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Manuela Sanchez y Manuel Delgado, la Estampa de los hortelanos

Porcuna ha gozado siempre, desde que el tiempo es tiempo de ser contado, o al menos en el siempre que conocemos, el que nos han referido y relatado, el siempre del que hablan los escritos y los apuntes, verdaderos o apócrifos, cuando no inventados, incluso en el siempre que imaginan los grandes imagineros y tallistas de las arqueologías, los que tasan, figuran y sospechan los signos y las leyendas misteriosas y otros escritos sin averiguaciones, y a pesar de todo creídos y hasta reídos también, de ser lugar y paraje de hermosas, frescas, húmedas, caudalosas y acaudaladas, cultivadas, fructíferas, productivas y hasta melancólicas huertas, de esas que se dan, o que se daban, allende las fronteras altas de las casillas del pueblo, tan altas, tan atalayadas, tan protectoras salvo por la Cabra Mocha, que es por donde siempre nos han llegado los invasores y demás batidas de bandoleros, conquistadores o salva patrias, rodeadas de pozos, fuentes, acequias, arroyos y norias, y cuando no lluvias, y cuando éstas menos, un poco de ruciá chorreando de los membrillos o una manotá de escarcha dejando caer sus estalactitas por el gris macilento de las higueras de otoño, y cuando más peor, rebaños de ganados dejando sus amarillos junto a las matas de las tomateras y otras delicias del paladar vegetariano, mientras comían los no salutíferos verdes de las coles y otros verdes del mal digerir y de peor preñar:

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-Malamente bajan las fuentes y los arroyos en este hogaño, señor hortelano, que ni cuatro aceitunas cargan los olivos y andan los trigos enanos y secos como rastrojos, al punto de la yesca del sol inclemente.

-Malamente y peor, señor cabrero. Dese una vuelta con su rebaño por estas matillas de pencas, para que suelten las aguas menores sus cabras, que, a falta de pan, ya se sabe, a ver si al menos, no se me hueran y trivializan los pocos alcarciles que las embarazan, y pueden dar no más sea para un almuercillo de mediodía con unos cuantos ajos de secano y un pan duro y asentao de antes de ayer de mañana.

Porcuna siempre ha podido, y cuando no sabido, presumir de sus hermosas huertas tan llenas de verdes y de humedales, tan paisajísticas descendiendo del pueblo por las cuestas que la expanden como mapamundi abierto a todos los caminos del mundo. Primorosas y entretenidas huertas al amor y al trabajo de las fuentes y humedales, y de los hombres y mujeres que las trabajaban en el sol a sol de todos los días para abastecer de frutas y verduras de temporada los puestos de la Plaza en el intercambio de los cobres y otros hierros por los verdes más verdes del lugar.

Como también Porcuna gozaba, que uno no sabe, con esto de la modernidad tan avanzada y tan pusilánime, cuando no desvergonzada y atracativamente insutil, como tampoco sabe uno si darlo todo al pasado fructífero o deleznable, o encajarlo aún en el aún presente, por donde vamos y venimos sin saber, a ciencia cierta o a marcha martillo, ni a dónde vamos ni por dónde venimos, goza aún de haber aquellos muchos huertos de antaño, por aquellos corrales de las casas y otros descampados; aquellos huertos familiares y recogidos, con sus vallados de piedra y sus musgos de hiberno, donde al amor de las solanas y los días plácidos de los entretenimientos menos avanzados que los entretenimientos de hoy en día, florecían las verduras y los árboles frutales del lugar, el membrillo, la higuera, el peral, la manzana de huerta y la parra de setiembre para la manutención económica y sana de las familias particulares, o algún regalo de extra y amistad para las más allegadas y disfrutadoras gentes, mientras correteaban por las matas unas cuantas gallinas con su gallo macho al acecho, al reclamo y a la guarda, preparándose para dar lugar, con el engorde de los días y los buenos alimentos del trigo y las lombrices de tierra, al sabroso yantar de las pepitorias y otros fritos al ajillo, que vistas las carnes de hoy, son suculentos recuerdos que aún se sienten en la memoria aunque ya no se asienten ni se gocen en el extraño, simple y parco paladar de nuestras bocas de hoy en día y en nuestras pituitarias tan hechas a lo artificial de los olores y los sabores, cuando en olores se dan los alimentos sin olor, y en sabores lo que a nada sabe.

Huertas vergeles, medievales casi, a las que sólo le hacían falta la sombra de algún castillo para dibujarlas en los libros antañosos y relucientes, y en las estampas castellanas, mientras tanto, se conformaban con las sombras de las atalayas y los lindones, y ese rumor de aguas sonando sus músicas y sus frescores, y ese trajinar de rebaños bajando o subiendo los empedrados caminos pecuarios, dejando por aquí y por allá, los estiércoles alimenticios, y el sonido pastoril de los cencerros y las voces camperas rejuntándolas por los caminos.

Huertas vergeles las de los grandes hortelanos, los mañaneros aquellos que sabían de todos los fríos y en el buen tiempo, lo de una salida de sol bien plantada y mejor apreciada, y siempre en sus verdes y en sus temporadas, si temporada de tomate tomate y melocotones, y si en invierno, coliflor y granadas, y en aquellos huertos de andar por casa, los del descansillo y la tarea alimenticia de los entretenimientos, con sus cuatro pencas, sus cuatro lechugas, unas matas de habas y algunos tomates verdes que, en el fluir parsimonioso y preciso de los días, se iban vistiendo de colorados, como un rostro de muchacha en flor con arrobos y vergüenzas de ser la más bonita del baile o del Paseo de Jesús.

Huertas por el Vélez, por la Galga, por el Horcón o por el Arroyo Alcázar. Alumbradoras y sedantes, expandidas como tierra que se va conquistando, y a la vez aisladas, para que no le llegaran a sus verdes los blancos, los nublados, ni las conversaciones del mal de ojo. Y sus huertos por las casas de las calles venideras de las entradas al pueblo, tan tranquilos, tan recogidos, tan satisfechos y satisfactorios, por San Marcos, por el Comero, por las Casas Nuevas, por la Ronda Marconi, por el Reventón; huertos que al menor descuido del amo, saltábamos los niños para degustar los cogollitos tiernos de las lechugas o las habillas en leche: huertillos con sus pozos, y sus cubos de lata, arrinconados ahí, al amor de unos vallados de piedra por donde se escondían las lagartijas y acechaban los lagartos verdes buscando los siempre perdidos anillos de los esponsales lorquianos.

O aquellos otros huertecillos improvisados, casi clandestinos, maquis de las escondidas sin más armas que defender que los disparos de los meloncillos amargos; apaciguadores al socaire, arrimo, protección y beneficencia del invernadero de las ramas de los olivos viejos, si no centenarios, ya pareciéndolos o improvisándolos, con sus cuatro habas, sus ristras de cebollas y cebolletas en filas indias, y unas matejas con cabezas de ajos, subterráneos, arqueólogos, como vegetales con muchas vergüenzas y mucho aroma.

Huertecillos por los cortijos solitarios y por las cortijadas con escuelas o con recreos; con los caseros cuidando las verduras del amo y las verduras del consumo propio, el legal y consentido, o el escamoteado y pícaro; amanecientes y rectilíneas, gozosas y golosas, dibujándole a los paisajes de los trigos en sus amarillos, un edén de verdes camuflados por donde inquietaban los espantapájaros vestidos de peoneros, con sus pantalones de pana, sus blusones sin color y sus sombreros de paja, y sus narices de pinocho para engañar a los pájaros y a otras aves sin alas y dadas a llenarse las alforjas en la ida y vuelta de las caminatas por los tajos de la siega.

Un festín de huertas, huertos y huertillos alimentando a la Porcuna vegetariana, y tanto dando más, que también alimentaba a otros pueblos de los alrededores: Lopera, Cañete, Valenzuela, Higuera de Calatrava, por donde también iban nuestros hortelanos porcuneros cargadas sus mulas de serones y otros fardos y otras redes, reluciendo mañaneros al trote verde de los caminos aún sin amanecer del todo:

-Buenos días y mejor madrugadas tenga el maestro hortelano Manuel “Folleta”

-Buenos días para el maestro segador, con hoz y sin martillo, señor de todos los nombres, de todos los trabajos y de todos los sudores.

-Andando con su mula veo que va para el pueblo vecino de Valenzuela, cuando aún el sol perezoso no sabe abrirse en el cielo.

-Dios mediante para Valenzuela andamos con las cuatro cosillas que la huerta ha dado esta mañana, para que, antes que amanezca del todo, tenga yo ya mi puestecico puesto garrampón en su mercado, que es alguna la competencia y al que se descuida, se le cuecen las verduras por el camino de vuelta.

-Pues que buenas ventas hallares y mejores ganancias encontrares, Manuel “Folleta”, y quede usted con Dios, que no creo yo que nos veamos a la vuelta, que será hoy día de siega tardía, y hasta que no se agote el botijo del agua no nos dejará el patrón dar de mano.

-Qué tenga usted buena siega, y cúbrase bien la cabeza con el sombrero de paja que buena falta le va a hacer en los cuarenta grados de las tres de la tarde.

Y en esto que se despiden los hombres y las bestias, y los perrillos falderos moviéndo los rabos, mientras amanece el día pleno por la Casería de la Luz, al aire saludable que llega, desandando la historia, y pasando páginas, desde las salinas romanas, dejando sobre el ambiente del camino un olor a mar y a sardinas arengas, y un aroma de tiempos tan idos que sólo caben sentirse en la lírica de las palabras escritas, y en la espiritualidad de los acromáticos y leves escapularios de seda.

El que en esto hablaba era el don Manuel, el don Manuel Delgado Herrador, “el hortelano”, con el peonero de la siega, uno de aquellos tantos peoneros que madrugaban tempranos y gallitos con la copilla del aguardiente seco de las tabernas de barrio, y andaba los caminos con la hoz al cuello y con la soga de los sinsabores también al cuello en aquellos veranillos en que Porcuna no era sola y eterna de olivos, y si de otros tajos y de otras agriculturas, en esta estampa que se abre en pareja, matrimonio, alianzas y trabajos compartidos en unos mismos quehaceres, aunque en sitios distintos, manque a veces también se trucaban y se intercambiaban los propósitos y aparecían, el hortelano en el Puesto de la Plaza y la Manuela del puesto de la Plaza también en la huerta para lo que fuera menester, sobre todo en la huerta de verano, aquella del Arroyo Alcázar, más al aire y más al sol tentador de los livianos escotes. El Manuel Delgado Herrador, el hortelano “Folleta”, el que trabajaba y cuidaba con apego y aprecio maternal las huertas del Pozo del Horcón y del Arroyo Alcázar, por aquellos años y por aquellos otros tiempos de su juventud, y sus pocos achaques, o los no más los precisos, el qué de sus manutenciones en casa con cuatro hijos que criar y que guardar, lo vestían, en hombre de campos en los menesteres hortelanos, aunque, también, y tanto el Manuel como la Manuela, se hacían a lo que bien viniera a mano: si en la aceituna, la pareja de hortelanos en los tajos del vareo y del fardeo, y si en tiempo de maletas, el Manuel Delgado Herrador cruzando fronteras francesas y alemanas para lo que en bien de los dineros fuera menester.

Estampa con dos nombres. Estatua con dos retratos o dos apuntes al trapillo y al tropezón, y a la buena voluntad del Dios de los escribidores y los poetas idos, dictando como maestro escuela la redacción de los personajes y de las aventuras de los personajes. Estatua con dos Estatuas y con dos miradas, entretejida maritalmente en los quehaceres de laborar las huertas y en el abrir puesto con verdes en la Plaza de abastos: aquella luz blanca y tan mañanera por donde se alumbraban y entretejían los productos de la huerta recién recolectados, cuando aún el día no había puesto a su sol sobre los cielos; si en invierno, con el frío de las escarchas posado sobre las plantas, y en la Plaza, entrando por todos los resquicios y todas las bocas del aire libre, que se colaba violento hasta poner moradas las manos y los corazones ateridos y con poco amor y como en vilo y en suspense por si también las ventas daban en sus fríos, en sus tiriteras y en sus escasas monedas, y estaban y andaban los vendedores mano sobre mano haciendo palmas para desentumecer los agarrotamientos de las dos, y aquella sustancia de la espera ordenando sobre las grandes pilas de piedra artificial- aquel falso granito de las pobrezas, rojizo y blanco, jaspeado, asperjado de agua y lejía para la desinfección y la agradable presentación para el muestrario de los alimentos- el don que daba las huertas.

Si en verano, reluciente el sol mañanero, ese que tan temprano lucía en las alturas; el hortelano con la camisa de manga corta, abierta sobre el pecho masculino para recoger los pequeños frescores de la mañana tan en calma, y si en la vendedora del puesto de la Plaza, alegres mangas descubiertas reluciendo en carnes morenas, de las del sol por las calles o en las ayudas por las huertas, y una sapidez y un sentido de sonrisas en las mejillas coloreándolas morenas y tersas con un rostro adolescente.

Manuel Sánchez Herrador era el gallo de las mañanas, de las mañanas por la calle Obulco donde el matrimonio de hortelanos tenían, guardaban y acicalaban su residencia, sus amistades y vecindades, y hasta su despensa, aquella despensa a la que acudían las vecinas, o los niños de las vecinas, mandaderos y enfurruñados, con los fallos, los olvidos o los precisos de última hora.
A las cinco de la mañana ya tenía Manuela preparado el café de puchero sobre la mesa, con su hule de flores y su brasero apagado o encendido, según dijera el tiempo y la estación, y a la puerta de la casa, atada al hierro de la ventana, tenía Manuel aparejada la mula, bien vestida y mejor cinchada, con las orejas pararrayos alertas, y con los serones de esparto puestos, equilibrados y vacíos sobre el jumento que lanzando los rebuznos del despertar le ponía música madruguera a la calle y sinfonía al tibio cantar de la mañana.

Los gallos de la calle Obulco, el Manuel Delgado y la Manuel Sánchez, por esa calle que estaba siempre endosa y pusilánime sin saber a que distrito pertenecer, ni en qué barriadas acometerse, que, si por la cosa del acarreo del agua donde el Llanete Cerrajero hasta la casa familiar de la calle Obulco- ese acarreo de cántaros, también mañaneros que se repartían las hijas y el hijo mayor, la Mari Carmen, la María Luisa y el Luis, pasándose los unos a los otros el cántaro para ser acogido bajo el brazo en cantareras, como en una prueba de relevos atléticos esperándose en las esquinas como aguardando una cita de amor, una cita de amor de barro y agua- la calle Obulco era calle que amigaba , comulgaba y obedecía con los bajos de Cerrajero, San Benito o Cruz de la Monja, y que si calle Obulco puesta en señorío y otro aires e ínfulas, era ya calle que presenciaba y copulaba de vecindad con la Carrera y con los comercios entonados y de escaparate, y entonces calle Obulco señorita que hacía lucir distintas las vestimentas; que si de calle Obulco para abajo con cualquier apaño de cubrir estaba uno aviado y satisfecho por muchas manchas que hubiera, mas si el entretenimiento de las conciencias y otros supuestos daba en Carrera, las otras ropas, si no de fiesta sí ropas más para los mundos de los ojos y las presentaciones, y las cabezas bien peinadas todo el día y algunos adornos de perlas falsas, puros plásticos con brillos grises bajo las papadas de las depiladas barbillas.

Los hortelanos de la calle Obulco, el Manuel y la Manuela, todos los días tocaban el primer cencerro de la mañana en sus días laborales y en sus días de fiesta, que, poca fiesta había para que el hortelano se quedara en su casa descuidando sus labores, escuchando la radio o jugando a la brisca. Y al primer aviso del reloj del hortelano- los agricultores siempre tienen el reloj en las cabezas que los despiertan, tan sin quererlo, un día sí y otro también antes que el gallo cante en su corrala- la calle Obulco encendía las luces de bombilla de las ventanas, echaba fuera de las camas a los espabilados agricultores o a los que se les quebró el sueño tan de repente, y hasta a los adolescentes de orejas tapadas de los traqueteos nocturnos y bienamados: Rosario “la del macareno” y el “Moneo”, María, Anica Félix, Ángela, Antonio, Las “Codas”, Teresa y Luisa, y la Dulce y la Dolores “la de Espejo”, y la matancera “Cachuleta” y al “Cachuleto” también, y otra Luisa y Amador “Carnerete”, y Pilar “Matamoros”, y a Antonio, el conserje del Ayuntamiento, Paz y Soledad, Lucía “La Perica” y “Perico” el cabrero, y hasta don Bernardino sacaba los pies y el resto del cuerpo de entre las sábanas y las mantas y encendía la vela sobre la mesita de noche para mejor ver las horas y sentir mejor el trajín de la calle tan puesta en fiesta de huertas, que se traían los hortelanos en aquellas cinco de la mañana, que, si en verano, bienvenidas fueran, apartando cortinas y abriendo ventanas, y que si en invierno, con un me cachis sonando a regañadientes, volviendo a tapar los fríos con las mantas alrededor del cuello como hábito invernal.

Los hortelanos de la calle Obulco ponían al vecindario en pie y hasta se escuchaban sonoras, adivinadas y fantasmales las utópicas campanas, vacías y milagreras de la iglesia de San Francisco, aquel derrumbe de guerra civil viviendo aún en sus raíces, en sus piedras caídas, en su claustro con yerbajos y lagartijas y en sus sombras de monjes espectrales y levíticos mostrando bajo las capuchas sus calaveras. Y se acercaba la vecindad hasta la covacha de lata y de madera donde Clara y Antonio ya le daban al aceite hirviendo y agrio de las jeringas tostadas:

-Una peseta de jeringas, Clara.

-Mucho madruga usted, don Bernardino.

-Cosas de los hortelanos, que son el despertador de la calle. Y cuando se abre ojo, ya no hay forma ni manera de volverlo a cerrar por mucho candado de legaña que tenga.

-A quien madruga Dios le ayuda, buen señor.

-Pero, ya a estos años…

-No hay nada malo que no se cure con cuatro tallos de jeringas.

-Y algún beso de amor, de esos ya olvidados, Clara.

-En eso ya no me meto, ni intento del decir, ni del opinar.

Si el madrugar de los hortelanos era dado en invierno- café con leche de puchero y un cartucho de jeringas del vecino puesto de Clara- el hortelano tenía su huerto por el Pozo el Horcón, que por aquello de la proximidad y la calina, era templado huerto que se daba bien a las verduras del frío: rábanos, cebolletas, zanahorias, patatas, acelgas, espinacas, pencas, cardos y algunas alcachofas, esas flores verdes, y el mundo sonoro y oloroso del mundo de las coles, la col y la coliflor, que aún en el sueño del hortelano no se presentía ni por asomo, la carnosidad del brócoli, y menos aún la baja estrofa de flauta con verrugas de las coles de Bruselas. Una faneguilla de tierra puesta al día en sus tablas y caballones perfectamente rectilíneas y ordenadas, amontonadillas en laderas, por donde los verdes soportaban alguna que otra leve escarcha de las de antes, o alguna pelada ruciá como lágrimas de ángeles asexuados. Entre caballón y caballón algunos árboles de invierno para el consumo propio o el obsequio de vecindad: un granado y un membrillo para el deguste de los pucheros dulces de los Santos y Difuntos, con ciruelas, castañas, mucha azúcar y su palo de canela capaz de levantar a los sepultados y ponerlos a danzar los estilados y macabros bailes que los difuntos se pegan cuando el sol se acuesta y nadie los ve, aunque se escuche el presentimiento de los huesos marcando el ritmo de sus propias ausencias.

Por el Pozo el Horcón la faneguilla de tierra de Manuel el hortelano, con su pozo y su casilla blanca y decente donde guardaba los aperos de la hortícola labranza: el binador, el rastrillo, el tranchete, la azada y el azadón, la raedera, el plantador y el trasplantador, la pala y el almocafre, la horquilla y el cubador, y hasta la carretilla de lata donde Manuel daba cobijo a los verdes y a las frutas antes de ponerlos en los serones de la mula que paciente aguardaba mientras comía las verduras hojas de los desperdicios, y saltaba el perrillo faldero de un caballón a otro persiguiendo saltimbanquis ilusiones.

Si la siembra era en huerta de primavera y verano, Manuel Delgado el hortelano trasladaba los aperos de la labranza hasta el Arroyo Alcázar, donde el hortelano tenía también su apañadillo pedazo de buena tierra hortelana con los plantíos de los frutos listos para la Plaza en sus veranos: los pimientos y los tomates, las cebollas, y los ajos, las lechugas y las habichuelillas , los pepinos y las berenjenas, y como aún los calabacines moros o franceses no se estilaban por estas tierras, si que tenía sus rampantes y escurridizas plantas con las calabazas del marrueco naranja, que frito con ajos y aceite de aceituna daban en muy buen sabor y placentero gusto, aunque, ciertamente, como decían los viejos, el marrueco, por muy bien puesto que estuviera en el plato, daba poca, muy poca sangre. Y en un aparte del huerto sus matas de habas para el frescor de sus habas de leche, o secas, guardadas en sacos, la ideal dura para preparar las guitarras porcuneras, con sus berenjenas chiquitas y sus ajos en rodajas. Huerta con arroyo y con pozo y con noria, y su chocilla de melonero, pero más apañadilla, y de las de durar toda la vida y no un ciclo de temporada, o su cobertizo de madera y de lata donde guardar todos los hierros y otras cosas del guardar, mientras por los montones del estiércol de las bestias subían los humos hasta hacerse líquidas nubes tras de los cielos, y unas cuantas higueras con sus hojas verdes y sus ramas de plata, cargadas de brevas tempranas y de higos glaucos y cetrinos, para comerlos tal cual o machacarlos en las tortas de pan de higo, redondas, honestas y bíblicas, guardadas en las alacenas bajo paños blancos para tener postre durante todo el año, si pan de higo con poder, adornadas con almendras crudas, y si no, tal cual, alunaradas las tortas de pan de higo de pepitas crujientes, de las que se metían en los dientes y duraban todo el día, o todos los días venideros, o puestos los higos a secar sobre los tejados para volverlos dulces de azúcar.

Hincado ante los plantíos como una súplica, Manuel el hortelano quitaba hierbas y acariciaba frutos en sus aclares, alfombraba de estiércol el gris de la tierra y apartaba piedrecillas hasta formar montones linderos. Almocafre en mano airaba, y plantador en mano abría los huecos para las plantillas que eran como pequeñas ilusiones de las que manarían los frutos tras los muchos quehaceres tras los madrugones. Y en la recolección aleluyas, con la más ganancia del alma que los provechos de las ventas, que si beneficiosas, nada más que para echar la temporada a volar, la temporada que no daba en Francia o en vareo de olivos: aquellos entre medias en que Manuel caporeaba los plantíos de verduras hasta formar un todo por donde se le iban las manos y le nacían las costras y las cicatrices.

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Cuando Manuel Delgado, el hortelano tenía la carga hecha, tiraba de nuevo en la vuelta para el pueblo hasta la Plaza de abastos, donde lo esperaba Manuela y a la que Manuel Sánchez le dejaba el buen apaño de la carga de verduras, lo que había dado la luna que madura y la mañana que recolecta, para que Manuela las fuera ordenando en el vientre horizontal y grande de granito falso de las pilas de su puesto alquilado, arbitral y pulido, como una rosa de agua o una exposición universal de primores de huerta y pinturas de óleos dando en naturalezas vivas.

Y si el Manuel no podía llevar la carga para la Plaza porque tuviera que irse, y que se iba, con la mula a otros mercados y a otros pueblos: Valenzuela, Santiago de Calatrava, o Higuera de Calatrava, el tío Cayetano se encargaba de acarrear los serones con la carga de la huerta a la alcazaba de la Plaza, mientras Manuel Delgado Herrador emprendía otros caminos o otras fatigas cruzándose con los labradores de los campos, como ya se contó el encuentro, que también iban a sus mercados y a sus fatigas, o cuando Manuel tenía que hacer la maleta para irse a la emigración de la Francia, o la Alemania- Salustiano con arreos- a ganar los otros dineros pagados en francos o en marcos, que eran los que realmente sabían solucionar las débiles economía de los pobres y otras gentes del pedir, al melocotón, a la ceraza, a la uva, la manzana o algunos meses de fábrica, caminico y manta para cruzar las fronteras y las leyes de las fronteras, y al volver la vista atrás temiendo no ver la senda que volver a pisar, mientras era entonces el tío Cayetano el que se hacía cargo de las huertas del Arroyo Alcázar y del Pozo el Horcón, y el que, aún sin luz del día puesto sobre las calles y los tejados, le llevaba a la Manuela Sánchez su parto de verduras y alguna fruta de tapadero y como sin querer queriendo.

El madrugar de la huerta y de los hortelanos haciéndose en presencia, en querencia y en sustancia, en sus fríos y en sus calores; si con frío, comprendiendo el hortelano mejor que nadie el dicho aquel del “hace más frío que lavando rábanos”, sobre todo, cuando, tras la recolección, en pila, en bidón o en cubeta, el hortelano tenía que quitar los barros y las tierras a los tubérculos subterráneos, o los caracoles y las babosas a las grandes hojas de las acelgas, o a las plateadas pencas de los arrimadillos. Y si en verano, con gusto daba el hortelano las verduras a las aguas, y de camino, hasta se metía el hortelano también en la pila o el bidón para darse una friega playera, convirtiendo en piscina o en bañera las tibias aguas del mediodía.

Dejadas las verduras en la Plaza de Abastos, le llegaba el turno y la mano a Manuela Sánchez Moreno, también “Folleta” por heredad matrimonial, que por herencias de dineros, los menos en Porcuna, pero por herencias de nombrajos, el quinto y la madre, y lo que te rondaré morena, si es que a la morena aún hay algo que la haga rondar.

***

El hecho diferencial y autóctono de una tradición permite que en Porcuna al lugar y casi hogar que en todos los lugares y todas las partes se le llama mercado, aquí lo nombremos como Plaza, y para acompañarla en su nombre para que no se sienta sola o desplazada a una plaza con casas, ventanas y tejados, la solemos añadir en el tiquismiquis de los adornos , las componendas y tejemanejes, el apellido o el nombrajo de abastos, y en Plaza o Plaza de abastos- mayúsquemoslas- señorea ahí desde que fuera construida en aquellos años cuarenta de la post-guerra, lo que ya la hace Plaza historiada y con DNI, el DNI de los que, a lo largo y ancho y hasta estrecho de estos setenta años la han vestido, vivido y adornado de alimentos y de trabajos, y de encuentros y desencuentros de ciencias y hasta de sentencias, cuando no de creencias y otros sinónimos del vivir y del sentir, un lugar ya con historia que queda ya en cuasi monumento de guardar y proteger como una especie de cosa en extinción, monumento que, como a todos los monumentos del ayer, se le hace de vez en cuando algún arreglo para acondicionarla y aclimatarla a los nuevos tiempos, esos que llegan voraces y que, sino destructivos- salven sean- que a veces también, sí que interiorizan sus modernuras para vestirlos tersamente de juventud o moderadamente de decoro, a lo que ya se veía en anciano y en decrépito.

Al mercado de Porcuna, o sea, esa gran fruta y esa gran reunión, y hasta santo y seña que en Porcuna se la llama, y bien llamada Plaza, por aquello del recuerdo y la máxima que queda en la cabeza, en la tradición y en la memoria de cuando los puestos de los mercaderes se habitaban en las aceras, o en los descampados de tierra de las escalerillas de la Plazoleta parroquial, a saber desde qué años o desde qué siglos, que se nos muestran en las fotografías en blanco y negro como un mercado medieval de tenderetes de tablas y de telas, como si fuese campamento gitano donde sólo hacía falta un saltimbanqui con piruetas, y una guitarra, que también la había, y un bardo ciego y trotamundos cantando de viva voz y en pareados asonantes las historietas del pueblo, o de unos otros pueblos, la triste historia del padronés Macías el enamorado, la del ahorcado del Puente del ahorcado, o lo del crimen de los hermanos Nereos, tan boceada, y tan traída y tan llevada en estos nuevos días para su mejor narración, conocimiento y recuerdo.

A la Plaza de abastos la han vestido de modernidad en sus interiores para hacerla más cómoda, más asequible y menos fría, aunque haya perdido su trascendencia y su entidad que la hacían como de siglos, y que la vestían de alcazaba, alcazaba de los comercios y los trueques, por la que moraban sus diurnos habitantes en las casillas de sus puestos esperando navideños y juglares la llegada de las mujeres con sus cenachos, o la de aquellos niños que en época de aceituna, le hacían los mandados a las madres sisando los dos reales de los chicles , mientras éstas preparaban los hatos de los jornales o les quitaban las escarchas a las ropas puestas a tender pellizcadas sobre los alambres.

A la Plaza le han dado sus brillos de lugar modernizado y decente, aséptico y contemporáneo en aluminios blancos , brillosos suelos para contemplarse en espejos , y en paredes pulidas como cutis de niñas, y a la Plaza le han desaparecido sus patios abiertos, con sus braseros de lata hirviendo en las ascuas y en los carbones, y hoy son patios cerrados donde la sanidad ya no pone ninguna pega ni cumple ninguna multa a los expuestos alimentos y a las manos blancas y limpias de los expendedores humanos. Patios cerrados e higiénicos donde aún se presiente o se ve- se ve a los ojos viejos que vieron tanto- acudiendo al fantasma de sábana y vacía mirada de la memoria y de los recuerdos aquel viejo y noble álamo que sus buenas sombras y cobijos construía en verano, y en invierno, los vientos que entraban por sus puertas abiertas lo ondulaban creando una música de selva o de bosque con pajarillos cantando los cantos de los vendedores, y por donde los niños que andaban por todos sitios menos por donde deberían andar, en aquel patio de vendedores en sus puestos de madera jugábamos al correndillo alrededor del árbol, pillándonos y despillándonos sin pillarnos jamás, pero pillándonos siempre por los saquitos, mientras sus arrugadas cortezas marrones, con musgos y líquenes parecían tener siempre grabados los nombres de sus habitantes y de sus visitadores.

A la Plaza de abastos la han maquillado y reconstruido para hacerla Plaza decente y supermercada, como siempre ha ocurrido en los mundos de las españas con sus monumentos eternos, los que hay y han habido, y los que vendrán, que también serán modernizados, maquillados y puestos al día de las modas cuando se les vengan a bien modernizar. Aquellos monumentos históricos a los que cada arquitecto de cada época le fue dando su estilo, su sello, su impronta o su cabezonería, y lo que empezó su construcción en románico, el maestro albañil renacentista y tan italianizado le dio su mano renacentista, y el arquitecto gótico su mano gótica, y el modernista su toque de modernismo, y siempre sintiendo en sus bases y en sus principios, del templo o del monumento, aquel altar romano del que devino el señorear visigodo.

Los tiempos, que son así, y habrá que estar en los tiempos para que no se nos llame clasicistas, melindrosos y conservadores, no sea que se nos pique la picadura y se nos trague o atragante el aguijón de las inclemencias, aunque, en el fondo, siempre y todo, no hagamos otra cosa que indagar en nuestras raíces y en nuestro árbol genealógico.

Pero, la Plaza aquella en la que tenía su puesto de verduras de la huerta la doña Manuela Sánchez Moreno, que es la que nos trae hasta el aquí de esta Plaza, acompañando en bicéfalo empeño a su marido Manuel “el Folleta”, era una Plaza del sueño, en donde hasta los amaneceres parecían distintos y aún volaban y piaban pajarillos bajo los cielos, en donde las bestias eran las que acarreaban las cargas antes de que llegaran las bestias motorizadas, y donde todo se respiraba en quietud y en inquietudes de echar el día lo más buenamente posible y mejor, y en una hermandad de cuadrilla casi beata y muy puesta en azules y otros rombos, y en Iguales de lotería a peseta, y todo resultaba en una armonía deliciosa y plácida, y tan trabajada, con mucho frío en invierno, y un verano plácido de cámara frigorífica que daba gusto estar paseando sus puestos, ondulando todas las mangas y todos los manguitos, y las cofias de las vendedoras puestas sobre las cabezas como si quisieran coronarlas en reinas.

Por la Plaza donde Manuela Sánchez tenía su puesto de verduras de huerta se asentaba una alcazaba de vendedores, una medina de comerciantes que había que callejear, ajardinada y laberíntica como si se estuviera callejeando la medina de Fez, un zoco donde la elegancia se dejaba a las puertas, y se adentraba el vendedor y el comprador en un mundo de olores y sabores viejos, y de sapiencias pícaras y carnadas que lo envolvía todo como en un museo de acontecimientos costumbristas y de imprevistos pictóricos que nunca se han pintado en los óleos y dibujos porcuneros en todos sus puntos cardinales de ciudad, porque la Plaza de abastos sólo quedó en el óleo amarillo de sus exteriores, cuando toda la vida estaba de sus puertas adentro, donde se alimentaba un mundo de puestos y tenderetes haciendo guardias en sus garitas o en sus grandes pilas, o en sus altares de madera o en sus exposiciones por las mantas de los suelos.

Un mundo de hermandad y avenencia donde se pregonaban los alimentos a viva voz, y era todo un murmullo o una música de voces, de las que daban y de las que pedían, como un enjambre de avispas puestas todas de acuerdo para crear un coro con muchos decorados. Una exposición de colores que entraba por los ojos para crear los arco iris tras las lluvias, y que se aflojaban en los monederos llenando los cenachos, las bolsas de ganchillos, los cestos de vareta y las bolsas de las compras, aquellas camisas de bicha tan floreadas, y donde, andar por sus callejuelas era un recorrer el vivo mundo de las sensaciones más primarias y más elementales, las del bien y eterno estómago llenar en el yantar más preciso y más acostumbrado.

Por los corredores que se adentraban y se asentaban en la Plaza, los puestos de los pescaderos, de Antonio y de los Pastilla, y de Francisco “Escopeta”: bacaladillas, japutas, sardinas y almejas, con algunas gambas de feria en feria, Manolo con las carnes en filetes de cabezá, y Falín y señora con sus legumbres y embutidos, Marciana con sus pollos, sus gallinas y sus mollejas, amarillos, como eran los pollos del ayer, Angelita también con sus salchichones y sus jícaras de chocolate, Frasquita con sus olores de la matanza pululando en las pituitarias y en los nudos del estómago, con aquellas paletillas de jamón tan tentadoras, tan tersas, tan aceitosas y tan sabrosas o más que las traídas de Jabugo, Emiliano con sus guasas y con sus gracias congregando al alrededor de la estrecha garita de su puesto a las mujeres más dicharacheras y más salerosas, y a las muchachas más brillantes mientras las despachaba dos onzas de mortadela cortada en lo milimétrico del cuchillo o un cuarto de kilo de galletas de coco para invitar a sus novios en las meriendas de Redonda y no te acerques mucho, María y el “Cachuleto”, con sus higados y pulmones de cerdo colgados como en un muestrario de autopsias dadas al visto bueno del veterinario, quedando tan gustosas encebolladas con mucha cebolla, y la “Balilla” y el “Balillo”, escopetas risueñas de feria, con las morcillas de cebolla más exquisitas que se han dado en Porcuna colgadas de los ganchos, y Juanita “la del Pinto”, guapa y gitana como una aparición mujerona y tan cordial y tan buena gente, mientras la Amalia traía los pollos recién matados del matadero metidos bajo el brazo como si llevara cantarillos de agua, y “Jilico”, aún sin sobrinos pero con mujer de labios rojos, con sus carnes nobles y señoritas de cordero, de oveja y de ternera, donde los grandes monederos se llevaban las chuletillas y los solomillos, y los monederos de pobre, la pata y cuajá para hacer un buen caldo con muchas patatas y muy amarillo. Dando la vuelta el vendedor de las iguales y el guardián de la fortaleza de pelo cano y formas regimentales, Nazario con sus naranjas y sus manzanas, gracioso y de allá, y la Carlota y la Lili y Milagros “la de Pupú”, y María la de los pollos, y Rosalía y Montilla “el del aceite”, y entrando el café de la cantina y el olor de la jeringa, y las bondandes de Francis en exteriores de claustro.

En un patio los cacharreros con sus ofertas de barro, y el quiosquillo con los dulces y el puesto de los melones y de las sandías cuando tiempos de melones y sandías, y algunos otros puesto más, y en el otro patio, el del álamo sombrerero, el mundo sensual de los hortelanos, con Dolores “la de Belén”, y Dolores Arroyo, y Rosita y Clorobalda, el “Pajarico” Luis, y la tosiriana Angelita con puesto de huertas en Porcuna, y Juanito danzando la danza del pregón. Y entre patio y patio, traspasando arcos encalados y recibiendo todos los aires y todos los fríos de las entremedias, más puestos de frutas y de verduras: muchos verdes para menos carnes de los tiempos aquellos, Rosita y el Justo “Marrita” que ya andaba con camioneta, , Mariano y Alfonso, forasteros con arbitrios, las “Habichuelas” Maruja y Manolita, llenas de amarillos y naranjas, y la Josefita “la Folleta” de San Benito, y Pedrito en su rincón dando sonrisas a las madamas mañaneras de los cenachos, y dando la espalda a Rosita y Justo, y mirando para el patio como si quisiera coserle aire y jardín a sus ojos grandes, hermosos y tan sonrientes y tan negros siempre, la Manuela Sánchez Moreno, mujerona porcunera y buena tan entrada en sonrisas y maneras tan abuelas.

Manuela “la Folleta” puesta en su delantal blanco tipo bambico, y siempre limpio, como si el ángel de la limpieza cada dos por tres lo lavara con blanco Nuclear, o lo espolvoreara con azúcar en polvo para dejar a la Manuela Sánchez presentable siempre, y los manguitos hasta los codos en los inviernos para proteger el jersey de punto, y la cofia en roete y redondela puesta sobre la cabeza de rizos morenos en permanente, más como adorno que como requerimiento y mandato sanitario, pero que, puesto sobre la cabeza de Manuela parecía acomodado como adorno de muñeca melenuda pillado con orquillas, y a la que, hasta los blancos se le volvían adornos de muñeca puesta sobre el escenario de un puesto de verduras.

Mañanera en el amanecer de los habitantes de la Plaza, después de haber dejado en su casa de la calle Obulco todas las disposiciones puestas en el tablón de anuncios de los quehaceres del hogar, había dado su café con leche a su Manuel Delgado, hasta plantarlo en los caminos de las huertas con la mula aparejada y las manos sintiendo ya en las labores, Manuela abría la puerta de su casa para dar a la calle, dejando dentro su espíritu protector y su presencia en los arreglos de las estancias, y le daba los días a la vecina Plaza de abastos , mientras, todo dentro del recinto de la alcazaba de los alimentos era un trajineo nervioso y armónico de vendedores poniendo al día de la mañana la ensoñación de sus productos y los colores de la exposición, oliendo a pescados y a morcillas, y a jeringas en sus aceites agrios, y el aroma de los embutidos puestos a colgar, y la dulzura de las naranjas y el amargo de los limones y el olor a naturaleza de los ajos y las cebollas.

Manuela abría la puerta imaginaria de su puesto central y esquinero, le pegaba un limpiado de urgencia al granito falso jaspeado de sus pilas amplias y bautismales, abría de la mesita el cajón de los dineros, sacaba de la taleguilla las monedas sueltas para los cambios del comerciar, colocando las monedas en sus baldes de plástico y bajo un papel de estraza los billetillos de colección, en todo lo más, dados en billetes de cinco duros y a todo lo más rico, billetes de cien pesetas con Julio Romero de Torres y la Chiquita piconera escarbando en el picón de la pintura marrón.

Si en invierno, encendía Manuela la lata con el picón o con el carbón, le prendía fuego, le ponía su papel de orillo del chocolate, y se calentaba las manos para entonar el cuerpo del frío que entraba por los soportales de yeso esperando que llegara su Manuel o el Cayetano para ayudarle a la descarga de las verduras que se hermoseaban dentro de los serones como si fueran ofrecimientos de Reyes magos. Carga que viene y carga que va, Manuela Sánchez iba colocando en perfecto orden y en mejor feria, las verduras sobre las jaspeadas pilas inclinadas, y aquí ponía las acelgas esbeltas y con faldas, y por allí las lechugas atadas con esparto, y por el otro lado los tomates, y las pencas, las cebolletas y los ajos y los manojos de rabanillas, todo brillando como envueltas en rocíos a las que hacían guiños las flores de las alcachofas.

Manuela Sánchez colocaba el peso de balanzas sobre la tarima crujiente, con sus pesas de hierro en sus gramos y en su kilo, se adecentaba sus cabellos y ponía sobre sus negros los blancos de su delantales, le pegaba un meneo al cuerpo como para echarlo a volar, o para ponerlo en vela y en disposición de regimiento que va a emprender una marcha nocturna, mientras miraba de las verduras el primor de sus colores y las señas de identidad de su Manuel Delgado Herrador, entretanto mordisqueaba un tomate o unas hojas de lechuga o una empanadilla de dulce de calabaza bañada de crujiente azúcar.

Manuela Sánchez le abría al día las cortinas de las ausencias, le tendía a su boca el carmín de las sonrisas y de las bienvenidas y se quedaba ahí en enunciación, escaparate y muestrario de saya y joya enseñando a quien las quisiera mirar las maravillas hortelanas recién sacadas de su sueño y de su calor como si pretendiera ganar el premio que daban los ojos de las caras y los ojos de los monederos a la más gozosa y engalanada de las vendedoras, y si no, pues una sonrisa y un cumplido por aquí y un decir de buenos días por allá mientras daba a probar una rabanilla o un alcarcil sin más sal que su bonanza; y unas chácharas vecinales, que detrás de ella estaba Rosita, la de la Ronca Marconi, también en sus blancos y en su cofia con una sandía en la mano calculando un peso sin pesar, dispuestas para todas las chácharas que fueran de menester, o se ofrecían aguas de los porrones o habas tiernas y alargadas, o se compartían las ascuas de los braseros en sus latas de atún. Una perfecta comunión entre las gentes del lugar de la alcazaba menestral, mientras probaban el equilibro de los pesos y pesaban las talegas de las monedas de los cambios:

-Manuela, póngame usted esos tres tomates que se ven picadillos, por si me salen más baratos.

-Más baratos se pueden cobrar, pero que lo que ves como picaduras, picaduras no son sino cicatrices de piel.

-¿Y me dejas a una peseta el manojillo de rabanillas?

-A peseta se lo dejo, y hasta le regalo un pimiento verde y una vaina de haba para un arroz quinquillero.

-Y en esta bolsa me pones los desperdicios de las lechugas y de las cebolletas para picárselas a las gallinas del corral.

Hermosura el puesto de la Manuela Sánchez Moreno: una esperanza de colores en el protectorado de las huertas, aquellas que se labraban y se labran con primor y naturaleza en los bajos de Porcuna, y se recolectaban con amor y con amanecidas cuando todo era silencio y por Porcuna sólo asomaban los humos de las chimeneas de los panaderos y algún mentor del vino cantando flamencos de la una acera a la otra de la vida.

El Manuel por la huerta y la Manuela en la Plaza, las bocas como tinajas profundas como suspiros. Por los aires amarillos los hortelanos de huerta criando verdes de hierbas de las tierras y las aguas. Un revuelo de cigarras cantando en la madrugada el brillo de azadas hendiendo a la tarde quieta. Una ilusión de cometas lanzando rayos y truenos sobre una tierra de aperos y una pulsión de labranzas. Manuel en la huerta danza un baile de caballones, mientras Manuela le pone a su puesto mil guirnaldas y una sonrisa de malvas abriendo sus panecillos. La huerta lanza suspiros cuando el hortelano avanza la rueda de la labranza y el amor de la cosecha, y en la Plaza pizpireta de aromas y de alimentos, Manuela asienta su puesto como ocupando un castillo, sin más trono que el ahorrillo para criar un ajuar de novia para el altar dándole nietecillos. Por el Horcón los chiquillos comen habas y granadas mientras desnudan sus almas al cantar de las cigarras, y en la Plaza cuelgan tiendas los vendedores de a pie. Aroma en Plaza de ayer los viejos sueños de antaño: oficios con muchos años y muchos libros escritos. Por aquí sueñan los ritos y por allá las besanas. Las huertas con tierras calmas y las aguas cantarinas desnudándose en cortinas y en caracoles dormidos. Manuel luciendo espejismos de mañanas con mochuelos, Manuela sintiendo quedos los fragores de los verdes. Un puesto con breves horas y una huerta agradecida que a la sal le da comida y a la luz sus muchos ojos. Los hortelanos dichosos si son dichosos los frutos: Manuel cantando faenas, Manuela quitando penas y ofrendando bendiciones; el mundo de las canciones cantando cantos vergeles; si hay que partir sin laureles se parte y adiós muy buenas, que nunca las azucenas necesitaron más premio que dar su olor y morir resucitando recuerdos.

ALFREDO GONZÁLEZ CALLADO
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