinas con cromos, o los pirulines pinchados en las grandes y gruesas hojas verdes de las chumberas a las que le había quitado las espinas.
Calle por calle pregonera de sus productos y sus ofrendas, con la cesta de varetas bajo el brazo consagrando gollerías por la limosna de unas perrillas, y a falta de sonrisa, Soledad “la Notaria” mostrando sus ropas negras como si fuera viuda la que marido tenía:

-¿Quedaste viuda, Soledad?

-Dios quiera que no, decía Soledad espantada y persignándose los cuatro puntos cardinales de su cara y el centro de su pecho.

-Como vas tan en negros de luto y conmovida la cara como si hubieras llorado mucho…, decían los puntos suspensivos de las bocas.

-A los años estos tan viejos ya sólo le pegan los lutos de los negros, que el más mínimo color desafina con las arrugas y con los cuerpos encogidos.

-¿Y entonces, por dónde anda tu Vicente Chiachío Moreno, Soledad?

-Por alguna de las fuentes anda el pobretico, con el frío de la mañana poniendo orden a las hileras de los cántaros, evitando discusiones y peleas y cobrando las cargas de agua.

A los viejecillos desamparados y sin pagas de jubilación, amén de patentes de chicles y de jobitos, también les daban la concesión de alguna fuente del agua, de aquellas fuentes del agua por Cerrajero, por San Juan, por San Lorenzo, por la calle Torrubia o por el depósito del agua.

A Vicentillo Chiachío le otorgaron la fuente de la calle Torrubia, y dentro de esa maravilla de piedra, recibía Vicentillo a los cántaros y a las gentes de los cántaros, y a las bestias de las cargas puestas en aguaderas y en cántaros de barro. Vicentillo en su silla, como un viejo que ya no puede tenerse en pie, poniendo en orden a las gentes y hasta poniendo en orden o en adiós al tonto de turno, que ilusionado de falangismos y boberías andaba con la vareta de olivo en la mano dando varazos a los culos de las mujeres y de los hombres que levantaran la mínima voz, y si quejas había por los varazos, el tonto, al que le podríamos llamar Antonio, y no nos andaríamos descaminados ni yerros, llevaba la denuncia al hogar de la Falange , y a la tarde o a la noche, al que levantó la voz o a la que se protestaba por el varazo en las nalgas, le llegaba la visita del municipal con gorra o del guardia civil con tricornio, y ya se sabía, más o menos, en lo que les podía pasar y les pasaba…

Vicente Chiachío, “Vicentillo” era quisquilloso, meticuloso , agraz y mucho con las pagas del agua y con los cambios, y andaba tiquismiquis y presuntuoso con la que se la quería pasar de lista dándole gorda por real, verdadero por falso, y hasta que en su mano no se posaba el dinero justo, y hasta que no, agarraba el cántaro por las orejas del mal pagador y lo guardaba dentro hasta que el pago falso fuera pago verdadero, aunque algunas veces se hacía el ciego, el mudo y el despistado, mirando para el otro lado de su alma, y ante la pobreza extrema de la que no podía pagar el agua, la dejaba pasar, y a la virtud la honra del bien hecho.

Guardador de la fuente de la calle Torrubia y de aquellas piedras donde la humedad de cueva se bosquejaba por las paredes simulando sótanos y aljibes romanos. Bendición de las fuentes de aquellos años y de aquellas eras, en que el agua llegó al pueblo haciéndolo todo un poco más fácil y un algo más chistoso y hasta entretenido, a pesar del tonto de la vara de turno, el que repartía varazos, váyase a saber por qué motivos y por qué simplezas, y ponía denuncias como dictando falsas y arriesgadas justicias.

Y acabada la cena de la jornada del agua se le acababa a Vicentillo el trasiego de los cántaros. Vicentillo se pasaba por el Ayuntamiento vestido de mariscal de campo o de recaudador de impuestos que entra al Ayuntamiento cargado de cuartos y de monedas de oro sonando en muchas monedas de poco valor dentro de sus bolsillos. En la oficina de arbitrios vaciaba Vicentillo sus bolsillos y tras ser contados por el oficinista, le daba éste a Vicentillo su tanto por ciento de las ganancias en sus tareas de fuente, vaciando el resto en el cajón de las calderillas sonando como centimicos de falsa plata cayendo de un bautizo.

A la Soledad Morente, también le llegó su hora de ser guardadora de una fuente, con el tanto por ciento pequeño del beneficio, pero suficiente para componer mesa sin mantel para alimentar a dos viejos y a una casa con dos bombillas y una hornilla blanca para el carbón negro, que, cuando a Soledad Morente se le cansaron sus piernas de andarse las calles con la cesta de las delicadezas quitahambres colgada de su brazo, y el cuerpo se le fue inclinando más hasta ya ver más suelo que cielo, la dieron en propiedad de alquilariado sin alquiler, la fuente del Llanete Cerrajero para el mismo oficio que a su Vicentillo- que, a veces se turnaban en la parca limosna de las fuentes, yendo y viniendo al mejor elegir- poner orden, vigilar cántaros que se vigilaban solos, cobrar aguas, y poner en huída al bobo de la vareta cuando le era menester o cuando se dejaba hacer, que en el fondo era simple aunque muy subido, o se le nublaban sus ínfulas y sus desagravios de chivato y carcelero, y en perrillo faldero se le iba calle abajo o calle arriba, quizá con una bolsa de jobitos en su boca sin dientes, pero, de las veces, en las más, las menos.

Metida en la cuevecilla de la fuente, Soledad pasaba los últimos días de su vida en el espectáculo de las aguas traídas, de los cántaros en fila y de las gentes matinales, y cuando ya no pudo aguantar más, se murió tranquila, en aquella agonía que vio el poeta, bajo el blanco de sus sábanas espesas, sintiéndose con el deber perfecta y armoniosamente cumplido, y cuando Vicentillo también dejó de servir en la fuente de la calle Torrubia, y ya sólo esperaba el Viernes Santo o el Cuatro de septiembre, para acompañar a su Soledad Morente del Pino reflejada en el rostro lacrimoso de la Virgen de la Soledad, se encerró en sí mismo, y sentado en su silla, a la puerta de su casa, veía a las gentes ir y venir como si ya sólo fueran extraños abriéndose en una vida que a él ya no le pertenecía.

De la Casa grande, aquel museo etnográfico al traspelo de los tiempos, no salió ninguna boda, ni en novia ni en novio, pero salieron algunos entierros y algunas huidas a otros sitios, a otras economías y hacía otras verdades.

Por el arco de piedra de la Casa grande pasaron y salieron los féretros de la chacha Juana el Carmen “la Capota”, de Misericordia “la Pacharca”, y los de Carmen “la Coja” y de Alfredo “el Callao”, y de exteriores, se fueron para el sacramental, Juana María y Manuel “Batato”, y Pedro “Maraña” y Manuela, y Antonio Gallo y Manuela “la Maestra”, y Gonzalo y Francisca, y Adelaida y Domingo. Misericordia “la Gallica y Manuel “el Beato”, con el Manolo, la Puri y la Pili hicieron las maletas, cogieron autobús y se fueron a Montesinos a plantar huertas y a recolectar hortalizas. Eduardo “el Afilaor”, y Encarna “la Pina”, con la Dulce, el Eduardo, la Adelaida y la Elenita, también hicieron las maletas, y a falta de trabajos por el pueblo tiraron para Valencia con el camión de las mudanzas y una nostalgia de tiempo ido por la Casa grande, de encalos, de matanzas y de tertulias con los corraleros de la vecindad que ya no habrían de volver jamás.

Y a la Casa grande le llegaron sus nuevos habitantes y sus nuevos destinos. Le llegó Francisco Manuel “el Pancho padre” cuando ya dejó de servir de casero por los cortijos. Llegaron Elena y los Antonios “Pinos”, padre e hijo, y Pepe “Adana” compró la casa de Soledad y Vicentillo y la convirtió en cuadra para tener a su mula. Sebastián “Esparraguito” compró la casa de Misericordia “la Pacharca” para también tener mula y aperos de labranza. Luego, “el Pancho padre” le compró a “la Gallica” y al “Beato” la casa para su hija Ana, y se vinieron de la Cruz de la Monja hasta la Casa grande, la Ana, y el Manolo “Pitilillo” con la carga de hijos, la Conchi, el Francisco, el Antonio y el Manolín. Llegaron la Antonia Sansaloni y Manuel “Parreño” obrando la casa de “los Callaos”, y le llegó “Perucho” para llenar la Casa grande de ladradores perros cazadores que no dejaban dormir a nadie, le puso muralla ilegal y cruel al bello y melancólico llanetillo de guijarros de Misericordia “la Pacharca” cerrando la belleza del patio comunero con muro infame. Luego le tiraron a la Casa grande sus estercoleros y sus cuadras y levantaron cocheras sin coches y el mesón de Antonio “El Pancho” lleno de fotos de cantaores flamencos de las Besanas y propaganda electoral y popular enmarcada como ídolos, y tiraron el bello vallado de piedra del huerto de Juana María y “Batato”, y lo pusieron moderno y enlucido.

A la Casa grande se le levantaron sus cimientos y se la puso en baldosas rojiblancas, decentes y cómodas para pasear los que ya no paseaban nunca, se le pusieron bancos de hierro y farolas de pared que dan demasiada luz para tan demasiado silencio.

Talaron el olivo de las pocas aceitunas y el jardín del poeta fue llevado a Martos para tener en su destierro una foto de aquel Corralón de sus segundos antaños, en sus plantas y en sus flores, y con todo, aún sigue en pie, e igual que siempre, la caseja de Soledad y Vicentillo, con sus piedras encaladas y su chimenea sin humo, y su ventanilla enana en el alto de las cámaras, y sentimientos de nostalgia puestos en aquellos días tan pasados ya y tan en blanco y negro, donde la Casa grande era una luz que al amanecer despertaba los ojos y desperezaba los cuerpos, y comenzaban las palabras y las sagradas y bienaventuradas convivencias.

Tras el arco de piedra las casillas blancas, vecindades con labranzas y asuntos de trapo y escoba, voces que daban la coba, voces que abrían sus puertas; rostros color de consejas y muchos niños jugando. Un mundo hecho de trapo y de jarros y de huellas. Corralón sin antenas mas con altas chimeneas lanzando humos y olores al cantar de los cantores y al sabor de los guisados. Dentro un mundo de caos resuelto en gestos y risas, las manos como cornisas, los pechos como gargantas, para lo malo bonanzas y a lo bueno ofrecimientos, la Casa de los contentos trayendo y llevando gentes: portavoz de los dolientes, dador de los oprimidos. Casa con muertos y vivos, Casa de vino y trabajos. Por el lugar de los barros las gentes del Corralón tomaban la comunión por la boca de los ojos. Corralón de bondadosos, Porcuna en su alma plena. El olor de la azucena limpiando como incensarios. Días de Dios y de Diablo, días de todo y de nada, días de hadas y de duendes, días de olivos y de fraguas. Casa con joyas y llagas, Casa con sombras y soles, por el mar de los amores las barquillas corraleras subían por las estrellas hasta cambiarle la cara al dueño de las jornadas hasta ponerlas decentes. Soledad con su aguardiente de huevo crudo con quina, Vicentillo en una esquina guardando cántaros huecos; dador de los alfabetos la Casa grande en su esencia, y una tribu con conciencia abriendo la luz del día por donde la algarabía y las compartidas casas. Por fuera un mundo de losas y de espejos sin miradas. A la luz de la jornada el Corralón en faenas: gentes de risas y penas, gentes sin prisas ni pausas. En el mundo de las casas las puertas abiertas siempre, para que entrara quien entre, sólo apartar cortinón, con un humo de tizón formando sus propias nubes, y sus propias soñolencias. Corralón que ya es ausencia, Corralón que ya es recuerdo, la Casa grande se ha abierto, la Casa grande se ha ido, y yo busco sólo el nido de Vicente y Soledad, una fruta de otra edad y una aurora en blanco y negro.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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